Resultados de búsqueda para la etiqueta [México 68 ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Tue, 17 Sep 2024 22:24:44 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Exilio en casa: la Villa Olímpica en la memoria https://arquine.com/exilio-en-casa-la-villa-olimpica-en-la-memoria/ Mon, 11 Sep 2023 14:03:50 +0000 https://arquine.com/?p=82857 A medio siglo del golpe de estado contra el gobierno del presidente Salvador Allende en Chile, sus huellas en la memoria siguen presentes y algunas incluso habitadas. Tal es el caso de Villa Olímpica, uno de los epicentros del exilio latinoamericano en la Ciudad de México.

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Al hablar sobre fascismo (y sobre todo de cómo enfrentarlo), toda persona de América Latina debería pensar primero en Augusto Pinochet y menos en el monigote modélico hitleriano —por mucho que la nazifilia haya cundido con especial saña en Chile, región austral de nuestra América—. Algo similar podría decirse del 11 de septiembre que define el destino de este continente en el XXI: es el bombardeo y toma del Palacio de La Moneda en 1973 en Santiago, y no los atentados terroristas contra las Torres Gemelas en Nueva York en 2001, lo que debe ocupar ese sitial en la memoria política y cultural (incluso si muchos no estábamos vivos cuando ocurrió).

Ahora que se cumple medio siglo del golpe de estado perpetrado contra el gobierno del presidente Salvador Allende, quizá la mayor dificultad para entender lo que sucedió aquel martes en la capital chilena esté menos en los datos duros o el registro histórico que en lo básico: el presente, que en su momento fue el futuro. Y en este caso, para atestiguar la vitalidad del fascismo, y la resistencia contra él en nuestro continente, siguen por ahí muchas de sus huellas. Algunas no sólo son visibles sino que incluso están habitadas. Tal es el caso del conjunto habitacional Villa Olímpica, uno de los epicentros del exilio latinoamericano (y, no sobra decirlo, de las izquierdas) en la Ciudad de México.

A propósito, el director argenmex Sebastián Kohan Esquenazi (quien se define así, pues en México es argentino, y viceversa) estrenó hace unos meses un documental que analiza este conjunto habitacional que durante la década de los 70 recibió con casa a miles de refugiados de las dictaduras del Cono Sur. En Villa Olímpica. Recuerdos de un mundo fuera de lugar (Chile, 2022), Kohan recuerda su propia infancia junto a otros niños que recorrían y hacían travesuras por los pasillos, azoteas y ascensores de este espacio que llegó a tener —según cifras no oficiales, pero que el cineasta da por buenas— alrededor de 3 mil expatriados de Argentina, Chile, Uruguay y otros países; es decir, más de la mitad de la población de la Villa, que en sus 29 torres y 900 departamentos daba hogar a un total de 5 mil habitantes. 

Bajo la supervisión del comité organizador de los juegos, el presidente Gustavo Díaz Ordaz encargó a los arquitectos Manuel González Rul, Carlos Ortega Viramontes, Agustín Hernández Navarro y Ramón Torres Martínez la construcción del proyecto, que ganó gran fama por la rapidez con la que se logró (menos de 500 días entre el 2 de mayo de 1967, hasta la inauguración el 12 de septiembre de 1968), y por el hallazgo de una zona arqueológica en Cuicuilco —pirámides incluidas— sepultada por el magma del volcán Xitle. No fue el único conjunto que se hizo para cumplir el encargo olímpico, pues tuvo un mellizo también en Tlalpan: la Villa Narciso Mendoza, entre las avenidas Acoxpa y Miramontes, también compuesta por torres multifamiliares, pero caracterizada por supermanzanas con edificios de no más de dos pisos. Sin embargo, fue la unidad sita entre Insurgentes y Periférico la que se quedó el nombre de Villa Olímpica.

Diseñada para los atletas que competirían en la XIX edición de este certamen (incluso se llegó a dividir en dos conjuntos, uno femenino y otro masculino), y reacondicionada como vivienda colectiva después de 1968, la Villa Olímpica Libertador Miguel Hidalgo concentró en su microcosmos algunos de los conflictos decisivos de la historia latinoamericana. Deportistas, funcionarios, turistas y corresponsales de todo el mundo fueron recibidos en estas instalaciones tan sólo días después de la masacre del 2 de octubre en la plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. Ese contraste entre la hospitalidad con los extranjeros y la persecución soterrada de sus paisanos disidentes siempre ha sido objeto de burla y escrutinio. Una obra de teatro muy posterior a los hechos, Olimpia 68 (2018), del dramaturgo Flavio González Mello, la usó como su motivo principal: con la Villa Olímpica como escenario principal, esta comedia política tenía como protagonista a un grupo de atletas que ayudan a un sobreviviente de la masacre de Tlatelolco a refugiarse en sus instalaciones. 

Lo que es más, uno de los principales responsables de esa injusticia, Luis Echeverría (en ese entonces secretario de gobernación y a la postre presidente de la república), se convertiría en uno de los valedores de los miles de refugiados latinoamericanos. En el contexto de la Guerra Fría, que en su teatro en este continente tuvo su mejor expresión en el Plan u Operación Cóndor, los presidentes priistas de México pudieron navegar con cierta estabilidad, diplomacia y no poca hipocresía entre las asonadas que colocaron a militares en el poder en Bolivia (1971), Chile (1973), Uruguay (1973), Argentina (1976) y Perú (1975), al tiempo que se mantenían las dictaduras ya instaladas en Paraguay, Brasil y otras en Centroamérica y el Caribe.

El documental de Kohan Esquenazi también retoma esa ambivalencia. Villa Olímpica muestra cómo los sueños y pesadillas de todo un continente confluyeron en un espacio incierto: por un lado, la desolación de los exiliados, condenados de manera indefinida a esperar una fecha de regreso o, de plano, sin ninguna esperanza de volver a ver a la familia que dejaron atrás, por no hablar de los muchos silencios en torno a su condición como perseguidos políticos. Por otro lado, la alegría de los niños, quienes (a decir de los propios entrevistados del documental) encontraron en la Villa un verdadero paraíso para corretear y sentirse más adultos entre sus bloques de ladrillo naranja; las icónicas entradas con toldo y un letrero esférico con el número de cada edificio; la explanada enorme; el teatro, la iglesia y el cine; los gimnasios y áreas verdes. Muchos de estos niños, hijos de intelectuales exiliados que se sumarían a las filas de profesionistas, académicos y artistas de la Ciudad de México, también se matricularon en escuelas activas y sin empacho en estudiar los fundamentos del marxismo.

En el territorio cerrado de la unidad habitacional era posible la movilidad, el sentido de la aventura y una agencia que incluso le estaba vedada a otras infancias de la metrópolis mexicana. Lo que es más, en cada departamento se podía encontrar, según el caso, un Chile o Argentina en miniatura: el documental, que también se ensambla con la recreación de escenografías, maquetas y vestuario de época, hace un gran trabajo de ambientación en esos hogares con su música de protesta, artesanías y pósters del Che Guevara o Salvador Allende.

Ese es el luminoso recuerdo colectivo que la Villa les dejó a mucho de esos niños, ahora adultos, quienes una vez levantado el telón de acero de las dictaduras tuvieron que enfrentarse a un exilio propio: el de acompañar a sus padres de vuelta a países que los recibían como bichos raros, en ciudades acostumbradas a los toques de queda y en el que incluso el español podía ser una barrera (una de las entrevistadas recuerda cómo los niños chilenos la incitaban a decir “elote”, versión mexa de “choclo”). Más que en el simple ejercicio de nostalgia, es en este doble desarraigo donde Kohan concentra su documental, y al hacerlo se ve con claridad cómo las grandes corrientes de la historia pesan sobre los individuos, sus decisiones e identidades. Dos fechas y dos contextos distintos, el 68 mexicano y el 11 de septiembre de 1973, se enlazan en un espacio que queda en el recuerdo, tanto jubiloso como lleno de dolor.

Medio siglo después de que la derecha y los militares chilenos (con bastante apoyo estadounidense) precipitaran a miles de sus compatriotas fuera de su país, el aura vampírica del pinochetismo sigue irradiando con fuerza; sólo por referirme a la reciente película de Pablo Larraín, El Conde (2023), comedia de horror que muestra al dictador como un nosferatu de 250 años que, después de saquear las arcas de su país, torturar comunistas y procrear a unos nepobabies convenencieros, busca morir por fin a lado de su amada Maria Antonieta (sí, la princesa francesa, también vampira). Sobre esta problemática relación con el pasado (que es el futuro), Manuel Antonio Garretón, uno de los sociólogos más importantes de su país, se pronunciaba con claridad en una entrevista acerca de la controvertida conmemoración de los 50 años del golpe: “hay un sector en Chile que nunca va a condenar el golpe porque define su ADN. Ellos o sus padres o abuelos hicieron el golpe, lo apoyaron, lo promovieron”. Por su lado, el actual presidente chileno, Gabriel Boric, lleva varios intentos fallidos para redactar una nueva constitución, que en los hechos sigue descansando sobre la base de la que promulgó Pinochet.

Esa memoria conflictiva, tanto a la derecha como a la izquierda, no sólo es chilena o argentina, sino latinoamericana, y como se puede atestiguar todavía, está impregnada en lugares como la Villa Olímpica. El exilio, tanto de los adultos que huyeron, como de los niños que se marcharon, es un recuerdo que debe seguir siendo presente pues el golpe de estado contra Allende (y contra tantos otros gobiernos legítimos después) fue un golpe contra el Tercer Mundo, hoy llamado —de manera política (o académicamente) correcta— Sur Global, y nunca está demasiado lejos de repetirse.

Hay una escena en particular, que no parece tan importante, pero podría servir también como final para el documental. Dos de los entrevistados por Sebastián Kohan, argentinos de vacaciones en México, recorren la Villa Olímpica después de muchos años. Señalan por acá un árbol legendario; allá la escultura Disco Solar, de Jacques Moeschal; se dan cuenta de que tal pasillo fue en donde dieron su primer beso; hablan de las películas que vieron en el cine local (Tiburón, Flashdance, E. T.); mencionan que no era nada infrecuente que, de temporada en temporada, las familias se mudaran a otros departamentos dentro de la propia villa. De pronto, uno de ellos reconoce la ventana de lo que alguna vez fue su cuarto. No se puede afirmar si sintió o no ese picor que da al ver lo que fue la casa propia ocupada y amueblada por extraños. Pero si fue así, experimentó, sin notarlo demasiado, lo más cercano que se puede estar a una reconciliación completa con el pasado: poder mirar al viejo hogar sin sentir más nostalgia que la necesaria.

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Testimonio y autoconstrucción: el Museo de la Ciudad Autoconstruida https://arquine.com/testimonio-y-autoconstruccion-el-museo-de-la-ciudad-autoconstruida/ Tue, 14 Mar 2023 16:00:51 +0000 https://arquine.com/?p=76523 El museo está hasta arriba de Ciudad Bolívar, en un barrio llamado el Paraíso al que se llega a través del Metrocable, la góndola que va parando en distintos puntos de esa periferia que creció y se autoconstruyó en las montañas al sureste de Bogotá. El museo se construye a partir de una recopilación de voces y testimonios de distintos habitantes del barrio. De entrada, es así como nos cuenta la historia de Ciudad Bolívar.

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El museo está hasta arriba de Ciudad Bolívar, en un barrio llamado el Paraíso al que se llega a través del Metrocable, la góndola que va parando en distintos puntos de esa periferia que creció y se autoconstruyó en las montañas al sureste de Bogotá. El Paraíso resultó ser la última parada, aunque casas se veían incluso más allá. Saliendo de la estación, en una plaza rodeada de murales de alta calidad (nada raro en Bogotá), estaba también el Museo de la Ciudad Auconstruida. Un perro callejero entró junto con nosotros y subió directo a la azotea del museo por unas escaleras amarillas. 

El museo se construye a partir de una recopilación de voces y testimonios de distintos habitantes del barrio. De entrada, es así como nos cuenta la historia de Ciudad Bolívar. En el primer piso, un conjunto de televisores transmiten entrevistas con distintos habitantes, quienes cuentan sus historias personales y las historias de los espacios y organizaciones en las que han participado. Por ejemplo, una señora del Chocó que organiza un grupo de música afro del Pacífico colombiano. O un hombre que, poco a poco, empezó a ayudar a distintos habitantes en la construcción de sus casas, distribuyendo materiales y compartiendo técnicas. O una mujer trans que atiende una estética y que forma parte de un grupo LGBTTQ que coordina y participa en concursos de belleza. A través de sus voces, estilos y preguntas, se teje el mosaico complejo de Ciudad Bolívar, o por lo menos una pequeñísima parte del todo. 

En otra sección del museo, las voces se transforman en hilos de remiendo bordados sobre unas telas, como si las estuvieran reparando. Estos hilos son habitantes reflexionando sobre su conocimiento constructivo, sobre cómo estos conocimientos han sido ignorados por la autoridad gubernamental y cómo han sido puestos en práctica por los habitantes ante la ausencia de servicios públicos suficientes. Dice un hilo-voz: “Traemos una cultura, un conocimiento y un desarrollo de lo que es crear vivienda con recursos y materiales…Yo creo que uno de los pasos grandes que dimos como comunidad fue mostrarle a la ciudad que no solamente somos capaces de exigir vivienda, sino también de construirla.” En otros puntos del museo, las voces se convierten en reclamos puntuales al estado colombiano y al gobierno de Bogotá. Desde unas bocinas surgen demandas como las de una señora que, ante la ausencia de servicios de recolección, se dedica a hacer arte con basura reciclada (el museo muestra algunas de sus piezas) y pide la organización de campañas para enseñar a reciclar. 

Por cuestiones del trabajo, en esos mismos días que fui al Museo de la Ciudad Autoconstruida estaba volviendo a leer La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska, uno de los grandes clásicos sobre el movimiento estudiantil de México 68. Curiosamente, me pareció que el libro de la Poni y el museo comparten una estructura similar, ya que La noche también está construido a partir de la acumulación de diversas voces y testimonios sobre lo que sucedió aquel año en México. Es famoso que Poniatowska decidió apartarse tanto de la novela autobiográfica de líderes del movimiento como Luis González de Alba (en Los días y los años), como del ensayo estudiado de alguien como Octavio Paz e incluso de las crónicas de Monsiváis. Ella decidió echarse para atrás y operar como una curadora que va recuperando fragmentos de entrevistas, recortes de periódico, cantos, libros de sus amigos y otras tantas fuentes documentales, identificadas o anónimas. A través de cortar y pegar fragmentos, ella va armando un mosaico que presenta al movimiento estudiantil como un proceso complejo y plural, articulado por la conjunción de distintas historias personales, formas de entender el movimiento y reclamos al estado. En contraste a un relato que presenta al 68 como un movimiento liderado por el Consejo Nacional de Huelga y su pliego petitorio, Poniatowska (igual que Revueltas, por cierto) dice que fue eso y mucho más: fue la interacción de múltiples pequeñas organizaciones, asociaciones y prácticas de intervención urbana. Una de las grandes tramas que aparecen en La noche, por ejemplo, es la de Isabel, una estudiante de actuación que se politiza y con su escuela forma una brigada con la que empieza a realizar happenings en la ciudad: pequeñas escenas para romper con la rutina de un espacio y obligar a los transeúntes a cuestionarse y tomar partido. Puestos en coro con todo lo demás que sucedía, con la pluralidad de voces del movimiento, hasta los fragmentos de Los días y los años brillan más que en el propio libro del líder estudiantil González de Alba (quien luego acusó a la Poni de habérselos “robado”). Al igual que su inicio y desarrollo, el final y futuro del movimiento estudiantil queda abierto en La noche, pues distintas voces entienden lo que pasó de distinta manera y, sobre todo, porque la lectora está invitada a formar su propia idea, desde su punto de lectura. 

Esto último resuena con la apuesta del museo, sobre todo con su idea de qué es la “autoconstrucción.” Hay una serie de intervenciones impresas en donde el museo cuenta su propia historia, que empieza según se dice con el Paro del 91 como una primera instancia de autoorganización y formación política, y presenta un “manifiesto de la autoconstrucción.” Si, al basarse en testimonios e historias múltiples, el museo ya nos decía que la autoconstrucción de Ciudad Bolívar ha sido un proceso colectivo complejo, basado en la autoorganización y la autogestión ante la ausencia de servicios públicos y apoyo estatal, el manifiesto sugiere que esto lo hace también un proceso abierto al futuro, a distintos posibles futuros. Al final de la visita subimos a la azotea, en donde el perro que entró con nosotros estaba tomando el sol. Ahí hay un pequeño huerto comunitario en permanente construcción que dice mucho sobre el museo y su forma de entender el proceso urbano en Ciudad Bolívar: algo que se va haciendo poco a poco, con los conocimientos y recursos disponibles, a partir de esfuerzos tan dispersos como capaces de gestar vida a su alrededor. 

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Después del 2 de octubre, Tlatelolco https://arquine.com/despues-del-2-de-octubre-tlatelolco/ Fri, 04 Oct 2019 06:03:10 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/despues-del-2-de-octubre-tlatelolco/ “Esto podría pasarte a ti. Podría pasarle a cualquiera”, se lee en una placa puesta sobre un cajón rectangular, de 2.40 mts x 96 cm x 48 cm. A un lado, está colocada una cédula en la que hay un código QR que, tras ser escaneado con un celular, activará una animación.

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“Esto podría pasarte a ti. Podría pasarle a cualquiera”, se lee en una placa puesta sobre un cajón rectangular, de 2.40 mts x 96 cm x 48 cm. A un lado, está colocada una cédula en la que hay un código QR que, tras ser escaneado con un celular, activará la animación de un joven que porta una mochila y se acerca a la cámara, pero que antes de llegar a la misma distancia del usuario, cae como si le hubieran disparado, para después desvanecerse sobre la superficie del cajón de madera.

El Monumento digital al estudiante caído se ha instalado en cuatro sitios relevantes para la historia reciente de México: el Centro Cultural Universitario Tlatelolco; el ITESO de Guadalajara, escenario del secuestro y asesinato de tres estudiantes; la Casa de la Cultura del Centro Cultural de El Carmen, en Chiapas, foco de las luchas por los derechos humanos; y Guanajuato, “estado que registra 6,829 personas desaparecidas entre enero de 2016 y noviembre de 2018”, a decir de José Carlos Thissen, jefe de comunicación de la Federación Internacional por los Derechos Humanos para Latinoamérica y el Caribe. Thissen también menciona que “contar la historia reciente de la violencia en México de una forma amigable no es posible, ni sería ético. Pero sí merece ser hecha de forma tal que interpele a quien la vea, y que al mismo tiempo logre generar empatía” (Animal Político, 2019).

Este miércoles 2 de octubre, la ciudad volvió a protestar por los ahora 51 años de la matanza en la Plaza de las Tres Culturas. Desde 1968 las políticas de la mirada han establecido un consenso sobre la representación —y consecuente comprensión— de lo ocurrido. En su momento el gobierno controló encabezados en periódicos y la difusión de imágenes —simultáneamente a que Luis Echeverría, documentalista involuntario, ordenara la filmación de los momentos más álgidos del fuego en el conjunto urbano obra de Mario Pani. El 3 de octubre, un día después del crimen, el caricaturista y pintor Abel Quezada publicó en el periódico Excélsior un cartón totalmente negro, únicamente rotulado con la pregunta ¿Por qué? Una cinta de luto pero también una veladura sobre los cuerpos que todavía no eran vistos fue, con el transcurrir de los años, paulatinamente transparentada. Ahora tenemos archivos de fotografías que documentan las manifestaciones y los cadáveres; crónicas escritas desde Lecumberri o desde la mirada de quien visita Lecumberri para recopilar testimonios; y sobrevivientes que son rastreados por periodistas o historiadores y que, medio siglo después, siguen hablando sobre un crimen de Estado. Para la conmemoración de los 50 años, también, hubo actos oficialistas que, a su vez, produjeron sus propias imágenes histórico-estéticas. En la Cámara de Diputados se lee ahora sobre un mármol la placa que reza “Al movimiento estudiantil de 1968”, y las luces de la Torre de Rectoría, también proyectada por Mario Pani junto con Enrique del Moral, se apagaron en las primeras horas de la mañana del 2 de octubre. El 68 es una imagen ineludiblemente política cuya representación sigue construyéndose, ya que únicamente la justicia puede clausurar sus diversas articulaciones, cuyos soportes están dados en las posibilidades que puedan surgir entre la documentación o la ficcionalización.

Entonces, ¿por qué producir tecnología para mirar al estudiante que cae, teniendo un repertorio tan robusto de interpretaciones? En el texto Sobre la inminencia de lo insensato o la pintura como aniquilación. Memoria, materia e historia (MUAC, 2016), el crítico José Luis Barrios, partiendo de las ideas clásicas de Walter Benjamin sobre la técnica y la reproductibilidad, aborda el problema de la imagen artística o documental como herramienta para construir las verdades históricas. “Pensar en la verdad de las artes o considerar los regímenes de la imagen supone pensar la verdad en las artes: pensar sus técnicas, sus soportes, su materialidad, pero también pensar el carácter histórico material de estos medios”, escribe. Y se puede comprobar que la visualización digital es un formato que está forjando nuestra mirada política y afectiva, y que igualmente nos posiciona en nuestro presente histórico. Con las pantallas está capturándose el temperamento de nuestra época. Pero esta afirmación no descarta otra. El Monumento digital al estudiante caído reproduce la misma sintaxis que otras instalaciones que ahora requieren ser activadas. ¿Explotación de una particularidad técnica? El Monumento digital es una aplicación de realidad aumentada para, sí, transmitir información sobre los crímenes de Estado —porque Tlatelolco no es lo único que ha sucedido— pero cuyas interactividades son las mismas que las que ahora podemos observar en la nueva edición de los nuevos billetes mexicanos, que activan animaciones de ballenas. Esta especulación tecnológica sobre los desaparecidos, ¿significa una recuperación urgente del 2 de octubre para una generación que podría no conocer el hecho, y que ha adoptado para sí las implicaciones de la imagen digital? No podría justificarse así al Monumento, ya que esa misma generación es la que se ha apropiado del signo siempre abierto del 2 de octubre, es la que vuelve a las calles.

José Luis Barrios también dice que las representaciones siempre encierran un vacío que genera un desfase entre la fidelidad histórica y la imagen del horror que desata la violencia necropolítica, “la clausura de la representación no en función del tiempo, ya sea como memoria o como historia, sino de remontarlo como huella o impronta, como impronta del terror en la superficie”. Una vuelta a la veladura de Abel Quezada: desde Tlatelolco los cuerpos siguen desapareciendo sistemáticamente, y una forma más empática de mirarlos puede ser dimensionando su anonimato, su permamente falta de resolución política. Mirar un abismo negro. Pero lo que intenta el Monumento digital es corporeizar, ponerle una figura aunque sea prostética al estudiante asesinado. Y lo que podría ser una multitud de cuerpos anónimos queda reducida no sólo en un cuerpo, sino en el cuerpo de un hombre joven, misma figura de otros monumentos de bronce y oro.

Yo diría que el desfase contemporáneo de Tlatelolco puede identificarse en la vida después del 2 de octubre. Si Gustavo Díaz Ordaz pretendió borrar la presencia pública dentro de un espacio, esa misma presencia vuelve no sólo cada 2 de octubre. Más bien, nunca fue borrada. La lectura pesimista —y reduccionista— del Conjunto Nonoalco Tlatelolco es la que lo coloca en la vitrina de las ruinas de la modernidad. Pero su destino ha sido distinto que el que trazó Reinier de Graaf en MEXTRÓPOLI 2017, al revisar tipologías similares a la de Pani y que fueron, en su mayoría, demolidas. Tlatelolco continúa siendo habitado y es un sitio que ha generado vínculos institucionales y vecinales de maneras mucho más eficaces que otros espacios más mediados por ideas de tolerancia. Por las fiestas religiosas o las actividades programadas por la Unidad de Vinculación Artística, se puede intuir que el tejido social que palpita en la obra de Pani es más que saludable. Tlatelolco mantiene sus funciones como vivienda, como parque y como sitio de tránsito entre Reforma e Insurgentes. Sí, es un lugar para la memoria pero también es un espacio público. De ninguna manera es una zona cero. La imagen del 68 mexicano no logra ser determinada por el archivo y por las supuestas actualizaciones del 2 de octubre, ya que ahí se viven de maneras múltiples a las que una matanza marcó. Permanecer después del 68 podría tomarse como una protesta cotidiana que no tendría que ser resuelta por ningún monumento.

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Arquitectura o revolución https://arquine.com/arquitectura-o-revolucion/ Fri, 02 Oct 2015 14:55:22 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/arquitectura-o-revolucion/ En 1964, refiriéndose al proyecto del Conjunto Urbano Nonoalco-Tlatelolco, Mario Pani escribe en laRevista Banobras que su proyecto y visión se enmarcaba dentro de la “revolución pacifica” que se había propuesto el Gobierno de aquella época. Su texto recogía así otra sentencia realizada por el Presidente López Mateos donde destacaba que “una revolución pacífica evita una revolución violenta”, ideas que remiten a aquella otra con la que Le Corbusier cierra su libro 'Vers une architecture', y que se resume en una disyuntiva: Arquitectura o Revolución.

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En 1964, refiriéndose al proyecto del Conjunto Urbano Nonoalco-Tlatelolco, Mario Pani escribe en laRevista Banobras –una de esas revistas que servía para promocionar los logros arquitectónicos modernos que venían auspiciados por esta institución bancaria– que su proyecto y visión se enmarcaba dentro de la “revolución pacifica” que se había propuesto el Gobierno de aquella época. Su texto recogía así otra sentencia realizada por el Presidente López Mateos donde destacaba que “una revolución pacífica evita una revolución violenta”.

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Sin querer perder el aire revolucionario (e institucional), heredero de principios de siglo, ambas ideas remiten a aquella otra con la que Le Corbusier cierra su libro Vers une architecture, y que se resume en una disyuntiva: Arquitectura o Revolución. La frase juega con un doble sentido, de un lado nos habla de una revolución necesaria para la arquitectura que sustituya el “trasto viejo, saturado de tuberculosis” en que se había convertido la casa con la ciudad industrial; de otra parte la arquitectura moderna que proponía era una alternativa a la violencia y sublevación. Sin embargo, el libro acaba por resolver la disyuntiva con una frase -que LC escribió a mano sobre el manuscrito original- que impide cualquier posibilidad de elección: “La sociedad desea violentamente una cosa que obtendrá o no. Todo depende de eso, del esfuerzo que hagamos y de la atención que acordemos a esos síntomas alarmantes. Arquitectura o revolución. Podemos evitar la revolución”. 

Escrito en 1923, Le Corbusier sabía –y conocía– que el fantasma que recorría Europa se había levantado tan sólo unos pocos años antes en la Unión Soviética se había convertido el una amenaza para sus vecinos. Para el suizo, la revolución significaba el caos, y era la consecuencia lógica de una sociedad molesta que había perdido su modo y calidad de vida por culpa de la ciudad industrial, lugar enfermizo para el cuerpo y el espíritu. Así, la arquitectura –su arquitectura– era para LC la única salida posible la sublevación de una población civil descontenta.

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Los distintos gobiernos Europeos, conscientes de esta problemática, y necesitados además de la construcción rápida de vivienda tras la guerra, acaban por aceptar las ideas de esta nueva arquitectura, que a partir de entonces se vuelve, más claramente, un producto industrializado, en serie, homogéneo y de volúmenes claros y blancos. Como el París del Barón Haussmann, el nuevo diseño urbano aparecía alumbrado bajo necesidades sociales e higiénicas. El mundo necesitaba limpiar la ciudad –sacar la basura fuera, habría que decir– y la arquitectura era el método para lograrlo. Manifestaba, sin embargo, otro aspecto, más oculto en los libros de arquitectura, que le daba a la arquitectura potencial suficiente como para transformarse en un elemento de dominación y control. El París hausmanniano permitía la represión de las revueltas y la modernidad, con lógica similar, se convertiría en una herramienta de vigilancia (1).

Cuarenta años después, cuando la propia arquitectura moderna estaba cuestionándose sus propias ideas, México apostaba por un gran proyecto de Estado que recogiera las principales ideas modernas: el Conjunto Habitacional Adolfo López Mateos Nonoalco Tlatlelolco. Definido como una supermanzana o una ciudad dentro de la ciudad –conformada por casi 12,000 viviendas con hospitales, escuelas, centros deportivos, cines y teatros– alejada del ruido, la suciedad y el malestar, se confeccionó como una Tabula Rasa que eliminó la “herradura de tugurios” que se ubicaba en aquella zona previamente, pero manteniendo los restos heroicos que allí se habían dado en el pasado. Así, la Plaza de las Tres Culturas –centro del nuevo proyecto urbano– representaba los tres poderes y legados que ahí se encontraban, el prehispánico, el colonial y el liberalismo que traía consigo la modernidad. La modernidad construía un nuevo lenguaje de Estado, publicitado por anuncios, revistas y fotógrafos, libre de todo historicismo y traía, por supuesto, el progreso, la idea de un futuro mejor: nuevos materiales constructivos y, especialmente, nuevos espacios por aprehender.

Quizás por esa falta de conocimiento sobre su forma de uso, los espacios de la modernidad mexicana de mitad de siglo se convirtieron en escenario perfecto para la protesta y la búsqueda de nuevas formas y lugares de representación. Podemos imaginar el proyecto de CU ocupada por los estudiantes, pero especialmente la mencionada Plaza de las Tres Culturas donde, el día 2 de octubre de 1968, se materializó “una matanza indiscriminada que acabó con las manifestaciones del descontento popular” (2). La arquitectura moderna se convertía en testigo mudo del fracaso político y cumplía fríamente aquello que rezaba su concepción original: “¿Arquitectura o revolución? (…) Podemos evitar la revolución”.

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(1) Véanse los trabajos de Beatriz Colomina como Arquitectura y publicidad o La domesticidad en guerra.
(2) ADRIÀ, Miquel. Un intruso en Tlatelolco. En arquine.com

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Entre la diagonal y el plano https://arquine.com/entre-la-diagonal-y-el-plano/ Thu, 02 Oct 2014 21:21:46 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/entre-la-diagonal-y-el-plano/ El reconocimiento de los cambios se da en la calle. Si bien Haussmann establece en el siglo XIX una serie de medidas que darían certidumbre al orden urbano, también reconfigura los modelos urbanos que liberan, a través de la diagonal y la amplitud de las avenidas un espacio que deberá ser llenado de diferentes formas […]

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El reconocimiento de los cambios se da en la calle. Si bien Haussmann establece en el siglo XIX una serie de medidas que darían certidumbre al orden urbano, también reconfigura los modelos urbanos que liberan, a través de la diagonal y la amplitud de las avenidas un espacio que deberá ser llenado de diferentes formas y propósitos diversos. Esa misma herencia ha sido recuperada no para reconstruir las barricadas que el barón pretendió erradicar sino para abrir paso a una serie de reivindicaciones civiles, sociales y políticas que tienen en el 68 una expresión global apenas insinuada por la primavera árabe de los años recientes y sus limitadas repercusiones a nivel global.

Para Alain Touraine, los movimientos sociales pueden responder a búsquedas utópicas o a posturas de índole ideológica que determinan los rumbos y las acciones que programáticamente quedan de manifiesto en las calles, ese espacio compartido donde el sujeto ejerce sus derechos y hace patente esa herencia cultural que construye ciudadanía. Probablemente esa acción sea la que distinga nuestro 68 de los que reivindicaron derechos civiles o culturales como en Estados Unidos o Francia. Aquí, la exigencia de derechos políticos por parte de los estudiantes, estableció una barricada simbólica frente a las dinámicas del autoritarismo priista, situación que determinó un descubrimiento del espacio público y el potencial explorado años antes por los médicos y los ferrocarrileros en esta ciudad.

Es quizá ese 2 de Octubre de 1968, el punto de ruptura que a través de un hecho violento, tiene en la Plaza de las Tres Culturas, el espacio simbólico que cuestiona la modernidad encarnada en ese gran conjunto urbano, proyecto de Mario Pani y Luis Ramos, como depositario de una serie de procesos sociales, políticos y económicos que miran en ese momento el futuro promisorio donde el progreso era la meta.

Más allá del hecho geográfico que implica la ubicación de la plaza a nivel urbano entre el zócalo de la Ciudad de México y el Casco de Santo Tomás (donde están las instalaciones del Instituto Politécnico Nacional) el otro punto de referencia para las marchas que en ese momento cubrían la ciudad; la decisión que se toma, legitima un espacio público que refleja en su momento, los programas políticos del Estado mexicano que administra la historia de la zona arqueológica, el convento de Santiago y la unidad habitacional como una narrativa lógica de acontecimientos urbanos que tejen la parte norte de la ciudad y que es asumida con naturalidad por el movimiento estudiantil.

La cicatrización posterior al trauma social derivado de ese acontecimiento tuvo consecuencias diversas, por un lado surge una conciencia social que apuntala los cuestionamientos a un Estado autoritario que verá surgir con el sismo de 1985 a una sociedad civil organizada que rebasa las acciones del Estado frente al sismo. Por otro lado veremos el surgimiento de una veta social que cuestiona desde la formación universitaria, las condiciones en las que la educación es orientada para resolver los problemas sociales de este país. Los movimientos del autogobierno que surgen en diversas escuelas de la UNAM (en la Escuela Nacional de Arquitectura por ejemplo) ponen como eje central de sus planes de estudios estas posiciones que enriquecieron la formación profesional coincidiendo con los planteamientos que en otros países cuestionaban ya el Estilo Internacional y sus dogmas.

Habría que preguntarse hoy qué es lo que sucede en las calles a través de estas manifestaciones que cubren estos espacios vacíos, y que surgen en el Politécnico teniendo como principio los planes de estudio que fundamentan la idea de lo que requiere este país a través de los universitarios. La discusión trasciende las aulas y plantea quizá otro punto de ruptura que debería servir para ampliar la discusión y preguntarnos que profesionistas requerimos para qué país.

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Traducir la historia desde el espacio público https://arquine.com/traducir-la-historia-desde-el-espacio-publico/ Wed, 02 Oct 2013 22:32:02 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/traducir-la-historia-desde-el-espacio-publico/ Hoy se cumplen 45 años de los sucesos acontecidos el 2 de octubre de 1968. Con motivo de este aniversario reproducimos un fragmento de la conversación que mantuvo en 2008 Javier Barreiro con Sergio Raúl Arroyo, entonces director del CCUT (Centro Cultural Universitario Tlatelolco) y publicado en la Revista Arquine No.46 | México 68.

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Al cumplirse de nuevo años de lo acontecido el 2 de octubre de 1968 en la Ciudad de México, reproducimos un fragmento de la conversación que mantuvo en 2008 Javier Barreiro con Sergio Raúl Arroyo, entonces director del Centro Cultural Universitario Tlatelolco y publicado en la Revista Arquine No.46 | México 68. Tltllc

Sergio Raúl Arroyo: (…) 1968 es un año convulso, donde lo común es que los movimientos estudiantiles son reprimidos, tanto por los regímenes socialistas como por los capitalistas. Su rechazo de la autoridad responde a una voluntad crítica que busca desmontar los esquemas del poder. Deberíamos ver el movimiento del 68 como un fenómeno del que se desprenden cosas vivas y otras muertas. Pienso que entre las vivas está el surgimiento de la sociedad civil; la reacción de muchos grupos de la sociedad para contestar y dar una dimensión crítica a las afrentas cotidianas. También es importante la aparición de un sindicalismo independiente. Pero no estoy seguro de que con ese desmontaje del autoritarismo se haya acabado el perfil autoritario del poder público en el país. Más bien creo que el 68 es un referente para entender la importancia de la rebeldía como elemento crítico indispensable para que las sociedades se transformen y los deseos de la ciudadanía encuentren nuevos cauces.

Javier Barreiro Cavestany: Creo que en el 68 la rebeldía va ligada a una reivindicación del sujeto, de su protagonismo y responsabilidad. Dos factores que aún hoy en México siguen siendo problemáticos de cara a una participación política que conduzca a una sociedad democrática e igualitaria.

SRA: Sí, porque las cosas no se cambian sólo con voluntarismo. Tienen que transformarse las estructuras, y muchas de esas estructuras siguen vigentes. Esa visión de que la política se decide exclusivamente en los partidos y en el gobierno sigue existiendo. Yo pienso que, dadas las condiciones en las que el país se ha desarrollado en los últimos años, la política no ha tenido ni los contenidos ni las formas deseables en un sentido democrático y, a menudo, aquellas jerarquías siguen actuando con otras vestimentas.

JBC: Me gustaría que ahondaras en cómo esta revisión crítica se liga, por un lado, al tema del espacio público, y, por otro, a las ideas y sucesos del 68. ¿Cómo se conectan esas dos instancias?

SRA: Tlatelolco es un sitio emblemático de la modernidad mexicana, responde al boom de los años cincuenta, sesenta y parte de los setenta. Este edificio se inauguró como Secretaría de Relaciones Exteriores en el 65, pero se empieza a construir en el 63, en paralelo con el complejo habitacional de Mario Pani. Pedro Ramírez Vázquez realiza el proyecto, siguiendo una visión de Estado que da cuenta de toda su grandilocuencia, pero también con una funcionalidad, por momentos, envidiable. Sin duda, este conjunto que albergó a la cancillería es un elemento emblemático que describe una forma de concebir el espacio en una época clave para la consolidación del Estado moderno en México. En realidad, se trata de un inmueble visto por el ciudadano como una especie de bunker, alejado de la vida y de la comunidad; en general, distante del imaginario colectivo.

Aquí aparece un elemento paradójico: estos mismos edificios, ahora renovados por la UNAM, buscan convertirse en un espacio con un perfil más comunitario. Se trata de revertir aquella visión de lo vedado en un elemento de integración, de apropiación simbólica, justo donde los acontecimientos marcaron la distancia entre la verticalidad hermética del autoritarismo y el desenfado de la rebeldía crítica del 68.

Por otra parte, esta arquitectura es reveladora de un momento de nuestra historia. Cuando llegamos había una situación de abandono; algunos espacios se habían desocupado desde hacía años, varios desde 1985, tras el sismo… Nos sentimos como me imagino se habrán sentido, no sé, los lituanos en los edificios públicos tras la caída del régimen soviético…

(…)

JBC: ¿En que medida esta revisitación del 68 es un síntoma de cambio, de madurez de la sociedad y de las instituciones? ¿Y en qué medida está el riesgo de que se puede abordar ese tema, precisamente, porque la historia está fosilizada, neutralizada en su carga cuestionadora?

SRA: Creo que no hemos convertido al 68 en una pieza de museo. Más bien hemos tratado de ponerlo en el terreno de la discusión, al interior de la memoria viva. Nadie tiene el copyright del 68; todos podemos hablar y discutir de ello, incluso los que aún no habían nacido pueden decir que el 68, de algún modo, está presente en sus vidas. La manera de mantener vivo este proyecto es ir más allá del propio movimiento, inspirándose en su carga crítica y renovadora.

Creo que el mejor homenaje que se le puede hacer al 68 es seguir su evolución en los intersticios de la vida social y no perderse en las grandes formulaciones de la historia oficialista, donde todo degenera en un reduccionismo desvinculado de la realidad.

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Los tótems de la velocidad https://arquine.com/los-totems-de-la-velocidad/ Mon, 06 May 2013 21:51:44 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/los-totems-de-la-velocidad/ La Ruta de la Amistad, conjunto de 19 esculturas instaladas a lo largo de 17 kilómetros del Anillo Periférico, sería un homenaje a la velocidad de un país que entraba de lleno a la modernidad.

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Nacieron como el símbolo de la ciudad que quiso ser y no fue; en la práctica, hoy no son más que un buen estorbo. Si no fuera por las patrimoniales firmas de Barragán y Goeritz, hace rato las hubieran tumbado para dar espacio a más vías elevadas, a más letreros publicitarios, a más árboles navideños de Coca-Cola. De alguna manera, las torres de Ciudad Satélite mueren con su propia ley, la de un modelo de desarrollo suburbano que se basa en gran medida en el uso del automóvil particular del que fueron tótem. Las cinco torres crean este lenguaje, al escapar de la plaza pública y del contacto directo con el ciudadano de a pie para instalarse como remate visual y patrono de autopistas que en ese entonces —finales de los cincuenta— sí eran rápidas. En este sentido, su función dejó de ser la de honrar en bronce al héroe olvidado, al ilustre burócrata, para transformarse en la estela del progreso asociado a la masificación del automóvil. El problema es que la autopista urbana, al igual que su discurso, se agota rápido: incentiva la llegada de nuevos coches, que necesitan más carriles de circulación, que a su vez incentivan la llegada de más coches (tráfico inducido llaman al fenómeno). Además del modo caótico en que se desarrolló la zona (más de lo mismo, pero más lejos), apostar al automóvil particular como medio de transporte dejó a las torres en calidad de náufragos en una pequeña isla, los últimos sobrevivientes de un modelo de desarrollo urbano que murió en el intento.

Formas distintas, resultados similares, la historia se repitió en el sur de la ciudad. Más allá del discurso oficial de la hermandad de los pueblos reunidos en las olimpiadas culturales de 1968, la Ruta de la Amistad, conjunto de 19 esculturas instaladas a lo largo de 17 kilómetros del Anillo Periférico, sería un homenaje a la velocidad de un país que entraba de lleno a la modernidad. El “milagro mexicano” viajaba en automóvil; los grandes volúmenes, las formas simples, los colores llamativos, estaban pensados para su apreciación detrás de un volante. En la nueva ciudad la velocidad se mediría en esculturas por hora. El resto de la historia es conocido: los vicios urbanos de Satélite se repitieron en el sur, víctima del fraccionamiento irregular, de la nula planificación del territorio, y de la deshumanización de calles pensadas para y por el automóvil. Cuando la velocidad desapareció, la escultura también lo hizo. La congestión significó la muerte en vida de 19 monolitos que resultaron torpes en la lentitud del tráfico capitalino. La congestión no hizo más que apurar el abandono de las obras, que durante décadas quedaron como silenciosos barcos varados en la orilla de ríos de coches que avanzan sin moverse. Se vendió un terreno con una escultura en su interior, que durante años quedó en manos de un privado, pero a nadie le importó. Otras fueron víctima fácil de los vándalos; a nadie le importó. El guión se repite: el renacimiento de la utopía de la velocidad en la ciudad les daría una mano para salir del olvido. El arte como estorbo que limita la modernidad: interponerse en el paso de un segundo piso volvería a fijar los ojos en los monolitos.

Como mover esculturas es más fácil que modificar el trazado —y los intereses— de una gran obra de infraestructura vial, los antiguos monumentos serían redistribuidos en dos polos ubicados en las intersecciones de Periférico con Insurgentes y Tlalpan. Hacer de la destrucción urbana una oportunidad; muere la ruta pero nace algo mejor (toque de fanfarria): dos museos al aire libre en que el arte puede apreciarse desde las alturas y a su velocidad original. Los monumentos se reparan, se vuelven a pintar. Se les prepara una base en que se excava hasta llegar a la roca volcánica del pedregal. En el lugar más peligroso para caminar de todo México se proyecta un circuito peatonal y una ciclovía (nada más agradable que gozar de una escultura rodeado de automóviles). El olvido hace las cosas fáciles: las instituciones públicas que podrían estar involucradas no ponen piedras en el camino. Ni un vecino alza la voz ni se encadena a las esculturas. La comunidad académica no se da por enterada. En una ciudad de bloqueos y plantones, la mudanza se realiza sin contratiempos. No se sabe cuánto durará este nuevo romance entre arte público y las autopistas urbanas. Es probable que no mucho; como solución de movilidad, los segundos pisos han fracasado en todo el mundo y no se ve por qué la ciudad de México va a ser una excepción. Al multiplicar el espacio de circulación se vuelven un incentivo para la llegada de más automóviles, que se quedan atorados en sus puntos de entrada y salida, clásico cuello de botella de este tipo de infraestructuras. En pocos años, no sólo provocan un tráfico más lento que el original, sino también un espacio público sumamente degradado, hostil en extremo para quien quiera vivirlo sin un motor por delante. ¿Logrará la Ruta de la Amistad soportar un nuevo embate de la lentitud? Quizá su destino sea vagabundear conquistando nuevos territorios para la utopía de la velocidad urbana. No nos extrañemos si en cincuenta años vemos a las esculturas empacando sus bártulos (triques) para trasladarse a una nueva frontera urbana y seguir anunciando la buena nueva de la ciudad de la velocidad.

*Texto publicado en Arquine No.63 | Espacio |”La vuelta de los tótems de la velocidad”

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La Ruta y la Olimpiada https://arquine.com/la-ruta-y-la-olimpiada/ Mon, 06 May 2013 15:17:59 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-ruta-y-la-olimpiada/ La Ruta de la Amistad fue quizás el evento más importante de la Olimpiada Cultural que acompañó a los XIX Juegos Olímpicos de 1968. A nivel urbano presentó al mundo un modelo de ornamentación de ornamentación sin precedentes: escultura monumental y abstracta para decorar avenidas y carreteras.

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La Ruta de la Amistad fue quizás el evento más importante de la Olimpiada Cultural que acompañó a los XIX Juegos Olímpicos de 1968. A nivel urbano presentó al mundo un modelo de ornamentación de ornamentación sin precedentes: escultura monumental y abstracta para decorar avenidas y carreteras. El proyecto contó originalmente con la participación de 18 artistas de 15 países. Con este evento, la competencia y la rivalidad debían dar paso a la convivencia artística demostrando, con representantes de los cinco continentes, cómo las potencias más desarrolladas del globo y del tercer mundo –Occidente y el bloque comunista– podían trabajar en armonía con fines constructivos. Con su representatividad internacional, La Ruta de la Amistad confirmaba el lema de la Olimpiada: “Todo es posible en la paz.”

Un escenario “neutral”

La elección de la ciudad de México como sede de los XIX Juegos Olímpicos fue una noticia que tomó por sorpresa a más de uno. Muchos se mostraron escépticos, dentro y fuera del país; se consideraba que no se contaba con los recursos ni con la experiencia para llevar a buen término la organización de una Olimpiada. La decisión tomada por el Comité Olímpico Internacional, en su reunión de 1963 en Baden-Baden, pudo estar influida por el contexto político de la Guerra Fría.

A diferencia de otras ciudades candidatas –Lyon, Detroit–, México parecía representar una localidad “neutral”, un escenario poco problemático, al no contar con afiliaciones explícitas a un bloque (1). El Comité Organizador no tardó en capitalizar esta imagen del país: pronto la justa deportiva se volvería un evento promocionado bajo eslogans de amistad y paz. Esto, sin embargo, no redujo la ansiedad de quienes cuestionaban la capacidad operativa de México. La reserva se agudizó con el modelo presentado por Japón en 1964, donde hubo una inversión muy superior a lo que el país podía aspirar.

El Comité Organizador, presidido desde 1966 por el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, en sustitución del ex presidente Adolfo López Mateos, decidió crear en paralelo una Olimpiada Cultural para hacer el evento una plataforma sin precedentes. La iniciativa contaría con 20 eventos en correspondencia con las 20 pruebas deportivas. La Ruta de la Amistad es uno de ellos, quizás el más significativo en términos de dimensión y carácter permanente. Para la organización de este proyecto, Ramírez Vázquez enlistó el talento de Mathias Goeritz.

Del ideal a la realidad

Pareciera que desde su experiencia con las Torres de Satélite (1957-1958), realizadas en colaboración con Luis Barragán, Goeritz estaba interesado en la concepción de proyectos de esculturas para la carretera, piezas que serían apreciadas por la mirada en movimiento. Según su relato, desde 1966 trabajaba en un proyecto para crear dos carreteras que cruzarían el país, de norte a sur y del Pacífico al Golfo, con esculturas monumentales de hasta 300 metros de altura. Para Goeritz esta iniciativa contrarrestaría la monotonía de la carretera y los suburbios, otorgándoles identidad.

El proyecto, además, estaba pensado como una propuesta ornamental que suprimiera la esfera comercial, emblemáticamente representada en el anuncio espectacular y en su concomitante desorden visual. Goeritz también contemplaba una promesa de desarrollo y creación de comunidad. Las esculturas servirían como punto de referencia para agrupar a su alrededor una serie de establecimientos comerciales orientados a la industria de servicio. Asimismo, las esculturas podrían operar, a la manera de un menhir moderno, como acicate para el desarrollo de una comunidad con su propia industria local (2).

La magnitud del esquema formulado por Goeritz, sintetizado en un sistema carretero de dimensiones colosales, fue reducida de acuerdo con los recursos existentes para la organización de los juegos. Aunque en muchas ocasiones de ha proclamado que la Olimpiada Cultural recibió el apoyo y el interés de las naciones del mundo, el caso de La Ruta de la Amistad apunta a lo contrario. La construcción de las esculturas fue posible ya que las cámaras nacionales de las industrias del acero y del cemento las financiaron; en este sentido, el apoyo de los gobiernos de los países participantes fue casi inexistente. Además, la selección de los artistas fue decidida por Ramírez Vázquez y Goeritz, con excepción de los mexicanos, elegidos por un jurado institucional.

El arquitecto y el escultor se preocuparon en buscar entre sus amigos a un grupo de artistas que funcionara, en términos de representación, como un abanico del planeta. En el conjunto debía haber artistas de los cinco continentes y cumplir cuotas relativas a genéricas cuestiones de religión y de raza. Como es evidente al apreciar algunas piezas, estos criterios estuvieron por encima de los juicios estéticos.

Esculturas en movimiento

Finalmente, los artistas seleccionados fueron Willi Gutmann (Suiza), Milos Chlupac (Checoslovaquia), Kioshi Takahashi (Japón), Pierre Székely (Hungría), Gonzalo Fonseca (Uruguay), Constantino Nivola (Italia), Jacques Moeschal (Bélgica), Todd Williams (Estados Unidos), Grzegorz Kowalski (Polonia), Clement Meadmore (Australia), Herbert Bayer (Austria), Joop Beljon (Holanda), Itzhak Danziger (Israel), Olivier Seguin (Francia) y Mohamed Melehi (Marruecos).

Junto con estos 15 artistas internacionales y tres mexicanos (Ángel Gurría, Helen Escobedo y Jorge Dubón), fueron invitados tres artistas de honor: Alexander Calder, Germán Cueto y el mismo Goeritz, que ocupó el lugar de Henry Moore. La escultura que representa a España, realizada por Josep Maria Subirachs, e inquietantemente titulada La cruz de España, constituye un caso anómalo, ya que se construyó tras finalizar la Olimpiada. Una irregularidad sintomática del proceso de constitución e la Ruta de la Amistad.

Con excepción de los tres invitados de honor, los escultores participantes debían realizar piezas en concreto, de carácter monumental y abstracto. En términos de representación, por ejemplo, la poca especificación alrededor de la “abstracción” es responsable de la falta de unidad entre las piezas que forman el conjunto: existen desde ejercicios formales de repetición rítmica (Bayer) hasta esculturas con reminiscencias surrealistas (Székely). Al parecer, dentro de las especificaciones para la realización de las piezas, los organizadores olvidaran enfatizar que el proyecto estaba concebido para ser apreciado en movimiento desde la avenida.

La mayor debilidad de la Ruta de la Amistad como conjunto es la forma en que varias de las esculturas olvidan la presencia de un espectador móvil. Obras como las de Beljon, Gutmann o Székely ofrecen soluciones que parecen responder a las condiciones de otro tipo de situación. Aunque existen piezas que abordan la cuestión del espectador móvil de manera ejemplar, como la del palco Kowalski, para Goeritz la escultura que ofreció la mejor solución de acuerdo a la naturaleza del proyecto fue elaborada por Bayer. El muro articulado.

Los artistas participantes en la Ruta de la Amistad no se involucraron en la selección del sitio donde se ubicaron sus piezas; por lo mismo, sus diseños no responden explícitamente al contexto. Durante la construcción se dieron casos en los que las dimensiones de las piezas y los colores seleccionados fueron alterados sin el consentimiento de los artistas. Más allá de estos mínimos percances, La Ruta de la Amistad, como el resto de la organización de los juegos Olímpicos, fue éxito rotundo a nivel internacional.

Estética cosmopolita y espectáculo olímpico

El diseño integral de la XIX Olimpiada, del cual este conjunto escultórico forma parte, logró transmitir la imagen de un nuevo México, a través de un sistema de apariencias que apuntaba a una modernidad cosmopolita y de avanzada, a tono con las grandes capitales en Occidente. Al respecto, resultan emblemáticos el empleo de la escultura abstracta y cinética, los colores que remiten al arte pop y las soluciones gráficas cercanas al op art. También lo son el abierto rechazo a la representación realista y a la clave nacionalista que definió gran parte de la producción artística en México después de la Revolución. Algunos vieron este viraje como un signo de la entrada del país al “primer equipo” internacional. Los juegos sirvieron como “oportunidad para probar que el México caracterizado por los grandes sombreros y el nacionalismo recalcitrante ya no existía; en su lugar, se presentaba ante la comunidad internacional como un país moderno”.

Además de sintetizar una nueva imagen del país, próxima a convertirse en centro metropolitano, la solución de diseño integral de la Olimpiada transformó la ciudad ocultando las grietas sociales existentes en la superficie. La totalidad del paisaje construido adquirió un nuevo colorido, la decoración conquistó a la ciudad, globos de grandes dimensiones se encontraban suspendidos en el cielo. El efecto de este espectáculo sobre el sentido crítico se aprecia en un artículo de David Shirley, editor de arte de la revista Newsweek en 1968, donde describe las “zonas marginales” de la Ciudad de México como un “ideal de empobrecimiento una vez que sus habitantes adoptaron la moda del color, transformando sus viviendas en caleidoscopios de colores deslumbrantes”3.

El ocultamiento que orquestaron las Olimpiadas fue, sin embargo, mucho más amplio. Al proyectarse como un evento que abanderaba las causas de la paz y la amistad entre las naciones, los Juegos Olímpicos cubrían con su espectáculo la turbulenta realidad histórica del 68, tanto dentro del país como en varios puntos del globo. Con su representación de una fraternidad planetaria, La Ruta de la Amistad participó en este engranaje.

Los Juegos Olímpicos de México 68 fueron también ámbito de protesta contra su orden espectacular, festivo y de falsa reconciliación. Los gestos de varios atletas durante las ceremonias de premiación y numerosos casos que subvirtieron las imágenes gráficas de la Olimpiada son prueba de esto. La Ruta de la Amistad no fue la excepción.

Días antes de finalizarse su construcción, en coincidencia con la invasión de Checoslovaquia por la Unión Soviética, la escultura del checo Milos Chlupac fue pintada con consignas, borradas de inmediato por las autoridades. El acto fue adjudicado a un grupo de estudiantes tras haber asistido a un mitin. El gesto estableció una unión de singularidades que rebasa las nacionalidades, trastocando la imagen –sintetizada en el conjunto escultórico– del mundo como una gran fiesta entre amigos. Considerando su carácter de arte público, la intervención a esta escultura evidencia una práctica de apropiación del espacio urbano que definió a la mayor parte de los movimientos sociales del 68.

*Texto publicado en Arquine No. 46 | Proyectos olímpicos: México y China | “La Ruta de la Amistad y el espectáculo olímpico”

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Estado y diseño gráfico https://arquine.com/estado-y-diseno-grafico/ Wed, 17 Apr 2013 21:18:47 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/estado-y-diseno-grafico/ Cuando el gobierno mexicano obtuvo la sede olímpica, tenía escasos 27 meses para resolver toda la infraestructura que se requería. En 1966 se nombró al arquitecto Pedro Ramírez Vázquez como Presidente del Comité Organizador de los Juegos Olímpicos.

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La sociedad de consumo masivo del siglo XX requería lenguajes más inmediatos y reproducibles a gran escala. Por ello el acento del diseño gráfico ya no se encontraba en la imagen bella, sino en una que comunicara rápida y eficazmente. La segunda posguerra necesitó de nuevos sistemas de identificación visual que unificaran partes diversas con un todo, condensando el mensaje gráfico. Esta fue la tendencia de las grandes corporaciones en los años sesenta para sostener su oferta en la competencia febril del mercado.

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El inédito lenguaje comunicacional se estableció en iconos de trazos isométricos y lineales, en los que se calcula con exactitud la figura y la tipografía por medio de un sistema de redes, que lo mismo se aplica a carteles, que a empaques, aviones, textiles, etc. Así se estandarizó un sistema de identificación cerrado, univoco de marca, que se empezó a generalizar en la señalización de aeropuertos y transportes. El diseño gráfico de identidad conceptual resultaba de gran utilidad; en particular en los eventos internacionales, como las ferias internacionales y juegos olímpicos, donde la información planeada, funcional y de fácil comprensión era imprescindible para orientar y acomodar multitudes de públicos internacionales plurilingües. En esos años, los Juegos Olímpicos no sólo eran el evento deportivo más grande del mundo, sino también el que tenía mayor visibilidad internacional, transmitido al televidente por medio de la comunicación satelital. Difícil reto era diseñar una imagen que reflejara acertadamente la tradición cultural del país anfitrión y las características de los juegos. La olimpiada de Tokio (1964) había marcado un precedente muy importante en el diseño olímpico, al crear un sistema informativo de íconos con figuras oscuras y líneas rectas de la figura humana, mediante el uso del color para todos los eventos y lugares de los juegos.

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Diseño editorial y diseño corporativo

Cuando el gobierno mexicano obtuvo la sede olímpica, tenía escasos 27 meses para resolver toda la infraestructura que se requería; antes había tenido que combatir grandes prejuicios: la falta de capacidad organizativa y de infraestructura propios de un país del tercer mundo, y los efectos adversos de la altura sobre el rendimiento de los atletas. Restos que se superaron mediante dos pilares básicos: el apoyo incondicional del gobierno y una vigorosa campaña publicitaria para conmover y motivar la participación olímpica en México. Para tener el control completo del proyecto gubernamental, comprensiblemente, se eligió a personas aligadas al régimen. Así en 1966 se nombró al arquitecto Pedro Ramírez Vázquez como Presidente del Comité Organizador de los Juegos Olímpicos, cuya capacidad organizativa se reveló en el éxito del evento. Ramírez Vázquez había estado en la olimpiada de Japón, captando la importancia del diseño visual. Formó su equipo con arquitectos de su confianza, contratando para el diseño gráfico a Lance Wyman: para el diseño industrial a Peter Murdoch, y a Beatrice Trueblood en el área de publicaciones. Ante las críticas por la contratación de extranjeros, Ramírez Vázquez afirmó que no había diseñadores gráficos en México.

En realidad, en los años sesenta había en el país un buen grado de desarrollo del diseño grafico editorial, sin embargo, se ignoró y subestimó la experiencia de Vicente Rojo y de otros valiosos profesionales del estilo moderno en la Imprenta Madero. Sin embargo, el diseño de identidad corporativo estaba restringido a las marcas de las grandes corporaciones nacionales y extranjeras, en un mercado protegido por el gobierno. En ese entonces la ciudad de México tenía seis millones de habitantes y aún conservaba sus circuitos comerciales y culturales en un solo centro. Ello explica porque no se requería de muchos anuncios citadinos; pues con situar algunos en los puntos más transitados era suficiente. No obstante, la eficacia y el impacto logrados en el evento trajeron nuevos aprendizajes y aportaron al desarrollo profesional una conciencia sobre el papel del diseño de identidad corporativa, aplicado de inmediato a la primera línea del Metro.

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Una estrategia de imagen moderna

Para enfrentar el reto y los prejuicios en contra de México como sede de los XIX Juegos olímpicos, se requería de una suerte de campaña publicitaria. Por ello, el eje principal se desenvolvió –entre los años 1966 y 1968– en el promedio del diseño gráfico corporativo, denominado “Programa de Identidad”, por medio del cual se recaudaron fondos (públicos y privados) para sufragar la cuantiosa inversión. Asimismo se invito a personalidades destacadas de la cultura; se aseguro al Comité Olímpico  Internacional de la capacidad organizativa del Comité Olímpico Mexicano y de que la altura de la ciudad no afectaría a los deportista; se atrajo a los países y organizaciones deportivas de todo el mundo a participar en el evento y se convenció al público general a asistir a los juegos. Una estrategia para ampliar la participación internacional fue la realización paralela de una Olimpiada Cultural. Otra táctica para lograr apoyo y financiamiento fue difundir la idea de mostrar nuevos valores, ya no con acento nacionalista sino acorde con un nuevo rostro moderno del país.

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Desde 1966, esta operación recayó en el equipo de 200 especialistas. Las ideas iniciales para el logotipo fueron de Ramírez Vázquez y Eduardo Terrazas: insertar los aros olímpicos en los números del 68 y utilizar las líneas de estambres de los huicholes mexicanos, ideas que Wyman resumió de forma original y rigurosa: con trazos del estilo imperante Op art, formó la palabra México y le configuro movimiento virtual-cinético a base de líneas concéntricas, paralelas y divergentes, para dar la sensación de expansión; una imagen sumamente sugestiva, vibrante e innovadora para un logotipo. Wyman también desarrolló el alfabeto con las líneas paralelas y entrelazadas aplicado a todos los productos; no sólo los gráficos sino de señalización urbana, deportiva y arquitectónica. Jesús Virchez diseñó los 20 íconos deportivos (1), con figuras negras como siluetas, en las que utilizó un plano en close up de un detalle significativo del cuerpo del atleta y del deporte, en una condensación de la idea novedosa: un brazo con líneas para la natación, un pie con spikes para el atletismo, un balón etc., los cuales se homogenizaron con un sistema de fondos de color, uno para cada deporte, en cuadrados con los vértices redondeados. Los 20 símbolos de la Olimpiada Cultural fueron diseñados por Wyman y Terrazas, distinguiéndolos con un cuadrado de vértices redondeados, pero con un acento más profundo que el de los deportivos, como si se tratara de la silueta de un glifo maya. Los 35 iconos de los servicios los diseñaron en conjunto Wyman y Beatrice Cole; un fondo negro circular con el símbolo en blanco. Cole diseño la paloma de la paz que sirvió como emblema de la olimpiada mexicana: “Todo es posible en la paz”. Las distintas combinaciones de fuertes colores, con mezclas y psicodélicas, formando letras rosas y moradas con aros anaranjados; amarillas y anaranjadas con aros azules y moradas; rosa y fondo gris, o verde y rosa con aros negros. Iconos y colores se aplicaron en 451 publicaciones, en 650 mamparas promocionales plegables y, para la ambientación y señalización urbana, en 39 objetos diferentes y 30 souvenirs. (2)

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La identidad y la máscara

El diseño gráfico de la olimpiada del 68 se convirtió en el embajador visual de los juegos a nivel internacional y en sus aplicaciones rompieron en nuestro país los límites entre el diseño gráfico, ambiental y arquitectónico, con un sistema unificador de identidad visual eficaz que se convirtió en norma. El programa se completó en la abrumadora producción de 11,168,650 ejemplares de publicaciones (3), incluyendo carteles, periódicos murales, calcomanías, botines, reglamentos, menús, timbres, estandartes, kioscos, globos, vestidos, etc., con una unidad de líneas, íconos y colores para señalizar cada evento. El resultado fue una explosión de gráfica y color por toda la ciudad, nunca realizada a esa escala en México. El diseño olímpico del 68 tuvo un lenguaje tan vigoroso, que también modernizó la forma de propaganda política de la protesta. Los estudiantes mexicanos resignificaron los símbolos olímpicos y estos se transformaron en los iconos de la represión, tan potentes como la paloma de la paz atravesada por una bayoneta. Después de la masacre del 2 de octubre, la imagen tan cuidada de la olimpiada fue vista como una máscara urdida por los aparatos del Estado para ocultar la rebeldía juvenil. La imagen de los deportistas afroamericanos con el puño levantado de los Black Panthers, le dio al evento su dimensión política en todo el mundo. Esa máscara siguió usándose en otras olimpiadas, de Múnich a Pekín.

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*Texto publicado en Arquine No. 46 | Proyectos olímpicos: México y China | “Estado y diseño gráfico”


 

Notas

1. Documento firmado por Ramírez Vázquez, en poder de la familia Virchez.

2. Comité Organizador, Los juegos de la XIX olimpiada en México-68, México, Departamento de Publicaciones-Beatrice Trueblood, 1968, pp. 277-290.

3. Íbidem

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