Resultados de búsqueda para la etiqueta [Metrópoli ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Fri, 04 Nov 2022 04:57:27 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.2 Arquitectura, Ingeniería y forma | Conversación con William Baker de SOM https://arquine.com/arquitectura-ingenieria-y-forma-conversacion-con-william-baker-de-som/ Thu, 17 Oct 2019 20:51:35 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/arquitectura-ingenieria-y-forma-conversacion-con-william-baker-de-som/ En el marco de Mextrópoli 2019 conversamos con William Baker de la firma Skidmore Owings & Merrill.

El cargo Arquitectura, Ingeniería y forma | Conversación con William Baker de SOM apareció primero en Arquine.

]]>
Presentado por:

El cargo Arquitectura, Ingeniería y forma | Conversación con William Baker de SOM apareció primero en Arquine.

]]>
Con-vencida arquitectura https://arquine.com/con-vencida-arquitectura/ Tue, 28 May 2019 10:00:47 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/con-vencida-arquitectura/ Pensar todo límite exclusivamente como pertenencia, antes que aquello a lo que pertenecemos, es la derrota de otro mundo posible, el con-vencimiento del que procuramos habitar.

El cargo Con-vencida arquitectura apareció primero en Arquine.

]]>
De la opinión que crea adherencias se dice que es convincente. Siempre hay una derrota en el convencimiento. Con-vertir al otro —(con)vencerle— aumenta los seguidores del poderoso.

Chantal Maillard

El lenguaje y la arquitectura unifican y dan límites a la realidad humana.

Alberto Pérez-Gómez

La arquitectura debe poseer el poder de la palabra.

Karsten Harries

Quienes vivían en el desierto no tenían casas, sino tiendas. Y en las tiendas no hay puertas. La puerta es toda una metáfora de lo propio contra la necesidad del otro.

Darío Sztajnszrajber

 

Que los límites son hasta ahora necesidad humana es algo innegable. Que trazar y resguardarse en dichos límites signifique hacer lo propio es cuestionable. Pero pensar todo límite exclusivamente como pertenencia, antes que aquello a lo que pertenecemos, es la derrota de otro mundo posible, el con-vencimiento del que procuramos habitar.

Puerta: palabra incuestionada que en su relación contemporánea da forma y naturaliza a la propiedad privada. Sobre ella, un puñado de ecos que la refuerzan o sustituyen: timbre, cerradura, alarma, control de acceso. ¿Quién estaría dispuesto a construir hoy espacios sin filtros? ¿Quién volvería su casa atrincherada, una tienda hospitalaria del desierto?

De la provisionalidad, fragilidad, permeabilidad, sobriedad y hasta escasez del hogar de quien habita lo recóndito, se puede aprender que lo propio yace en lo que se da, que se está más dentro cuanto más abarcamos un nosotros. Como quien habita aún los desiertos de Marruecos: en sus tiendas humildes; reciben a todo caminante como huésped, a todo desconocido como invitado de honor. «Ahora ya conoces mi pobreza y la has hecho tuya, vuelve cuando quieras y trae a los tuyos también», recibió como despedida estas palabras el escritor argentino Hugo Mujica en uno de sus viajes al desierto. 

En realidad, cuanto más nos atrincheramos en un «adentro», más «afuera» tenemos la sensación de estar. ¿Cómo es esto posible? Al respecto el filósofo Peter Sloterdijk comenta en su libro Esferas II:  

Las ciudades se amurallan de pronto con tanta solidez, no porque sus habitantes sintieran de repente mucho más miedo ante los enemigos reales o imaginarios en la lejanía, sino porque el exterior ha entrado en ellos mismos como gran formaticidad, como pánico divino, y exige en ellos dimensión y representación.(1)

Lo que yace en cada propiedad atrincherada, en cada interioridad negada, es un exterior que se ha engendrado dentro, no ya de nuestra casa o la ciudad, sino en nosotros mismos. 

Muchos de estos «pánicos divinos», que exigen «dimensión» y «representación», se han visto materializados a lo largo de la historia de la arquitectura. Y es que el mundo siempre ha necesitado de ella para moldear su realidad, de ahí que en la era de la productividad, tuviésemos que inviernos la teatralidad del hospital psiquiátrico, para darle su lugar al loco. Figura que, a finales del siglo XV, tenía por lugar los barcos que iban y venían de una ciudad a otra. Darles este lugar tenía por intención «transformar al loco en prisionero del viaje».(2)

Entre lo primitivo de hacerlos prisioneros en un barco, y encerrarlos de forma institucionalizada en un espacio fijo, no hay gran diferencia. De hospital se tiene poco, puesto que lo hospitalario es aquello que recibe al invitado: quien lo acoge, no quien lo encierra. Quien le tiende una carpa, no quien lo arroja un lugar con cerraduras. Invitado, no recluso. Recepción del otro por su otredad, no búsqueda de su con-versión y transformación productiva. 

Como le expresaría Manfredo Tafuri desde los años 80 en su Crítica radical a la arquitectura: la arquitectura y el urbanismo, como «ciencias de gobierno», tienen la facultad de naturalizar el orden capitalista.(3)

Todo lo que se hace desde nuestro oficio extiende los valores del mercado: productividad, utilidad, derrama, consumo, y claro está: posesión y propiedad. Toda arquitectura contemporánea se centra en el negocio. Palabra que etimológicamente significa: negación del ocio, es decir: destrucción de todo tiempo libre. Esclavitud. 

Si es la negación del ocio quien abarca todo hacer contemporáneo, el juego es, en este sentido, la actividad capaz de engendrar al tiempo libre. A lo no productivo. Sin ser ingenuos, tendríamos que hacer del juego un hábito, sin caer por ello en las trampas totalizadoras del mercado, volviendo sin demasiado esfuerzo, a todo juego útil, a todo tiempo libre conveniente para la acumulación del capital.

Consejo Nocturno, en su libro: Un habitar más fuerte que la metrópoli, nos sugiere: 

El juego es el componente principal de las formas de habitar. Por ejemplo: para recorrer un laberinto se requiere habilidad, astucia, destreza, en resumen: técnica. El laberinto solo puede jugarse: fuerza la existencia de un tiempo no-productivo, que requiere de soltura y tacto para habitar y trasladarse. 

Al igual que un laberinto, una morada vernácula –no profesionalizada- no se conoce de antemano, sino que se construye a medida que se recorre.(4)

Dédalo, considerado el primer arquitecto en la historia de occidente, creó un artefacto para que la reina Pasifae pudiese ser fecundada por un toro del que estaba enamorada. El resultado de dicho encuentro es el nacimiento del primer minotauro: mitad toro, mitad humano, para quien, más tarde, Dédalo construiría también el primer laberinto: su casa y escondite. Arquitectura: posibilidad de nuevos seres. 

Una cultura que no está dispuesta a engendrar lo nuevo es una cultura con-vencida. Vencida ante el discurso que los domina. 

Ante el con-vencimiento de cada una de las palabras, se hace necesario como nunca analizar su uso contemporáneo, no solo el de una puerta, casa, tienda u hospital, no solo lo propio y lo ajeno, no solo el negocio y el juego. También el limitado glosario de creación espacial donde entra nuestro decadente oficio, donde solo cabe en un diminuto recetario: vivienda, comercio, oficinas y a su patética hibridación.

«Vivimos las cosas sin poder reflejarlas, cercanos a una actividad extenuante y, en el fondo, alejados de la creación»(5)

 ¿Dónde está la arquitectura de Dédalo capaz de generar nuevos seres, de hacer artefactos que posibiliten fecundar lo imposible? ¿Dónde el lugar capaz de ocultarlos? ¿Dónde un dentro que sea para todos?  Va siendo tiempo no solo de atender la necesidad de otros, también de engendrarlos. Que la arquitectura posea, el poder de la palabra, de la creación. 


Notas

 

  1. Sltoterdijk, Peter.  (2004).  Esferas II: Globos. Macrosferología, Madrid, España: Siruela
  2. García Canal, María Inés. (200&)  Espacio y poder: el espacio en la reflexión de Michel Foucault, México, DF: UAM-X
  3. Tafuri, Manfredo, Cacciari, Masimo, Dal Co, Francesco (1987). De la vanguardia a la metrópoli: Critica radical a la arquitectura, Barcelona, España: Gustavo Gili.
  4. Consejo nocturno (2018). Un habitar más fuerte que la metrópoli, La Rioja, España: Pepitas Ed.
  5. Mendonça, José Tolentino. (2017). Pequeña teología de la lentitud, Barcelona, España: Fragmenta Editorial

El cargo Con-vencida arquitectura apareció primero en Arquine.

]]>
¿Ya nos perdimos? La ciudad y su representación https://arquine.com/ya-nos-perdimos-la-ciudad-y-su-representacion/ Wed, 06 Mar 2019 14:45:06 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/ya-nos-perdimos-la-ciudad-y-su-representacion/ Pertenezco a la generación que pasó de la traza urbana figurativa a la abstracta. La ciudad se convirtió para nosotros en el inconmensurable espacio que nos contiene. Nunca antes la especie humana había visto multiplicarse de ese modo a sus vecinos. Esto obliga a conocer la totalidad por sus fragmentos.

El cargo ¿Ya nos perdimos? La ciudad y su representación apareció primero en Arquine.

]]>
Presentado por:

En 1958, dos años después de que se inaugurara la Torre Latinoamericana, Carlos Fuentes publicó La región más transparente. No se trataba de la primera novela urbana, pero sí de la primera que convertía a la capital en protagonista absoluta del relato. Al modo de Manhattan Transfer, de John Dos Passos, o Berlin Alexanderplatz, de Alfred Döblin, Fuentes buscaba captar al D. F. en su conjunto.

Hoy en día ese propósito es imposible y en todo caso requeriría de una asamblea de escritores. Pertenezco a la generación que pasó de la traza urbana figurativa a la abstracta. La ciudad se convirtió para nosotros en el inconmensurable espacio que nos contiene. Nunca antes la especie humana había visto multiplicarse de ese modo a sus vecinos. Esto obliga a conocer la totalidad por sus fragmentos. «El mundo existe para imaginarlo roto», afirma Gustav Meyrink en El Golem. «Orientarse» en el D. F. significa reunir pedazos, trozos sueltos, partículas de partículas, para conjeturar la figura que los articula. La desorientación incluye al tiempo, no sólo porque la demora ya es una tradición, sino porque el territorio es tan extenso que podría admitir distintos husos horarios. En 2001 la ciudad estuvo a punto de tener dos temporalidades. Vicente Fox propuso un horario de verano y el jefe de gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador, se negó a acatarlo. Como hay calles en las que una acera está en el D. F. y la otra en el Estado de México, se creó la posibilidad de ganar o perder una hora en cinco metros. Por desgracia, los políticos se pusieron de acuerdo y no tuvimos oportunidad de cruzar la calle para refutar el tiempo.

¿Cómo definir un territorio que se desparrama para negar la noción de forma? Un espacio desmedido se entiende a través del movimiento: la ciudad existe en la medida en que vamos de un lugar a otro. La capital semeja una hípernovela electrónica. Cuando acabas un capítulo, otro se descarga. Nadie conocerá nunca la novela entera. Hay que entenderla de manera transversal, por los itinerarios que la articulan. El lector debe avanzar ahí como el caballo de ajedrez. A diferencia de lo que ocurre en la danza, en el ajedrez el movimiento no es estético en un sentido físico sino intelectual; convierte el traslado en una forma del pensamiento. Como el matemático, el ajedrecista produce una «solución elegante», inteligencia que se desplaza. Algo equivalente ocurre con la ciudad de México: mejora al ser atravesada, es decir, entendida. ¿Qué tan devastada está?, ¿qué tan fea es? Estas preguntas son especulativas porque es imposible conocer la metrópoli entera. Por ello, recorrerla sin extraviarse, urdir una ruta, seguir un decurso con principio y fin, representa un logro mental. Como las piezas de ajedrez, los viajeros sortean obstáculos para sobrevivir; al hacerlo, dotan de sentido al caos. En «Historia del guerrero y de la cautiva», Borges se ocupa del confuso heroísmo de Droctulft, un bárbaro que se dispone a destruir Ravena, pero admira tanto sus edificios que cambia de bando y muere defendiendo la ciudad. De acuerdo con Borges, Droctulft no es un traidor sino un converso. El rudo habitante de las ciénagas donde abreva el jabalí, reconoció en las plazas y los monumentos italianos un designio que lo superaba de modo impreciso. Sería exagerado decir que comprendió la ciudad. Intuyó con extrema vaguedad los propósitos de esa arquitectura, pero fue capaz de un atrevimiento intelectual: se supo inferior a ellos.

Un pasaje del relato resume esta iluminación: Droctulft «ve un conjunto que es múltiple sin desorden; ve una ciudad, un organismo hecho de estatuas, de templos, de jardines, de habitaciones, de gradas, de jarrones, de capiteles, de espacios regulares y abiertos. Ninguna de esas fábricas (lo sé) lo impresiona por bella; lo tocan como ahora nos tocaría una maquinaria compleja, cuyo fin ignoráramos, pero en cuyo diseño se adivinara una inteligencia inmortal. Quizá le basta ver un solo arco, con una incomprensible inscripción en eternas letras romanas. Bruscamente lo ciega y lo renueva esta revelación, la ciudad. Sabe que en ella será un perro, o un niño, y que no empezará siquiera a entenderla, pero sabe también que ella vale más que sus dioses». Borges ubica al legendario Droctulft en el siglo VI, un tiempo en que lo urbano tenía un sentido edificante. El bárbaro acepta recorrer la urbe como lo haría un perro y decide rendirle sus cuchillos, defender el prodigio que lo excede. La «Historia del guerrero y de la cautiva» fue escrita en la década del cuarenta, cuando Buenos Aires ya no calificaba como «un conjunto que es múltiple sin desorden», pero aún tenía un contorno precisable. Aunque Viena había sido bautizada como «laboratorio para el fin de los tiempos» por Karl Kraus y Londres como «un laberinto roto» por el propio Borges, las metrópolis de mediados de siglo se extendían como un sueño interpretable. Confuso y desmesurado, pero interpretable. La Ravena del siglo VI representa un sueño que sería pervertido en los siglos por venir, el croquis de la razón distorsionado por las aglomeraciones posteriores y sus ruidosas motocicletas. Imaginarla significa volver a las primeras calles, al espacio organizado que adiestra a sus moradores y convierte a los bárbaros. La ciudad como bastión de la esperanza, donde los edificios dialogan entre sí. No es casual que un habitante de la Tenochtitlan de fin de siglo haya escrito un relato que revierte el destino de Droctluft. En «Grenzgänger», Javier García Galiano narra la historia de un cartero en Berlín, a fines de la Segunda Guerra Mundial, en el momento en que los edificios de la avenida Unter den Linden arden con las bombas de los aliados. A pesar de la metralla y de que los vecinos casi no sostienen correspondencia, el cartero hace su recorrido de siempre. De modo sigiloso, sus pasos articulan una ciudad que se derrumba. En este transitable apocalipsis conoce a un soldado soviético, un tártaro reclutado en las estepas, y le ofrece asilo. Poco después, cuando el Ejército Rojo toma Berlín, el cartero es traicionado por su huésped. Hasta aquí, la historia revela la pasión de un hombre por el barrio que le tocó en suerte y la ingratitud del huésped. Pero falta una pieza en el tablero: la ruta del tártaro en Europa. Aquel campesino desplazado a Berlín no conocía otra cosa que ciudades en llamas. A diferencia de Droctulft, no encontró las avenidas de una «inteligencia inmortal», sino un caos degradante. Ante el resplandor cárdeno de las llamas, supuso que ahí no cabía otra conducta que el vejamen. Si Ravena convierte a un destructor en ciudadano, el incendio de Berlín convierte a un refugiado en traidor. Las lecciones urbanas modifican su temario.

Hoy en día, las macrópolis carecen de confines. Sólo en su respectivo Museo de la Ciudad conservan viejas imágenes de sí mismas, vestigios de un orden comprensible. Vistas en el presente, sugieren que su inmensidad ha crecido por azar o error, no por empeño voluntario. La ciudad de México no necesitó de las tempestades de acero de Berlín para aniquilar su territorio. Y, sin embargo, aún cautiva a las hordas que vienen de lejos. No tenemos escalinatas ni capiteles ni plazas de pulidas piedras; formamos una aglomeración turbia e incalculable. Pero la gente no deja de llegar. El verdadero espanto no proviene del entorno sino de la certeza de que hay sitios peores. No sabemos con exactitud dónde se encuentran, pero sabemos que existen. La esperanza de morir aquí es distinta a la que decidió la suerte del guerrero Droctulft, pero igual de cierta y estremecedora: ofrecemos un horror preferible.

La representación literaria de la ciudad ha cambiado tanto como el paisaje urbano. ¿Qué puede decir la ficción de un sitio que en 1950 tenía 2.9 millones de habitantes; en 1970, 11.8 millones, y en el año 2013 se acerca a un número que parece una llamada de emergencia ante el apocalipsis: 20 millones?

En Las ciudades invisibles, Italo Calvino discute las posibilidades del dibujo urbano: «el catálogo de las formas es inmenso: hasta que cada forma haya encontrado su ciudad, nuevas ciudades seguirán naciendo». Este repertorio incluye, por supuesto, a la ciudad sin forma, que los topógrafos aéreos llaman «mancha urbana» y que existe bajo los nombres de Tokio, Los Ángeles, Calcuta, São Paulo o México D. F.

La fama de ciertas ciudades míticas dependía de los caminos que llevaban a sus puertas. Los atajos de la cristiandad conducen a Roma; en cambio, la Atlántida fascina porque su vía de acceso se ha perdido. Otras ciudades deben su reputación al esfuerzo necesario para llegar ahí. Después de cruzar un inmenso desierto, el viajero se rinde ante Samarkanda; el auténtico prodigio es haber llegado.

La ciudad de México cautiva del modo opuesto; el reto no es llegar ahí, sino atravesarla. Las megalópolis están hechas para la travesía interna, un mar donde el puerto ha quedado fuera. En Die Unwirklichkeit der Städte (La irrealidad de las ciudades), Klaus R. Scherpe sostiene que la ciudad moderna depende de la construcción y la posmoderna de sus funciones (más que un espacio edificable, es un escenario de desplazamientos). La ciudad moderna tiene un apetito devorador de huecos, la posmoderna se interesa menos en la realidad física; es una complicada región de tránsito, un acarreo de gente que sigue flechas e informaciones que palpitan en pantallas cibernéticas.

Estos cambios en la representación urbana han tenido un correlato en la literatura. La novela del siglo XIX tendió a ver el territorio como un todo difícil de abarcar, pero a fin de cuentas articulado. En Nuestra Señora de París, Victor Hugo enfrenta la ciudad como el libro de piedra que debe descifrar. A principios del siglo XX, Alfred Döblin se extravía en el laberinto berlinés y declara: «Berlín es en gran medida invisible». Una imagen unifica las novelas urbanas de la primera mitad del siglo XX: la jungla de cemento. Un lugar para perder la brújula de las calles y de uno mismo. «Babilonia», «Sodoma», «Babel» son los humillantes apodos que recibe este paraje de extravío. La selva de hierro y argamasa representa un desafío moral y recibe las invectivas de «monstruo», «hidra», «puta».

En sus arrabales sin término, el ciudadano se expone a cautivadoras amenazas; los muros lo aíslan, las maquinarias lo desviven, la muchedumbre borra su rostro, el trabajo lo enajena. En 1931, en su novela Los lanzallamas, Roberto Arlt logró un intenso pasaje de la deshumanización citadina: «En complicidad con ingenieros y médicos, han dicho: el hombre duerme ocho horas. Para respirar, necesita tantos metros cúbicos de aire. Para no pudrirse y pudrirnos a nosotros, que sería lo grave, son indispensables tantos metros cuadrados de sol, y con este criterio fabricaron las ciudades. En tanto, el cuerpo sufre». La capital que devora y nulifica ha merecido numerosos bautizos literarios, del escatológico «Cacania» de Robert Musil a la triple D de James Joyce: Dear Dirty Dublin. La jungla urbana obedece a un insaciable crecimiento físico y a la savia corruptora que la irriga.

A partir de la segunda mitad del siglo XX predomina una metáfora horizontal: la ciudad como océano, infinita zona de traslado. Las metrópolis de hoy enfrentan problemas superiores a los incipientes laberintos en los que Walter Benjamin buscaba perderse. Por ello, el misterio es que funcionen. Elio Vittorini ideó una estrategia para captar en pequeña escala el mecanismo de cualquier ciudad. Desde el título, su novela más importante aceptó el castigo de quedar inconclusa. Se llama Las ciudades del mundo. El otro título que Vittorini tomó en cuenta fue Los derechos del hombre. Ambos aluden a una visión universal; sin embargo, la originalidad del novelista dependió de restringir al máximo su inagotable escenario. Todas las «ciudades del mundo» están en Sicilia. Cada pueblo brinda la fórmula de otro posible. Entender el mecanismo de ciertas plazas y el patrón lógico que reunió a sus habitantes significa descubrir que en Scicli está Jerusalén. El título de Vittorini es exacto: en cada ciudad está la matriz de cualquier otra ciudad.

Si el método del novelista siciliano consiste en exceder la mirada, en generalizar al máximo un alfabeto reducido, el de su discípulo Italo Calvino es el opuesto; describe lo que no se ha visto. Puesto que todo paisaje urbano responde a usos determinados, basta encontrar su modo operativo para derivar de ahí sus calles y sus costumbres. Tal es el principio rector de Las ciudades invisibles. En su novela La ciudad ausente, Ricardo Piglia ahonda el procedimiento; la trama y los personajes sugieren un paisaje, un conjunto que determina las historias, pero que no se describe y sólo se conoce por rigurosa inferencia. Este territorio omnipresente e intangible simboliza a las macrópolis que nos exceden.

Representar ciudades desde la ficción obliga a dotarlas de una lógica, a crear relatos que permitan habitarlas.


Este texto se publicó en el libro Habla Ciudad, con motivo de la primera edición del Festival de Arquitectura y Ciudad MEXTRÓPOLI. Aparta la fecha y acompáñanos a vivir la ciudad extraordinaria en su próxima edición que tendrá lugar del 9 al 12 de marzo de 2019. 

El cargo ¿Ya nos perdimos? La ciudad y su representación apareció primero en Arquine.

]]>
Habitar contra la metrópoli https://arquine.com/habitar-contra-la-metropoli/ Mon, 03 Sep 2018 13:00:30 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/habitar-contra-la-metropoli/ Para el "consejo nocturno", en las existencias metropolitanas lo que predomina son modos distantes de socialización sin convivialidad. Pensar en nosotros implica por tanto intentar concebir un habitar más fuerte que la metrópoli.

El cargo Habitar contra la metrópoli apareció primero en Arquine.

]]>
La  metrópoli  se  ha  convertido en  una  megafábrica  sobre  la que  se abate una tormenta de fuego sin precedentes.

Marcello Tarì, Un comunismo más fuerte que la metrópoli

 

Al inicio de su libro De las causas de la grandeza de las ciudades, publicado en 1588, Giovanni Botero dice: “Llámase ciudad, muchos hombres recogidos en un lugar para vivir con felicidad; y grandeza de ciudad se llama no el espacio del sitio o lo que rodean los muros sino la muchedumbre de los vecinos y su poder; y los hombres se juntan movidos por la autoridad, o por la fuerza o por el placer o del producto que de ellos resulta” (traducción de Antonio de Herrera, publicada en Madrid, 1593). Como, entre otros, Vitruvio, mil quinientos años antes, o Rousseau, un par de siglos después, Botero imagina a los primeros hombres habitando “esparcidos por los montes y por los llanos, casi como bestias, sin ley, sin conformidad de costumbres y sin manera de política conversación”. Fuera de la ciudad no hay civilización posible y con Botero se afirma la idea de que la ciudad es su población y su fuerza la cantidad de la misma e, incluso, usando términos contemporáneos, su densidad.

Poco más de tres siglos después de Botero, Georg Simmel publicó, en 1903, uno de sus textos más conocidos y citados, La metrópolis y la vida mental. Simmel inicia diciendo que “los problemas más profundos de la vida moderna surgen del intento del individuo de mantener la independencia y la individualidad de su existencia frente a las avasalladoras fuerzas sociales que comprenden tanto la herencia histórica, la cultura externa, como la técnica de la vida.” Esa vida moderna es la del sujeto que piensa que es sólo porque piensa solo. Los otros se vuelven así una fuerza avasalladora frente a la que el individuo se revela rebelándose. Si en la idea política —biopolítica, dirá Andrea Cavalletti— de Botero de la ciudad como la relación de una población y un territorio, el límite inferior lo marca la disgregación, para Simmel el límite superior también apunta, en cierto sentido, a otro tipo de disgregación. “Entre más pequeño sea el círculo que forma nuestro entorno” —dice Simmel— “y más restringidas las relaciones que tienen capacidad de trascender los límites, mayor será la ansiedad de la estrecha comunidad al vigilar los logros, la conducta y las opiniones del individuo.” Eso que el dicho traduce como pueblo chico, infierno grande. La vida mental metropolitana, en cambio, “le concede al individuo un espacio y un tipo de libertad personal sin parangón alguno bajo otras condiciones.” O, como explica el consejo nocturno: “En las existencias metropolitanas lo que predomina son modos distantes de socialización sin convivialidad.”

“El consejo nocturno no es un autor, colectivo u organización” —se lee en la primera página del libro Un habitar más fuerte que la metrópoli. “Su existencia —en la órbita del Partido Imaginario o del comité invisible— es sólo «de ocasión»: sus miembros se limitan a reunirse en momentos de intervención, porque la intervención es un modo consecuente de escritura que conciben a la altura de esta época. Se sitúa en lo que algunos siguen habituados a llamar México, país ahora hecho pedazos por años de guerra civil legal emprendida por el gobierno local contra «el narcotráfico».” El consejo nocturno parte de plantearse el problema —hoy más problemático que nunca— de habitar en común frente o en contra del “megadispositivo metropolitano”. En la metrópoli, explican, el poder deja de ser eso que da órdenes para “constituirse como el orden mismo de este mundo”. En la metrópoli el ciudadano deja de serlo y pasa a ser hombre gobernado y la población no es más que capital humano. “Lo que predomina bajo la metrópoli —agrega el consejo nocturno— es una condición generalizada de extranjería, que nos prohibe seguir usando la palabra «habitante» para referirnos a sus inquilinos”.

La arquitectura de la metrópoli busca conseguir lo que ya Benjamin había advertido de la arquitectura moderna, que con su vidrio y su acero construye espacios en los que resulta imposible dejar ninguna huella —algo que, con Simmel, el mismo Benjamin y buena parte de la vanguardia artística y arquitectónica de principios del siglo XX pensó como una experiencia a la vez, paradójicamente, empobrecedora y liberadora. En la metrópoli, afirma el consejo nocturno, “todos los espacios donde transcurre la vida son transformados en pura estética, unificados al fin arte y vida cotidiana en una contemplación espectacular sin fin.” La metrópoli reúne pero mantiene la separación de lo que reúne y más: la acrecienta. El afuera siempre es un adentro, escribió Le Corbusier, confirmando así lo que el consejo nocturno dice de la “racionalidad arquitectónica” en la metrópoli: que “diseña sin cesar distintos y novedosos dispositivos capaces de combinar espacios aislados con la mínima capacidad requerida para entrar en contacto con lo exterior”, entendido no sólo como el afuera sino también como los otros, indispensables para pensar un nosotros. La arquitectura de la metrópoli produce constantemente, dicen, “cunas de atomización” que “dan lugar al sujeto idiota, contento consigo mismo por haber sustituido todo principio de comunidad por el principio de comodidad”. ¿Hay salida de estos interiores sin afuera?

“Cuando nosotros hablamos de «salir de la metrópoli» —escriben—, se equivocan quienes oyen automáticamente un llamado a «irse al campo»”. La posible salida se encuentra en una relación distinta entre los habitantes y su territorio y entre ellos mismos: “Vencer la soledad organizada por la metrópoli coincide con la elaboración de unas densidades afectivas y unos modos de convivialidad más fuertes que todas las necesidades presupuestas-producidas por el paradigma de gobierno, que hacen de nosotros unos lisiados y nos separan de nuestra propia potencia”. Habitar un territorio, nos dicen, “es en primer lugar experimentarnos territorialmente a nosotros mismos.” Para este habitar, el consejo nocturno propone una no-arquitectura o una arquitectura vernácula donde habitar signifique “vivir en cuanto que cada trazo, cada gesto, cada uso suscite formas en un espacio singular” y donde cada habitante sea al mismo tiempo constructor.

El cargo Habitar contra la metrópoli apareció primero en Arquine.

]]>