Resultados de búsqueda para la etiqueta [METRO CDMX ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Mon, 12 Aug 2024 18:55:16 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Serie Juárez (I): inmovilidad integrada https://arquine.com/serie-juarez-i-inmovilidad-integrada/ Mon, 12 Aug 2024 18:55:16 +0000 https://arquine.com/?p=92305 No todo se trata de dinero. Algunas cosas se tratan de dignidad. Por eso, desde el momento en que me refirieron a las oficinas de orientación e información que están en la estación Juárez, en la línea 3 del Sistema de Transporte Colectivo (STC por sus iniciales, en lo sucesivo “metro”), asumí la prerrogativa de […]

El cargo Serie Juárez (I): inmovilidad integrada apareció primero en Arquine.

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No todo se trata de dinero. Algunas cosas se tratan de dignidad. Por eso, desde el momento en que me refirieron a las oficinas de orientación e información que están en la estación Juárez, en la línea 3 del Sistema de Transporte Colectivo (STC por sus iniciales, en lo sucesivo “metro”), asumí la prerrogativa de acudir, porque, si bien luego uno carece de principios, prescindiré de fines cuando muera. Mis fines eran 50 pesos que estaba determinado a recuperar. Pero este episodio en metro Juárez se sitúa a la mitad de la historia, que comenzó el año pasado en el metro Insurgentes Sur, de la línea 12. En compañía de la entrañable Ana Elisa, quien volvió durante unos breves e intensos meses desde Europa, intentamos acceder al andén con dirección a Tláhuac. Nos apersonamos en la primera taquilla inmediatamente a la izquierda de un tiro de escaleras, cuyo descanso accede al Liverpool de Insurgentes —conozco bien la descripción de la ubicación de la taquilla, porque la tuve que describir en un renglón del oficio que después me pedirían llenar—. Tras recibir un billete de 50 pesos, la operatriz de la taquilla nos dijo que el sistema de recargas se lo había tragado el billete, sin que se registrará el saldo. Después, la encargada comentó que había que meter una queja y solicitar una remuneración en unas oficinas en metro Juárez. Procedió a devolverle a Ana Elisa su tarjeta de movilidad integrada con la misma cantidad de fondos con la que había entrado a la estación. Ignorando que hay reclamos que devienen conflictos, me ofrecí para ir a reclamar los 50 pesos, porque metro Juárez es uno de los parajes posibles en el ir y venir de mi oficina: la calle 5 de mayo, esquina con Bolívar, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, cuna del régimen centralista, centro de operaciones administrativas de una cuenca, un sistema urbano y un país que se mantiene en disputa —por desgracia, una disputa que parece tener como objeto el dinero y no necesariamente la dignidad.

El dinero no me sobra y el tiempo escasea. Transcurrieron semanas para que lograra estar franco para ir a las oficinas de metro Juárez a pesar de que camino por ahí de manera regular. Fui hacia allá. Sobre avenida Balderas, en la acera poniente, accedí al Módulo de Tarjeta MI (movilidad integrada) del Gobierno de la Ciudad de México. Pensé que tendría que hacer fila, pero no había nadie. También pensé que ahí me devolverían el dinero. Me atendió una trabajadora, le platiqué mi situación, omití el hecho de que el plástico no es era mío (la tarjetahabiente ya estaba de vuelta en Berlín), le entregué la tarjeta y respondí muchas preguntas del tipo: “¿has vuelto a utilizar esta tarjeta desde entonces?” (negativo). Después, anotó en un papel el número de la tarjeta de movilidad integrada — no el que viene en el revés, sino un número oculto al que sólo se tiene acceso desde dentro del sistema, un número que de tu propia tarjeta probablemente ni tú mismx conozcas—. Pero en ese módulo no manejan dinero. Tras entregarme el número secreto, que sería necesario de aquí en adelante, me refirieron al siguiente paso, también en metro Juárez, del otro lado de la avenida: la Oficina de la unidad de Orientación e Información en Balderas 58, primer piso, colonia Centro.

Con prontitud me registré ante la vigilante — “asunto: información”— y subí a la oficina de la unidad de Orientación e Información. A diferencia del paraje anterior, de aspecto más o menos contemporáneo, esta oficina mantenía su encanto de los 60: señalética de no fumar, ventanas percudidas por el smog, pisos de loseta de cerámica (antes blanca, ahora gris), plafón reticular y paredes con acabado de yeso, pátina sobre el mobiliario original, puertas y marcos de madera y canceles, barandales, molduras y demás detalles de aluminio. La luz proveniente de los focos incandescentes teñía la oficina de un tono cálido, como la atmósfera del régimen estético de la burocracia predigital. Aire estancado, silencio y quietud. La oficina estaba casi vacía y el personal permanecía estirando el acontecer del tiempo, parecía que me estaban esperando. Tras un detallado testimonio, una secretaria de uñas largas y rojas me dio información, primero similar, después diferente y, al final, contradictoria a la que había recibido en el módulo anterior a propósito del procedimiento para el reembolso. A través de la ventanilla, la trabajadora me entregó un oficio fotocopiado con campos vacíos para anotar toda la información para ellos relevante (nombre, fechas, números de tarjeta, monto ingresado y actual, estaciones frecuentes, etc.), incluida la ubicación de la taquilla donde estaba la máquina se había tragado el billete de 50 pesos. Devuelto el oficio, fue incorporado a las pilas de papeles, folders y carpetas que estaban sobre escritorios de color beige. Así, quedó metida mi denuncia y —de vuelta a la era digital— se me dijo que en un lapso de 10 días hábiles tendría una respuesta en mi correo electrónico.

Edificio de oficinas del STC en Metro Juárez. Foto: ©Zaickz Moz

No menos de un mes después, el 14 de febrero —día de San Valentín: día del amor y la amistad, del espectro que los une y del umbral que los separa— recibí en mi bandeja un correo, cuya emisora era la ciudadana Muñiz Flores, en representación de la licenciada Arce Mayén, un oficio firmado por la licenciada Granados Pineda, que daba réplica a mi proceso con la siguiente información:

Derivado del análisis del Reporte 1 Recargas por Tarjeta, correspondiente al número de plástico proporcionado por la persona usuaria, así como del historial de Equipo de Recargas (POS), ambos emitidos por la Gerencia de Organización y Sistemas de este Organismo y de acuerdo a los datos proporcionados, se determina que procede reembolso por la cantidad de $50.00 (cincuenta pesos 00/100 M. N.).

La victoria es dulce. Pero es mejor celebrarla en silencio, porque del plato a la boca se cae… Hasta ahí mis queveres en metro Juárez. El oficio correspondiente no omitió la mención de que la Coordinación de Taquillas a la cual tendría a bien apersonarme para recibir mi reembolso no estaba en donde las anteriores, sino a un costado del metro Salto del Agua, en la acera con dirección a Observatorio: avenida Arcos de Belén 13, colonia Centro, primer piso.

En el momento en que esto transcurría, durante la primavera de este año, el Sistema de Transporte Colectivo estaba en proceso de dar el brinco de lo analógico a lo digital y mudar su infraestructura de acceso de los boletos válidos por un viaje, expirados el 20 de abril de 2024— el fin de una era—, a las tarjetas de movilidad integrada con validez en el resto de la red de transporte público de la ciudad: metrobís, trolebús, cablebús, etc. Sin embargo, los procesos burocráticos de la dependencia estatal STC y los interiores de sus oficinas siguen en la era análoga, y son como una máquina del tiempo cuya diferencia con el exterior es de medio siglo. En el transcurso, y a lo largo de semanas subsecuentes, no podía quitarme el recuerdo de las oficinas de metro Juárez de la cabeza. Soñaba de día con ellas, como pozos de agua onírica, como posiblemente las llamaría Walter Benjamin, el Manuel Gutiérrez Nájera alemán. No dejaba de contemplar en mi memoria su energía y apariencia sesentera. En los traslados a mi oficina, observaba desde afuera las oficinas en el primer piso de metro Juárez e imaginaba una explosión aurática capaz de transportarme a mediados del siglo pasado; que extendiera su atmósfera de leve tono amarillo, desde ahí al resto del Centro Histórico del Distrito Federal, pasando por el edificio de mi oficina que también es de los 70 y en el que, desde el sexto piso, se vislumbra (a veces) el horizonte al norte de la región más transparente del aire, cuyo transcurrir de la vida, diaria en la sexta década del siglo XX, suscita en mí una sensación de nostalgia peculiar porque yo nunca la conocí —nací en el 94 en Mixcoac, soy contemporáneo del TLCAN y del EZLN—. ¿Qué era aquello, esa anemoia? Así se le llama a la capacidad de echar de menos un pasado en el que uno nunca ha estado. ¿De dónde provenía aquella nostalgia? Lo averigüé hace poco, en otra localización que ostenta el nombre Juárez.

A veinte minutos caminando desde metro Juárez, en la colonia Juárez, abrió hace poco una cafetería. Negocio familiar: su distintivo parece ser el de extenderle una invitación al comensal a pausar su ocupada vida contemporánea y darse un pequeño minuto para tomar un café. El precio de un americano es igual a la denominación del billete perdido en la taquilla de metro Insurgentes Sur. El local de la cafetería es pequeño, posiblemente mida 3 metros de frente por 7 de fondo. No diría que es un interior contemporáneo, sino tentadoramente retro: ostenta un estilo similar al que estuvo en boga en el resto de la ciudad entre las décadas de los 60 y 70: focos cálidos cuya luz atraviesa luminarias en retícula, una identidad gráfica vintage y, sobre todo, un diseño de interiores con fuertes notas de aluminio: entrecalles, perfiles y molduras relucientes —a veces natural, a veces dorado—, que enmarcan enormes espejos en todo el perímetro. El café no es malo. Al fondo hay una vitrina “directorio”, pero, en donde normalmente habría un listado de despachos, aquí hay una colección de memorabilia, objetos de la época: billetes, postales de la Torre Latinoamericana, del Palacio de Bellas Artes, Teotihuacan, un caset, un sobre de cerillos, un calendario de Alis S. A. de C. V. (Abastecedora Nacional de herrajes y cerraduras), etc. La cafetería es coextensiva con la fantasía de ser un oficinista de entonces, bien trajeado, que detiene su transcurso por la colonia Juárez —en la calle Londres, casi esquina con Dinamarca— para pasar un minutito por un café. A estas alturas, todo lector atento sabrá a dónde conduce todo esto: las diferencias entre la cafetería de la Juárez y las oficinas de metro Juárez dicen más que sus semejanzas. La primera, seductora y sencilla, es una escenografía cinematográfica reminiscente de la era espacial del siglo pasado que, como comensal, se agradece. La segunda, encantadora pero insufrible, es un auténtico microcosmos de la burocracia mexicana, cuyo deterioro denota la ineficiencia de un sistema que —como escribe Salvador Novo— “se regodea en su propia inercia”, lo que, como ciudadano, me preocupa.

Café-bar El Minutito. Foro: © Ricardo Acuña

Preocupación y nostalgia, peligrosa mezcla combinada con el agradecimiento por la ejecución de un diestro diseño. En el café de la Juárez, a la mitad del sentido longitudinal, frente a la barra, arriba de los portales del deseo que suponen espejos perimetrales, hay una lámina que enmarca el isologo “68” de las Olimpiadas: un detalle adecuado y de precisión histórica. Cada que veo algo que tenga que ver con las Olimpiadas de México 1968, me siento interpelado por —entre otras cosas— ser residente de la Villa Olímpica, al sur de Ciudad Universitaria (en donde estudié), y en la que en ese entonces se hospedaron atletas de todo el mundo; en el sur de la cuenca del Valle de México: centro de operaciones administrativas de algo que se ha manifestado antes como imperio, después virreinato y ahora como una federación —siempre en disputa, y cuyo centralismo es uno de sus más pesados lastres.

El centralismo mexicano se manifiesta de muchas formas. La más evidente es la que impera sobre el territorio. Porque si bien, según la Constitución —artículo 40—, cada estado se autodetermina, en los hechos fácticos el sistema político institucional (entre otras cosas) vicia su cometido y deviene en gobiernos estatales que se ponen a merced de facciones políticas con sedes de administración, supervisión y rendición de cuentas ante la ciudad central; hecho que ocurre en cada entidad federativa, en mayor o menor medida. La Ciudad de México, que a su vez alberga en su interior lógicas centralistas, tiene una sobrerrepresentación de edificios, colegios, sindicatos, palacios, institutos y demás instituciones que ostentan el adjetivo “nacional”. El centralismo territorial tiene como correlato al centralismo político latente en lo que podríamos llamar la ideología del Partido; ideología que, en la década de los 60 y, en particular, días antes de las olimpiadas de 1968, tuvo un punto de inflexión.

La ideología del Partido es la causa responsable del centralismo político y los laberintos burocráticos —como el que yo atravesaba, aún a la mitad, entre la Oficina de la unidad de orientación e información en metro Juárez y la Coordinación de Taquillas en metro Salto del Agua—. La ideología del Partido se caracteriza por una naturaleza dual de geometría circular. Por un lado, está el centro, representado por el líder, sus cabilderos y los jerarcas del Partido, que forman parte de una tradición intelectual manifestada en cualquiera de sus denominaciones tras el primer tercio del siglo XX: Partido Nacional Revolucionario (PNR), Partido de la Revolución Mexicana (PRM), Partido Revolucionario Institucional (PRI), Partido Acción Nacional (PAN), Partido de la Revolución Democrática (PRD), etc. Diferentes nombres, pero misma estructura; diferentes capítulos —tanto narrativos como grupusculares—, pero una misma historia. Por el otro lado, alrededor de este centro equidistante está el diámetro concéntrico: el Partido que, como discurre Octavio Paz en Posdata (1970), más que expresión de un sentir político compartido entre ciudadanos, es un ente burocrático que se limita a giros político-administrativos. Sus esfuerzos consisten en la dominación institucional, no mediante la fuerza coercitiva sino el control y manipulación ejercidos mediante sus radiales: las agrupaciones populares (sindicatos, ejércitos, asociaciones obreras y campesinas, etc.); los discursos de modernización e industrialización; una filia por la inversión extranjera, así como la construcción de infraestructura políticamente utilitaria; y los medios de información que— si bien cada individuo es libre y soberanx— influyen en el pensar de, sobre todo, las clases medias— nacidas en el seno del Partido. “Al mismo tiempo, el Partido es un órgano de exploración de la conciencia popular y de sus aspiraciones y tendencias”, continúa Paz. A un atento lector le corresponde, de acuerdo a su propio juicio, proceder o no con un examen del horizonte político mexicano en el siglo XXI, en relación con esta ideología para determinar si su movimiento sigue o no vigente.

A reserva de enmarcar esta crónica del sistema político moderno mexicano dentro de un relato de buenos contra malos— o cualquier arquetipo de ellos contra nosotros—, toca reconocer las virtudes de la ideología del Partido en el transcurso de la primera mitad del siglo pasado: la creación de estructuras públicas institucionales, cierta estabilidad política y, por extensión, económica: la construcción de muchos tipos de infraestructura. Y en la capital: la construcción de una Ciudad Universitaria, un Museo de Antropología, una Basílica, una red de Sistema de Transporte Colectivo (en breve volveremos al relato de aquellos 50 pesos en moneda nacional). La administración de este crecimiento nacional resultó en reconocimientos internacionales y, en consecuencia, la designación del Distrito Federal como sede de los Juegos de la XIX Olimpiada. Pero las autoridades de ese momento, incapaces de reconocer que las virtudes de su ideología ya habían transcurrido, primero doblaron su apuesta, después ignoraron el clamor de la juventud educada y, finalmente, cometieron atrocidades. Cuando el poder no se suelta a tiempo, deviene un punto de inflexión en el que sus virtudes se invierten en vicios, lastres. Aquí, los más protagónicos fueron la corrupción y el autoritarismo, peligrosa dupla combinada con una creciente incompetencia para gobernar. La incapacidad de cambiar de ideología o ceder el poder cuando sus constituyentes se lo solicitaron, confirma de manera retroactiva que, tal vez al Partido— tras un proceso de anquilosamiento y fijación del poder por el poder mismo— ya no le era lícito gobernar. El poder concentrado en su configuración concéntrica, bajo la ideología del Partido, explica en gran medida lo que aconteció el 2 de octubre de 1968 en la plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco cuando, pasadas las 18:00 horas y hasta la madrugada de la jornada siguiente, agentes del ejército —bajo mandato de la figura ejecutiva— abrieron fuego sobre civiles, jóvenes mexicanos. No hubo reparaciones, no se pidió perdón, siguen sin esclarecerse por completo las causas. Así comenzaron las primeras Olimpiadas en suelo latinoamericano, con un trauma.

Trauma. Así se le llama a la capacidad que tiene el cuerpo para adaptarse a intensas disonancias cognitivas o a un acontecimiento atroz, súbito o recurrente. Sin embargo, la impronta adaptativa, cuando se extiende en el tiempo, puede frustrar el desarrollo de la conciencia. Desarrollo detenido que, a veces, se manifiesta como nostalgia—¿anemoia?—, y se caracteriza por una incapacidad de integrar por completo los acontecimientos del pasado, por lo que el desarrollo de la conciencia se vuelve maladaptativo. Inmovilidad integrada. Este concepto es conocido en las tradiciones intelectuales que estudian la conciencia en su acepción individual —en el psicoanálisis, por ejemplo—. Sucede algo similar con la conciencia a escala colectiva, nacional y universal. Por lo tanto, al igual que las oficinas en el primer piso de metro Juárez, nuestra conciencia política mexicana está frustrada, atorada desde hace medio siglo en la década de los 60, en sus aparatos burocráticos, dispositivos institucionales y también en su régimen estético. No obstante, así como ocurrió en el Distrito Federal —cuna de un régimen centralista—, los sucesos de desestabilización social y los reclamos populares a favor de un relevo generacional y democrático del poder ocurrieron el mismo año de 1968 en otras latitudes y amplitudes del mundo geopolítico comercialmente interconectado: México, Estados Unidos, Francia, Japón, Italia, Brasil, Alemania, Pakistán, Inglaterra. Es decir, como habitantes de la Ciudad de México, como ciudadanos mexicanos y como humanidad interconectada, estamos traumados en menor o mayor medida. Hipótesis: las autoridades, ideologías y personas que ostentan el poder en el panorama geopolítico contemporáneo se benefician de nuestros mecanismos maladaptativos, se alimentan de nuestros traumas y les sacan provecho a nuestras nostalgias. A sabiendas de que hay reclamos que devienen conflictos, a esas personas me gustaría invitarlas al café en la Juárez, porque también son víctimas de su propio desarrollo frustrado, de su inmovilidad integrada.

Me dirigí al metro Salto de Agua. El vigilante me negó el acceso a la oficina correspondiente porque no llevaba conmigo una identificación oficial. Pasaron 20 días y me volví a apersonar con pasaporte en mano. En esta segunda vuelta, el vigilante no me pidió identificación. Subí. Frente al elevador vi la Coordinación de Taquillas, tenía un aspecto similar al módulo del metro Juárez. Había una docena de personas, la mayoría trabajadoras. Me senté en una diminuta sala de espera en la cual las bancas eran los asientos típicos de los vagones del metro, hechos de fibra de vidrio, montados sobre perfiles de acero. Transcurrieron más o menos diez minutos hasta que alguien reconoció mi presencia y me condujo a la ventanilla donde había tres trabajadoras platicando. Tras el recuento de los hechos, mostré el oficio que había recibido por correo electrónico y una de las trabajadoras me pidió la tarjeta de movilidad integrada en la que no se hizo la recarga de 50 pesos. “¿Trae su INE?”—me pregunta la secretaria—. “No, traigo mi pasaporte”—le respondí—. Me dijo que aguardara en la sala de espera por 15 minutos. Me senté y después ella salió por la ventanilla, que también era una puerta de madera, y accedió a otra oficina detrás de la recepción. Después de 20 minutos reparando en el bullicio, la secretaria me llamó a la ventanilla y me pidió escribir sobre unas fotocopias de mi identificación y otros documentos, así como mi nombre, la fecha de ese día, y mi poderosa; la firma decía: “recibí en el plástico con número […] reembolso de crédito por $50”. Mientras firmaba, sentía que era lícito congratularme: la victoria es dulce. Después de otros 5 minutos de espera, escuché que la trabajadora les dijo a sus colegas “voy a bajar con el usuario”. Me pidió que la acompañara abajo, lógicamente, para recibir el reembolso. Bajamos un piso en el elevador, salimos del edificio y me preguntó: “¿Cómo ingresó sin dejar identificación?” “No sé…”, le respondí. En la acera norte, sobre Arcos de Belén e Izazaga, bajo el sol fulminante, nos dirigimos hacia el oriente. La trabajadora era de aspecto esbelto y amable, calculo que tenía el doble de mi edad. Comenzamos a platicar mientras caminábamos. Mientras atravesábamos la sombra de los puestos afuera del mercado de San Juan, le comenté que, como no tenía INE vigente, hacía uso de mi pasaporte para identificarme en todos lados. Coincidimos en que el pasaporte es importante. Me platicó que su hijo lo tuvo que sacar para ir a una demostración de artes marciales en Japón, a la cual después no acudió porque hubo unas explosiones y se canceló; luego, continuó ella, su hijo comenzó a estudiar odontología y ya no práctica artes marciales. Llegamos a la esquina con Eje Central. Yo iba detrás de ella, dimos vuelta unos metros hacia el norte y comenzamos a bajar las escaleras de metro Salto del Agua. Continuaba platicando los detalles de la vida de su hijo, con quien simpaticé. Tras el tiro de escaleras, llegamos a los torniquetes de la estación: Salto del Agua, andén con dirección a Constitución de 1917. Todavía no comenzaba la hora pico. La secretaria se presentó ante la operatriz de la taquilla, colocó la tarjeta de movilidad integrada ante el sensor y pidió una recarga. Sus dedos tenían uñas rojas, con ellos extrajo un monedero de su bolsa, abrió el cierre y, uniendo los dedos índice y medio, sacó de su fondo personal un billete de 50 pesos y lo deslizó por debajo del cristal de la taquilla. “¿Hola, cómo estás?, ¿me puedes hacer una recarga de cincuenta pesos?” Me indicó que me fijara en la pantalla, que mostraba el saldo actual y, finalmente, me entregó en mano la tarjeta de movilidad integrada con un crédito equivalente a 50 pesos en moneda nacional. Tras aproximadamente medio año, y varias horas-hombre de diligencias burocráticas, en mayo del presente año recuperé los 50 pesos tragados por la máquina.

Recepción de la Coordinación de taquillas, STC (2024). Foto: Pablo Emilio Aguilar Reyes

Tras cumplir con la prerrogativa, y ya asegurados los fondos y el plástico bajo mi custodia, estaba claro que las preocupaciones ya mencionadas, y el tiempo invertido en este proceso, superó en gran medida el monto en disputa. Sin embargo, no todo se trata de dinero. Algunas cosas se tratan de dignidad. La tarjeta de movilidad integrada con terminación en “543BA41” será devuelta a la brevedad a su respectiva tarjetahabiente en cuanto la ciudadana correspondiente esté de vuelta en la Ciudad de México —cuna de un régimen centralista de inmovilidad integrada, centro de operaciones administrativas de una cuenca, un sistema urbano y un país que se mantiene en disputa—, que a nosotros en tanto ciudadanos nos corresponde iluminar con la luz de la conciencia los acontecimientos del pasado, nuestros traumas y nuestras nostalgias para, finalmente, terminarlos por integrar.

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Un viaje: sobre el último boleto magnético del metro https://arquine.com/un-viaje-sobre-el-ultimo-boleto-magnetico-del-metro/ Mon, 19 Feb 2024 17:10:16 +0000 https://arquine.com/?p=87672 Después de 54 años dejarán de funcionar los boletos de papel y cinta magnética del metro. Termina así un viaje de décadas por la memoria familiar y la historia arquitectónica y de diseño del metro.

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Zócalo, Hidalgo, Chabacano
he cruzado un millón de veces
he querido salir por la puerta
pero siempre hay alguien que empuja
para adentro
[…]

“El Metro”, Café Tacvba

¿Qué representa el último boleto del metro? Esa es la pregunta que ha rondado en mi cabeza desde que se anunció el tiraje final de boletos, que conmemora su existencia de 54 años (de 1969 a 2023). Y la respuesta puede ser tan fácil como lo que está impreso en él: un viaje; y ¿qué es un viaje?, o ¿qué representa un viaje para mí en esta ciudad, al ser —hasta antes de la pandemia— usuario frecuente de este sistema de transporte?  

Un viaje es pensar en ese jueves 29 de febrero como el último día de uso de los boletos físicos con cinta magnética, que dejará atrás una estela de 54 años de boletos impresos de 5.5 cm × 3 cm, en tiras de 5 unidades cada una, que iniciaron en una gama de color naranja con letras rojas; pasando por la gama color rosa y la gama color blanco; dejando atrás una serie de ediciones extensas y diseño gráfico valioso (sobre todo en últimas fechas), que hablan no sólo de la historia del transporte, sino también de la ciudad. Pero, sobre todo, también dejan atrás un sistema conformado por impresores, distribuidores, equipamientos para las taquillas, infraestructura para los torniquetes y sus incontables reparaciones, y personas dedicadas tanto a su mantenimiento y a la venta de estos boletos: las taquilleras, las supervisoras y todo su sistema sindicalizado que se conformaba por un 90% de mujeres, que trabajaban en tres horarios diferentes: el matutino, vespertino y nocturno. 

En ocasiones me tocó ser el primero en estar a las puertas de alguna estación a las 5:00, 6:00 o 7:00 de la mañana, dependiendo si era entre semana, fin de semana o día festivo. También me tocó ser el último, a las 23:50 de la noche, antes del silbatazo que indicaba que había que correr desde la taquilla para alcanzar el último tren antes de su cierre, a las 00:00 hrs. (Algunas veces llegué, otras tuve que buscar maneras de regresar a casa; de ahí, creo, se me hizo la costumbre de ser un buen caminante en la ciudad). Me tocó la apertura y el cierre durante mucho tiempo, porque mi madre trabajó en este sistema durante 25 años (de 1989 a 2014): primero en la estación Norte 45 (correspondiente a la línea 6, que va de El Rosario a Martín Carrera, en la colonia Industrial Vallejo), donde laboró como taquillera cuando yo iba en la preparatoria; y después como supervisora (ya en otra línea), cuando yo ya estaba trabajando como arquitecto profesional. En ocasiones tocaba acompañar a mi padre, sobre todo en las noches, para recogerla y que llegara segura a casa a descansar y dormir, lo que le generó el hábito de ser una persona más nocturna por esos años de trabajo, primero en un turno matutino y después en el nocturno. 

Un viaje es la serie de recuerdos y la cantidad de anécdotas impresionantes sobre el metro (que posiblemente ameritan muchos textos), que nos contaba mi madre en desayunos y comidas familiares, tanto de los usuarios, las estaciones, sus historias, sus anécdotas, sus compañeras de trabajo, su convivencia, como de su experiencia directa al viajar en él. Una de las historias que tengo más presentes, por el esfuerzo que relataba, sucedió cuando ella era supervisora en la línea A del metro (diseñada de 1985 a 1991 por Aurelio Nuño Morales, Carlos Mac Gregor Anciola y Clara de Buen Richkarday, de NGB Arquitectos S.C.; junto con Isaac Broid). Por decisión de mi madre, y pensando en su seguridad, ella evitaba subirse a las camionetas de valores para recolectar el dinero de las taquillas, y optaba por hacer el recorrido en los vagones del metro: subir y bajar una gran cantidad de escaleras por los niveles que correspondía a cada estación, parándose en cada una de ellas y haciendo el trabajo administrativo correspondiente para poder entregar el dinero a valores por la venta de esos boletos. Para ella esto era casi una competencia contrarreloj, entre la velocidad de la camioneta de valores sobre Calzada Ignacio Zaragoza, y la espera del tren de metro que la llevaría a la siguiente estación. Si a eso se le añade el factor lluvia, y lo resbaloso que puede llegar a ser el piso de mármol con el que se diseñaron la mayoría de las estaciones del metro, uno puede imaginarse la cantidad de caídas, moretones, golpes, trajes mojados y veces que se enfermó por poder cumplir su trabajo. O las veces que se quedó varada en la noche en Calzada Ignacio Zaragoza por algún percance en la línea del metro. Esos múltiples un viaje que realizaba mi madre eran múltiples un viaje de mucho valor si uno piensa en todo lo que sucede a nivel de violencia contra las mujeres en la ciudad y el transporte público. En esas circunstancias, la “m” (diseñada por Lance Wyman, Arturo Quiñones y Francisco Gallardo) [1] que portaba en su uniforme funcionó como un escudo protector. De seguro mi madre no lo sabe, pero, para mí, era una superheroína anónima de la ciudad, que se colocaba su traje para que ésta funcionara y operara correctamente para los demás ciudadanos. Pensándolo bien y a profundidad, de esa experiencia, junto con la que tenía de mi padre, quien trabajaba para el Comité Administrador del Programa Federal de Construcción de Escuelas (CAPFCE; concebido por el arquitecto José Luis Cuevas, con el Aula Rural Prefabricada de Pedro Ramírez Vázquez, o la sede diseñada por Francisco Artigas sobre la calle de Vito Alessio Robles, casi esquina con Avenida Universidad), viene una de mis tantas aproximaciones hacia la arquitectura, y el nombre de la plataforma de diseño que dirijo: Anónima. 

Un viaje también es tratar de documentar la historia y diseño de este transporte público en el Museo del Metro, que está en la estación Mixcoac, en el transbordo doble entre la línea 12, que va de Mixcoac a Tláhuac; y la línea 7, que corre de Barranca del Muerto hasta El Rosario. Situado en avenida Revolución, esquina con la calle de Extremadura, en la Colonia Insurgentes Mixcoac, el museo cuenta entre sus salas con una gran colección de boletos del metro (desde los primeros tirajes de 1969), planos sobre el proceso de planeación y construcción de algunas de las estaciones de la línea 1, y un recorrido por el proceso creativo de Lance Wyman, Arturo Quiñones, Francisco Gallardo y Eduardo Terrazas que dio forma a los logotipos, tipografías, y el sistema de señalización y de información guía para los usuarios (el wayfinding design). 

Un viaje es recorrer solo o con alumnos de la universidad las estaciones diseñadas por Félix Candela en la línea 1, como las de Merced, Candelaria, San Lázaro, o Insurgentes (diseñada por Salvador Ortega Flores); las diseñadas en la línea 4 por Ángel y Gilberto Borja Navarrete; las diseñadas sobre Calzada de Tlalpan para la línea 2 por Enrique del Moral. Es también hurgar sobre esa asesoría que dio Luis Barragán sobre tectónica y cromática para las líneas del metro, [2] y repensar esas 34 líneas y sus 655 km de longitud en su diseño original. Es volver a la base de esa ciudad noble y lógica que Carlos Contreras planteó en 1948 y que proponía una línea 1 que fuera desde Ciudad Universitaria hasta la antigua Delegación Guadalupe Hidalgo (hoy la alcaldía Gustavo A. Madero); una línea 2 desde la delegación Álvaro Obregón hasta Puerto Aéreo; la línea 3, de la Plaza de Cuauhtemotzin a Tlalnepantla; la línea 4, de la Plaza de Tlaxcoaque y también hasta Tlalnepantla; y la línea 5, de San Ángel hacia el Peñón de los Baños. 

Un viaje es pasar una hora de tu tiempo, de tu día y acumulación de horas de tu vida, de pie junto a otros cuerpos en la estación Pantitlán, a la espera de poder tomar el tren que te lleve a tu destino laboral. También es estar sentado o parado dentro de un vagón, mientras vas y regresas de tu trabajo, y aprovechar el tiempo con una lectura, una siesta, una comida breve o comprarles algo de a $10.00 pesos (la moneda de cambio dentro del sistema) a los comerciantes ambulantes que operan al interior del metro. 

Un viaje es caminar a oscuras sobre las vías, alumbrando sólo con la luz del celular; o es tratar de salir de la estación con un pañuelo húmedo sobre la cara (si el humo es denso, arrástrese por el suelo) por alguna falla o falta de mantenimiento en el sistema metro. 

Un viaje es también ya no volver a casa; es morir en el intento de recorrer la ciudad mientras el sistema se colapsa entre las estaciones Olivos y Tezonco de la línea 12 del metro, dirección Tláhuac; y, a veces, también es una decisión voluntaria de muchas personas la de quitarse la vida tirándose a las vías. 

“Al público usuario del metro […]”, Comité Ejecutivo Nacional del Sindicato Nacional de Trabajadores del Sistema de Transporte Colectivo Metro, 1 de diciembre 2023.

Un viaje, también hacia el futuro, es el del viernes primero de marzo de 2024: día en que el Sistema de Transporte Colectivo Metro se plastificará en su totalidad y, con esto, completará su transición e inclusión en el Sistema de Movilidad Integrada de la Ciudad de México, para dejar atrás una época en la que nos movíamos con seguridad y confianza por medio de este sistema hoy en día tan deteriorado (aún con las remodelaciones de algunas líneas), tan escaso de mantenimiento y tan inseguro que hace pensar que, sí, posiblemente hoy en día tomar el metro puede representar un (último) viaje.

Un (último) viaje en el metro lo hice pospandemia, después de la caída de la línea 12 del metro (3 de mayo de 2021, coincidentemente el día de mi cumpleaños). Tomé la estación cercana a mi casa, Popotla, de la línea 2 (la azul), con dirección hacia el sur, para asistir a un evento deportivo en la explanada del Zócalo. No tuve que pagar un viaje ya que, con la indumentaria deportiva oficial, ese un viaje era gratis para los participantes. Pero ese un viaje de esa mañana, con esa sensación que da la inseguridad y de saber que algo se está cayendo, no por causas intrínsecas a las personas que laboran dentro del metro, sino por el mal manejo económico de este y de los dirigentes políticos de esta ciudad que todo lo que tocan lo convierte en escombro, terminó por ser en una transición en mis decisiones de movilidad en la ciudad. 

Un viaje, también hacia el futuro, es el del viernes primero de marzo de 2024: día en que el Sistema de Transporte Colectivo Metro se plastificará en su totalidad y, con esto, completará su transición e inclusión en el Sistema de Movilidad Integrada de la Ciudad de México, para dejar atrás una época en la que nos movíamos con seguridad y confianza por medio de este sistema hoy en día tan deteriorado (aún con las remodelaciones de algunas líneas), tan escaso de mantenimiento y tan inseguro que hace pensar que, sí, posiblemente hoy en día tomar el metro puede representar un (último) viaje.

Un viaje, edición LF-1, 1969-2023, no. 364875 / RF-XV

Referencias 

  1. De acuerdo al racional sobre el diseño de la imagen gráfica del metro, las tres líneas verticales al interior de la m” simbolizan las tres primeras líneas del metro inauguradas (Pino Suárez–Tacuba / Juanacatlán–Tacubaya / Tlatelolco–CU); y la cuarta línea, la que bordea y envuelve a las tres inferiores, representa el tren haciendo su un viaje. 
  1. 50 años del metro, Edición Conmemorativa por la Sociedad Mexicana de Ingeniería Geotécnica, A.C. 

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La polis sin metro o Adiós a la ciudad  https://arquine.com/la-polis-sin-metro-o-adios-a-la-ciudad/ Mon, 25 Oct 2021 13:25:27 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-polis-sin-metro-o-adios-a-la-ciudad/ Cuando se inauguró la Línea 12 del metro, llamada con grandilocuencia la Línea Dorada, la gente de Tláhuac pudo imaginar que pertenecía a ese otro gran territorio, la Ciudad de México. Pero en el momento en que se concibió la idea de un metro en la zona oriente de la ciudad (esto es, en una zona que sirve como periferia y por sistema debe seguir siéndolo), de alguna manera se inventó también la catástrofe del 3 de mayo.

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A las víctimas, a los heridos y a los damnificados

“Nuestra época está plagada de ilusiones. Una de ellas es la firme creencia en el crecimiento imparable de las ciudades.”

Consejo Nocturno, [2018], Un habitar más fuerte que la metrópoli, p. 36.

 

Y sí —para iniciar con una afirmación que termina en desprendimiento—, una ilusión que se vivió en Tláhuac durante algunos años (no muchos, ni tampoco de forma ininterrumpida), fue la de que la periferia podía llegar a ser parte de la ciudad. Cuando se inauguró la Línea 12 del metro, llamada con grandilocuencia la Línea Dorada, la gente de Tláhuac pudo imaginar que pertenecía a ese otro gran territorio, la Ciudad de México. De pronto, la gente de esta demarcación del Oriente capitalino podía llegar a las zonas céntricas de CDMX con tan sólo pagar una entrada o, en su defecto, un par de transbordos por el sistema colectivo.

Frente a esa ilusión la metrópoli contestó otra cosa, haciendo uso de su lenguaje de concreto, que es como se expresa el poder imperial. Una respuesta que sigue resonando hoy, cinco meses después de aquella noche de mayo en que colapsó el metro (así lo dijeron y replicaron los medios), específicamente el tramo entre las estaciones Olivos y Tezonco: “aquí no es la Ciudad” —dictaba el acontecimiento—, y que nadie se imagine lo contrario” —parecía concluir la metrópoli. A la ofensa directa que supuso el accidente, el horror de las imágenes transmitidas en vivo, y las historias que se contaron en las redes sociales y de boca en boca sobre las víctimas y sus cuerpos destruidos, se sumó la lógica necropolítica y sus teorías de la conspiración, los candidatos (era época de campañas) que fueron a fotografiarse en la “zona cero” y el cerco policiaco, casi militar, que impidió en los días siguientes que la gente expresara su luto e ira bajo el viaducto quebrantado. Como memorial premonitorio, el sitio de la caída quedó de manera cruel a unos metros del arco que celebra la llegada a Tláhuac y separa esta alcaldía de su vecina, Iztapalapa —demarcación con la que esta zona comparte muchos de sus rasgos culturales y urbanos.  

Y alguno podría decir que el problema de fondo era esa oposición, la de metrópoli y periferia, cuando ambas no son componentes de una misma lógica. Para seguir con el Consejo Nocturno, esta ilusión se sostenía en la ignorancia de que lo único que crece en las ciudades son precisamente las periferias: “una mancha metropolitana que hace entrar en una zona de indiscernibilidad la ciudad y el campo, la capital y la provincia, el centro y los márgenes.” (p. 37)

Pero sucede que esta línea del metro, inaugurada en 2012, venía con promesas de Utopía, de un esfuerzo finalmente recompensado. Si bien en su tramo profundo la Línea 12 apenas y se distinguía de sus hermanas, es en el tramo elevado en el que se percibía su verdadera naturaleza: por su horizonte chaparro y su suelo arcilloso, la gente de Tláhuac nunca había visto desde su perspectiva la ciudad, en específico, lo que iba desde Culhuacán hasta Tlatlenco. Era un metro digno, con luz, espacios amplios y donde se podía viajar con relativa calma. Era también la única línea en la que el ambulantaje estaba prohibido —aunque lo había y era caótico y alegre como en el resto del SCM— , por razones ahora indiscernibles. Contra el pesimismo, ese metro hacía que la gente fuera un poco menos un turista o un exiliado en su propia ciudad, que la crisis de presencia que azota el planeta se atenuara un poco. 

Durante algún tiempo, la Línea Dorada ofreció a este rincón de la ciudad una ilusión de cercanía, de metropolización, de formar parte de una smart city, de ese tipo de ciudades que se hermanan con otras del mundo en una de esas simulaciones que demuestran que el proyecto de la metrópoli es global y, valga la redundancia, cosmopolita. Pero, como decía Paul Virilio en El accidente original, “inventar el barco de vela o de vapor es inventar el naufragio; inventar el tren es inventar el accidente ferroviario”. En el momento en que se concibió la idea de un metro en la zona oriente de la ciudad (esto es, en una zona que sirve como periferia y por sistema debe seguir siéndolo), de alguna manera se inventó también la catástrofe del 3 de mayo. Y la amenaza estuvo siempre ahí incluso cuando la Línea Dorada funcionó más o menos normalmente, aunque nunca lo hizo: tan sólo en 2014, dos años después de inaugurada, tuvo que ser cerrada por completo; además de las múltiples veces que fue cerrada por mantenimiento. Tras el terremoto de 2017, cabe destacar, el uso de la línea quedó suspendida desde Olivos hasta Tláhuac durante un mes. 

Y aunque el chirrido ensordecedor de los convoys se ha detenido (ese sonido que en las curvas más pronunciadas se afilaba hasta parecerse a un grito de metal), el ritmo febril de la metrópoli no se detuvo: ni porque había una pandemia, ni porque había un tramo del metro como un fémur roto con los nervios al aire. A los exmetronautas de Tláhuac no les ha quedado otra cosa que tratar de salvarse y cruzar diariamente por la zona del desastre: “propedéutica de resiliencia ciudadana con miras a recomponer la unidad de fachada metropolitana ante cualquier forma posible de catástrofe, entre las cuales se incluye un levantamiento popular”. (Consejo Nocturno, 2018, p. 59). 

La pregunta como siempre es: ¿qué hacer? Mudarse de la ciudad o simplemente cambiar una periferia por otra sería la respuesta más práctica, pero sería una desobediencia adherida a la lógica imperial de la metrópoli, y a uno de sus mejores dispositivos, la esperanza, ese invento que ya trae consigo su accidente. Lo primero sería rehusarse a la promesa ya insostenible de la metrópoli que en Tláhuac (como lo es también en Ecatepec, en Iztapalapa, Los Reyes o cualquier otra periferia que venga a la mente) es signo de algo que está exhausto, que ya no puede más: el crecimiento de ese magnífico monstruo, ese esperpéntico tetragramatón titulado CDMX. Contra las devastaciones futuras y proyectadas de esa Utopía hay que pensar en algo para lo que no es necesario pedir permiso. Un punto de partida para nuevas geografías. Una secesión íntima, “porque lo íntimo es también dominio del poder” (Consejo Nocturno, 2018, p. 81). Una despedida como repudio a la metrópoli que nos ha lisiado. Pensar en eso que se resume en una palabra: “adiós”.  

Y después, otra vez como siempre, sobrevivir al apartheid y, sobre todo, no olvidar. 

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Metro: 50 años https://arquine.com/metro-50-anos/ Wed, 18 Sep 2019 08:15:30 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/metro-50-anos/ El 4 de septiembre de 1969 se inauguró el sistema de movilidad más importante de la Ciudad de México. Tras más de una década desde los primeros proyectos y dos años de construcción, el Metro se presentaba como la solución ante la carencia de transporte público de una ciudad cuya población crecía en cantidades exorbitantes.

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El 4 de septiembre de 1969 se inauguró el sistema de movilidad más importante de la Ciudad de México. Tras más de una década desde los primeros proyectos y dos años de construcción, el Metro se presentaba como la solución ante la carencia de transporte público de una ciudad cuya población crecía en cantidades exorbitantes —entonces ya superaba los cinco millones de habitantes. Con motivo de los primeros 50 años del Metro, el Museo Nacional de Arquitectura exhibe una muestra documental, la cual traza una línea temporal que va desde su fundación hasta nuestros días, sus condiciones y transformaciones, en su indisociable relación con la vida urbana de la capital. 

En 1969, la Ciudad de México no se reconocía en absoluto como lo que había sido tres décadas atrás: no era ya una ciudad centralizada, ni horizontal, ni la ciudad del agua. Los centros se fundían con las periferias y se expandían rápidamente; los primeros rascacielos y grandes edificios multifamiliares delimitaban el horizonte y los ríos que corrían al aire libre habían comenzado a entubarse desde los años 40 como una medida de salubridad, sepultados bajo asfalto para convertirse en nuevas vialidades. La ciudad crecía motivada por fuertes expectativas de progreso, las cuales se materializaban en concreto, vidrio y asfalto. Todo era modernidad y desarrollo a la vista.  

En este contexto, el Metro fue la obra cumbre de toda una época. En la exposición, las fotografías de distintas zonas muestran una ciudad irreconocible, con el subsuelo a cielo abierto, en la construcción del sistema de transporte que sería la mayor obra pública de la ciudad hasta ese momento y un parteaguas en su historia. Tras los multifamiliares de Mario Pani, los grandes edificios de Pedro Ramírez Vázquez, las nuevas vialidades como el Periférico, los fraccionamientos como Ciudad Satélite y después de que México fuera sede de los Juegos Olímpicos en 1968, el Metro era la ratificación de que el país se encontraba en la vía correcta, que verdaderamente era el México “en pujante desarrollo” que la revista LIFE mencionara en uno de sus números años atrás. Con sólo tres líneas que atravesaban el centro de la ciudad —en su primera etapa—, el Metro se inauguró en un solemne evento en la estación Insurgentes. Diversas fotografías dan muestra de su impacto: un evento con gran afluencia en la glorieta de Insurgentes, profesoras enseñando a un grupo escolar cómo funciona el nuevo sistema de transporte, pasajeros esperando abordar para el primer viaje. 

La exposición también muestra la importancia de la colaboración de distintas disciplinas en el proyecto. Desde el reto que representó para la ingeniería y la construcción —a cargo de ICA—, ya que el entorno debía ser modificado lo mínimo posible, considerando también la condición del subsuelo altamente compresible y la consiguiente baja resistencia a los sismos. Por otro lado, la arquitectura en cada una de las estaciones, la cual fue desarrollada bajo condiciones e identidades propias, aunque conservando la idea de conjunto al reflejar en cada uno de los edificios las premisas de diseño y sistemas constructivos que guiaban la práctica de la época; como la reinterpretación del pasado prehispánico y su integración con la arquitectura moderna en la estación Insurgentes, o Félix Candela y los paraboloides hiperbólicos de las estaciones Candelaria y San Lázaro. Asímismo, la identidad gráfica fue diseñada por Lance Wyman —quien colaboró también con el diseño gráfico de los Juegos Olímpicos un año atrás— construyendo un referente visual, no sólo del Metro sino de la ciudad. 

Finalmente, la muestra cierra con una condición excepcional en la construcción del Metro: el hallazgo de vestigios que desenterraron, física y simbólicamente, el pasado de su territorio. Entre los hallazgos destacan restos óseos de animales prehistóricos, así como restos humanos, instrumentales y edilicios del pasado prehispánico y colonial dejado varios siglos atrás, que han servido como evidencias para reconstruir la historia de la ciudad. 

Si bien, por todo lo que el Metro significa para nuestra vida urbana, esta exposición podría ser una muestra mucho más exhaustiva, sí representa un esfuerzo por fomentar el acercamiento y reapropiación del mismo. El Metro es y será el sistema de transporte público de la Ciudad de México por excelencia; un paliativo a la distancia para quienes habitan las periferias y una alternativa para quienes habitan el centro; uno de nuestros mayores símbolos de la democratización de la vida urbana y un incentivo del intercambio cultural. Un sistema que, además de las millones de personas que transporta día a día, escribe discretamente una versión propia de la historia de la ciudad, al ritmo que crece con ella. 

“Metro 50 años” estará abierta hasta el 10 de noviembre en el Museo Nacional de Arquitectura en el tercer nivel del Palacio de Bellas Artes. Se acompaña de una exposición fotográfica en las rejas de Chapultepec. 

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El Metro de la Ciudad de México. Cincuenta años de arquitectura en movimiento https://arquine.com/metro-cincuenta/ Fri, 06 Sep 2019 14:01:14 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/metro-cincuenta/ Desde la construcción de la modernidad, las grandes ciudades explotaron en ondas expansivas hacia sus periferias, donde la velocidad del automóvil prometía instrumentar su bienestar, mientras que las centralidades luchaban por conservar su vida a escala humana resistiendo la máquina demoledora que representaba la modernidad.

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La ciudad se concibe desde el movimiento y sus escalas se perciben desde la velocidad. Desde la construcción de la modernidad, las grandes ciudades explotaron en ondas expansivas hacia sus periferias, donde la velocidad del automóvil prometía instrumentar su bienestar, mientras que las centralidades luchaban por conservar su vida a escala humana resistiendo la máquina demoledora que representaba la modernidad. Lo individual y colectivo fue delimitado a partir del territorio y, en consecuencia, su movilidad. La dicotomía entre lo público y lo privado, presente en todos los ámbitos del habitar, se materializó en los medios de transporte. El transporte público es una declaración categórica de urbanidad, significa democratizar la vida en la ciudad haciéndola accesible para todos sus habitantes. El sistema de transporte conocido como Metro se ha convertido en el paradigma del transporte público a nivel global. Sus referentes más icónicos y antiguos —como el de Londres y París— dan testimonio de una práctica de ciudad que funciona no sólo como sistema de transporte sino como lugar de identidad y encuentro.

Hace 50 años, la Ciudad de México inauguró el Sistema de Transporte Colectivo Metro. Llegó en una coyuntura de gran construcción de infraestructura por parte del Estado Mexicano llamada el Milagro Mexicano. De éste, se desprendió una producción cultural que repercutió en todos los ámbitos de la vida pública y en especial en la arquitectura. Mario Pani había llevado a cabo sus grandes obras de vivienda colectiva —culminada con la Unidad Habitacional Tlatelolco— mientras que Pedro Ramírez Vázquez había ejecutado los proyectos que se convirtieron en los grandes símbolos que legitimaban la identidad mexicana moderna: el Museo Nacional de Antropología y la organización de los Juegos Olímpicos de México ‘68. En este último evento, la colaboración del artista gráfico Lance Wyman traería una nueva estética que resonaría mucho más allá de los juegos. Wyman se involucraría también en el proyecto del metro y construiría una identidad visual que se convertiría en un referente cultural para toda la ciudad. Desde entonces, la Ciudad de México, sus localidades y habitantes ya no se podrían reconocer sin su metro. La gran obra de infraestructura de transporte sería emprendida por la constructora ICA y tendría numerosos colaboradores —arquitectos, artistas e ingenieros— y se integraría simbióticamente al proyecto infinito que constituye la ciudad.

La ciudad abrazaría al metro y abriría sus venas para que la gente circulara, revelando en numerosas ocasiones sus tesoros enterrados. Basta remover un poco la inestable tierra de la capital mexicana para poner al descubierto sus capas superpuestas: de los vestigios novohispanos tempranos a las aún palpitantes ruinas de la ciudad mexica; llegando, inclusive, al distante pasado paleolítico. Destacan, entre sus muchos hallazgos, el de un adoratorio —casi intacto— dedicado a Ehécatl-Quetzalcóatl, revelado durante la construcción de la estación Pino Suárez; y el del esqueleto completo de un mamut que vivió hace 12,000 años, descubierto durante la construcción de la estación Talismán. Transitar por el metro es, por sí misma, una experiencia de descubrimiento.

Como sistema, el metro es monolítico; y a la vez, heterogéneo. Cada línea y estación tienen un carácter e identidad particulares pero no pierden la cohesión de su totalidad. Su iconografía, elemental y contundente, identifica un rasgo primordial de su localidad o dota de significado gráfico a lo que antes parecía solo un nombre o un concepto abstracto. Pero inequívocamente, el sistema es reconocible como uno solo mediante su señalética, y sus accesos urbanos. El metro es, discutiblemente, la obra pública construida más grande de la Ciudad de México.

Varias de sus estaciones son obras arquitectónicas excepcionales. Destacan, entre otras, la estación La Merced, con su monumental cubierta de paraboloides hiperbólicos, realizada por Félix Candela, la estación San Juan de Letrán que integra un edificio multifuncional realizado por Alberto Kalach o la estación Insurgentes de Salvador Ortega, un edificio de planta elíptica con motivos mesoamericanos y virreinales que se integra a una plaza pública que articula los tránsitos peatonales y vehiculares entre las colonias Roma y Juárez, y que además se convierte en multimodal al integrarse con la línea 1 del sistema Metrobús. El metro, como objeto construido, constituye patrimonio arquitectónico.

Cada línea del metro reafirma su carácter particular, respondiendo a variables que no sólo tienen que ver con la temporalidad de su construcción, sino con su concepción estética y los desafíos técnicos que enfrentaron. La profunda y claustrofóbica línea 7 con su sensación de caverna artificial es diametralmente diferente de la mayormente superficial línea B —diseñada en su totalidad por Nuño Mac Gregor De Buen—; o la sobria y a veces brutalista línea 9 que contrasta con la relajada línea 8 y sus murales de mosaico veneciano en cada estación. Los diferentes tipos de trenes que operan en cada línea añaden a la experiencia espacial de desplazarse por los túneles y vías elevadas, parando en andenes tan diversos como sus estaciones.

Las intersecciones entre las diferentes líneas conforman lugares de tránsito de gran amplitud. Son espacios que provocan experiencias espaciales potentes y que, en muchas ocasiones, se han aprovechado para la difusión de la cultura. El caso de la intersección de las líneas 3 y 5 en la estación La Raza llamada “El Túnel de la Ciencia” es destacable al ser un espacio de divulgación científica con una exposición permanente que involucra al usuario que realiza la correspondencia entre líneas del sistema a través de fotografías, hologramas y una representación inmersiva del cielo nocturno y sus constelaciones; cabe mencionar también, la intersección de las líneas 7 y 13 en la estación Mixcoac que alberga el Museo del Metro que presenta, además de la historia de la construcción del sistema, exposiciones de arte y de hallazgos arqueológicos. Otras intersecciones como las estaciones: Chabacano, Tacubaya y San Lázaro a menudo ofrecen conciertos públicos de géneros musicales varios, desde música clásica, salsa, rock urbano, reggaeton y techno; convirtiendo al metro en pista de baile. La estación Pantitlán sobresale entre todas las intersecciones al concentrar la correspondencia de 4 líneas. La escala de su construcción y la concentración de sus tránsitos genera una experiencia sobrecogedora.

El metro ha tocado profundamente la vida de la ciudad y más allá y ha inspirado muchas obras alrededor suyo: en la literatura cuentos como “La Fiesta Brava” de José Emilio Pacheco en donde antiguos rituales mexicas se desarrollan en sus entrañas; en obras musicales como “Metro Chabacano” de Javier Álvarez, pieza para cuarteto de cuerdas que junto con “Metro Taxqueña” y “Metro Nativitas” conforman una trilogía musical inspirada en el metro; en obras cinematográficas donde es escenario para historias de corte cyberpunk como Total Recall (“El Vengador del Futuro”) de Paul Verhoeven, o el video “Holding On” de Disclosure; por mencionar algunas pocas.

El metro es parte del imaginario de una ciudad que no deja de moverse. Los flujos de la gente que transporta entre lugares y significados son como las respiraciones de un cuerpo inquieto. Se trata de un lugar desde el que se va a otros lugares, una arquitectura ubicua que sólo se puede entender desde el movimiento. Cincuenta años nos ha movido más allá de su espacio físico, soportando catástrofes naturales, accidentes fatales y sus cotidianas tragedias normalizadas. A pesar de sus innumerables problemáticas, como la sobresaturación en horas pico y la cuestionable gestión de sus recursos para su mantenimiento, se sigue moviendo a diario hacia la dirección correcta, hacia la construcción de una mejor ciudad.

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