Resultados de búsqueda para la etiqueta [naturaleza ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Fri, 30 Sep 2022 23:17:19 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Infinite Openness https://arquine.com/obra/infinite-openness/ Sun, 02 Oct 2022 06:00:44 +0000 https://arquine.com/?post_type=obra&p=69404 Infinite Openness es un proyecto de PPAA Pérez Palacios Arquitectos situado específicamente en el Crystal Bridges Museum of American Art en Arkansas. En esta ocasión plantean métodos de construcción que podrían aplicarse en la mayoría de los contextos y, al mismo tiempo, reducir la cantidad de mano de obra, aprovechando la tecnología.

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“Mientras pensábamos en un hogar para el futuro, tuvimos que regresar a lo que hemos perdido.”
Pérez Palacios Arquitectos

Los hogares del mañana deben responder a una necesidad urgente de sostenibilidad y valores mejorados por la tecnología disponible. La arquitectura necesita recuperar la idea de presencia, de ser parte de un lugar y de un tiempo. Siempre ha estado relacionada con su contexto, los recursos disponibles y el método de construcción local, todo esto debe seguir siendo parte esencial de ella. En este proyecto se apostó por el uso de recursos locales y métodos de construcción, así el proyecto ganó un sentido de lugar y una verdadera relación con su entorno natural y artificial.

 

En Infinite Openness existen diferentes métodos de construcción que podrían aplicarse en la mayoría de los contextos y, al mismo tiempo, reducir la cantidad de mano de obra, aprovechando la tecnología. Así, esta propuesta y el uso de un sistema de enmarcado estructural y su recubrimiento responden a los recursos y métodos constructivos locales. Esto es para mejorar aún más la conexión entre la construcción y la naturaleza.

En un momento, donde la presencia humana sobre la naturaleza nunca ha sido tan extrema, la arquitectura debería ser la clave para crear esta conexión. Los humanos construyen, los humanos abandonan, pero la naturaleza se queda. Ya no podemos pensar en la arquitectura sin pensar en la naturaleza, la concisión hacia el entorno natural. Construir en la naturaleza crea una contradicción. La presencia humana en los paisajes naturales es un juego de escalas, una yuxtaposición de refugios arquetípicos contra los vastos escenarios, así como una negociación entre el acceso al paisaje y la conservación ambiental.

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La huella: espacio efímero que narra un ciclo de vida https://arquine.com/la-huella-espacio-efimero-que-narra-un-ciclo-de-vida/ Mon, 05 Sep 2022 05:30:36 +0000 https://arquine.com/?p=67873 Amanece. El sol asoma pintando de colores las aguas del Golfo de México. Un gran buque aguarda puerto indiferente al universo submarino, donde la vida danza alimentándose de la vida, ese peculiar sistema rebelde cobijado por nuestro planeta, dispuesto siempre a contradecir la ley de la entropía.

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Amanece. El sol asoma pintando de colores las aguas del Golfo de México. Un gran buque aguarda puerto indiferente al universo submarino, donde la vida danza alimentándose de la vida, ese peculiar sistema rebelde cobijado por nuestro planeta, dispuesto siempre a contradecir la ley de la entropía. La luz que proyecta el astro rey acentúa a esa hora el peculiar trazo de un recorrido, una secuencia de huellas marcando una ruta. La memoria del trayecto en el espacio que entre el mar y la maleza que crece en la duna, deja una tortuga verde, ¿o sería una Lora? Memoria efímera que será borrada por la marea al subir, dispersada por el viento a lo largo del día, o pisoteada por un grupo de adolescentes e infantes, que juegan en la playa y habitan en la comunidad de Villamar Chilefrío, en el municipio de Tuxpan, Veracruz.

La huella dibuja un patrón geométrico preciso, la tortuga sale de su ámbito cotidiano y el movimiento coordinado de sus extremidades, en combinación con el vientre de su concha generan la peculiar forma que marca la ruta realizada. La huella convertida en trayecto nos lleva de seguirla, a uno, dos y hasta tres sitios donde el quelonio realizó pruebas para excavar su nido.

Así es querides lectores, el ejercicio de anidar implica un análisis serio por parte de este espécimen marino, pues no necesariamente el primer sitio elegido cumple, a su criterio, con las condiciones de estabilidad de la arena, la profundidad adecuada, la humedad requerida en el fondo para el desarrollo de la cría en el interior del huevo, o la libertad espacial que necesitarán una vez que hayan eclosionado los huevos, aquellos pequeños seres que inician un nuevo ciclo de vida. Una raíz oculta que pueda estorbar a la salida de las pequeñas tortuguitas, un olor inadecuado que propicie un riesgo potencial, incluso la orientación del nido en la duna, pueden ser motivo de abandonar ese intento de construcción para probar en otra ubicación, ya ve usted lo poco que intuimos de lo mucho que saben los quelonios sobre la construcción.

No vaya usted a creer, que yo soy experto en tortugas marinas y sus procesos de reproducción. Berenice y su padre Miguel Ángel, nos explican y nos ayudan a interpretar la lectura de aquello que he narrado. Ella, ingeniera ambiental, ha recibido como herencia de su padre, ambientalista empírico, la titánica labor de ser guardiana de tortugas en estas playas. La transdisciplinariedad arraigada en una sola familia. 

El albergue donde habitan, frente a la playa, es una concesión gubernamental, ya que se encuentra dentro de la zona federal de costa, pero es indispensable esa ubicación para que puedan realizar en plenitud su trabajo. Además del albergue, padre e hija han generado una pequeña incubadora natural, en donde acogen aquellos huevos cuyos nidos puedan estar en riesgo, dada su ubicación, de ser victimizados por la fauna nociva no endémica (perros, ratas, homo sapiens sapiens advenedizos, etc.)

Ahí, Bere y Miguel Ángel nos explican el proceso, desde que encuentran el huevo en riesgo, hasta la eclosión y la liberación de las pequeñas crías. En la charla, Bere confiesa que tenía preparada una liberación cercana a los 100 individuos, pero la naturaleza no espera los tiempos turísticos, incluso siendo éstos de turismo académico, y los huevos eclosionaron un día antes, momento en que inevitablemente, se realizó el acto de liberarles hacia el mar. Para nuestro consuelo, tres del centenar de huevos permanecieron aún protegiendo a su diminuta tortuguita y pudimos ver, si no la liberación de 100, si al menos la de esta terna.

Dos de las protagonistas, aún estaban muy aletargadas y hubo que regresarlas a la incubadora para permitirles otra oportunidad de correr hacia el mar. Quizás en otro momento, con otro contexto, simplemente habrían sido bocado de la bella Fregata que planeaba vigilante esperando una presa, o algún otro depredador endémico o introducido.

 

La expectativa se centró entonces, en la única cría que parecía tener excesiva prisa por alcanzar a sus compañeras de generación del día anterior. Esta bravísima tortuguita capturo la atención, el cariño, el entusiasmo y la admiración de los casi 40 espectadores, entre docentes y estudiantes que nos encontrábamos en la playa. Su carrera agotadora duró varios minutos, donde no solo el esfuerzo de superar la arena le implicaban un breve respiro entre sprint y sprint. Una vez alcanzada la tan anhelada ondulación del agua, el empuje de la ola le regresaba varios metros… y a volver a comenzar.

¡Que trabajo más arduo! Se escuchó una voz emocionada proveniente de la congregación de jóvenes que sobrecogidos, le veían regresar una y otra vez sin perder la esperanza de conseguir zambullirse en el agua. ¡Qué trabajo más arduo! Efectivamente, pensé. Berenice nos da el dato de la dura realidad que implica seguir vivo: Solo una de cada 100 tortugas liberadas, consigue regresar a desovar una vez alcanzada la madurez, de acuerdo a los registros que ella y su padre han conseguido elaborar tras años de esfuerzo.

La algarabía me despierta de mis reflexiones, la asistencia aplaude emocionada el logro: El pequeño ser enconchado, ha conseguido tomar el ritmo de la marea y, la ola que le negaba el acceso a la inmensidad del océano, ahora la acoge y la impulsa hacia él. Ya no la vemos, ni la veremos más, a menos que la casualidad y su capacidad de sobrevivencia, nos permita regresar en unos años, y observar la huella que, en la arena, dibuja una ruta dirigida hacia el lugar del nido, como lo hizo tiempo atrás, aquella que dejó su madre.

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La ciudad en el bosque https://arquine.com/la-ciudad-en-el-bosque/ Tue, 30 Aug 2022 06:15:27 +0000 https://arquine.com/?p=67603 Ahora sabemos que esa dicotomía, la de decidir si explotar a la naturaleza o a la gente, se ha resuelto en explotar a ambas por igual, el asunto de saber si es necesario elegir entre la ciudad y la naturaleza puede parecer menor.

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Hace quince años el escritor Héctor Manjarrez consignó por primera vez en literatura el Bosque de Tlalpan, “o Bosque de Zacayucan, que alguna gente todavía conoce como Bosque del Pedregal”. El acontecimiento sucedió en un libro que lo dice todo en su título: El bosque en la ciudad (Era/Conaculta, 2007), crónica de un caminante cincuentón casi sexagenario que recorre las pistas de gravilla roja —en donde los runners exhiben el afán clasemediero de estar en forma— y trata de perderse (sin éxito) por los terrenos escarpados que conducen a los miradores de ese parque nacional que mira, desde la retaguardia, al centro y norte de la ciudad.

Digo acontecimiento porque, a pesar de que el de Tlalpan es uno de los bosques más conocidos de la Ciudad de México, pareciera que la literatura o el cine o la música endémicos poco tienen que decir sobre esta mancha verde. Sobre todo, valoro en este libro la mirada de Manjarrez, vecino de ese bosque durante décadas, y su manera irónica e incluso odiosa de describir el encuentro del urbanita con el pretendido más allá de la ciudad: la naturaleza. En efecto, no se trata de una apología sin más del bosque que resiste a la ciudad, sino del diario de un caminante que le habla al bosque con el mismo destajo que le habla a la ciudad y, en especial, a la ciudad recordada (cosa en la que Manjarrez, exciudadano de París, Londres o Belgrado, es experto). Por ejemplo, en su máxima concesión al sentimentalismo dizque ecologista, Manjarrez narra cómo saluda a diario al mismo árbol (“Mi Árbol” lo llama) y sigue su camino como si nada.

Y es que, en efecto, es como si el Bosque de Tlalpan apenas pudiera ejercer el hechizo de hacernos creer que está a las afueras de la ciudad, cuando la verdad es que está bien incrustado en su inmediación y no le turba manifestarlo. Hoy, aunque sigue teniendo parajes que parecen conducir a un sinfín de monte y piedra volcánica, su perímetro está bien demarcado por el resto de la ciudad. Desde cualquier dirección que no sea el sur hay que franquear no uno sino cuatro monumentos chilangos para llegar a su entrada: la sala Ollin Yoliztli, la pirámide de Cuicuilco, la parroquia de La Esperanza de María en la Resurrección del Señor (que, tal vez por su gigantesca cruz y su diseño que da la apariencia de unas alas plegadas, siempre me ha parecido una enorme paloma moribunda) y, en la banqueta de enfrente, esa mole brandeada que es Perisur. Ya dentro del bosque, incluso cuando uno se interna en sus zonas más espesas y en apariencia deshabitadas (aunque siempre hay algo: el globo perdido de una fiesta de cumpleaños, o una de las torres de electricidad que atraviesan todo el parque), el bosque no alcanza a enmudecer el rumor de Periférico o Insurgentes Sur, así como las colonias que lo delimitan al poniente o, aún peor, los gritos de quienes se suben a las montañas rusas de Six Flags.

Bien visto el asunto, ahora deberíamos hablar de La ciudad en el bosque, y es probable que nunca haya sido de otra forma. En particular, me interesa cómo el lugar ha sido construido, de manera sucesiva, como un santuario ambiguo de la naturaleza. Ninguna anécdota expresa mejor esta tensión que la leyenda (que yo me sabía por relatos y algunas fotos de familia) que cuenta que en su momento más álgido, allá por los años 80, en la cima del Bosque de Tlalpan hubo un zoológico. Hoy no queda nada como testimonio de ese bestiario en las alturas del Valle de México, pero de niño todavía recuerdo haber visto las jaulas en una de las zonas de juego donde se habrían alojado los monos araña y algunas especies de aves exóticas, además de algunos patos. Lo que es más, en el rodeo que está a la mitad del bosque, se dice, hubo bisontes y, en las paredes a su alrededor, tigres y leones. A mí sólo me tocó encontrar ahí un grupo de caballos que se dejaban acariciar y alimentar con hojas de pino y oyamel.

Por eso, cuando el libro de Manjarrez consignó por primera vez por escrito esa leyenda, no pude sino entusiasmarme: en verdad el bosque había sido más fascinante, más opuesto a la ciudad, un recinto incluso para animales salvajes (aunque estuvieran en cautiverio). No obstante, la historia es más extraña (más chilanga) pues el autor especula, no sin razón, que esos caballos que reemplazaron a los bisontes puede que hayan sido decomisados de un rancho de Arturo El Negro Durazo, figura sombría de esa zona de la ciudad caracterizada también por sus mansiones (o por mencionar otra, la figura más mitológica que la del expresidente Carlos Salinas de Gortari, asiduo a las carreras y el joggin, quien, siempre de acuerdo a Manjarrez, en su tiempo recorrió los caminos del bosque de Tlalpan en pants y sudadera).

La fauna que queda —ardillas, aves citadinas e insectos— poco se compara con ese sueño de un zoológico en las alturas, y probablemente los animales nativos —serpientes, teporingos, tlacuaches, águilas— hace más de un siglo que no viven en este enclave. Por eso me cuesta reconciliar la imagen cotidiana, plenamente citadina del bosque, con la idea de Parque Nacional, título que ostenta todavía el Bosque de Tlalpan.

 

Todo esto viene a cuento por otra lectura, la de Parques revolucionarios. Conservación, justicia social y parques nacionales en México: 1910-1940, de Emily Wakild (La Cigarra, 2020). En este espléndido libro, la historiadora estadounidense hace un repaso de cómo durante el gobierno de Lázaro Cárdenas se impulsó la creación en nuestro país de parques nacionales (ella se centra en cuatro: los de Lagunas de Zempoala, el Popocatépetl-Iztaccíhuatl, La Malinche y El Tepozteco) y cómo, después de su presidencia, el proyecto tomó un rumbo más cercano al turismo y la explotación que a su intención inicial: lograr una simbiosis entre la naturaleza y los intereses comunitarios de quienes habitaban esos territorios.

Venido del norte, el primer movimiento conservacionista abrió parques como el de Yellowstone, que aún hoy evoca en el imaginario (con ayuda de su incesante reproducción en la cultural pop) postales de géisers, osos grizzly, cascadas y programas de protección ambiental. Pero Wakild apunta a algo extraordinario: aunque pareciera que la conservación del ambiente y de la fauna siempre estuvo en el ímpetu de quienes crearon los primeros parques nacionales, la distinción tajante entre naturaleza y cultura (ejemplificada en los parques tropicales del sur global como el Serengueti o zonas protegidas del Amazonas) nunca fue tan tajante, porque nunca ha sido posible desprender lo humano de lo no humano.

Acá en México, a diferencia de la imagen que se tiene de los parques nacionales como zonas cerradas para ciertos biomas y animales, los parques que surgieron de la Revolución Mexicana tenían un importante componente de reivindicación social. Entre los varios hallazgos que depara Wakild (como la compleja red de conflictos y acuerdos entre quienes querían explotar los recursos naturales del país y quienes hoy llamamos defensores del territorio) está el de una revalorización de lo que significa una política medioambiental y lo que hoy parecería un sueño pero fue una realidad durante algunos años en este país: “una visión que conjugaba la nacionalización de la naturaleza con la ampliación de los beneficios de la ciudadanía a las clases populares” (p.239), es decir, la construcción de artefactos culturales capaces de lograr un balance entre el medioambiente y el impulso civilizatorio.

Ahora sabemos que esa dicotomía, la de decidir si explotar a la naturaleza o a la gente, se ha resuelto en explotar a ambas por igual, el asunto de saber si es necesario elegir entre la ciudad y la naturaleza puede parecer menor. Leo a Manjarrez y pienso en que la distinción entre ciudadano y naturaleza que él mismo enuncia (“Nosotros somos como Jean-Jacques Rousseau, que para ponerse en contacto con la naturaleza y provocar sus rêveries, sus ensoñaciones, se iba apenas a las afueras de la ciudad…”) realmente es un reflejo defensivo del urbanita y su incapacidad de llevarse su civilización a otro lado, por mucho que intente excluirse de ella —sea con zoológicos, viveros, lagos artificiales, amigos árboles u otros artificios metropolitanos—. Prefiero pensar el problema desde el optimismo soterrado de Emily Wakild, tan opuesto a ceder ante divisiones que ni siquiera están ahí y, como ella dice “ honrar todo lo que va de lo salvaje y silvestre hasta lo que es, apenas, un parque” (p.241).

Recuerdo ahora que en la primaria a la que iba, ubicada en avenida San Fernando y a unas calles del Bosque, le gustaba graduar a sus alumnos entregándoles un árbol bebé que debían sembrar en cualquiera de sus rincones. Eran los años finales del siglo XX y en todos lados se hablaba del fin del mundo, las películas trataban de volcanes, meteoritos o invasiones extraterrestres. Ya se hablaba de que las “nuevas generaciones” debían salvar al mundo y sólo los lugares verdes, respetuosos de la naturaleza, podían levantarse contra el incendio global. Como fuera, mis padres me ayudaron a cavar un hoyo para el arbolito y pensé que estaba haciendo algo por detener alguna de esas catástrofes. No recuerdo dónde lo planté, pero me gusta pensar que sigue por ahí, levantándose entre los otros lados y mirando ese otro bosque que lo abraza, lo invade y con cuyos árboles de concreto deberá convivir.

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Melipona, un enjambre en forma y función https://arquine.com/melipona-un-enjambre-en-forma-y-funcion/ Thu, 19 Aug 2021 14:20:55 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/melipona-un-enjambre-en-forma-y-funcion/ Las abejas meliponas saben perfectamente, que el hexágono es la forma geométrica más eficiente para construir un espacio interior, con relación a sus ángulos y superficie, cosa que la mayoría de los arquitectos e ingenieros titulados, no sabemos hoy día (quizá, en otro tiempo menos pretencioso sí se sabía).

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Víctor es el maestro. Nosotros, que ostentamos un título que avala nuestra maestría, somos solo aprendices, pues de esto, no sabemos nada. Aunque si nos ponemos socráticos, el saber conlleva el inevitable reconocimiento de que, en realidad, no se sabe. Así y en este laberinto sobre el término, quien más presume de conocedor, suele ser el más ignorante.

Retomo: Víctor es el maestro, el aula, es una bóveda donde una infinitud de tonos esmeralda, grises, cafés y ocres, producto de la rica biodiversidad del bosque de galería veracruzano, contiene un calor húmedo que se combina con el sonido del río para dar un ambiente propicio al aprendizaje.

Mis compañeros de clase, son Raúl de Villafranca y Juan Casillas, y es gracias a Raúl que estamos tomando el brevísimo curso. Tocaba por casualidad en nuestro trabajo de campo para preparar el curso de Verano 2021, que el Maestro Víctor tenía que subdividir las colmenas del nuevo proyecto de producción de miel melipona que ha emprendido el buen Raúl.

Empieza la clase y Víctor nos habla de este peculiar insecto, no como un objeto del reino animal digno de un estudio biológico, sino como un sujeto que cohabita con él en el territorio. La abeja melipona es varias veces más pequeña que la abeja común o europea, a vista de un ojo urbanita, podría pasar más como una mosca que como una abeja. También produce unas veinte veces menos miel que su familiar más reconocida, pues a sus 1.5 litros anuales de miel, hay que confrontar los 30 de su pariente con mayor tamaño. Sin embargo, su producto es 50 vece más proteínico y además contiene otros elementos medicinales propicios para el ser humano. Estas cualidades además, claro, de ser la abeja endémica de la américa tropical, hicieron que los mayas la consideraran un sujeto sagrado dentro de su universo ideológico.

Pero no solo los mayas. En general, los pueblos originarios de esta región de nuestro continente, continúan celebrando tanto la personalidad de esta especie, como su colaboratividad en la polinización de los cultivos locales.

Víctor nos enseña que, a diferencia de su pariente común, esta especie no tiene aguijón, así que cuando ve amenazada su colmena, no “pica”, pero si “muerde” aferrándose al enemigo hasta la muerte si es necesario. Por ello y antes de empezar el proceso, Víctor se coloca bajo su gorra, una fina red que impide al insecto penetrar a la zona de la cara, protegiendo nariz, ojos y orejas.

A partir de ahí, nos platica la composición social de la colmena, la diferente concepción que él tiene del término “abeja reina” como no jerárquico, al que le asigna la mentalidad occidental, y más bien colaborativo, ya que es la responsable de procrear y producir no solo otras abejas, sino también otras reinas no para la sucesión del trono, más bien para la generación y multiplicación de comunidades. Nos platica de la convivencia pacífica con otras especies, a menos que éstas amenacen la subsistencia colectiva, y por supuesto, de su organización férrea de defensa si esto llega a suceder, mucho más compleja de lo que nosotros, pobres flores de asfalto, llegamos a percibir a simple vista.

Luego, Víctor nos empieza a hablar de la arquitectura. No de los cajoncitos armados con madera tropical (es la que les gusta) que a dispuesto Raúl en su terreno para su proyecto. Víctor nos habla de la arquitectura melipona. La boca tubular de cera, como tipología característica de un acceso, el espacio interior colectivo, que, en un contexto natural, provee la oquedad de una caoba, o cualquier otro árbol endémico, y en uno artificial el propio cajoncito de madera como los de Raúl. El complejo sistema de almacenaje, a partir de una sucesión de recipientes en cera, cuya forma de bóvedas elípticas las hace ineludiblemente identificables para la función que ostentan y que van adosándose unas a otras, conforme la producción va aumentando.

Finalmente, una gran cúpula (a escala de la melipona claro) que a simple vista pareciera solamente la acumulación de hojas secas formando un pequeño montículo (a escala humana claro), contiene otro sistema complejo ahora de habitáculos construidos a partir de perfectos hexágonos extruidos, que se abren y cierran a gusto del habitante individuo.

Las meliponas saben perfectamente, que el hexágono es la forma geométrica más eficiente para construir un espacio interior, con relación a sus ángulos y superficie, cosa que la mayoría de los arquitectos e ingenieros titulados, no sabemos hoy día (quizá, en otro tiempo menos pretencioso sí se sabía). También saben, que los segmentos abovedados a partir de elipses en revolución, generan la forma más adecuada por capacidad y resistencia estructural, para contener un líquido utilizando solo una delgadísima membrana constructiva, y me pregunto por qué no lo saben la mayoría de los arquitectos e ingenieros titulados.

Algún colega con intención auténtica por defender la dignidad de estas profesiones, podrá saltar indignado ante mi reflexión, para citar obras de Wright como la casa Hana que usa el módulo hexagonal, o la doble curvatura del cascarón de concreto que en Ronchamp, Le Corbusier utilizó para resolver con muy poco material una cubierta que libraba un claro representativo, o los segmentos que Utzon utilizó para las bóvedas acústicas en Sídney. Y sus citas son correctas, pero ni Utzon, ni Wright ni Charles Edouard, con sus virtudes y sus defectos, representan al común denominador de los constructores con título universitario.

Y es cierto, en nuestra profesión, hay personajes lúcidos capaces de entender que la “forma sigue siempre a la función” en un mundo orgánico (que no mecánico), como sentenció Louis Sullivan en sus charlas de Kindergarden, para hablar de la responsabilidad que tenía el diseñador de un rascacielos para ir modificando la expresión de la fachada conforme la altura iba modificando por lógica su uso. Pero nuevamente, y tristemente, ante la enorme responsabilidad que conlleva tener un título que avala la capacidad para configurar y construir espacios habitables, no es el común denominador.

El común denominador es formar profesionales que sapan como limpiar un terreno (aunque le término “limpiar” conlleva destruir el hábitat de las meliponas y otros habitantes del sitio), que crea que el arte es una ocurrencia de inspiración momentánea, que obedezca a las necesidades de la tendencia del mercado y que hay que conseguir suelo barato para venderlo caro.

Mientras tanto, la piel curtida de las manos maestras de Víctor, que con todo cuidado desmembraban las capas arquitectónicas edificadas por las meliponas, para colaborar con ellas en la subdivisión de la colmena y su multiplicación, gozan de la inmunidad que el conocimiento y el trabajo colaborativo le han suministrado: a él casi no lo muerden las abejas, y le permiten incluso extraer parte de su producto en pago a sus servicios. No hay humos adormecedores, ni químicos industriales que le faciliten hacer su labor. Solo la enseñanza recibida por su padre, su paciencia, y su diálogo cotidiano con las abejas que sí, aunque nos parezca increíble a los urbanitas, le reconocen generación tras generación.

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Monkey House https://arquine.com/obra/monkey-house/ Fri, 14 May 2021 06:00:21 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/obra/monkey-house/ Monkey House se inspiró en la verticalidad del bosque, en la posibilidad de acercarse a las crestas de los árboles, de manera suave y sutil, conectando con sus innumerables habitantes del reino de la flora y la fauna.

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Hace unos años desaparecieron los monos que vivían al pie de la Serra en Paraty. Se dijo que se debía a la fiebre amarilla que supuestamente se extendió entre las familias de primates. Estábamos muy tristes.
Al inicio de la pandemia de 2020, el día que empezamos a pensar en una casa que estuviera conectada a la magnitud de los árboles, ahí aparecieron. Una familia de monos capuchinos: ¡una tribu completa! Regresaron y nos enseñaron el por qué, dónde y cómo diseñar nuestro proyecto. Monkey House se inspiró en la verticalidad del bosque, en la posibilidad de acercarse a las crestas de los árboles, de manera suave y sutil, conectando con sus innumerables habitantes del reino de la flora y la fauna.

La estructura de Monkey House funciona sinérgicamente entre componentes de madera entrelazados (todos del mismo perfil), cubiertos por una piel de galvalume y aislamiento termoacústico. La casa fue ensamblada en un bosque secundario, instalada entre árboles, ocupando solo 5m x 6m de área, evitando así cualquier interferencia en la vegetación nativa. La tipología de Monkey House es una casa vertical de dos dormitorios que se puede transformar en salones gracias a que los servicios de cocina y baño están organizados por flujos independientes. Dos terrazas laterales favorecen la ventilación cruzada y una generosa terraza en el último piso crea un ambiente multifuncional para actividades físicas, así como de estudio y meditación. La casa compacta tiene 54 m2 de área interna y otros 32 m2 de áreas cubiertas, proporcionando una conexión muy fuerte con el contexto natural del bosque.

Los interiores están diseñados con acabados de producción de bambú hechos a mano, cortinas hechas con redes de pesca de las comunidades locales, muebles que combinan objetos de diseño japonés con artesanías indígenas guaraníes, y todos los metales son de las líneas profesionales de Docol y Mekal.

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Espacios | El espacio reconquistado: Hacia un habitar simbiótico https://arquine.com/espacios-el-espacio-reconquistado-hacia-un-habitar-simbiotico/ Fri, 12 Mar 2021 14:44:53 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/espacios-el-espacio-reconquistado-hacia-un-habitar-simbiotico/ ¿Qué sucedería si estudiamos el proceso de habitar, no desde la historia de la arquitectura y el urbanismo, si no desde el análisis de las ciudades y edificaciones que el gran ecosistema ha repoblado al ser deshabitados por nuestros predecesores?

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La entrega pasada, compartía con los amables lectores sobre el cómo, dependiendo de la época y la ideología de cada quien, vamos construyendo prejuicios absurdos sobre determinadas cuestiones, en este caso, el que nos inculcaban sobre la arquitectura hecha con vegetación hace unos 35 años, cuando éramos apenas unos jóvenes estudiantes.

Hay, desde luego, prejuicios mucho peores y terriblemente más dañinos que ese. El ejercicio de juzgar prematuramente parece una condición humana inevitable, pues ha sido cultivada casi por todas las culturas y civilizaciones a lo largo de nuestra historia, parte del cimiento que se fundamenta en el miedo a lo desconocido, y la sensación de fragilidad que nos condiciona nuestra propia experiencia en el habitar cotidiano, y es capaz de construir murallas de odio más inexpugnables que cualquier paramento físico.

Romper un prejuicio implica, antes que nada, una aceptación consciente de su existencia, y de su actuar como patología de nuestra psique. Requiere poner en crisis nuestro propio sistema de valores, para encontrar una metamorfosis que consolide un nuevo sistema de comprensión sobre el coexistir en el tiempo y espacio.

Uno de los prejuicios más deshumanizantes que se ha construido en la contemporaneidad globalizada a partir del racionalismo occidental, es la auto segregación de nuestra especie como parte del sistema vivo de nuestro planeta, creando la falsa ilusión de que tenemos el control sobre ésta, como si fuésemos entes superiores que en cualquier momento podemos prescindir de habitar aquí.

A pesar de que esta visión ha sido puesta en crisis desde hace varias décadas, y de que la propia naturaleza se ha encargado de mostrarnos a lo largo de los siglos, que al final sin importar qué hagamos para superarla, terminará por desbordarse reconquistando en su propia dinámica sistémica, los territorios que decidimos presuntuosamente controlar, la dinámica de producción y consumo puesta en marcha por la revolución industrial pareciera tener una inercia imposible de frenar sin que se presente algún evento catastrófico. Tarde o temprano pasa.

¿Podemos aprender desde otras perspectivas? ¿usando ejemplos inversos? ¿analizando desde dinámicas que nos reconecten con el gran ecosistema?

¿Qué sucedería si estudiamos el proceso de habitar, no desde la historia de la arquitectura y el urbanismo, si no desde el análisis de las ciudades y edificaciones que el gran ecosistema ha repoblado al ser deshabitados por nuestros predecesores?

¿Qué sucedería si en lugar de solo estudiar los patrones y procesos de construcción elaborados humanamente, estudiamos cómo otros sistemas vivos han utilizado esos elementos cual herramientas para el repoblamiento de especies vegetales y animales otrora expulsadas de ese entorno? ¿sería posible dentro de este análisis detectar qué momentos y culturas han conseguido una relación simbiótica y evolucionar sus procesos para proyectarnos a futuro? 

Ejemplos hay tantos, como territorios por los que hemos transitado, pero por ahora, seguimos lejanos a su utilización y estudio para proponer futuro, y los usamos solo como referentes culturales de un pasado perdido y momificado, ojo, no por ello fascinante.

Hace ya casi dos años, la última visita a Filobobos me dio la oportunidad de visitar con mi amigo el maestro Raúl de Villafranca, la ex hacienda de la Palmilla. Ingenio azucarero en tiempos del Virreinato y en la primera etapa del México Independiente, pasó tras la revolución de 1920 a ser una escuela. En parte abandonada, ha sido reconquistada por la exuberante vegetación del bosque tropical de lluvia veracruzano.

En aquella visita, imaginábamos Raúl y yo qué se podría hacer con esos espacios abandonados. Sin pretender llegar de momento a una respuesta. Hoy, sacando del cajón las imágenes que comparto y toda esta reflexión previa, pienso que lo mejor sería no tocarlo físicamente, más que lo básico esencial, para convertirlo siguiendo su destino formativo postrevolucionario, en un laboratorio para la comprensión de un nuevo sistema de habitar humano, ahora simbiótico… y así, me seguiría aprovechando la región, con otros espacios como Cuajilote, o Vega de la Peña, hoy preservados solo como sitios arqueológicos para estudiar y conocer los fragmentos del pasado, pero con el potencial de convertirse en centros de estudio para el habitar del futuro.

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Quincho Moholy https://arquine.com/obra/quincho-moholy/ Fri, 10 Jan 2020 16:00:24 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/obra/quincho-moholy/ Una obra que al entrar en ella desaparecen las lineas del camino exterior y del terreno colindante,
destacándose su piscina semicircular donde se logran ver reflejados los arboles del entorno en su interior generando de esta forma una continuidad real que no niega lo que lo rodea sino que lo hace parte, sumergiéndose así en la naturaleza.

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El proyecto se encuentra emplazado en las faldas del volcán Villarrica, cercano a Pucón en la región de la Araucanía. Un terreno de media hectárea, casi en su totalidad cubierto de robles jóvenes y algunas rocas que se asoman por su fuerte actividad volcánica. Además de la casa existente, hay un espacio vacío, un claro dentro del bosque donde se decidió ubicar el proyecto para esta nueva área de quincho.

El encargo de la clienta era buscar un espacio de reflexión de líneas simples para la meditación que se conectara con la naturaleza. En la búsqueda de estas sensaciones se llego a un lenguaje en el mundo del arte suprematista inspirado en el artista Moholy Nag. A través de esta exploración de conexiones y proporciones creamos nuestra propia pintura que remarca diferentes intenciones espaciales donde las formas no niegan el lleno que lo rodea, sino que lo hace parte de este, con tan solo un par de líneas sutiles que le otorgan su función al habitar.

Los gestos se ordenan en cinco partes; primero mirar hacia arriba para evidenciar el claro del bosque, segundo se traza un muro que limita la vista al camino vehicular que además divide el espacio del interior en dos (el área de piscina con la del quincho), tercero se coloca un muro que limita la vista al terreno colindante y divide el área publica de la privada (el quincho con la cocina y baño), cuarto se inclina el cilindro dando como resultado el acceso y haciendo descender el agua de lluvia a la piscina temperada, quinto las rocas ya existentes en el lugar se acomodan en el exterior del proyecto en un área que se yuxtapone con el cilindro en un orden modulado , este espacio de rocas otorga una extensión en caso de eventos con mas invitados.

La estructura es un elemento que comienza como muro que se eleva para trabajar como una viga de 1.6 metros de alto
apoyada solamente en su clave y al llegar al suelo su cimiento resistente se transforma en la base de la piscina. Los muros son soporte y al mismo tiempo se transforman en mobiliario para el uso interior.


El resultado es una obra que al entrar en ella desaparecen las lineas del camino exterior y del terreno colindante,
destacándose su piscina semicircular donde se logran ver reflejados los arboles del entorno en su interior generando de esta forma una continuidad real que no niega lo que lo rodea sino que lo hace parte, sumergiéndose así en la naturaleza.

El cargo Quincho Moholy apareció primero en Arquine.

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