Resultados de búsqueda para la etiqueta [Paul Shepheard ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Sat, 22 Oct 2022 13:46:06 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.2 Entre el ver y el decir https://arquine.com/entre-el-ver-y-el-decir/ Sat, 22 Oct 2022 13:46:06 +0000 https://arquine.com/?p=70708 “¿Qué es una arquitectura? Es un agregado de piedras, digamos, de cosas, es un agregado material. ¿Se trata de eso? Sí, por supuesto que se trata de eso.” Eso lo dijo Gilles Deleuze. También dijo que la arquitectura es una forma de la luz.

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[Publicado originalmente en la revista Figuras, FES Acatlán, UNAM]

 

“¿Qué es una arquitectura? Es un agregado de piedras, digamos, de cosas, es un agregado material. ¿Se trata de eso? Sí, por supuesto que se trata de eso.” Eso lo dijo Gilles Deleuze en la primera sesión del primer curso que dedicó al pensamiento de Michel Foucault.

Era la mañana del 22 de octubre de 1985, siete días después del cumpleaños 59 de Foucault. Pero Foucault había muerto hacía más de un año, el 25 de junio de 1984. Los dos filósofos se conocieron 33 años antes de aquel curso que dictó Deleuze, en octubre de 1952, en una conferencia de Foucault. Cenaron juntos, pero al parecer no se llevaron bien. Pasarían diez años antes de que volvieran a encontrarse y se iniciara, entonces sí, una larga y fructífera amistad. A principios de 1970 Foucault invitó a Deleuze a formar parte del Grupo de información sobre las prisiones. “Ninguno de nosotros está seguro de escapar a la prisión. Hoy menos que nunca,” sentenciaba el manifiesto que hicieron público el 8 de febrero de 1971. Cuatro años después, en 1975, Foucault publicó su libro Vigilar y castigar, en el que estudiaba el surgimiento de la prisión como una nueva forma de castigo que pretendía, en vez de actuar directamente sobre el cuerpo, hacerlo sobre las conciencias. Vigilar y castigar es uno de los libros que comentó Deleuze aquella mañana del 22 de octubre. Según la explicación de Deleuze, ese libro trata de dos cosas: de la forma en que surge el espacio de la prisión y, al mismo tiempo, de cómo se establece un régimen de enunciados en el derecho penal. Y esa diferencia Deleuze la hace pasar por toda la obra de Foucault. Por un lado se trata, dice, de encontrar y describir una manera tanto de ver como de hacer ver y, por otro, una de decir y hacer decir. Hay un orden del decir —sigue Deleuze— y otro del dibujo.

Pensemos que buena parte del argumento de Foucault sobre la prisión reposa en su análisis del libro que el filósofo inglés Jeremy Bentham publicó en 1791, Panopticon, cuyo subtítulo es suficientemente explíci-to: o La casa de inspección, incluyendo la idea de un nuevo principio de construcción aplicable a cualquier tipo de establecimiento en el cual personas de cualquier descripción deban ser mantenidas bajo vigilancia (inspection). La prisión es entonces, en su parte material, una distribución de espacios o mejor, de cuerpos en el espacio a partir de un dibujo preciso o en el sentido que después usará Deleuze: un diagrama. Pero también es, o más bien se conecta con un conjunto de enun-ciados con un discurso legal, que hace de la prisión un castigo aceptable y necesario y de la vigilancia un sistema al que se puede someter a cualquier persona. Así, en su curso, Deleuze se pregunta por segunda vez qué es una arquitectura y entonces responde: “Seguramente es un agregado de piedras, pero es ante todo mucho más un lugar de visibilidad.” Y sigue una frase que parece dicha para gustarle a todo arquitecto: “Antes de esculpir piedras, lo que se esculpe es la luz.” Esculturas de luz. En algo hace recordar esa frase a aquel corbusiano juego sabio, correcto y magnífico de los volúmenes bajo la luz, aunque aquí no son las formas de la arquitectura las que se disponen bajo la luz, sino la arquitectura la que da forma a la luz. También puede hacernos pensar en eso, tal vez más complejo, que planteó Heidegger de la arquitectura como ejemplo de lo que hace una obra de arte:

El edificio en pie descansa sobre el fondo rocoso. Este reposo de la obra extrae de la roca lo oscuro de su soportar tan tosco y pujante para nada. En pie hace frente a la tempestad que se enfurece contra él y así muestra la tempestad sometida a su poder. El brillo y la luminosidad de la piedra aparentemente debidas a la gracia del sol, sin embargo, hacen que se muestre la luz del día, la amplitud del cielo, lo sombrío de la noche. Su firme prominencia hace visible el espacio invisible del aire.

Sin edificio, la potencia portante de la roca no sería patente, ni visible la brillantez de la luz del sol o la amplitud del espacio ante el cual se yergue. Para Heidegger, el poder de la obra arquitectónica, como de hecho el de la obra de arte en general, es esa revelación, ese hacer patente lo que ya está ahí de algún modo. Pero la visibilidad de la que habla Deleuze a partir de Foucault es distinta. La arquitectura, dice, “es un lugar de visibilidad. La arquitectura dispone las visibilidades. La arquitectura es la instauración de un campo de visibilidad.” La prisión instaura el campo que hace visible de un lado al preso y del otro al guardia que lo vigila. El hospital hace visible al enfermo para el médico, pero también al médico clínico como tal; y la escuela lo hace con el estudiante y el maestro. Pero esa visibilidad no revela, en el sentido que supone Heidegger, sino que produce. Y, por tan-to Deleuze, dirá que “«ver» no es el ejercicio empírico del ojo, sino construir visibilidades, ver o hacer ver.” Antes de la prisión, no había preso ni guardia, como no había enfermo ni médico clínico antes del hospital. “Las visibilidades, sigue Deleuze, no son cosas entre las demás cosas y las visiones, las evidencias, no son acciones entre las otras, sino que son la condición bajo la cual surge toda acción, toda pasión.”

La prisión entonces, “es una forma de la luz”, “una distribución de luz y de sombra antes de ser un montón de piedras.” Y la arquitectura, entendida así, no sólo nos pone en nuestro lugar sino que, al hacerlo, nos expone, nos exhibe no como lo que somos sino como lo que seremos por el hecho mismo de estar ahí, así, en ese lugar: el preso, el guardia, el loco, el médico. Pero hay algo más, pues Deleuze plantea que para Foucault existe una diferencia entre lo dibujado y lo dicho, entre lo visto y lo enunciado, entre lo visible y lo enunciable, y que eso significa que “nunca se ve eso de lo que se habla y nunca se habla de eso que se ve.”En su libro What is architecture? An Essay on Lan-scapes, Buildings, and Machines, Paul Shepheard planteó que la arquitectura es un hecho conclusivo o, dicho de otro modo, que es lo que es,no lo que decimos que sea. Lo paradójico es que lo dijo en un libro muy bien escrito lleno de relatos, anécdotas e historias. En su segundo libro, The Cultivated Wilderness, Or: What is Landscape? Shepheard describe así el Panteón en Roma:

Medio domo esférico vacío de 150 pies romanos de diámetro, truncado en su ecuador y colocado sobre una alta rotonda. La única luz entra a través del óculo circular de 27 pies de diámetro en el polo del domo, que proyecta un brillante círculo de luz solar en el interior del domo. El círculo lentamente recorre su camino alrededor del edificio en tanto el día sigue su curso, midiendo el progreso de la tierra en su órbita alrededor del sol: los casetones al interior del domo producen profundas sombras al borde del círculo que puede percibirse deslizándose de uno a otro. Alguien parado al interior del Panteón puede ver a la Tierra moverse.

¿Puede? El Panteón en Roma es una especie de panóptico vacío, o al revés, el panóptico es un panteón lleno con la mirada del vigía. Uno es el espacio donde todos están sometidos a la mirada del inspector, el otro el espacio donde se rinde culto a todos los dioses y, según Shepheard, se puede ver a la Tierra moverse. Cuando Bentham describe al panóptico como “una habitación circular o, más bien, un apartamento anular”, habla de una apertura central que servirá para iluminar el espacio del inspector pero de manera que “ninguna vista en absoluto se pueda obtener desde las celdas de lo que sucede en su interior, al mismo tiempo que la persona en esa habitación, aplicando su ojo de cerca a cualquiera de las mirillas, pueda obtener una visión perfectamente definida de las celdas correspondientes.” Y en una nota al pie de página menciona expresamente al Panteón en Roma, su óculo y la luz que deja entrar. El hecho es que, con y contra Shepheard, podemos preguntarnos si lo que vemos en el Panteón es que la Tierra se mueve o si eso es lo que decimos del edificio sin poderlo ver —lo que vemos que se mueve es la luz: no el edificio ni, por supuesto, la Tierra.

Deleuze concluye esa primera lección sobre el pensamiento de Foucault con cuatro tesis. Primera: que hay una diferencia de naturaleza entre la forma de lo visible y la forma de lo enunciable; ninguna se puede reducir a la otra, pero se acompañan en lo que llama una no-relación. Por eso —segunda tesis— cada una presupone a la otra, aunque —tercera tesis— hay un primado del enunciado sobre la visibilidad, de lo dicho sobre lo dibujado, del discurso sobre la luz. No sin cierta resistencia, de donde la cuarta tesis: hay una captura mutua entre las visibilidades y los enunciados. Volvamos a Shepheard: la arquitectura es lo que es, no lo que decimos que sea. Pero si la arquitectura es una forma de la luz, una manera de hacer visible, de establecer un campo de visibilidad que siempre depende de un momento histórico y que, aunque irreductible a lo dicho, está bajo el primado del discurso, de aquello que se puede decir; de nuevo, en ese momento histórico, la arquitectura, más allá del edificio, acaso esté desde siempre entre el ver y el decir.

 

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Los significados de la arquitectura: historia y conciencia de clase https://arquine.com/los-significados-de-la-arquitectura-historia-y-conciencia-de-clase/ Thu, 16 Dec 2021 20:30:51 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/los-significados-de-la-arquitectura-historia-y-conciencia-de-clase/ No todo es arquitectura. Pero la arquitectura es mucho más que lo que la disciplina enuncia con sus consignas y sus métodos fechados y localizados histórica y geográficamente, además de sociopolíticamente, y es mucho más que lo que la profesión, con sus rigores entre académicos y burocráticos, se permite imaginar.

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[Texto leído el martes 14 de diciembre en la mesa organizada por la Academia Nacional de Arquitectura con el tema Los significados de la arquitectura.]

 

Fotografía de la serie Arquitectura libre, de Adam Wiseman

 

 

Arquitectura es una palabra. Arquitectura es el tipo de palabra sujeta a tantas interpretaciones que, finalmente, no tiene sentido fuera de contexto. Más allá de su uso como una figura del discurso, arquitectura no sirve para nada.

Herbert Muschamp, File under Architecture

 

Al empezar a trabajar en estas breves notas me pareció que, para pensar el sentido de la arquitectura —y lo que incluimos y excluimos con ese término— había que utilizar el título del conocido libro: historia y conciencia de clase —sobre todo ante la tentación de zanjar el asunto mediante definiciones. Porque la historia de la idea de arquitectura hasta nuestros días, la historia de su uso para una variedad de propósitos, cristaliza finalmente en un tipo de unidad que es difícil de disolver en sus elementos originales, difícil de analizar y, sobre todo, absolutamente indefinible. Todos los conceptos en los que un proceso entero se concentra semióticamente, desafían la definición: sólo aquello que no tiene historia puede definirse. Y la idea de arquitectura tiene muchísimas historias.

Al hablar de qué es arquitectura y quiénes la hacen, habría que pensar en la dimensión antropológica de la arquitectura, antes que centrarse exclusivamente en las dimensiones disciplinar y profesional —esta última organizada desde fuera, por el Estado, y de creación relativamente reciente.

Parafraseando a Heidegger, hacemos arquitectura porque habitamos, todas —o, como dice Peter Sloterdijk, “la arquitectura consuma la localización del ser-ahi” heideggeriano. Para Eugenio Trías, música y arquitectura son artes matriciales: matrices de lo que vendrá, ya que ellas abren y preparan el tiempo y el espacio como tiempo y espacio humanos. Y para el sociólogo Michel Freitag: “el problema de la arquitectura concierne la manera como la sociedad produce el mundo como mundo humano y se reconoce ahí como en su mundo propio.”

Por supuesto, no todo es arquitectura, pero es arquitectura mucho más de lo que algunas definiciones plantean. La arquitectura es más que edificios, como explicó Paul Shepheard en su libro ¿Qué es arquitectura?, un ensayo sobre paisajes, edificios y máquinas. Un paraguas, por ejemplo, es para Shepheard “una forma mutante del deseo de permanecer seco” y lo considera como arquitectura. De manera similar, aunque por razones diferentes, Sanford Kwinter afirma en su libro Lo complejo y lo singular. Arquitecturas del tiempo, que “un objeto técnico banal” como el altavoz —que transformó tanto los espacios para ejecutar (o reproducir) música, pero también aquellos donde se dan encuentros públicos masivos— es arquitectura, y de paso dice que “un acercamiento no dogmático al “campo” —de la arquitectura— y a la politización de la práctica del diseño sería considerar que todas las arquitecturas son objetos técnicos y todos los objetos técnicos son arquitecturas”.

Vitruvio cuenta la historia que conecta al fuego con la posibilidad de una comunidad y del surgimiento del lenguaje y, de ahí, la de “al observar las casas de otros añadirle a sus ideas cosas nuevas, mejorándolas”. Vitruvio, por cierto, usa la palabra tecta, que no es la casa entera sino el techo, hecho y acto primordial para el habitar humano, y palabra cuyas raíces griegas e indoeuropeas la relacionan con texto, textura, tejido y, claro, con tekné —la técnica en sentido griego: eso que, siguiendo la explicación heideggeriana, desoculta lo que por sí mismo no se produce.

El saber del arquitecto es, en tal sentido, técnica. La palabra arquitecto originalmente designa una posición y una relación: el primero entre los constructores. En la antigua Grecia no existía la palabra arquitectura, y lo que hoy entendemos por eso formaba parte de la tekné. En su libro Cuatro definiciones históricas de la arquitectura, Stephen Parcell revisa cómo el concepto de arquitectura y varios de sus elementos —quien diseña, con qué material, quién construye, quién habita, qué es una construcción o edificio, qué es un dibujo, qué es una obra de arquitectura— cambiaron en cuatro periodos distintos: la antigüedad grecolatina, la edad media, el Renacimiento —que inventó al diseño y al arquitecto modernos— y la Ilustración con sus Bellas Artes. Sobra decir que tres cuartas partes del mundo y miles de años de su historia y su arquitectura no están incluidos ahí ni en la idea de arquitectura de una disciplina que, aunque se sueñe universal, es parcial y local.

No está de más recordar aquí cómo, en su Historia de la arquitectura según el método comparativo, libro canónico de la enseñanza arquitectónica anglosajona, Banister Fletcher, padre e hijo, dibujan “el árbol de la arquitectura”, a la manera del “pedigrí del hombre” de Ernst Haeckel, dejando fuera a las arquitecturas de China, la India, México y Perú aduciendo que se desarrollaron por su propia cuenta y ejercieron poca influencia directa en la evolución de la arquitectura histórica europea, la única de su interés. Hay que anotar, de paso, que hoy la biología imagina y dibuja el desarrollo y cambio de los seres vivos de una manera muy distinta al árbol teleológico de Haekel, pues un virus, un orangután y un ser humano han “evolucionado” de igual manera a lo largo de sus propias historias biológicas y en relación a sus contextos.

Hay que aceptar, pues, que tanto la idea de arquitectura como de quién puede hacerla que profesan muchas personas, tiene historia y contexto —y al conocerlos acaso sea más difícil determinar tajantemente qué es o qué no es arquitectura.

Llegamos así a la consciencia de clase. Georges Bataille escribió que “la arquitectura es la expresión del ser mismo de las sociedades, pero sólo del ser ideal de la sociedad, aquél que ordena y prohibe con autoridad.” Si pensamos a la arquitectura sólo como la manifestación construida del poder que ejercen quienes lo detentan en una sociedad, de nuevo, mucho queda fuera. Si pensamos la arquitectura sólo como el ejercicio del arquitecto, mucho queda de lado. Pero si pensamos en la dimensión antropológica de la arquitectura, la visión disciplinar puede parecer excluyente —lo es por la propia lógica disciplinar— y, en tanto profesión, la arquitectura será sin duda lo que Iván Illich calificó como profesiones inhabilitantes: aquellas que abrevan de saberes colectivos, comunitarios, para, tras disciplinarlos —lo que en principio no es totalmente malo—, volverlos inaccesibles: sólo el titulado, reconocido oficialmente, puede operar con dichos saberes.

Todo esto, también es una cuestión de clase —y, de paso, claro, de racialización y sexismo (algo, esto último, en lo que esta academia nos sigue debiendo una discusión hace tiempo prometida). Menciono tan solo dos casos separados unos siglos. Según cuenta Martha Fernández, en 1746 los maestros mayores de la Ciudad de México propusieron reformas y adiciones a las ordenanzas de albañilería. La primera: cambiar el nombre, “puesto que el concepto tradicional de «albañilería», que abarcaba toda la construcción se substituía por el más moderno y erudito de «arquitectura», señalando la jerarquía y la conciencia de una categoría profesional diferente y superior a la del albañil, ya que los arquitectos no sólo ejecutaban, sino que también proyectaban, ideaban y querían significar ese rango y elevar el aprecio de su arte.” Otro cambio que proponían era que no se examinara para ser parte del gremio de arquitectos “a personas de color quebrado si no fuere indio, probando éste ser cacique y de buenas costumbres, por no haber a la presente necesidad de admitir gente que no fuere blanca”. Aunque el corregidor de la ciudad rechazó la exigencia de nobleza para admitir “indios” en el gremio, mantuvo la exclusión a “los de color quebrado”. No sólo debido a esa ordenanza, sabemos que, desde entonces y aún hoy, la arquitectura —en tanto disciplina y profesión— en México —y no sólo aquí— ha sido básicamente blanca, no sólo por el tono de piel de la mayoría de quienes la ejercen, sino sobre todo por las maneras de concebir el habitar, construir, embellecer y ordenar casas, ciudades y el mundo.

Segundo: en su ensayo Black Vernacular: Architecture as Cultural Practice, bell hooks dice: “Habiendo crecido en la clase trabajadora y negra del sur de los Estados Unidos, no recuerdo ninguna discusión directa sobre nuestras realidades arquitectónicas.” Y agrega: “Si nuestro primer entendimiento de la arquitectura era que sólo existe en sueños o en la fantasía, en la “imposibilidad”, no es de extrañar que muchas niñas de la clase trabajadora y pobres no crezcan entendiendo la arquitectura como una práctica profesional y cultural central para nuestras relaciones imaginativas y concretas con el espacio.”

La arquitectura, pues, no es todo. Pero es mucho más que lo que la disciplina enuncia con sus consignas y sus métodos fechados y localizados histórica y geográficamente, además de sociopolíticamente, y es mucho más que lo que la profesión, con sus rigores entre académicos y burocráticos, se permite imaginar. Está bien —aunque no tanto— que un club social —la disciplina y la profesión, pues— quiera imponer a sus miembros reglas de conducta para entender y hacer lo que hacen. Pero suponer que esas reglas definen y determinan al mundo entero y lo que en él se puede hacer, es un tanto exagerado. Una fogata y la comunidad que incita, un paraguas o un altavoz son arquitectura, como también lo son una pequeña casa autoconstruida o barrios enteros hechos sin participación de profesionales de la arquitectura. En estos casos, las probables fallas y defectos de la “arquitectura sin arquitectos” derivan más de la desigualdad y marginación económicas imperantes que de una carencia ontológica: no ser arquitectura, porque, en tanto hacemos arquitectura porque habitamos como humanos, por supuesto que también se trata de arquitectura.

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