Resultados de búsqueda para la etiqueta [No lugares ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Mon, 19 Jun 2023 14:58:14 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Pantitlán: las puertas de la ciudad https://arquine.com/pantitlan-las-puertas-de-la-ciudad/ Mon, 19 Jun 2023 14:57:43 +0000 https://arquine.com/?p=79787 Si el Metro Pantitlán es uno de los nodos más convulsos del transporte público es porque se trata de una frontera que delimita al oriente no sólo con una zona central de la ciudad, sino con toda la ciudad. El Metro Pantitlán es una puerta de la ciudad.

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Pensar en las puertas de la ciudad es casi un sinónimo de imaginarse un monumento. El umbral que anuncia que ya te encuentras en la capital de un país tendría que lucir como un arco hecho de mármol. O bien, podría tratarse de una plaza: por ejemplo, al Zócalo llegan todas las protestas, desde el movimiento de la Revolución mexicana hasta los padres de los 43 desaparecidos en Ayotzinapa, porque es en la ciudad y en su plaza principal donde la historia del país tiene sus momentos definitivos. Pero considero que las puertas de la ciudad se encuentran mucho más alejadas de aquella planicie política. Si elaboramos una búsqueda en Google con las palabras “Metro Pantitlán”, la sección de imágenes del buscador arrojan el caos puro: un hacinamiento que desborda el espacio del andén y se apropia de las escaleras, de la estación, de la ciudad. Para el imaginario de las zonas centrales de la capital de México, Pantitlán es una zona de guerra, un colapso perpetuo: una serie de noticias que confirman lo que las periferias viven no por fallas infraestructurales, sino por el simple hecho de no encontrarse en el centro. Bien se podría jugar con la idea sobre lo civilizado y lo salvaje del Colonialismo, a la cual hasta podría delatar la simple ubicación del Metro Pantitlán: así como una buena parte del mundo fue un Oriente que fue representado en las cartografías como un sitio de criaturas mitológicas, el Oriente inasible y exótico de la ciudad es esa estación del metro, ahí donde el mármol y el nacionalismo se diluyen en una multitud que simplemente busca llegar desesperadamente a un destino; donde la ciudad no es una postal turística. 

Sin embargo, el caos existente de Pantitlán y de todas las líneas que convergen en ese punto neurálgico del Sistema de Transporte Colectivo, podría tener otra lectura. Si el Metro Pantitlán es uno de los nodos más convulsos del transporte público es porque se trata de una frontera que delimita al oriente no sólo con una zona central de la ciudad, sino con toda la ciudad. El Metro Pantitlán es un umbral entre aquella casa en la que sólo se pernocta y el espacio de trabajo en el que se llevan a cabo algunas funciones fundamentales de la vida, como comer y relacionarse con los otros. Lo que puede servir para plantear una duda: ¿dónde se encuentra realmente la ciudad? En toda la ciudad hay edificios de oficinas y de vivienda, pero, en un lado de la frontera, se encuentra un importante índice de la fuerza laboral. Tal vez, la distinción entre centro y periferia quede completamente inhabilitada por ese hecho. Acá están los monumentos, allá la otra mitad de la ciudad. Y pareciera que en esos transbordos entre Pantitlán y el norte, poniente y sur de la ciudad, se está entregando un pasaporte que nos lleva sólo a poder tener un trabajo que únicamente dará a cambio los recursos para sostener una vida que implica enfrentarse, diariamente, al exceso de una infraestructura fallida.

En la década de los 90, el antropólogo Marc Augé propuso la descripción de los “no-lugares”, espacios cuya naturaleza transitoria no podía activar significantes históricos o que pudieran tener el peso simbólico para la vida colectiva. Los aeropuertos y las autopistas ejemplifican la propuesta. Pero Augé suma a estos espacios al metro. Para el autor, las posibilidades de que un sitio como el metro signifique algo es porque los usuarios colocan sus propias historias en los andenes, vagones y transbordos. En el caso de Pantitlán, resulta un mero afrancesamiento  (una afectación estilística, vaya) hablar de los “no-lugares”. Sería más preciso seguir utilizando la figura de las puertas de la ciudad cuya condición fronteriza trae consigo historias subjetivas  , sí, pero que están estructuradas por el desgaste. Como dice Victor Burguin, la ciudad es una promesa que, como tosas las promesas, no siempre se cumplen. Todos los que atraviesan esa frontera tienen como único propósito llegar puntuales a sus destinos, pero son tantos que se vuelve imposible tan siquiera una mera cortesía como la puntualidad. Asimismo, factores ineludibles como las lluvias temporales de la capital mexicana resquebrajan toda posibilidad de que un transporte funcione como tal. Por eso mismo, quienes atraviesan esas puertas se vuelven habilidosos para ingresar a la ciudad. He visto a personas completamente confundidas por los códigos de color que orientan a los usuarios que transbordan ahí para dirigirlos a la línea del metro que necesiten utilizar. Y sé de quienes no sabrían qué hacer si los desalojan de los andenes para iniciar por cuenta propia el camino a casa. 

Pero ninguno de estos ciudadanos que debe encontrarse a las puertas de la ciudad, incluso antes de que amanezca, es un aventurero que conoce los caminos secretos de los mapas de las tierras perdidas. Aquí es donde las metáforas son, más bien, un eufemismo minúsculo. La distinción entre centro y periferia sigue funcionando porque se ha reforzado que deben existir esas diferencias. Las puertas de la ciudad no son un hito triunfal, ni ese sitio liminal que incluso es un “no-sitio”. Se tratan de un nodo con ramificaciones cada vez más agrietadas o inutilizadas. Y mientras los responsables se presentan para el cargo de la presidencia ya de todo un país, aquellos ciudadanos son expulsados de un servicio público para encontrar sus propios caminos. 

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Aquí y allá: la realidad idiota de Clement Rosset https://arquine.com/aqui-y-alla-la-realidad-idiota-de-clement-rosset/ Fri, 30 Mar 2018 16:00:56 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/aqui-y-alla-la-realidad-idiota-de-clement-rosset/ Para el filósofo Clement Rosset, la singularidad del aquí no tiene nada que ver con la identidad de lo local, que siempre se entiende en referencia a algo distinto: esto es aquello. El aquí, en cambio, sólo se entiende, por ser singular, en relación a algo distante: el allá.

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El filósofo francés Clement Rosset nació el 12 de octubre de 1939. En 1960 se publicó su primera obra, que había terminado un año antes, cuando tenía veinte de edad, La philosophie tragique. “No escribí La filosofía trágica por ser un filósofo —dirá después Rosset—, me hice filósofo porque la escribí.” La filosofía trágica apunta a una visión de la realidad o, más bien, a la visión de la realidad como una, singular. Rosset repetirá en varias de sus obras que la realidad es idiota, en el sentido griego de ἰδιώτης: solo, suelto, que no se relaciona con nada. En otro de sus libros, L’objet singulier, Rosset hablará de la singularidad de lo real y de la singularidad como algo que es “único antes que ser insólito, extraño o idiota.” Es precisamente al contrario: algo no es “único en tanto que sea insólito o extraño, sino que es extraño e insólito en tanto que es único.” Y sí, cualquier cosa, cualquier objeto, es único y, por tanto, extraño e insólito. Idiota. Sin embargo, dirá Rosset en Le réel et son double, “nada más frágil que la facultad humana para admitir la realidad, para admitir sin reservas la prerrogativa de lo real.” De ahí las explicaciones e interpretaciones que desdoblen el mundo en busca de sentido, de lo que quiere decir, de lo que realmente significa. El pensador trágico revela que lo que lo real significa es nada, o simplemente eso, lo real mismo. Esa tragedia no tiene, sin embargo, nada de drama y desesperación: exige la aceptación gozosa de lo que hay, tal cual.

La filosofía de Rosset tiene algunas consecuencias para las artes y la arquitectura. Para las primeras, la idea de que todo objeto es singular y por tanto insólito hace imposible considerar a lo bello como algo extraordinario —¿no era eso lo que demostró Duchamp con sus objets trouvés? “Lo que llamamos «bello» —dice Rosset en su Lógica de lo peor— está esparcido en una infinidad de circunstancias, de encuentros, de ocasiones, que ningún principio vincula entre sí: que, por consiguiente, «lo» bello es algo que no existe.” El encuentro accidental de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección, dirá Lautréamont. Más adelante, Rosset agrega que “lo bello designa el conjunto de todos los posibles encuentros que producen un «efecto de belleza» y este conjunto, cuya ley ninguna estructura podría proporcionar, no representa más que la suma empírica de todos los «instantes» de belleza.” Por tanto, para Rosset la belleza es azar y “el acto humano que conduce a la creación de formas bellas […] no es exactamente creador, si se entiende por creación una modificación aportada al estatuto de lo que existe.” Un poco de visión trágica no le caería mal a tanto artista y arquitecto que define lo que hace como creatividad y a sí mismos como creadores, pues.

De cara a la arquitectura, el ensayo de Rosset titulado Aquí y allá, e incluido en su libro Le philosophe et les sortilèges, resulta fundamental. Como lo real, como los objetos, el aquí es singular. La singularidad del aquí no tiene nada que ver con la identidad de lo local, que siempre se entiende en referencia a algo distinto: esto es aquello. El aquí, en cambio, sólo se entiende, por ser singular, en relación a algo distante: el allá. Rosset explica que “el allá visto desde aquí será siempre diferente del allá observado en el mismo sitio (y que deja, de golpe, de ser allá).” En ese sentido, el allá define al aquí tanto como el aquí anula al allá. Lo anterior lleva a Rosset a plantear dos experiencias distintas del viaje. En una, el viajero transforma el allá en otro aquí al ser visitado; pero en la otra, el viajero “no busca el allá, pues el allá termina por resumirse en una experiencia de un nuevo aquí, sino simplemente la negación —provisional— del aquí en el que se encuentra.” El allá se convierte así en una coartada para el aquí. Aunque poco usual en español, en varias otras lenguas coartada se dice con la palabra latina alibi, que literalmente quiere decir en otro lugar. En general, dirá Rosset, “la función del alibi consiste en oponer a toda presencia la alternativa de otro lugar, a toda realidad la posibilidad de otra realidad.” Rosset concluye que “la suerte de todo aquí es ser inhabitable, por ser nada. El aquí está ligado a la pobreza, a la privación: sin recursos por que no tiene sitio.” Y agrega que el aquí es un no lugar, como el allá utópico, aunque aquel exista, es imposible asignarle un sitio a cualquiera. “Podemos acondicionar un lugar tejiendo a su rededor una red de relaciones que le confieren estabilidad y consistencia.” Así obtendremos “un aquí habitable en tanto que enriquecido con relaciones exteriores que le dan lugar.”

Clement Rosset murió el pasado 27 de marzo, en París, a los 78 años.

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Los no lugares https://arquine.com/los-no-lugares/ Wed, 02 Sep 2015 13:09:58 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/los-no-lugares/ Hoy, cambiar la vida es cambiar la ciudad — Marc Augé

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Hoy, cambiar la vida es cambiar la ciudad. Eso escribió Marc Augé en su Elogio de la bicicleta. Auge, que nació en Poitiers, Francia, el 2 de septiembre de 1935, decidió en algún momento dirigir su mirada de etnógrafo no a culturas lejanas en el espacio o en el tiempo, sino enfocarse en lo que tenía más cerca y le resultaba cotidiano. Etnografía de lo cercano, le llaman. Augé reflexiona sobre la ambigua posición del etnógrafo o del antropólogo que emprende esa tarea. Si uno de los obstáculos de la antropología tradicional es superar el hecho de ver desde afuera lo que sucede adentro, la etnografía de lo cercano se enfrenta con el resto inverso: debe ver lo de adentro como si estuviera afuera. Así, en su elogio a la bicicleta, esa cercanía se vuelve íntima: nadie puede hacer el elogio de la bicicleta, dice, sin hablar de sí mismo, pues “la bici forma parte de la historia de cada uno de nosotros.” Para los franceses, como Augé, está el Tour de France con sus héroes y sus conquistas, pero luego viene, dice, nuestro lado de esas historias.

El primer pedaleo constituye la adquisición de una nueva autonomía, es la escapada, la libertad palpable, el movimiento en la punta de los dedos del pie, cuando la máquina responde al deseo del cuerpo e incluso se le adelanta. En unos pocos segundos el horizonte limitado se libera, el paisajes se mueve. Estoy en otra parte, soy otro y sin embargo soy más yo mismo que nunca; soy ese nuevo yo que descubro.

Las cosas cercanas tienen para nosotros sentidos que dependen de una serie de vivencias nunca del todo personales: la mitología de la bicicleta de la que habla Augé, por ejemplo, antecede a aquella caída cuando mi abuelo me enseñaba a andar en bici dejándome libre en una pendiente que me parecía mortal y hoy resulta ridícula. Pero esas cosas, una vez usadas, vividas, desencadenan inevitablemente esa serie de recuerdos, unos personales y otros compartidos —híbridos siempre, que no hay de otros. La bici es como la magdalena de Proust sin el aroma. Y lo mismo que la bici cada cosa cercana. El metro, por ejemplo. En su libro Un etnólogo en el metro, escribe:

Es ciertamente un privilegio parisiense poder utilizar el plano del metro como un ayuda-memoria, como un desencadenador de recuerdos, espejo de bolsillo en el cual van a reflejarse y a agolparse en un instante las alondras del pasado. Pero semejante convocatoria no siempre es tan deliberada /lujo de intelectual que tiene más tiempo libre que los demás—: basta a veces el azar de un itinerario (de un nombre, de una sensación) para que el viajero distraído descubra repentinamente que su geología interior y la geografía subterránea de la capital se encuentran en ciertos puntos, descubrimiento fulgurante de una coincidencia capaz de desencadenar pequeños sismos íntimos en los sedimentos de la memoria.

Los lugares también son como esas cosas. Los leemos a partir de una mezcla entre la carga cultural y la carga afectiva que tienen, sin poder separar con precisión donde empieza una y termina la otra. Al hablar del lugar antropológico, Augé dice que tiene al menos tres rasgos comunes: construye una identidad, establece relaciones al interior y hacia afuera y, finalmente, es parte de una historia, más que de la Historia. Así como no olvidamos como andar en bicicleta o nos encontramos con nuestros recuerdos en los trayectos mil veces recorridos en el subterráneo, los lugares nos ofrecen posibilidades para que los recordemos entrelazados a nuestros recuerdos. Eso al menos el lugar que califica como antropológico. Puestos así pareciera que los lugares siempre vienen del pasado. Pero los lugares en la modernidad, le suman a aquellos una capa o varias que, dice Augé, no borran las anteriores sino las ponen en segundo plano. Los lugares de la sobremodernidad, como le llama Augé a la época que vivimos, son en cambio, digamos, antiaderentes; son, pues, no lugares. Son la versión pública de esa nueva arquitectura de acero y de vidrio donde es imposible dejar una huella, como Walter Benjamin caracterizaba a la arquitectura moderna —de hecho, sin intención negativa: el habitar burgués, que definía como “seguir las huellas fundadas por la costumbre,” podía convertirse en una condena la repetición indefinida de lo mismo. Pero en los no lugares, la capa que se sobrepone a las preexistentes no las mantiene: las oculta bajo una capa de información pura: entrada, salida, prohibido el acceso. Si los lugares pueden contarse, pues son parte de narrativas diversas, a veces divergentes, los no lugares sólo se miden: metros cuadrados, flujos, kilómetros recorridos o faltantes; también inversión y recuperación. Espacios del anonimato, es el subtítulo del libro que Augé les dedica. Los ejemplifica como espacios de paso, de puro tránsito: aeropuertos, estaciones de trenes, centrales de transferencia. Y también las autopistas que hacen del territorio un lugar de paso. Su lógica, aunque avasalladora, tampoco es absoluta:

En la realidad concreta del mundo de hoy, los lugares y los espacios, los lugares y los no lugares se interpenetran. La posibilidad del no lugar no está nunca ausente de cualquier lugar que sea. El retorno al lugar es el recurso de aquel que frecuenta los no lugares.

Lugares y no lugares se oponen, pero más allá —o más acá— del bien y del mal. No son unos buenos por naturaleza y otros lo contrario. Su relación es compleja y por momentos parece que, en la serie lugar antropológico, lugar moderno, no lugar sobremoderno, son los lugares de la modernidad los que, por algún momento, lograron articular esa diferencia entre lo local y lo genérico, lo individual y la masa, lo estable y lo efímero —de nuevo Baudelaire. Aunque, quién sabe, acaso sea otro caso de nostalgia por la modernidad y sus promesas aun por cumplir.

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