Resultados de búsqueda para la etiqueta [Propiedad privada ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Wed, 24 Jul 2024 01:10:22 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Los comunes o ¿dónde quedaron ‘nuestros’ aguacates? https://arquine.com/los-comunes-o-donde-quedaron-nuestros-aguacates/ Mon, 22 Jul 2024 19:45:54 +0000 https://arquine.com/?p=91880 Entre arquitectos, urbanistas y planificadores se tiende a tomar la propiedad privada de la tierra, en general y en particular en entornos urbanos, como algo dado y sin alternativas —salvo la del espacio público—. Pero quizá repensar la noción misma de propiedad de la tierra sea fundamental para pensar ciudades sostenibles. O, de menos, para saber dónde quedaron nuestros aguacates.

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Columna inspirada en hechos reales.

 

En algunas regiones de Europa, durante la Edad Media, robar de la cosecha ajena era considerado un crimen grave, de peor tipo que robarle el bolso o la cartera a alguien, aunque era una afrenta de menor gravedad que un homicidio. La pena podía llegar a la amputación de la mano, normalmente la derecha, para evitar, se supone, que el ladrón volviera a robar y, sobre todo, para dejar una marca visible que lo señalara de por vida. Se consideraba que era una afrenta así de grave porque la producción de comida, entre todas las actividades humanas, seguía requiriendo la mayor cantidad de trabajo. Pero, sobre todo cuando fue imponiéndose, a partir del siglo XIII, la idea de la propiedad privada de la tierra, y de sus frutos. Porque, más allá de lo que diga su amigo liberal de confianza —sea neo o clásico, da igual—, la propiedad privada, en especial la propiedad privada de la tierra, no es algo ni “natural” ni “consustancial”, ni siquiera es un “derecho fundamental” de los seres humanos. La propiedad privada de la tierra es una noción con una historia relativamente reciente en la historia humana —unos 7 siglos frente a 200 mil años— y que, además, no se pensó como evidente en todo el mundo, sino que fue impuesta a la fuerza en muchas regiones del planeta —algo así como: “te voy a explicar: la propiedad de la tierra es un derecho fundamental del hombre… blanco, así que ahora yo soy el dueño de todo esto.”

Vivo en un edificio construido a finales de los años 50 en la colonia Hipódromo —aunque decimos que está en la Condesa—. Tiene 6 pisos, con 4 departamentos en cada uno, excepto los 2 últimos que sólo tienen departamentos al frente, y cuartos de servicio del lado del patio, lo que da un total de 20 departamentos. En el patio trasero, hacia donde se orientan los cuartos de servicio, hay una jardinera de no más de 1 metro de ancho con plantas, arbustos y un par de árboles. Uno de los árboles es un aguacate y cada año da aguacates… Tras la cosecha, que hace el jardinero que cuida la jardinera, aparece una canasta llena de aguacates en el vestíbulo para que cada uno de los habitantes del edificio, propietarios o inquilinos, disfrute de los frutos de nuestro árbol, llevándose a casa algunos aguacates.

Hace unos días en el chat del edificio, una persona, habitante de uno de los departamentos que también tienen vista al patio trasero, explicó que desde su balcón se ve el árbol de aguacates, y que unos, que había visto colgando de las ramas, ya no estaban ahí. No hemos visto en el vestíbulo la canasta con los aguacates comunitarios, así que, intrigado, preguntó: ¿dónde quedaron nuestros aguacates?

Hace un par de años instalaron en el edificio un sistema de cámaras de vigilancia. En el vestíbulo del edificio se instaló también una pantalla de televisión que, dividida en una retícula de 3 × 3, tiene 8 recuadros con imagen y uno negro, así que supongo hay 8 cámaras instaladas. A los pocos meses de instaladas las cámaras, el automóvil de algún vecino fue ligeramente raspado por otro automóvil. Nadie dijo nada. En el chat del edificio, el afectado dijo que, ya que nadie confesaba su crimen, habría que revisar las grabaciones del sistema de vigilancia. Fue entonces cuando recibimos la terrible noticia por parte del administrador: no había grabaciones. Ustedes aprobaron un presupuesto para cámaras, pero jamás se habló del servidor necesario para grabar y archivar los videos. Si en lugar de un chat hubiera sido una reunión física, todos nos habríamos visto las caras unos a otros preguntándonos a quién colgarle encima semejante idiotez. Entonces, ¿para qué sirve el sistema de vigilancia? El problema fue resuelto, previo pago de una cuota extra, algunas semanas después. Por suerte, si así quieren llamarle, el progreso tecnológico nos permite tener, en un edificio de la Condesa, un sistema de vigilancia que hace unas décadas era imaginable sólo para la Casa Blanca o el Kremlin. Por algunas semanas o meses —dependiendo de qué tanta capacidad de memoria asignáramos a las grabaciones— tendríamos el registro de todo lo que pasaba en las áreas que abarca el sistema de cámaras. Por suerte, el patio trasero y su jardinera estaban incluidos en su rango.

“Quiero que se revisen las grabaciones del sistema de vigilancia”, escribió en el chat el vecino que había alertado sobre la desaparición de nuestros aguacates. La persona de la empresa que administra el edifico respondió prontamente: “con mucho gusto, ¿de qué fechas?” “Desde hace quince días para acá”, fue la respuesta, seguida por: “y quiero estar presente”. No pude evitar imaginar esta escena como una en una serie de detectives: una habitación forense con un muro lleno de monitores, el especialista en videovigilancia sentado frente a una pantalla más grande controlando la velocidad de la reproducción y el vecino, que dejó de ver aguacates donde antes los había visto, acompañado de otros dos que serían testigos, todos ellos siguiendo la proyección con suma atención, cuadro por cuadro: “ahí están, ahí están, siguen… ¡desaparecieron!, ¿vieron?: ahí se ven, ahora no se ven.” Y entonces, el especialista en videovigilancia haría un acercamiento a la sombra entre los árboles y una captura de su imagen, para procesarla con los programas de reconocimiento facial mediante inteligencia artificial más sofisticados y compararlos con las fotos de las dos personas que se turnan el puesto de conserje. Porque, ¿quién más iba a ser? Todos los que vivimos en el edificio sabemos que tendremos derecho a tomar, de la canasta en el vestíbulo, los aguacates que se nos den la gana —sin abusar, calculando que alcance para todos—. ¿Por qué un vecino iba a robarse sus propios aguacates?

Aquí cabe una digresión para preguntarnos, más bien, ¿por qué afirmamos que son nuestros aguacates? Sí, ya sé: son frutos del árbol que está en nuestro patio trasero; pero, ancestralmente, en relación a los frutos de la tierra, la propiedad del terreno es sólo uno de los factores que servían para decidir la propiedad de lo cultivado. Porque los frutos de la tierra se cultivan y cosechan y nosotros no hacemos eso. Más aún, quienes vivimos en departamentos con vista a la calle podemos ignorar la existencia del aguacate y sus frutos.

No es que minimice la importancia de nuestros aguacates, claro que no. Tengo noticias de la importancia del aguacate, de su consumo creciente y casi obsesivo en Estados Unidos y de cómo la demanda de aguacates, también creciente, no sólo ha tenido efectos en el intercambio económico entre ese país y el nuestro, sino que incluso es un factor para que los campesinos michoacanos decidan si cultivar aguacate o amapola.

Al contrario, pienso que entender por qué a nuestro vecino le preocupan tanto sus aguacates —y esta frase no esconde ninguna alusión sesgada a la etimología de la palabra— nos podría llevar a replantear las complejas relaciones entre propiedad, comunidad, vivienda, territorio, producción y sostenibilidad, por mencionar sólo algunas problemáticas. Y el problema no son los aguacates en específico, sino cuándo son nuestros, pero no tuyos; lo que aplica, también, al terreno, las edificaciones, las plazas, los parques, las calles con sus banquetas, tu casa y su patio trasero con arbustos y, quizá, un árbol que, por suerte o gracias al trabajo de alguien, dará aguacates o limones. Por ahí pasan buena parte de los cuestionamientos y las probables respuestas a los problemas de sustentabilidad que nuestras ciudades enfrentan desde hace años. Porque, quizá, la sustentabilidad de nuestras ciudades dependa de replantear quién es ese nosotros en la frase “nuestros aguacates” o, dicho con mayor claridad, replantear la propiedad de la tierra y los usos comunes de la misma.

Termino citando in extenso la introducción de Álvaro Sevilla Buitrago a su libro Against the Commons. A radical History of Urban Plannig (2022), que espero pronto pueda comentar con la profundidad que se merece, no sin antes aventurar el lema de una primera fase para un proceso de desmantelamiento de la idea de propiedad privada: colectivicemos los patios traseros para que los aguacates sean realmente nuestros.

 

Imagine un paisaje en el que las viviendas se entrelazan con talleres, fábricas y huertos colectivizados. Imaginemos un tejido urbano abigarrado con enclaves rurales y franjas de tierras de cultivo donde los humanos conviven con el ganado. Imaginemos un lugar en el que las redes metabólicas, los ciclos de nutrientes y materias primas, y los flujos de energía estén contenidos y controlados en gran medida por las comunidades locales. Trabajo y ocio se alternan y mezclan en calles impregnadas de una atmósfera de intensa convivencia. Los espacios públicos son, de manera simultánea, lugares de trabajo, comercio y celebración colectiva, vagamente delimitados y reinventados de forma continua por los usuarios, de acuerdo con sus necesidades diarias. Mujeres y niños son protagonistas activos de esta constelación de acontecimientos y encuentros. Son los principales agentes de la vida comunitaria, y la imbuyen de los distintos ritmos de reproducción social. Las minorías de diferentes orígenes étnicos y culturales también desempeñan un papel fundamental a la hora de definir estos entornos como mosaicos de prácticas sociales heterogéneos, a veces contradictorios. Imaginemos un conjunto de archipiélagos de centralidad entrelazados y jerarquías espaciales superpuestas que hacen que el territorio sea difícil de leer, comprender y monitorear. Las instituciones y élites estatales han perdido gran parte de su jurisdicción sobre esta red de asentamientos, que siguen, de manera parcial, desvinculados de dinámicas nacionales y globales más amplias. Sus espacialidades giran en torno a las minucias desordenadas de las necesidades y arreglos cotidianos; las relaciones de mayor escala están subordinadas desde su estructura. La propiedad privada existe, pero como un régimen relativo, no exclusivo y variable en el espacio y el tiempo. La propiedad está integrada y depende de acuerdos consuetudinarios más amplios de tenencia y uso que desdibujan los límites entre posesión individual y colectiva. En estos entornos, la idea misma de lo urbano está enmarcada por representaciones, narrativas e identidades que emanan de redes locales y las refuerzan como entornos autónomos. Imaginen un régimen de urbanización que no está orientado al crecimiento sino más bien a la autorreproducción comunitaria, la creatividad y el cuidado cooperativos, el juego y el placer.

Este libro cuenta la historia de cómo esos aspectos se convirtieron en eso: imaginación. Hoy en día, un número creciente de teóricos críticos, historiadores radicales e investigadores militantes evocan la forma subyacente detrás de muchos de estos fenómenos con un concepto difícil de alcanzar: los bienes comunes. Descrita como la principal línea de frente de las luchas en curso por la transformación social, la idea de los bienes comunes está en el centro de las visiones emergentes de un futuro poscapitalista. En el pasado, sin embargo, las configuraciones y disposiciones mencionadas con anterioridad eran ingredientes esenciales de espacios sociales muy reales. Al reflexionar sobre el potencial explosivo de las metrópolis contemporáneas como lugares de encuentro, diferencia y antagonismo, activistas y académicos radicales retratan la urbanización como un catalizador para el renacimiento de los bienes comunes. Los planificadores espaciales progresistas también lamentan su desaparición y se esfuerzan por revivirlos.

Esto es una triste ironía porque, como veremos, la planificación urbana y la urbanización capitalista han sido en realidad agentes clave en la descolectivización de la sociedad y la destrucción del espacio comunal. Esta agencia negativa ha sido poco estudiada en las evaluaciones históricas y teóricas existentes de la disciplina, que tienden a describir el “proyecto de planificación” como un esfuerzo benéfico para mejorar las condiciones físicas, económicas, ambientales y sociales de las ciudades. Al mismo tiempo, las explicaciones existentes sobre la toma de los bienes comunes en las ciencias sociales a menudo descuidan su dimensión geográfica, o presentan el espacio como un receptáculo inerte, no como un instrumento activo movilizado para producir o destruir formaciones comunales. En otras palabras, se presta poca atención a la mecánica de la desposesión espacial y a cómo funcionan técnicas y procedimientos particulares para articular estos procesos. Esto inhibe nuestra capacidad para captar y revertir dinámicas que obstaculizan las supuestas potencialidades emancipadoras de planificar y limitan el desarrollo de las urbanizaciones como un proceso de liberación colectiva.

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La casa que se transforma https://arquine.com/la-casa-que-se-transforma/ Tue, 01 Mar 2022 15:30:57 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-casa-que-se-transforma/ La casa, como refugio del exterior es la matriz de todas las experiencias del confort. Pero la casa también puede representar la acumulación de deudas, los efectos negativos de la especulación inmobiliaria o una aspiración que acarrea malestares a sus potenciales habitantes. En La casa (2021), antología de cortometrajes de animación, lo que se piensa como refugio se convierte en un fetiche que enloquece a sus propietarios.

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En Espumas, el filósofo Peter Sloterdijk plantea la idea de que el hogar es el primer sitio donde el ser humano desarrolla un sentido de la comodidad. La casa, como refugio del exterior, implica que ésta contenga dispositivos que climaticen el espacio, que implementen “atmósferas” en sus interiores que la convierten en “la matriz de todas las experiencias del confort”, el lugar donde es posible “hacerse uno” con la propiedad privada. Tal vez por esto, la casa esté insertada en el “anhelo colectivo”, como señala Georgina Cebey en su ensayo “Variaciones del hogar”. Es ahí donde se deposita “una inversión a largo plazo” con el fin de obtener “un espacio en el que se proyectan momentos futuros de la vida, generalmente libres de preocupaciones acerca de tener un techo bajo el cual habitar.”

Pero la casa también puede representar la acumulación de deudas, los efectos negativos de la especulación inmobiliaria o una aspiración que acarrea malestares a sus potenciales habitantes. En La casa (2021), antología de cortometrajes de animación, lo que se piensa como refugio se convierte en un fetiche que enloquece a sus propietarios. Dirigida por los directores Emma de Swaef, Marc James Roels, Niki Lindroth von Bahr y Paloma Baeza, La casa ensambla en tres historias una sola perspectiva sobre la violencia que esconde hacerse de un hogar y sostenerlo. El cine de horror cuenta con ejemplos que relatan historias de entidades que se posesionan del lugar donde, supuestamente, tendría que reinar la seguridad. Bajo las mismas estrategias narrativas, esta película propone a la propiedad privada como el monstruo que acosa a quienes lo habitan. Los muros, los tapices y la tecnología son las criaturas que aprisionan a los
propietarios.

La primera historia, titulada “And heard within, a lie is spun”, está centrada en una familia conformada por Raymond, su esposa Penny y sus hijas Isobel y Mabel. Esta primera entrega pareciera estar ambientada en los inicios del siglo XX. A partir de una visita de los familiares de Penny para conocer a Isobel, la hija recién nacida, se establece que la mujer proviene de un entorno con cierta alcurnia, el cual mira con desprecio la nueva vida de una de sus integrantes, quienes hablan de los muebles como si éstos tuvieran dignidad: les asquea que una cajonera que antes pertenecía a una mansión se encuentre en una morada mucho más humilde. Cuando los visitantes se retiran, vemos que Raymond tiene herida su dignidad. Durante la cena, se emborracha y se interna en los bosques cercanos a su casa. Ahí tiene un encuentro sobrenatural: un arquitecto llamado Van Schoobeek le ofrece obsequiarle una vivienda mucho más lujosa. Penny accede a mudarse con algunas sospechas iniciales, pero, una vez que la familia se instala en su nueva dirección, marido y mujer se dan cuenta que ascendieron en una escala que les demandaba aspirar a un espacio de ese tipo, donde tienen electricidad, cortinas hechas con telas costosas y un chef privado que les prepara todos los alimentos. La nueva residencia se encuentra en una colina sobre la casa anterior. A través de las ventanas, Mabel mira con añoranza el lugar donde formó arraigos con su familia, aunque, con resignación, decide formar parte de esta nueva etapa. Sin embargo, la niña comienza a darse cuenta que quienes tendrían que ser los trabajadores de sus padres en realidad están prestando sus servicios al señor Van Schoobeek. El objetivo pareciera ser el de sepultar a Penny y a Raymond en lujos: siempre están enviándoles comida y telas para que la señora confeccione cortinas. La vestimenta se vuelve el obsequio definitivo. Un par de trajes maravillan a los señores por su modernidad y osadía. A pesar de que Mabel intenta que sus progenitores reaccionen ante el poder que ejerce la casa sobre ellos, ya es demasiado tarde: la ropa que les fue entregada los transforma en piezas de mobiliario. El fuego de una chimenea que fue encendida con las pertenencias de la antigua casa se sale de control, y los padres, inmovilizados, ya que ellos mismos se convirtieron en posesiones, son consumidos por el incendio. El arquitecto Van Schoobenk ríe malignamente.

 

La segunda parte, titulada “Then lost is truth that can’t be won”, se sitúa ya bien entrado el siglo XXI, en una ciudad poblada por roedores antropomórficos. Vemos a un desarrollador, de quien no conocemos su nombre, remodelar la misma casa que transformó a Raymond y Penny. Sin contar con ningún equipo de construcción, la historia establece que este ratón ha invertido muchísimo capital tanto en acabados de lujo como en tecnología, factores que hacen más atractivo al inmueble para compradores potenciales. Para el gusto de este desarrollador, los pisos de mármol, las bañeras de cerámica importada y el mobiliario “de diseñador” son lo mismo que las luces que se prenden por comandos de voz y los sistemas de cámaras que no cumplen otra función más que escenificar, añadirle un asset más a una propiedad de por sí encarecida. Para el ratón, la idea de hogar significa el retorno de una inversión que, aunque haya sido arriesgada, está seguro que conseguirá ya que una casa es un bien inmobiliario para todo aquel que deseé continuar especulando con el valor de una vivienda. Esta transición de conceptos es semejante a la del primer capítulo. Si antes la familia de Mabel habitaba un sitio hacia el que la niña sentía un arraigo, el arquitecto obsequia a su familia una mercancía que prioriza otros valores ajenos a los “futuros de la vida” que apunta Cebey. Una posibilidad es que, quien adquiera la casa remodelada por el ratón, puede revenderla a un precio mucho más alto, borrando del panorama las historias familiares que puedan construirse en sus interiores. Pero quienes acudieron a la muestra de la casa no están nada interesados en adquirir un inmueble que complica tanto su habitabilidad. Los pisos de mármol no son antiderrapantes y los dispositivos complican el solo hecho de prender una luz. Todos se retiran, excepto una pareja, cuyas únicas palabras para el desarrollador es que están interesados en comprar la casa. El ratón se alegra, pero, paulatinamente, comienza a darse cuenta que utilizan la bañera, se quedan a dormir en la habitación principal y no muestran intenciones de irse.

En Bourgeois Nightmares. Suburbia. 1870-1930, Robert M. Fogelson comenta que, durante la época que queda fijada en el libro, la adquisición de bienes raíces traía consigo una serie de miedos casi siempre de orden social, como el crimen, la pobreza y inmoralidad. Las familias buscaban vecindarios donde pudieran criar a sus hijos sin la amenaza de ninguno de estos peligros. Pero el autor también agrega a la serie de temores el del mercado inmobiliario: una inversión puede acarrear la ruina de quienes adquieren una propiedad. En este caso, quien se enfrenta a esa ansiedad es quien pone en venta la necesidad de la vivienda. Los invasores, esos otros que no compran la casa pero que pueden adueñarse de la misma, rompen con los ideales de clase que el ratón tenía sobre su comprador imaginado, lo que, a su vez, baja la plusvalía de la vivienda que remodeló. A la pareja de roedores se le suma una plaga que destroza todo el lujo. Vemos que el mismo desarrollador forma parte de aquella debacle: ya sin traje, lo vemos anidando en la estufa de la cocina y comiéndose los cables. Las ambigüedades de este final permiten algunas interpretaciones. Si la plaga se hubiera comido al desarrollador, podemos hablar de ese miedo a los otros sobre el que escribe Fogelson. Sin embargo, el mismo inversionista cambia de bando y no impide que los objetos de diseño queden a las expensas de la plaga. Pareciera que la idea no es destruir la casa sino destruir los signos que la vuelven una propiedad privada lejos del alcance de una inmensa mayoría que no puede acceder a comprar una vivienda.

 

La última entrega, titulada “Listen again and seek the sun”, puede ser el punto de partida para leer a la historia del ratón como una crítica a la propiedad privada. Esta vez los gatos son los protagonistas, y el escenario sigue siendo la casa que intentó remodelar el ratón. Pero ahora vemos a la propiedad rodeada de un inmenso río, un probable indicador de la crisis climática. Su nueva propietaria, Rosa, pretende remodelar el inmueble para poner en renta departamentos. Elías y Jen, sus dos únicos inquilinos, no le pagan una renta monetaria: contribuyen cazando pescado o preparándole de comer, o le pagan en cuarzos y obsidianas que curarán la “energía” de Rosa. Ambos se dan cuenta que la insistencia de Rosa por remodelar la estructura es más un delirio por hacer que una ruina vuelva a ser una propiedad rentable. Esto lo saben porque el nivel del agua aumenta y porque ellos mismos están planeando su partida, ante las crecientes dificultades ya no tanto de sostener un techo sobre sus cabezas sino de mantener la misma estabilidad del suelo. Cosmos, la pareja de Jen, llega en un pequeño barco a la casa y Rosa sospecha que es para llevarse a su inquilina a otro sitio, idea que no le agrada a la casera ya que ellos son la única compañía que tiene. Jen y Cosmos le prometen a Rosa ponerse al corriente con las rentas y ponerse a trabajar con ella en las remodelaciones. Sin embargo, lo que hacen es quitar las maderas del piso para construirle un bote a Elías para que todos puedan irse de ahí, además de dejarle a Rosa una palanca que, según Cosmos, ella presionará cuando se encuentre lista. Rosa se enfurece con sus inquilinos y con el intruso por abandonarla y por descomponer todavía más su propiedad. La respuesta de Jen es inducirle un trance a su amiga y casera, una introspección donde se pueda dar cuenta que aquel conjunto de muros no es más una atadura que le impide abandonar un suelo que ya no le pertenece a ella ni a nadie.

Si el ratón fue dominado por el miedo al mercado inmobiliario, la gata Rosa es apresada por el miedo a abandonar la idea de casa como un ente estable que albergue familias, historias y futuros que afirmen que la propiedad es el sitio donde se nutre el confort y donde las preocupaciones se disipan por la seguridad que provee la posesión de una casa. Cuando Rosa termina aquella exploración mental, se da cuenta que sus amigos ya se han internado en el río: un mundo donde ni las casas ni las fronteras nacionales existen, donde los arraigos no son más que las relaciones que tienen entre ellos. Angustiada, Rosa escucha a Jen y a Elías decirle que se una a su viaje. Rosa cae en cuenta que debe jalar la palanca que instaló Cosmos. Su casa se transforma en un barco con el que puede explorar no sólo un entorno completamente modificado (y donde la propiedad privada jugó una parte importante para ese cambio) sino también nuevas formas de habitar la propiedad que heredó de sus padres. Si su familia consideraba que los espacios de la casa podían rentarse, con la ayuda de sus amigos, Rosa hizo de su hogar algo mutable que tiene la capacidad de migrar.

 

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Cambiar la casa para cambiar al mundo https://arquine.com/cambiar-la-casa-para-cambiar-al-mundo/ Mon, 27 Dec 2021 07:19:16 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/cambiar-la-casa-para-cambiar-al-mundo/ La cuestión de la vivienda no encontrará solución justa y equitativa para todas las personas si no se modifican, entre otras, la nociones de propiedad y privacidad, pues, como afirmó Bertrane Russell, “la fealdad, así como la inquietud y la pobreza, son parte del precio que pagamos por ser esclavos de los motivos del beneficio privado.” Y ese cambio implica y depende de una transformación arquitectónica profunda.

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Para cambiar el mundo, debemos empezar transformando la casa

Fernanda Canales

 

En 1935 Bertrand Russell publicó su libro In Praise of Idleness, un elogio de la ociosidad que, entre otros ensayos, incluye uno titulado Architecture and Social Questions. En ese texto, Russell declara:

La arquitectura, desde los tiempos más remotos, ha tenido dos propósitos: por un lado, el meramente utilitario de proporcionar calor y refugio; por el otro, el político de imprimir una idea en la humanidad mediante el esplendor de su expresión en piedra.

Y añadía: el primer propósito bastaba con respecto a la vivienda de los pobres. En un cortísimo recuento de la arquitectura occidental, Russell explica que de la Acrópolis al Renacimiento, el segundo propósito es casi exclusivo de templos y palacios, de edificios públicos y, después, de edificios comerciales. Tras la Revolución Francesa, afirma, junto con la pérdida de seguridad de las clases dominantes, los estilos arquitectónicos tradicionales perdieron su vitalidad.

En el siglo XIX, aparecen dos formas de arquitectura, “debidas respectivamente a la producción mecánica y al individualismo democrático: de un lado la fábrica con sus chimeneas, del otro hileras de pequeñas casitas para las familias de la clase trabajadora. En tanto la fábrica representa la organización económica provocada por la industrialización, las pequeñas casas representan la separación social que es el ideal de una población individualista.”

Ese individualismo que señala Russell tiene efectos y condiciones diferentes de acuerdo a la clase y al género. En el siglo XIX, las mujeres de clase trabajadora, dice, aún se dedican principalmente al cuidado del hogar y gustan de tener un hogar que cuidar. Los esposos, por su parte, “disfrutan el sentimiento de que sus esposas trabajan y dependen económicamente de ellos; más aún su esposa y su casa le dan más satisfacción a su instinto de propiedad que el que sería posible con cualquier otro tipo de arquitectura”. Para Russell, las consecuencias del sistema en el que cada hogar de la clase obrera está contenido en sí mismo y aislado son desventajosas para niños y niñas, que tienen poco espacio, para las madres, que “deben combinar los deberes de la enfermera, la cocinera y el ama de casa”, y, aunque menores, también para los hombres, que “dependiendo del grado de su brutalidad” lidia con esto, “culpando a su esposa cuando debería culpar a la arquitectura”.

Si la arquitectura es la culpable, la solución requiere de una “reforma arquitectónica” radical y sencilla a la vez: “Para curar todos estos problemas de manera simultánea, sólo hace falta introducir un elemento comunal en la arquitectura”. Russell, reimaginando la vida monástica —donde se daba “una forma restringida de comunismo” y “todo lo individual era espartano y simple, mientras todo lo comunal era espléndido y espacioso— y los “paralelogramos cooperativos” de Robert Owen a inicios del siglo XIX —una “sugerencia prematura”, dice—, plantea conjuntos de “altos bloques de edificios alrededor de un cuadrángulo central, con el lado sur más bajo para permitir la entrada de luz solar. Deberá haber una cocina comunal, un espacioso comedor y otro salón para diversiones, reuniones y cine. En el cuadrángulo central deberá haber una escuela-guardería.” Los apartamentos privados, con su propio mobiliario y una hornilla para cocinar ocasionalmente, bastarían, según Russell, para satisfacer el instinto de privacidad y propiedad de quienes estén demasiado acostumbrados a eso. Estas construcciones, concluye Russell, “sólo podrán realizarse, en gran escala, como parte de un amplio movimiento socialista.”

Al contrario de Le Corbusier, pues, que una década antes había presentado a la arquitectura como una opción ante la revolución —Arquitectura o revolución, es la disyuntiva que anuncia el título de su célebre ensayo—, Russell propone a la arquitectura misma como una revolución o, más bien, como una reforma, que permitiría implementar “una forma restringida del comunismo” —como en los monasterios.

 

En su reciente libro Mi casa, tu ciudad. Privacidad en un mundo compartido, (Puente Editores, 2021), Fernanda Canales recorre la historia de la relación entre arquitectura, vivienda y ciudad en la modernidad y fundamentalmente en occidente. De entrada, Canales plantea:

La casa moderna tuvo su origen a partir de tres ficciones: la casa como lugar de descanso, como si el trabajo pudiera separarse de la vida y las tareas domésticas desaparecieran; la casa como propiedad privada al alcance de todos, como si al considerarla una mercancía no estuviera determinada por las lógicas del mercado haciéndola inasequible a las mayorías; y la casa como santuario para la familia nuclear (esposo, esposa e hijos), como si no existieran otros formatos de convivencia y lo privado y lo público fueran dos fracciones independientes.

El libro expone diversos momentos en la historia de la arquitectura moderna occidental en los que esas ficciones fueron bien reforzadas o puestas en crisis, a partir de “cinco ideales que han guiado la manera de construir las casas con el fin de crear sociedades libres, entornos eficientes, mayor bienestar, identificación con el habitar y coexistencia.” Cada uno de esos ideales se presenta en un capítulo que, además, sigue de algún modo un orden cronológico. Entretejiendo esos temas, Canales nos dice, por ejemplo, que para Charlotte Perkins Gilman en su libro The Home, Its Work and Influence, publicado en 1903, “el sentido de seguridad ya no debía depender de la construcción de una casa sólida, sino de la construcción de un orden social que mantuviera la estabilidad requerida.” En la sección titulada “Prototipos para mejorar el futuro”, dedicada a las propuestas de Frederick Kiesler y Alison y Peter Smithson, nos advierte que “proyectar la casa del futuro ya no significaba plantear nuevas relaciones entre los espacios y los usos”, sino que “implicaba dejar de lado la ciudad y el concepto de familia, diluidas en las nuevas definiciones del individuo y su cuerpo”. Al hablar del trabajo de grupos activos a finales de la década de 1960 y principios de los 70, como Superstudio, Archizoom, Ant Farm y Archigram, y en referencia a la exposición curada en el MoMA por Emilio Ambasz en 1972, Italy: The New Domestic Landscape, Canales escribe: “El diseño ya no era un objeto de consumo, sino una plataforma que cuestionaba las nociones de privacidad y territorialidad.” Y páginas adelante, acercándose al final del libro, señala la “falta de alternativas a la hora de nombrar los espacios” que conforman una casa, como “sintomática de la falta de alternativas para diseñarlos y utilizarlos:”

La incapacidad para nombrar lo que sucede en una casa no es un problema del lenguaje, sino un retraso en la actualización del espacio doméstico.

A manera de conclusión, y antes de hacer la declaración que aquí sirve como epígrafe —“Para cambiar el mundo, debemos empezar transformando la casa”—, Canales hace un planteamiento que hace pensar en la reforma arquitectónica propuesta por Russell, a un tiempo sencilla y radical:

Para eliminar el abismo que existe entre las casas y los deseos de ellas, es fundamental entender la vivienda como algo que no repita divisiones de clase, género, edad y uso. Definir un lugar propio implica delimitarlo de alguna forma, de modo que nuestro futuro dependerá precisamente de cómo se establezcan esas demarcaciones. Es necedsario acabar con los mecanismos actuales de tenencia individual de la tierra, y eliminar la idea de que un individuo se define a través de su propiedad individual. Necesitamos entender los edificios no como piezas aisladas, sino como una cama extendida para todos, donde la necesidad de privacidad sea compatible con las necesidades de los demás y con el cuidado de los recursos.

A lo largo de más de un siglo varias voces más han coincidido con esto que parece evidente: la cuestión de la vivienda no encontrará solución justa y equitativa para todas las personas si no se modifican, entre otras, la nociones de propiedad y privacidad, pues, como afirma Russell, “la fealdad, así como la inquietud y la pobreza, son parte del precio que pagamos por ser esclavos de los motivos del beneficio privado.” Y ese cambio implica y, al parecer, también depende de una transformación arquitectónica profunda.

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