Podrían añadirse inmediatamente a la intuición de un edificio muchas cosas que nos gusten, si no fuera porque debe ser una iglesia; podría embellecerse una figura con toda clase de rayas y rasgos ligeros, si bien regulares, como hacen los neozelandeses con sus tatuajes, si no tuviera que ser humana y ésta podría tener rasgos más finos y un contorno de las formas de la cosa más bonito y dulce, si no fuera porque debe representar un hombre o un guerrero.
Sin decirlo así, Kant descalifica el grafitti, que puede ser bello pero resulta inapropiado adornando la fachada de una iglesia, por ejemplo, tanto como el tatuaje, que puede ser un bello dibujo pero resulta igualmente inapropiado sobre la piel de una persona. De Kant, Canales y Herscher pasan a Darwin, para quien los tatuajes eran una manifestación extendida entre los hombres primitivos y, por tanto, de lo primitivo. El siguiente paso lo dio el médico y criminólogo italiano Cesare Lombroso, quien sumó a la interpretación estética y antropológica de Kant y Darwin la del criminólogo. Lombroso pensaba que el criminal era primitivo y que eso se expresaba, entre otras cosas, en su propensión a tatuarse y no sólo eso, sino en la de marcar los muros —en sus guaridas, en callejones o en sus celdas— con dibujos. El muro graffiteado y la piel tatuada son finalmente ejemplos del mismo carácter primitivo y criminal. Loos retoma la idea o, más bien, el prejuicio de Lombroso y escribe:
El hombre que, en nuestros días, respondiendo a una necesidad interna, mancha muros con símbolos eróticos es un criminal o un degenerado. No hace falta decir que ese impulso asalta con más frecuencia a personas con esos síntomas de degeneración en los baños. La cultura de un país puede juzgarse por la extensión con la que los muros de sus baños públicos están rayoneados.
De acuerdo a ciertas teorías de su época, que planteaban que el desarrollo de una cultura replicaba al de un organismo o una persona, Loos agrega que es normal que un niño tenga ese impulso de rayar paredes así como un pueblo primitivo lo tiene de marcar su cuerpo, pero un adulto o una sociedad civilizada no tienen excusa para dejarse llevar por sus impulsos.
Varías décadas después de Lombroso y Loos, Severo Sarduy hablaría también del tatuaje. Citando a un tatuador parisino —Étienne—, dice que “en una sociedad en que todo se desecha, ropa y objetos, tener un tatuaje es un modo de tener algo que nos pertenece definitivamente para siempre.” Es una manera de apropiarse de lo que, por costumbre, llamamos el propio cuerpo, como el tag en un muro o un vagón del metro marca un territorio. Pero Sarduy también piensa que el tatuaje ha perdido sentido cuando “no conmemora el coraje —si de verdad la inscripción es indolora— de ningún sacrificio, la sangre de ningún pacto, el horror de ninguna escarificación.” En eso coincide con Loos, para quien los tatuajes en particular y el ornamento en general resultaban criminales también por el hecho de ser no sólo innecesarios por superficiales sino superfluos: si el tatuaje de un guerrero primitivo inscribe su cuerpo en un orden social, el de un criminal no hace nada —en eso Loos por supuesto se equivocaba: Jack London sabía más.
Acaso para pensar a fondo la superficialidad del tatuaje haga falta pensarlo junto con el cuerpo al que se incorpora. Antoni Tapies —que nació el 13 de diciembre de 1923 en Barcelona y murió, en la misma ciudad, el 6 de febrero del 2012— escribió: “para tatuar unas rayas es imprescindible disponer de una piel y, quizá —para que el tatuaje haga realmente efecto— se preciso disponer del erotismo de un cuerpo humano entero.”
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