Resultados de búsqueda para la etiqueta [Manuel Delgado ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Wed, 01 Nov 2023 15:50:44 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.3 La calle y el mal https://arquine.com/la-calle-y-el-mal/ Tue, 26 May 2020 13:57:44 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-calle-y-el-mal/ Poder ver la calle como un lugar para ser más que uno mismo, un verdadero afuera, más allá del bien y del mal.

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“Pero el Estado miente en todas las lenguas del bien y del mal; y diga lo que diga, miente —y posea lo que posea, lo ha robado.”

“Existe una vieja ilusión que se llama bien y mal. En torno a adivinos y astrólogos ha girado hasta ahora la rueda de esa ilusión.”

Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra

 

Sobre la moral se construye el bien y el mal, la ética sucumbe sus cimientos; su labor es confundir toda jerarquía de valor, difuminando toda altura de lo bueno sobre lo malo. La moral es una costumbre prevista, la ética es siempre inaugural, no de contenido sino de sentido.

En el jardín de la moral se poda y arranca la mal-eza para dejar crecer “lo bueno”. La ética es poner a cualquier planta del jardín en el mismo valor de existencia —más allá de su utilidad; sea ésta de consumo orgánico o estético. Cuando ponderamos algo sobre otra cosa, lo hacemos desde nuestra identidad, desde nuestra costumbre, defendiendo nuestro cerco, lo que nos define, nuestro yo. Rara vez nos enseñan a imaginar desde lo otro para ser más que uno mismo. 

En los valores del espacio, yace también la moral. Decimos a menudo —y de forma obvia—, que lo estrecho, oscuro y húmedo suele ser un mal espacio; que en cambio, lo amplio y luminoso, es un lugar bondadoso. Pero hay categorías morales en el espacio que no son tan fáciles de ver o defender. Una de ellas es la forma en que comprendemos cada vez más el afuera, la calle; ese lugar de tránsito, de trance. 

En variadas conferencias el antropólogo español Manuel Delgado ha dejado claro que, detrás de su reflexiones antropológicas en libros como: El espacio público como Ideología o La Ciudad Mentirosa,  está el análisis de narrativas religiosas renovadas, es decir, de morales institucionalizadas.

Cuando abandonamos, nos dice, “el presunto nido de verdad, que es el hogar —el adentro—, encontramos un escenario infernal, donde la actuación principal es la del demonio, y que la única instancia que nos puede proteger de él es el estado” 1

Toda concepción moderna de la calle parte de esta premisa; de que el afuera es un mal que debe ser redimido, salvado, controlado, transformado en triunfo, convertido en bien. Para eso, hacemos de los espacios oscuros y degradados lugares bien iluminados, reticulados, previsibles, vigilados, quitamos árboles para que los insectos del jardín de la moral no se guarden, escondan o propaguen. Que no exista sospechoso alguno, incluyendo todo caminante ocioso, todo andante sin destino definido. El espacio de afuera es hoy más que nunca solo un durante de lo productivo. No dura, no aglutina, no invita a la demora, a la contemplación, no nos convoca. 

¿Quién es el transeúnte? Pues el que yace en trance, el poseído, es decir, el que se abandona a condiciones que no puede o quiere controlar; que difumina su yo, que lo con-funde con lo otro y los otros. A eso, cuando somos también otros, Elias Cannetti lo denomina; la masa:

“La masa aparece donde antes no había nada (….) no reconoce casas, puertas o cerraduras” —es decir, confunde el adentro con el afuera—, y en su etapa más fecunda “todos los que pertenecen a ella quedan despojados de sus diferencias y se sienten como iguales, (…) En esta densidad, donde apenas hay huecos en entre ellos, donde un cuerpo se oprime contra otro, uno se encuentra tan cercano al otro como así mismo. Así se consigue un enorme alivio. En busca de este instante feliz, en que ninguno es más, ninguno mejor que otro, los seres humanos se convierten en masa.” 2

Para evitar que en la calle, en el afuera, surja el trance, la posesión, la pérdida de identidad, donde por un instante las personas olvidan su nombre para formar parte de otra cosa, el estado arguye —con su moral institucionalizada— que la calle debe ser regularizada, tranquilizada, vigilada, educada, pedagógica, manteniendo distancias, imponiendo ritmos, cadencias, sin lugar para la aglomeración, para la protesta, para cualquier tipo de conflicto. El edén en la tierra.

En la película: Paris, Texas del director Wim Wenders, el personaje principal es aparentemente poseído por un deseo incontrolable de caminar hasta el desfallecimiento. El nombre de la película ya es suficientemente sugerente: funde dos lugares y los vuelve uno solo, literalmente; un desierto sin identidad. 

En seres cuya posesión ocurre de forma individual, singular, como lo es el personaje de esta película,  también el estado y el sistema evita su propagación y crecimiento. Al respecto Consejo Nocturno nos dice:  

 “Nunca antes observamos tantos tránsitos recorriendo la totalidad de este mundo sin que surjan fugas, devenires y procesos de singularización. El turista metropolitano parte de lo mismo para llegar a lo mismo, no solo espacial sino temporalmente.” 3

Con todo esto, podemos decir que los cuerpos pueden ser entendidos y vividos de dos formas: cuerpos en todo momento localizados y mesurables, y cuerpos que; “no son ni están, sino que suceden; pertenecen no al orden de la estructura y de la función, sino del acontecimiento.” 4 El “orden” del sistema no puede reconocer fuera alguno. Todo es dentro. 

El tema es pertinente por lo que acontece. Cómo no ver que en la cúspide y el regreso de las masas —el estallido social en Chile, las caravanas migrantes de centroamericanos que recorren países enteros, las movilizaciones feministas en todo el mundo, las protestas incontrolables de Hong Kong aún con su más alta tecnología de control, y como todo esto comenzaba a verse como un bien necesario— un virus aparece para volver a colocar a la calle como el lugar del mal, ese lugar incontrolable, impredecible, de riesgo, de contagio, que nos obliga no solo a “guardar distancia con el otro, sino a medirla”, que nos invita a salir poco y de forma ordenada, previsible, básica, solo para lo esencial; vigilada, como ocurre en Guadalajara, con helicópteros que vocean desde el aire la contingencia en la que vivimos, y patrullas que repiten el mensaje desde la tierra, por si alguien llegase a olvidar nuestros tiempos. Dentro nos llega una misa, fuera está el exorcismo. 

Lo que ocurre ahora, nos dice el filósofo argentino Darío Sztajnszrajber desde su casa y frente al computador, es el regreso de instituciones que yacían dormidas. Despiertan los Estados Nación y la ciencia, y son de pronto héroes que pueden y deben tomar el control. Hay un retorno a las políticas intervencionistas, justificadas y apoyadas por el miedo, por lo que yace afuera; un mal incontrolable al que no debemos exponernos y del que el bien debe salvarnos eficazmente. Nos recuerda también que en el fondo todo orden es un acto de violencia. 

El filósofo francés Paul Ricoeur, en su libro Si mismo como otro, bien complementa la peligrosidad de esta obsesión purista entre el bien y el mal:

“La producción interrumpida de positividad tiene una consecuencia terrorífica (…) Cualquier estructura que acose, que expulse y exorcice sus elementos negativos corre el peligro de una catástrofe por reversión total, de la misma manera que cualquier cuerpo biológico que acose y elimine sus gérmenes, sus bacilos, sus parásitos, sus enemigos biológicos, corre el peligro de la metástasis y el cáncer, es decir, de una positividad devoradora de sus propias células, o el peligro viral de ser devorado por sus propios anticuerpos, ahora sin empleo”. 5

 

En el Jardín de la moral, el jardinero ha dispuesto que cortar para que el jardín siga siendo jardín y no prado, ni bosque. 

La ética se asfixia, el bien y el mal vuelven a ser aparentemente claros e institucionalizados. Se ha podado la maleza, la nueva normalidad ha de ser de cuerpos identificables, de rostros sin barba, con cubrebocas, sanitizados, desinfectados, con un afuera controlado; en temperatura y ritmo, en motivo, en cercanía, en aglomeración.  

No es que se ponga en juicio las medidas necesarias para salvar vidas, es lo pertinente de la situación para que el orden de la moral se instaure y vuelva a imponerse sobre la posibilidad de cualquier otra forma de vida, de sentido, de existencia, de masa, de transe, de ética. De poder ver la calle como un lugar para ser más que uno mismo, un verdadero afuera, más allá del bien y del mal.


Notas:

  1. DELGADO, Manuel, “La calle como espacio social”, Conferencia en la UNAM, 2016, recuperado de: https://www.youtube.com/watch?v=YSFokDMQHM4&t=6254s 
  1. CANNETTI, Elías, “Masa y poder”, Madrid, España; Alianza editorial, 2017.
  1. CONSEJO NOCTURNO, “Un habitar más fuerte que la metrópoli”, La Rioja, España: Pepitas Ed., 2018.
  1. DELGADO, Manuel, “El cuerpo como acaecer”, 2017, recuperado de: http://manueldelgadoruiz.blogspot.com/2012/06/el-cuerpo-como-acaecer-de-del-articulo.html
  1. RICOEUR, Paul, “Si mismo como otro”, Madrid, España, Siglo XX Editores, 2006.

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Murmullos de la ciudad https://arquine.com/murmullos-de-la-ciudad/ Wed, 13 Feb 2019 05:05:46 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/murmullos-de-la-ciudad/ Si en cualquier contexto es pertinente el énfasis en la dimensión acústica del hecho de estar juntos, como humanos, lo resulta todavía más cuando nos referimos a ambientes urbanos, en los cuales la exuberancia y la intensidad de los materiales sonoros nos podrían dar la impresión de que se ha producido un nivel ya ininteligible de saturación.

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Presentado por:

Una premisa para asumir de entrada: no oímos sonidos, sino silencios, o mejor dicho, pausas o intervalos vacíos que distan‑ cian entre sí los sonidos y nos permiten distinguirlos y asignarles naturaleza. Explicado de otro modo, no oímos sonidos, sino relaciones entre sonidos. Una forma como otra cualquiera de recordarnos hasta qué punto los sonidos —incluso aquellos que catalogamos como «ruidos»— se asocian entre sí y sólo pueden entenderse en tanto un código —inevitablemente cultural— que los ordena y jerarquiza, o hace caso omiso de ellos. Esto es así en varias circunstancias: ya sea que las percepciones acústicas correspondan a la comunicación entre personas o procedan de ese mundo que también nos habla, por mucho que no le queramos responder; o si se les atribuye o busca sentido, como si pertenecieran a ese pozo ciego al que van a parar las anomias sonoras, los parásitos, lo irrelevante; o si nos causan placer o bien nos resultan molestas, amenazantes o nos delatan; si vehiculan el fluido de las informaciones o lo obstruyen u obstaculizan.

En efecto, si en cualquier contexto es pertinente el énfasis en la dimensión acústica del hecho de estar juntos, como humanos, lo resulta todavía más cuando nos referimos a ambientes urbanos, en los cuales la exuberancia y la intensidad de los materiales sonoros nos podrían dar la impresión de que se ha producido un nivel ya ininteligible de saturación. Bien al contrario, es en las ciudades y en especial en sus calles donde más adecuadas se antojan las analogías sónicas, puesto que la ciudad constituye —evocando el título de una célebre película de Walter Ruttman—, una sinfonía.

Es ahí, en el trajín de la vida pública urbana donde parecería más importante asegurar las sintonías en la comunicación persona‑persona, amenazadas por todo tipo de distorsiones, y donde el concierto entre los seres humanos —es decir, la sociedad— resulta al tiempo más costoso y más creativo. Entonces se entiende que pocas figuras se presten mejor a la comparación con la ciudad que la selva o el bosque, no porque —como pretendería el más grosero de los darwinismos sociales— se desarrolle en ella una pugna despiadada por la supervivencia, sino porque las diferentes formas de vida presentes se ven obligadas al acuerdo —no despojado por fuerza de conflicto—, que es también acuerdo entre sonidos. No hay que olvidar que, en sus primeros pasos, la etnografía de la calle, cuando sólo existía en forma de intuiciones poéticas, entendió enseguida que ese tipo de escritura que estaba por hacer y que asumiría el objetivo de captar una vida social marcada por la inestabilidad y el movimiento, tendría que ser en buena medida una musicología, puesto que era en las ondulaciones sonoras irregulares de la vida en la calle y en sus accidentes donde se encontraba el núcleo más sorprendente e inasible de la experiencia urbana. Así, Charles Baudelaire podía escribir una carta a Arsène Houssaye, publicada en Mi corazón al desnudo, que decía:

¿Quién de vosotros no ha soñado, en sus días de ambición, el milagro de una prosa poética musical, sin ritmo, sin rima, tan flexible y dura a la vez como para poder adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño, a los sobresaltos de la conciencia? Es especialmente del contacto de las grandes ciudades y del crecimiento de sus innumerables relaciones que nace este obsesionante ideal. Usted mismo, mi querido amigo, ¿no ha intentado acaso traducir en una canción el estridente grito del vidriero y de expresar en una prosa lírica todas las desoladoras sugestiones que envía este grito a través de las más altas incertidumbres de la calle hasta las más recónditas buhardillas?

 

En un sentido parecido, escribiría Walter Benjamin a partir de su experiencia marsellesa, incluida por él mismo luego en sus Cuadros de un pensamiento:

Arriba en las calles desiertas del barrio portuario están tan juntos y tan sueltos como las mariposas en canteros cálidos. Cada paso ahuyenta una canción, una pelea, el chasquido de ropa secándose, el golpeteo de tablas, el lloriqueo de un bebé, el tintineo de baldes. Pero es necesario estar solo y errante en este lugar para poder perseguir estos sonidos con las redes de cazar mariposas cuando, tambaleantes, se disuelven revoloteando en el silencio. Porque en estos rincones abandonados todos los sonidos y las cosas tienen su silencio propio, así como la tarde en las alturas existe el silencio de los fallos, el silencio del hacha, el silencio de los grillos. Pero la caza es peligrosa y finalmente el perseguidor se desploma, cuando una piedra de afilar, como un enorme avispón, lo atraviesa con su aguijón silbante desde atrás.

 

El cine ha ilustrado también esa condición sónica de la vida urbana. Al poco de arrancar el cine sonoro, en 1932, Rouben Mamoulian dedicaba los primeros minutos de su Love me Tonight, a registrar el amanecer de una ciudad por medio de los sonidos elementales que indicaban su despertar. Recuérdese la secuencia de The Clock, una de las primeras películas de Vincente Minnelli (1945), en que Judy Garland y Robert Walker pasean por el Central Park de Nueva York de noche, luego de haberse conocido casualmente en una estación. En un momento dado el muchacho llama la atención sobre el silencio que parece reinar en el lugar. La protagonista le desmiente de inmediato y le invita a prestar atención a los sonidos urbanos que llegan desde lejos —los cláxones de los coches, las sirenas de los barcos, voces de gente a la distancia—, que se van configurando entre sí hasta transformase en una melo‑ día y en la señal que le indica a él que ha llegado el momento de un primer beso. Este mismo escrito reclama como título aquellos «murmullos en la ciudad» con que se presentó en español People Will Talk, una de las películas más desconocidas e interesantes de Joseph L. Mankiewicz (1951).

La idea de que una ciudad puede ser pensada en términos de una armonización sonora escondida ha sido recurrentemente explicitada. El reconocimiento de la presencia de una «melodía oculta» o un «bajo continuo» en el substrato de las motricidades cotidianas es estratégico para sustentar la viabilidad de una sonografía de los usos del espacio urbano, que consistiría en tratar de distinguir entre la actividad de hormiguero de las calles y de las plazas, la escritura a mano microscópica, desarrollo discursivo no menos «secreto», en apariencia confuso, que enuncian caminando los transeúntes, cuyas actividades motrices son variaciones sobre una misma pulsión rítmica de base.

De ahí también la lúcida intuición teórica —una vez más— de Henri Lefebvre, del ritmoanálisis, un concepto tomado de Bachelard que le servía para nombrar una metodología para el conocimiento del espacio social. El ritmoanálisis fue una propuesta de estudio de los grandes ritmos, interiores y sociales, objetivos y subjetivos, cósmicos y culturales que acompasaban la vida cotidiana, pero también de aquellos otros ritmos menores que la atravesaban, la agitaban. Se proponía estudiar las regularidades cíclicas —ondulaciones, vibraciones, retornos, rotaciones— y las interferencias o interacciones que sobre éstas ejercían ciertas linealidades, hechos particulares que irrumpían en lo cíclico, punteándolo, interrumpiéndolo. Ritmo, entendido como repetición en un movimiento diferencial y cualificado en el que se aprecia un contraste constante entre tiempos largos y breves, en el que se incluyen altos, silencios, huecos, intervalos o, por emplear el símil musical, alturas, frecuencias, vibraciones. La reproducción mecánica se ejecuta reproduciendo el instante que lo precede, reiniciando una y otra vez el proceso, con todas sus modificaciones, con su multiplicidad, con su pluralidad. Sucesiones temporales de elementos bien marcados, acentuados, contrastados, que mantienen entre sí una relación de oposición.

Ritmo, también como movimiento de conjunto que arrastra consigo todos esos elementos. El ritmo es entonces una construcción general del tiempo, del movimiento, del devenir, reproducción mecánica que reproduce el instante que lo precede, que reinicia una y otra vez el proceso, con todas sus modificaciones, con su multiplicidad, con su pluralidad. Condición inmanentemente rítmica de cualquier forma de vida animada y, a la vez, de la inflexión rítmica que los seres humanos imprimen a todas sus prácticas tempo-espaciales, más intensa si cabe en contextos urbanos. Y es que se ha repetido que la sociedad es comunicación, también sonora, un colosal e inagotable sistema de signos sónicos que, debido a que son signos, sólo pueden ser concebidos en y para el intercambio. Una parte inmensa y fundamental de eso que no hace sino circular y que vincula unos a otros y con el universo en que vivimos es sonido. Existe una materia sonora que no hace sino metabolizarse en vida social humana, puesto que sea cual sea su fuente de emisión, son los humanos quienes la con‑ vierten en sentido y estímulo para la acción.

La sociedad urbana suena, las ciudades suenan; uno puede reconocer la voz de un ser querido u odiado, pero también la voz, como si fuera la de esos seres vivientes que en realidad son, del mercado, del puerto, de la catedral o del prostíbulo. Podemos incluso oír las voces de lo que no está o de quien se ha ido, puesto que eso que llamamos memoria no es otra cosa que mera psicofonía y lo que se presenta como la Historia su institucionalización. Todo ese telón sonoro hecho de susurros, ecos, aulllidos, bramidos, chirridos y chillidos no es un ambiente, un paisaje o un contexto sensible que nos rodea pasivo, a la manera de un envoltorio; proceda de otros seres humanos o de las cosas con las que éstos dialogan, esa urdimbre de sonoridades da cuenta de nuestra existencia como seres que escuchan y son escuchados, que se demuestran unos a otros al hacerlo y que, como hacía decir Virginia Woolf a uno de los personajes de Las olas, «no somos gotas de lluvia que el viento seca. Provocamos el soplo en el jardín y el rugido en el bosque».

Esa inmensa complejidad sonora que forma la vida urbana es algo ajeno a lo que conciben los profesionales «especialistas» en ciudad, a quienes les preocupa ante todo la inteligibilidad de aquello que diseñan y administran. Lo que buscan obtener sus proyectos son ordenamientos que no sólo son formalizaciones o morfologías claras que aspiran a mantener a raya la amenaza que para su sueño de orden supone la complejidad de lo social, sino también discursos, enunciados no menos simples y simplificadores destinados no sólo a ser legibles, sino también a ser leídos en voz alta, repetidos a la manera de una salmodia ritual que no pudiera obtener más que repeticiones o un número restringido y mínimo de versiones. Esto es, el proyecto‑discurso se despliega en el tiempo y el espacio para ser pronunciado, para ser dicho y escuchado.

Esa palabra clara que el proyecto procura emitir ha de imponerse a lo que para el diseñador urbano o el político municipal no es sino un galimatías ilegible, sin significado, sin sentido —cuanto menos sin un sentido o un significado—, que no dice nada, puesto que es la suma de todas las voces lo que produce un rumor, a veces un clamor, que es un sonido incomprensible, que no puede ser traducido puesto que no es propiamente un orden de palabras, sino un ruido sin codificar, parecido a un gran zumbido. Una prueba más de que es posible intentar que la ciudad se pueda interpretar a la manera de un texto, pero es inútil reducir lo urbano a un único mensaje. La ciudad puede ser escuchada, estructurada a la manera de un lenguaje, en cambio, lo que se agita en su seno, lo urbano, provoca esa sonoridad lacustre antes referida, hecha de disoluciones y coagulaciones fugaces provocadas por un enjambre de sociabilidades minimalistas conectadas entre sí hasta el infinito, pero también constantemente interrumpidas de repente, a veces para desvanecerse para siempre. Lo que oyen los tecnócratas cuando se asoman o bajan a las calles es el runruneo que provoca la proliferación y el entrecruzamiento de relatos, y de relatos que, por lo demás, no pueden ser más que fragmentos de relatos, relatos permanentemente cortados y retomados en otro sitio, por otros interlocutores.

Polifonía de los pasajes y de los tránsitos, la sonoridad urbana es la que emite un torbellino que nunca descansa, sin significado, articulado de mil maneras distintas…, zumbido, silbido, alarido silencioso o clamoroso, que emite un cuerpo sólo huesos, carne, piel, musculatura, oquedad de piel azuzada por la intensidad de una pasión que lo atraviesa en todas direcciones y que no puede ser calmada. Lo que se escucha en las calles es la amalgama de vehículos, fragmentos de vida, miradas, accidentes, sor‑ presas, naufragios, deseos, complicidades, peligros, niños, huellas, risas, pájaros, ratas…, una especie de masa sonora apenas diferenciable que, en función de las horas del día, podría pasar de un murmullo apenas perceptible hecho de pequeñas erupciones sonoras, a un estruendo indescifrable, una barahúnda de señales de origen incierto y valor desconocido.


Este texto se publicó en el libro Habla Ciudad, con motivo de la primera edición del Festival de Arquitectura y Ciudad MEXTRÓPOLI. Aparta la fecha y acompáñanos a vivir la ciudad extraordinaria en su próxima edición que tendrá lugar del 9 al 12 de marzo de 2019. 

 

 

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La ciudad en murmullo https://arquine.com/la-ciudad-en-murmullo/ Sat, 14 Jul 2018 00:01:37 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-ciudad-en-murmullo/ La sociedad suena, las ciudades suenan; uno puede reconocer la voz de un ser querido u odiado, pero también la voz, como si fueran la de esos seres vivientes que en realidad son, del mercado, del puerto, de la catedral o del prostíbulo.

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(Publicado originalmente en el número 70 de la Revista Arquine)

Es interesante ver cómo han proliferado en los últimos tiempos todo tipo de ramas del saber y de la producción que se han presentado como audiovisuales, pero que han atendido siempre en exclusiva el campo de la imagen, mucho más que del sonido. Así, por ejemplo, existen todo tipo de ofertas académicas y de tendencias que, dejando atrás lo que fue el viejo cine etnográfico, fundamentan toda una subdisciplina llamada antropología visual. En cambio, no existe una antropología audial, de igual modo que —experimentos aislados aparte— no se puede decir que exista una ciencia social sónica, que realizase en el campo de la audición aquel apremio a una etnografía de las cualidades sensibles que apuntaba Lévi-Strauss en sus Mitológicas. Pero ello no implica que no se sea consciente del papel central que juega nuestro poner oído a lo que sucede de significativo a nuestro alrededor y que no se expresa sino mediante sonoridades, la cultura sonora ordinaria. Los ejemplos podrían tomarse de aquí y de allá, del arte y de la literatura, y también de la misma antropología, mucho más pensando en la fundamental dimensión sonora de la actividad urbana. Piénsese en la manera como Lluís Mallart, en la introducción de su libro sobre los evuzok de Camerún, menciona el ruido de las motocicletas de los adolescentes de su barrio, Sarrià, en Barcelona, como una suerte de venganza que se toman contra aquellos que les privaron del derecho a la calle cuando eran niños (Soy hijo de los evuzok. Ariel). Pero antes de tal constatación ya las fuentes estéticas eran numerosas. Recuérdese la secuencia de The Clock, una de las primeras películas de Vincente Minnelli (1945), en la que Judy Garland y Robert Walker pasean de noche por Central Park, en Nueva York, luego de haberse conocido casualmente en la Gran Central Station. El muchacho llama la atención sobre el silencio que parece reinar en el lugar. La protagonista le desmiente y le invita a prestar aten-ción a los sonidos urbanos que llegan desde lejos —los cláxones de los coches, las sirenas de los barcos, voces de gente distante—, que se van configurando entre sí hasta transformase en una melodía y en la señal que indica el momento de un primer beso. Al poco de arrancar el cine sonoro, en 1932, Rouben Mamoulian dedicaba los primeros minutos de su Love Me Tonight a registrar el amanecer de una ciudad a través de los sonidos elementales que indicaban su despertar. Son los “murmullos en la ciudad” con que se presentó en español People Will Talk, una de las películas más desconocidas e interesantes de Joseph L. Mankiewicz (1951). Recuérdese Brief Encounter, esa joya precoz de David Lean (1945), en esa escena en que Cecile Johnson, que ha visto partir a su amado y se ha quedado a solas con una impertinente amiga que ha aparecido en escena inoportunamente, parece escuchar la anodina perorata de ésta, cuando sólo tiene oídos para el silbido del tren en que Trevor Howard, él, se aleja. En un sentido parecido escribiría Walter Benjamin a partir de su experiencia marsellesa:

Arriba en las calles desiertas del barrio portuario están tan juntos y tan sueltos como las mariposas en canteros cálidos. Cada paso ahuyenta una canción, una pelea, el chasquido de ropa secándose, el golpeteo de tablas, el lloriqueo de un bebé, el tintineo de baldes. Pero es necesario estar solo y errante en este lugar para poder perseguir estos sonidos con las redes de cazar mariposas cuando, tambaleantes, se disuelven revoloteando en el silencio. Porque en estos rincones abandonados todos los sonidos y las cosas tienen su silencio propio, así como la tarde en las alturas existe el silencio de los fallos, el silencio del hacha, el silencio de los grillos. Pero la caza es peligrosa y finalmen-te el perseguidor se desploma, cuando una piedra de afilar, como un enorme avispón, lo atraviesa con su aguijón sil-bante desde atrás.*

En efecto —y Wim Wenders demostró que lo entendía muy bien, a través de ese sonidista que pasa su tiempo grabando ecos por las calles de Lisboa en Lisbon Story (1985)— si es pertinente en cualquier contexto, el énfasis en la dimensión acústica del estar juntos humano, resulta todavía más cuando nos referimos a ambientes urbanos, en los que la exuberancia y la intensidad de los materiales sonoros nos podrían dar la impresión de que se ha producido un nivel ya ininteligible de saturación. Bien, al contrario, es en las ciudades y en especial en sus calles donde más adecuadas se antojan las analogías sónicas, puesto que en verdad la ciudad constituye —como reconocía el título de una célebre película de Walter Ruttmann, Die Sinfonie der Großstadt (1927)— una sinfonía, dando pie a todo un género cinematográfico asociado a las primeras vanguardias que no en vano ha sido denominado sinfonías urbanas.

Es ahí, en el trajín de la vida pública urbana, donde parecería más importante asegurar las sintonías en la comunicación persona-persona y donde el concierto entre los seres humanos resulta al tiempo más costoso y más creativo. Lewis Mumford llegaba a esa misma conclusión en La cultura de las ciudades: “Mediante una orquestación compleja del tiempo y del espacio, y, asimismo, mediante la división social del trabajo, la vida en la ciudad adquiere el carácter de una sinfonía. Las aptitudes humanas especializadas y los instrumentos especializados producen resultados sonoros que ni en volumen ni en calidad podrían obtenerse empleando uno sólo de ellos”. La sociedad es acuerdo; también acuerdo entre sonidos. Virginia Woolf hace que Clarissa, la protagonista de La señora Dalloway, lo explicite, cruzando Victoria Street, al principio de la novela: “En los ojos de la gente, en el ir y venir y el ajetreo; en el griterío y el zumbido; los carruajes, los automóviles, los autobuses, los camiones, los hombres anuncio que arrastran los pies y se balancean; las bandas de viento; los órganos; en el triunfo, en el campanilleo y en el alto y extraño canto de un avión en lo alto, estaba lo que ella amaba: la vida, Londres, este instante de junio”. Aunque no son sólo las calles quienes generan sonoridades. Los mismos edi-ficios lo hacen: murmuran, gimen, debaten… Así lo notaba Paul Valéry cuando, en Eupalinos o el arquitecto, Fedro le dice a Sócrates, hablando de arquitectura a orillas del Ilysus: “¿No has observado, al pasearte por esta ciudad, que entre los edificios que la componen, algunos son mudos, los otros hablan y otros en fin, los más raros, cantan? No es su destino, ni siquiera su forma general lo que los anima o lo que los reduce al silencio. Eso depende del talento de su constructor, o bien del favor de las Musas.” No hay que olvidar que, en sus primeros pasos, la etnografía de la calle, cuando sólo existía bajo la forma de intuiciones poéticas, entendió enseguida que ese tipo de escritura que estaba por hacer y que asumiría el objetivo de captar una vida social marcada por la inestabilidad y el movimiento, tendría que ser en buena medida una musicología, puesto que era en las ondulaciones sonoras irregulares de la vida en la calle y en sus accidentes donde se encontraba el núcleo más sorprendente e inasible de la experiencia urbana. Así, Charles Baudelaire podía escribir a Arsene Houssaye, en una carta que recoge en Mi corazón al desnudo:

¿Quién de vosotros no ha soñado, en sus días de ambición, el milagro de una prosa poética musical, sin ritmo, sin rima, tan flexible y dura a la vez como para poder adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño, a los sobresaltos de la conciencia? Es especialmente el contacto de las grandes ciudades y del crecimiento de sus innumerables relaciones que nace este obsesionante ideal. Usted mismo, mi querido amigo, ¿no ha intentado acaso traducir en una canción el estridente grito del vidriero y de expresar en una prosa lírica todas las desoladoras sugestiones que envía este grito a través de las más altas incertidumbres de la calle hasta las más re-cónditas buhardillas?

En efecto, una ciudad podría ser pensada en términos de una armonización sonora escondida, algo parecido a una melodía oculta o un bajo continuo en el substrato de las motricidades cotidianas. Ello justificaría la viabilidad de una sonografía de los usos del espacio urbano, que consistiría en tratar de distinguir, entre la actividad de hormiguero de las calles y de las plazas, la escritura a mano microscópica, desarrollo discursivo no menos secreto, en murmullo, que enuncian caminando los transeúntes, cuyas actividades motrices son variaciones sobre una misma pulsión rítmica de base. De ahí la importancia de la labor del Centre de recherche sur l’espace sonore et l’environnement urbain (CRESSON) dependiente de la Ecole Nationale Supérieure d’Architecture de Grenoble, que ha ensayado una lectura cifrada de las secuencias funcionales y poéticas que protagonizan los simples paseantes, un trabajo que lleva a una suerte de pentagrama las calidades práctico-sensibles de los escenarios de la vida cotidiana. Un trabajo metódico e interdisciplinar, este que compromete a ingenieros de sonido, arquitectos, urbanistas, musicólogos, sociólogos, antropólogos…, centrados en el estudio de las marcas acústicas que definen espacios frecuentados o habitados, la codificación sonora de las interacciones humanas, el valor simbólico de los sonidos tanto emitidos como escuchados. Todo ello para generar una clasificación tipológica de los efectos sonoros que conoce un determinado entorno urbano: reverberaciones, máscaras, distorsión, emergencia, paréntesis, crepitación, muro, inmersión… Otro asunto al que el CRESSON ha prestado atención es el de cómo el con-trol sobre el espacio urbano no es tanto panóptico como pan-sónico, es decir, que se ejerce mediante sonidos que advierten de una desviación o una excepcionalidad: las sirenas, las alar-mas, las barreras sonoras de seguridad. No se olvide que los cuerpos transeúntes que se apropian de los espacios por los que circulan y que, al hacerlo, generan, son ante todo cuerpos rítmicos, en el sen-tido de que obedecen a un compás secreto y en cierta manera inaudible, parecido seguramente a ese tipo de intuición que permite bailar a los sordos y que, como los teóricos de la comunicación han puesto de manifiesto, está siempre presente en la interacción humana en forma de unos determinados “sonidos del silencio.

Para E. T. Hall, por ejemplo, las personas que interaccionan y que intentan ser mutuamente previsibles, “se mueven conjuntamente en una especie de danza, pero no son conscientes de sus movimientos sincrónicos y lo hacen sin música ni orquestación consciente” (Más allá de la cultura). No es tanto que el sonido pueda verse, sino que la visión puede recibir una pauta sutil de organización por la vía de lo auditivo. Ha sido una de las más destacadas formalizadoras
teóricas de la etnografía urbana, Colette Pétonnet, quien, al titular un texto suyo, se refería también a lo urbano como “el ruido sordo de un movimiento continuo” (en Chemins de la ville). Y es que se ha repetido que la sociedad es comuni-cación, un colosal e inagotable sistema de signos que, puesto que son signos, sólo pueden ser concebidos en y para el inter-cambio. Una parte inmensa y fundamental de eso que no hace sino circular y que nos liga unos a otros y con el universo en que vivimos es sonido. Existe una materia sonora que no hace sino metabolizarse en vida social humana, puesto que sea cual sea su fuente de emisión, son los humanos quienes la convier-ten en sentido y estímulo para la acción.

La sociedad suena, las ciudades suenan; uno puede reconocer la voz de un ser querido u odiado, pero también la voz, como si fueran la de esos seres vivientes que en realidad son, del mercado, del puerto, de la catedral o del prostíbulo. Podemos incluso oír las voces de lo que no está o de quien se ha ido, puesto que eso que llamamos memoria no es otra cosa que mera psicofonía y lo que se presenta como la Historia su institucionalización. Todo ese telón sonoro hecho de susurros, ecos, aulllidos, bramidos, chirridos y chillidos no es un ambiente, un paisaje o un contexto sensible que nos rodean pasivos a la manera de un envoltorio; procedan de otros seres humanos o de las cosas con las que estos dialogan, esa masa de sonoridades testimonia nuestra existencia como seres que escuchan y son escuchados.

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Otra vez : el espacio público https://arquine.com/otra-vez-el-espacio-publico/ Sat, 31 May 2014 14:45:53 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/otra-vez-el-espacio-publico/ El espacio público es ideológico; no hay un espacio público sino distintas maneras como se imagina y se ejerce lo público y que no se dan en un vacío —la plaza o el parque— sino que determinan la consistencia de esos mismos espacios.

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El pasado martes 27, como parte de la Feria de las Culturas Amigas, en el Zócalo, hubo un panel de discusión que David Ortega, de SEDUVI, me invitó a moderar. Participaron Rene Caro, de la Autoridad del Espacio Público, Claudio Sarmiento, de EmbarqMexico, Jesús López, de Somosmexas y Christian del Castillo, de Casa Vecina.

Sobre el espacio público se ha dicho bastante recientemente tras su supuesta desaparición a manos del espacio privado de los centros comerciales —o, quizás, más que muerte su migración a ese tipo de reserva artificial donde pudo sobrevivir, limitado y deformado, entre tiendas y puestos de comida rápida, disfrazado de lo que no era para seguir existiendo: viejo pueblo, paisaje exótico o promesa utópica— y más tras su regreso también como a hurtadillas a llenar, gracias a propuestas de rescate o intervención, sitios abandonados, infraestructuras en desuso o rincones residuales entre una vía de alta velocidad y otra. El espacio público es lo de hoy. Hace sentido ese interés cuando lo público, más allá del espacio que ocupa está en crisis o, tal vez, hace más sentido si pensamos que lo público no puede entenderse más allá del espacio que ocupa y que no se reduce a la plaza y al jardín, pues incluye las calles y las banquetas y también los lugares de lo público. El transporte, la educación, la salud, la información y la opinión públicas, ¿en qué espacios se dan y de qué manera transforman eso otro que entendemos, de manera genérica, como el espacio público?

El espacio público es de quien lo trabaja, dijo, provocador, Jesús López. Si suena a provocación es porque el espacio público lo trabajan, desde arriba, legisladores y autoridades, urbanistas, arquitectos y diseñadores o, desde abajo, aquellos quienes lo ocupan y lo usan: quienes caminan o se sientan en un parque o una plaza, pero también quienes venden en un puesto, más o menos fijo, o quienes trabajan organizando la manera como otros ocupan ese espacio —como los que apartan lugares y cuidan coches. Algunos dicen —o decimos, a veces— que no sólo usan del espacio público sino que abusan del mismo: no sólo se instalan ahí sino que impiden que otros usen de ese espacio que, dice el lugar común, es de todos o no es de nadie. Si no lo impiden lo regulan: no se puede uno sentar en los bancos de un puesto de quesadillas a descansar si no consume ni estacionar el coche en un lugar que ha sido resguardado por alguien sin pagarle el servicio. Pero también entonces abusa del espacio público la terraza del restaurante de moda o la empresa que controla los parquímetros. En este caso se trata de un [ab]uso regulado y controlado, también desde arriba, por la autoridad; en el primer caso, no es que no haya control ni regulación —sabemos que nadie se pone a vender o trabajar en la calle sin haber pagado su respectiva cuota a alguien o a muchos— sino que esa regulación es paralela a la oficial —lo que no quiere decir que le sea ajena.

Por tanto, las formas de [ab]usar el espacio público tiene que ver, por supuesto, con otras maneras como construimos lo público y con los mecanismos de inclusión o de exclusión que funcionan en cada caso. Tienen que ver, sobre todo, con la manera como imaginamos eso, lo público, y sus condiciones. Ya lo decía Manuel Delgado en su participación en un congreso organizado por Arquine: el espacio público es ideológico; no hay un espacio público sino distintas maneras como se imagina y se ejerce lo público y que no se dan en un vacío —la plaza o el parque— sino que determinan la consistencia de esos mismos espacios. Entre esas distintas maneras de imaginar lo público y sus espacios, entre esas diversas ideologías, hay alguna que termina dominando —provisionalmente, acaso. La de la comunidad que organiza una fiesta en su calle un día o la del gobierno que planea un desfile otro; a veces el partido de fútbol callejero y las garnachas de la esquina, otras la calle con terrazas para tomar un café leyendo el periódico. El trabajo de la gestión y el diseño del espacio público acaso no sea privilegiar uno de esos usos —lo que, según Delgado, generalmente sucede: se trata de un espacio administrado y definido por un grupo específico con una idea específica de cómo debe usarse— sino permitir su alternancia. Por cierto que el Zócalo mismo de la ciudad de México —donde se presentó la Feria de las Culturas Amigas y este debate— resulta perfecto ejemplo de ese conflicto o, más bien, ahora, de su negación: desde hace meses el gobierno de la ciudad ha preferido transformar esa plaza en escenario de ferias y conciertos populares en vez de arriesgarse a otras maneras del ejercicio de lo público.

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La protesta en el espacio del poder https://arquine.com/la-protesta-en-el-espacio-del-poder/ Mon, 07 Oct 2013 15:22:48 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-protesta-en-el-espacio-del-poder/ "Protestar” significa “declarar o proclamar un propósito” (según la RAE), se refiere a confesar públicamente la creencia en la cual alguien desea vivir. Es un acto libre, individual y por tanto un derecho que todo ciudadano tiene: el de expresarse. En las últimas semanas la ciudad de México ha sido escenario de intensas protestas con el fin de irrumpir el caos cotidiano de la capital metropolitana.

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“Protestar” significa “declarar o proclamar un propósito” (según la RAE), se refiere a confesar públicamente la creencia en la cual alguien desea vivir. Es un acto libre, individual y por tanto un derecho que todo ciudadano tiene: el de expresarse. En las últimas semanas la ciudad de México ha sido escenario de intensas protestas que han ocupado las primeras líneas de los más importantes diarios, se filtran en el discurso de la mayoría de los ciudadanos sin distinción alguna y ocupan los lugares más emblemáticos de la ciudad con el fin de irrumpir el caos cotidiano de la capital metropolitana. Los maestros –causantes de ésta protesta– y todos aquellos que se han sumado a la escena, parecen ser los protagonistas de la historia actual de la ciudad de México. El propósito de su protesta no será el tema de este texto y puede que haya perdido rating con el tiempo, los temas en cuestión giran más en torno a si se obstruye la libre circulación o si son expulsados violentamente del zócalo. La protesta parece haber activado en muchos la reflexión sobre un tema tácito y surge una pregunta que en principio sería retórica, pero que en nuestras democracias parece querer siempre encontrar respuesta: ¿de quien es el espacio público y quién tiene derechos sobre él? 

Según Manuel Delgado, antropólogo y conferencista del pasado Congreso Arquine —en el que la pregunta fue ¿de qué hablamos cuando hablamos de espacio?— el espacio público está de moda. Ese que está y siempre ha estado ahí afuera, el espacio de las calles y las plazas, no es el resultado de proyectos o determinadas morfologías, tampoco el producto de las operaciones que instituciones, dirigentes y creativos han puesto en práctica con el digno objetivo de recuperar o revalorizar aquellos lugares del territorio urbano y convertirlos en “lo que deben ser”. El espacio público es el lugar del conflicto, se nutre de él, del encuentro y las relaciones que sus usuarios/ocupantes ejercen en determinado tiempo. Su concepción como término es relativamente reciente y su caricaturización idílica, responde a una idea moderna de ciudad estratificada donde cada cual tiene su espacio, su jerarquía, su uso y su significado predeterminado.

Si la ciudad es el resultado de la decisión del hombre de vivir en comunidad —común unidad— el espacio ocupado por las mismas en principio es de carácter público. La discusión planteada por Carlos Bravo Regidor, Antonio Martínez Velázquez y Alejandro Hernández Gálvez en el programa del pasado lunes de #LaHoraArquine, pretendió cuestionar precisamente el papel de las protestas en la ciudad de México. Si el México democrático se entiende a partir del 2 de octubre de 1968, la protesta pública se entiende como un derecho de ocupación del espacio de la ciudad, un intento de exponer públicamente posiciones que debe ser respetado como un derecho ciudadano, sin que esto se convierta en la excusa para irrumpir en otros derechos o la represión a aquellos que decidan ejercerlo.

Lo que está claro es que declarar una posición públicamente está vinculado con un tema de poder y sin duda la ciudad es el escenario por excelencia de exhibición de poder. Manuel Delgado afirma que teóricos como Hannah Arendt, Jürgen Habermas o Reinhardt Kosselleck resaltan la noción del concepto de espacio público como idea-fuerza por encima de su trivial condición política-urbana. “Su uso fue, desde el principio, político y para hacer referencia a una esfera de coexistencia pacífica y armoniosa de lo heterogéneo, marco en que se podía esgrimir la evidencia de que lo que nos permite hacer sociedad es que nos ponemos de acuerdo en un conjunto de postulados programáticos en el seno de los cuales las diferencias se ven superadas, sin quedar olvidadas ni negadas del todo, sino definidas aparte, en ese otro escenario al que llamamos privado.”

El espacio público es un espacio de poder, un ámbito para ejercer encuentros y acuerdos entre individuos y colectividades, en el ideal de una sociedad culta y formada que en las democracias poseen igualdad de condiciones. Y “por supuesto que de ese marco ideal debía ser expulsado o no admitido cualquier cosa o ser que desmintiera o desacatara esa arcadia integradora en que debían convertirse las calles y plazas de una ciudad”.

EP

Imagen vía lainformacion.com






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Espacio público e ideología https://arquine.com/espacio-publico-como-ideologia/ Fri, 03 May 2013 01:05:07 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/espacio-publico-como-ideologia/ Conversación con el antropólogo catalán Manuel Delgado, galardonado con el Premio de Anagrama de Ensayo por su libro 'El animal público'.

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Manuel Delgado (Barcelona, 1956) es antropólogo y escritor catalán, licenciado en Historia del Arte y doctor en Antropología por la Universidad de Barcelona. Es miembro del grupo de investigación Etnografía de los Espacios Públicos del Instituto Catalán de Antropología. Fue galardonado con el Premio de Anagrama de Ensayo por su libro El animal público, en el que explica conceptos que se refieren a la sociedad y su organización, en torno a las relaciones socioespaciales.

IMG_1722_2 © La Maga | Israel Solórzano

En la práctica, el espacio público es una guarnición, en el sentido doble de la palabra, un acompañamiento que da lustre e imagen a una operación, una oferta de suelo, y por otra parte en el sentido militar, un acompañamiento que no únicamente embellece sino que protege porque el cuidado y la vigilancia a la que es objeto garantiza unos mínimos de seguridad. Si a eso le acompañas unas leyes adecuadas que se preocupen por la calidad del espacio público ya tenemos esa labor que es de precaución en orden de mantener alejados a indeseables que es de lo que se trata.

No hay una arquitectura del espacio pública. Los autores principales sobre ese concepto nunca hablan de un sitio. El espacio público es un espacio de encuentro y la discusión. No tiene que ver nada con las plazas, es una cosa distinta. Es como si de pronto, alguien ha dicho que ese espacio abstracto ha de ser la plaza. Como si de pronto se hubieran yuxtapuesto dos concepciones distintas, una de ellas . De pronto una se ha convertido en el soporte físico de la otra, con lo que de pronto ese espacio público ya no es lo que era sino lo que debe ser, a costa de lo que sea.

En todas las sociedades siempre existen espacios deregulados en los que cualquier orden social toma consciencia de su reversibilidad, de su fragilidad y en la que todo puede ser de otra manera. En toda sociedad existen siempre esos intersticios, y en la nuestra esos intersticios son aquellos que se desarrollan en la calle.

La representación del espacio en la práctica es pura ideología, es el espacio puramente conceptual, cuya naturaleza es que no existe, más que en los planos la maqueta y en la cabeza creativa de un arquitecto que puede especular con las formas y pensar que lo que va a hacer va a determinar los usos, las prácticas y los significados, cosa que nunca es así, las prácticas son las que definen en última instancia el significado de los sitios. Por desgracia, el espacio público como concepto y la forma tiene que ver con ese espacio representado, que solo existe en la representación y que se quiere imponer, sobre el espacio practicado y el vivido.

La última palabra acerca de para que sirve y que significa un determinado sitio la tiene el usuario, sus prácticas y apropiaciones que no pueden prever, que tienen que ver con la vida urbana. Ojalá fracase la pretensión de que aquello sea un espacio legible. Si es espacio urbano acabará siendo una maraña, imposible de leer e indeseable de leer, porque hay demasiados textos.

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El animal público https://arquine.com/el-animal-publico/ Tue, 05 Feb 2013 23:48:02 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/el-animal-publico/ Una ciudad sólo puede ponerse a la venta si se ha sido capaz de pacificarla antes, de demostrar que está dispuesta a someterse y obedecer. Los diseñadores de ciudad conciben formas, imponen jerarquías, distribuyen significados, determinan o creen determinar usos.

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Una ciudad sólo puede ponerse a la venta si se ha sido capaz de pacificarla antes, de demostrar que está dispuesta a someterse y obedecer. Para ello se dispuso ese nuevo artefacto categorial que es el espacio público, del que políticos y filósofos brindan la ideología y al servicio del cual, en orden a su reificación física como lugar, los diseñadores de ciudad conciben formas, imponen jerarquías, distribuyen significados, determinan o creen determinar usos. Pero, indiferente a teorías, planos y planes, a ras de suelo, afuera, mientras tanto, nada puede impedir que continúen multiplicándose los trasiegos y entrecruzamientos infinitos de cuerpos y miradas, el merodeo de las multitudes, la amenaza de lo inconstante, todo aquello que hasta no hace mucho nos atrevíamos a llamar sencillamente la calle

Manuel Delgado

Manuel Delgado (Barcelona, 1956), licenciado en Historia del Arte por la Universidad de Barcelona donde se doctoró en Antropología, realizó estudios de postgrado en la Section de Sciences Religieuses de l’École Pratique des Hautes Études, en la Universidad de la Sorbona de París. Es profesor titular de Antropología Religiosa en el Departamento de Antropología Social de la Universidad de Barcelona. Su itinerario intelectual es inabarcable, tanto en la actividad editorial como en el ámbito académico, la producción ensayística y la participación en múltiples foros y espacios de debate público. Presta su voz regularmente a programas de televisión y radio donde se ha distinguido como un brillante polemista sobre la vida en las ciudades. Ha intervenido en obras cinematográficas como el extraordinario documental «De nens (2003)» dirigido por Joaquim Jordá.

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Es autor de una ingente producción bibliográfica sobre diversas materias de estudio como la etnología religiosa, las formas de culto y chamanismo de la contemporaneidad, o la antropología de las ciudades. La publicación y el éxito editorial de sus principales trabajos sobre la ciudad: «El animal público. Hacia una antropología de los espacios urbanos (1999)»; «Sociedades movedizas. Hacia una antropología de las calles (2007)»;  «La ciudad mentirosa. Fraude y miseria del “Modelo Barcelona” (2007)»; y «El espacio urbano como ideología (2011)», han reanimado los debates sobre la ciudad, señalando la problemática relación entre las denominadas “cultura urbana» y «cultura urbanística».

Reivindicando figuras tan centrales y en algunos casos tan desplazadas de los debates actuales, como Henri Lefebvre, Jane Jacobs, Erving Goffman, y Gabriel Tarde entre muchos otros, Manuel Delgado ha desarrollado importantes ideas sobre la ciudad que se dirigen hacia la afirmación de lo urbano como producción colectiva. En este sentido el diseño material, la gestión, la regulación y la administración del espacio que son, en los repartos de atribuciones más consensuados, las labores que se delegan a las prácticas urbanísticas y a la arquitectura, serían para Delgado un intento imposible de hacer legible una realidad asintáctica compuesta de multiplicidades entrecruzadas que se encuentran en lo que llamamos el espacio público (o utilizando un término más próximo a su pensamiento, la calle), habitado por “el animal urbano”.

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Deudor de una noción crítica de la arquitectura que subordina y localiza las actividades de arquitectos y urbanistas en la materialidad y la estabilidad cristalizada de sus artefactos, próxima al pensamiento de Lefebvre y a su idea de “ilusión urbanística” y muy cercana también a la lectura de Richard Sennett, que les atribuye una carga ética de tradición protestante, este enfoque entiende la ciudad como una entidad incoherente, inestable, ilegible y enormemente compleja. De tal manera que lo urbano, que sería entonces el lugar del conflicto, de la desobediencia y de la resistencia, de la intensidad y la vitalidad social, de la diversidad y de lo excesivo, se vería, para Delgado, permanentemente intervenido y contestado por las prácticas urbanizadoras cuyo “mandato”, por otro lado irrealizable, consistiría en inventariar, pacificar, organizar, reticular, racionalizar, clarificar y desconflictivizar la vida urbana.

Manuel Delgado mantiene también una constante e incansable presencia en la red a través de su imprescindible blog “El cor de les aparences” que reúne múltiples aspectos de su actividad intelectual relacionados con la actualidad política, la vida cotidiana y la dedicación académica.

*El Congreso Arquine No.14 pregunta ¿de qué hablamos cuando hablamos de espacio? para explorar las distintas acepciones de su significado, aristas multidisciplinares para redimir el valor de cada una de éstas y así develar las Especies de espacios.

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