Resultados de búsqueda para la etiqueta [MetroCDMX ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Mon, 12 Aug 2024 18:55:16 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Serie Juárez (I): inmovilidad integrada https://arquine.com/serie-juarez-i-inmovilidad-integrada/ Mon, 12 Aug 2024 18:55:16 +0000 https://arquine.com/?p=92305 No todo se trata de dinero. Algunas cosas se tratan de dignidad. Por eso, desde el momento en que me refirieron a las oficinas de orientación e información que están en la estación Juárez, en la línea 3 del Sistema de Transporte Colectivo (STC por sus iniciales, en lo sucesivo “metro”), asumí la prerrogativa de […]

El cargo Serie Juárez (I): inmovilidad integrada apareció primero en Arquine.

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No todo se trata de dinero. Algunas cosas se tratan de dignidad. Por eso, desde el momento en que me refirieron a las oficinas de orientación e información que están en la estación Juárez, en la línea 3 del Sistema de Transporte Colectivo (STC por sus iniciales, en lo sucesivo “metro”), asumí la prerrogativa de acudir, porque, si bien luego uno carece de principios, prescindiré de fines cuando muera. Mis fines eran 50 pesos que estaba determinado a recuperar. Pero este episodio en metro Juárez se sitúa a la mitad de la historia, que comenzó el año pasado en el metro Insurgentes Sur, de la línea 12. En compañía de la entrañable Ana Elisa, quien volvió durante unos breves e intensos meses desde Europa, intentamos acceder al andén con dirección a Tláhuac. Nos apersonamos en la primera taquilla inmediatamente a la izquierda de un tiro de escaleras, cuyo descanso accede al Liverpool de Insurgentes —conozco bien la descripción de la ubicación de la taquilla, porque la tuve que describir en un renglón del oficio que después me pedirían llenar—. Tras recibir un billete de 50 pesos, la operatriz de la taquilla nos dijo que el sistema de recargas se lo había tragado el billete, sin que se registrará el saldo. Después, la encargada comentó que había que meter una queja y solicitar una remuneración en unas oficinas en metro Juárez. Procedió a devolverle a Ana Elisa su tarjeta de movilidad integrada con la misma cantidad de fondos con la que había entrado a la estación. Ignorando que hay reclamos que devienen conflictos, me ofrecí para ir a reclamar los 50 pesos, porque metro Juárez es uno de los parajes posibles en el ir y venir de mi oficina: la calle 5 de mayo, esquina con Bolívar, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, cuna del régimen centralista, centro de operaciones administrativas de una cuenca, un sistema urbano y un país que se mantiene en disputa —por desgracia, una disputa que parece tener como objeto el dinero y no necesariamente la dignidad.

El dinero no me sobra y el tiempo escasea. Transcurrieron semanas para que lograra estar franco para ir a las oficinas de metro Juárez a pesar de que camino por ahí de manera regular. Fui hacia allá. Sobre avenida Balderas, en la acera poniente, accedí al Módulo de Tarjeta MI (movilidad integrada) del Gobierno de la Ciudad de México. Pensé que tendría que hacer fila, pero no había nadie. También pensé que ahí me devolverían el dinero. Me atendió una trabajadora, le platiqué mi situación, omití el hecho de que el plástico no es era mío (la tarjetahabiente ya estaba de vuelta en Berlín), le entregué la tarjeta y respondí muchas preguntas del tipo: “¿has vuelto a utilizar esta tarjeta desde entonces?” (negativo). Después, anotó en un papel el número de la tarjeta de movilidad integrada — no el que viene en el revés, sino un número oculto al que sólo se tiene acceso desde dentro del sistema, un número que de tu propia tarjeta probablemente ni tú mismx conozcas—. Pero en ese módulo no manejan dinero. Tras entregarme el número secreto, que sería necesario de aquí en adelante, me refirieron al siguiente paso, también en metro Juárez, del otro lado de la avenida: la Oficina de la unidad de Orientación e Información en Balderas 58, primer piso, colonia Centro.

Con prontitud me registré ante la vigilante — “asunto: información”— y subí a la oficina de la unidad de Orientación e Información. A diferencia del paraje anterior, de aspecto más o menos contemporáneo, esta oficina mantenía su encanto de los 60: señalética de no fumar, ventanas percudidas por el smog, pisos de loseta de cerámica (antes blanca, ahora gris), plafón reticular y paredes con acabado de yeso, pátina sobre el mobiliario original, puertas y marcos de madera y canceles, barandales, molduras y demás detalles de aluminio. La luz proveniente de los focos incandescentes teñía la oficina de un tono cálido, como la atmósfera del régimen estético de la burocracia predigital. Aire estancado, silencio y quietud. La oficina estaba casi vacía y el personal permanecía estirando el acontecer del tiempo, parecía que me estaban esperando. Tras un detallado testimonio, una secretaria de uñas largas y rojas me dio información, primero similar, después diferente y, al final, contradictoria a la que había recibido en el módulo anterior a propósito del procedimiento para el reembolso. A través de la ventanilla, la trabajadora me entregó un oficio fotocopiado con campos vacíos para anotar toda la información para ellos relevante (nombre, fechas, números de tarjeta, monto ingresado y actual, estaciones frecuentes, etc.), incluida la ubicación de la taquilla donde estaba la máquina se había tragado el billete de 50 pesos. Devuelto el oficio, fue incorporado a las pilas de papeles, folders y carpetas que estaban sobre escritorios de color beige. Así, quedó metida mi denuncia y —de vuelta a la era digital— se me dijo que en un lapso de 10 días hábiles tendría una respuesta en mi correo electrónico.

Edificio de oficinas del STC en Metro Juárez. Foto: ©Zaickz Moz

No menos de un mes después, el 14 de febrero —día de San Valentín: día del amor y la amistad, del espectro que los une y del umbral que los separa— recibí en mi bandeja un correo, cuya emisora era la ciudadana Muñiz Flores, en representación de la licenciada Arce Mayén, un oficio firmado por la licenciada Granados Pineda, que daba réplica a mi proceso con la siguiente información:

Derivado del análisis del Reporte 1 Recargas por Tarjeta, correspondiente al número de plástico proporcionado por la persona usuaria, así como del historial de Equipo de Recargas (POS), ambos emitidos por la Gerencia de Organización y Sistemas de este Organismo y de acuerdo a los datos proporcionados, se determina que procede reembolso por la cantidad de $50.00 (cincuenta pesos 00/100 M. N.).

La victoria es dulce. Pero es mejor celebrarla en silencio, porque del plato a la boca se cae… Hasta ahí mis queveres en metro Juárez. El oficio correspondiente no omitió la mención de que la Coordinación de Taquillas a la cual tendría a bien apersonarme para recibir mi reembolso no estaba en donde las anteriores, sino a un costado del metro Salto del Agua, en la acera con dirección a Observatorio: avenida Arcos de Belén 13, colonia Centro, primer piso.

En el momento en que esto transcurría, durante la primavera de este año, el Sistema de Transporte Colectivo estaba en proceso de dar el brinco de lo analógico a lo digital y mudar su infraestructura de acceso de los boletos válidos por un viaje, expirados el 20 de abril de 2024— el fin de una era—, a las tarjetas de movilidad integrada con validez en el resto de la red de transporte público de la ciudad: metrobís, trolebús, cablebús, etc. Sin embargo, los procesos burocráticos de la dependencia estatal STC y los interiores de sus oficinas siguen en la era análoga, y son como una máquina del tiempo cuya diferencia con el exterior es de medio siglo. En el transcurso, y a lo largo de semanas subsecuentes, no podía quitarme el recuerdo de las oficinas de metro Juárez de la cabeza. Soñaba de día con ellas, como pozos de agua onírica, como posiblemente las llamaría Walter Benjamin, el Manuel Gutiérrez Nájera alemán. No dejaba de contemplar en mi memoria su energía y apariencia sesentera. En los traslados a mi oficina, observaba desde afuera las oficinas en el primer piso de metro Juárez e imaginaba una explosión aurática capaz de transportarme a mediados del siglo pasado; que extendiera su atmósfera de leve tono amarillo, desde ahí al resto del Centro Histórico del Distrito Federal, pasando por el edificio de mi oficina que también es de los 70 y en el que, desde el sexto piso, se vislumbra (a veces) el horizonte al norte de la región más transparente del aire, cuyo transcurrir de la vida, diaria en la sexta década del siglo XX, suscita en mí una sensación de nostalgia peculiar porque yo nunca la conocí —nací en el 94 en Mixcoac, soy contemporáneo del TLCAN y del EZLN—. ¿Qué era aquello, esa anemoia? Así se le llama a la capacidad de echar de menos un pasado en el que uno nunca ha estado. ¿De dónde provenía aquella nostalgia? Lo averigüé hace poco, en otra localización que ostenta el nombre Juárez.

A veinte minutos caminando desde metro Juárez, en la colonia Juárez, abrió hace poco una cafetería. Negocio familiar: su distintivo parece ser el de extenderle una invitación al comensal a pausar su ocupada vida contemporánea y darse un pequeño minuto para tomar un café. El precio de un americano es igual a la denominación del billete perdido en la taquilla de metro Insurgentes Sur. El local de la cafetería es pequeño, posiblemente mida 3 metros de frente por 7 de fondo. No diría que es un interior contemporáneo, sino tentadoramente retro: ostenta un estilo similar al que estuvo en boga en el resto de la ciudad entre las décadas de los 60 y 70: focos cálidos cuya luz atraviesa luminarias en retícula, una identidad gráfica vintage y, sobre todo, un diseño de interiores con fuertes notas de aluminio: entrecalles, perfiles y molduras relucientes —a veces natural, a veces dorado—, que enmarcan enormes espejos en todo el perímetro. El café no es malo. Al fondo hay una vitrina “directorio”, pero, en donde normalmente habría un listado de despachos, aquí hay una colección de memorabilia, objetos de la época: billetes, postales de la Torre Latinoamericana, del Palacio de Bellas Artes, Teotihuacan, un caset, un sobre de cerillos, un calendario de Alis S. A. de C. V. (Abastecedora Nacional de herrajes y cerraduras), etc. La cafetería es coextensiva con la fantasía de ser un oficinista de entonces, bien trajeado, que detiene su transcurso por la colonia Juárez —en la calle Londres, casi esquina con Dinamarca— para pasar un minutito por un café. A estas alturas, todo lector atento sabrá a dónde conduce todo esto: las diferencias entre la cafetería de la Juárez y las oficinas de metro Juárez dicen más que sus semejanzas. La primera, seductora y sencilla, es una escenografía cinematográfica reminiscente de la era espacial del siglo pasado que, como comensal, se agradece. La segunda, encantadora pero insufrible, es un auténtico microcosmos de la burocracia mexicana, cuyo deterioro denota la ineficiencia de un sistema que —como escribe Salvador Novo— “se regodea en su propia inercia”, lo que, como ciudadano, me preocupa.

Café-bar El Minutito. Foro: © Ricardo Acuña

Preocupación y nostalgia, peligrosa mezcla combinada con el agradecimiento por la ejecución de un diestro diseño. En el café de la Juárez, a la mitad del sentido longitudinal, frente a la barra, arriba de los portales del deseo que suponen espejos perimetrales, hay una lámina que enmarca el isologo “68” de las Olimpiadas: un detalle adecuado y de precisión histórica. Cada que veo algo que tenga que ver con las Olimpiadas de México 1968, me siento interpelado por —entre otras cosas— ser residente de la Villa Olímpica, al sur de Ciudad Universitaria (en donde estudié), y en la que en ese entonces se hospedaron atletas de todo el mundo; en el sur de la cuenca del Valle de México: centro de operaciones administrativas de algo que se ha manifestado antes como imperio, después virreinato y ahora como una federación —siempre en disputa, y cuyo centralismo es uno de sus más pesados lastres.

El centralismo mexicano se manifiesta de muchas formas. La más evidente es la que impera sobre el territorio. Porque si bien, según la Constitución —artículo 40—, cada estado se autodetermina, en los hechos fácticos el sistema político institucional (entre otras cosas) vicia su cometido y deviene en gobiernos estatales que se ponen a merced de facciones políticas con sedes de administración, supervisión y rendición de cuentas ante la ciudad central; hecho que ocurre en cada entidad federativa, en mayor o menor medida. La Ciudad de México, que a su vez alberga en su interior lógicas centralistas, tiene una sobrerrepresentación de edificios, colegios, sindicatos, palacios, institutos y demás instituciones que ostentan el adjetivo “nacional”. El centralismo territorial tiene como correlato al centralismo político latente en lo que podríamos llamar la ideología del Partido; ideología que, en la década de los 60 y, en particular, días antes de las olimpiadas de 1968, tuvo un punto de inflexión.

La ideología del Partido es la causa responsable del centralismo político y los laberintos burocráticos —como el que yo atravesaba, aún a la mitad, entre la Oficina de la unidad de orientación e información en metro Juárez y la Coordinación de Taquillas en metro Salto del Agua—. La ideología del Partido se caracteriza por una naturaleza dual de geometría circular. Por un lado, está el centro, representado por el líder, sus cabilderos y los jerarcas del Partido, que forman parte de una tradición intelectual manifestada en cualquiera de sus denominaciones tras el primer tercio del siglo XX: Partido Nacional Revolucionario (PNR), Partido de la Revolución Mexicana (PRM), Partido Revolucionario Institucional (PRI), Partido Acción Nacional (PAN), Partido de la Revolución Democrática (PRD), etc. Diferentes nombres, pero misma estructura; diferentes capítulos —tanto narrativos como grupusculares—, pero una misma historia. Por el otro lado, alrededor de este centro equidistante está el diámetro concéntrico: el Partido que, como discurre Octavio Paz en Posdata (1970), más que expresión de un sentir político compartido entre ciudadanos, es un ente burocrático que se limita a giros político-administrativos. Sus esfuerzos consisten en la dominación institucional, no mediante la fuerza coercitiva sino el control y manipulación ejercidos mediante sus radiales: las agrupaciones populares (sindicatos, ejércitos, asociaciones obreras y campesinas, etc.); los discursos de modernización e industrialización; una filia por la inversión extranjera, así como la construcción de infraestructura políticamente utilitaria; y los medios de información que— si bien cada individuo es libre y soberanx— influyen en el pensar de, sobre todo, las clases medias— nacidas en el seno del Partido. “Al mismo tiempo, el Partido es un órgano de exploración de la conciencia popular y de sus aspiraciones y tendencias”, continúa Paz. A un atento lector le corresponde, de acuerdo a su propio juicio, proceder o no con un examen del horizonte político mexicano en el siglo XXI, en relación con esta ideología para determinar si su movimiento sigue o no vigente.

A reserva de enmarcar esta crónica del sistema político moderno mexicano dentro de un relato de buenos contra malos— o cualquier arquetipo de ellos contra nosotros—, toca reconocer las virtudes de la ideología del Partido en el transcurso de la primera mitad del siglo pasado: la creación de estructuras públicas institucionales, cierta estabilidad política y, por extensión, económica: la construcción de muchos tipos de infraestructura. Y en la capital: la construcción de una Ciudad Universitaria, un Museo de Antropología, una Basílica, una red de Sistema de Transporte Colectivo (en breve volveremos al relato de aquellos 50 pesos en moneda nacional). La administración de este crecimiento nacional resultó en reconocimientos internacionales y, en consecuencia, la designación del Distrito Federal como sede de los Juegos de la XIX Olimpiada. Pero las autoridades de ese momento, incapaces de reconocer que las virtudes de su ideología ya habían transcurrido, primero doblaron su apuesta, después ignoraron el clamor de la juventud educada y, finalmente, cometieron atrocidades. Cuando el poder no se suelta a tiempo, deviene un punto de inflexión en el que sus virtudes se invierten en vicios, lastres. Aquí, los más protagónicos fueron la corrupción y el autoritarismo, peligrosa dupla combinada con una creciente incompetencia para gobernar. La incapacidad de cambiar de ideología o ceder el poder cuando sus constituyentes se lo solicitaron, confirma de manera retroactiva que, tal vez al Partido— tras un proceso de anquilosamiento y fijación del poder por el poder mismo— ya no le era lícito gobernar. El poder concentrado en su configuración concéntrica, bajo la ideología del Partido, explica en gran medida lo que aconteció el 2 de octubre de 1968 en la plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco cuando, pasadas las 18:00 horas y hasta la madrugada de la jornada siguiente, agentes del ejército —bajo mandato de la figura ejecutiva— abrieron fuego sobre civiles, jóvenes mexicanos. No hubo reparaciones, no se pidió perdón, siguen sin esclarecerse por completo las causas. Así comenzaron las primeras Olimpiadas en suelo latinoamericano, con un trauma.

Trauma. Así se le llama a la capacidad que tiene el cuerpo para adaptarse a intensas disonancias cognitivas o a un acontecimiento atroz, súbito o recurrente. Sin embargo, la impronta adaptativa, cuando se extiende en el tiempo, puede frustrar el desarrollo de la conciencia. Desarrollo detenido que, a veces, se manifiesta como nostalgia—¿anemoia?—, y se caracteriza por una incapacidad de integrar por completo los acontecimientos del pasado, por lo que el desarrollo de la conciencia se vuelve maladaptativo. Inmovilidad integrada. Este concepto es conocido en las tradiciones intelectuales que estudian la conciencia en su acepción individual —en el psicoanálisis, por ejemplo—. Sucede algo similar con la conciencia a escala colectiva, nacional y universal. Por lo tanto, al igual que las oficinas en el primer piso de metro Juárez, nuestra conciencia política mexicana está frustrada, atorada desde hace medio siglo en la década de los 60, en sus aparatos burocráticos, dispositivos institucionales y también en su régimen estético. No obstante, así como ocurrió en el Distrito Federal —cuna de un régimen centralista—, los sucesos de desestabilización social y los reclamos populares a favor de un relevo generacional y democrático del poder ocurrieron el mismo año de 1968 en otras latitudes y amplitudes del mundo geopolítico comercialmente interconectado: México, Estados Unidos, Francia, Japón, Italia, Brasil, Alemania, Pakistán, Inglaterra. Es decir, como habitantes de la Ciudad de México, como ciudadanos mexicanos y como humanidad interconectada, estamos traumados en menor o mayor medida. Hipótesis: las autoridades, ideologías y personas que ostentan el poder en el panorama geopolítico contemporáneo se benefician de nuestros mecanismos maladaptativos, se alimentan de nuestros traumas y les sacan provecho a nuestras nostalgias. A sabiendas de que hay reclamos que devienen conflictos, a esas personas me gustaría invitarlas al café en la Juárez, porque también son víctimas de su propio desarrollo frustrado, de su inmovilidad integrada.

Me dirigí al metro Salto de Agua. El vigilante me negó el acceso a la oficina correspondiente porque no llevaba conmigo una identificación oficial. Pasaron 20 días y me volví a apersonar con pasaporte en mano. En esta segunda vuelta, el vigilante no me pidió identificación. Subí. Frente al elevador vi la Coordinación de Taquillas, tenía un aspecto similar al módulo del metro Juárez. Había una docena de personas, la mayoría trabajadoras. Me senté en una diminuta sala de espera en la cual las bancas eran los asientos típicos de los vagones del metro, hechos de fibra de vidrio, montados sobre perfiles de acero. Transcurrieron más o menos diez minutos hasta que alguien reconoció mi presencia y me condujo a la ventanilla donde había tres trabajadoras platicando. Tras el recuento de los hechos, mostré el oficio que había recibido por correo electrónico y una de las trabajadoras me pidió la tarjeta de movilidad integrada en la que no se hizo la recarga de 50 pesos. “¿Trae su INE?”—me pregunta la secretaria—. “No, traigo mi pasaporte”—le respondí—. Me dijo que aguardara en la sala de espera por 15 minutos. Me senté y después ella salió por la ventanilla, que también era una puerta de madera, y accedió a otra oficina detrás de la recepción. Después de 20 minutos reparando en el bullicio, la secretaria me llamó a la ventanilla y me pidió escribir sobre unas fotocopias de mi identificación y otros documentos, así como mi nombre, la fecha de ese día, y mi poderosa; la firma decía: “recibí en el plástico con número […] reembolso de crédito por $50”. Mientras firmaba, sentía que era lícito congratularme: la victoria es dulce. Después de otros 5 minutos de espera, escuché que la trabajadora les dijo a sus colegas “voy a bajar con el usuario”. Me pidió que la acompañara abajo, lógicamente, para recibir el reembolso. Bajamos un piso en el elevador, salimos del edificio y me preguntó: “¿Cómo ingresó sin dejar identificación?” “No sé…”, le respondí. En la acera norte, sobre Arcos de Belén e Izazaga, bajo el sol fulminante, nos dirigimos hacia el oriente. La trabajadora era de aspecto esbelto y amable, calculo que tenía el doble de mi edad. Comenzamos a platicar mientras caminábamos. Mientras atravesábamos la sombra de los puestos afuera del mercado de San Juan, le comenté que, como no tenía INE vigente, hacía uso de mi pasaporte para identificarme en todos lados. Coincidimos en que el pasaporte es importante. Me platicó que su hijo lo tuvo que sacar para ir a una demostración de artes marciales en Japón, a la cual después no acudió porque hubo unas explosiones y se canceló; luego, continuó ella, su hijo comenzó a estudiar odontología y ya no práctica artes marciales. Llegamos a la esquina con Eje Central. Yo iba detrás de ella, dimos vuelta unos metros hacia el norte y comenzamos a bajar las escaleras de metro Salto del Agua. Continuaba platicando los detalles de la vida de su hijo, con quien simpaticé. Tras el tiro de escaleras, llegamos a los torniquetes de la estación: Salto del Agua, andén con dirección a Constitución de 1917. Todavía no comenzaba la hora pico. La secretaria se presentó ante la operatriz de la taquilla, colocó la tarjeta de movilidad integrada ante el sensor y pidió una recarga. Sus dedos tenían uñas rojas, con ellos extrajo un monedero de su bolsa, abrió el cierre y, uniendo los dedos índice y medio, sacó de su fondo personal un billete de 50 pesos y lo deslizó por debajo del cristal de la taquilla. “¿Hola, cómo estás?, ¿me puedes hacer una recarga de cincuenta pesos?” Me indicó que me fijara en la pantalla, que mostraba el saldo actual y, finalmente, me entregó en mano la tarjeta de movilidad integrada con un crédito equivalente a 50 pesos en moneda nacional. Tras aproximadamente medio año, y varias horas-hombre de diligencias burocráticas, en mayo del presente año recuperé los 50 pesos tragados por la máquina.

Recepción de la Coordinación de taquillas, STC (2024). Foto: Pablo Emilio Aguilar Reyes

Tras cumplir con la prerrogativa, y ya asegurados los fondos y el plástico bajo mi custodia, estaba claro que las preocupaciones ya mencionadas, y el tiempo invertido en este proceso, superó en gran medida el monto en disputa. Sin embargo, no todo se trata de dinero. Algunas cosas se tratan de dignidad. La tarjeta de movilidad integrada con terminación en “543BA41” será devuelta a la brevedad a su respectiva tarjetahabiente en cuanto la ciudadana correspondiente esté de vuelta en la Ciudad de México —cuna de un régimen centralista de inmovilidad integrada, centro de operaciones administrativas de una cuenca, un sistema urbano y un país que se mantiene en disputa—, que a nosotros en tanto ciudadanos nos corresponde iluminar con la luz de la conciencia los acontecimientos del pasado, nuestros traumas y nuestras nostalgias para, finalmente, terminarlos por integrar.

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Un viaje: sobre el último boleto magnético del metro https://arquine.com/un-viaje-sobre-el-ultimo-boleto-magnetico-del-metro/ Mon, 19 Feb 2024 17:10:16 +0000 https://arquine.com/?p=87672 Después de 54 años dejarán de funcionar los boletos de papel y cinta magnética del metro. Termina así un viaje de décadas por la memoria familiar y la historia arquitectónica y de diseño del metro.

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Zócalo, Hidalgo, Chabacano
he cruzado un millón de veces
he querido salir por la puerta
pero siempre hay alguien que empuja
para adentro
[…]

“El Metro”, Café Tacvba

¿Qué representa el último boleto del metro? Esa es la pregunta que ha rondado en mi cabeza desde que se anunció el tiraje final de boletos, que conmemora su existencia de 54 años (de 1969 a 2023). Y la respuesta puede ser tan fácil como lo que está impreso en él: un viaje; y ¿qué es un viaje?, o ¿qué representa un viaje para mí en esta ciudad, al ser —hasta antes de la pandemia— usuario frecuente de este sistema de transporte?  

Un viaje es pensar en ese jueves 29 de febrero como el último día de uso de los boletos físicos con cinta magnética, que dejará atrás una estela de 54 años de boletos impresos de 5.5 cm × 3 cm, en tiras de 5 unidades cada una, que iniciaron en una gama de color naranja con letras rojas; pasando por la gama color rosa y la gama color blanco; dejando atrás una serie de ediciones extensas y diseño gráfico valioso (sobre todo en últimas fechas), que hablan no sólo de la historia del transporte, sino también de la ciudad. Pero, sobre todo, también dejan atrás un sistema conformado por impresores, distribuidores, equipamientos para las taquillas, infraestructura para los torniquetes y sus incontables reparaciones, y personas dedicadas tanto a su mantenimiento y a la venta de estos boletos: las taquilleras, las supervisoras y todo su sistema sindicalizado que se conformaba por un 90% de mujeres, que trabajaban en tres horarios diferentes: el matutino, vespertino y nocturno. 

En ocasiones me tocó ser el primero en estar a las puertas de alguna estación a las 5:00, 6:00 o 7:00 de la mañana, dependiendo si era entre semana, fin de semana o día festivo. También me tocó ser el último, a las 23:50 de la noche, antes del silbatazo que indicaba que había que correr desde la taquilla para alcanzar el último tren antes de su cierre, a las 00:00 hrs. (Algunas veces llegué, otras tuve que buscar maneras de regresar a casa; de ahí, creo, se me hizo la costumbre de ser un buen caminante en la ciudad). Me tocó la apertura y el cierre durante mucho tiempo, porque mi madre trabajó en este sistema durante 25 años (de 1989 a 2014): primero en la estación Norte 45 (correspondiente a la línea 6, que va de El Rosario a Martín Carrera, en la colonia Industrial Vallejo), donde laboró como taquillera cuando yo iba en la preparatoria; y después como supervisora (ya en otra línea), cuando yo ya estaba trabajando como arquitecto profesional. En ocasiones tocaba acompañar a mi padre, sobre todo en las noches, para recogerla y que llegara segura a casa a descansar y dormir, lo que le generó el hábito de ser una persona más nocturna por esos años de trabajo, primero en un turno matutino y después en el nocturno. 

Un viaje es la serie de recuerdos y la cantidad de anécdotas impresionantes sobre el metro (que posiblemente ameritan muchos textos), que nos contaba mi madre en desayunos y comidas familiares, tanto de los usuarios, las estaciones, sus historias, sus anécdotas, sus compañeras de trabajo, su convivencia, como de su experiencia directa al viajar en él. Una de las historias que tengo más presentes, por el esfuerzo que relataba, sucedió cuando ella era supervisora en la línea A del metro (diseñada de 1985 a 1991 por Aurelio Nuño Morales, Carlos Mac Gregor Anciola y Clara de Buen Richkarday, de NGB Arquitectos S.C.; junto con Isaac Broid). Por decisión de mi madre, y pensando en su seguridad, ella evitaba subirse a las camionetas de valores para recolectar el dinero de las taquillas, y optaba por hacer el recorrido en los vagones del metro: subir y bajar una gran cantidad de escaleras por los niveles que correspondía a cada estación, parándose en cada una de ellas y haciendo el trabajo administrativo correspondiente para poder entregar el dinero a valores por la venta de esos boletos. Para ella esto era casi una competencia contrarreloj, entre la velocidad de la camioneta de valores sobre Calzada Ignacio Zaragoza, y la espera del tren de metro que la llevaría a la siguiente estación. Si a eso se le añade el factor lluvia, y lo resbaloso que puede llegar a ser el piso de mármol con el que se diseñaron la mayoría de las estaciones del metro, uno puede imaginarse la cantidad de caídas, moretones, golpes, trajes mojados y veces que se enfermó por poder cumplir su trabajo. O las veces que se quedó varada en la noche en Calzada Ignacio Zaragoza por algún percance en la línea del metro. Esos múltiples un viaje que realizaba mi madre eran múltiples un viaje de mucho valor si uno piensa en todo lo que sucede a nivel de violencia contra las mujeres en la ciudad y el transporte público. En esas circunstancias, la “m” (diseñada por Lance Wyman, Arturo Quiñones y Francisco Gallardo) [1] que portaba en su uniforme funcionó como un escudo protector. De seguro mi madre no lo sabe, pero, para mí, era una superheroína anónima de la ciudad, que se colocaba su traje para que ésta funcionara y operara correctamente para los demás ciudadanos. Pensándolo bien y a profundidad, de esa experiencia, junto con la que tenía de mi padre, quien trabajaba para el Comité Administrador del Programa Federal de Construcción de Escuelas (CAPFCE; concebido por el arquitecto José Luis Cuevas, con el Aula Rural Prefabricada de Pedro Ramírez Vázquez, o la sede diseñada por Francisco Artigas sobre la calle de Vito Alessio Robles, casi esquina con Avenida Universidad), viene una de mis tantas aproximaciones hacia la arquitectura, y el nombre de la plataforma de diseño que dirijo: Anónima. 

Un viaje también es tratar de documentar la historia y diseño de este transporte público en el Museo del Metro, que está en la estación Mixcoac, en el transbordo doble entre la línea 12, que va de Mixcoac a Tláhuac; y la línea 7, que corre de Barranca del Muerto hasta El Rosario. Situado en avenida Revolución, esquina con la calle de Extremadura, en la Colonia Insurgentes Mixcoac, el museo cuenta entre sus salas con una gran colección de boletos del metro (desde los primeros tirajes de 1969), planos sobre el proceso de planeación y construcción de algunas de las estaciones de la línea 1, y un recorrido por el proceso creativo de Lance Wyman, Arturo Quiñones, Francisco Gallardo y Eduardo Terrazas que dio forma a los logotipos, tipografías, y el sistema de señalización y de información guía para los usuarios (el wayfinding design). 

Un viaje es recorrer solo o con alumnos de la universidad las estaciones diseñadas por Félix Candela en la línea 1, como las de Merced, Candelaria, San Lázaro, o Insurgentes (diseñada por Salvador Ortega Flores); las diseñadas en la línea 4 por Ángel y Gilberto Borja Navarrete; las diseñadas sobre Calzada de Tlalpan para la línea 2 por Enrique del Moral. Es también hurgar sobre esa asesoría que dio Luis Barragán sobre tectónica y cromática para las líneas del metro, [2] y repensar esas 34 líneas y sus 655 km de longitud en su diseño original. Es volver a la base de esa ciudad noble y lógica que Carlos Contreras planteó en 1948 y que proponía una línea 1 que fuera desde Ciudad Universitaria hasta la antigua Delegación Guadalupe Hidalgo (hoy la alcaldía Gustavo A. Madero); una línea 2 desde la delegación Álvaro Obregón hasta Puerto Aéreo; la línea 3, de la Plaza de Cuauhtemotzin a Tlalnepantla; la línea 4, de la Plaza de Tlaxcoaque y también hasta Tlalnepantla; y la línea 5, de San Ángel hacia el Peñón de los Baños. 

Un viaje es pasar una hora de tu tiempo, de tu día y acumulación de horas de tu vida, de pie junto a otros cuerpos en la estación Pantitlán, a la espera de poder tomar el tren que te lleve a tu destino laboral. También es estar sentado o parado dentro de un vagón, mientras vas y regresas de tu trabajo, y aprovechar el tiempo con una lectura, una siesta, una comida breve o comprarles algo de a $10.00 pesos (la moneda de cambio dentro del sistema) a los comerciantes ambulantes que operan al interior del metro. 

Un viaje es caminar a oscuras sobre las vías, alumbrando sólo con la luz del celular; o es tratar de salir de la estación con un pañuelo húmedo sobre la cara (si el humo es denso, arrástrese por el suelo) por alguna falla o falta de mantenimiento en el sistema metro. 

Un viaje es también ya no volver a casa; es morir en el intento de recorrer la ciudad mientras el sistema se colapsa entre las estaciones Olivos y Tezonco de la línea 12 del metro, dirección Tláhuac; y, a veces, también es una decisión voluntaria de muchas personas la de quitarse la vida tirándose a las vías. 

“Al público usuario del metro […]”, Comité Ejecutivo Nacional del Sindicato Nacional de Trabajadores del Sistema de Transporte Colectivo Metro, 1 de diciembre 2023.

Un viaje, también hacia el futuro, es el del viernes primero de marzo de 2024: día en que el Sistema de Transporte Colectivo Metro se plastificará en su totalidad y, con esto, completará su transición e inclusión en el Sistema de Movilidad Integrada de la Ciudad de México, para dejar atrás una época en la que nos movíamos con seguridad y confianza por medio de este sistema hoy en día tan deteriorado (aún con las remodelaciones de algunas líneas), tan escaso de mantenimiento y tan inseguro que hace pensar que, sí, posiblemente hoy en día tomar el metro puede representar un (último) viaje.

Un (último) viaje en el metro lo hice pospandemia, después de la caída de la línea 12 del metro (3 de mayo de 2021, coincidentemente el día de mi cumpleaños). Tomé la estación cercana a mi casa, Popotla, de la línea 2 (la azul), con dirección hacia el sur, para asistir a un evento deportivo en la explanada del Zócalo. No tuve que pagar un viaje ya que, con la indumentaria deportiva oficial, ese un viaje era gratis para los participantes. Pero ese un viaje de esa mañana, con esa sensación que da la inseguridad y de saber que algo se está cayendo, no por causas intrínsecas a las personas que laboran dentro del metro, sino por el mal manejo económico de este y de los dirigentes políticos de esta ciudad que todo lo que tocan lo convierte en escombro, terminó por ser en una transición en mis decisiones de movilidad en la ciudad. 

Un viaje, también hacia el futuro, es el del viernes primero de marzo de 2024: día en que el Sistema de Transporte Colectivo Metro se plastificará en su totalidad y, con esto, completará su transición e inclusión en el Sistema de Movilidad Integrada de la Ciudad de México, para dejar atrás una época en la que nos movíamos con seguridad y confianza por medio de este sistema hoy en día tan deteriorado (aún con las remodelaciones de algunas líneas), tan escaso de mantenimiento y tan inseguro que hace pensar que, sí, posiblemente hoy en día tomar el metro puede representar un (último) viaje.

Un viaje, edición LF-1, 1969-2023, no. 364875 / RF-XV

Referencias 

  1. De acuerdo al racional sobre el diseño de la imagen gráfica del metro, las tres líneas verticales al interior de la m” simbolizan las tres primeras líneas del metro inauguradas (Pino Suárez–Tacuba / Juanacatlán–Tacubaya / Tlatelolco–CU); y la cuarta línea, la que bordea y envuelve a las tres inferiores, representa el tren haciendo su un viaje. 
  1. 50 años del metro, Edición Conmemorativa por la Sociedad Mexicana de Ingeniería Geotécnica, A.C. 

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La experiencia en el metro: un viaje sonoro https://arquine.com/metro-viaje-sonoro/ Wed, 30 Aug 2017 14:27:50 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/metro-viaje-sonoro/ Pareciera que es la visualidad la que define en todo momento el viaje en Metro, pero existen otros factores que condicionan la experiencia que vivimos; tal es el caso del recorrido auditivo, que resulta fundamental: el sonido nos impacta en todo momento, aun antes de entrar a cualquiera de las estaciones de la red, nos atrapa desde la vida del afuera.

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A propósito de inauguraciones de museos del Metro y como resonancia a la crítica que ha recibido museografiarlo todo, a continuación, presento un texto que la maestra en Teoría y Crítica del Diseño Tania Gómez ha construido acerca de la experiencia de los territorios permanentes y efímeros que se constituyen en el metro a partir del sonido. Como se leerá más adelante, a veces pareciera que vivimos en espacios sobredeterminados por esferas de poder desde las cuáles el diseño se sirve como herramienta para constituir subjetividades obedientes y limitadas. Sin embargo, por más que la estrategia sea aparentemente indestructible, siempre contará con diminutas fisuras a través de las cuales las tácticas, que conforman territorios que quizá no duren más que segundos, posibilitarán la entrada del poder colectivo, ya no como dominación, sino como potencia creativa para dibujar experiencias temporales sobre un espacio aparente inmóvil.

En este sentido, el viaje que nos propone Tania dibuja y contrasta estos territorios de la permanencia –sobre los cuales, por cierto, siempre se ambiciona pensar desde la arquitectura– con los territorios frágiles y momentáneos que tiene a la mano la vivencia del espacio que no se construye por argamasa, piedra, concreto y acero, sino por tiempo, experiencia y movimiento: arquitectura y rizoma en el consumo, más bien prosumo, del espacio.

Aura Cruz

 

La experiencia en el metro: un viaje sonoro

Tania Gómez

El tren metropolitano, o Metro, es un espacio perfecto para vender y adquirir cualquier cosa, desde objetos, alimentos, entretenimiento, hasta maneras de pensar.  Pareciera lógico creer que un medio hecho para transportar grandes cantidades de gente sería incapaz de proporcionar una experiencia individualizada y sin embargo lo hace, en ocasiones de manera intencional y en otras por casualidad. Si bien, pareciera que es la visualidad la que nos define en todo el momento del viaje, existen otros factores que condicionan la experiencia que vivimos; tal es el caso del recorrido auditivo, que resulta fundamental: el sonido nos impacta en todo momento, aun antes de entrar a cualquiera de las estaciones de la red, nos atrapa desde la vida del afuera.

Auditivamente el transporte posee particularidades, desde el ruido que hacen los torniquetes al girar o el tren al acercarse al andén, el aviso de cierre de puertas o el clásico tono que anuncia la llegada a la estación; incluso desde mucho antes el ruido de los paraderos en las terminales, de los comerciantes afuera o hasta el silencio de las estaciones vacías tienen un aura peculiar que nos hace ser conscientes de nuestra presencia, nos hacen saber que estamos en ese y no en otro lugar. Pero, ¿qué es un lugar? Para Marc Augé se puede distinguir entre dos clases de zonas habitadas, el lugar antropológico y el no-lugar. El primero se define por tres rasgos comunes: identidad, historia en común y significación. Son puntos de confluencia entre tiempo y espacio, de relación entre sus habitantes.

Por su parte, en un no-lugar se ausentarán estas condiciones, es decir, carecen de historia e identidad dado que están construidos a partir de la colectividad y no poseen, como es de suponerse, ni tiempo ni espacio; no son territorio de identidad, ni de relación ni de encuentro histórico, que tiene un fin especifico. Es así como se incluye en este entendido del no-lugar a las zonas de tránsito y de transporte, en el que por consiguiente estaría el Metro de la Ciudad de México.

Esta noción del lugar y no-lugar tiene una clara relación con lo escrito un poco antes por Michel De Certeau; para él, el espacio es un lugar practicado, una apropiación del territorio gracias a la intervención de aquellos que lo viven. Desde la perspectiva de Marc Augé, el espacio continúa en su característica de no-lugar, pero es definido por el viaje, por el tránsito, en el que el usuario no lo llega a sentir por completo como un lugar propio. De esta manera que el recorrido en el Metro parte de un no lugar hacia un espacio que no llega a convertirse en un lugar por completo, a pesar de lo que en él ocurra, por la razón de que este lugar está edificado desde un externo al usuario, desde una esfera de autoridad cuya relación con el consumidor se da precisamente por el juego entre de poder y no poder.  Este juego de poderes es lo que Michel De Certeau ha denominado como tácticas y estrategias. La manera de hablar, de caminar, de cocinar, de leer, de habitar, de transitar, y aumentaríamos de escuchar junto con muchas otras posibilidades, conforman las “maneras de hacer”, es decir, de aquello diferente que se produce con lo que se consume, la reapropiación de lo producido por la oficialidad.

La estrategia se define como los actos provenientes del poder, desde un lugar propio ajeno al consumidor, es decir desde un no lugar; una táctica estaría entonces delimitada por las actividades que se llevan a cabo desde la ausencia de poder, que al no tener un lugar propio para actuar ya que sólo tiene espacio, su principal característica será el uso del tiempo, pero no lo inmortaliza, es un tiempo que se considera por ocasiones, por instantes. La experiencia auditiva en el Metro la abordaremos a partir de estos entendidos, del no-lugar y el espacio, de la táctica y estrategia, desde las que se efectua la producción sonora.

 

Esferas de producción sonora

El sonido que acompaña nuestros viajes en el Metro puede clasificarse a partir de los diversos orígenes de producción, entendida esta última como la re-significación del consumo.  Para Guy Julier la cultura del diseño, que incluye a los estudios visuales, la cultura material y la relación con el usuario o consumidor final de esta materialidad, se compone de tres manifestaciones de las cuales se derivan el resto de las prácticas de esta área del conocimiento, relacionadas con los sistemas, procesos, actores y las formas de hacer, es decir, el diseño debe estudiarse y practicarse desde tres ámbitos: el diseño, la producción y el consumo. 

El consumo supone el uso o agotamiento de algo, que incluye las actividades previas a usar ese objeto, como los actos previos a adquirirlos, el deseo de posesión; no se define por una compra, pues actividades como mirar, escuchar, oler, tocar, las experiencias, son consideradas también actos de consumo. Bajo esta perspectiva es que podemos hablar del usuario del Metro como consumidor, pero no solamente en el sentido de utilízalo para trasladarse, también como consumidor de los sonidos proporcionados por todas las esferas de producción de este medio de transporte. Sin embargo, está definición no llega más allá de la interacción. Para los efectos que en este escrito se desarrollan, el papel pasivo del consumidor queda rebasado al referirnos al consumidor como productor.  Esta producción estará originada a partir de lo que el consumidor hace con aquello que se produce, con lo que las estrategias de las esferas, dominante y no dominantes auditivas, le ofrecen en el viaje por el Metro. Las esferas de producción para acercarnos a la experiencia sonora del metro serán entonces:

• La esfera dominante, es decir, la producción institucional a la que llamaremos SonoMetro, que incluye la producción acústica de los objetos materiales en sí, como son el ruido que hace el tren al arribar o los torniquetes al girar, que, aunque son sonidos hasta cierto punto involuntarios e inevitables forman parte de la vivencia auditiva.  Se incluye también el sistema de transmisión oficial, el Audiometro, de igual manera inevitable, pero en este caso sí voluntaria.

• La esfera no dominante, el usuario, al que llamaremos SonoConsumidor.

• La esfera que está en el límite de las dos anteriores; aquéllos que no son productores oficiales pero que tampoco se les puede clasificar como Consumidor. Están en la demarcación de lo legal, tanto para la esfera dominante como para la no dominante, pertenecen a la colectividad pero sin llegar a formar con el territorio una historia o una identidad. La llamaremos SonoMercader y se compone por los ambulantes que comercian cualquier producto, incluidas las auditivas como discos, cantantes, poetas y un largo etcétera, ya sea a cambio de dinero como ocurre con frecuencia, o de atención y voluntad, como el acto de mendigar o de ofrecer una idea.

• La última esfera se encuentra entre el SonoMetro y el SonoMercader, son en su mayoría músicos que han dejado la clandestinidad y la ambulancia para formar una opción a la producción institucional, pero que no llegan a apropiarse de esta, por el contrario, tienen límites de acción y aún de tránsito, a diferencia también de la esfera no oficial que en su calidad de ambulante puede ir y venir por todo el territorio sin aparentes repercusiones. A esta esfera la llamaremos SonoMúsico.

 

La experiencia de la sonorización

Cada esfera de producción sonora que hemos definido tiene particularidades, alcances y límites, y se relaciona con cada una de las otras según su posición entre la táctica y la estrategia y según sea móvil o inmóvil.

 

SonoMetro

El SonoMetro como productor del ámbito institucional, se compone por diversos medios con los cuales puede sonorizar nuestros viajes. Como esfera del poder actúa desde la estrategia y por tanto desde el lugar, si interpretamos al Metro como un ser que se constituye por muchos individuos para formar una sola entidad con historia e identidad. Los sonidos que hemos definido como involuntarios son parte del audio que nos brinda la producción oficial; todos son tan parte de la experiencia como los que el SonoMetro produce con un fin determinado.

El Audiometro representa la producción auditiva del SonoMetro que se hace bajo un fin específico y por lo tanto es consciente. Se materializa con las bocinas que hay en cada vagón y está destinado primordialmente para anunciar algún desperfecto o retraso, de avisar de eventualidades, anunciar dónde nos encontramos y el sitio hacia donde vamos. También es el encargado de transmitir música ambiental, aunque no en todas las líneas son utilizadas con este fin. Ya explicamos por qué el SonoMetro es una producción desde la estrategia y por tanto desde el lugar, pero esta se caracteriza también por su cualidad de inmóvil. El audio que ofrece el SonoMetro podría pensarse que es omnipresente al mismo medio, que lo encontramos en vagones, andenes, pasillos, entradas, etcétera, sin embargo, no es así, para ejemplificar lo anterior imaginemos un viaje. Si decidimos ser el tipo de usuario que se queda en un nivel básico de consumo, al entrar a cualquier estación escucharemos los torniquetes, previo lo que haya fuera de esta (base de autotransportes, una calle solitaria). Después de unos pasos accederemos a escaleras, eléctricas o no, pero el sonido del torniquete ya no lo oiremos más.

De igual manera sucede con el audio del andén proveniente del Audiometro o bien de las pantallas que han instalado recientemente en algunas estaciones, en las de mayor afluencia cabe decir; este sonido desaparecerá con la llegada del tren y este a su vez con la apertura de puertas, para continuar con el ruido al interior del vagón. Esta cadena de eventos sonoros continúa con el viaje del usuario y, aunque el SonoMetro esté en todas partes durante todo este trayecto, permanece inmóvil en relación al usuario, pues cada sitio tiene una sonorización particular que se desvanece con el siguiente cambio de lugar.

 

SonoMercader

En el caso del SonoMercader, nuestro siguiente nivel en la esfera de producción sonora del Metro, es el elemento que se localiza fuera de la oficialidad, pero llega más lejos que una simple producción no dominante, hasta la ilegalidad. Los vendedores ambulantes o los artistas improvisados, amenizan, o aterrorizan según como se perciba, el espacio, que bien pueden tocar algún instrumento, cantar, recitar o actuar, como vender discos, libros, periódicos. Situarlo como estratega o táctica se complica precisamente por su naturaleza cambiante. No es una producción oficial, si nos atenemos a la definición de estrategia como poder, que en este caso recae en el SonoMetro, pero tampoco es completamente parte de lo no dominante, de la táctica.

Mucho se menciona que estos habitantes temporales del Metro tienen algún tipo de acuerdo con la esfera dominante, sin embargo, esto no condiciona su posición. El SonoMercader puede actuar tanto desde la estrategia como desde la táctica. En el primer caso es dominante en correspondencia al usuario, actúa desde un espacio que convierte en lugar al otorgarle significación. Habita el no lugar por definición, pero encuentra en este un sentido de identidad y le confiere una historia, su propia historia. A diferencia del usuario, el SonoMercader se apropia del espacio no solamente por un momento, por un trayecto que realiza cada mañana; este es su sitio de trabajo, de intercambio y de interacción con otros que reconocen como los suyos, esa colectividad que le da forma al lugar.

Sin embargo, al actuar lejos de la esfera del poder, el SonoMercader lo hace desde la táctica, desde el espacio por el cual transita, pero en el que a final no permanece y por tanto no posee. Lo hace desde el tiempo, controla esos instantes en los que aborda un tren y ofrece su producción, no aceptada por al cien por ciento por el SonoMetro. De cualquiera de sus dos posibilidades, esta esfera de producción puede posicionarse como móvil con respecto a todas las demás esferas. El SonoMercader se mueve mientras el usuario permanece estático en el tren o a la espera en los andenes, aun si el usuario se desplaza por los pasillos este continúa su moviéndose en diversas direcciones. Pero el suyo es un doble movimiento: no sólo se desplaza por sobre el usuario, es móvil también al medio, por el cual transita de vagón en vagón de un mismo convoy. Este sonido es móvil pues su alcance termina donde el SonoMercader lo decide.

 

SonoMúsico

Este nivel de producción se encuentra entre el SonoMetro y el SonoMercader. Esta esfera devino de lo ilegal para ser legal y hasta auspiciado por la oficialidad. Así los músicos ambulantes se convierten en parte del audio institucional, con permiso para establecerse en los pasillos de tránsito entre estaciones. Pero a diferencia de esas dos esferas con las que se puede comparar, el SonoMúsico actúa desde la táctica, pues está supeditada tanto al SonoMetro como al SonoConsumidor; no se apropia del espacio, pero tampoco controla el tiempo. La producción del SonoMúsico se realiza desde ambigüedad del no tener ni espacio, ni tiempo; no lo transita ni lo detiene, es decir, esta esfera si se encuentra en el no lugar, pues al no practicarlo no se apropia de él. Con estas condiciones se entiende que es además una producción inmóvil con respecto a los demás, incluso para el SonoConsumidor. Permanece en el sitio donde se ubica sin que interfiera o se relacione con el resto de las esferas; su interacción depende no de sí misma, sino de las demás producciones.

 

SonoConsumidor

El SonoConsumidor es el único que sale por completo de la producción institucional. Los audios del resto de las esferas auditivas son productos que el usuario no pretende consumir en un primer momento, se le presentan en el recorrido, algunos más a la fuerza que otros, pero están ahí como estrategias del poder. El SonoConsumidor actúa desde este no lugar que ha mutado a espacio, donde no es dueño de nada más que de sí mismo. La producción del SonoConsumidor es por tanto una táctica, la controla no desde el espacio, pero sí desde el tiempo; crea la ocasión, los momentos justos a partir de los cuales puede tomar el sonido, sea cual sea su fuente, y convertirlo en su propia producción y por tanto su propia experiencia.

Así si decide detenerse a escuchar al grupo del pasillo el consumidor controla ese presente, este instante de experiencia a la colectividad. Si decide, por el contrario, escuchar los anuncios o los videos de la nueva línea 12 y algunos andenes, produce a partir de una táctica de apropiación de otro momento. Si escucha al vendedor -en el sentido de prestar atención, de sentir la vibración auditiva, de descifrar el código de comunicación que se le presenta-, se apropia de ese minuto de tiempo que representara su actuar frente a las estrategias de producción de las otras esferas. La manera de hacer del SonoConsumidor consiste en, como ya se ha mencionado, las elecciones que realiza desde que inicia su viaje. Su táctica se puntualiza en el itinerario que realiza, que difiere de una simple trayectoria al asignarle una intención y un significado. En esta táctica intervienen elementos como la decisión de prestar atención selectivamente, el cambio de rutas, detenerse en pasillos o andenes, abordar un tren u otro, cambiar de vagón, entrar y salir por cualquier acceso o bien de utilizar o no audífonos y poder así escuchar música propia, otra opción que produce otra experiencia, la de musicalización en busca del “soundtrack” perfecto que guíe la acción al igual que una película o un video, la duración de nuestra historia dependerá de que tan largo o corto es el traslado.

El SonoConsumidor produce para sí mismo, por tal razón no se modifica hasta el papel de estratega; es el usuario que consume y produce a partir de esto; él sí se apropia de su momento y así convierte por medio de su práctica, el no lugar en un espacio al cual pertenecer.  Su producción no descansa; se reapropia de la producción externa a él, de cualquier esfera sonora, y continúa sin importar lo que pase.

Ejemplifiquemos una vez más con un viaje, con la diferencia de que en este trayecto nuestro consumidor ya se ha transformado en SonoConsumidor, ya ha realizado ciertas elecciones y no detiene su producción auditiva. Al entrar a la estación, transitar hacia el torniquete ha estado expuesto avanzar al pasillo, el andén y finalmente abordar el convoy, ha estado expuesto a la producción sonora del SonoMetro y quizá del SonoMúsico; una vez en el vagón se encuentra con el SonoMercader. Todo este audio lo retoma y produce una experiencia a partir de lo escuchado: interés, enojo, desesperación, gusto, indiferencia, cualquiera que sea sin duda es una vivencia. Pero se une a esto otra producción, una que proviene del mismo SonoConsumidor, aquel audio que viaja a través de sus audífonos. Esta última lo acompaña hasta que haga otra elección de aquello que desea consumir, sin embargo, el usuario no para de escuchar, puede ser los anuncios de la tardanza del metro, o puede ser al vendedor ambulante o bien puede ser a un interlocutor, otro SonoConsumidor. En este sentido, la producción del SonoConsumidor es la única que se localiza dentro de lo móvil y de lo inmóvil. Con respecto al SonoMúsico es un ente móvil en tanto que la decisión de permanecer le pertenece sólo a él; para el SonoMetro es de la misma manera, cambia de posición alejándose o acercándose de la producción oficial hacia el sitio que decida; con el SonoMercader es inmóvil en tanto que el otro es el que va en todas direcciones. Sin embargo, en todos los casos, el SonoConsumidor tiene la posibilidad de intercambiar la movilidad por la inmovilidad y viceversa, con la elección de aquello que quiere escuchar, tiene pues posibilidades casi infinitas de producir y por tanto tendrá las mismas posibilidades para experimentar.

Hasta aquí podemos concluir entonces que lo sonoro en el Metro de la Ciudad de México está definido por la producción que se lleva a cabo en cuatro ámbitos de práctica, desde el poder —la estrategia—, o bien desde el no poder —la táctica—; actúan desde un no-lugar que se transforma en espacio por los acontecimientos que suceden dentro de sus límites geográficos, pero que se extienden más allá de estos límites cuando dicha producción sale del territorio y, gracias a la producción del SonoConsumidor, se convierte en una experiencia.

 

Referencias

Augé, Marc. Los “No Lugares”: Espacios Del Anonimato: Una Antropología de La Sobremodernidad. Barcelona: Gedisa, 2001.

De Certeau, Michel. La Invención de Lo Cotidiano. 1 Artes de Hacer. México: Universidad iberoamericana, 2000.

Julier, Guy. La cultura del diseño. Barcelona: Editorial Gustavo Gili, 2010.

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Sobre el Museo del Metro https://arquine.com/sobre-el-museo-del-metro/ Tue, 22 Aug 2017 11:00:46 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/sobre-el-museo-del-metro/ Cualquier usuario frecuente del servicio en las últimas décadas podría asegurar un notable deterioro en los últimos cinco o más años. El extraordinario subsidio que ha caracterizado al metro capitalino se tambalea. Las élites dicen exigir un mejor transporte público para dejar de usar sus automóviles pero se niegan a pagar los impuestos necesarios para ello. La administración capitalina se los concede eliminando la tenencia. El plan maestro del Metro lleva décadas de atraso. Si el Estado de Bienestar construía Metro, al actual apenas le alcanza para Metrobús.

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Tenemos un museo del Metro. Tampoco es para armar mucho revuelo. En esta ciudad hacemos museo de casi cualquier cosa. “La segunda ciudad con más museos en el mundo”, repetimos como si la categoría —y la posición— fueran un motivo de orgullo especial. Y puede ser que sí, es solo que a veces no queda claro si es que más bien no conocemos otra forma de relacionarnos con los objetos, relatos, personajes y símbolos que consideramos importantes. O si el “museo” como institución se nos ha vuelto algo mucho más flexible. Creo que no. Como sea, tenemos un museo dedicado al Metro y eso tampoco es cualquier cosa.

Si la entrada al museo no fuera a través de unos torniquetes como los de acceso a cualquier estación, ese proyecto sería por lo menos anacrónico. Además de la contemplación de los objetos en vitrinas, el museo contemporáneo debe ofrecer una “experiencia”, es decir, algún tipo de fantasía que en la jerga les encanta calificar de “lúdica”. Este museo nos ofrece la ilusión de estar ingresando a una estación especial, única, distinta y a la vez familiar. El 9 ¾ de nuestro King`s Cross pero en la estación Mixcoac de la Línea 12. Alguna simulación de los corredores de una estación se entiende en los pasillos del pequeño recinto. De pronto aparecen las ventanillas de una taquilla: es la tienda del museo. Tazas, libretas, etiquetas, playeras y hasta ropa interior con estampados de la red y logos del metro. Es un museo, pues, de los de hoy, de los de ahora.

Fotografías y planos antiguos. Una colección de los diferentes diseños de los boletos que se han emitido desde la apertura de la línea 1 en 1969. Un espacio dedicado a la iconografía y tipografía tan distinguida del metro. Otro dedicado a una pequeña colección de pinturas a cargo de artistas del siglo XX mexicano que ha ido adquiriendo la empresa en estos casi 50 años. También muestran objetos de al menos cinco siglos distintos que han aparecido en las obras a lo largo del Valle de México. Finalmente, hay un espacio dedicado a rememorar la exposición “Imagen México” con que, en ese ambiente desarrollista, autoritario y de proyección internacional, se inauguró el Sistema de Transporte Colectivo.

En suma, el museo tiene un objetivo: servirse de lo entrañable del Metro dentro del imaginario de la Ciudad de México y traerlo al presente como objeto de nostalgia. La primera lámina de texto nos recibe con citas de crónicas, novelas y otros textos de Vicente Leñero, Juan Villoro, José Joaquín Blanco, Carlos Monsiváis y otros que lo mencionan como microcosmos, como metonimia, como ventana del flaneur, como… ay, en fin, como algo más que una infraestructura de transporte. Supongo que en ningún futuro le estaremos haciendo museos a los segundos pisos, supervías y pasos exprés a menos que sean como memoriales de la infamia. El Metro nos es otra cosa más valiosa, una que requiere la reflexión que produce colocarla en los altares civiles de los museos.

La potencia que tiene hoy esa nostalgia que activa el Museo del Metro debiera tener un valor pedagógico fundamental en la ciudad que hoy somos y la que queremos ser. El Metro de la Ciudad de México se construyó como entrañable desde su nacimiento. En él convergían los discursos y representaciones de una sociedad que conseguía costearse grandes obras de infraestructura que sirvieran para las mayorías. En el Metro la proxemia iguala a sus usuarios, el subsidiado costo del pasaje socializa el acceso. La arquitectura de sus estaciones, el diseño de su imaginería, la producción artística y la reflexión escrita sobre su presencia en la ciudad debía tenerlo todo: vanguardismo, tradición, nacionalismo, cosmopolitismo. Una aleación que suena por lo menos indigesta y que era imposible bajo la larga regencia de Ernesto Uruchurtu. Se necesitaba el fuego vivo de los años 60 y 70: un Estado mexicano más engrandecido, una vanidad renovada ante las miradas internacionales, un nuevo movimiento de los populismos, las descolonizaciones y del acomodo en eso que llamamos Tercer Mundo.  El Metro se presenta al mundo, a la ciudad, al propio régimen vapuleado por la represión y guerra sucia que estaba librando, como un logro, como un “hacerlo bien”.

Y sin embargo, en el ánimo de nostalgia resulta complicado seguir desenterrando algo de ese orgullo desarrollista. A pesar de seguir transportando a millones de personas diariamente, el Metro se articula mejor hoy a los pasados-que-siempre-fueron-mejores que al presente y a los futuros. No está claro que el Estado que fue capaz de brindarnos estas infraestructuras que inspiran y perduran, sea capaz, siquiera, de sostenerlas hoy en día. Cualquier usuario frecuente del servicio en las últimas décadas podría asegurar un notable deterioro en los últimos cinco o más años. El extraordinario subsidio que ha caracterizado al metro capitalino se tambalea. Las élites dicen exigir un mejor transporte público para dejar de usar sus automóviles pero se niegan a pagar los impuestos necesarios para ello. La administración capitalina se los concede eliminando la tenencia. El plan maestro del Metro lleva décadas de atraso. Si el Estado de Bienestar construía Metro, al actual apenas le alcanza para Metrobús.

El Museo del Metro podrá ser un museo más de la ciudad, pero tal vez valga la pena llevarse algo más que la taza conmemorativa. Al menos yo me llevo la necesidad de volver a imaginar -y luchar por- una sociedad capaz de costearse grandes proyectos para el bien y acceso de sus mayorías, infraestructuras que nos inspiren a mirarnos a nosotros mismos y a nuestro tiempo.

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Transportes felices https://arquine.com/transportes-felices/ Fri, 04 Aug 2017 21:25:27 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/transportes-felices/ La percepción que tienen las autoridades del metro sobre el suicidio, más que ingenua, es obscena e insensible. Se pretende construir algo tan intangible y decorativo como un “ambiente” que detenga la depresión, como si los suicidas fueran una suerte de subnormales a los que se les puede disuadir con música “linda” y luces de colores, como si la depresión se resolviera con artificios.

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En la novela Neuromaner (1984) de William Gibson, la primera entrega de la trilogía Sprawl, el autor describe una ciudad ficticia llamada Chiba, un territorio que entiende los cuerpos de sus habitantes a través de la ilegalidad y del capitalismo. Los cirujanos pueden incapacitar corporalmente a los empleados de las múltiples empresas del mercado negro o bien implantarles ya no dispositivos que puedan incrementar su eficiencia, sino los logotipos de las marcas para las que estén trabajando. También, la vivienda más barata es aquella que se adapta al cuerpo, como si se tratara de un ataúd (de hecho, a esas habitaciones se les nombra coffins, ataúd). Pero una de las aristas más impresionantes de Chiba es su paisaje: una acumulación de desperdicios tóxicos en la que sobresalen aquellos espacios destinados a la felicidad y al descanso, espacios que físicamente lucen como escaparates sobresaturados y cuya operación está centrada en el artificio. Sobre esa gran mancha de carbono que es Chiba, de cuando en cuando aparecen ciertas mutaciones que vuelven más monstruosa a la ciudad, parches decorativos que la vuelven más fotogénica.

 

Trazando las debidas distancias entre Chiba y el Sistema de Transporte Colectivo Metro de la Ciudad de México, podríamos decir que este sistema de transporte albergaba la misma acumulación de desperdicios y de ilegalidad, una acumulación tan organizada que llegó a representar la principal posibilidad para la economía informal de la capital. Las medidas fueron tomadas y las autoridades del metro lograron mitigar, si no es que limpiar del todo en algunas estaciones, el comercio que sostenía precariamente a una cifra importante de personas, pero sin que fueran recolocadas en un empleo que les permitiera sustituir horas de jornada subterránea por horas de jornada terrestre. No sólo fue extirpado un comercio, también fueron retirados cuerpos para que los usuarios formalizados (y probablemente no menos precarios) pudieran tener un trayecto mucho más cómodo, más placentero, más feliz.

Además del comercio informal, una de las constantes del metro era la muerte. En una nota del 19 de julio de 2011, Excelsior reporta que sucedía un suicidio cada diez días. Se le solicitaba al entonces alcalde Marcelo Ebrard que tomara medidas para disminuir la tasa de sucidios, un problema humano al tiempo que de operatividad: un suicidio bloquea por algunas horas el tránsito de los trenes y un alentamiento, por mínimo que sea, colapsa varias estaciones. Seis años más tarde, Jorge Gaviño, el director del STCM, lanza una campaña llamada Salvemos vidas que consiste en crear ambientes apacibles en las estaciones que reportan una mayor tasa de suicidios. Estas estaciones mantendrán en sus bocinas música apacible y luces que generen sensaciones de calma, además de programar exposiciones de arte y charlas terapéuticas.

 

La percepción que tienen las autoridades del metro sobre el suicidio, más que ingenua, es obscena e insensible. A la manera de los espacios de felicidad de Chiba, se pretende construir algo tan intangible y decorativo como un “ambiente” que detenga la depresión, como si los suicidas fueran una suerte de subnormales a los que se les puede disuadir con música “linda” y luces de colores, como si la depresión se resolviera con artificios, como si la depresión fuera más bien un problema de higiene para la ciudad y no una situación más concerniente a la salud mental. En este arranque de interioristas por parte de las autoridades del metro, el bienestar es una escenografía que busca evitar entorpecer el tránsito de los trenes: el suicida se sentirá feliz en la estación que aborda, irá a su casa y ahí, en la tranquilidad de su espacio doméstico, es donde podrá quitarse la vida.

Pareciera que existen cuerpos que no funcionan para la maquinaria de la capital, tanto en las inmediaciones del metro como en los exteriores. Los comerciantes y los suicidas son ejemplos en el STCM. El campamento de indigentes en la calle artículo 123 fue retirado también, y en el lugar que antes funcionaba como vivienda para ellos, ahora se celebran exposiciones públicas de arte. Todo sea por ese bienestar que vuelve un poco más monstruosa a la Ciudad de México.

Imagen actual del lugar donde se encontraba el antiguo campamento de Artículo 123

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