Resultados de búsqueda para la etiqueta [O'Gorman y la superficie ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Fri, 08 Jul 2022 07:22:53 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Juan O’Gorman: arquitectura y superficie (4) https://arquine.com/juan-ogorman-arquitectura-y-superficie-4/ Fri, 07 Jul 2017 23:30:14 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/juan-ogorman-arquitectura-y-superficie-4/ Juan O'Gorman emprendió una particular guerra por la arquitectura usando los mismos medios con los que Le Corbusier luchó contra la arquitectura: tomar los muros por asalto.

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4. Arquitectura, arte y política

Esto matará aquello

Victor Hugo

La creación artística es en sí misma un acto político

Juan O’Gorman

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Para O’Gorman, como hemos visto, “el llamado Estilo internacional en el arte representa todo aquello contrario a la tradición y a lo regional y resulta ser la antítesis de la corriente de arte aceptable por la masa popular.” El que la arquitectura o el arte dejen de ser populares implica que “dejan de ser necesarios para la burguesía como instrumento y medio de lucha y se convierten en juego de salón para entretenimiento de esnobs.” Sin nada que decir, la arquitectura que sólo es abstracta sin ser también, al mismo tiempo, realista —o, mejor, que no es primero realista y por eso abstracta— se reduce a pura geometría —al magnífico juego de volúmenes bajo la luz. Es la visión crítica, desde el romanticismo de Victor Hugo en Nuestra Señora de París. Desde los comienzos de la humanidad hasta la Edad Media, dice Hugo, todas las manifestaciones del arte “se situaban obedientes bajo la disciplina de la arquitectura” y era “el arquitecto, el poeta, el maestro” quien “totalizaba en su persona la escultura que cincelaba las fachadas, la pintura con que iluminaba las vidrieras, la música que animaba sus campanas y que insuflaba sus órganos.” Así, “hasta Gutemberg, la arquitectura es la escritura principal, la escritura universal.” Con la invención de la imprenta —“el acontecimiento más grande de la historia”— “el pensamiento humano descubre un medio de perpetuarse no sólo más duradero y más resistente que la arquitectura, sino también más fácil y más sencillo.” La arquitectura pierde todo: desde el momento en que ya no es “más que un arte como cualquier otro; en cuanto deja de ser el arte total, el arte soberano, el arte tirano, carece entonces de la fuerza necesaria para retener a las demás artes y éstas se emancipan, rompen el yugo del arquitecto y cada una se va por su lado y sale ganando con este divorcio.” La escultura —sigue Victor Hugo— se hace estatuaria y la imaginería se convierte en pintura. La arquitectura, en cambio, “se va desluciendo;” “se despoja, se deshoja y se adelgaza a ojos vista; se hace mezquina, se empobrece y hasta se anula.” Victor Hugo adelanta las críticas de O’Gorman y Rivera: la “forma arquitectural del edificio —dice— desaparece cada vez más y deja surgir la forma geométrica.” —¿puro juego de volúmenes bajo la luz? Anuncia también lo que será la arquitectura pura y funcional: “un edificio ya no es cal sino poliedro.” Y, sin embargo —replica Hugo— “la arquitectura se atormenta para ocultar esa desnudez.”

Mientras que bajo cierta visión del funcionalismo y del Estilo internacional la arquitectura podría ya aceptar su desnudez y dejar de atormentarse por ocultarla, para O’Gorman la solución era la pintura realista monumental, que le devolvía su sentido, es decir, su capacidad de actuar sobre las masas. La negación del realismo, la reducción del mural a un simple muro —y peor: transparente— “equivale a la negación de acción sobre las mayorías de la población” Esa negación de la acción política —si entendemos así aquella sobre las mayorías— equivale a la negación del realismo y, por tanto, a la negación de la arquitectura o a su reducción a mera geometría.

En consonancia con Hegel —como explica John Whiteman—, la arquitectura se encontraba entre dos límites que la definían y que no debía transgredir. siendo el límite inferior “ la negación del simbolismo, donde el simbolismo es tomado como la construcción deliberada de la apariencia en vías y con propósito del significado” —por debajo del cual, una arquitectura construida de “abstracciones, purezas y regularidades resulta repugnante a la mente humana y a nuestra sensibilidad corporal, ya que no podemos figurarnos en ella”— y el límite superior, en el que la arquitectura “es tan poderosa que se vuelve «super-real.»” Para O’Gorman, la pura abstracción equivalía a impotencia.

Como para el arquitecto y teórico alemán Gottfried Semper —quien según Elizabeth Rowe Spelman pensaba que “las transformaciones en la arquitectura son impulsadas primariamente por cambios en la estructura social,” que esas transformaciones “se leen de mejor manera en la superficie de la arquitectura” y que, por tanto, el rechazo de la policromía que decoraba los muros no era sólo “Un rechazo del poder cooperativo y creador de todas las artes,” sino también”el rechazo de la cooperación, la democracia y la liberación en términos políticos”—. para O’Gorman el rechazo de la ornamentación y del poder simbólico de la arquitectura era un rechazo a su carácter social y de su potencial artístico, al mismo tiempo, así como una aceptación acrítica de la especialización capitalista.

Como Rivera —que pensaba que la arquitectura de los frontones y del estadio de Ciudad Universitaria era orgánica, ligada al paisaje y a la tradición por tratarse de edificios abiertos, de carácter “fundamentalmente popular y fundamentalmente democrático” en oposición a las Facultades y Escuelas destinadas a los herederos de la burguesía pre-revolucionaria y a los nuevos ricos pos-revolucionarios—, O’Gorman pensaba que la arquitectura reintegrada al arte cumplía con claros propósitos sociales, didácticos e incluso libertarios. Para eso la arquitectura debía responder a la superficie pintada o esculpida. Como no había sido el caso —admitía de manera autocrítica— en la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria: “unos sarapes colgados en cuatro palos” —según cuenta Rivera que se decía entre algunos arquitectos que también participaban en el proyecto de CU— o “una gringa vestida de china poblana” —denuesto propinado por David Alfaro Siqueiros que O’Gorman acepta no sin acusarle de vuelta de que su obra no tenía carácter regional ni concepto mexicano, de acercarse “en forma peligrosa a la pintura abstracta de la escuela purista de París (Ozenfant, Jeanneret, etc),” y de que su pntura es una aplicación superpuesta, “como las bambalinas de una decoración teatral”, sin nada qeu ver con el espacio arquitectónico.

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Para O’Gorman, a México le había tocado ser el lugar donde se había iniciado el “movimiento para incorporar de nuevo la pintura y la escultura a la arquitectura en escala mayor.” Un movimiento que tenía causas y razones históricas y sociales profundas y que permitía unir el organicismo de Wright con las ideas del muralismo revolucionario mexicano encarnado en Diego Rivera. De los colores rojo óxido y azul intenso de las casas de Diego y Frida en San Angel a los muros-esculturas de su casa en San Jerónimo, donde “sin camuflajes, sin esconderla,” la arquitectura desaparece tras “las aplicaciones de mosaico de piedra de colores naturales en los muros de la casa [que] corresponden, arquitectónicamente, a esta flora,” O’Gorman emprendió una particular guerra por la arquitectura que, como aquella comentada contra la misma de parte de Le Corbusier en la casa de Eileen Gray, empezó por tomar los muros por asalto, en busca de una arquitectura objetiva y realista, internándose —como dijo Tibol de manera crítica— “por las redes de la sobrevaloración del recubrimiento.”

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Juan O’Gorman: arquitectura y superficie (3) https://arquine.com/juan-ogorman-arquitectura-y-superficie-3/ Fri, 07 Jul 2017 22:00:09 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/juan-ogorman-arquitectura-y-superficie-3/ En diciembre de 1979 Juan O’Gorman, el pintor, dictó una conferencia en la Academia de Artes de México titulada Técnicas de la pintura, una plática que, pese la advertencia que hace desde el primer párrafo —“va a ser bastante aburrida, excepto para los que pintan”— resulta interesante para entender al otro O’Gorman, el arquitecto.

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3. El muro y el mural

Ahora bien, no me parece que se tenga demasiado presente que la superficie de una pared es para el arquitecto lo que un lienzo en blanco para el pintor, con una sola diferencia: que la pared tiene ya algo sublime en altura, el material y demás caracteres ya analizados y que es más peligroso romper que dar un toque de sombra a la superficie del lienzo.

John Ruskin

En diciembre de 1979 Juan O’Gorman, el  pintor, dictó una conferencia en la Academia de Artes de México titulada Técnicas de la pintura, una plática que, pese la advertencia que hace desde el primer párrafo —“va a ser bastante aburrida, excepto para los que pintan”— resulta interesante para entender al otro O’Gorman, el arquitecto. “Las generalidades sobre la pintura —dice— son las siguientes: se puede pintar sobre cualquier superficie, se puede pintar sobre una mesa, se puede pintar sobre una pared, se puede pintar sobre este libro, se puede pintar sobre una piedra…” Aquello sobre lo que se puede pintar, el soporte, la base, es decir “los subjetiles, son muy importantes, mucho más de lo que uno se imagina.” Los buenos pintores —los pintores tradicionales, sugiere O’Gorman— son aquellos que empiezan a pintar desde la preparación de la tela, desde la construcción misma del subjetil. ¿Qué pasa entonces cuando el subjetil es un muro? Al inicio de la misma conferencia, O’Gorman cuenta:

“Dicen los señores que han hecho investigaciones arqueológicas en Egipto que los monumentos egipcios, esos enormes monumentos egipcios, estaban pintados con acuarela; los bajorrelieves y las esculturas de piedra se pintaban con una goma y con pigmentos de agua, es decir, con acuarela, y que, cuando pasaba una temporadita se aburrían de los colores y pasaban unos años y decían, ¡ya no me gusta el azul!, ¡bórrenlo!, con una esponja borraban todo aquello, ponían sus andamios y otra vez a pintar de diferentes colores los bajorrelieves. Eso parece que fue descubierto por un señor que daba clase de teoría de al arquitectura en la Escuela de París en el siglo pasado, el señor Gaudet, de quien era el texto de la clase de teoría cuando yo fui alumno. Bueno, este señor descubrió que había varias capas de pigmentos en la piedra que se habían metido en los poros y que la acuarela que le encontraron era una especie de goma arábica, con la que se pintaba con el propósito de poder quitarla con una esponja. Esto se hacía cada año, cada dos años, cada 10 o 20 años, de manera qeu sobre cualquier superficie se puede pintar.”
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Sobre cualquier superficie se puede pintar, pero hay que preparar, construir esa superficie —como superficie para ser pintada: el subjetil—, y si se trata de un muro, esto es, de arquitectura, la construcción de la superficie implica, de cierto modo, la reconstrucción de la arquitectura como arte y, de paso, de toda la civilización, pues “la ausencia de pintura y de escultura —escribió O’Gorman— es una de las modalidades desorbitadas de nuestra desorbitada civilización.” El muralismo, pero no cualquier tipo de mural, sólo “la pintura realista monumental” —y aquí O’Gorman se encuentra con Vitruvio: “no podemos aprobar ninguna pintura que nosea similar a la verdad (similes veritati)”— puede recuperar la categoría de arte para la arquitectura —despojada de decoración gracias, en parte, a “un principio mecánico que es a su vez reflejo de la Revolución Industrial” y reducida a ingeniería por el funcionalismo. En la lógica de O’Gorman, el proceso de reconstrucción de la arquitectura como arte, pues, equivale al proceso de preparación de su superficie para recibir la pintura, es decir, a la transformación del muro en mural.

A partir de esta visión de O’Gorman, el pintor, no es de extrañar la violenta distancia que toma del otro O’Gorman, el arquitecto, en relación a Le Corbusier —quien, durante todas u vida, luchó por que se le reconociera su calidad de pintor al parejo que la de arquitecto. En una carta de 1932 al arquitecto, periodista y escritor ruso Victor Nekrasov, Le Corbusier escribió:

“Ustedes tienen en Moscú, en las iglesias del Kremlin, muchos frescos bizantinos magníficos. En algunos casos, estas pinturas no socavan la arquitectura. Pero no estoy seguro si se le suman; ese es el problema con los frescos. Acepto el fresco no como algo que le da énfasis al muro, sino al contrario, como un medio para destruir al muro con violencia, para remover cualquier noción de estabilidad, peso, etc. Acepto el Juicio final de Miguel Angel en la Capilla Sixtina, que destruye al muro; y acepto también el techo de la Sixtina, que completamente distorsiona la noción misma de techo. El dilema es simple: si los muros y el techo de la Capilla Sixtina se hubieran querido preservar como forma, jamás debieron haber sido pintados con frescos; esto significa que alguien quiso remover para siempre su carácter arquitectónico original y crear algo más, lo que es aceptable.”

El carácter arquitectónico original de los muros y techos, de las formas y los espacios, su condición de objetos verdaderos que irradian poder, sale a la luz —como pedía Le Corbusier en su famosa Ley de Ripolin— bajo una capa de pintura blanca que anule cualquier posible expresividad simbólica. “Cada ciudadano —prescribía Le Corbusier en esa ley— deberá remplazar sus tapices, sus damascos, sus papeles pintados por una capa pura de ripolin blanca.” Le Corbusier continúa dando una muestra de que su purismo estético no estaba lejos de un puritanismo moral: “limpiemos en casa (chez soi): no hay ya ningún rincón sucio, ningún rincón sombrío: todo se muestra como es. Después nos limpiamos a nosotros mismos (en soi), pues tomamos la vía de negarnos a admitir cualquier cosa que no sea lícita, autorizada, querida, deseada, concebida: no se actúa más que cuando se ha concebido” —recordemos aquí, de nuevo, la diferencia entre arquitectura y construcción para Boullée.

 

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La posición de Le Corbusier, su defensa del muro blanco —puro y objetivo— refuerza en parte la doble definición de la arquitectura moderna en dos frases, según O’Gorman, aparentemente contradictorias pero que en realidad se complementan:” “la casa es la máquina para habitar” —de donde se deduciría la innecesaria expresividad del muro— y “la arquitectura es el juego magnífico de los volúmenes geométricos bajo la acción de la luz” —de donde su necesaria pureza traducida en la blancura recetada. Por otro lado, la actitud del mismo Le Corbusier hacia el muro y el color parece contradecir su propia ley. Desde los muros policromados de sus proyectos hasta el diseño de los muestrarios de color para papel tapiz —claviers de couleurs— para la compañía suiza Salubra en 1931. Aunque tal vez el caso más extremo sea la guerra —como la califica Beatriz Colomina— declarada a la arquitectura por Le Corbusier en la casa E.1027, diseñada por Eileen Gray para ella y su marido, Jean Badovici, entre 1926 y 1929. Entre 1937 y 1939, Le Corbusier pintó su primer mural en la sala de la casa d Gray, tras que Fernand Léger pintara uno el año anterior en el patio adjunto. “Con base en esas intervenciones —explica Caroline Constant—, Badovici proclamó que él, Léger y Le Corbusier redescubrieron la gran tradición pictórica de la pintura espacial mientras que «reunidos frente al muro del patio, se nos ocurrió una idea: destruir los muros mediante el uso de pintura.»” Aunque parezca contradecir la visión redentora del mural para O’Gorman, siguiendo por supuesto a Rivera, para Le Corbusier, según Colomina, el mural se trata de “un arma contra la arquitectura, una bomba.”

También Léger —quien cuenta haber discutido frecuentemente en Montparnasse con Trostky sobre el “emocionante problema de una ciudad colorida”— habla de los efectos del color y la pintura en la arquitectura, en abierta contraposición al Le Corbusier de la Ley de Ripolin:

“El papel decorativo comenzó a desaparecer los muros. El muro blanco desnudo apareció de pronto. Un obstáculo: sus limitaciones. La experiencia será capáz de llevarnos hacia el espacio coloreado. El espacio que llamaré el «rectángulo habitable» será transformado. El sentimiento carcelario de un espacio constreñido, limitado, cambiará al de un «espacio colorido» sin límites. El «rectángulo habitable» se convierte en un «rectángulo elástico.» Un muro azul pálido se retira. Un muro negro avanza, un muro amarillo desaparece. Tres colores bien seleccionados dispuestos en contraste dinámico pueden destruir al muro.”

Incluso en la arquitectura más abstracta, en el sentido negativo que le da O’Gorman —de Mies van der Rohe al Estilo Internacional— se producirá una batalla entre la discusión del muro como estructura y espacio y su puesta en escena simbólica. Según Gevork Hartoonian, la mayor intención de Mies fue “disociar en el muro todas sus dimensiones figurativas y connotativas hasta que significara solamente un muro.” En el caso de Mies, dice Eric Lum, los muros con toda su expresividad material, “actuaban como un elemento más dentro del esquema general de superficies construido por el arquitecto:” si el muro era un mural sería por su propia expresividad, más allá —o más acá— de la “representación” y el “simbolismo.” Lum cuenta que, en 1950, el galerista Samuel Kootz organizó la muestra El muralista y el arquitecto moderno. “El pintor moderno está en una constante búsqueda de muros,” dijo Philip Johnson. Kootz buscaba “«impulsar el uso de artistas modernos por arquitectos» ilustrando cómo el trabajo mural podía ser incorporado en la arquitectura moderna y así aumentar la percepción y la aceptación públicas de la abstracción como el vocabulario visual de la alta cultura.” Para los pintores implicados en dicha búsqueda, el riesgo de que su pintura terminara siendo mera superficie decorativa —en nada diferente a las vetas de los muros de mármol en Mies— era demasiado grande. La pintura corría el riesgo de volverse superficial e insignificante. Riesgo que O’Gorman creía saber cómo evitar.

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Juan O’Gorman: arquitectura y superficie (2) https://arquine.com/juan-ogorman-arquitectura-y-superficie-2/ Fri, 07 Jul 2017 05:04:03 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/juan-ogorman-arquitectura-y-superficie-2/ De la construcción de muros pintados en colores fuertes bajo la influencia de Le Corbusier en las casas de Diego y Frida a la construcción de murales escultóricos en su casa de San Jerónimo, O’Gorman teje su concepción de la arquitectura como arte a partir de la diferencia entre mera construcción y lo propiamente arquitectónico. En otras palabras, a partir de la oposición entre el muro y el mural.

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2. Arquitectura y construcción

 

La arquitectura es el arte que dispone y adorna los edificios levantados por el ser humano para el uso que sea, de modo que la visión de ellos contribuya a su salud mental, poder y placer. Es muy necesario, al comienzo de toda investigación, hacer una cuidadosa distinción entre Arquitectura y construcción.

John Ruskin

La diferencia entre arquitectura, entendida como arte, y la mera construcción es una diferencia que atraviesa y articula a la arquitectura como disciplina de parte a parte a lo largo de toda su historia. Boullée, en su breve tratado Architecture, essai sur l’art —escrito a principios del 1790— se pregunta “¿qué es la arquitectura? ¿Debería acaso definirla, con Vitruvio, como el arte de construir?” Para responder tajante: “No. Esa definición conlleva un error terrible. Vitruvio confunde el efecto con la causa. Hay que concebir para poder obrar.” Si bien VItruvio menciona que las partes de la arquitectura son tres: la construcción (aedificatio), la fabricación de relojes solares (gnomonice) y la de máquinas (machinatio), su concepción de la construcción no excluye, como supone Boullée, la concepción. En el capítulo primero del libro segundo, Vitruvio explica el origen de la construcción a partir del acuerdo original entre los primeros humanos, quienes, dice, vivían “como animales en los bosques y en las cuevas.” Cuando, accidentalmente, unas rajas secas prenden en llamas y, tras dominar su miedo, descubren las bondades del fuego y se dedican a cuidarlo, en eses “concurso de la humanidad” surge el lenguaje y, por tanto, la posibilidad del sentido. Esto, sumado al hecho de andar erguidos y poder manipular cosas, los ayudó a construir sus refugios (tecta) imitando a los animales. “Entonces, observando los de otros y sumando a sus ideas (cogitationibus) nuevas cosas cada día, produjeron mejores tipos de albergues.” La diferencia entre Vitruvio y Boullée no es tanto, pues, la concepción o su falta, sino su orden. Para Vitruvio la reflexión es una parte necesaria pero imbricada en la acción: es el paso ineludible entre la fabricación de algo y la siguiente vez que se emprende una construcción; la suma de cosas nuevas a las ideas —no de ideas nuevas a las cosas. Para Boullée, en consecuencia con su momento histórico, la concepción es un paso anterior y privilegiado en relación a la construcción:

“Nuestros primeros padres —dice— no construyeron sus cabañas sino después de haber concebido su imagen. Esa creación que constituye la arquitectura es una producción del espíritu por medio de la cual podemos definir el arte de producir y llevar a la perfección cualquier edificio.”

Medio siglo después de Boullée, Ruskin, en sus Siete lámparas de la arquitectura (1840), repite el mismo esquema: “es muy necesario, al comienzo de toda investigación, hacer una cuidados distinción entre Arquitectura y Construcción.” Y en una nota al pié aclara que esa distinción “un tanto rígida” es “perfectamente precisa”: “es la suma del arche mental —en el sentido que usa la palabra Platón en sus Leyes— lo que separa a la arquitectura de un nido de avista, una madriguera de ratón o una estación de trenes.” Idéntica distinción —excluyendo la estación— a aquella famosa que hará Marx, tres décadas después, en El Capital, al comentar que “una araña lleva a cabo operaciones que se parecen a las de un tejedor y una abeja avergüenza a muchos arquitectos en la construcción de sus panales. Pero lo que distingue al peor arquitecto de la mejor abeja es esto: el arquitecto levanta su estructura en su imaginación antes de erigirla en la realidad.” Casi cien años después de Marx, Jacques Lacan, en su texto En memoria de Ernest Jones: sobre su teoría del simbolismo, habla —en referencia metafórica a la teoría de Jones como algo más que una mera construcción— de aquello “que distingue a la arquitectura del edificio: o sea, un poder lógico que ordena la arquitectura más allá de lo que el edificio soporta de posible utilización. Por eso —continúa— ningún edificio, a menos que se reduzca a la barraca, puede prescindir de ese orden que lo emparienta al discurso. Esa lógica no se armoniza con la eficacia sino dominándola y su discordia no es, en el arte de la construcción, un hecho solamente eventual.”

 

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Esta metáfora arquitectural, como la llama Denis Hollier, hace de la arquitectura “aquello que en un edificio no refiere a lo construido, sino aquello por lo que la construcción escapa al espacio puramente utilitario, aquello que tendría en sí de estético.” Aquello que Mark Wigley llama a su vez la traducción arquitectónica: “la arquitectura es, como si fuera, la traducción de una construcción que representa la construcción en si misma como completa, segura y sin divisiones.” Para el arquitecto, pues, en palabras de Boullée, “el arte de construir no es más que un arte secundario.” —un arte secundario que vendrá a ser redimido, es decir: recubierto, por el arte primordial que es la arquitectura. Boullée dice que es conveniente definir a la construcción “como la parte científica de la arquitectura” o, en los términos de O’Gorman, la parte técnica —dividida, como ya vimos, en construcción y distribución— que, sin el suplemento de la expresión y la fantasía, no llega a ser arquitectura, quedándose en simple ingeniería de edificios.

En una entrevista de 1970, a la pregunta de cómo surgió la idea de recubrir los muros con mosaicos de piedras de colores, O’Gorman responde:

“Fue una experiencia muy importante y tiene su origen cuando en 1944 o 1945 le construí al maestro Diego Rivera su casa-estudio en un terreno del Pedregal de San Pablo Tepetlapa que denominó Anahuacali, que significa casa sobre la tierra entre dos mares. Durante la construcción, el maestro Rivera me planteó el problema: ¿cómo le vamos a hacer para que no se vean las estructuras de concreto?”

En otras palabras, lo que Rivera cuestionó fue la manera de hacer que la arquitectura fuera visible logrando al mismo tiempo volver invisible la mera construcción. Este acto de desaparición y aparición simultáneas suponía la reintegración a la arquitectura de las otras artes —la pintura y la escultura específicamente— que a lo largo de toda la historia, habían sido una unidad —fracturada y desmembrada por las vanguardias europeas de principios del siglo XX. En un texto titulado Un pintor opina, Diego Rivera afirmó que en la arquitectura prehispánica mexicana —como en cualquier otra arquitectura premoderna— “no se podía delimitar dónde terminaba ni dónde principiaba la escultura y la pintura que formaban, con la construcción misma, un todo armónico totalmente integrado en su plástica.” La influencia sobre O’Gorman de las opiniones de Rivera —a quien consideraba, junto con José María Velasco y Frida Kahlo uno de los tres mayores pintores de México— era notable. Ambos criticaban al funcionalismo. “Una arquitectura —afirmaba Rivera— como destinada que está a seres humanos, no es realmente funcional si no provee a las necesidades del aparato endocrinosimpático de ellos, tan importantes como las del aparato digestivo, es decir, a la necesidad de emoción estética por medio de la presencia de lo que llamamos belleza y que son las condiciones armónicas capaces de provocar aquella emoción en el ser humano.” Ambos consideraban —pese a las casas qeu el primero le había construidio al segundo en su etapa de funcionalista radical— que esa tendencia no sólo era una reducción, si no es que una amenaza mayor a la arquitectura en general, sino en especial a las tradiciones artísticas y culturales mexicanas. El peso de las ideas de Rivera en O’Gorman puede medirse comparándolas con aquellas expresadas por el pintor americano Ben Shahn, quien en 1933 fuera asistente de Diego Rivera en la realización de los murales del Rockefeller Center, y que —según refiere Eric Lum— en un simposio sobre cómo combinar arquitectura, pintura y escultura afirmó que la “arquitectura había perdido su espíritu expresivo en la era moderna con su énfasis en el funcionalismo científico.”

Curiosamente, las críticas de Diego Rivera y Juan O’Gorman coincidían con las que hacían tras la Segunda Guerra muchos reconocidos arquitectos internacionales, incluido el mismo Le Corbusier, al funcionalismo radical ya su versión corporativa: el Estilo internacional. En 1947, en el séptimo Congreso Internacional de Arquitectura Moderna, Siegfried Giedion escribía sobre las actitudes de los arquitectos frente a la estética:

“El CIAM está preocupado por aquellos problemas que apenas emergen en el horizonte. En 1928 era la industrialización de los métodos de construcción; luego la estandarización, luego el desarrollo de la planeación contemporánea de ciudades. Ahora conscientemente damos un paso más, un paso hacia un asunto acaso intangible: los problemas estéticos o, como prefiero decir, la expresión emocional.”

 

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Sin embargo, ni O’Gorman ni Rivera estaban dispuestos a sumarse en sus críticas al funcionalismo a quienes consideraban, de cierto modo, los enemigios. Rivera decía que la arquitectura de Le Corbusier —de quien afirmaba haber sido camarada “desde antes que fuera arquitecto, cuando era pintor de no mucho talento”— era para dandys, que su doctrina no representaba nada para la arquitectura moderna, que ninguno de sus conocidos cinco puntos doctrinarios tenían aplicación, para rematar calificando al arquitecto suizo como reaccionario. Para O’Gorman, “la arquitectura escueta y abstraccionista del estilo Le Corbusier u otra cualquiera importada a México,” era necesariamente ajena a los “gustos e intereses” de la mayoría de los mexicanos: “el puritanismo suizo de la arquitectura de Le Corbusier es exactamente la antítesis del arte plástico en México.” Este desprecio por Le Corbusier y sus epígonos va acompañado por una admiración inversamente proporcional por las ideas y la obra de Frank Lloyd Wright, a quien Rivera reconoce como “su maestro.” O’Gorman lleva la oposición entre los dos arqutiectos aun más lejos en lo que parece una confesión de culpas:

“Por lo que a mi personalmente toca, quiero afirmar aquí que entre los años de 1926 y 1935 trabajé activamente por la implantación del funcionalismo en México, tomando como modelo para mi propio trabajo la arquitectura de Le Corbusier; lo que por una parte demuestra la falta de real orientación y lo vacuo de nuestra enseñanza académico-universitaria y, por otra parte, mi propia falta de talento, pues estuvo a mi alcance el conocimiento de la obra de Frank Lloyd Wright, que por entonces ya era la expresión actual de nuestra propia tradición. De este grave error me di cuenta por el año de 1938, en el que dejé la arquitectura para dedicarme a la pintura.”

De la construcción de muros pintados al fresco en colores fuertes bajo la influencia de Le Corbusier en las casas de Diego y Frida en San Angel Inn a la construcción de murales escultóricos en su casa de San Jerónimo en 1948, resultado “de la aplicación de la teoría orgánica en México y de las enseñanzas que se desprenden de la gran obra de Frank Lloyd Wright” —la única contribución de O’Gorman, según sus propias palabras, “dentro del ineludible camino hacia el realismo en arquitectura”—, O’Gorman teje, con ayuda de las ideas de Rivera, su concepción de la arquitectura como arte y, más aún, como arte nacional, a partir de la diferencia entre mera construcción —ingeniería de edificios— y lo propiamente arquitectónico —la decoración. En otras palabras, a partir de la oposición entre el muro y el mural.

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Juan O’Gorman: arquitectura y superficie (1) https://arquine.com/juan-ogorman-arquitectura-y-superficie-1/ Thu, 06 Jul 2017 15:06:34 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/juan-ogorman-arquitectura-y-superficie-1/ Como el arquitecto francés Étienne-Louis Boullée con el epígrafe que usó para su Ensayo sobre el arte —frase que supuestamente dijo el Corregio al ver los frescos de Rafael en las estancias vaticanas—, O’Gorman también afirmó, a su modo, yo también soy pintor. Había abandonado la arquitectura al rededor del año 1936, a los 31 de edad, después de proyectar y construir varias casas, entre las que están las famosas de los pintores Diego Rivera y Frida Kahlo.

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O’Gorman: arquitecto, pintor y arquitecto

 

Ed io anche son pittore
– Étienne-Louis Boullée

Mi pintura es una pintura muy pinche
Uno hace lo que puede
Juan O’Gorman

 

Como el arquitecto francés Étienne-Louis Boullée con el epígrafe que usó para su Ensayo sobre el arte —frase que supuestamente dijo el Corregio al ver los frescos de Rafael en las estancias vaticanas—, O’Gorman también afirmó, a su modo, yo también soy pintor. Había abandonado la arquitectura al rededor del año 1936, a los 31 de edad, después de proyectar y construir varias casas, entre las que están las famosas de los pintores Diego Rivera y Frida Kahlo, la del historiador y especialista en arte colonial Manuel Toussaint, la del astrónomo Luis Enrique Erro, la del secretario de Educación, Narciso Bassols, y más de treinta escuelas para la Secretaría a cargo de este último. La abandonó, como le contó en una entrevista para el periódico Unomásuno en 1979 a Elena Urrutia, porque se le había transformado en un Frankestein: un cuerpo armado a retazos, con fragmentos inconexos, con restos ya muertos: un cuerpo, finalmente, no-orgánico.

Esta afirmación un tanto burlona es una más de las críticas, radicales y a veces furibundas, que hizo O’Gorman al estilo de arquitectura que defendió y desarrolló —con igual radicalismo y furia— entre 1929 —cuando a los 24 años construyó, en el número 81 de la calle de Palmas en el barrio de San Angel Inn, la que él mismo calificó como primera casa funcional en México —y 1934 —con el edificio para el Sindicato de Cinematografía, ya destruido. Después de esas fechas, O’Gorman se dedicará de lleno a su trabajo como pintor —de obra mural y de caballete—, para volver a la arquitectura sólo en 1948, con la construcción de la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria y de su casa, en el 162 de San Jerónimo, Pedregal de San Angel, “un ensayo de arquitectura orgánica y la única obra de verdadera de arquitectura” que realizó en su vida, según sus propias palabras en un texto que respondía a otro de la crítica Raquel Tibol.

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En la sección de Artes Plásticas del número 28 de la revista Calli, de 1967, dedicado a la arquitectura de la Escuela Superior de Ingeniería y Arquitectura del Instituto Politécnico Nacional —de la que había sido fundador el mismo O’Gorman—, Tibol publicó un texto titulado Juan O’Gorman en varios tiempos. En el primer tiempo, Tibol cita un texto aparecido en el número 6 de Frente a frente, “órgano central de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios,” y que reproduce las ideas que había expuesto O’Gorman en las “Pláticas de Arquitectura” organizadas por la Sociedad de Arquitectos Mexicanos en 1933. Aquellas pláticas tuvieron como programa seis preguntas básicas: “¿Qué es arquitectura? ¿Qué es funcionalismo? ¿Puede considerarse al funcionalismo como una etapa definitiva de la arquitectura o como el principio embrionario de todo devenir arquitectónico? ¿Debe considerarse el arquitecto como un simple técnico de la construcción o como un impulsor, además, de la cultura general de un pueblo? ¿La belleza arquitectónica, resulta necesariamente de la solución funcional o exige además de la actuación consciente de la voluntad creadora del arquitecto? Y, finalmente, ¿cuál debe ser la orientación arquitectónica actual de México?” Pretendiendo hacer “a un lado los oscuros adornos literarios o filosofantes del esquema de O’Gorman,” Tibol presentaba de aquél discurso “lo que perdura: su concepto de la arquitectura:”

“El tamaño de la puerta de la casa del obrero será igual que la puerta para la casa del filósofo. La necesidad esencial se resuelve en cada caso con exactitud. La ventana por donde entra la luz del sol para el uno y para el otro deberá ser una forma única, precisa, que resuelva lo mejor posible el problema de la entrada de luz y de sol a la vida del uno y del otro, al igual que todos los problemas técnicos que se presenten.

Quiero suponer que un señor don fulano, va a hacer su casa con la cual quiere llenar no sólo las necesidades esenciales de la vida, sino que se propone también satisfacer sus sentimientos y necesidades espirituales.”

O’Gorman satiriza contra la mera idea de necesidades espirituales —“necesidades” que reconoció el mismo Le Corbusier, guía y modelo en ese momento del joven arquitecto mexicano con su libro de 1923 Vers une architecture, que aquél leyó en el 26. “Las necesidades sentimentales de don fulano hacen variar estas esenciales; se sobreponen valores subjetivos a los valores fundamentales.” En oposición a esa arquitectura de valores subjetivos, O’Gorman prescribe otra, objetiva —veremos la importancia que le otorga a esta distinción—, definida y precisa:

“Señores: creo que la arquitectura resuelve las necesidades materiales, palpables, que no se confunden, que existen, pudiéndose comprobar su existencia y que al propio tiempo son fundamentales y generales de los hombres, es la verdadera y única arquitectura de nuestra época.”

El arquitecto que hoy acceda a intentar satisfacer tales necesidades espirituales o sentimentales, absolutamente subjetivas, se arriesga a convertirse en mero “decorador de exteriores.” La arquitectura técnica —“aquella cuya finalidad es la de ser útil al hombre de una manera directa y precisa”— sirve a la mayoría, mientras que la “académica o artística” es útil sólo para la minoría.

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El segundo momento de O’Gorman del que se ocupa Tibol corresponde a la construcción de la Ciudad Universitaria y, específicamente, de los murales en la Biblioteca Central. “La vida —dice Tibol— le otorga al hombre el derecho irrenunciable a cambiar. Juan O’Gorman ejerció ese derecho hasta la saciedad de negar con tonante radicalismo sus posiciones primeras y, en la defensa de lo que él llamó una arquitectura objetiva y realista, se internó por las veredas de la sobrevaloración del recubrimiento.” En 1954 —cuenta TIbol— el Instituto Nacional de Bellas Artes y la Sociedad de Arquitectos organizaron un ciclo de conferencias en las que participaron arquitectos, críticos, escultores y pintores. La de O’Gorman se tituló La degradación de la arquitectura de nuestra época. “El campo de la arquitectura —afirmó— es hoy un campo de batalla entre dos tendencias: la llamada abstraccionista o no objetiva y la tendencia objetiva o realista.” Esta oposición entre la ingeniería de edificios —término que utiliza a la arquitectura que en un principio llamó técnica— y la arquitectura propiamente dicha, se articula en torno a las nociones de expresión y de suplemento. La ingeniería de edificios implica dos técnicas básicas: la de construcción o edificación: los procedimientos “para darle cuerpo a los edificios” y la técnica de distribución: “el conocimiento necesario para relacionar convenientemente y de acuerdo con sus funciones correlativas las partes de los edificios.” Pero “como se trata de hacer arquitectura, no es solamente la aplicación de las técnicas sino aquello que está más allá de la técnica del funcionalismo.” Ese suplementeo que está más allá de la técnica y que es propiamente la arquitectura, es la expresión de la fantasía: “la estandarización y el taylorismo como procedimiento —dice O’Gorman en otro texto— es adverso a la libertad d expresión artística y no permite el fluido de la fantasía necesaria como medio de la expresión humana.”

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El tercer y último momento ideológico de O’Gorman citado por Tibol es en 1958, cuando “el todavía existente Frente de Artes Plásticas organizó unas sesiones de discusión alrededor de los problemas del realismo y de la función del arte en México.” La tesis de O’Gorman, titulada Algunas consideraciones sobre el problema del realismo, no contradice su rechazo al funcionalismo sino que lo complementa, haciéndolo más complejo. El realismo en arte —explica— es “la expresión abstracta de la realidad, así como las matemáticas  son la representación diagramática, numérica, abstracta de la realidad para conocer determinados fenómenos.” El ejemplo favorito que utiliza O’Gorman para explicar su idea del realismo abstracto es la obra del paisajista mexicano del siglo XIX José María Velalsco —al que algunos pintores “muy realistas” tachan de académico. El tema y la importancia de Velasco, argumenta, no está en “la representación de los cerros o de los arbolitos, de las rocas o de las hierbas del paisaje, sino en la relación de las tonalidades organizadas plásticamente para obtener la grandiosa y monumental composición en profundidad y lograr la pintura real del espacio.” Esta descripción del espacio y de la materia a partir de la representación de la realidad aparente —“sin la menor necesidad del empleo de la perspectiva, pues ésta es tan sólo un diagrama, una simple representación gráfica que nos indica la tercera dimensión pero nunca nos lleva ópticamente desde los primeros términos hasta el infinito”— es, en principio, objetiva —los estudios que dedicó Velasco a la anatomía, la geología, la mineralogía y la botánica son muestras de la relación “científicamente exacta” entre el tema y la forma— y además abstracta. En los varios textos en que comenta la obra de Velasco y la pintura en general, O’Gorman no plantea una diferencia clara entre realismo y abstracción, sino que su divergencia —o su coincidencia, como en el caso citado— se deriva de la oposición entre objetividad y subjetividad. Así, el problema con la arquitectura del estilo internacional —aquella que “mantiene, por una parte, la apariencia de lo funcional sin serlo y, por la otra, intenta realizar expresiones de arte mediante el empleo de los elementos mecánicos del funcionalismo”— no es que sea abstracta, sino que, además, no es objetiva. Podemos resumir que, para O’Gorman, las formas de expresión de la arquitectura se dividen en, primero, abstracción no objetiva —el estilo internacional, equivalente al expresionismo abstracto en pintura, sin ninguna posibilidad de relacionarse ni con la realidad objetiva ni con la tradición popular—, segundo, la abstracción objetiva o arquitectura técnica —el funcionalismo o ingeniería de edificios de su primera época—, tercero, el realismo no objetivo —el historicismo académico— y, finalmente, el realismo objetivo —y, por tanto, paradójicamente, abstracto, en el mismo sentido que lo es la pintura de Velasco—, encarnado en la arquitectura orgánica de Frank Lloyd Wright, “el inventor de la arquitectura moderna.”En principio, vemos que el funcionalismo y el organicismo coniciden: ambos son abstractos y objetivos. Pero si la abstracción en el caso de la arqutiectura orgánica está sacada, como es de suponerse, de la realidad objetiva, la funcional implica una abstracción pura, ficticia y sin ligas directas con la realidad. Al negar el realismo —que para O’Gorman es una mezcla de atención a la tradición, siempre popular, al paisaje y a las condiciones sociales de las mayorías—, la arquitectura y el arte sólo abstractos niegan la posibilidad de “acción sobre las mayorías de la población,” convirtiéndose “en el reflejo del estado de impotencia de la clase que ha concebido esta manera del arte.” Por otra parte, la arquitectura realista —“regional por excelencia”— es “aquella que, mediante la técnica y los medios de construcción más adecuados, llena las necesidades humanas de albergue eficientemente y, a la vez, como obra de arte, actualiza la tradición y armoniza con el paisaje del lugar donde se realiza.”

Tibol termina su comentario afirmando que “esta breve antología en tres tiempos del pensamiento estético del arquitecto y pintor Juan O’Gorman nos permite reafirmar lo que se sabe y que a veces se olvida o minimiza: que O’Gorman ha sido un expositor coherente, cambiante y fuerte emotivo (sic) de algunas de las ideas en las que se apoya el arte mexicano actual, y que sus opiniones y sus obras pesaron en el desarrollo de la reintegración que aquí se ha operado de la pintura con la arquitectura y la escultura. Del despojamiento funcionalista saltó casi acrobáticamente al indigenismo neobarroco o, como diría el Dr. Atl, a un ultrabarroco indigenista. Es un extresmista con talento que existe y perdura. No hizo escuela por exceso de perfeccionismo.”

En la respuesta a Tibol en el siguiente número de la revista Calli, O’Gorman afirmó que de todo lo que ella dijo en su ensayo no se llegaba a ninguna conclusión útil, sólo se desprendía la idea de que en el transcurso del tiempo niega lo que anteriormente había defendido y que, por tanto, no tienen consistencia las ideas que ha profesado. Siguiendo su pensamiento —en apariencia no sólo cambiante sino contradictorio, “como el de un cirquero oportunista”—, más que constantes, ¿cuáles son las líneas de variación de las ideas de Juan O’Gorman sobre el arte, la pintura y la arquitectura que, además de lo expuesto anteriormente, nos ayudan a comprender mejor el pensamiento complejo de este arquitecto, pintor y arquitecto? Veremos a continuación tres temas posibles de ese pensamiento.

El cargo Juan O’Gorman: arquitectura y superficie (1) apareció primero en Arquine.

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