Resultados de búsqueda para la etiqueta [Marina Garcés ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Fri, 21 Jul 2023 04:24:14 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Proyectos incompletos https://arquine.com/proyectos-incompletos/ Fri, 21 Jul 2023 04:24:14 +0000 https://arquine.com/?p=80841 Con su propuesta para la 18ª Muestra Internacional de Arquitectura en Venecia, Lesley Lokko reformula de algún modo lo que Portoghesi planteó hace cuarenta años al reivindicar la presencia del pasado: el laboratorio del futuro implica la presencia de lxs otrxs, de otras voces y otras historias que ya no pueden pensarse sólo desde el margen. “¿Qué queremos decir?”, se pregunta Lokko, “¿Cómo lo que decimos cambiará cualquier cosa? Y, más importante, ¿cómo lo que digamos interactuará y se mezclará con lo que lxs otrxs dicen?”

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La arquitectura es política en la medida en que, inevitablemente, pone en marcha una tensión, o si se quiere una distribución del factor de fuerza entre actos de demolición y construcción.

Achille Mbembe

 

El pasado

En 1980, año en el que la Bienal de Venecia cumplía 85, se presentó la primera Muestra Internacional de Arquitectura. Dirigida por Paolo Portoghesi, el título de la muestra fue provocativa para ser la primera: La presencia del pasado. Portoghesi invitó a arquitectos como Gehry, Koolhaas, Isozaki, Venturi y Bofill a construir, en escala real, las fachadas de una calle urbana. En aparente contradicción con las referencias historicistas —casi siempre irónicas— de las propuestas de esos arquitectos y el título mismo de la muestra, se la llamó la Strada Novissima. Entre quienes recibieron de mala gana tal provocación se encontró el filósofo alemán Jürgen Habermas, quien publicó un texto con el título “La modernidad, un proyecto incompleto.” Habermas veía la muestra veneciana como “una vanguardia de frentes invertidos” que “sacrificaba la tradición de modernidad a fin de hacer sitio a un nuevo historicismo.” Para Habermas —como antes para Benjamin o Darío o, para resumirlo burdamente: para mucha gente en muchos lugares—, la modernidad estética tenía uno de sus orígenes en Baudelaire y en su constatación de que “lo bello está hecho de un elemento eterno, invariable, cuya cantidad es excesivamente difícil de determinar, y de un elemento relativo, circunstancial, que será, si se quiere, por alternativa o simultáneamente, la época, la moda, la moral, la pasión.” La modernidad, afirmaba Habermas, “se rebeló contra las funciones normalizadoras de la tradición.” Aquí cabría introducir la distinción que poco después hiciera Marshall Berman en su libro Todo lo sólido se desvanece en el aire entre lo que llamó modernización (el proceso social, económico y material de cambio incesante, de “crecimiento” y “desarrollo”) y el modernismo (la reflexión crítica que se da en las artes y las ideas sobre lo que dicha modernización implica).

Para Portoghesi, diciéndolo con los términos de Berman, la modernización había triunfado en la arquitectura y el modernismo había callado. Ya no se trataba más de una rebelión contra todo lo normativo sino, al contrario, de la sumisión a estándares y normas, no sólo estéticas, sino también económicas y técnicas. En su libro Después de la arquitectura moderna, publicado al año siguiente de la muestra, Portoghesi afirmó que “la producción arquitectónica de lo que llamamos eufemísticamente mundo «civilizado» e identificamos unilateralmente con el mundo industrializado, a pesar de la confusión y la diversidad de los fenómenos que lo caracterizan, presenta un alto grado de uniformidad y monotonía, obedece a reglas consolidadas, y en los últimos años ha operado un proceso de «homologación» de dimensiones cósmicas imponiendo, más allá de todo límite geográfico, los mismos modelos a las culturas más diversas, trabajando a fondo para desposeerlas de identidad.”

El texto de Habermas fue incluido por Hal Foster en un libro publicado en 1983: The Anti-aesthetic: Essays on Posmodern Culture. Foster también incluyó ahí el ya famoso ensayo de Kenneth Frampton Hacia un regionalismo crítico: seis puntos para una arquitectura de resistencia. Frampton inicia su texto con una problemática cita del filósofo Paul Ricoeur: “Si bien el fenómeno de la universalización es un avance de la humanidad, al mismo tiempo constituye una especie de destrucción sutil, no sólo de las culturas tradicionales, lo cual quizá no fuera un daño irreparable, sino también de lo que llamaré en lo sucesivo el núcleo creativo de las grandes culturas.” ¿Qué implica que “un avance de la humanidad” conlleve, como daño colateral, la “destrucción sutil” de “culturas tradicionales” y que eso no sea “irreparable”? ¿Qué tan sutil fue la destrucción de las culturas amerindias? ¿Qué tan irreparable fue el daño producto del tráfico trasatlántico de personas esclavizadas? “Es un hecho: no toda cultura puede soportar y absorber el choque de la civilización moderna”, afirma Ricoeur, para concluir que “existe una paradoja: cómo llegar a ser moderno y regresar a las fuentes; cómo revivir una antigua y dormida civilización y tomar parte en la civilización universal.”

En su libro 1492. El encubrimiento del otro (hacia el origen del “mito de la modernidad”), Enrique Dussel plantea que cuando Ginés de Sepúlveda, en su De la justa causa de la guerra contra los indios, publicado en Roma en 1550, afirma que “el imperio de los que son más prudentes, poderosos y perfectos que ellos” (los indios) trae “grandísimas utilidades” que son “para el bien de todos”. Ahí, ya está “perfectamente constituido «el mito de la Modernidad.»” Ginés de Sepúlveda pareciera demasiado lejano a lo que plantea Ricoeur y más cercano al regionalismo crítico de Frampton, pero quizá estos últimos abrevan del mito que ya anticipaba aquél. La estrategia fundamental del regionalismo crítico, según la define Frampton, es “reconciliar el impacto de la civilización universal con elementos derivados indirectamente de las peculiaridades del lugar concreto”, que, según el mismo Frampton, se da a través de “un proceso doble de mediación”: “primero se debe «deconstruir» el espectro general de la cultura mundial que inevitablemente hereda y, en segundo lugar, alcanzar, mediante una contradicción sintética, una crítica manifiesta de la civilización universal.” Frampton es claro: el regionalismo crítico “es un vehículo de la civilización universal.” Basta recordar los arquitectos que nombra: Aldo Van Eyck, Jorn Utzon, Mario Botta, Alvar Aalto.

 

El laboratorio

Entre octubre de 1975 y agosto de 1977, un joven filósofo francés estuvo observando la manera en la que los científicos trabajaban en un laboratorio. No era cualquier laboratorio, sino el que Jonas Salk encargó diseñar a Louis Kahn en 1959. El doctor Salk describía al instituto y al edificio que lo alberga como un experimento en sí mismo: “para ver qué pasaba si” científicos de diversas especialidades eran reunidos en ese particular espacio de trabajo “diseñado para invitar al cambio tanto estructuralmente como en los laboratorios y espacios, y también organizacionalmente.”

El joven era Bruno Latour, quien recién cumplía 28 años y terminaba sus estudios doctorales. En el prólogo al libro que Latour escribió junto con Steve Woolgar a partir de su estancia en el Instituto Salk, Vida de laboratorio. La construcción de los hechos científicos, Salk explica que la estrategia de Latour fue “convertirse en parte del laboratorio, seguir estrechamente los procesos íntimos y diarios del trabajo científico, al tiempo que seguía siendo un observador «externo» que estaba «dentro», una especie de indagación antropológica para estudiar la «cultura» científica.” El laboratorio científico es un espacio aislado, separado del mundo “exterior”, para mantener libre de “contaminación” al experimento y poder transformar lo estudiado en un “hecho científico” o, como reza el título del libro: construirlo en tanto hecho científico. El laboratorio permite entender las condiciones en las que algo sucede de una manera determinada para, así, reproducirlas.

Pensar una muestra de arquitectura como un laboratorio permite reflexionar sobre las condiciones en las cuales se construye un hecho arquitectónico. Un hecho arquitectónico se construye de manera distinta a cómo se construye un edificio. Incluso si pensamos que todo, absolutamente todo lo que haya hecho algún ser humano para transformar conscientemente su entorno es arquitectura —desde elegir el mejor sitio para que el viento no apague la fogata o mover la silla en la terraza un poco a la izquierda para que la luz del sol no deslumbre, hasta el Canal de Panamá o la Presa Hoover—, la construcción de eso en tanto hecho arquitectónico es distinta a su construcción física. Dice Alejandro Aravena que “un hecho arquitectónico es la relación precisa entre forma y vida o, todavía más radical, entre una construcción y los usos”. En los laboratorios de la arquitectura —sean tratados o bienales; academias, escuelas o talleres— se investigan las distintas relaciones entre formas y vida o, mejor dicho, formas de vida y, sobre todo, los distintos grados de precisión de dichas relaciones. Y esos laboratorios también dejan cosas fuera, aunque con excusas menos legítimas que las de los laboratorios científicos. En el laboratorio arquitectónico que ideó John Ruskin no cabía el acero; en el de Nikolaus Pevsner, no cabían los cobertizos para bicicletas ni nada que fuera sólo un edificio. Pero hay momentos en que, de tanto dejar fuera, lo que se cocina en el laboratorio arquitectónico termina resultando irrelevante allá afuera.

En 1983 Latour publicó un ensayo titulado Dame un laboratorio y moveré al mundo. Ahí cuestiona la relevancia de la distinción dentro/fuera en el laboratorio científico. Explicándolo a partir de un análisis de los laboratorios de Pasteur, Latour dice que “el laboratorio se sitúa de tal modo que puede reproducir con precisión dentro de sus muros un evento que parece estar sucediendo sólo fuera y, luego, extender fuera lo que parece estar sucediendo sólo dentro de los laboratorios.” Esa relación entre el adentro y el afuera es, sin duda, distinta en el metafórico laboratorio de arquitectura, sea la bienal, el taller o el concurso. ¿Qué es lo que da validez al hecho arquitectónico? Latour define al laboratorio como “un instrumento tecnológico para ganar fuerza multiplicando errores.” Un error es un experimento en el que los resultados previstos no fueron obtenidos pero los que se obtuvieron permiten ampliar lo que hasta ese momento se había entendido para acrecentar el saber. ¿Qué es un error en el supuesto laboratorio de la arquitectura? Lo que hacen muchas bienales o exhibiciones, o libros y cursos académicos, es poner mayor atención en condiciones acaso marginales o incluso ignoradas por las prácticas convencionales. ¿Qué pasa si pensamos la arquitectura a partir de lo que implican la decolonización y la descarbonización; qué pasa si la pensamos desde África, hoy? Esas condiciones, intensificadas artificialmente, digamos, pueden producir, sin duda, resultados si no erróneos, sí tan singulares que habrá quien los suponga inútiles para construir un conocimiento universal. Pero, preguntémonos, ¿qué voces han contado la historia de la arquitectura en tanto conocimiento universal?

Lesley Lokko: “Se suele decir que la cultura es la suma total de las historias que nos contamos a nosotros mismos, sobre nosotros mismos. Si bien es cierto, lo que falta en esa declaración es el reconocimiento de quién es el «nosotros» en cuestión. Particularmente en arquitectura, la voz dominante ha sido históricamente una voz singular y exclusiva, cuyo alcance y poder ignora grandes franjas de la humanidad —financiera, creativa y conceptualmente— como si hubiéramos estado escuchando y hablando en una sola lengua. La «historia» de la arquitectura es, por tanto, incompleta. No está mal, pero está incompleta. Es en este contexto particularmente que las exposiciones importan”.

 

Olalekan Jeyifous

El futuro

Desde hace tiempo se viene repitiendo que se nos acabó el futuro. El no future punk se convirtió, a casi medio siglo, en una aseveración cotidiana más que en una consigna radical. A eso es a lo que la filósofa Marina Garcés llamó la condición póstuma, la cual “se cierne sobre nosotros como la imposición de un nuevo relato, único y lineal: el de la destrucción irreversible de nuestras condiciones de vida.” Ese relato único y lineal, inevitable, viene a imponerse como si el fin de los grandes relatos que había diagnosticado Jean François Lyotard como la condición posmoderna no hubiera ocurrido o, simplemente, se hubiera tratado de una hipótesis falsa. Al contrario, parece que ese relato único sobre la imposibilidad de frenar o cambiar de rumbo corrobora al eslogan thatcheriano “There is no alternative y, de paso, aquello que hace veinte años escribió Frederic Jameson en un ensayo titulado Future City —y que partía de un análisis del libro de Rem Koolhaas The Project on the City—: “Alguien dijo alguna vez que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Ahora podemos revisar eso y atestiguar el intento de imaginar el capitalismo imaginándonos el fin del mundo.” Pero esa irreversibilidad, ese destino inevitable, pareciera encontrar, si no una salida, al menos otras maneras de encararlo y, quizá posponerlo, si lo entendemos desde distintas perspectivas —lo que nos llevaría a repetir, entre irónicos y cínicos pero, también, esperanzados, el estribillo de aquella famosa canción de R.E.M.: It’s the end of the world as we know it (and i feel fine).

En su ensayo “Humanos y terrícolas en la guerra de Gaia”, Déborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro escriben: “Para los pueblos nativos de las Américas, el fin del mundo ya sucedió, cinco siglos atrás. Para ser más precisos, la primera señal del fin se manifestó el 12 de octubre de 1492.” Sí, la fecha del fin de esos mundos es la misma, no por coincidencia, del nacimiento del mundo moderno. Según Danowski y Viveiros, la población indígena de América se mermó, durante el primer siglo y medio de colonización europea, hasta un 95%: un auténtico genocidio. Los sobrevivientes “pasaron a vivir en otro mundo, un mundo de otros, sus invasores y señores” manteniendo, pese a la marginación y la precariedad, formas de vida alternativas a las que el mundo moderno imponía. Ellos son, dicen Danowski y Viveiros hablando de los pueblos mayas —pero podemos extenderlo a todos los pueblos cuyos mundos fueron destruidos o disminuidos, marginados por la construcción del mundo moderno— “verdaderos especialistas en fines del mundo”. ¿Se trata entonces de pensar el futuro como el pasado? ¿Regresar a lo vernáculo, regresar a la cueva?

Danowski y Viveiros citan a Bruno Latour: “Ninguno de esos pueblos llamados ‘tradicionales’, cuya sabiduría admiramos con frecuencia, está preparado para ampliar la escala de sus modos de vida hasta las dimensiones de las gigantescas metrópolis técnicas en las que hoy se amontona más de la mitad de la raza humana.” Pero lo citan para cuestionarlo: ¿por qué habría que pensar en ampliar la escala y no, al contrario, en ajustar la de las gigantescas metrópolis técnicas en las que nos amontonamos? ¿Se pueden imaginar narrativas de otros futuros posibles, ni postapocalípticos ni premodernos, sino híbridos? ¿No es, siguiendo en parte a Danowski y Viveiros, lo que ya ponen en práctica muchos quienes han tenido que sobrevivir al margen?

De algún modo estas preguntas hacen pensar en lo que escribió Frampton en sus propuestas para un regionalismo crítico: “Hoy la arquitectura sólo puede mantenerse como una práctica crítica si adopta una posición de retaguardia; es decir, si se distancia igualmente del mito de progreso de la Ilustración y de un impulso irreal y reaccionario a regresar a las formas arquitectónicas del pasado preindustrial.” ¿Dónde está hoy la retaguardia y qué formas arquitectónicas resultarían irreales o reaccionarias y en qué contextos?

 

África

¿Por qué centrar esta bienal en África? Lesley Lokko señala la necesidad de pensar soluciones a los problemas que enfrenta el continente africano: “si hay un lugar en el planeta donde los temas de igualdad, raza, esperanza y miedo convergen, es África.” La edad promedio en el continente africano es de 19 años. En Europa es de 44. Pensar en fines del mundo y en futuros cancelados es distinto cuando aún no se cumplen los 20. Ese perfil demográfico es parte de lo que busca mostrar Lokko en esta bienal, preguntándose, en parte, cómo piensan y operan estas prácticas mayoritariamente jóvenes —aunque el promedio de edad de los participantes, 42 años, se acerque más al europeo: la arquitectura, se dice, no es profesión para prodigios—, donde más de la mitad de quienes participan son de África o de ascendencia africana y la mitad mujeres. Lokko también quiere mostrar cómo se piensa más allá del estricto código disciplinar, pues afirma que “las ricas y complejas condiciones tanto de África como de un mundo en rápida hibridación exigen una comprensión diferente y más amplia del término «arquitecto»”.

En ese contexto, África juega el doble papel de una condición geográfica y geopolítica muy real y concreta, y de un horizonte que puede ayudarnos a pensar en lo que se ha intentado, al mismo tiempo, dominar y excluir en la construcción de lo que imaginamos como el mundo moderno, incluyendo su arquitectura. Como ha escrito el pensador camerunés Achille Mbembe, se trata de “pensar lo africano no como los estados-nación y sus fronteras territoriales que los conforman, sino como un proyecto de la diáspora —las personas de origen africano esclavizadas en otras partes del mundo— y, en consecuencia, transnacional.” La escritora Léonora Miano, también camerunesa, ha planteado que “África podría ser el nombre de un proyecto de civilización original y soberano: el espacio cuyas poblaciones no estarían federadas por elementos exógenos, sino por la voluntad de caminar juntos hacia un horizonte que se han dado en común.” Un proyecto que, siguiendo en esto a la politóloga francesa Françoise Vergès, ve en África “un espacio propicio para la elaboración de nuevas utopías” que, por sus propias condiciones, sirvan para cuestionar “la ideología del desarrollo, la visión de un dominio absoluto del mundo por el hombre y el fantasma de una economía del exceso, de una plenitud que colmaría la vida humana.” De nuevo Mbembe: “Es en el continente africano donde la cuestión del mundo (a dónde va y qué significa) se plantea inevitablemente de la manera más nueva, más compleja y más radical.”

¿Es este un discurso identitario, excluyente, contrario al universalismo moderno? Identitario y excluyente, no. Crítico de la supuesta universalidad moderna, sin duda. El filósofo Kwane Anthony Appiah, nacido en Londres pero de padre ghanés, es un defensor del cosmopolitismo. Antes de regresar a estudiar a Cambridge, Appiah creció en Kumasi, una ciudad de casi 3 millones y medio de habitantes. “Kumasi está integrada a los mercados globales, pero nada de eso la vuelve occidental, estadounidense o británica: sigue siendo Kumasi.” Además, Appiah asegura que, como cualquier ciudad, Kumasi no es en absoluto homogénea. Para Appiah, la búsqueda de una cultura auténtica es como pelar una cebolla: al final no queda nada. Y tiene razón. Pero el cosmopolitismo defendido por Appiah no puede asumirse sin que se cuestione cómo el ideal cosmopolita ilustrado se construyó en paralelo y, para muchos, en complicidad con el colonialismo europeo. Para mantener los ideales cosmopolitas, dice el pensador argentino Walter Mignolo, “debemos decolonizar el cosmopolitismo.” Y, como escribió Frantz Fanon en su ensayo de 1956 Racismo y cultura, “hemos atestiguado la destrucción de valores culturales, de formas de vida. Lenguajes, formas de vestir, técnicas desvalorizadas.” Por otra parte, sigue Fanon, el “respeto a las culturas nativas” se vuelve mero exotismo, una forma de simplificación que “no permite confrontación cultural.” No hay saberes totalmente cerrados, dirá Mbembe, afirmando que debemos “salir de la problemática de los orígenes y la clausura.” La universalidad, volvamos a Fanon, “reside en la decisión de reconocer y aceptar el relativismo recíproco de diferentes culturas, una vez que el estatus colonial se ha excluido irreversiblemente.”

Con su propuesta para la 18ª Muestra Internacional de Arquitectura en Venecia, Lesley Lokko reformula de algún modo lo que Portoghesi planteó hace cuarenta años al reivindicar la presencia del pasado: el laboratorio del futuro implica la presencia de lxs otrxs, de otras voces y otras historias que ya no pueden pensarse sólo desde el margen. “¿Qué queremos decir?”, se pregunta Lokko, “¿Cómo lo que decimos cambiará cualquier cosa? Y, más importante, ¿cómo lo que digamos interactuará y se mezclará con lo que lxs otrxs dicen?”

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Años viejos https://arquine.com/anos-viejos/ Sat, 31 Dec 2022 15:25:04 +0000 https://arquine.com/?p=73643 No nos queda más que repetirnos y, en lo que decidimos cambiar de otra manera que no sea a golpes de crisis y catástrofes, pensando —también desde la arquitectura— radical y críticamente lo que nos pasa, el momento en que vivimos, quedándonos con el problema en vez de sacándole la vuelta y presentar la huida como solución, habrá que aguantarse con Años viejos vendidos como nuevos.

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En su texto Lost futures, que sirve de introducción al libro Ghosts of My Life. Writings on Depression, Hauntology and Lost Futures (2014), el crítico y teórico Mark Fisher proponía un “simple experimento mental”:

Imaginemos que un álbum que haya salido en los últimos dos años fuera teletransportado a, digamos, 1995, y se tocara en la radio. Es difícil pensar que causaría algún shock en la audiencia. Al contrario, lo que probablemente sorprendería a la audiencia de 1995 sería lo reconocibles que les resultarían los sonidos: ¿cambió tan poco la múlsica en 17 años? Contrasten esto con los rápidos cambios de estilo entre la decada de 1960 y la de los noventas: toquen un disco de jungle de 1993 a alguien en 1989 y le sonaría como algo tan nuevo que le haría repensar lo que es la música, o lo que puede ser.

Fisher, concluía ese párrafo diciendo que “mientras el siglo XX había sido tomado por un delirio recombinatorio que lo hizo sentirse como si la novedad estuviera disponible infinitamente, el siglo XXI estaba oprimido por una aplastante sensación de finitud y agotamiento.”

¿Con qué edificios se compararía algo construido en el 2022 si se pudiera enviar, aunque fueran sólo planos y fotos, de vuelta 25, 40 o 50 años atrás?

En 1997, el año en que se publicó el primer número de la revista Arquine, se inauguró el Getty Center, en Los Angeles, diseñado por Richard Meier. También se terminaron las Torres Petronas, en Kuala Lumpur, diseñadas por César Pelli y que tendrían el récord del edificio más alto del mundo hasta el 2003. Cerca de Basel, en Suiza, Renzo Piano terminó el edificio sede de la Fundación Beyeler, y en Bregenz, Austria, Peter Zumtor diseñó la Kunsthaus. Pero sin duda el edificio más popular y aclamado fue el más famoso de los últimos edificios novedosos de la historia —o al menos de esa idea de historia que supuestamente se acabó al caer el Muro de Berlín—: el Museo Guggenheim de Bilbao, de Frank Gehry. Hoy, leído retrospectivamente, quizá hubiera sido preferible un efecto Beyeler o un efecto Bregenz al efecto Bilbao, que supuso que un edificio formalmente rebuscado y firmado por un arquitecto de renombre internacional garantizaba beneficios amplísimos para los habitantes de la ciudad donde se construyera.

Si la comparación fuera con obras de hace 40 años, 1982, la competencia sería con el Memorial a los Veteranos de Vietnam, de Maya Lin o con el Renault Centre de Norman Foster.

Si fuera hace 50 años, en 1972 estaríamos en el momento justo en que Charles Jencks firmó el acta de defunción del Movimiento Moderno en arquitectura, cuando fue demolido el conjunto de vivienda social Pruitt-Igoe, diseñado por Minoru Yamasaki. Ese mismo año se empezó a ocupar la torre norte del World Trade Center de Nueva York, que también es un diseño de Yamasaki y que también terminó destruido tras los ataques terroristas del 11 de septiembre del 2001. 1972 fue el año en que se terminaron los conjuntos de vivienda de Robin Hood Gardens, diseñado por Alison y Peter Smithson, y la Torre Trellick, de Ernö Goldfinger. En 2017 el Robin Hood Gardens fue demolido. Ese mismo año se incendiaron los últimos pisos de la Torre Trellick, pocos meses antes de la tragedia de la Torre Grenfell, también en Londres, donde en un incendio que duró más de 60 horas murieron 72 personas. Se dice que a la Trellick la protegió del fuego el ser un edificio protegido y que su fachada de concreto no hubiera podido ser recubierta por una de aluminio, como en la Grenfell. A Robin Hood Gardens, en cambio, se dice que la dificultad de transformar la estructura de concreto, y el no haber sido declarado como edificio protegido, le costó la demolición. Aunque en todos estos casos, desde Pruitt-Igoe hasta Robin Hood Gardens, mucho tuvieron que ver los vaivenes del capitalismo tardío —a.k.a. neoliberalismo— que, como describió Reinier de Graaf en su libro Four Walls and a Roof. The Complex Natures of a Simple Profession, publicado igualmente en el 2017, absorbió y disolvió cualquier otro interés —social, estético, cultual— de la arquitectura moderna. Y no olvidemos el Museo Kimbell, de Louis Kahn, y el Estadio Olímpico de Munich, que nos mostró cómo podría ser una nueva arquitectura desde 1972.

Si en vez de edificios comparásemos libros de arquitectura, en 1972 se publicaron las traducciones al inglés y al francés del libro de Justus Dahinden Urban Structures for the future (Structures urbaines de demain) —publicado en alemán un año antes. Y, sobre todo, es el año en el que Denise Scott Brown y Robert Venturi publicaron Learning from las Vegas. Y, para hablar de revistas, tomemos sólo un par. El número de enero-febrero de 1972 de Architectural Forum llevó por título —y se trato de— The World of Buckminster Fuller. Mientras que en México el número 106 de la revista Arquitectura México, fundada por Mario Pani en 1938, publicaba en su portada una casa articulada diseñada por Sebastián. Aunque abría con la traducción al español del Eupalinos, que Paul Valery escribió en 1923. La traducción, del mismo Pani, ya había sido publicada en 1938. Hay que decir que otro lado de Pani, junto a los multifamiliares con aires corbusianos, era un anacronismo francófilo que, por ejemplo, lo llevó en 1978 a fundar, a la manera de la Academia de Arquitectura francesa —establecida en 1953 pero con raíces en la Societé Centrale des Architectes, fundada en 1840— la Academia Nacional de Arquitectura —institución que si bien nació anacrónica, ha hecho todo lo posible por conservarse de ese modo.

Comparada la producción arquitectónica —edilicia y escrita— del 2022 con la de 1972, ¿hablaríamos, como Fisher, de una sensación de finitud y agotamiento? Quizá, pero no sólo en arquitectura. En otro de sus libros, Capitalism Realism. Is there no Alternative?,  publicado en el 2009, hablaba de un momento en el que lo “alternativo” y lo “independiente” no eran otra cosa que estilos mainstream. “Ningún objeto cultural puede retener su poder cuando ya no hay nuevos ojos para verlo”, dijo Fisher. Algo que se relaciona con lo que la filósofa Marina Garcés ha calificado como nuestra condición póstuma: “Nuestro tiempo es el tiempo del todo se acaba. Vimos acabar la modernidad, la historia, las ideologías y las revoluciones. Hemos ido viendo cómo se acababa el progreso: el futuro como tiempo de la promesa, del desarrollo y del crecimiento.” Algo, pues, que pudimos comprobar en este 2022, primer año después de la pandemia que no terminó nunca. Durante la pandemia, hablamos otra vez del fin: de la historia, del capitalismo, de las ciudades y la arquitectura como las conocíamos. En infinidad de tlakshows y entrevistas y hasta congresos, muchos arquitectos hablaron de la ciudad post-covid repitiendo que terrazas y home office eran el futuro universal, pensando la arquitectura como un business, as usual, y demostrando ingenuidad e ignorancia sobre las formas de vida de la mayoría de la población mundial y en particular en México.  El eslogan, ya casi sin sentido, de la ciudad de 15 minutos se volvió un mantra repetido acríticamente por arquitectos, urbanistas y hasta funcionarios públicos. Ya muchos hablan de la ciudad de los cuidados y les tiene sin cuidado las implicaciones políticas, económicas y sociales del concepto y, sobre todo, las prácticas del cuidado.

Así, parece que a fin de cuentas las cosas no cambiaron mucho o cambiaron para parecerse mucho a lo que había, ofreciendo novedades que ya hace mucho dejaron de ser nuevas. Quizá porque lo nuevo, en nuestra condición —póstuma— ya no tiene ni cabida ni sentido. Para bien y para mal. Quizá porque, por mientras, no nos queda más que repetirnos y, en lo que decidimos cambiar de otra manera que no sea a golpes de crisis y catástrofes, pensando —también desde la arquitectura— radical y críticamente lo que nos pasa, el momento en que vivimos, quedándonos con el problema —como pide Donna Haraway— en vez de sacándole la vuelta y presentar la huida como solución, habrá que aguantarse con Años viejos vendidos como nuevos.

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Ámsterdam en rojo o en azul https://arquine.com/amsterdam-en-rojo-o-en-azul/ Fri, 05 Feb 2021 14:31:17 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/amsterdam-en-rojo-o-en-azul/ La alcaldesa de Ámsterdam, Femke Halsema ha aprobado el cierre de los centros de trabajo sexual de las zonas más céntricas —el llamado Distrito Rojo— para reubicarlos en las periferias de la ciudad, rechazando una forma de turismo pero para abrirle paso a otra distinta.

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La alcaldesa de Ámsterdam, Femke Halsema, en un esfuerzo conjunto con el Partido Ecologista, el Partido del Trabajo y el Partido Cristiano, ha aprobado el cierre de los centros de trabajo sexual de las zonas más céntricas —el llamado Distrito Rojo— para reubicarlos en las periferias de la ciudad. Con esto, se busca recuperar las calles para los residentes quienes, a decir de los funcionarios que aprobaron la “remodelación”, han tenido que lidiar con una clase particular de turista al que, por ejemplo, se le debían dejar letreros para que no orinaran en las entradas de sus hogares. Halsema incluso ha declarado que esta acción también protege a las trabajadoras sexuales de las agresiones a las que también se exponen los habitantes de Ámsterdam, una declaración que, en apariencia, reconoce una simetría ciudadana entre residentes y personas dedicadas al trabajo sexual. 

La decisión parte de un fenómeno al que otras ciudades europeas, como Venecia, se han enfrentado. La afluencia de turistas vuelve imposible que los lugareños permanezcan en sus residencias; en los lugares donde nacieron y se criaron. Cuando el turismo, y la especulación inmobiliaria que éste provoca, se apropia de las ciudades, se anula toda posibilidad afectiva y las ciudades se transforman en un espacio que sólo le pertenece al capital privado: a las estancias momentáneas donde se construyen sitios de paso a costa de las comunidades que se hayan forjado con anterioridad. “Los barrios de larga duración”, a decir de Marina Garcés, “tienen la solera, la memoria y las herramientas para seguir siendo territorios identificables y proveedores de identidad.” Cuando su existencia se ve mermada, lo que quedan son las “ciudades-escaparate”, descripción que propone la autora en su libro Ciudad Princesa (2018), donde reflexiona sobre los estragos que experimentó Barcelona tras ser sede de los Juegos Olímpicos en 1992. Para Garcés, el evento deportivo dejó las consecuencias de la especulación y de la subsecuente precariedad de los habitantes. Los efectos de las Olimpiadas en Barcelona fueron el inicio para que movimientos como la okupación o el colectivo Reclaim the Streets protestara por la captura capitalista del espacio público. 

Pero a la nueva legislación neerlandesa se le pueden anteponer otros cuestionamientos. Mientras que Venecia o Barcelona reclaman su identidad, el objetivo de Halsema no es devolverle la ciudad a todos sus habitantes, sino estimular las visitas de un turismo más amable y familiar, mientras que otros ciudadanos deben retirarse a las periferias para continuar con sus actividades. Un antecedente a ese desplazamiento se dio en Nueva York donde, entre las décadas de los sesenta y setenta, se iniciaron “trabajos de recuperación” con los que se eliminaron las zonas de tolerancia de trabajo sexual. En su libro Times Square Red, Times Square Blue (1999), Samuel R. Delany escribe sobre las salas de cine porno, las calles de prostitución y las tiendas de juguetes sexuales de la avenida Times Square para dejar testimonio de una comunidad que no fue contemplada en los planes neoyorkinos de renovación (para devolverle las calles a lo que los gobiernos sí legitiman como “comunidad”) y que también fue enviada a zonas donde estuvo más expuesta a mayores peligros. Si bien esa comunidad se protegía de la policía, tenía un espacio que podía sentir como suyo en el centro de Nueva York. En su ensayo “Lands of contagion”, Iván López Munuera se enfoca en los muelles, otra zona de Nueva York donde se forjó una identidad como la que Garcés observa en los barrios de larga duración. Los habitantes de los muelles, casi siempre, fueron migrantes latinos, personas transgénero, homosexuales y trabajadoras sexuales. Los muelles fueron esa pequeña ciudad que se antepuso a un oficialismo urbano que daba carta de residencia únicamente a las familias, los oficinistas, los comercios legales o el turismo. En los muelles establecieron vínculos e iniciaron movimientos políticos de importancia histórica. 

Halsema no ha aclarado hasta qué punto las trabajadoras sexuales estuvieron involucradas en su decisión. No se sabe si el desplazamiento de sus lugares de trabajo implicará que tengan que invertir un poco más de tiempo en el transporte o si reste opciones de traslado. Tampoco se ha definido si ellas requerían de esa protección que la alcaldesa les ha ofrecido. Como muestran Delany y Munuera, las comunidades del trabajo sexual pueden funcionar sin la necesidad de que un cuerpo policiaco las cuide. Y si sí se requería mayor seguridad en sus espacios, ¿el desplazamiento implica que se aminoren los riesgos de su trabajo?

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Condición póstuma https://arquine.com/condicion-postuma/ Wed, 17 Apr 2019 15:48:16 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/condicion-postuma/ Nuestro tiempo es el tiempo del todo se acaba. La modernidad, la historia, las ideologías y las revoluciones. Se acababa el progreso: el futuro como tiempo de la promesa, del desarrollo y del crecimiento. Se terminan los recursos, el agua, el petróleo y el aire limpio, los ecosistemas y su diversidad. Nuestro tiempo es aquél en que todo se acaba, incluso el tiempo mismo. 

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Nuestro tiempo es el tiempo del todo se acaba. Vimos acabar la modernidad, la historia, las ideologías y las revoluciones. Hemos ido viendo cómo se acababa el progreso: el futuro como tiempo de la promesa, del desarrollo y del crecimiento. Ahora vemos cómo se terminan los recursos, el agua, el petróleo y el aire limpio, y cómo se extinguen los ecosistemas y su diversidad. En definitiva, nuestro tiempo es aquél en que todo se acaba, incluso el tiempo mismo. 

En un artículo de enero de 2016, el periodista del New York Times Tom Friedmann escribía un artículo en el que decía: “Si me hacen hablar del mundo actual, soy capaz de estropear cualquier cena”. Y a continuación, abría una secuencia de preguntas como las siguientes: “Y si resulta que se están acabando muchas épocas al mismo tiempo? (…) ¿Y si la época del gran crecimiento de China está tocando a su fin? (…) ¿Y si la época del barril de petróleo a 100 dólares se ha terminado? (…) ¿Y si se acaba la época de la UE?” Y terminaba así: “Aún queda alguna oportunidad de que alguien de un paso al frente, que alguien pregunte y responda a todos estos ¿y si? Pero el tiempo pasa y se está acabando, como la cena que hace poco estropeé (Diari Ara, 24/01/2016). En pleno inicio de la campaña electoral norteamericana, un influyente periodista se permite cartografiar y diagnosticar, para el próximo presidente de Estados Unidos, el presente del mundo desde una sucesión de finales que se resumen en la idea de que el tiempo se acaba y de que alguien tiene que dar un paso al frente y hacer algo. ¿Podía imaginar Tom Friedmann, en ese momento, que estaría dirigiendo estas palabras a Donald Trump?

Como éste, hay muchos otros ejemplos en el día a a día de la prensa, de los debates académicos y de la industria cultural que nos confrontan a la necesidad de pensarnos desde el agotamiento del tiempo y desde el fin de los tiempos. Cuando se afirma que el tiempo se acaba, no está en cuestión el tiempo abstracto, el tiempo vacío, sino el tiempo vivible. Es decir, el tiempo en el que aún podemos intervenir sobre nuestras condiciones de vida. Confrontados al agotamiento del tiempo vivible y, en último término, al naufragio antropológico e irreversibilidad de nuestra extinción, nuestro tiempo ya no es el de la postmodernidad sino el de otra experiencia del final, a la que llamaremos condición póstuma. En ella, el post- ya no indica lo que se abre tras dejar los grandes horizontes y referentes de la modernidad atrás. Nuestro post- es el que viene después del después: un post- póstumo, un tiempo de prórroga que nos damos cuando ya hemos concebido y en parte aceptado la posibilidad real de nuestro propio final (ya sea del final de nuestro mundo, ya sea del final de la propia especie humana).

 

De la postmodernidad a la condición póstuma

El tránsito entre estas dos experiencias del después puede resumirse en cinco desplazamientos. 

En primer lugar, la condición postmoderna nos situaba en el presente del capitalismo global, que desde finales de los años 70 y principios de los 80 del siglo XX empezaba a experimentarse como el presente del hiperconsumo, de la producción ilimitada y de la unificación política del mundo. La globalización, que es la otra cara de la postmodernidad, celebraba un presente eterno hinchado de posibles, de simulacros y de promesas realizables en el aquí y el ahora. En este presente, el futuro ya no era necesario porque de algún modo se había realizado o estaba en vías de hacerlo. Frente a ello, el tiempo de la condición póstuma es el no-futuro del presente desbocado. Es el tiempo de la precarización, del agotamiento de los recursos naturales, de la destrucción ambiental, del malestar anímico y de la salud… Si el presente de la condición postmoderna se nos ofrecía bajo el signo de la eternidad terrenal, siempre joven, el presente de la condición póstuma se nos da hoy bajo el signo de la catástrofe de la tierra y de la esterilidad de la vida en común. Tomando un ejemplo de la experiencia más inmediata de la ciudad donde vivo, podríamos decir que hemos pasado de la ciudad guapa a la ciudad muerta, de la ciudad que borró la historia para maquillar sus escaparates coloridos a la ciudad que se está quedando sin historia porque condena a sus habitantes, especialmente a los más jóvenes, a tener que emigrar. De la fiesta sin tiempo, al tiempo sin futuro.

En segundo lugar, la postmodernidad parecía culminar el giro biopolítico de la política moderna. Como empezó a analizar Michel Foucault y han desarrollado otros autores, de Agamben a Negri, entre otros, la relación entre el Estado y el capitalismo configura del siglo XVIII en adelante un escenario biopolítico, donde la gestión de la vida, individual y colectiva, es el centro de la legitimidad del poder y de organización de sus prácticas de gubernamentalidad. No es que no haya muerte, pero ésta pasa a ser considerada excepcional y deficitaria respecto a la normalidad política. Actualmente, la biopolítica está mostrando su rostro necropolítico, ya no como déficit o excepción sino como normalidad. En México este giro es paradigmático. La muerte no es residual sino que se ha puesto en el centro de la normalidad democrática y capitalista y sus guerras no declaradas.

En tercer lugar, la condición postmoderna tal como la definió Lyotard en su informe de 1979, que llevaba el mismo título, se caracterizaba sobre todo por la incredulidad hacia los grandes relatos. Ni la historia como escenario del progreso hacia una sociedad más justa, ni el progreso como horizonte desde donde valorar la acumulación científica y cultural hacia la verdad ya no son el marco de validez de la actividad epistemológica, cultural y política. El después postmoderno, liberado del sentido lineal de la metanarración histórica de progreso, se abre a los tiempos múltiples, a las heterocronías, al valor de la interrupción, al acontecimiento y a las discontinuidades. Frente a ello, la condición póstuma coincide con la imposición de un nuevo relato, único y lineal: el de la destrucción irreversible de nuestras condiciones de vida. Inversión de la concepción moderna de la historia, que se caracterizaba por la irrevesibilidad del progreso y de la revolución, tiene ahora en el futuro ya no la realización de la historia sino su implosión.

En cuarto lugar, el fin de los grandes relatos se correspondía, también, con el descubrimiento de la diferencia y de la multiplicidad de las identidades y de los sentidos como dimensiones fundamentales de la experiencia humana. Las ontologías de finales del siglo XX se abrieron a todo aquello que no había cabido en las categorías de la identidad y de la representación. La política incorporó pragmáticas culturales, simbólicas y corporales diversas e irreductibles, que experimentaban con nuevas formas de generar vínculos y alianzas. Ahora, la condición póstuma nos confronta a una nueva experiencia de la totalidad: la totalidad de una humanidad que se hace concreta, como un todo, cuando se expone a la posibilidad real de su destrucción como consecuencia de su propia acción. Es una totalidad negativa que no nos acoge sino que nos muestra una nueva experiencia del límite, de un todo o nada.

Finalmente, en quinto y último lugar, el después de la postmodernidad se ofrecía como un tiempo para la experimentación, respecto al cual las teleologías y los horizontes predefinidos habían quedado atrás. En el después del después póstumo la acción colectiva (ya sea política, científica o técnica) ya no se entiende, en cambio, como experimentación sino como emergencia, como operación de salvación, como reparación o como rescate. Por ejemplo, la nueva política que está gobernando algunas ciudades españolas en la actualidad se presentan más como operaciones de rescate ciudadano ante la emergencia social, que como proyectos colectivos de transformación. En los movimientos sociales y en el pensamiento crítico actual hablamos mucho de “cuidados”. Quizá éste es hoy uno de los temas clave que van desde el feminismo hasta la acción barrial o la autodefensa local. Pero estos cuidados de los que tanto hablamos quizá empiezan a parecerse demasiado a los cuidados paliativos. 

Desde estos cinco desplazamientos, el imaginario colectivo de nuestro tiempo se ha llenado de zombis, de dráculas y de calaveras, incluso de calaveras millonarias como las de Gabriel Orozco, quien decía hace poco en una entrevista que ya hace años que está muerto. Mientras, no sabemos cómo responder a la muerte real, a los viejos y a los enfermos que nos acompañan, a las mujeres violadas y asesinadas, a los refugiados y a los inmigrantes que cruzan fronteras dejándose en ellas la piel. La condición póstuma es el después de una muerte que no es nuestra muerte real, sino la que ha convertido en histórica el relato dominante de nuestro tiempo y que por ello se nos presenta como una muerte socialmente producida y culturalmente aceptada. ¿Por qué ha triunfado tan fácilmente este relato? Es evidente que estamos viviendo en tiempo real un endurecimiento de las condiciones materiales de vida, tanto económicas como ambientales. Los límites del planeta y de sus recursos son evidencias científicas. Pero, ¿cuál es la raíz de la impotencia que nos inscribe, de manera tan acrítica y obediente, como agentes de nuestro propio final? ¿Por qué, si estamos vivos, aceptamos un escenario postmortem?

Quizá, para responder a estas preguntas, es necesario dar un paso atrás en el tiempo histórico para encontrar el que podríamos denominar “tiempo de nuestra muerte”. El siglo XX es el siglo de nuestra muerte, de este después que hemos dejado atrás pero del que no hemos salido más que bajo la forma de una prórroga. El sentido de nuestra condición póstuma no está sólo en el futuro, en la posibilidad real del cataclismo o del naufragio antropológico. Si así fuera, no hablaríamos de lo póstumo sino de la inminencia de una amenaza. Está en un pasado que aún da sentido a nuestro presente y lo captura.

 

El tiempo de nuestra muerte

El siglo XX es el tiempo de nuestra muerte histórica: muerte masiva, muerte administrada, muerte tóxica, muerte atómica. Es la muerte provocada de millones de personas, con la cual mueren también el sujeto, la historia y el futuro de la humanidad. Es la muerte que la postmodernidad, con su celebración del simulacro inagotable, negó y que ahora vuelve, como todo lo reprimido, con más fuerza. Aquí está la debilidad de la cultura postmoderna, con todo lo que es capaz de abrir: que su presente eterno olvida y niega la muerte (la muerte del morir y la muerte del matar). Confía en el sentido inagotable del simulacro y del trabajo inmaterial. Pero la continuidad entre el siglo XX y el XXI es que no hemos dejado de matarnos y que, además, estamos cansados.

El tiempo de nuestra muerte dibuja una cartografía de lugares y de acontecimientos: Verdun, Auschwitz, Hiroshima, Nagasaki, Bohpal, Palestina, Sudáfrica, Chernobyl… De todos estos nombres, el último es quizá para nosotros el más invisible, el menos presente. Pero la reciente traducción al castellano de los libros de la periodista y escritora  vetlana Aleksévitx nos permite experimentar e incorporar este nombre a los referentes imprescindibles de nuestro presente. Hay unos párrafos, en el libro Voces de Chernobil, que merecen ser reproducidos enteros, porque dicen la verdad de nuestro tiempo:

yo miro a Chernobyl como el inicio de una nueva historia, en la que el hombre se ha puesto en cuestión con su anterior concepción de sí mismo y del mundo (…) Cuando hablamos del pasado y del futuro, introducimos en estas palabras nuestra concepción del tiempo, pero Chernobyl es ante todo una catástrofe del tiempo. 

De pronto se encendió cegadora la eternidad. Callaron los filósofos y los escritores, expulsados de sus habituales canales de la cultura y la tradición.

Aquella única noche nos trasladamos a otro lugar de la historia, por encima de nuestro saber y de nuestra imaginación. Se ha roto el hilo del tiempo. De pronto el pasado se ha visto impotente; no encontramos en él en qué apoyarnos; en el archivo omnisciente de la humanidad no se han encontrado las claves para abrir esta puerta. 

Nos hallamos ante una nueva historia. Ha empezado la historia de las catástrofes. Pero el hombre no quiere pensar en esto (…), se esconde tras aquello que le resulta conocido. Tras el pasado. 

En Chernobyl se recuerda ante todo la vida “después de todo”: los objetos sin el hombre, los paisajes sin el hombre. Un camino hacia la nada, unos cables hacia ninguna parte. Hasta te asalta la duda de si se trata del pasado o del futuro. En más de una ocasión, me ha parecido estar anotando el futuro.

Lo único que se ha salvado de nuestro saber es la sabiduría de que no sabemos.

Ha cambiado todo. Todo menos nosotros.

(fragmentos del capítulo “Entrevista de la autora consigo misma…”, en Voces de Chernobyl, Debate, pp.44-56)

 

Filosofías del tiempo roto

La filosofía del siglo XX es la elaboración de esta muerte histórica. Por eso, las filosofías del siglo XX son filosofías del tiempo roto. Filosofías del acontecimiento que rompe el hilo de la historia y lo expone a otras temporalidades. Contra la idea moderna (kantiana, hegeliana, marxiana…) de una realización histórica de la filosofía, que tendría que resolver todas sus contradicciones y reconciliar la realidad y la teoría, las filosofías del siglo XX nos abren a otra experiencia del espacio y del tiempo. Las dos figuras que condensan de manera más significativa esta ruptura del tiempo en la filosofía contemporánea son, básicamente, Heidegger y Deleuze.

Heidegger es el maestro que se apropia de la muerte del siglo para hacer de ella nuestra condición existencial y nuestro destino metafísico, histórico y técnico. Desde su filosofía de la aceptación de la finitud radical, que desfundamenta toda la filosofía del sujeto y su realización en el mundo cosificado de la técnica, Heidegger abre la experiencia del sentido a un tiempo extático. El tiempo extático es el acontecimiento que expone la temporalidad a una experiencia no lineal ni acumulativa. El tiempo extático es el de la iluminación, que va desde la experiencia de la comprensión en el lenguaje hasta la suspensión de toda voluntad en una disposición del sujeto a abrazar, sin provocarlo, el advenimiento de un nuevo destino para occidente. Es un tiempo de estructura mesiánica, sobre cuya estela otros muchos filósofos, como Blanchot, Derrida, Nancy o Agamben han continuado pensando en la segunda mitad del siglo XX. Son filosofías del entre, del entre-tiempo que suspende el sentido de la historia y de la acción en el quizá de una interrupción inminente pero inabordable.

Por su parte, Deleuze es el filósofo que rehúye la muerte del siglo, evitando prestar atención a su condición mortífera y mostrando la perseverancia creativa del deseo. Deleuze, como su maestro Spinoza, se niega a decir la muerte, a ponerla en palabras. El hombre libre es el que no piensa en la muerte. Y como su otro maestro, Nietzsche, Deleuze rompe el hilo de la historia exponiéndonos a una repetición creadora de la novedad, del desplazamiento inagotable de la diferencia que se aloja en la virtualidad de un pasado que se despliega en el futuro, pero en múltiples direcciones en devenir. Como Heidegger, su tiempo es el del acontecimiento. Pero en este caso no es el acontecimiento de un tiempo extático, sino el acontecimiento como irrupción de novedad sin comienzo ni final. No hay éxtasis, pero si anhelo de beatitud, es decir, de eternidad viva y en movimiento. 

Tanto para Heidegger como para Deleuze, la filosofía es precisamente la palabra que puede acoger y decir el acontecimiento, es decir, la ruptura del hilo temporal. Porque es hija pero no obra de su tiempo, puede expresar lo intempestivo y levantarse contra el sentido de su propio tiempo. Por eso la filosofía no acaba con el fin de la historia, sino todo lo contrario. Nos ofrece un lugar, una brecha, para nuestra existencia inacabada. 

 

La palabra inacabada

Heidegger deja esta existencia finita por inacabada en suspensión. Deleuze invita a hacer del inacabamiento una incansable experimentación. Pero cuando el acontecimiento de nuestro tiempo lleva el nombre de Chernobyl, este acontecimiento ya no abre ni el tiempo del éxtasis ni el de la irrupción de novedad, sino que nos condena al tiempo irreparable de la catástrofe. Frente a ello, ¿cuál es el sentido la palabra filosófica capaz de alzarse contra esta nueva teleología y su irreversibilidad condenatoria?

Aleksévitx decía, en los fragmentos citados, que del pasado sólo se ha salvado la sabiduría de que no sabemos nada. Es decir, esa vieja condición socrática del no-saber como puerta hacia un saber más verdadero, porque ha pasado por abismo del cuestionamiento crítico radical. El no-saber, desde este gesto soberano de declararse fuera del sentido ya heredado es todo lo contrario del analfabetismo pasivamente padecido. Es un gesto de insumisión respecto a la comprensión y la aceptación de los códigos, los mensaje y los argumentos del poder. 

La filosofía, en su idiotez radical y expresa, interrumpe el sentido del mundo y abre la posibilidad de hacer de él otra experiencia. Respecto al relato dominante de nuestro tiempo podemos decir: no sabemos nada respecto a nuestro final que nos quieren hacer aceptar, pero sí podemos saber, porque ya la conocemos, que la muerte que nos impone nuestra condición póstuma no es, en ningún caso, una muerte natural. Que seamos mortales y finitos es la conciencia misma que nos hace humanos. Que la especie humana es una entre otras, en la larga historia de la vida, también es un hecho. Pero la muerte que hoy aceptamos como horizonte pasado y futuro de nuestro tiempo no es la muerte, es el crimen. Es el asesinato. Así lo expresa la escritora austríaca Ingeborg Bachmann, escritora de obra y de vida inacabadas, que nunca confundió la finitud humana con la producción social de muerte, de modos de matar. No en vano había estudiado filosofía y había hecho su tesis doctoral, en plenos años 40, contra la figura y la filosofía de Heidegger. Tras dejar la filosofía como disciplina trasladó su investigación a la palabra y su confianza a la posibilidad de encontrar, aún, una palabra verdadera. Una de estas palabras verdaderas, que cambia el sentido de la experiencia de nuestro tiempo es, precisamente, la palabra asesinato. Con ella termina la novela inacabada de Bachmann, Malina. Desde la verdad a la que nos expone esta palabra, podemos decir con Bachmann que no nos estamos extinguiendo, sino que nos están asesinando, aunque sea selectivamente. Con este giro, con esta interrupción del sentido de nuestro final, la muerte ya no se proyecta al final de los tiempos, sino que entra en el tiempo presente, muestra las relaciones de poder de las que está hecha, y puede ser denunciada y combatida. El tiempo de la extinción no es el mismo que el del exterminio, como tampoco lo son el morir y el matar. 

Del mismo modo que no sabemos nada acerca de nuestro final pero sí acerca de la muerte presente, no sabemos nada acerca de los límites de nuestro mundo pero sí que podemos saber, en cada caso, cuáles son nuestros límites: los límites de la dignidad, los límites de lo intolerable. Y desde ahí, en vez de atemorizarnos, también se puede trabajar, luchar, comprometerse. Deleuze, quien no abrió un espacio para la muerte en la filosofía, la única palabra negativa que usó y pensó fue la de lo intolerable. Decía, ya mayor, que la vergüenza de ser hombre ante lo intolerable de nuestra acción y de nuestras formas de vida era el único y verdadero motivo de escribir. Lo decía después de haber descubierto y leído la obra de Primo Levi. Lo intolerable es un límite que nos hacemos capaces de percibir cuando creíamos haber perdido todo sentido del límite, cuando ya habíamos aceptado que todo es posible dentro de las cárceles de lo posible. Trabajarnos esta percepción de lo intolerable, hacernos capaces de experimentarlo en concreto y de tomar posición desde es la tarea principal que la educación, el arte, el pensamiento y las formas de vida en común deben proporcionarnos. 

Decía Günther Anders, en los años 50, que cuando los límites de la producción han superado todos los límites, es preciso desarrollar una crítica de los límites humanos. Esta crítica tiene una doble función: mostrarnos que nos hemos hecho pequeños respecto al mundo que hemos construido y respecto a las consecuencias de nuestra acción. Pero también indicarnos, desde estos contornos, la potencia de la plasticidad humana. Dice Anders, del alma humana, que se caracteriza por su capacidad de ampliarse y de ampliar su capacidad de comprensión. Ésta labora de ampliación de los contornos del alma humana es, para Anders, el trabajo de la poesía. La poesía no es palabra en verso. No es un género literario. Es la confianza en el lenguaje, verbal o no, que abre en vez de cerrar, que amplía en vez de reprimir y que no mata sino que deja respirar. Dice Anders, “las almas de ésta época que es la nuestra aún están in the making, es decir, aún no acabadas, y como rehusan toda forma definitiva, nunca estarán acabadas.” Estas almas son, en el tiempo del siempre y del aún, las nuestras, si no nos dejamos condenar a muerte… antes de tiempo.


Texto publicado en el libro Futuros, Arquine, 2017.

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La ciudad como biografía https://arquine.com/la-ciudad-como-biografia/ Thu, 14 Jun 2018 15:46:13 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-ciudad-como-biografia/ La apuesta por lo colectivo y por la construcción de un nosotros no tiene nada de ingenuidad ni de utopismo romántico. Las ciudades “exitosas” se han vuelto hoy una marca, un espectáculo de sí mismas. Parques temáticos cuyas calles y plazas, así como sus monumentos y sus casas se desgastan bajo los pies de hordas de turistas que no tienen ningún afecto por las ciudades que visitan ni se dejan afectar por ellas porque sólo van de pasos.

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“Batalla campal en pleno centro de Barcelona: diecisiete heridos y 55 detenidos tras un desalojo de «okupas»”, dice el encabezado de algún periódico publicado el martes 29 de octubre de 1996. El día anterior varios cientos de policías —unas notas dicen que 200, otra que varios cientos más— tomaron por asalto el Cine Princesa, en la Via Laietana de aquella ciudad. Desde el 10 de marzo de ese año lo habían tomado unos 40 miembros de la Asamblea de Okupas de Barcelona. Con ese momento del desalojo empieza el más reciente libro de la filósofa Marina Garcés, Ciudad Princesa. Un libro que es, al mismo tiempo, una historia —cierta historia— de la ciudad en los últimos veinte años y una biografía intelectual y política de Garcés. “Nací por segunda vez el 28 de octubre de 1966 en la Via Laietana de Barcelona”, dice en la primera línea del primer capítulo. “Esa tarde estuve allí. Estuvimos allí. Un nosotros sin nombre se sintió y se hizo sentir”. Ese nosotros es quizá el tema central del libro, pues aunque la voz que cuenta es la de Garcés nos deja claro que el yo no se cuenta ni cuenta más que desde el nosotros. “Aunque estemos solos —dirá más adelante—, siempre pensamos juntos”. Y pensar juntos es, aclara, un problema político —y por tanto un problema de la ciudad.

El nosotros del que trata la ciudad no es, con todo, un tema de identidad cerrada, definida en avance. Para Garcés, “no hay ciudad antes de quienes llegan a ella”, pues “la ciudad es el lugar común de los arribantes, de los que llegan”. O como ha dicho Richard Sennett: el espacio común de quienes no tienen nada en común. Ese problema del nosotros y de lo común que supone, ya lo había tratado antes Garcés en su libro Un mundo común (2013), pero ahora la reflexión filosófica toma cuerpo y, como dice ella, se pone el cuerpo en la calle, en la plaza, en los barrios y en los espacios que ocupamos o, para no perder la necesaria carga política del hecho de estar juntos en el espacio común de la ciudad, los espacios que okupamos. Garcés explica que al “abrir y liberar un espacio colectivamente”, se altera el código básico que separa al espacio público del espacio privado y reduce al primero a un espacio de circulación de un punto a otro. Contra el espacio concebido sólo como condición para la movilidad urbana, Garcés hace la crónica de otros espacios de la ciudad: espacios para estar y para estar juntos. Múltiples, diversos, a veces efímeros e incluso precarios. Espacios de encuentros y de resistencia donde lo colectivo pueda tener lugar. “Lo colectivo —escribe— no es solamente aquello que directamente hacemos con otros, sino la posibilidad de que lo que otros hacen y deciden sea expresión de un nosotros capaz de acoger nuestras ausencias.” Lo colectivo en esos espacios y, sobre todo, a través de diversas acciones tiene como objetivo “hacer hoy verdaderamente público lo público, independientemente de su titularidad”.

La apuesta por lo colectivo y por la construcción de un nosotros que propone Garcés no tiene nada de ingenuidad ni de utopismo romántico. Parte de reconocer que las ciudades “exitosas” se han vuelto hoy una marca, un espectáculo de sí mismas. Parques temáticos cuyas calles y plazas, así como sus monumentos y sus casas se desgastan bajo los pies de hordas de turistas que no sienten ningún afecto por las ciudades que visitan ni se dejan afectar por ellas, porque sólo van de paso. Ciudades que excluyen y marginan a miles de refugiados locales y globales que no encuentran la manera de ser parte de un nosotros posible y donde “el ejercicio democrático también se convierte en un ejercicio de consumo dentro de un gran espectáculo.” Garcés no habla de construir un futuro, porque el futuro es algo que ya nos gastamos. Es eso a lo que ha llamado nuestra condición póstuma. Garcés habla de recuperar el presente o de abrirlo, para distinguir “entre el ahora potencial y el ahora real, entre el presente que es y el que podría ser”.

En esta historia de una ciudad que es, al mismo tiempo, una biografía intelectual y política, Garcés nos invita finalmente a imaginar el presente de nosotros, a pensar juntos —que no hay de otra— lo que podemos ser y hacer así: juntos. Entendiendo que, como dijo en el Pregón de las Fiestas de la Mercè del 2017 —que cierra su libro como epílogo—, “imaginar no es dejar volar la fantasía de cualquier forma, sino generar ideas y sensaciones que abran el mapa de lo que es posible”.


Marina Garcés, Ciudad Princesa, Galaxia de Gutenberg, Barcelona, 2018.

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La lenta cancelación del futuro https://arquine.com/la-lenta-cancelacion-del-futuro/ Tue, 30 May 2017 19:04:14 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-lenta-cancelacion-del-futuro/ Con ciudades como las que vivimos, amenazadas por la contingencia ambiental, la falta de recursos básicos como el agua, la creciente desigualdad  o el problema de la exclusión social  , nos enfrentamos no sólo a un reto económico y político sino también arquitectónico y espacial. Como arquitectos es nuestra obligación crear proyectos que pongan en cuestión aquellos modelos ideológicos injustos de los que somos conscientes que no funcionan.

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El llamado progreso, el desarrollo expansionista, el predominio de lo humano sobre el mundo natural y otras tantas teorías que nos podamos imaginar, son en realidad construcciones. Por ello, influyen en el medio y en la vida de los seres vivos, humanos y no humanos, que habitan un territorio. Una idea es primero una construcción ideológica, para luego definirse como espacial, material y social. Así, por ejemplo, podemos entender que la creación de carreteras, autopistas, puentes, presas, la destrucción de ecosistemas, la multiplicación de estaciones de gas, la explotación de recursos para conseguir materiales, etc. ponen de manifiesto que el auge del automóvil durante el siglo XX no sólo fue debido a la multiplicación de los mismos, sino que ésta se apoyó en la transformación económica de toda una nación — o de varias — que dirigió todo su forma de ser hacia ese camino. Volviendo al caso del automóvil como una de las forma de expresión del siglo pasado, veremos, además, que no sólo fue gracias a la necesaria elaboración de una nueva infraestructura y de una cultura que apoyara todo ese desarrollo — desde la construcción de carreteras y autopistas a la industria del caucho para los neumáticos — , sino que implicó la necesidad de elaborar un discurso que sustentara dichas ideas y que las diera a conocer.

Así, las autopistas de Estados Unidos son impensables sin un mensaje propagandístico que vinculara la construcción de carreteras con la del propio país. La expansión de modelos suburbanos y el ideal de individualidad de aquel país no eran sino la perfecta expresión tanto física como simbólica de su modelo capitalista. La transformación que la llegada del automovil y el apoyo a la movilidad particular tuvieron sobre la vida, fueron sólo una parte de un plan que veía en el progreso la forma de vencer, por fin, a la carga del pasado: atrás quedaba el mundo rural y se abrazaba el territorio de lo urbano, más rápido, más veloz y más potente.

1--q0DNqozUlNp4ujX3xZ5_gConstrucción de la carretera Panamericana

 

Como EUA, México anduvo en la misma dirección y sufrió, desde directrices políticas marcadas por el propio Estado, todo un plan de remodelación: carreteras, viviendas e infraestructuras que habrían de introducir al país en la consabida modernidad. Como apunta Cristina Rivera Garza en su reciente libro Había mucha neblina o humo o no se qué, no se pueden entender el llamado milagro mexicano o la llegada del turismo al país sin construcciones como la Carretera Panamericana. Concebida como un eje que vertebra el país de norte a sur y que conecta México con todo el resto del continente, su desarrollo está ligado de forma directa a esa tan deseada transformación económica que permitiera a país abandonar el místico y empobrecido mundo rural. Toda ese cambio es analizado por Rivera Garza desde la figura de Juan Rulfo — que aparece más como excusa para trazar las propias ideas de la autora que como tema en sí — y, en particular, a partir de los textos del propio escritor mexicano. Rulfo vivió en su propio cuerpo ese cambio territorio, pues llegó a trabajar en la fábrica de llantas de Goodrich-Euzkadi, en la elaboración de guías turísticas, en la Comisión del Papaloapan y en el Instituto Indigenista; todos trabajos que, de una u otra manera, serán esenciales para entender los cambios sufridos por el país en aquel momento. Para ello, Rivera Garza compara la figura de Rulfo es con el Angelus Novus de Walter Benjamin, el Ángel de la Historia cuyo “rostro está vuelto hacia el pasado. Donde nosotros percibimos una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única que amontona ruina sobre ruina y la arroja a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado, pero desde el Paraíso sopla un huracán que se enreda en sus alas, y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras los escombros se elevan ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso.”

La preocupación de Rulfo en su obra será entonces, y de acuerdo a Rivera Garza, la de dar cuenta de ese mundo rural e indígena que desaparece bajo la avasalladora acción del progreso. Sus textos, por ello, no intentarán dar cuenta de la Historia (así, con mayúscula) de México, como sí hacía la literatura hasta entonces, sino que se va a centrar en contar la precaria vida de aquellos que han quedado excluidos de la misma. Esa es la razón de que en la obra del mexicano habiten seres fantasmales que se mueven en mundos completamente muertos. A ellos, nos parece decir, sólo les pertenece eso: los escombros del proceso, la nada.

Más allá de cualquier polémica que haya suscitado la publicación del libro, es cierto que la lectura de Rivera Garza permite establecer paralelismos con la propia contemporaneidad, que, para la escritora mexicana, pasa por establecer un acercamiento a la cultura indígena — por otra parte, uno de los temas que más le interesó a Juan Rulfo en textos y fotografías — así como a la explotación laboral y a la mala gestión de los recursos de la tierra existentes hoy en día. Con esa misma lectura, Irmgard Emmelhainz se aventura en un muy buen texto aparecido en e-flux hace poco — Fog or Smoke? Colonial Blindness and the Closure of Representation — con una lectura postcolonial y referida al cambio climático que haría aún vigente, y más allá de lo literario, una lectura de Juan Rulfo en su conjunto. En cualquier caso, la preocupación que puede abrir para nosotros, arquitectos, no es tan distante. Dado que el doble vinculo que proponen estas lecturas de la modernidad — de progreso y amenaza al mismo tiempo — aún puede establecerse como vigente y dado que las políticas e ideologías que se están construyendo hoy tienen repercusiones arquitectónicas y espaciales muy concretas en las que participa de forma directa el diseño, podemos pararnos a reflexionar sobre cómo las actuales políticas medioambientales, económicas y sociales dan forma a nuestro territorio, y establecer entonces si son justas o no, a fin de apuntar dónde se encuentran hoy los excluidos de la Historia.

El recientemente fallecido Mark Fisher, en una conversación que sostuvo con el pensador italiano Franco Bifo Berardi publicada en 2013 en la revistaFrieze, comenta reiteradamente que nos enfrentamos a la “lenta cancelación del futuro”, consecuencia de la expansión del neoliberalismo desde finales de la década de los 70 del siglo pasado. De igual manera, Marina Garcés apuntaba en el reciente MEXTRÓPOLI 2017, que el acceso al futuro es imposible, al menos a la vista de cómo el planeta que habitamos está siendo sobreexplotado y de cómo la desigualdad y la precariedad de la vida crece más y más cada día. Por tanto, todos nosotros corremos el riesgo de quedar fuera del tiempo. Ello puede derivar en un movimiento hedonista que hace del presente el único destino posible y en que las continuas descripciones de la Ciudad de México como un “nuevo Berlín” esquematizan esa línea de pensamiento: el futuro no importa, la vida ha de disfrutarse sólo en el ahora a través con buena comida, buena moda, buena música y buenas fiestas. Sin embargo, esta forma de ver las cosas no lleva a cambiar nada, suspende el problema, si no es que lo agrava. Sin acceso al futuro, estamos a un pequeño paso de caer presas de ese mundo muerto que ya había avanzado Rulfo.

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Frente a esa posibilidad, tanto Garcés como Bifo y Fisher se plantean cómo recuperar el control de nuestro futuro perdido: es necesario reorganizar la acción colectiva y la solidaridad política. Es decir, es necesario actuar, definir un nuevo marco de lo común y afectar directamente a las políticas que se están produciendo hoy en día. Con ciudades como las que vivimos, amenazadas por la contingencia ambiental, la falta de recursos básicos como el agua, la creciente desigualdad — como muestra El País con los muros que dividen y separan las zonas privilegiadas de las marginadas — o el problema de la exclusión social — o la expulsión, como afirma Saskia Sassen en uno de sus últimos libros —, nos situamos no sólo frente a un reto económico y político sino también arquitectónico y espacial, pues la forma y la arquitectura que hoy aparecen en nuestras ciudades no es sino la materialización de las visiones –con sus faltas y sus fallas– de determinadas políticas. Como sociedad en general, y como arquitectos en particular, nuestra obligación debe de pasar por crear proyectos que pongan en cuestión modelos ideológicos injustos que ya somos conscientes que no funcionan. Dicho de otro modo, frente a tanta estética hará falta más ética. Decidir qué modelo de futuro queremos es una decisión ideológica que se está tomando hoy en día, con o sin nosotros. De nosotros depende si queremos dirigirla en alguna línea política de cambio concreto o si, como muchas veces nos pasa, sólo nos preocuparemos por hacer diseños meramente estéticos, es decir, diseños que sólo suplan nuestro hedonismo presente y que nos alejen, como al Angelus Novus, irremediablemente lejos de los problemas.






El cargo La lenta cancelación del futuro apareció primero en Arquine.

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