Resultados de búsqueda para la etiqueta [ruido ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Fri, 14 Apr 2023 13:51:27 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 La organización de los sonidos https://arquine.com/la-organizacion-de-los-sonidos/ Fri, 03 Mar 2023 15:24:58 +0000 https://arquine.com/?p=76071 El aguador, el cartero, el señor del gas, el carrito de los camotes: en la Ciudad de México, estos comercios y servicios van acompañados de un sonido que los identifica y que permite a los ciudadanos salir a la calle a pedir su tanque o a hacerse de unos tamales nocturnos. Sin embargo, más allá del pintoresquismo que se pueda percibir en estas dinámicas urbanas, los sonidos de la capital estructuran economías y ponen en evidencia los alcances y límites de la ley, la llamada economía formal y del control policial.

El cargo La organización de los sonidos apareció primero en Arquine.

]]>
El aguador, el cartero, el señor del gas, el carrito de los camotes: en la Ciudad de México, estos comercios y servicios van acompañados de un sonido que los identifica y que permite a los ciudadanos salir a la calle a pedir su tanque o a hacerse de unos tamales nocturnos. Sin embargo, más allá del pintoresquismo que se pueda percibir en estas dinámicas urbanas, los sonidos de la capital estructuran economías y ponen en evidencia los alcances y límites de la ley, la llamada economía formal y del control policial. “Aquí exploraremos el código sonoro de la Ciudad de México (también conocida como CDMX), compuesto por los llamados de los trabajadores y vendedores que deambulan por los vecindarios de la ciudad empujando carritos y triciclos modificados, conduciendo bicicletas y camionetas o cargando canastas pesadas sobre su cabeza y hombros. Cada uno de sus sonidos agrega un nuevo significado al estruendo de esta hermosa metrópoli”, se lee al inicio del reportaje “Los sonidos de la Ciudad de México”, publicado de manera bilingüe por el portal estadounidense The Pudding, hecho por el historiador del arte Óscar Molina Palestina, el urbanista Aaron Reiss, la programadora Michelle McGhee y el ilustrador argentino Diego Parés. 

Aaron Reiss fue residente de la Ciudad de México por un par de años. Reiss junto a su esposa, abogada para inmigrantes y quien también se encontraba trabajando en México con ciudadanos centroamericanos que cruzaban el país para llegar a Estados Unidos, recibieron los primeros meses de la pandemia en la Ciudad de México. “Cuando nos encerramos en casa, escuchaba constantemente sonidos que se aproximaban a mi puerta: la flauta del afilador de cuchillos, el grito del señor del gas”, recuerda Reiss. “Aprendí de aquellos sonidos viviendo ahí, pidiendo que afilaran mi cuchillo o comprando tamales: haciendo todas las cosas que haces con estos proveedores de servicios”. Para Reiss, estos comerciantes tienen un código de sonidos que hablan de un sistema organizado tanto a nivel económico como de los signos que los identifican como proveedores de un servicio o de otro. “En la Ciudad de México, cada panadero tiene el mismo claxon, cada afilador tiene la misma flauta, cada chatarrero tiene la misma grabación. Todos esos sonidos generan confianza en quienes solicitan esos servicios y se encuentran muy diseminados por toda la ciudad. Por esto, empecé a rastrear estos sonidos y, una vez que tuve la idea para un reportaje, contacté a Óscar”, quien aportó mayor contexto sobre la economía y cultura de la Ciudad de México. 

Reiss y Molina formaron un archivo de imágenes que le fueron entregadas al ilustrador argentino Diego Parás, quien  nunca ha visitado México. Ambos periodistas recopilaron una serie de referentes que abarcan desde restaurantes hasta iconos de la ciudad, como el Kiosko Morisko, los cuales establecieron una imagen de la ciudad con la que cualquiera puede identificarse, pero no eludiera la complejidad del tema tratado por el reportaje. A decir de Michelle McGhee, “en The Pudding hacemos narrativas visuales, bajo el principio de que se entiendan temáticas complejas no necesariamente a través de un muro de palabras sino a través de algo que puedas ver y con lo que puedas interactuar, casi que personalizando tu propia experiencia. Esta pieza de hecho encajó muy bien en nuestra línea editorial pero también es un poco distinta, porque involucró el audio. He trabajado en formatos que contemplan el audio, como el podcast, pero para esta historia el sonido es protagónico, no sólo incidental. Fue interesante traer aspectos del sonido a una experiencia interactiva. Poder escuchar estos sonidos te hace entender cosas que de otra manera no se pudieran haber entendido.”

Una de las perspectivas de “Los sonidos de la Ciudad de México” es su aproximación al comercio informal y formal. “Estudié en Estados Unidos las organizaciones del comercio informal”, dice Reiss. “Hay grandes partes de nuestra economía que son informales. Son tipos de negocios que tienen bajos ingresos, que casi siempre son inmigrantes o que no hablan inglés. El comercio informal es la oportunidad que tienen para hacerse de ingresos porque es casi imposible entrar a la economía formal sin tener conocimientos de inglés. Generalmente, al haber menos oportunidades de hacer dinero a través de empleos formales, las economías informales son oportunidades para que puedan ingresar a la fuerza de trabajo sin las restricciones de las industriales formales. Lo que sí hay que decir es que las economías informales ofrecen servicios que las economías formales no pueden ofrecer. Por ejemplo, estoy más familiarizado con Nueva York, y hay partes que no cuentan con sistemas de transporte como metros o autobuses. Entonces, son ciudadanos quienes usan sus propios autos como taxis para cobrar y trasladar a la gente. Hay escenarios donde las autoridades deberían proveer esos servicios y, sin embargo, no existen. Por otro lado, el comercio informal de la Ciudad de México provee servicios urbanos, como el gas. No hay ningún sistema municipal que provea de gas a ninguno de los barrios. Esta gente está llenando una necesidad que la ciudad no da. También hay recolectores de basura que operan en iniciativas privadas. A veces, los recolectores son enviados por la ciudad pero, por la demanda, otras empresas proveen esos servicios. Para mí, la economía informal es una idea muy interesante porque, usualmente, es una organización de personas que buscan satisfacer las necesidades de sus vecinos que la misma ciudad no está satisfaciendo”. 

Reiss añade: “Estados Unidos, como país, es bastante cruel en perseguir a la gente que hace cosas que la gente que tiene casas y tiene dinero no quiere que hagan. Digamos que tienes un grupo de seis migrantes que están durmiendo en un parque: eso puede ser perseguido. A alguien no le gusta, llaman a los policías y los policías llegarán a molestarlos. A veces hay gente bebiendo después del trabajo en vía pública. Pero es es ilegal en Estados Unidos. Simplemente, se tiene un sistema policiaco para quitar a personas que no quieras ahí, ya sea que estén durmiendo, o bebiendo, o teniendo sexo. Cualquiera de estas cosas es ilegal hacerlas en la calle si quieres que sean ilegales. Por ejemplo, digamos que hago cerámica y que vendo mi mercancía con una mesa en la calle. Técnicamente, eso es ilegal: no tengo una licencia para mi negocio. Sin embargo,  sólo se volverá ilegal si alguien lo convierte en un problema, ya sea un policía o algún vecino. La realidad en las calles es que si eres un migrante, si luces como alguien que no habla inglés o si no eres blanco, si vistes como alguien que, por mero contraste, no luce ‘normal’, eres más vulnerable a que las clases con poder puedan decidir que no debes estar ahí.” 

Sin embargo, para Óscar Molina, las definiciones de formalidad e informalidad, en el caso de la Ciudad de México, son más laxas.  “Entre las cuestiones que fuimos acordando para la selección de sonidos, tuve como principal problema el asunto de lo informal, porque una de las cuestiones que queríamos dejar en claro es que estos sonidos no sólo eran de comerciantes, sino, más bien, hablar de los sonidos que viajan por la ciudad. Si hay sonidos que provienen de comerciantes o vendedores, lo cierto es que también hay sonidos que no corresponden a ese tipo de perfil. El título fue una de las cuestiones que tuvimos que afinar, porque quería dejarse solamente el comercio. Pero tenemos el correo, tenemos la basura, servicios que no son comercio. En ese sentido, se debía entender que no era solamente la idea del comercio. Igualmente, el concepto de informalidad tampoco aplicaba porque muchos sonidos provienen de la formalidad. Los vendedores de gas no es comercio informal: su esquela laboral está definido, una circunstancia muy diferente a la  del vendedor de camotes. El eje principal es el concepto de los sonidos viajeros, dentro de los que se encuentra el comercio y los servicios, como el cartero o la basura”.

Óscar prosigue: “Mi formación es en Historia del Arte. Mis dos líneas principales de investigación es en iconografía, y en arquitectura y urbanismo en la Ciudad de México. En esa segunda, he trabajado primordialmente pensando en la división que hacían los romanos de urbis y civitas (edificios y habitantes), revisando diseño urbano y arquitectura. Finalmente, los edificios y las ciudades tienen una vida que no se entienden sin los habitantes, a pesar de que eso sea más ‘efímero’ dentro del paisaje urbano. A partir de la civitas y del concepto antropológico del paisaje, la perspectiva que manejamos es que el paisaje urbano y, de manera específica, el paisaje sonoro, se da mediante los servicios y el comercio. El asunto de la exotización y folklorización, sobre todo al publicarse en un medio estadounidense (quienes tienen más restricciones o cuidados respecto a la representación de comunidades minoritarias), ya nos daban líneas de que no queríamos narrar algo folklórico. Queríamos construir un retrato urbano tanto en los sonidos como en la ilustración que acompaña a los sonidos. Por parte del público receptor se podía romantizar el eje del asunto”. 

Reiss contrasta: “Creo que para el caso de la Ciudad de México y para ese trabajo, lo primero que queríamos comunicar es que los sonidos son divertidos, bellos o interesantes. Pero también es una vía para hablar de cuestiones más importantes, como los de una ciudad que no abastece todas las necesidades de sus habitantes. Y que quienes emiten estos sonidos son, a menudo, personas que son acosadas por la policía o que son desalojadas de sus sitios de trabajo. Los sonidos son la parte divertida, pero son un punto de partida para hablar de otros asuntos de la economía informal.” Añade: “Mucha de la prensa de Estados Unidos sobre la Ciudad de México es sobre nómadas digitales, una invitación para que residas ahí de forma barata y comas tacos. Igualmente, esos trabajos mencionan “los barrios más efervescentes”. Rob Smith, el editor fue muy claro: la historia no se debía sentir como una guía para estadounidenses blancos. El reportaje debía ser igual de útil para un mexicano o para alguien que no lo fuera. Particularmente, mi punto de vista es que no soy un escritor de turismo. Mi formación es académica y estudio paisajes urbanos. Creo que mi aproximación a los sonidos era para estudiar una ciudad, y no para describir esta cosa curiosa que hacen algunos de sus habitantes”.

¿Qué activan estos sonidos? ¿Se aprecian partiendo de los prejuicios, o hay legislaciones que favorecen o destruyen la organización de los comerciantes. “Creo que en Estados Unidos se dan muchos esfuerzos para detener esa clase de expresiones”, menciona Michelle. “Creo que no existe una apreciación  de aquello que los poderosos califican como irritante. Probablemente sí son nuestras raíces puritanas, sobre todo en áreas que necesitan sentirse de una manera muy específica y que todo esté limpio y ordenado”. Pero Oscar apunta: “Podríamos decir que las leyes en torno al sonido son generalizadas en el mundo, sobre todo la cuestión de los decibeles. En la Ciudad de México, también existe una reglamentación de cuantos decibeles se pueden emitir, cuántos en vía pública, cuántos desde tu propia habitación o negocio. Pero sabemos la historia de la Ciudad de México: una cosa son las leyes y otra cosa es su cumplimiento. Las leyes existen: más que regular el tipo de los sonidos, lo que se regula es la intensidad de los mismos. Un ejemplo es el pasaje de Madero, un escándalo a ciertas horas del día, no por la gente que transita sino por los negocios. La PAOT es la responsable del control de estos sonidos y de generar sanciones, pero es más una situación que va sobre lo político más que sobre lo social. En cuanto al tipo de los sonidos, ahí sí entra la parte de lo social: son sonidos viajeros, no son fijos y no podrían llegar a causar molestia por su constancia. Ahí no se involucra la regulación.”

Aaron, por su parte, comenta: “Desde un nivel personal, creemos que estos sonidos son en realidad hermosos ejemplos de organización informal. Si los sonidos son contaminantes o irritantes o no (el de los camotes es bastante alto y antes me espantaba), no entendimos a estos sonidos como contaminación auditiva. No nos preguntamos si todos los sonidos eran agradables o si tenían buena calidad porque no parecía importante para la historia. Sin embargo, sé que muchas personas de la Ciudad de México, tanto locales como extranjeros, han comentado la pieza diciendo que les parece terrible que estos comerciantes siempre estén haciendo ruido. Pero a nosotros no nos pareció una conversación que fuera interesante. En Estados Unidos, definitivamente hay un discurso de control del sonido a partir del clasismo. Básicamente funciona que el gobierno dice qué es el ruido bueno contra el ruido malo, cuál es el ruido importante versus el ruido que contamina. Creo que en la Ciudad de México hay un importante contexto histórico en torno al sonido. En Estados Unidos somos más puritanos en torno a las organizaciones informales”. 

En Nueva York, el ruido es una queja que puede llevarse a la policía.”Creo que todas las ciudades son ruidosas”, dice Aaron. “Algunas menos que otras. París no es una ciudad muy riudosa, a diferencia de Nueva York, donde el ruido generalmente proviene del tráfico y de la construcción (los principales productores de ruido). Creo que esas son las dos principales fuentes. No hay sonidos del comercio. Si visitas China y vas visitas Shanghái o Beijing, hay una gran  cultura de sonidos grabados de los dueños de cualquier tienda. Siempre tienen una bocina afuera de sus establecimientos que tiene la misma grabación en repetición ofreciendo sus productos. En Estados Unidos, los sonidos son altamente controlados. Sé esto porque enseño un curso sobre mapeo, y una de las tareas es revisar archivos del gobierno para hacer un mapa. Tuve un estudiante que hizo un mapa sobre las quejas del sonido y hay una cantidad gigantesca de eso. Y la policía sí se aparece en tu puerta: eso lo sé. Nos ha pasado a mí y a mi esposa. Llegamos a enviarle a la policía a gente que tenía fiestas a las tres de la mañana porque en casa había un recién nacido. El solo hecho de que puedes ser castigado y de que puedes ser citado en la corte es un panorama que asusta a la gente. Creo que todas las ciudades son ruidosas, pero las ciudades también tienen diferentes soundtracks y diferentes cosas que provocan el sonido en diferentes niveles. Creo las ciudades latinoamericanas y del medio oriente tienen una cultura donde el comercio hace ruido, y que en las ciudades estadounidenses como Nueva York se escucha más el sonido del poder: las corporaciones que construyen sus sedes”.  

Michelle describe que, en California, su lugar de residencia, “hay grandes camiones y automóviles ruidosos. Probablemente Los Ángeles es más conocido por esa vida intensa en automóviles. Yo no tengo que conducir a muchos lugares, pero también estoy de acuerdo que las principales fuentes de sonido son de construcción y de automóviles. También, el transporte público genera sus propios sonidos”. 

La cualidad de estos sonidos es también que representan a una clase de comercios que tienen más legitimidad que otros, lo que provoca que los sonidos se describan como contaminación auditiva.  “En Nueva York, cualquier negocio requiere una licencia y esa licencia va subordinada a un sitio específico. Tienes permitido estar en un sitio si tienes una licencia. Por eso, muchas autoridades mencionan que es tan simple como conseguir una licencia, pero es muy difícil conseguirla. En teoría, puedes obtener la licencia pero, en la práctica, es imposible y orilla a que trabajes de manera ilegal o que te encuentres en una zona gris que te vuelve más vulnerable a ser castigado. En Ciudad de México, no vas a estar todo el tiempo vendiendo tamales, y siempre estás moviendo tu negocio. Cuando quieras perseguirme, es porque yo ya me retiré. Esa es la cuestión de la informalidad: la gente siempre encuentra la forma de sobrevivir ante los contextos opresivos. Eso es también la cualidad de los humanos, las ciudades y las organizaciones: cualquiera que sea el esquema, la gente siempre piensa  cómo crear sus propias economías”. 

Para Oscar, el ruido es un problema de las metrópolis. “La contaminación puede ser vista desde diferentes aristas: la visual, la sonora, etc. El ruido, por denominarlo de esa manera, es parte de la misma ciudad. Y mientras más grande es la ciudad, más grande será el ruido. En este sentido, las posibles denuncias de lo que puede o no puede ser considerado ruido, generan dinámicas sociales que pueden provocar tensiones. Otro comentario muy común alrededor de este trabajo es el sonido del chatarrero: por un lado, la gente lo identifica como un icono de la ciudad contemporánea, pero mucha gente lo odia. Otro ejemplo es el de los organilleros: es el único sonido reconocido como un elemento que identifica a la ciudad desde el punto de vista auditivo. Sin embargo, a mucha gente le molesta también. Tal vez no tanto por la música, sino por lo desafinado de los instrumentos. Cada individuo tiene su propia sensibilidad o la propia sensibilidad que se tenga hacia el organillero. Existe una asociación de organilleros, muchas veces tienen que estar afinando los instrumentos. En un periodo tuvieron una mala propaganda por lo desafinados que estaban. No es que exista una regulación tan firme, pero si  hay un intercambio continuo entre quienes producen los sonidos y quienes lo reciben”. 

Sin embargo, en la Ciudad de México, la permeabilidad propia de los servicios impiden diferenciar tan claramente las fronteras sociales en las que pueden escucharse con mayor frecuencia. “Los sonidos transcurren muy rápido en el espacio urbano, pero también se van transformando. Puedes escuchar esos sonidos del presente y pensar en los que ya no se escuchan. Eso hasta a mí me llegó a pasar en esta investigación. Cuando iniciamos en este trabajo, empezamos a pensar los sonidos que se pondrían. Tuve una experiencia hace un par de semanas porque encontré a un vendedor de leche en las calles del centro. Ese sonido ya lo dábamos por muerto: yo tenía décadas que ya no escuchaba a un vendedor de leche. Y resulta que por ahí sigue habiendo una persona que todavía vende leche en el centro. Es una nostalgia por el presente, de un presente efímero que no sabemos cuánto dure. Asimismo, no es lo mismo ver esa historia desde Iztapalapa que verlo en otras zonas donde sí hay una regulación o un comercio distinto de productos. Por ejemplo, es inimaginable que pase el señor del gas por Lomas de Chapultepec, por ahí ya se tienen ciertos horarios y todo un sistema de distribución de gas.”

A decir de Aaron, Michelle y Óscar, la recepción del reportaje ha provocado nostalgia por quienes escuchan aquellos sonidos de su cotidianidad pero en un contexto distinto. Asimismo, migrantes que habitan en otras latitudes pudieron apreciar, sólo a partir de los sonidos, el paisaje del que son originarios. “Mucho de lo que hablamos cuando terminó el proyecto se quedó conmigo”, señala Michelle. “La gente ha comentado sobre la publicación que nos dice que el reportaje los pone muy nostálgicos. Tengo un amigo que vivió en Ciudad de México algún tiempo y me comentó que los sonidos lo devolvieron al sitio. Lo que más me impactó de este proyecto es que los sonidos realmente pueden captar un lugar. Incluso cuando se traten de sonidos irritantes o aleatorios, pueden llegar a tener una carga emocional”. “Aprendí mucho sobre los sonidos y su carga nostálgica”, dice Aaron. “Para mí, lo que me activa recuerdos sobre algún lugar son los olores. Si me llega el aroma del océano, inmediatamente recuerdo mi infancia en San Diego. Con los sonidos de la Ciudad de México, la gente tuvo respuestas muy emocionales. Los sonidos proponen una manera de interactuar con la ciudad, aún cuando estés en el interior de tu propia casa”. 

“Es clave que estamos viendo estos sonidos en otro contexto. Forman parte de nuestra vida cotidiana”, finaliza Óscar. “Esta parte está presente en la investigación y en la ilustración pero no quedó de forma escrita: estos otros sonidos que también son efímeros y que forman parte de la vida pública. Si miras la ilustración, en la parte donde está Bellas artes y la Torre Latinoamericana, está el Zócalo. Ahí hay una muchedumbre que lo mismo es la fiesta que la manifestación. No incluimos eso porque tiene otras vertientes que no íbamos a explorar en esta investigación pero que sí fueron pensadas. En la parte baja, hay unos peregrinos: es otro momento de la vida de la Ciudad de México, cuando se acerca el 12 de diciembre, donde hay otros sonidos que podríamos decir que son del calendario, y que también forman parte de la vida pública. Quienes vivimos por esos rumbos de la Calzada de Guadalupe experimentamos otros sonidos que no llegan al norte o al oriente: la protesta y la peregrinación. El tema del sonido y la exploración del paisaje sonoro es bastante interesante. Lo que queríamos exponer en este trabajo son esos otros sonidos que merecen ser registrados, que merecen ser estudiados, y que forman parte de este paisaje sonoro que forman parte de la propia experiencia urbana de las ciudades.”

El cargo La organización de los sonidos apareció primero en Arquine.

]]>
Ese no fue el último danzón en la Santa María https://arquine.com/el-ultimo-danzon-en-la-santa-maria/ Fri, 24 Feb 2023 02:57:40 +0000 https://arquine.com/?p=75778 La ciudad es de todos gracias a que ocurren esos desacuerdos, ya que cualquier disenso implica su negociación. Todos hemos querido denunciar la fiesta del vecino o prohibir el escape de las motocicletas para no volverlos a escuchar nunca. Pero en algún momento también hemos llegado a hacer fiestas y a perturbar el descanso ajeno o a gritar en la madrugada por efectos de la felicidad etílica.

El cargo Ese no fue el último danzón en la Santa María apareció primero en Arquine.

]]>
Antes de volver a repetir que la ciudad nos pertenece a todos, considero necesario admitir algo: a todos nos ha molestado alguna vez el ruido ajeno. Todos hemos querido denunciar la fiesta del vecino, prohibir el escape de las motocicletas para no volverlos a escuchar nunca o, incluso, regular los pregones del llamado comercio informal que pueden llegar a perturbar nuestra paz doméstica. Podemos hacer un ejercicio de introspección y admitir nuestro propio clasismo. Pero hay una ruta más fácil: el ruido es molesto. Jane Jacobs romantizó —y mucho— las interacciones urbanas. Su imagen de aquel delicado ballet entre los ciudadanos con la que expuso que la ciudad es una suerte de coreografía colectiva donde los bailarines “tienen papeles diversos que milagrosamente se refuerzan mutuamente y componen un conjunto ordenado” omitió que habitar una ciudad implica tener profundos desacuerdos. Muchas reuniones vecinales sirven no tanto para estrechar vínculos sino para hablar sobre quiénes no respetan las mínimas reglas de convivencia, ya sea al interior de un edificio o fuera de los confines de la vivienda. Afuera ocurren asaltos, los antros atraen personas indeseables o hay fiestas que exceden lo tolerable.

La ciudad es de todos gracias a que ocurren esos desacuerdos, ya que cualquier disenso implica su negociación. Casi todos hemos debido aprender a lidiar con aquellas ocasiones en las que se debe exponer al vecino que debe bajar el volumen de su música, o con las madrugadas en las que debemos asumir que no podremos dormir porque los inquilinos de arriba no piensan parar la fiesta. El posible autoritarismo que mora en cada uno de nosotros llega a funcionar sólo como un deseo de que la ciudad se comporte como nosotros quisiéramos. En eso se queda porque en algún momento también hemos llegado a hacer fiestas, a perturbar el descanso ajeno o a gritar en la madrugada por efectos de la felicidad etílica. Dicho esto, es importante asumir que existe clasismo en esta ciudad, y que esto puede llegar a quedar expresado en lo que cada uno interpreta que debe ser la ocupación del espacio público. Un ejemplo casi cliché: sabemos de quienes prefieren las mesas de los restaurantes de la banqueta invadiendo el paso a los puestos de frituras o de baratijas. Técnicamente, ambos negocios obstruyen el tránsito de las calles, pero privilegiar uno sobre otro es más una evidencia ideológica que urbanística. Sin embargo, lo que podemos notar es que casi siempre se esgrime “el derecho a la ciudad” como un argumento bajo el que cualquier ciudadano puede expresar su descontento cuando algo impide su libre tránsito.

“El Derecho a la Ciudad es el usufructo equitativo de las ciudades dentro de los principios de sustentabilidad, democracia, equidad y justicia social. Es un derecho colectivo de los habitantes de las ciudades, que les confiere legitimidad de acción y de organización, basado en el respeto a sus diferencias, expresiones y prácticas culturales, con el objetivo de alcanzar el pleno ejercicio del derecho a la libre autodeterminación  y a un nivel de vida adecuado”. Esto se lee en la Carta de la Ciudad de México por el Derecho a la Ciudad, documento publicado en septiembre de 2011. El geógrafo Ben A. Gerlofs establece que el contexto de esta carta se dio décadas antes, cuando sociedades civiles, como el Movimiento Urbano Popular (cuya actividad tuvo mayor contundencia después del sismo de 1985) articularon la idea de que la ciudad era un bien común que, a la manera de los jardines, podía ser cuidado entre la colectividad, al margen de la injerencia que pudieran tener las autoridades. Los sobrevivientes de una situación de desastre sabían que esperar las resoluciones de las instituciones competentes era continuar con la precarización del entorno urbano y de las dinámicas que éste puede activar. Si bien, aquella Carta no cuenta con una legislación formal ante los jefes de gobierno, y existen algunos matices que deben contemplarse (sobre todo respecto a los grupos que se involucraron en la formación del documento), resulta pertinente recordarla para mirar con cuidado algunos fenómenos urbanos recientes. 

Lo obvio es considerar que una ciudad más equitativa tiene que funcionar a niveles infraestructurales. Por ejemplo, tendría que ser una garantía que las líneas del metro destinadas a quienes habitan en las periferias funcionen de la misma manera que para quienes se trasladan en las zonas más céntricas. Pero, además de esto, ¿qué pasaría si dejamos de pensar en la ciudad como una gran tela sobre la que pueden realizarse una serie de intervenciones físicas que mejoran la vida de sus habitantes? ¿Qué términos se tienen cuando los espacios públicos no son los que el centro comercial deja como sobrantes, o cuando las apropiaciones de los sitios se dan de formas más invisibles y que rebasan el simple uso de servicios? Para el sociólogo Richard Sennett, los deseos tienen el potencial de generar tensiones urbanas y que, por lo mismo, construyen las prácticas sociales de las ciudades. A la manera de los planteamientos de Sennett, la Carta del Derecho a la Ciudad contempla aspectos que no necesariamente son objetos construidos, estableciendo que las expresiones y prácticas culturales afirman que una ciudad está siendo apropiada en igualdad de condiciones. Porque una ciudad no sólo sirve para los traslados, y nuestro encuentro con el otro no necesariamente está cifrado por la mirada del explorador cuyo entendimiento de la diversidad relativiza las diferencias sociales que existen en los entornos urbanos. En la Ciudad de México también viven los estratos populares, y sólo este hecho es suficiente para sospechar de quiénes definen qué es contaminación visual o auditiva, qué son los “usos y costumbres” que no deberían formar parte del tejido de la metrópoli y qué significa una ciudad que disfruta de manera pacífica sus espacios.

Cuando el poder zanja los desacuerdos entre los ciudadanos, más se rompe la posible coreografía que imaginó Jane Jacobs. Y en el panorama político actual, es más que evidente que son los espacios que no sirven a la recaudación monetaria y que están hechos por y para quienes habitan en las colonias más populares los que resultan más vulnerables a esta diferenciación que el poder establece entre lo que sí es cultura y lo que no lo es; entre las negociaciones ante los desacuerdos y las decisiones arbitrarias. “No se puede privilegiar el derecho de unos pero violentar el derecho de miles de personas”, declaró el pasado domingo la alcaldesa de la Delegación Cuauhtémoc Sandra Cuevas cuando comunicó su decisión de prohibir los bailes comunitarios en el Kiosko Morisco de la Santa María La Ribera, un recinto que ha recibido desde hace 12 años a ciudadanos de la tercera edad para bailar al ritmo de la cumbia y el danzón. En su conferencia a los medios, la alcaldesa mencionó que no se estaba prohibiendo el baile, siempre y cuando se diera en los espacios cerrados de la casa de cultura o el deportivo de la colonia: ocultar lo que ella calificó como “ruido” y evitarse la pena que la gente se reúna con la comunidad no para consumir ni rellenar un mitin político sino, simplemente, para bailar. A todos nos molesta el ruido ajeno, y seguramente, como comentó Cuevas, bastantes personas denunciaron la fiesta comunitaria, lo que nos lleva a pensar en un panorama más pesimista: la decisión no solamente fue hecha por un villano de caricatura que prohibió la felicidad, sino que otros ciudadanos apoyaron y apoyan una moción que da algunas pautas de qué clase de ciudad quieren algunos residentes de la Santa María y de la ciudad en su conjunto. Sin embargo, siempre se ha bailado en la plaza pública, y seguramente se seguirá bailando. Aquél no fue el último danzón en la Santa María. 

El cargo Ese no fue el último danzón en la Santa María apareció primero en Arquine.

]]>
Estiércol, ruido y carretas: recuento de una crisis urbana https://arquine.com/estiercol-ruido-y-carretas-recuento-de-una-crisis-urbana/ Tue, 22 Jun 2021 00:52:26 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/estiercol-ruido-y-carretas-recuento-de-una-crisis-urbana/ Antes de que odiáramos las ciudades por los vehículos de combustión interna —por el smog y las bocinas—, las concentraciones urbanas ya tenían muchos problemas. Las grandes ciudades del siglo XIX estaban hundidas, literalmente, en estiércol. Héctor Zamarrón ofrece un panorama de lo que precedió a la ciudad actual y de un aprendizaje que no terminamos de tener.

El cargo Estiércol, ruido y carretas: recuento de una crisis urbana apareció primero en Arquine.

]]>
 

 En colaboración con Revista Este País

 

En 1897 un periodista del diario The Times pronosticaba que, a cincuenta años, las calles de Londres quedarían sepultadas bajo tres metros de heces de caballos. Quizás hubiera tenido razón de no haber cambiado la humanidad su forma dominante de transportarse. En esa época, el tráfico ya era una pesadilla similar a la actual —entrada ya la tercera década del siglo XXI—, aunque con sus particularidades. Había tantos carruajes, cabriolés, calandrias, calesas, carretas y vehículos de tiro que aquel maremágnum de caballos y personas sólo se comparaba con un embotellamiento en hora pico en Santa Fe en la Ciudad de México, en la interestatal 405 en Los Ángeles, el cruce de la Caracas con El Dorado en Bogotá o en la avenida Gonzalitos de Monterrey.

Más grave todavía a los ojos de ese periodista y de su época era el manejo del estiércol producido por los caballos que congestionaban la City en Londres, la antigua ciudad medieval. Era tal la cantidad de estiércol que todos los días tenían que recoger las ciudades de finales del siglo XIX, que en la historia de la tecnología se conoce a esa época como la gran crisis del estiércol, o de los caballos. Lo mismo vivían y sufrían en Londres que en las grandes ciudades de la época: Nueva York, París, Madrid, Roma, Moscú, Viena, etcétera.

Las calles centrales de esas ciudades estaban llenas de veloces berlinas y pesadas diligencias, el tráfico de personas y bicicletas se sumaba a los primeros tranvías y autobuses de tracción animal. Todo el traslado de bienes se hacía a lomo de caballo o burro. Las familias tenían sus propios carruajes, pequeños frente a los enormes antepasados de los buses: los tramstrolleys y streetcars, vehículos de doble altura como los utilizados por las compañías Globe Express, la London General Omnibus Company o la menos popular Thomas Tilling Ltd.

Los primeros autobuses a caballo, o horse drawn buses, aparecieron en Francia hacia 1830, en Nantes, y en apenas 60 años tuvieron un veloz desarrollo contribuyendo a la congestión en las ciudades y a la crisis por el manejo del estiércol. Los caballos de tiro sólo podían trabajar unas horas al día pero requerían de establos para reposar, guardar heno y paja para alimentarse durante largas horas y producían enormes cantidades de estiércol.

No fue la primera crisis vial en la historia de la humanidad. Ya en la antigua Roma los atascos de carruajes llevaron al emperador César a prohibir su circulación en ciertas horas del día y a ordenar el flujo imponiendo calles de una sola dirección, según cuenta Tom Vanderbilt en Traffic: Why We Drive the Way We Do. Los arqueólogos, prosigue el periodista y bloguero, también hallaron en las ruinas de Pompeya huellas del ordenamiento de las principales calles, demasiado estrechas algunas para permitir el paso de dos carruajes a la vez y de los conflictos que ocasionaban el trasiego de bienes y mercancías por las vías romanas.

A fines del siglo XIX el puerto de Londres estaba lleno de carretoneros y cargadores, los famosos porters,en cuyo nombre se bautizó una de las cervezas más ricas del mundo: la típica Porter inglesa, de un estilo oscuro y pesado, que daba las energías requeridas a esos trabajadores que descargaban los barcos y llenaban carretas y carromatos a caballo para abastecer los talleres que saturaban esa ciudad en pleno auge por la revolución industrial, lo mismo que las tiendas de ultramarinos y demás negocios que esperaban el algodón, la seda y la lana, el té e incluso el opio que desde Asia traía la Compañía Británica de las Indias Orientales.

En las calles había aguajes y lugares para aparcar esos vehículos y amarrar sus animales, sí, como en el Viejo Oeste. Los transportes de ruedas, sin importar su origen —lo mismo los populares que los de la aristocracia victoriana con sus landós, cabriolés, el faetón o el tílburi— dependían de herreros, talabarteros, carpinteros, y de contar con posadas donde abastecerse de forraje y agua para los caballos.

Esa pujanza urbana, producto de una rica actividad industrial y comercial, pero con las consecuencias de un mundo donde el animal de tiro era el motor del transporte y el traslado de mercancías, la describió muy bien uno de los primeros urbanistas ingleses, Ebenezer Howard:

“Todo el tráfico rodado de Londres dependía del caballo: carros, carretas, galeras, furgones, autobuses, cabriolés y coches de cuatro caballos, carrozas y otros vehículos privados de todas clases, eran apéndices de caballos. Meredith cita el ‘anticipador hedor de los coches de punto’ conforme el tren se acerca a Londres: pero el aroma característico —el olfato reconocía a Londres con jovial excitación— provenía de los establos y cuadras que tenían por lo general tres o cuatro pisos y rampas de acceso en zig zag en sus fachadas, sus desperdicios tenían los candelabros afiligranados de hierro forjado que glorificaban los salones de recepción de las clases medias altas y bajas de todo Londres incrustados de moscas muertas y, al final de verano, velados por nubes zumbantes de estos bichos.

La marca del caballo más rotunda era el barro que —a pesar de los numerosos mozos uniformados con casacas rojas que esquivaban ruedas y cascos armados de una cazuela y una escoba llenando tinas de hierro a los bordes de la calzada— inundaban las calles con sopa de guisantes que en algunas ocasiones formaba grandes charcos que rebasaban el nivel de las aceras y en otras cubría la superficies de la calzada con una guarnición de grasa de carro o con polvo y cáscaras de salvado para mayor entretenimiento de los viandantes.

Había carretillas con dos tipos equipados como para navegar por los mares de Groenlandia, con botas hasta el muslo, impermeables hasta la barbilla y gorros de marinero cerrándoles el cogote.

Y, después del barro, el ruido que, de nuevo debido al caballo, surgía como un poderoso latido del corazón en los distritos céntricos de Londres. Superaba todo lo imaginable. Las laboriosas calles del Londres estaban pavimentadas con adoquines de granito… y el golpeteo de multitud de herraduras, el ensordecedor repiqueteo de las ruedas saltando de adoquín en adoquín como palitos corriendo por una verja; el crujir y el gemir y el chirriar de los vehículo, ligeros y pesados, maltratados de esa forma; el sonido discordante de las cadenas de los arneses y la estridencia y el retintín de todas las cosas concebibles o inconcebibles, aumentados por gritos proferidos por cualquier criatura del Señor que deseara hacer saber algo o preguntar a voz en cuello… todo junto elevaba un estruendo inimaginable. No era algo desdeñable, como el ruido. No. Aquello era una inmensidad sonora.” [1]

Howard pasó a la historia como el primer urbanista en proponer soluciones a la entonces crisis de las ciudades, con su propuesta de crear la Ciudad Jardín, una utopía que dio paso a la primera asociación de urbanistas en el mundo y que incluso tuvo dos experimentos en las afueras de Londres para darle vida a ese proyecto. Se trataba de crear comunidades separadas y con un límite de 30 mil habitantes, en pleno contacto con la naturaleza, con un consejo que regulaba la presencia de fábricas y mercados, con las ventajas de la vida en sociedad y al mismo tiempo los beneficios de vivir en el campo. Una utopía comprensible frente al caos del Londres de la época, sumido en problemas de crecimiento urbano que sólo anticiparon los retos que tendrían las ciudades en el siglo XX.

La crisis del XIX no era sólo de estiércol, sino que incluso existían lo que hoy en día los economistas llaman las “externalidades” negativas producto de actividades que son trasladadas a la sociedad. En esta época sabemos que son la contaminación, el ruido, los accidentes, los costos para el sistema de salud, el espacio vial, el ruido y demás; en aquella época, el transporte basado en caballos tenía las suyas: el estiércol era una —la principal, pero no la única— y el ruido, que era tanto o más grave, incluso.

El ruido provocado por el chocar de las herraduras de miles de caballos contra el empedrado y las baldosas llegaba a ser insoportable por momentos. Para los herreros era una bendición que mantenía sus fuelles inflamados todo el día produciendo miles de herraduras, pero para los habitantes era una tortura. Las angostas calles de ciudades viejas, de traza medieval, tampoco tenían suficiente espacio para albergar esa enorme cantidad de caballos y carruajes, los problemas de estacionamiento habían comenzado y requerían de cuadras de varios pisos de altura, con rampas en zigzag como las que describe Howard.

Las calles de Londres estaban empedradas, en el mejor de los casos, y otras sólo eran de tierra compactada, a pesar de que las canteras de Portland se encuentran a 230 kilómetros de esa ciudad. El uso del cemento, el concreto y el asfalto no se popularizó sino hasta entrado el siglo XX.

 

¡Y el olor! Sí, ni siquiera podemos imaginar esas miasmas emanadas de las calles que eran auténticos establos. Si un caballo de 350 kilos produce en promedio 20 kilos de estiércol al día, queda a la imaginación cuántos litros de orina expele. La combinación de ambos desechos, sumada al hedor producto de los cadáveres de los caballos abandonados en las calles, era inimaginable.

Algo de ese Londres llegó a la literatura a través de las obras de Charles Dickens y, sobre todo, de las de sir Arthur Conan Doyle en Las aventuras de Sherlock Holmes. Ambos retratan esa ciudad impulsada por la riqueza de la explotación de sus colonias en Asia, África y América, y la acelerada industrialización, pero que tenía que convivir con el hollín de sus miles de fábricas y el estiércol producto de sus vehículos de tiro.

El detective más famoso de la historia rueda por las calles de Londres en medio de la niebla a bordo de su berlina, alumbrando el camino con lámparas de gas en busca de El sabueso de los Baskerville o tras las pistas que dejaban los caballos en Un estudio en escarlata, descubriendo que una de las patas del caballo dejaba huellas más nítidas y lo llevaría a encontrar a los culpables del crimen.

“Nada más llegado eché de ver dos surcos que un carruaje había dejado sobre el barro, a orillas de la acera. Como desde hace una semana, y hasta ayer noche, no ha caído una gota de lluvia, era fuerza que esas dos profundas rodadas se hubieran producido justo por entonces, esto es, ya anochecido. También aprecié pisadas de caballo, las correspondientes a uno de los cascos más nítidas que las de los otros tres restantes, prueba de que el animal había sido herrado recientemente. En fin, si el coche estuvo allí después de comenzada la lluvia, pero ya no estaba –al menos tal asegura Gregson– por la mañana, se sigue que hizo acto de presencia durante la noche, y que, por tanto, trajo a la casa a nuestros dos individuos”[2].

En ese Londres la principal tarea de los alcaldes era mantener la ciudad lo más limpia de estiércol posible, tarea fallida a los ojos de los reporteros de The Times. Con empleados municipales que barrían a todas horas las toneladas de estiércol dejadas por miles de caballos que, aglomerados frente a los teatros, dejaban abundante mierda; de ahí, el origen en el mundo teatral de desear mucha mierda cuando se estrena una obra.

Un cálculo conservador estima en 10 mil el número de vehículos de tracción animal en Londres hacia fines del siglo XIX y en 50 mil el número de caballos. En Nueva York, hacia 1863 censaron 13 mil vehículos de tiro, entre ellos 5 mil carretas y carruajes privados, más 558 omnibuses, un millar de carruajes y coupés y 278 carrozas de basura, entre otras.[3]

Aparte del estiércol y la orina que generaban esos animales (un millón de kilos de estiércol y más de 200 mil litros de orina producidos por miles de caballos en Manhattan) en las principales ciudades de Occidente, todas las semanas aparecían además cientos de cadáveres de equinos expuestos al sol, abandonados por sus propietarios o tirados en los ríos que las cruzan: lo mismo al Támesis en Londres que al Sena en París, al Manzanares en Madrid o al Moldova en Praga, para que sus aguas los arrastraran hacia el mar, contaminando de paso los ríos al grado que, en el Londres del siglo XIX era más seguro beber cerveza que el agua del Támesis.

En las calles también había miles de bicicletas y peatones, sin ninguna regla de tráfico ni señales que priorizaran el paso de nadie, lo que contribuía a hacer el desorden monumental.

Nadie sabía cómo resolver ese problema que iba más allá del mero estiércol y que tenía un origen reciente. Ni las ciudades ni la población habían crecido tanto como lo hicieron durante el siglo XIX, impulsadas por la revolución industrial y los nuevos mercados que desarrollaba el capitalismo.

Londres había pasado de tener un millón de habitantes al iniciar el siglo, a 6.2 millones al comenzar el siglo XX, con todas sus consecuencias urbanas, desde epidemias de cólera hasta la rápida urbanización de los suburbios, a partir de la invención de los tranvías (de caballos, primero, y más tarde, eléctricos).

Un año después del castrofista titular de The Times tuvo lugar la primera Conferencia Internacional de Planificadores Urbanos en Nueva York, en 1898, convocada por el entonces alcalde de esa ciudad, George E. Waring Jr., donde a lo largo de diez días, urbanistas de las principales capitales de Occidente buscarían solución a la crisis del estiércol. La conferencia fue suspendida al tercer día sin resultados. Había una crisis no sólo en las ciudades, sino también entre sus estudiosos.

Waring lidió con la de Nueva York a su manera. Para hacerse cargo del millón de kilos de estiércol y más de 200 mil litros de orina que dejaban los caballos cada día en la ciudad, estableció un Departamento de Limpia encargado de recoger hasta los esqueletos de los caballos muertos que eran abandonados en las calles. Además, ordenó que todos los caballos pasaran las noches en establos y no en las calles. Contrató un ejército de desempleados que, vestidos de blanco y con carros de ruedas, recogían el estiércol por las noches ; de hecho, hay quienes vinculan la peculiar arquitectura neoyorquina, con escaleras en la entrada de las casas, a la necesidad de separarse de los ríos de lodo y mierda que inundaban las calles, en algunos casos con 30 centímetros o más de altura.

Waring también fue pionero en construir sistemas de drenaje y en tomar medidas sanitarias para las ciudades, pero esa es otra historia.

La solución a la crisis de los caballos en Londres y Nueva York, entre otras ciudades, fue el avance tecnológico.

Por esas fechas apareció una solución casi mágica, inesperada: el automóvil de combustión interna que en unas cuantas décadas desde su invención en 1855 (el Motorwagen de Karl Benz), se popularizó y desplazó a los caballos de calles y avenidas. Aunque por unos años convivieron ambos modos de transporte —incluso los tranvías jalados por animales— el automóvil a gasolina se hizo de las ciudades entre aplausos de los habitantes de esos días.

La crisis del estiércol había pasado… lo que nadie sabía aún es que la proliferación de automóviles detonaría una crisis similar a la de los caballos, pero un siglo más tarde. Esa es ya otra historia por contar.

Estiércol, ruido y carretas: recuento de una crisis urbana es parte de un libro en preparación sobre la crisis de las ciudades y el automóvil en el siglo xx.

 


Fuentes:

[1] Creswell, H.B., Architectural Review, diciembre 1958, citado por Jane Jacobs, The Dead and Life of Great American Cities, pp. 341-342, Nueva York, Vintage Books ed. (Publicado originalmente por Random House en 1961)

[2] Conan Doyle, Arthur, The Original Sherlock Holmes, New York, Castle Books p.193 (reproduced from the original publication in The Strand Magazine, 1892)

[3] Kolbert, Elizabeth. “Hosed: Is there a quick fix for the climate?“ en The New Yorker, 6 de noviembre 2009

Jane Jacobs, The Dead and Life of Great American Cities, pp. 341-342, Nueva York, Vintage Books ed. (Publicado originalmente por Random House en 1961)

Johnson, Ben, “The Great Horse Manure Crisis of 1894”, en Historic Uk, www.historic-uk.com

Horn, Heather, “The Secret World of ‘Garbagemen’”, The Atlantic, 1º de abril, 2013, www.theatlantic.com

García de Durango, Águeda, “Nueva York, estiércol y escaleras: cuando los caballos eran la pesadilla de las ciudades”, iAgua, 19 de abril, 2018, www.iagua.es/blogs

Vanderbilt, Tom, Traffic: Why We Drive the Way We Do (and What It Says About Us), Vintage Books, Nueva York 2008.

 

El cargo Estiércol, ruido y carretas: recuento de una crisis urbana apareció primero en Arquine.

]]>
Los espacios en la era de la reproducción digital https://arquine.com/los-espacios-en-la-era-de-la-reproduccion-digital/ Fri, 05 Mar 2021 01:42:00 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/los-espacios-en-la-era-de-la-reproduccion-digital/ ¿Qué sucede cuando el tiempo ya no tienen actividades tan diferenciadas, cuando las actividades propias del día y la noche tienen que organizarse durante un encierro involuntario? Uno de los efectos de la pandemia es que los espacios domésticos difuminaron sus funciones, volviéndose el sitio donde se trabaja y se descansa, circunstancia que puede provocar lo que la periodista Eliza Brooke nombra como la hipermediatización.

El cargo Los espacios en la era de la reproducción digital apareció primero en Arquine.

]]>
El ruido blanco es un producto de diseño y un ansiolítico contemporáneo. Los cantos de ballenas, el sonido de la lluvia, los cuencos tibetanos o los audios ASMR (Autonomous Sensory Meridian Response, por sus siglas en inglés) son algunos de los sonidos que se pueden comprar mediante aplicaciones enfocadas a la meditación o en playlists que son todo un género en servicios de stream como Spotify y YouTube. El objetivo de estas atmósferas sónicas es hacer más llevaderas  las labores cotidianas diurnas o mitigar el insomnio. Para muchos, el ruido blanco es una alternativa para tratar la ansiedad. Se podría decir que estos sonidos son utilizados en espacios específicos, como la oficina y la cama: en el lugar donde se lleva a cabo una jornada o donde se debe descansar de esa misma jornada. 

Pero, ¿qué sucede cuando el tiempo ya no tienen actividades tan diferenciadas, cuando las actividades propias del día y la noche tienen que organizarse durante un encierro involuntario? Uno de los efectos de la pandemia es que los espacios domésticos difuminaron sus funciones, volviéndose el sitio donde se trabaja y se descansa, circunstancia que puede provocar lo que la periodista Eliza Brooke nombra como la hipermediatización: una conexión permanente en la que enviamos y consumimos un exceso de información que rebasa el promedio de tiempo que ya pasábamos en Internet. La descripción del sofá hecha por Paul B. Preciado en su libro Testo Yonqui resulta pertinente para comprender con mayor precisión cómo vivimos actualmente los interiores domésticos:

“El sofá es un aparato político, un espacio público de vigilancia y desactivación, que tiene la ventaja, respecto de otras instituciones clásicas como la prisión o el hospital, de contribuir a mantener la ficción de que este apartamento, estos cuarenta y siete metros cuadrados cerrados con llave, son mi territorio privado”.

Aunque el encierro y la hiperconexión demandan otra especie de ansiolíticos. La ficción de un exterior se vuelve necesaria para contrarrestar la del territorio privado, y el ruido blanco ofrece productos mucho más complejos que, ahora, involucran diseño espacial. Las atmósferas, por usar un término del interiorismo, pueden diseñarse digitalmente para que cualquier usuario de YouTube pueda sentir que está en una cafetería, en el metro, en una biblioteca pública o en un parque. Además de la simulación de algunos espacios interiores que, en tiempos de pandemia, refieren a un exterior (la posibilidad de poder no estar en casa), la gama de diseño contempla espacios ficcionales como las salas comunes de Hogwarts, la escuela en la que se formó el mago Harry Potter. En su reportaje titulado “The Soothing, Digital Rooms of YouTube”, Eliza Brooke entrevista a personas que utilizan estos instrumentos y todas están de acuerdo en que las ayuda a evadirse de la saturación digital que experimentan en sus casas y para recordar, de alguna manera, los espacios a los que acudían para trabajar o distraerse y que, actualmente, se encuentran en una clausura que se desea temporal. 

La imagen es importante para el diseño de estos cuartos digitales, así como la reproducción de un sonido monótono que ayude a que la inmersión sensorial sea mucho más fiel. Ocasionalmente, quienes proyectan estos lugares hacen uso de grabaciones de campo de los sitios que buscan simular, o escenifican en sus propias casas el sonido de los libros siendo separados de sus estantes en la biblioteca, o el sonido de las puertas que se abren de una cafeteria. Incluso, el trajín de las oficinas es uno de las atmósferas disponibles para paliar la soledad del teletrabajo. Aquí podemos volvernos a preguntar si es cierto que la ansiedad es generada por la hipermediatización de la vida cotidiana. Los efectos ansiolíticos de estos cuartos están diseñados de manera digital e implican permanecer en la conexión que supuestamente nos abruma. 

En Simulacros y simulación (1981), Jean Baudrillard analizó los niveles en que las imágenes representan los objetos que capturan. El filósofo propuso cuatro fases en la que opera la representación: la primera es la mímesis; la segunda es cuando se altera visualmente lo representado; la tercera es cuando las imágenes invocan un objeto del que no se tiene referencia (como las imágenes religiosas); y la cuarta es la simulación. En esta fase, lo real pasa a ser una fantasmagoría. Ya no hay un referente con el que se pueda establecer un nexo con la imagen que se mira y escucha. Las imágenes de la cuarta fase pasan a ser espacios en sí mismos que funcionan y son verosímiles sin necesidad de ser la copia de un espacio real. Las oficinas, cuando son interpretadas por el diseño del ruido blanco espacial, pueden ser cualquier oficina al tiempo que ser una oficina: aquella que el usuario de YouTube necesite para tratar su ansiedad por el encierro. 

Baudrillard menciona que un catalizador de las simulaciones es la nostalgia por lo real. Hay espacios que pueden recrear por sí mismos sensaciones que los usuarios ya olvidaron o que nunca sintieron. El filósofo pone de ejemplo los parques de diversiones donde, más que recibir a clientes cuya inocencia activen sus significados, son producidos dentro de sus mismas inmediaciones. Las sensaciones son construidas mediante una serie de estrategias de diseño que hacen de la experiencia del consumidor algo satisfactorio. Ante esta perspectiva, pareciera que los cuartos digitales, más que evadir la hiperconexión (los tránsitos entre un departamento y una oficina pueden estar mediados por lecturas de correos, envíos de mensajes y meditaciones breves con ruido blanco) la simula, pero proponiendo espacios que eran cotidianos. Habitar los cuartos digitales es un paliativo para sobrellevar la nostalgia por lo real; por los negocios, parques y lugares de trabajo de una ciudad que todavía no puede ser transitada.  

El cargo Los espacios en la era de la reproducción digital apareció primero en Arquine.

]]>
Modos de estar https://arquine.com/modos-de-estar/ Mon, 13 May 2019 13:47:30 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/modos-de-estar/ ¿Cómo las grandes novedades que transforman las técnicas en las artes han alterado la manera en que experimentamos el entorno construido, la ciudad y la arquitectura? Vemos y escuchamos de manera distinta, ¿estamos en el mundo de una manera distinta también?

El cargo Modos de estar apareció primero en Arquine.

]]>
“Hay en todas las artes una parte física que no puede ser vista ni tratada como antes, que no puede sustraerse a lo emprendido por el conocimiento y la potencia modernos. Ni la materia, ni el espacio ni el tiempo son desde hace veinte años lo que fueron desde siempre. Hay que esperar que tan grandes novedades transformen toda la técnica de las artes, actuando así sobre la invención misma, llegando quizá hasta a modificar maravillosamente la noción misma de arte.” Eso lo escribió Paul Valery en su texto La conquista de la ubicuidad, publicado en 1928, y lo usó Walter Benjamin como epígrafe a una de las versiones de su famoso ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, publicado por primera vez en la traducción al francés de Pierre Klossowski de 1936. El ensayo de Benjamin no sólo es famoso sino que se ha vuelto seminal y para algunos inevitable para a hablar de la manera como las transformaciones de los medios técnicos de producción, reproducción y distribución de obras de arte transforma incluso la misma idea de eso que llamamos así: obras de arte.

 

Según explicó John Berger en el programa que produjo la BBC en 1972, Ways of Seeing, y que se publicó un año más tarde como libro, el ensayo de Benjamin le sirvió para plantear el primer episodio de la serie —y el primer capítulo del libro. “Hoy vemos el arte del pasado como nadie lo vio antes. De hecho, lo percibimos de manera diferente,” dice al inicio. Para Berger, hay una relación directa entre la manera de pintar en Europa entre el 1500 y el 1900 que no sólo depende de una manera de ver específica —la perspectiva— sino de una manera de concebir los objetos que nos rodean —incluyendo aquellos representados en un cuadro y el cuadro mismo en tanto pintura de caballete al óleo, invento de ese periodo histórico— como mercancías que pueden adquirirse, como una propiedad.

 

Ways of hearing fue un podcast que Radiotopia ¿sacó al aire? en el 2017, escrito y narrado por Damon Krukowski, músico —miembro de Galaxie 500 y de Damon & Naomi— y escritor. Seis episodios que trataban sobre cómo escuchamos hoy en relación al tiempo, el espacio, el amor, el dinero, el poder. La premisa de Krukowski es similar a la de Berger —y por tanto a lo dicho por Benjamin y Valery—: que hoy los medios digitales han hecho que escuchemos de otra manera. El podcast de Krukowski se tradujo en un libro del mismo nombre, Ways of hearing, recién publicado. El libro reproduce el guión del podcast y, gracias al muy buen diseño, nos invita a imaginar la música y los efectos de sonido que lo acompañaron —leer Ways of hearing y después escuchar el podcast es una manera de probar qué tanta fuerza, incluso diferencias culturales mediante, puede tener nuestra imaginación auditiva.

En los distintos episodios Krukowski explica cómo los medios digitales alteran nuestra experiencia del tiempo, haciendo por ejemplo que el mismo podcast no sea una transmisión que haya que esperar en un horario fijo, de manera que, tanto en la producción como en la reproducción musical, “perdemos la habilidad de compartir nuestro tiempo individual con los otros.” Espacialmente, el que la mayoría vivamos aislados en una burbuja acústica producida por pequeños auriculares genera otra manera de estar y desplazarnos en distintos lugares. Sobre eso ya David Byrne ya ha hablado de cómo hoy los músicos componen para audiencias de una sola persona, encapsulada ¿tras, dentro, bajo? sus audífonos. En el episodio dedicado al amor, Krukowski explica que la compresión de los archivos digitales para que puedan transmitirse cada vez más rápido en las redes tiene como consecuencia que los sonidos sean aplanados, perdiéndose así la plena emotividad del sonido. No oímos ya los sonidos que no son sólo las palabras que cantaba Frank Sinatra ni los que acompañaban la voz de quien nos tenía al otro lado del auricular por horas. Dinero: se habla mucho de la pérdida de ganancias para la industria musical debido a la distribución de archivos digitales. Y sí, dice Krukowski, no necesariamente para los músicos o la música sino para la industria, que desde sus inicios ha vendido tecnología —música impresa, discos en distintos formatos, archivos digitales— buscando limitar su utilización. El poder —quinto capítulo— está en la manera como hoy la industria que controla esos archivos digitales —sea Apple, Spotify, Amazon, etc.— configura e incluso programa nuestro gusto. Como en los sitios de noticias y en las redes sociales, hay algoritmos que nos ayudan a encontrar cualquier cosa que sea similar a lo que ya conocemos y dejando de lado cualquier sorpresa, cualquier descubrimiento. Los algoritmos refuerzan así, de manera general, nuestra visión del mundo o, en este caso, nuestro sentido de audición.

El último episodio/capítulo de Ways of hearing se llama Signal & Noise. Krukowski cita a Alicia Quesnel, otóloga, quien dice “si piensas lo que significa el ruido me parece que probablemente es la señal en la que no estás interesado.” Hay de nuevo en esto algo que remite a Berger y su idea de que en nuestra época las imágenes se reducen a información. También podemos pensar en las ideas de Jakob von Uexküll sobre la manera como los seres vivos hacen un sampleo selectivo del espacio que ocupan para así transformarlo en un medio pleno de significado. El términos acústicos, según Krukowski, la diferencia entre ruido y señal es una diferencia de atención e interés: la señal nos dice algo, el ruido no. Y para establecer esa diferencia hay un proceso de selección: lo que a uno le interesa y tiene sentido como señal, para otro tal vez será ruido y viceversa. Pero, agrega, “si todo el ruido ha sido eliminado —como pueden hacer y generalmente hacen los medios digitales— también se elimina el proceso de selección.” Así, todos terminamos escuchando lo mismo, entendiendo lo mismo.

 

¿Cómo las grandes novedades que transforman las técnicas en las artes han alterado la manera en que experimentamos el entorno construido, la ciudad y la arquitectura? Vemos y escuchamos de manera distinta, ¿estamos en el mundo de una manera distinta también? ¿Sería ése el título apropiado, Ways of being? ¿Y haría falta una nota que insistiera en la relación entre being y bauen, apelando al Bauen, Wohnen, Denken heideggeriano? ¿Trataría sobre la manera como nos movemos en la ciudad siguiendo un punto desplazándose en un mapa en la pantalla con la confianza casi ciega de que la realidad se corresponda con la aplicación? ¿De la manera como en el mismo lugar, al mismo tiempo, se sobreponen distintos espacios según las redes a las que cada ocupante se encuentre conectado? ¿Del modo como los espacios nos emocionan hoy tanto o más en su versión filtrada por Instagram que en la real? ¿De cómo un edificio o quienes lo hayan diseñado adquieren prestigio en proporción directa a los likes de una imagen en Instagram? ¿De cómo al menos cuatro o cinco grandes corporaciones globales saben a cada instante dónde estamos? O quizá, pensando en que Benjamin explicó en el ensayo citado que la arquitectura, desde siempre, se ha percibido de manera difusa, distraída, con el cuerpo entero y no poniéndole atención como se observa un cuadro en una exposición, ¿pensaremos que la tecnología de la información acelerada ha eliminado no sólo el ruido de fondo sino el fondo mismo, el ambiente, haciendo de todo lo que nos rodea mera señal?

El cargo Modos de estar apareció primero en Arquine.

]]>
El ruido de los otros https://arquine.com/el-ruido-de-los-otros/ Tue, 25 Jul 2017 00:04:52 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/el-ruido-de-los-otros/ Hoy en la ciudad de México hay menos pregones. Se sigue oyendo el grito potente de los repartidores de gas y de garrafones de agua. Y los de reproducción mecánica como el de los tamales oaxaqueños o el inigualable se compran colchones, tambores, refrigeradores, estufas, lavadoras, microondas o algo de fierro viejo que vendan. Sonidos y pregones que habrá que seguir registrando antes que la gentrificación sonora declare que el infierno es el ruido de los otros.

El cargo El ruido de los otros apareció primero en Arquine.

]]>
El video en YouTube se llama Parked Ice Cream Audible Inside NYC Apartment A Block Away. Dura 29 segundos. Los primeros diez o quince segundos no se oye más que el ruido producido al manipular el teléfono con el que se grabó el video y otro grave, mecánico, que desaparece al segundo diecinueve. Era el aire acondicionado. Entonces se oye un ruido más: el de la ventana al ser abierta. Se escucha entonces el ruido de los motores de automóviles en la calle y, a lo lejos, la música de campanas del camión de helados.

El video fue subido por Gothamist, “un sitio web sobre Nueva York” y lleva a un artículo firmado por Nathan Tempey con el título New Harlem Resident Declares War On Jingle-Happy Mister Softee Man. El artículo cuenta que Mackenzie —“quien pidió que no se revelara su apellido por miedo a que la encasillaran como la señora blanca que se queja de su nuevo barrio”— “compró un departamento cerca de Central Park en la primavera. «Ésta es una cuadra generalmente tranquila, serena. La llegada del camión de helados ha terminado con la tranquilidad.»” Según el artículo de Gothamist, lo peor de todo, según Mackenzie, es que parece querer hacer algo al respecto. The Gothamist no logró encontrar al dueño del camión para entrevistarlo, pero Carolyn Graham, de 55 años, vecina del lugar, les dijo: “se mudan a Harlem y eso es lo que pasa en Harlem” —traducción libre de that’s what the fuck happens in Harlem. Graham también dijo que el ruido del camión de helados no le molesta y que si lo hiciera simplemente iría a su recámara y prendería el televisor. En Harlem, les dijo, “la gente oye música, hay ambulancias y motos que pasan. Es el latido de Harlem. Lo odiamos, pero así es.”

 

Lo odiamos, pero así es. Aunque habría que preguntarse si realmente odian el ruido de Harlem y más: si acaso lo oyen. Mientras sean los ruidos cotidianos y no los causados por algún malestar, uno no oye los ruidos de su propio cuerpo. Y así uno no oye, tal vez, su propio barrio. El ruido del motor del elevador o el de los niños que salen a jugar en el patio de la escuela todos los días a la misma hora se vuelven, el latido del barrio que, como el latido de nuestro corazón, es normalmente inaudible. Sólo quien recién llega y no se ha acostumbrado lo percibe como ruido, como Mackenzie, la nueva vecina blanca.

El 27 de octubre de 1839 se embarcaron en Nueva York con destino a México, Frances Erskine Inglis, nacida en Edimburgo en 1804, y su marido, Ángel Calderón de la Barca, recién nombrado ministro plenipotenciario de España en México. Desde su salida de Nueva York y hasta 1842, que permanecieron en México, Frances, la Marquesa Calderón de la Barca, escribió regularmente a su familia que vivía en Boston contando su experiencia mexicana. En 1843, Frances seleccionó algunas de esas cartas y las publicó con el título Life in Mexico During a Residence of Two Years in That Country. En sus cartas cuenta desde el abordaje en el Hércules, vapor que los llevó a la Habana, para después de unos días tomar otro barco con destino a Veracruz. Su camino a la ciudad de México pasando por Puebla y antes por la hacienda de un hombre con “porte de caballero, apuesto, discretamente vestido y más bien de aire melancólico y con una sola pierna.” Santa Anna. En la carta fechada el 26 de diciembre de 1839, cuenta su paso por Río Frío y la entrada a la ciudad de México. “Las innumerables torres de la ciudad distante se veían apenas. Los volcanes estaban envueltos en nubes excepto sus cimas nevadas, que parecían cúpulas de mármol coronando el cielo.”

En la séptima carta cuenta su debut en México, en una misa en catedral y de la ciudad azteca que le dicen está debajo y del Calendario Azteca, “una piedra circular cubierta con jeroglíficos, que se conserva a las afueras de catedral.” También cuenta la primera visita, con su marido, al Presidente. “El palacio es un edificio inmenso que contiene, además de los apartamentos del Presidente y sus ministros, todas las cortes de justicia principales. Ocupa un lado de la plaza, pero no es nada notable por su arquitectura.” La marquesa Calderón de la Barca le dedica buena parte de esa carta a algo que le llamó particularmente la atención de la ciudad de México: los pregones:

Hay una cantidad extraordinaria de pregones (street-cries) en México, que empiezan al amanecer y continúan hasta la noche, realizados por cientos de voces discordantes imposibles de entender a la primera, pero el Señor __ me ha dado una explicación de ellos hasta que pude empezar a tener una idea clara de su significado. Al amanecer te despierta el grito chillón y desesperado del carbonero: Carbón, ¿señor? que suena algo así como ¿Carbonsiu? Luego el que vende mantequilla: ¡Manteca, manteca a real y medio! ¡Cecina buena!, interrumpe el carnicero con voz áspera. ¿Hay sebo, o, o, o, o?, es el grito prolongado y melancólico de la mujer que compra desperdicios de cocina y se para en el quicio de la puerta. Luego pasa la cambista, una india que intercambia y hace trueque que canta ¿tejocotes por venas de chile?, una pequeña fruta que cambia por pimientos picantes. Ningún daño nos hace (no harm in that).

La marquesa Calderón de la Barca sigue enumerando los pregones, sorprendida tanto por lo que se vende e intercambia, como por el modo de hacerlo. Gritos ofreciendo o pidiendo agujas y alfileres, botones y espejos, canastos de frutos —cada uno por su nombre—, gorditas y pasteles de miel, requesón, merengues, caramelos, bocadillos de coco y tortillas de cuajda. Hay de todo. No harm in that.

Hoy en la ciudad de México hay menos pregones. Se sigue oyendo el grito potente, sacado desde el vientre para no dañarse la garganta, de los repartidores de gas y de garrafones de agua. Y los de reproducción técnica como el de los tamales oaxaqueños o el inigualable se compran colchones, tambores, refrigeradores, estufas, lavadoras, microondas o algo de fierro viejo que vendan. Sonidos y pregones que habrá que seguir registrando antes de que las Mackenzies del mundo prosigan con su gentrificación sonora y declaren, precisando la frase de Sartre, que el infierno es el ruido de los otros.

El cargo El ruido de los otros apareció primero en Arquine.

]]>