Resultados de búsqueda para la etiqueta [Mark Fisher ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Sat, 31 Dec 2022 16:06:10 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Años viejos https://arquine.com/anos-viejos/ Sat, 31 Dec 2022 15:25:04 +0000 https://arquine.com/?p=73643 No nos queda más que repetirnos y, en lo que decidimos cambiar de otra manera que no sea a golpes de crisis y catástrofes, pensando —también desde la arquitectura— radical y críticamente lo que nos pasa, el momento en que vivimos, quedándonos con el problema en vez de sacándole la vuelta y presentar la huida como solución, habrá que aguantarse con Años viejos vendidos como nuevos.

El cargo Años viejos apareció primero en Arquine.

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En su texto Lost futures, que sirve de introducción al libro Ghosts of My Life. Writings on Depression, Hauntology and Lost Futures (2014), el crítico y teórico Mark Fisher proponía un “simple experimento mental”:

Imaginemos que un álbum que haya salido en los últimos dos años fuera teletransportado a, digamos, 1995, y se tocara en la radio. Es difícil pensar que causaría algún shock en la audiencia. Al contrario, lo que probablemente sorprendería a la audiencia de 1995 sería lo reconocibles que les resultarían los sonidos: ¿cambió tan poco la múlsica en 17 años? Contrasten esto con los rápidos cambios de estilo entre la decada de 1960 y la de los noventas: toquen un disco de jungle de 1993 a alguien en 1989 y le sonaría como algo tan nuevo que le haría repensar lo que es la música, o lo que puede ser.

Fisher, concluía ese párrafo diciendo que “mientras el siglo XX había sido tomado por un delirio recombinatorio que lo hizo sentirse como si la novedad estuviera disponible infinitamente, el siglo XXI estaba oprimido por una aplastante sensación de finitud y agotamiento.”

¿Con qué edificios se compararía algo construido en el 2022 si se pudiera enviar, aunque fueran sólo planos y fotos, de vuelta 25, 40 o 50 años atrás?

En 1997, el año en que se publicó el primer número de la revista Arquine, se inauguró el Getty Center, en Los Angeles, diseñado por Richard Meier. También se terminaron las Torres Petronas, en Kuala Lumpur, diseñadas por César Pelli y que tendrían el récord del edificio más alto del mundo hasta el 2003. Cerca de Basel, en Suiza, Renzo Piano terminó el edificio sede de la Fundación Beyeler, y en Bregenz, Austria, Peter Zumtor diseñó la Kunsthaus. Pero sin duda el edificio más popular y aclamado fue el más famoso de los últimos edificios novedosos de la historia —o al menos de esa idea de historia que supuestamente se acabó al caer el Muro de Berlín—: el Museo Guggenheim de Bilbao, de Frank Gehry. Hoy, leído retrospectivamente, quizá hubiera sido preferible un efecto Beyeler o un efecto Bregenz al efecto Bilbao, que supuso que un edificio formalmente rebuscado y firmado por un arquitecto de renombre internacional garantizaba beneficios amplísimos para los habitantes de la ciudad donde se construyera.

Si la comparación fuera con obras de hace 40 años, 1982, la competencia sería con el Memorial a los Veteranos de Vietnam, de Maya Lin o con el Renault Centre de Norman Foster.

Si fuera hace 50 años, en 1972 estaríamos en el momento justo en que Charles Jencks firmó el acta de defunción del Movimiento Moderno en arquitectura, cuando fue demolido el conjunto de vivienda social Pruitt-Igoe, diseñado por Minoru Yamasaki. Ese mismo año se empezó a ocupar la torre norte del World Trade Center de Nueva York, que también es un diseño de Yamasaki y que también terminó destruido tras los ataques terroristas del 11 de septiembre del 2001. 1972 fue el año en que se terminaron los conjuntos de vivienda de Robin Hood Gardens, diseñado por Alison y Peter Smithson, y la Torre Trellick, de Ernö Goldfinger. En 2017 el Robin Hood Gardens fue demolido. Ese mismo año se incendiaron los últimos pisos de la Torre Trellick, pocos meses antes de la tragedia de la Torre Grenfell, también en Londres, donde en un incendio que duró más de 60 horas murieron 72 personas. Se dice que a la Trellick la protegió del fuego el ser un edificio protegido y que su fachada de concreto no hubiera podido ser recubierta por una de aluminio, como en la Grenfell. A Robin Hood Gardens, en cambio, se dice que la dificultad de transformar la estructura de concreto, y el no haber sido declarado como edificio protegido, le costó la demolición. Aunque en todos estos casos, desde Pruitt-Igoe hasta Robin Hood Gardens, mucho tuvieron que ver los vaivenes del capitalismo tardío —a.k.a. neoliberalismo— que, como describió Reinier de Graaf en su libro Four Walls and a Roof. The Complex Natures of a Simple Profession, publicado igualmente en el 2017, absorbió y disolvió cualquier otro interés —social, estético, cultual— de la arquitectura moderna. Y no olvidemos el Museo Kimbell, de Louis Kahn, y el Estadio Olímpico de Munich, que nos mostró cómo podría ser una nueva arquitectura desde 1972.

Si en vez de edificios comparásemos libros de arquitectura, en 1972 se publicaron las traducciones al inglés y al francés del libro de Justus Dahinden Urban Structures for the future (Structures urbaines de demain) —publicado en alemán un año antes. Y, sobre todo, es el año en el que Denise Scott Brown y Robert Venturi publicaron Learning from las Vegas. Y, para hablar de revistas, tomemos sólo un par. El número de enero-febrero de 1972 de Architectural Forum llevó por título —y se trato de— The World of Buckminster Fuller. Mientras que en México el número 106 de la revista Arquitectura México, fundada por Mario Pani en 1938, publicaba en su portada una casa articulada diseñada por Sebastián. Aunque abría con la traducción al español del Eupalinos, que Paul Valery escribió en 1923. La traducción, del mismo Pani, ya había sido publicada en 1938. Hay que decir que otro lado de Pani, junto a los multifamiliares con aires corbusianos, era un anacronismo francófilo que, por ejemplo, lo llevó en 1978 a fundar, a la manera de la Academia de Arquitectura francesa —establecida en 1953 pero con raíces en la Societé Centrale des Architectes, fundada en 1840— la Academia Nacional de Arquitectura —institución que si bien nació anacrónica, ha hecho todo lo posible por conservarse de ese modo.

Comparada la producción arquitectónica —edilicia y escrita— del 2022 con la de 1972, ¿hablaríamos, como Fisher, de una sensación de finitud y agotamiento? Quizá, pero no sólo en arquitectura. En otro de sus libros, Capitalism Realism. Is there no Alternative?,  publicado en el 2009, hablaba de un momento en el que lo “alternativo” y lo “independiente” no eran otra cosa que estilos mainstream. “Ningún objeto cultural puede retener su poder cuando ya no hay nuevos ojos para verlo”, dijo Fisher. Algo que se relaciona con lo que la filósofa Marina Garcés ha calificado como nuestra condición póstuma: “Nuestro tiempo es el tiempo del todo se acaba. Vimos acabar la modernidad, la historia, las ideologías y las revoluciones. Hemos ido viendo cómo se acababa el progreso: el futuro como tiempo de la promesa, del desarrollo y del crecimiento.” Algo, pues, que pudimos comprobar en este 2022, primer año después de la pandemia que no terminó nunca. Durante la pandemia, hablamos otra vez del fin: de la historia, del capitalismo, de las ciudades y la arquitectura como las conocíamos. En infinidad de tlakshows y entrevistas y hasta congresos, muchos arquitectos hablaron de la ciudad post-covid repitiendo que terrazas y home office eran el futuro universal, pensando la arquitectura como un business, as usual, y demostrando ingenuidad e ignorancia sobre las formas de vida de la mayoría de la población mundial y en particular en México.  El eslogan, ya casi sin sentido, de la ciudad de 15 minutos se volvió un mantra repetido acríticamente por arquitectos, urbanistas y hasta funcionarios públicos. Ya muchos hablan de la ciudad de los cuidados y les tiene sin cuidado las implicaciones políticas, económicas y sociales del concepto y, sobre todo, las prácticas del cuidado.

Así, parece que a fin de cuentas las cosas no cambiaron mucho o cambiaron para parecerse mucho a lo que había, ofreciendo novedades que ya hace mucho dejaron de ser nuevas. Quizá porque lo nuevo, en nuestra condición —póstuma— ya no tiene ni cabida ni sentido. Para bien y para mal. Quizá porque, por mientras, no nos queda más que repetirnos y, en lo que decidimos cambiar de otra manera que no sea a golpes de crisis y catástrofes, pensando —también desde la arquitectura— radical y críticamente lo que nos pasa, el momento en que vivimos, quedándonos con el problema —como pide Donna Haraway— en vez de sacándole la vuelta y presentar la huida como solución, habrá que aguantarse con Años viejos vendidos como nuevos.

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El futuro que ya fue https://arquine.com/el-futuro-que-ya-fue/ Wed, 20 Mar 2019 14:00:37 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/el-futuro-que-ya-fue/ El colapso o la disolución del futuro es un hecho cultural: el futuro no es un tiempo por venir sino la idea de que en ese tiempo existe, de algún modo, la posibilidad de mejoras y progreso constante y que nosotros podemos conseguirlo.

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En 1939 el arquitecto mexicano Carlos Obregón Santacilia —nacido en 1896— publicó el libro El maquinismo, la vida y la arquitectura. Obregón constataba ahí que la vida se había venido transformando rápidamente durante los últimos años y aseguraba que, en consecuencia, la arquitectura tenía que exteriorizar esos cambios. Treinta años después de que los Futuristas italianos cantaran odas a las máquinas y la velocidad y a quince años de que Le Corbusier aconsejara a los arquitectos abrir los ojos ante automóviles, barcos y aviones que podrían enseñarles más que las viejas y gastadas formas de la academia, Obregón mencionaba a su vez al automóvil, el avión, la radio y la fototelegrafía como elementos que acortan las distancias y hablaba de como el maquinismo había “creado una enorme cantidad de objetos, útiles, aparatos, que nunca habían existido antes y que transforman las costumbres de día en día con su multiplicación y popularización.”(1) El futuro ya no era entonces, a ojos de Obregón, algo que se advertía en el horizonte sino el tiempo mismo en que le había tocado vivir.

Casi cuarenta años después de que se publicara el libro de Obregón —arquitecto, por cierto, que no comúnmente no se reconoce por algún rastro futurista en su obra—, los Sex Pistols lanzaron en 1977 su segundo sencillo, God Save the Queen, y cantaron there is no future in England’s dreaming, que se resumiría en la consigna del movimiento Punk y, quizás, en la definición de nuestra época: la era sin futuro. Franco Bifo Beraradi, que en ese año cumplía 28 y era uno de los líderes del movimiento estudiantil de Bolonia, escribió que fue en ese momento cuando, por la aceleración de la modernidad que tanto sedujo a los Futuristas, dejamos literalmente atrás al futuro. El futuro, dice Bifo, no es sólo una dimensión del tiempo sino también una del espacio: “el futuro es el espacio que aun no conocemos y debemos aun descubrir y explotar.”(2) La absoluta colonización del espacio —gracias a los medios de transporte— y la progresiva colonización del tiempo —debido a las nuevas formas de transmisión instantánea de información— implicaron el colapso del futuro. Los Sex Pistols tenían razón: no hay futuro en los sueños de Inglaterra y de ningún otro lugar.

En su libro Ghosts of my LIfe, Mark Fisher —que nació en 1968, cuando Bifo tenía 19 años, y se suicidó en el 2017— describió la cultura del siglo XXI como marcada por el anacronismo y la inercia que se ocultan tras un frenesí superficial de «novedad» y movimiento perpetuo.(3) Fischer cita las afirmaciones de Bifo y propone un experimento mental para comprobarlas: “imaginen cualquier disco lanzado en los últimos dos años enviado al pasado, digamos a 1995, y transmitido en la radio. Es difícil pensar que produciría algún impacto en quienes lo escucharan. Al contrario, lo que tal vez les sorprendería es lo fácil que sería para ellos reconocer el sonido.” Imaginemos el mismo experimento con arquitectura: enviar si no un edificio imágenes de alguno terminado en los últimos años de vuelta a 1995 o a 1960, ¿sorprendería como la imagen del futuro que esperaban entonces? Hay nuevos materiales y nuevas técnicas y hasta nuevas maneras de construir, pero, como escribió Fisher, “mientras la cultura experimental del siglo XX era presa de un delirio combinatorio, que hacía pensar que lo nuevo era infinitamente disponible, el siglo XXI está oprimido por el aplastante sentido de finitud y cansancio. No se siente como el futuro.”

El colapso o la disolución del futuro es un hecho cultural: el futuro no es un tiempo por venir sino la idea de que en ese tiempo existe, de algún modo, la posibilidad de mejoras y progreso constante y que nosotros podemos conseguirlo. Nosotros: todos. El antropólogo francés Marc Augé —nacido en 1935— escribió que “el futuro, incluso cuando concierne al individuo, tiene una dimensión social: depende de los otros.” Así como Sartre dijo que el infierno son los otros, podemos afirmar que el futuro, sin ser necesariamente el infierno, también son los otros. Para Augé, el problema hoy es que “las innovaciones tecnológicas explotadas por el capitalismo financiero han remplazado los mitos pasados en la definición de una felicidad para todos y promueven una ideología del presente, una ideología del futuro ahora, que a su vez paraliza cualquier pensamiento acerca del futuro.”(4) La crisis del presente es, pues, una crisis del futuro, una crisis, como afirma Michel Serres —nacido en 1930— no sólo económica o ecológica sino radical, que implica cuestionar nuestro lugar en el mundo y nuestra relación con él.(5)

Si el futuro fue rebasado y se colapsó en un presente que se nos aparece sin salida, quizá sea porque lo imaginamos y lo deseamos, como dice Augé, como idéntico al pasado, como sucesión y continuidad. Pero, agrega el mismo Augé, porque también lo pensamos como ruptura, como inauguración y comienzo. ¿Hay opción entre esos dos extremos? Augé cita a Michel Leiris, quien pensó que para poder sobrevivir al propio tiempo había que ser totalmente de ese mismo tiempo —¿absolutamente modernos, como quiso Rimbaud? “Ser contemporáneo significa concentrarse en esas cosas que en el presente esbozan algo del futuro,” agrega. Conjurar lo nuevo, como pensó Fisher, depende de cierta capacidad de retirarse y de, digamos, hacerse de su propio tiempo —ser contemporáneos de nosotros mismos y con la libertad de serlo. Algo que no es asunto meramente individual sino colectivo y más aun: político. O acaso la salida sea más sutil pero al mismo tiempo más concentrada: ni huída en reversa ni lanzamiento hacia adelante sino perseverancia o más: resistencia en el instante. En cualquier caso, pareciera que el futuro, hoy, es y será eso que ya fue o tal vez siempre otra cosa distinta.(6)


Notas

1. Carlos Obregón Santacilia, El maquinismo, la vida y la arquitectura, Letras de México, México, 1939.

2. Franco Berardi, After the Future, AK Press, Oakland, 2011.

3. Mark Fisher, Ghosts of my life, Writings on Depression, Hauntology and Lost Futures, Zero Books, Winchester/Washington, 2014.

4. Marc Augé, The Future, Verso, Londres/Nueva York, 2014.

5. Véase Michel Serres, Temps des crises, Editions le Pommier, París, 2009.

6. Luciano Concheiro, Contra el tiempo, filosofía práctica del instante, Anagrama, Barcelona, 2016.

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La lenta cancelación del futuro https://arquine.com/la-lenta-cancelacion-del-futuro/ Tue, 30 May 2017 19:04:14 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-lenta-cancelacion-del-futuro/ Con ciudades como las que vivimos, amenazadas por la contingencia ambiental, la falta de recursos básicos como el agua, la creciente desigualdad  o el problema de la exclusión social  , nos enfrentamos no sólo a un reto económico y político sino también arquitectónico y espacial. Como arquitectos es nuestra obligación crear proyectos que pongan en cuestión aquellos modelos ideológicos injustos de los que somos conscientes que no funcionan.

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El llamado progreso, el desarrollo expansionista, el predominio de lo humano sobre el mundo natural y otras tantas teorías que nos podamos imaginar, son en realidad construcciones. Por ello, influyen en el medio y en la vida de los seres vivos, humanos y no humanos, que habitan un territorio. Una idea es primero una construcción ideológica, para luego definirse como espacial, material y social. Así, por ejemplo, podemos entender que la creación de carreteras, autopistas, puentes, presas, la destrucción de ecosistemas, la multiplicación de estaciones de gas, la explotación de recursos para conseguir materiales, etc. ponen de manifiesto que el auge del automóvil durante el siglo XX no sólo fue debido a la multiplicación de los mismos, sino que ésta se apoyó en la transformación económica de toda una nación — o de varias — que dirigió todo su forma de ser hacia ese camino. Volviendo al caso del automóvil como una de las forma de expresión del siglo pasado, veremos, además, que no sólo fue gracias a la necesaria elaboración de una nueva infraestructura y de una cultura que apoyara todo ese desarrollo — desde la construcción de carreteras y autopistas a la industria del caucho para los neumáticos — , sino que implicó la necesidad de elaborar un discurso que sustentara dichas ideas y que las diera a conocer.

Así, las autopistas de Estados Unidos son impensables sin un mensaje propagandístico que vinculara la construcción de carreteras con la del propio país. La expansión de modelos suburbanos y el ideal de individualidad de aquel país no eran sino la perfecta expresión tanto física como simbólica de su modelo capitalista. La transformación que la llegada del automovil y el apoyo a la movilidad particular tuvieron sobre la vida, fueron sólo una parte de un plan que veía en el progreso la forma de vencer, por fin, a la carga del pasado: atrás quedaba el mundo rural y se abrazaba el territorio de lo urbano, más rápido, más veloz y más potente.

1--q0DNqozUlNp4ujX3xZ5_gConstrucción de la carretera Panamericana

 

Como EUA, México anduvo en la misma dirección y sufrió, desde directrices políticas marcadas por el propio Estado, todo un plan de remodelación: carreteras, viviendas e infraestructuras que habrían de introducir al país en la consabida modernidad. Como apunta Cristina Rivera Garza en su reciente libro Había mucha neblina o humo o no se qué, no se pueden entender el llamado milagro mexicano o la llegada del turismo al país sin construcciones como la Carretera Panamericana. Concebida como un eje que vertebra el país de norte a sur y que conecta México con todo el resto del continente, su desarrollo está ligado de forma directa a esa tan deseada transformación económica que permitiera a país abandonar el místico y empobrecido mundo rural. Toda ese cambio es analizado por Rivera Garza desde la figura de Juan Rulfo — que aparece más como excusa para trazar las propias ideas de la autora que como tema en sí — y, en particular, a partir de los textos del propio escritor mexicano. Rulfo vivió en su propio cuerpo ese cambio territorio, pues llegó a trabajar en la fábrica de llantas de Goodrich-Euzkadi, en la elaboración de guías turísticas, en la Comisión del Papaloapan y en el Instituto Indigenista; todos trabajos que, de una u otra manera, serán esenciales para entender los cambios sufridos por el país en aquel momento. Para ello, Rivera Garza compara la figura de Rulfo es con el Angelus Novus de Walter Benjamin, el Ángel de la Historia cuyo “rostro está vuelto hacia el pasado. Donde nosotros percibimos una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única que amontona ruina sobre ruina y la arroja a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado, pero desde el Paraíso sopla un huracán que se enreda en sus alas, y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras los escombros se elevan ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso.”

La preocupación de Rulfo en su obra será entonces, y de acuerdo a Rivera Garza, la de dar cuenta de ese mundo rural e indígena que desaparece bajo la avasalladora acción del progreso. Sus textos, por ello, no intentarán dar cuenta de la Historia (así, con mayúscula) de México, como sí hacía la literatura hasta entonces, sino que se va a centrar en contar la precaria vida de aquellos que han quedado excluidos de la misma. Esa es la razón de que en la obra del mexicano habiten seres fantasmales que se mueven en mundos completamente muertos. A ellos, nos parece decir, sólo les pertenece eso: los escombros del proceso, la nada.

Más allá de cualquier polémica que haya suscitado la publicación del libro, es cierto que la lectura de Rivera Garza permite establecer paralelismos con la propia contemporaneidad, que, para la escritora mexicana, pasa por establecer un acercamiento a la cultura indígena — por otra parte, uno de los temas que más le interesó a Juan Rulfo en textos y fotografías — así como a la explotación laboral y a la mala gestión de los recursos de la tierra existentes hoy en día. Con esa misma lectura, Irmgard Emmelhainz se aventura en un muy buen texto aparecido en e-flux hace poco — Fog or Smoke? Colonial Blindness and the Closure of Representation — con una lectura postcolonial y referida al cambio climático que haría aún vigente, y más allá de lo literario, una lectura de Juan Rulfo en su conjunto. En cualquier caso, la preocupación que puede abrir para nosotros, arquitectos, no es tan distante. Dado que el doble vinculo que proponen estas lecturas de la modernidad — de progreso y amenaza al mismo tiempo — aún puede establecerse como vigente y dado que las políticas e ideologías que se están construyendo hoy tienen repercusiones arquitectónicas y espaciales muy concretas en las que participa de forma directa el diseño, podemos pararnos a reflexionar sobre cómo las actuales políticas medioambientales, económicas y sociales dan forma a nuestro territorio, y establecer entonces si son justas o no, a fin de apuntar dónde se encuentran hoy los excluidos de la Historia.

El recientemente fallecido Mark Fisher, en una conversación que sostuvo con el pensador italiano Franco Bifo Berardi publicada en 2013 en la revistaFrieze, comenta reiteradamente que nos enfrentamos a la “lenta cancelación del futuro”, consecuencia de la expansión del neoliberalismo desde finales de la década de los 70 del siglo pasado. De igual manera, Marina Garcés apuntaba en el reciente MEXTRÓPOLI 2017, que el acceso al futuro es imposible, al menos a la vista de cómo el planeta que habitamos está siendo sobreexplotado y de cómo la desigualdad y la precariedad de la vida crece más y más cada día. Por tanto, todos nosotros corremos el riesgo de quedar fuera del tiempo. Ello puede derivar en un movimiento hedonista que hace del presente el único destino posible y en que las continuas descripciones de la Ciudad de México como un “nuevo Berlín” esquematizan esa línea de pensamiento: el futuro no importa, la vida ha de disfrutarse sólo en el ahora a través con buena comida, buena moda, buena música y buenas fiestas. Sin embargo, esta forma de ver las cosas no lleva a cambiar nada, suspende el problema, si no es que lo agrava. Sin acceso al futuro, estamos a un pequeño paso de caer presas de ese mundo muerto que ya había avanzado Rulfo.

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Frente a esa posibilidad, tanto Garcés como Bifo y Fisher se plantean cómo recuperar el control de nuestro futuro perdido: es necesario reorganizar la acción colectiva y la solidaridad política. Es decir, es necesario actuar, definir un nuevo marco de lo común y afectar directamente a las políticas que se están produciendo hoy en día. Con ciudades como las que vivimos, amenazadas por la contingencia ambiental, la falta de recursos básicos como el agua, la creciente desigualdad — como muestra El País con los muros que dividen y separan las zonas privilegiadas de las marginadas — o el problema de la exclusión social — o la expulsión, como afirma Saskia Sassen en uno de sus últimos libros —, nos situamos no sólo frente a un reto económico y político sino también arquitectónico y espacial, pues la forma y la arquitectura que hoy aparecen en nuestras ciudades no es sino la materialización de las visiones –con sus faltas y sus fallas– de determinadas políticas. Como sociedad en general, y como arquitectos en particular, nuestra obligación debe de pasar por crear proyectos que pongan en cuestión modelos ideológicos injustos que ya somos conscientes que no funcionan. Dicho de otro modo, frente a tanta estética hará falta más ética. Decidir qué modelo de futuro queremos es una decisión ideológica que se está tomando hoy en día, con o sin nosotros. De nosotros depende si queremos dirigirla en alguna línea política de cambio concreto o si, como muchas veces nos pasa, sólo nos preocuparemos por hacer diseños meramente estéticos, es decir, diseños que sólo suplan nuestro hedonismo presente y que nos alejen, como al Angelus Novus, irremediablemente lejos de los problemas.






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