Resultados de búsqueda para la etiqueta [Literatura ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Mon, 29 Jan 2024 16:37:22 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Conversación sobre libros y arquitectura https://arquine.com/hora_arquine/conversacion-sobre-libros-y-arquitectura/ Mon, 22 Jan 2024 19:13:22 +0000 https://arquine.com/?post_type=hora_arquine&p=87033 #LaHoraArquine conversará con Alfonso Fierro y Alejandro Hernández Gálvez sobre los 100 años de “Hacia una arquitectura” de Le Corbusier. ¡Te esperamos!

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#LaHoraArquine conversará con Alfonso Fierro y Alejandro Hernández Gálvez sobre los 100 años de “Hacia una arquitectura” de Le Corbusier. ¡Te esperamos!

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Conversación con Florian Strob: la Bauhaus y la literatura https://arquine.com/conversacion-con-florian-strob-la-bauhaus-y-la-literatura/ Mon, 24 Jan 2022 15:30:23 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/conversacion-con-florian-strob-la-bauhaus-y-la-literatura/ A lo largo de toda la modernidad podemos encontrar grandes trabajos teóricos sobre arquitectura o diseño. Se podría decir que el éxito de una parte de la arquitectura moderna se debe a que sus exponentes eran buenos comunicándose con el gran público fuera de la disciplina, y eran conscientes de ello. Una de mis citas favoritas sobre la importancia de escribir sobre arquitectura es de Adolf Loos: “Yo no necesito dibujar mis proyectos. Una buena arquitectura que deba ser construida puede ser escrita. El Partenón puede ser escrito.”

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Florian Strob es investigador asociado en la directiva de la Bauhaus Dessau Foundation desde 2018. Como comisario, fue el responsable de la exposición “Bauhaus Buildings and the Masters’ Houses” durante su centenario en 2019 y de la conferencia internacional “Collecting Bauhaus”. Desde 2019 dirige y comisaria el programa de residencias de la Bauhaus. Estudió Literatura Alemana e Historia Moderna en Bonn y Oxford, y Arquitectura en la Escuela Técnica de Berlín. En 2013 recibió el título de doctor de la Universidad de Oxford.  Ha publicado numerosos libros y artículos sobre literatura moderna y arquitectura. Su investigación se enfoca en la interrelación entre literatura y arquitectura.

 

Carlos Lanuza: ¿Podemos empezar hablando sobre tu formación profesional?

Florian Strob: Siempre había querido estudiar arquitectura, pero cuando terminé la secundaria todo el mundo me decía que no lo hiciera porque no había trabajo. Como sabes todo es muy cíclico en este sector y depende del momento económico; además coincidió con que no había más plazas para arquitectura cuando terminé el servicio militar. Entonces decidí estudiar Literatura e Historia en Bonn, y me fue bien, lo disfruté mucho. Luego tuve la oportunidad de estudiar un master en Oxford, y me quedé haciendo el doctorado. Cuando terminé mi doctorado aún era relativamente joven, y pensé que si realmente quería estudiar arquitectura lo tenía que hacer en ese momento. Al principio pensé sólo hacer un semestre y luego volver a mis estudios literarios, dar clases, preparar mi tesis para publicar, etc., pero después de dos días estudiando arquitectura me obsesioné por la carrera, por no decir que me volví adicto a ella, y seguí hasta que conseguí la licenciatura en Berlín. Tuve la suerte de estudiar con un magnífico profesor con quien publicamos un libro, y que me condujo hasta donde estoy ahora. Cuando terminé Arquitectura, lo hice con una tesis sobre teoría, intentando combinar los dos campos en los que estoy interesado, estudios literarios y  arquitectura.

CL: Hablando un poco sobre esta relación entre literatura y arquitectura, ¿qué piensas sobre el discurso general en torno a la arquitectura, específicamente cuando hablamos sobre cómo se escribe sobre arquitectura?

FS: Cuando llegué a la Fundación me sorprendió mucho el hecho de que todavía no se hubiese recopilado la producción escrita de la Bauhaus. Muchos arquitectos y artistas que pasaron por la escuela dedicaron su vida a escribir mucho. Gropius, por ejemplo, fue más escritor que arquitecto, publicó muchísimo y dio muchas conferencias; lo mismo pasa con Hilberseimer. A lo largo de toda la modernidad podemos encontrar grandes trabajos teóricos sobre arquitectura o diseño. Se podría decir que el éxito de una parte de la arquitectura moderna se debe a que sus exponentes eran buenos comunicándose con el gran público fuera de la disciplina, y eran conscientes de ello. Como Le Corbusier, por ejemplo.

Respondiendo más específicamente a tu pregunta, creo que en arquitectura la producción escrita se tiende a ignorar, y esto pasa con la modernidad, pero también con la producción contemporánea, y creo que es muy importante cambiar eso. Hay que enseñarle a los arquitectos lo importante que es la producción escrita, el cómo se cuentan las cosas dentro y alrededor de la arquitectura. Una de mis citas favoritas sobre la importancia de escribir sobre arquitectura es de Adolf Loos: “Yo no necesito dibujar mis proyectos. Una buena arquitectura que deba ser construida puede ser escrita. El Partenón puede ser escrito.”

 

Gropius House // Fictional. © Stiftung Bauhaus Dessau; Foto: Yvonne Tenschert.

 

CL: En general, el discurso en arquitectura es repetitivo, se usan los mismos conceptos, las mismas ideas, las mismas maneras de expresar esas ideas.

FS: Hay muy pocos arquitectos que destaquen, claro que esto es probablemente aplicable para cada período. Siempre hay un discurso general en torno a la disciplina y todos formamos parte de él. Creo que se podría hacer una gran diferencia si las escuelas de arquitectura también enseñaran sobre la importancia que tiene la producción escrita, porque creo que escribir es uno más de tantos métodos que los arquitectos necesitan conocer, es como dibujar. La arquitectura tiene múltiples y diversos medios de expresión, y escribir es uno más. Desafortunadamente, esto suele pasarse por alto, incluso cuando analizamos los mismos medios dentro de la disciplina. Estoy convencido de que si queremos cambiar la disciplina en reacción al cambio climático, a la escasez de recursos, etc., tendremos que encontrar nuevos relatos sobre cómo queremos vivir y construir, y necesitamos nuevas maneras de contar estos relatos. Con la gran escritora estadounidense Joan Didion podríamos llevar esto al extremo: “Nos contamos historias a nosotros mismos para poder vivir.” ¿Qué historias cuenta la arquitectura para que nosotros vivamos?

CL: ¿Qué se debería enseñar en las escuelas de arquitectura? ¿Cómo podríamos encontrar nuevas maneras de expresar lo que hacemos y cómo lo hacemos?

FS:  Creo que, así como en Literatura, primero deberíamos leer mucho, pero hacerlo en un espacio donde seamos capaces de hablar sobre la escritura y poder reflexionar sobre ello. Esto no sólo es inexistente o nulo en las escuelas, también falta en la práctica. Estos espacios tampoco existen, no hay tiempo para leer o para escribir. Esa fue una de las razones por las que en el programa de residencias de la Fundación se nos ocurrió incluir un instituto dedicado a la escritura –Literaturhaus–, para hacer un programa co-comisariado para promover discursos transdisciplinares. La idea es que un artista visual y un escritor trabajen juntos en una sola exposición, en un único espacio para proponer un determinado discurso. Se deben crear estas oportunidades para que diferentes disciplinas puedan converger, porque en la vida cotidiana es muy difícil que pase de manera espontánea.

Gropius House // Fictional. © Stiftung Bauhaus Dessau; Foto: Yvonne Tenschert.

 

CL: ¿Qué buscas en la gente cuando seleccionas a los candidatos para las residencias?

FS: Siempre invitamos a gente que pertenezca a las diferentes disciplinas que encontramos en la Bauhaus histórica: arquitectura, diseño, etc. La Fundación escoge ciertos temas para los programas, por ejemplo este año son las infraestructuras. Dentro de esta disciplina buscamos gente que haya trabajado sobre estos temas y vemos maneras en que éstos se puedan relacionar con la Bauhaus.

CL: ¿Qué crees que se debería de hacer para ensanchar el foco sobre el discurso arquitectónico para que sea más atractivo para el gran público?

FS: Primero que nada, diría que idealmente debería de haber una formación sobre arquitectura en los colegios. Si uno quiere llegar al gran público probablemente tendríamos que salir de las escuelas de arquitectura y abrir el discurso a todo el mundo, pero también darle las herramientas a la gente para que pueda participar en este debate en particular. Esto puede ser un poco controvertido, pero creo que si pones a los arquitectos en el foco y les pides que escriban algo sobre su práctica o sobre arquitectura —y no son necesariamente teóricos—, escribirán algo con un vocabulario teórico muy abstracto. Incluso, a veces, toman conceptos de la filosofía y se apropian de ellos para usarlos en el discurso arquitectónico. Además, no usan estos conceptos de la manera como fueron pensados en sus disciplinas originales, esto hace que el discurso se vuelva muy cerrado, y por lo tanto difícil para participar. Hay grandes trabajos literarios que cuentan historias sobre el espacio y arquitectura y cómo lo percibimos, haciendo que el discurso sea mucho más accesible. La gente desarrolla más vínculos a través de estos procedimientos, y esto me lleva de nuevo a lo que hablamos anteriormente sobre el discurso transdisciplinar en el que las disciplinas se retroalimentan.

 

Gropius House // Fictional. © Stiftung Bauhaus Dessau; Foto: Florian Strob

 


*Esta conversación se llevó a cabo durante Concéntrico, Festival Internacional de Arquitectura y Diseño de Logroño 2021.

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Sobrevivir al pánico https://arquine.com/sobrevivir-al-panico/ Wed, 13 Oct 2021 06:28:14 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/sobrevivir-al-panico/ Con "Pánico o peligro" María Luisa Puga hace el mejor libro sobre la Ciudad de México en el siglo XX y lo hace desde el ser mujer. Nos habla a nosotras, a las mexicanas escondidas en el miedo, la angustia y el anonimato.

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Trabajo Hacienda-Susana.

 

I. El mejor libro

“Ésta es mi historia, que conste.

En este México tan grande y tan posible para todos.”

María Luisa Puga

 

Aunque es difícil escribir sobre un libro que abarca tantas historias e imágenes, empezaré diciendo sin temor que me parece que Pánico o peligro está desvalorizado y que es el mejor libro sobre la ciudad de México, sobre México y que aunque este texto pareciera abordar muchos detalles, no conseguiría arruinar la sorpresa de la historia, porque la novela es muy extensa y compleja y esto es sólo una fracción pequeñita, algunos temas que me parecen importantes hablar (no será en orden cronológico). Puedo decir que después de leer Pánico o peligro, María Luisa Puga se ha vuelto una de mis escritoras favoritas.

Susana, Lourdes, Socorro y Lola son cuatro amigas que viven en la colonia Roma y sus alrededores. Es desde ellas, desde su amistad y la voz en primera persona de Susana que las acompañamos en el crecimiento de sus vidas y a la par, de la Ciudad  de México a mitades de los años 60.

Susana (nuestra narradora) dice que no puede recordar o ver algo, que no sabe describirlo porque las cosas le “suceden”. Que tampoco puede imaginarse escribiendo o contando cosas en orden cronológico, que lo hará de manera desordenada, como la ciudad. Muchas mujeres se han sentido así, “incapaces” de sostener imágenes, de planear o imaginar, muchas se han sentido transeúntes a la deriva.

Pánico o peligro se desarrolla en 12 capítulos, 12 cuadernos que se van entrelazando. Esta novela nos sumerge y pasea. Puga crea imágenes poderosas que después coloca de manera intencional para ir tejiendo y conectando. Sí, se habla del pánico, pero también se habla de rabia y miedo, de miedo al mundo exterior.  Puga elige cuándo contarnos cosas desde la magia, cuando esconderse, y cuando mostrarse tal cual en un unísono.

Puga habla sobre el ser escritora. Nos lo pone de frente, sin preguntarnos, sin esconder. Susana dice que escribe para entender. Las mujeres escribimos para entender el mundo.

María Luisa Puga hace el mejor libro sobre la Ciudad de México en el siglo XX y lo hace desde el ser mujer. Nos habla a nosotras, a las mexicanas escondidas en el miedo, la angustia y el anonimato.

“Una cosa es desaparecer, otra es morir.”

 

Posible vista de la calle de Susana, Lourdes, Claude, Nápoles.

 

Plaza Río de Janeiro.

 

II. Ser una en el espacio

“Éramos él, ella y yo y los tres bien distintos. Tantos años en el mismo apartamento que me acostumbré a que cerradura quisiera decir eso que yo veía todos los días.”

El libro comienza con el retrato familiar, con la casa, con un edificio en la calle de Jalapa, con unos padres amorosos y una hija única ensimismada, que no sabía que era feliz —o sí, pero no hacía falta nombrarlo— y no importaba porque vivía tranquila. Tenía amigas, “Las inseparables” y conocemos las casas y los barrios de cada una. El problema con el que Susana se confronta es que vive demasiado en su mundo interior; le cuesta relacionarse con la gente, tanto, que todo mundo lo nota y se gana el ser llamada “pasmada”. A Susana se le exige que vea hacia afuera, hacia la calle, la vida pública, que conecte con la vida, que despierte. Esa exigencia provoca en ella un miedo, asfixia, que se convierte en sombra y casi en personaje. Ese miedo recorre el espacio doméstico, invadiendo la calle y conteniéndose en sus relaciones con las personas.

“Ya te habrás dado cuenta: yo le tenía un miedo bárbaro a los cambios. Hacía hasta lo imposible para que no sucedieran.”

Puga nos sumerge en este inagotable pleito con el mundo exterior, con el afuera y con la creatividad. Susana tonta, Susana pasmada. ¿No es “rarísimo” que se crea tonta y pasmada, si es capaz de retratarnos de una manera tan impecable la vida?

“Supongo que hace diez años no era otra cosa que joven. A lo mejor no tan fea, pero nada especial. Una mexicana más. Lo más probable es que mal vestida, con una expresión entre temerosa e ilusionada. Colgada del brazo de mi madre (aunque no se sabía quién sostenía a quién). Pero muy distinta, eso sí, a las jovencitas de cuerpo espigado y pelo suelto que ves tan a menudo en las asambleas del partido. Sin esa facilidad para cruzar anfiteatros con paso seguro. Creo que yo me quería esconder, ser anónima, ver, más que ser vista. No sé por qué los espacios abiertos me intimidaban. ”

“Una cosa es escribir como lo hace Lourdes, y otra lo que estoy haciendo yo. ”

 

Posible casa de Lourdes, Susana y Claude, Nápoles.

 

En el cuaderno–capítulo 9, Maria Luisa Puga nos confronta con una especie de monólogo a través de Susana. Un monólogo en el que habla de la escritura y del proceso creativo. Es en ese capítulo en el que por primera vez nuestra protagonista se reconoce como creadora. En ocasiones anteriores, Puga parece sostener una postura diferente respecto al ser escritora y lo refleja en Lourdes, la amiga intelectual, “la que sí quiere escribir.”

La escritura de Lourdes es mencionada como una señal de inestabilidad, un síndrome de ansiedad, una intensidad. Lourdes no es retratada de una forma caricaturezca, sin embargo, puede ser interpretación de los lectores polarizar la personalidad de la mujer intelectual. Es bien sabido que las mujeres decididas casi siempre son consideradas intensas, autoritarias y locas. Lourdes muchas veces es la encarnación de ese estereotipo de género. No es casualidad que Lourdes pueda ser interpretada de esta manera, pero no alguno de los exnovios de Susana, incluso, no la misma pareja de Lourdes. Los matices en las personajas están ahí, en el libro escrito por María Luisa Puga, sólo que no son mencionados. Es muy respetable la intensidad, creatividad e individualidad de cada una de ellas y hay que decirlo.

“Me quiere cambiar, decía, entre rencorosa y admirada. De ser yo, quiere que pase a ser suya. Lo decía con pánico, el mismo que yo sentía a ratos, sobre todo cuando me daba cuenta de que mi silencio aumentaba.”

 

 

Posible casa de Socorro, calle Ixtlán.

 

III. Vivir la ciudad

“Trataba a veces de imaginar a la gente en sus casas. Cómo salía la señora de las quesadillas para venirse a la esquina. Para mí ellos vivían en la ciudad, no en una casa ni en un edificio, sino en la calle. La de las quesadillas, que yo me acuerde, siempre estuvo ahí. Vivir en otras ciudades debe ser rarísimo. Creo que yo aquí he sentido todo lo que soy capaz de sentir, pero no sé.”

“Para mí, Insurgentes es la faz de la ciudad de México.”

Confrontar el pánico, nombrarlo, decirlo y vivirlo es también confrontar, nombrar y vivir las desigualdades espaciales, ya sea en el espacio público o privado. Susana nos da muchísimos recorridos a través de la Ciudad de México. Transita insurgentes de centro a sur, toma pesero, autobús, camina, corre, se pierde, pide indicaciones, voltea a ver a los ojos la pobreza, observa a las personas de clase alta, recuerda el cansancio de tener que trabajar y siente miedo a que le pase algo cuando se da cuenta que México (y en general el mundo exterior) puede ser un lugar peligroso, un lugar en el que es fácil desaparecer gente.Nos arroja una serie de imágenes que conforman historias reales e historias ficticias que se van interseccionando con la ciudad. Edificios que ya sólo existen en los recuerdos, departamentos con ventanas amplias, casas sucias, en fin, una serie de imágenes llenas de carga política y espacial.

Todo espacio es contado desde la diferencia de género, es decir, desde el “sentirse ajena” de Susana. Este es de los pocos libros (si no es que el único) en el que se habla de la Ciudad de México desde la perspectiva de una mujer que vive en el siglo XX, con todos los cambios socioculturales y económicos pasándole enfrente.

“Hablaban mucho de México, los problemas, las soluciones.”

Pero, ¿Quiénes van a hablar de México? Claro que ellos. Ellos siempre hablan de México, de Este país, de Esta Ciudad, de Esta política y Esta gente. Nosotras no. Nosotras aprendemos a recorrer al ciudad a través de los ojos de ellos.

Pánico o peligro va más allá del espacio y la ciudad física, más allá de las ideas feministas y más allá de los movimientos sociales. Puga combina y complejiza todos esos fragmentos de una manera magistral y bien cuidada, a veces parece que nos fastidia con su deseo de mimetizarse con el enamoramiento de algún personaje que representa el cambio social y la revolución de todas las clases con la intelectualidad, otras nos llena del sentimiento de angustia por vivir con desconocimiento, pero otras es feliz con los detalles cotidianos, con su ventana, con su rincón y el espacio que comparte con sus padres y sus amigas.

 

Posible vista de la calle de Socorro, Narvarte.

 

“Que es fea la ciudad de México, dice mucha gente. Que es salvaje y dura. Supongo que yo caminaba en medio de todo eso viendo solamente el pedacito de realidad que conocía y que muy lentamente estaba ampliando. Es tan desordenado Insurgentes cuando lo recorres a pie. Pero me gustaba salir de esas calles de la colonia del Valle y meterme en el ruido. ”

“Se podría decir que toda mi vida ha transcurrido a lo largo de Insurgentes, fíjate, y que mi objetivo ha sido acercarme a mi sitio de trabajo a lo mejor. Es larga la avenida Insurgentes. ¿No dicen que es la más larga de toda la ciudad? Y en sus bordes, más o menos he visto crecer toda clase de ideas descabelladas, incomprensibles, falsas. He descubierto las formas más feroces de resistencia o los casos de fracaso más patéticos. A lo largo de una calle tan larga tienes tiempo de oír todo lo escuchable; recorrerla y salir por el otro extremo, dejándola atrás como se deja cualquier recurso usado para pasar el tiempo”.

 

La calle en que vivía Susana con sus papás.

 

IV. Hablar desde un nosotras

“Sospecho que para Lourdes siempre fuimos las cuatro, así, en grupo (…). Las cuatro indivisibles, y todas distintas.”

María Luisa Puga nos muestra a mujeres de carne y hueso vinculándose con otras mujeres. Mujeres que se conocen, se reconocen y se ven a los ojos entre ellas, que construyen puentes y lenguajes. No estamos hablando del fetiche de algún hombre, la imagen feminizada, de un sesgo, de un blanco y negro, mujer de casa y mujer de calle. Prueba de ello es la relación que construyen Lourdes y Susana y por el contrario, la ausencia de lenguaje en la madre de Susana. Parece ser que además de los espacios, uno de los temas medulares de Pánico o peligro es el lenguaje.

“Éramos Lourdes y yo. Hablando las dos como en una avalancha, desde una necesidad profunda, imprevista, de hablar de nosotras, de nuestra vida, de lo pasado.”

Las cuatro protagonistas logran atravesar la barrera ocasionada por la heterosexualidad obligatoria en los vínculos de mujeres, logran verse como seres humanos con todos los matices, cicatrices, talentos y pese a todo, con todo el cariño y la rabia.

Aquí la dicotomía: vivir pasmadas frente a la realidad que se nos ofrece o confrontar, vivir y construir a pesar del peligro.

“Lola andaba siempre tratando de que lo único que pasara fuera que nos dijéramos cuánto nos queríamos.”

A mi parecer, el contexto político que atravesaba México y el paisaje de la ciudad son el pretexto para hablar desde un nosotras posible, también, el pretexto para conocer la historia de Puga y su encuentro con la escritura.

Que viva María Luisa Puga y que viva imaginar futuros posibles.

 

Otra vista a la calle del trabajo de Susana.

 

V. Bonus: Postales

 

28 de septiembre 2021, Ciudad de México

Escribo esto para ti, porque desde que empecé a leer Pánico o peligro, pensé en ti.

No sólo pensé en ti, me dieron ganas de hablar contigo durante todo el momento de la lectura. Quisiera hablar contigo a manera de carta, de postal, de paloma mensajera. Cuando la imagen de la postal aparecía en mi cabeza, me topaba con pared (pero bueno, lo intenté, ya verás)…

¿Qué pasajes de la ciudad puedo citarte que no hayas ya visto tú?

 

L, ¿Qué forma tienen tus recuerdos?

 

25 de septiembre 2021, Ciudad de México

“Fíjate, mi primera relación y ya me instalé de lleno en la culpa. Desde ese momento, la relación que duró como un año, fue una incomodidad angustiosa”.

¿Qué cosas puedo contarte de mí que ya no sepas?

La angustia, la culpa, el pánico, el miedo.

Me hablas mucho sobre la culpa últimamente.

Me dices mucho “libérate de la culpa”.

Pero tú no sabes cuál es la culpa con la que cargo.

Mira, este fragmento me recuerda mucho a mi infancia en Hidalgo, a mi madre, a lo que sentía cuando pisaba la calle:

“Me acuerdo de una sensación de pánico que comenzó desde que íbamos en el coche de Claude y que duró hasta no sé qué día, pero casi el final del viaje. Era como un puntito que se apretaba dentro de mí. Ahora que lo pienso me digo: qué barbaridad no haber salido antes de la ciudad, pero más barbaridad salir si no habíamos salido nunca antes. Sólo con el trayecto hasta la estación, qué lejos iba quedando todo. Cómo me daba tristeza ver gente caminando por la calle: se veían envueltos de ciudad, protegidos. Mi madre no hacía un gesto, un ruido. Iba en un silencio apretado”.

Yo sé que me ves así, como una mexicana más.

Tímida, insegura, que carga con “culpa”, triste,

pero que se ilusiona demasiado.

Tanto, que a veces olvida el miedo.

¿Hay algo de lo que también quisieras liberarte?

 

En esta cuadra vivía Susana con sus papás.

 

17 de agosto 2021, Ciudad de México

Hola:

Estuve leyendo casi obsesivamente Pánico o peligro de María Luisa Puga y muchas veces pensé en ti.  Me pareció divertidísimo y tristísimo como no tienes una idea.  Lloré en un café, imagínate.

La manera en la que me hizo recorrer la ciudad, aunque me hablara de plazas que ya no existen (Miravalle) y colonias que no son como las que yo recuerdo. Por ejemplo, no me imaginaría que existe gente de clase media viviendo en la Roma, o insurgentes sin metrobús, o una Ciudad de México en la que niñas menores de 10 años anden en las calles libremente, ya ni en Hidalgo, pues.

Tenía algunos subrayados del libro (sí, admito con mucha vergüenza) porque pensaba que podrías contarme el dato histórico…Te gustan los datos aunque a veces te hagas el que no. También te gusta contar las historias en orden cronológico.

Y eso me gusta de ti.

Me gusta mucho.

 

El barrio de Lola, La Romita.

 

Bueno, Susana (la protagonista) dice que no puede recordar ni contar las cosas en orden, que hará un esfuerzo pero que no sabe hacerlo, que sus pensamientos son más bien desordenados, como la ciudad. Yo soy más como esa personaja. Y tú como todo lo contrario, o como alguno de los otros personajes masculinos que aparecen ahí.

Estos mensajes están escritos como la ciudad de la que habla Susana.

“En cuanto a la ciudad, la veo como un cúmulo de rumores, pero no de palabras. ¿Reflejarán esos rumores nuestra ciudadanía? Más bien pienso en esos inmigrantes en Europa de los que me hablabas; esos que en París y en Londres formaban canales oscuramente densos de silencio, decías. ”

María Luisa Puga menciona más de 90 veces la palabra “Ciudad”. 90 veces, ¿puedes creerlo?

Ciudad, ciudad,

C -I- U-D-A-D.

 

Departamento de Lourdes y Susana, colonia Roma.

 

Vaya, hasta me puse a pensar durante horas sobre el espacio.

También, sobre qué tanto desconozco este pedazo de México en el que transito.

Cómo ha cambiado, qué bárbara.

Lo que no ha cambiado es el miedo.

No ha cambiado el vivir con miedo.

 

Calle del trabajo de Susana.

 

Te pongo algunas imágenes para que las veas de lejitos:

Y también esto que se parece a lo que siento cuando creo que sólo puedo vivir en la rabia:

“A veces quiero gritar. Gritar un no a todo lo que veo ser. A ti. Un no que rompa y desordene algo. Claro que la primera que no sabría qué hacer sería yo. Me sentiría pasmada”.

 

Te quiero ver.

Isa.

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100 años de Estridentópolis https://arquine.com/100-anos-de-estridentopolis/ Fri, 13 Aug 2021 01:58:34 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/100-anos-de-estridentopolis/ Al margen de la descripción de edificios, el estridentismo estableció una conexión entre un paisaje cada vez más modificado y una vida cotidiana transformada. La utopía buscada por los detectives salvajes siempre se encontró en la misma Ciudad de México. 

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Las ciudades imaginadas también pueden ser modernas. En 1998 Roberto Bolaño publicó Los detectives salvajes. Pese a que la Ciudad de México no sea el único sitio en el que se desarrolla la trama, la aparición de ésta novela propone una tensión entre la supuesta aridez del presente y la añoranza de un pasado mucho más vibrante. Ulises Lima y Arturo Belano, los personajes más reconocibles del texto, mantienen una entrevista con Amadeo Salvatierra, integrante ficticio del estridentismo, vanguardia artística que se encontraba un tanto olvidada para la época en la que Bolaño escribió una de sus obras más relevantes. Para Lima, Belano y el grupo poético que fundan (el real-visceralismo), la ciudad se encuentra viciada por una hegemonía cultural (identificada en figuras como Octavio Paz y Carlos Monsiváis) que impide que la ruptura estética tome los sitios que se merece en las revistas y la asignación de premios literarios. Su misión, risible y pura, de devolverle la autenticidad a la poesía, se lleva a cabo en espacios donde la nostalgia se confunde con el desperdicio, como las librerías de viejo o las cantinas donde ya ningún artista se trasnocha. Su encuentro con Amadeo Salvatierra es similar, éste se prolonga durante toda una noche en la cual un individuo de edad indeterminada cuenta algunas anécdotas sobre un movimiento del que no fue protagónico:

Y entonces me puse a hablarles de la noche en que Manuel nos contó sus proyecto de la ciudad vanguardista, Estridentópolis, y que nosotros al escucharlo nos reímos, creímos que era una broma, pero no, no era una broma, Estridentópolis era una ciudad posible, al menos posible en los vericuetos de la imaginación, que Manuel pensaba levantar en Jalapa con ayuda de un general.   

Podría decirse que la función del estridentismo, en la novela de Bolaño, es la de una utopía que no terminó de realizarse que ellos, de alguna manera, podrían recuperar. Pero Lima y Belano olvidan que aquel colectivo artístico tuvo efectos físicamente tangibles no sólo en la creación artística, sino también en la construcción de la modernidad urbana. Empecemos por decir que el estridentismo apareció en la calle.

En 1921, hace cien años, fue pegado un cartel en paredes de casi todo el primer cuadro de la Ciudad de México, el Manifiesto Actual No. 1 escrito y firmado por Manuel Maples Arce. En El movimiento estridentista, su memoria sobre las actividades artísticas del colectivo, Germán List Arzubide narra que aquella mañana en la que se publicó la “nueva teoría”, los miembros de la Academia de Lengua “hicieron guardias por turnos, se creía la inminencia de un asalto”. La hoja volante de Manuel Maples Arce era un canto a las máquinas, a la velocidad y a la gasolina. Era una petición para quemar los símbolos patrios y prestarle atención al “humo azul de los tubos de los escapes, que huele a modernidad y a dinamismo”. Si bien, la obvia influencia del futurismo italiano heredó algunas claves al imaginario de Maples Arce y al estridentismo, conviene cuestionar si aquello fue una mera traducción de una estética anterior o si la modernidad de la Ciudad de México estaba construyéndose a la par que fueron planteadas las ideas del estridentismo.

¿En qué consistió el proyecto de ciudad que recuerda Amadeo Salvatierra en Los detectives salvajes y, para el caso, que siempre se cita cuando se habla del estridentismo? La nómina de artistas visuales del grupo, conformada por Germán Cueto, Jean Charlot o Ramón Alva de la Canal, difundieron en grabados y pinturas una ciudad donde los rascacielos saturaban el paisaje. El horizontese transformaría en una geometría de vidrio y concreto. Como apunta la arquitecta Fernanda Canales en La modernidad arquitectónica en México. Una mirada a través del arte y los medios impresos, “en contra del protagonismo en construcción, la hoja en blanco ha sido un lugar de lo posible”. A través del dibujo, diversos arquitectos canónicos propusieron vías para imaginar a la modernidad en general más que a un proyecto constructivo en particular, y para la autora, el estridentismo se suma a esta relación entre lo especulativo y lo tangible, ya que es “difícil imaginar la estética maquinista de los veinte sin la utopía de Estridentópolis creada por el movimiento artístico y literario”. Pero aquí vuelve la idea de utopía. Ciertamente, no es que Maples Arce y los pintores que acompañaron a su movimiento plantearan croquis para obras que representaran a al modernidad. Tal vez las ideas visuales que fundamentaron a Estridentópolis eran una manera de hablar de una Ciudad de México que ya asimilaba algunos signos de lo moderno: tecnologías y escenificaciones que iban desde las telecomunicaciones hasta las vidrieras y que, casi dos décadas más tarde a la publicación del Manifiesto Actual No. 1, culminarían en el Centro Urbano Presidente Alemán. En su ensayo “Aire, vuelo, vértice”, Silvia Pappe comenta que una posible manera para representar lo moderno es la “desmaterialización”, la cual opera no tanto a partir de programas políticos o, para el caso, arquitectónicos, sino que se pone en macha en “las transmisiones de radio de la música, los anuncios, las noticias; en el envío de textos por telegrafía inalámbrica; en los anuncios luminosos, en las imágenes cinematográficas proyectadas dentro y fuera de las sala.”

De las “tardes alcanforadas en vidrieras de enfermo” (Maples Arce), a las caminatas “a lo largo de la avenida encrucijada de luces” (Arqueles Vela), hasta la ciudad “borroneada por la niebla, está más lejos en cada noche y regresa en las auroras rutinarias”, los estridentistas no estaban describiendo una ciudad posible, como tal vez sí lo hizo el Dr. Atl con su proyecto para Olinka, y mucho menos idearon una utopía separada de aquel espacio que, como apunta Elissa Rashkin en “El verso rojo: La poesía estridentista y la izquierda”,  ya estaba siendo invadido por “los anuncios luminosos y el transporte público electrificado”. Al margen de la descripción de edificios, el estridentismo estableció una conexión entre un paisaje cada vez más modificado y una vida cotidiana transformada. La utopía buscada por los detectives salvajes siempre se encontró en la misma Ciudad de México. 

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Lovecraft: el retorno del planeta https://arquine.com/lovecraft-el-retorno-del-planeta/ Fri, 13 Mar 2020 14:47:40 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/lovecraft-el-retorno-del-planeta/ ¿La ficción puede ser una herramienta para entender la crisis climática? La catástrofe y la subsecuente extinción han sido planteadas, usualmente, a partir de una relación asimétrica entre el humano y la naturaleza, entre el dominador y lo dominado.

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¿La ficción puede ser una herramienta para entender la crisis climática? La catástrofe y la subsecuente extinción han sido planteadas, usualmente, a partir de una relación asimétrica entre el humano y la naturaleza, entre el dominador y lo dominado. Las películas Volcano (1997), Armageddon (1998) o El día después de mañana (2004) son ejemplos que imaginan cómo, para enfrentar la destrucción de las ciudades o del planeta en su totalidad, bastan sentimientos nacionalistas —en estos relatos, los héroes que salvan al planeta provienen de la milicia— y recursos tecnológicos para dinamitar meteoritos o domar volcanes. “El cambio climático excede lo que la forma de la novela burguesa puede expresar”, dice la teórica Mckenzie Wark en On the Obsolecence of the Bourgeois Novel in the Anthropocene, texto que analiza la posible obsolescencia de la novela ante el paisaje actual de extractivismo biológico y social. Ante lo que comenzamos a entender como el Antropoceno o el Capitaloceno, dependiendo la postura ideológica de quien escriba. En ese mismo ensayo, Wark revisa también cuáles podían ser otros ejes ficcionales para plantear los cataclismos anteriormente descritos, unos que no tomen en cuenta necesariamente el factor humano como algo que puede eliminar o controlar la catástrofe. 

Para Wark, la novela burguesa —aquella producción literaria  que comienza a escribirse a partir de la segunda mitad del siglo XIX— excluye la totalidad del mundo para privilegiar las vidas interiores de sus personajes. Los múltiples narradores que conforman la tradición de la novela decimonónica pueden estar en entornos de guerra y extractivismo, y sin embargo los matices de sus sentimientos, sus vidas interiores, siguen ocupando un sitio protagónico en el desarrollo de la trama. Esta idea puede aplicarse a las películas ya citadas, en las que aparecen subtramas sentimentales entre padres e hijas o parejas heterosexuales al tiempo que la naturaleza, como si se tratara de una decisión premeditada de su parte, pone en peligro la existencia humana. La pregunta que propone Wark es cómo la ciencia ficción y el horror pueden asumir lo no-humano, con el fin de que El Hombre, tal y como es entendido por la novela  burguesa, pierda su capacidad de agencia. Para acercarse a la respuesta, la autora señala que las diferencias entre lo humano y lo no-humano están fundamentadas por diversos sistemas que legitiman la presencia de unos sobre de otros; sistemas que pueden estar operando en la economía, en las técnicas industriales, en la ley. Una dicotomía paradigmática que podría explicar este aspecto es la que surge entre Víctor Frankenstein  y el monstruo que construyó con el único objetivo de demostrarse que la ciencia podía darle vida a la materia inanimada. En este sentido, el personaje de Mary Shelley es una voluntad capitalista: sólo persigue la acumulación. Y a pesar de que lo atormenta su “logro” científico, no pierde aquellos rasgos que lo identifican como noble, mientras que el engendro que hizo nacer es descrito a lo largo de la novela como un criminal. “Curiosamente, en lo que concierne a la novela, la discontinuidad entre lo humano y lo no humano opera paralelamente entre aquello que entendemos como un agente humano individual y el agente colectivo, donde se encuentra lo inhumano”, dice Wark. El doctor Frankenstein representa la voluntad romántica del individuo, mientras que lo colectivo se encierra en ese ensamblaje de cadáveres producido por los mismos afanes tecnológicos de lo individual. 

Wark también consigna que la modernidad fue un fenómeno global, por lo que existieron múltiples modernidades. Durante la segunda mitad XIX, tanto en países occidentales como latinoamericanos, una diversidad de estructuras discursivas y técnicas fueron implementadas para regir la vida cotidiana. Michel Foucault describe que la producción de estas estructuras abarcó una diversidad de campos del conocimiento; como ya se mencionó, técnicas jurídicas y médicas, así como de diseño urbano, definieron los contrastes entre lo civil y lo clandestino, entre lo enfermo y lo patologizado. Las acepciones negativas de estas dicotomías casi siempre afectaron a las minorías sociales. Un ejemplo local: cuando el régimen de Porfirio Díaz organizó los festejos por el centenario de la Independencia, se le estaba entregando una zona privilegiada de la ciudad a las élites y clases medias porfirianas, las cuales pidieron que los indígenas no transitaran por el Paseo de la Reforma o por las flamantes colonias habitacionales, a menos que usaran otras ropas. De esta breve síntesis de las ideologías hegemónicas que definieron a las políticas públicas decimonónicas, quisiera concluir lo siguiente: el positivismo moderno evolucionó, de manera orgánica, hacia el racismo del siglo XX. 

Y es un autor abiertamente racista quien dejó de pensar en las vidas interiores de la clase media y quien asumió la posibilidad de que el mundo, de hecho, fuera tomado por entidades no-humanas.  Es necesario esbozar por qué la obra de H.P. Lovecraft tiene contenido racista, pero introduciendo también una complicación al mismo argumento. La crítica que enuncia Wark está referida a cómo la novela burguesa mantiene una jerarquía entre la humanidad y la catástrofe. La literatura de ciencia ficción, por llamarla de alguna manera, y también el cine, es incapaz de imaginar escenarios posibles donde no sea el hombre quien domina el entorno y sale airoso de su inminente destrucción. La narrativa de Lovecraft, por otro lado, pareciera extender esta misma lógica, aunque la asimetría sigue el camino inverso: es el personaje burgués el que termina sometido. 

El crítico Will Wiles, en su texto “El rincón de Lovecraft y Ballard”, consigna de una manera por demás pertinente la importancia de los interiores domésticos en la narrativa de Lovecraft. En algunos cuentos del escritor estadounidense, como “La casa maldita” o “La extraña casa en la niebla”, leemos sobre edificaciones viejas y abandonadas que almacenan una cantidad de gérmenes y de contaminación orgánica ingente, una piel que, en realidad, esconde la presencia de lo que en español se conoce como las criaturas primigenias, y en inglés se define como The great old ones. En el universo de Lovecraft, las criaturas primigenias son organismos que habitaron la tierra antes que los humanos. Pero Wiles atribuye esta imaginería a la fobia que tuvo la modernidad por lo infecto. Los espacios modernos funcionales fueron espacios sanitiziados, y este control ambiental se instrumentalizó para justificar fundamentos biologicistas del por qué ciertos sectores de la sociedad representaban un peligro para la salud y la estabilidad burguesas. Pero mientras la novela decimonónica analizada por Wark afirma el triunfo de la ciencia y pronuncia una apología del disciplinamiento, la obra de Lovecraft plantea una alternativa completamente distinta y contraria. 

Antes de abordar cómo es que Lovecraft resuelve la tensión entre humanidad y no-humanidad, conviene aclarar en dónde es que aparecen las casas o geografías infectadas de su narrativa: en las periferias donde habita la población más pauperizada de Estados Unidos, en los ríos donde los negros celebran rituales, en las casas campesinas. Para Lovecraft, los montañeses o la ciudadanía racializada tienen un contacto más cercano con las ciudades de las criaturas primigenias, las cuales siguen respirando bajo estos asentamientos informales. Es una fórmula lovecraftiana que siempre es un científico o un académico quien comienza a descubrir aquello que albergan estos espacios que delimitan fronteras entre lo civilizado y lo primitivo. Aquí es donde Lovecraft es racista. Pero lejos de repetir  la superioridad de quienes dominan a la materia, son estos hombres de ciencia los primeros vencidos ante el resurgimiento de las criaturas primigenias. Para Lovecraft, la técnica y la investigación no pueden evitar que The great old ones recuperen su dominio. La apariencia de estos organismos niega también la agencia de la humanidad sobre el relato. Lejos de parecerse a un ejército antropomórfico, las criaturas primigenias se asemejan más a los corales y arrecifes, o parecen arañas gigantes o, como sucede en “El horror de Dunwich”, se manifiestan bajo la forma de sonidos en las montañas. La agencia de lo no-humano, el colectivo que elimina toda individualidad, adopta la forma del planeta. Como menciona Wiles, el racismo de Lovecraft es más nihilista que político, ya que en su universo no existen razas superiores que sobrevivan a la extinción. Y tampoco pueden enfrentala el nacionalismo ni los recursos tecnológicos, y no se se desarrollan subtramas sentimentales que nos recuerden que nos tenemos los unos a los otros aún en el fin del mundo. Michel Houllebeq definió a la obra de Lovecraft con una probable consigna: contra la vida. 

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El terror de la ciudad https://arquine.com/terror-de-la-ciudad/ Fri, 07 Feb 2020 14:00:14 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/terror-de-la-ciudad/ En la narrativa de Mariana Enriquez, es la propia historia y topografía de una capital lo que puede indicarnos que el fin ha llegado. Aquí, la ciudad no tendrá que enfrentarse a su futuro, sino a su destrucción presente. 

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Una mujer joven vive en una casa del siglo XIX situada en uno de los barrios más peligrosos de Buenos Aires. Su familia, después de abandonar la propiedad, intenta venderla o rentarla sin mucho éxito: los inquilinos no mantienen su estadía por demasiado tiempo. La chica vuelve, porque es una casa con una arquitectura valiosa que le recuerda al tiempo de prosperidad burguesa que atravesó, en algún momento, la capital argentina. Sin embargo, sus vecinos de enfrente –otra mujer joven, drogadicta, y su hijo, un niño que vende imágenes religiosas en el metro–, quienes habitan una estructura derruida que a penas los cubre de la intemperie, la harán testigo indirecto de un crimen indecible. 

Esta es la premisa del cuento “El chico sucio”, contenido en la colección Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama, 2016) de Mariana Enríquez, autora que ha generado un fenómeno de recepción similar al que también provocó la mexicana Fernanda Melchor a nivel internacional. La obra de Enríquez, no muy prolífica, ya se discute ampliamente en ámbitos académicos y periodísticos. Uno de los temas más abordados cuando se habla sobre su producción es el género al que pudiera adscribirse. Es terror, ciertamente. Pero uno que no busca el miedo en el lector, sino su convencimiento, su “persuasión política”, tal como señala Franco Moretti en su ensayo Dialectics of Fear, donde también declara que el terror no es nunca sobre el monstruo, sino sobre la explotación, el maltrato físico y todas las consecuencias traumáticas que el capitalismo imprime sobre el cuerpo. Enríquez trabaja con las tradiciones del terror (los fantasmas, la náusea que provoca una imagen de violencia desbordada) pero su comentario persuasivo, siguiendo a Moretti, pareciera dirigirse hacia la ciudad. 

En Las cosas que perdimos en el fuego la tensión entre centro y periferia urbana es lo que genera el encuentro de los personajes con los mutantes y los rituales satánicos que perturban la tranquilidad de, por ejemplo, una casa decimonónica. Pero esas delimitaciones entre un espacio doméstico y la convulsa vida callejera de los desposeídos que se trazan en “El chico sucio” parecieran concluir que la vieja casona es una nostalgia que no puede sostenerse más. La violencia es tal, que la posibilidad de un refugio sabe a un capricho vulgar de una chica que decidió, por exotismo, permanecer en un barrio inhabitable. “Pablito clavó un clavito: una evocación del Petiso Orejudo”, otra pieza del cuentario, narra la labor de un guía de turistas que dirige un recorrido singular por la historia de los asesinos seriales bonaerenses, de la cual es personaje destacado el Petiso Orejudo, un individuo que asesinaba niños y que llegó con las migraciones europeas que tanto lustre le dieron a  la ciudad, de nuevo, en las postrimerías del siglo XIX. “Bajo el agua negra” empieza en el registro del noir, con una fiscal que investiga un caso de abuso de autoridad, en el que unos policías arrojaron a un joven al río en el que se estableció un asentamiento irregular donde los criminales pueden esconderse fácilmente. Uno de los interrogados le espeta a la fiscal que aquél conjunto de casas debería extinguirse. A pesar de su vecindad con las zonas más céntricas de la ciudad, la región autoconstruida cohabita con un río contaminado en el que se consumen los desechos de quienes viven en departamentos, pero también las víctimas de crímenes que no dejan rastro de evidencia. A los ojos de la fiscal, la contaminación de aquel río muerto es responsabilidad de todos, pero nadie intentó detenerla o siquiera mitigarla. Además, alberga dos clases de injusticia: la ambiental y la humana. Pero el chico al que busca la fiscal logra salir del agua; su cuerpo, mutado, es el tótem de un culto que sincretiza a los policías y a esa población precarizada. 

La ciudad narrada por Enríquez es su propia catástrofe. A diferencia de los abundantes escenarios que imagina Hollywood, en los que los volcanes, los dinosaurios o los zombies asedian a la ciudad en un ataque que nadie se esperaba, Enríquez propone que es la propia historia y topografía de una capital lo que puede indicarnos que el fin ha llegado. No se trata de una profecía o de un accidente, sino de un río que ya es imposible de recuperar, o de un pasado de casonas y apacibilidad cuya ruina ni siquiera contiene interés arqueológico. Aquí, la ciudad no tendrá que enfrentarse a su futuro, sino a su destrucción presente. 

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Notas sobre el archivo de los niños perdidos https://arquine.com/notas-sobre-el-archivo-de-los-ninos-perdidos/ Fri, 01 Nov 2019 14:25:25 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/notas-sobre-el-archivo-de-los-ninos-perdidos/ Desierto Sonoro es una novela que vuelve a los cuestionamientos sobre el lenguaje, dirigidos a la propia práctica de su autora. Las preguntas ahora son: ¿qué clase de autoridad enviste al autor para narrar la crisis migrante? ¿Es ético narrarla?

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El contexto

En agosto de 2018, la edición en español del New York Times publicó un texto de Jorge Carrión titulado “La literatura hispanoamericana que se escribe en inglés”. El contenido del artículo queda explicado por aquel encabezado: distintos autores hispanoamericanos hablan con Carrión sobre por qué y cómo es que escriben en inglés. Pero, ¿era importante que se dijera que hay escritores contemporáneos, algunos de origen mexicano, que pueden narrar en una segunda lengua? Carrión no deja de dar cierto contexto a algo que él considera un fenómeno mediante una tradición de poetas y novelistas que tradujeron o adoptaron el inglés sus propios textos —Beckett, Borges, Nabokov—, pero también no deja de mencionar que sus entrevistados viajan mucho, que usan redes sociales y que —si leemos entre líneas— conforman el catálogo de una literatura globalizada, que se puede  vender con éxito. Una de las escritoras que aparece es Valeria Luiselli. En el artículo se dice que su novela Lost Children Archive (2019) —publicada primero en Knopf Press y luego en la editorial Sexto Piso como Desierto Sonoro— es la parte ficcional de otro libro, Los niños perdidos (Un ensayo en cuarenta preguntas) cuyo título anglosajón es Tell Me How It Ends, y que ambos títulos están relacionados con “la crisis de los menores de edad centroamericanos que llegan solos a los Estados Unidos” y que derivan de “la experiencia de Luiselli como traductora de los protagonistas en los juzgados de Nueva York.” Carrión decide obviar esta labor, y pasa a enlistar el Book Award que recibió el ensayo y la próxima aparición en español de la novela. 

Si hacemos caso a Carrión, pareciera que no es lo mismo ser migrante que escribir sobre su crisis: unos aparecen en las noticias y los otros son los llamados ciudadanos “extraterritoriales”, los que fluyen entre lenguas y fronteras y ganan premios bilingües. También, existe una sospecha ineludible. La frontera México-Estados Unidos es un tema lógico para la ficción hispanoamericana, pero uno que podría resultar demasiado obvio si es que se quiere llamar la atención de los jurados y de los lectores. Lo ficcional bien puede quedar subordinado a lo coyuntural y los libros que resultan de esta difuminación sólo terminan reseñados bajo el adjetivo de “necesarios”, sin que por tanto se deduzca que logran hacer más compleja la realidad de quien lee. Pero dos aspectos son ciertos: Luiselli trabajó como traductora e intérprete de los niños migrantes que tienen que atravesar procesos legales que son injustamente ilegibles, y esta experiencia, lejos de ser una mera investigación literaria, la hizo reflexionar sobre los límites del lenguaje en tanto representación de la realidad. Esta puesta en crisis de lo que implica la traducción y el bilingüismo —la autoridad hablándole a un niño que no aprendió inglés, o que si lo aprende es para responderle únicamente a la autoridad que lo juzga— que fue la materia para Los niños perdidos (Un ensayo en cuarenta preguntas) es continuada en Desierto Sonoro, una novela en la que vuelve a los cuestionamientos sobre el lenguaje, aunque ahora dirigidos a su propia práctica como novelista. Las preguntas ahora son: ¿qué clase de autoridad enviste al autor para narrar la crisis migrante? ¿Es ético narrarla?

 

Espacios

Una pareja de documentalistas forma una familia en un departamento de Nueva York. Ella es mexicana y él estadounidense. La voz femenina constantemente revisa la constitución de esa casa. La mesa donde arman rompecabezas, las declaraciones conjuntas de impuestos o los momentos para la siesta describen un espacio que es también un mito de origen: el techo bajo el que vive una familia heterosexual con dos hijos. Él y ella documentan a través del sonido y trabajan en proyectos que buscan registrar la diversidad de lenguajes que existen en su ciudad y en el país. Pero cuando terminan los encargos que los mantienen en Nueva York, él decide —aunque sin buscar el consenso de su esposa o de sus hijos— que su siguiente proyecto será grabar los ecos en las tierras donde los indios del norte fueron desplazados, asunto que genera una crisis al interior del matrimonio pero que provoca que ella dirija su actividad documental hacia la crisis de los niños migrantes en la frontera, otra forma de desplazamiento que mantiene semejanzas y diferencias con lo ocurrido durante el exterminio de los indios del norte. Después de solicitar el financiamiento de una institución universitaria, marido y mujer traspasan el arrendamiento de su departamento a otra familia y emprenden un viaje en automóvil desde Nueva York hasta Arizona en el que visitarán los territorios en los que resistieron las tribus y en el que el objetivo, también, es acercarse a los refugios y a los aeropuertos donde los niños son procesados y deportados, respectivamente. 

El departamento y el automóvil parecieran dos prótesis que extienden la presencia de la familia tradicional. En uno se genera crianza y en otro se construyen recuerdos. Incluso, el automóvil es un signo de libertad. “El desplazamiento es una necesidad y la velocidad es un placer”, dice irónicamente Jean Baudrillard. “La posesión de un automóvil es todavía más una especie de cédula de ciudadanía, la licencia de conducir es la carta de crédito de esa nobleza mobiliaria cuyos cuarteles son la compresión y la velocidad de arranque. ¿El que le quiten a uno esta licencia de conducir no es una suerte de excomunión, de castración social?” Pero la familia de Desierto Sonoro no se traslada para reafirmar su unión ni su poder adquisitivo. Conforme van internándose en el sur de los Estados Unidos, niños y pareja reconocen su propia incertidumbre: tal vez no sigan juntos después de este viaje. Al tiempo que las relaciones de este conjunto de personas en apariencia legítimo y estable se vuelven más frágiles, escuchan las noticias sobre aquellos niños que buscan atravesar el desierto para buscar a sus propias familias, aquellas que tuvieron que huir de la violencia en sus propios territorios.

 

Cartografías

Un mapa es también una narrativa, generalmente construida desde el poder. Edumundo O’Gorman consigna en La invención de América que los mapas que fueron apareciendo tras el descubrimiento del continente funcionaron como un autorretrato del imperio español, en los que sus límites geográficos quedaron dibujados como si fueran los de un gran objeto que sólo estaba a la espera de ser encontrado. Pero el mapa que siguen los documentalistas en la novela de Luiselli es uno que les genera miedo. Se cuidan de decirles a los lugareños cuáles son sus verdaderos orígenes —a veces dicen que son franceses para no decir que algunos miembros de su familia son mexicanos— y tanto los habitantes vivos de los estados que recorren, como los cementerios de indios que albergan esas tierras, son evidencias de un racismo enraizado. La historia del sur de Estados Unidos termina reflejada en el dibujo cartográfico que recorren al tiempo que subvierte ciertas dinámicas familiares en lo que respecta a las visitas de sitios turísticos. A veces los hijos mezclan en sus juegos las historias de los apaches contadas por su padre con las de la migra.

 

Archivo

La antropología decimonónica miraba desde su gabinete las realidades que pretendía catalogar, y esta objetividad —cuestionada por la voz femenina de la novela— linda con la captura de aquello que se está estudiando. Si los migrantes son juzgados por el sistema legal de Estados Unidos, el estudio científico también puede taxonomizarlos en su vitrina de curiosidades. Pero si previamente los protagonistas de Desierto Sonoro tenían a la mano una diversidad de lenguas que podían registrar, en su viaje van quedándose con el sonido del viento que atraviesa los sitios donde ocurrieron genocidios, o con el sonido de un avión que deporta a los niños. Aquí, los archivos son precarios. Albergan las ansiedades de la familia que miran los exterminios y los desplazamientos, y captan apenas residuos de la historia de un país donde “el viento arrastra las últimas notas de todos los ruidos del desierto, diseminados a lo largo y ancho de las tierras yermas que hay afuera, sonidos leves de ramas que se quiebran, pájaros que cantan, piedras que ruedan, pisadas, lamentos, voces que ruegan por agua antes de apagarse con un quejido postrero, luego sonidos más oscuros, como el de los cadáveres que se convierten en esqueletos, los esqueletos en huesos sueltos, los huesos que se erosionan y desaparecen en la tierra”. 

En Desierto Sonoro surge el registro del melodrama, pero en los alcances que tuvo Douglas Sirk cuando filmaba suburbios de la posguerra donde la armonía era perturbada con el racismo o la homofobia, o como sucede con la reciente El proyecto Florida (2017) de Sean Baker, película donde, a través de las periferias de Orlando, Florida, se confronta la noción de lo que puede conformar una familia. Mientras algunos pueden visitar un parque de diversiones, otros tienen que enfrentarse a las prescripciones de los servicios sociales del estado, los cuales indican que una niña no puede vivir con una prostituta, aún cuando su madre nunca haya abusado de ella. Desde el ángulo de una clase media educada que deja de tener autoridad para siquiera entender las crisis geográficas y climáticas –como ya se dijo, los documentalistas de la novela no se quedan más que con un puñado de ecos–, Luiselli construye una épica sobre el fin de los estados-nación, y arroja cuestionamientos pertinentes sobre por qué los intereses de ciertas familias, las que viven bajo techo, tienen que ser defendidos de algo que no es otra cosa más que la muestra de una cartografía ya insostenible. 

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Primero el azoro, después la ansiedad https://arquine.com/primero-el-azoro-despues-la-ansiedad/ Fri, 12 Jul 2019 00:20:05 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/primero-el-azoro-despues-la-ansiedad/ El 10 de julio del 2019 murió Armando Ramírez, novelista y cronista mexicano. Su obra, enfocada en la Ciudad de México, recopila emblemas que representan lo que alguna vez se vivió como un gran barrio: Tepito.

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El 10 de julio del 2019 murió Armando Ramírez, novelista y cronista mexicano. Su obra, enfocada en la Ciudad de México, recopila emblemas que representan lo que alguna vez se vivió como un gran barrio: los boxeadores, los organilleros, las cantinas, las vecindades, los tianguis, los “teporochitos” —hombres alcohólicos que, por lo general, viven en una condición de indigencia. Casi en la misma línea de Ángel de Campo, otro cronista urbano aunque menos célebre, Armando Ramírez miró a la ciudad con ironía al tiempo que la celebraba. La tepiteada (Océano, 2007), una de sus últimas novelas, es una reescritura de La odisea en la que las peleas entre pandillas adquieren el tono de la épica heroica.

En una cápsula para el canal Capital 21, transmitida en 2018, el autor entrevistó a los vendedores de libros de la Ciudadela; ahí los declaró promotores de la lectura. “Pero qué bonito es andar recorriendo lugares para encontrar el saber y el universo de las palabras. ¡Despierte, tío Alberto! ¿O qué no le contaron de El principito?”, dijo para la cámara. Esta imagen de Armando Ramírez, rodeado de revistas y libros usados, es mi punto de partida. Más que un obituario, lo que quiero es apuntar algunas ideas sobre el conocimiento ante la capital de México, una relación que ha sido explorada de manera muy peculiar por la literatura y el arte de la modernidad nacional.

 

¿Cuál es la primera aparición literaria de la ciudad? “El vagón, además, me lleva a muchos mundos desconocidos y a regiones vírgenes”, escribía Manuel Gutiérrez Nájera en La novela del tranvía, una crónica que ha sido antologada también bajo el género de cuento. “No, la ciudad de México no empieza en el Palacio Nacional, ni acaba en la calzada de la Reforma. Yo doy a ustedes mi palabra de que la ciudad es mucho mayor.” La segunda mitad del siglo XIX fue el encuentro de la literatura con una región un tanto más ruidosa, otro poco más habitada, aunque todavía no lo suficientemente extendida. Para Gutiérrez Nájera, así como para otros escritores de la época, como Rubén M. Campos o José Juan Tablada, trasladarse a Tlalpan —o cuando se sentían más aventureros, a Cuernavaca— era motivo de una crónica de viaje. 

Sin embargo, comenzó a ser posible desvelarse en los  bares, escuchar a sopranos italianas —la visita a México de Adelina Patti a la Ciudad de México marcó a la intelectualidad de esos años— o trabajar como burócratas culturales. Pero llegó la Revolución, y entre los muchos sucesos ocurridos cuando los ejércitos del sur y el norte conquistaron la capital, pasó que fue destruido el jardín japonés del poeta José Juan Tablada en su residencia de Coyoacán. Sin embargo, el proyecto nacionalista e institucional fue también el contexto para narrativas mucho más vitalistas que “la enfermedad de la civilización” que padecían los escritores finiseculares. Mientras que para Tablada la cocaína era una forma de acercarse al pesimismo baudeleriano, la ciudad posrevolucionaria —la ciudad moderna— fue la del rock and roll, las minifaldas y el optimismo hippie. 

En la película Los caifanes (1967), dirigida por Juan Ibáñez, una pareja de clase media se adentra en la vida nocturna de la Ciudad de México, guiados por un grupo de arrabaleros que, en una metáfora bastante ingenua de Caronte, los llevan por un viaje hacia la libertad de la noche y los recovecos de su subjetividad. Los cabarés, las funerarias, las taquerías —sitio al que llega un Carlos Monsiváis, él mismo un cronista urbano, “teporochito” y disfrazado de Santa Claus— escenifican una crítica hacia la figura de la pareja decente y burguesa, la cual termina separada una vez que amanece. Un poco más logrado que Los caifanes, el cortometraje Tajimara (1965), a cargo de Juan José Gurrola y perteneciente al díptico Los bienamados, que se complementa con Un alma pura de Juan Ibáñez, tiene una larga secuencia que retrata a otra pareja, aunque más joven. Un probable contrario de la pareja en Los caifanes, el chico y la chica recorren el Museo de Arte Moderno: son atractivos, son letrados y sueñan con su propia emancipación. 

“De hinojos, coronado de nopales, flagelado por su propia (por nuestra) mano. Su danza (nuestro baile) suspendida de un asta de plumas, o de la defensa de un camión; muerto en la guerra florida, en la riña de la cantina, a la hora de la verdad: la única hora puntual”, recita Ixca Cienfuegos, personaje de La región más transparente, novela de Carlos Fuentes (1958). Para este momento, la ciudad ya es habitada por la multitud y el ruido; ya es imaginada como una mezcla de identidades a veces trágica, a veces festiva. Del adolescente que experimenta la pérdida de su infancia, como se lee en De perfil (1966) del escritor José Agustín, al espectro de los sacrificios humanos narrado en La fiesta brava (1997) de José Emilio Pacheco, los ejemplos del arte urden una historia de la modernidad urbana. La crónica de ciudad, así como su novelización y su imagen cinematográfica, son necesarias al menos para el caso mexicano. No por nada personajes como Salvador Novo o Monsiváis fueron tan públicos. Ellos podían dar directrices para entender las manías de los habitantes de Polanco o el comercio ambulante del Sistema de Transporte Colectivo Metro. 

“Pero qué bonito es andar recorriendo lugares para encontrar el saber y el universo de las palabras”, vuelve a decir Armando Ramírez, quien encontró en el albur y en los tacos de tripa historias lo suficientemente importantes para sus colaboraciones en periódicos y en la televisión. En la tradición narrativa sobre la ciudad es constante que sea la clase media la que viaja a los bajos fondos, ya sea para descubrir la honestidad de lo exótico –como le sucedió a Julissa–, o para desengañarse del progreso ante la miseria de los otros. En cambio, Armando Ramírez fue originario de una zona de la ciudad que sólo era descubierta cuando los artistas buscaban inspiración. Sin embargo, ¿la crónica urbana debe permanecer en el registro de lo pintoresco? ¿Quién es el cronista urbano contemporáneo? Esta ciudad, tal vez, comienza a agotar a su flâneur: la especulación inmobiliaria, las noticias sobre indigentes asesinados por calcinamiento, los campamentos de ciudadanos que siguen esperando volver a sus casas tras el sismo del 2017 o el asedio de los barrios por la gentrificación creciente acaso sean ejes del nuevo relato. Un relato sobre una ciudad que no cumplió su promesa de modernidad y que cancela el futuro de sus habitantes al tiempo que provee garantías para el mercado. Un relato que tendría que cerrar la añoranza turística por la ciudad del desarrollismo milagroso y abrir la discusión a la urgencias actuales.  

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El mal de la ciudad https://arquine.com/el-mal-de-la-ciudad/ Fri, 26 Apr 2019 12:42:52 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/el-mal-de-la-ciudad/ La opinión pública mexicana sigue construyendo a la ciudad cuando sucede un hecho violento, al extremo de que una bruja aparece, en pleno siglo XXI, para exorcizar a los demonios de Paseo de la Reforma, algunas noches después de un accidente automovilístico que tuvo lugar en la avenida.

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En mayo de 1899, Sofía Ahumada subió las escaleras de una de las torres de la Catedral Metropolitana, con una carta en el regazo que declaraba que no se culpara a nadie de su muerte, ni siquiera a su presunta pareja, ya que era tan “poco hombre” como para endilgarle su suicidio. Era su decisión, y de nadie más. Su cuerpo cayó en el atrio. Según se lee en el expediente hemerográfico recogido por Miguel Ángel Castro en 2008, el cual acompaña la edición de la novela corta El de los claveles dobles de Ángel de Campo inspirada en la muerte de Sofía, periódicos como El País, El Mundo Ilustrado, El Chisme y El Diario del Hogar publicaron la noticia desde diversos registros. Abundaron las descripciones del cuerpo desecho de la mujer –la nota roja–, así como juicios morales y de género –la prensa decimonónica operando como aleccionadora de las costumbres. ¿Cómo una mujer se atrevía a dar ese espectáculo tan indecente de su propio cuerpo, volando por los aires de la capital? ¿Es por eso que se puso ropa interior, para cubrirse de la curiosidad y la lujuria que inevitablemente provocaría su cadáver?

La cobertura mediática que Sofía recibió, así como la interpretación ficcional de Ángel de Campo, han sido profusamente reseñadas. Lo que busco ahora es esbozar algunas ideas sobre la ciudad. Hacia finales del siglo XIX, Porfirio Díaz ya había inventado a la capital de México. El alumbrado público, las avenidas y los escaparates de la calle Plateros fueron algunos de los objetos que indicaron que comenzaba una ciudad, y esta escenificación también reordenó algunos aspectos de la vida cotidiana. Por ejemplo, la calle y el bar se volvieron sitios con importancia cultural. El escritor Rubén M. Campos dedica todo un libro de memorias a los traslados en tranvía, realizados por sus colegas escritores, para llegar a las casas o a los bares donde tendrían lugar banquetes y tertulias. El recuerdo de Ciro B. Ceballos de cuando conoció al pintor Julio Ruelas describe cómo el alumbrado se prendía mientras la calle iba llenándose de “mundana muchedumbre”. 

Se había construido la modernidad urbana, y pareciera que, como consecuencia también se dio el surgimiento de la salud pública, aunque una que estuvo permeada por el espíritu del positivismo. El nulo sistema de desagües o el hacinamiento en la vivienda popular no se explicaban solamente como males estructurales, sino también como signos sociales que por lo general iban emparentados con la pobreza. Y la perspectiva del positivismo era que, a los gérmenes, simplemente se les tenía que erradicar. Las vecindades y los estratos sociales que las habitaban eran, en sí mismos, impedimentos para el progreso urbano. Algo similar ocurría con la enfermedad mental o con prácticas sexuales que se volvían visibles en el espacio de la calle. Más que correlatos de la modernidad, se interpretaban como una corrupción moral que, incluso, anunciaban el advenimiento de algo mucho más grave. El suicidio de Sofía Ahumada, según una hoja volante atribuida a José Guadalupe Posada, era una señal evidente de que se acercaba el fin de los tiempos. Metáforas aparte, lo que sí se estaba acercando era el fin de siglo. 

Pero, ¿por qué el cadáver de una muchacha  a los pies de la Catedral puede considerarse una de las imágenes que, además de otras tantas, definen las ansiedades colectivas del fin de siglo? En esto, la prensa sigue jugando un papel importante. Las noticias, a veces sensacionalistas, sobre los índices de criminalidad urbana, al igual que los de suicidios o de los solicitantes de servicios sexuales, suelen ser recibidas por una lamentación por la corrupción de las buenas costumbres, si es que no están acompañadas de los propios juicios del autor. Basta leer cualquier nota de Héctor de Mauleón para encontrar evidencias textuales como “esta es la ciudad que nos dejaron”, “nunca habían robado tanto y con tal violencia”, “los hallazgos son descorazonadores” (“El crimen no había golpeado tanto a la CDMX como en 2018”, El Universal, 2019).  

En lo que respecta puntualmente al suicidio, la Ciudad de México sigue anulando la realidad de quienes, como señala Georgina Cebey, deciden volver pública su muerte: “Si la infraestructura hace posible la parte material de la civilización de las urbes, también hace posible nuevas formas de morir. Una ciudad diferente se revela a los ojos del suicida. Quien decide renunciar a la vida en la calle, también hace pública su expresión de desesperación y dolor y, aunque una cicatriz de tragedia marca el espacio, la ciudad permanece estoica: bastan un par de horas para que los peritos levanten un cuerpo sin vida de algún espacio público.” Si bien, Sofía Ahumada no permaneció anónima, tampoco puede decirse que la conozcamos. Algunos reporteros escribieron que era apenas una adolescente, otros que ya alcanzaba la veintena. Dijeron que se arrojó al vacío por amores, entrevistaron al presunto novio y comentaron la precocidad sexual de la muchacha.

Lo que en el XIX se entendió como el “mal del siglo”, sigue ocurriendo en el entorno urbano. Y si la ciudad porfirista fue una escenografía –un espejismo tan complejo que sigue definiendo no sólo al trazo, sino también a la idiosincrasia mexicana–, la ciudad de hoy no es mucho más tangible. La opinión pública mexicana sigue construyendo a la ciudad cuando sucede un hecho violento, al extremo de que una bruja aparece, en pleno siglo XXI, para exorcizar a los demonios de Paseo de la Reforma, algunas noches después de un accidente automovilístico que tuvo lugar en la avenida.

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¿Ya nos perdimos? La ciudad y su representación https://arquine.com/ya-nos-perdimos-la-ciudad-y-su-representacion/ Wed, 06 Mar 2019 14:45:06 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/ya-nos-perdimos-la-ciudad-y-su-representacion/ Pertenezco a la generación que pasó de la traza urbana figurativa a la abstracta. La ciudad se convirtió para nosotros en el inconmensurable espacio que nos contiene. Nunca antes la especie humana había visto multiplicarse de ese modo a sus vecinos. Esto obliga a conocer la totalidad por sus fragmentos.

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En 1958, dos años después de que se inaugurara la Torre Latinoamericana, Carlos Fuentes publicó La región más transparente. No se trataba de la primera novela urbana, pero sí de la primera que convertía a la capital en protagonista absoluta del relato. Al modo de Manhattan Transfer, de John Dos Passos, o Berlin Alexanderplatz, de Alfred Döblin, Fuentes buscaba captar al D. F. en su conjunto.

Hoy en día ese propósito es imposible y en todo caso requeriría de una asamblea de escritores. Pertenezco a la generación que pasó de la traza urbana figurativa a la abstracta. La ciudad se convirtió para nosotros en el inconmensurable espacio que nos contiene. Nunca antes la especie humana había visto multiplicarse de ese modo a sus vecinos. Esto obliga a conocer la totalidad por sus fragmentos. «El mundo existe para imaginarlo roto», afirma Gustav Meyrink en El Golem. «Orientarse» en el D. F. significa reunir pedazos, trozos sueltos, partículas de partículas, para conjeturar la figura que los articula. La desorientación incluye al tiempo, no sólo porque la demora ya es una tradición, sino porque el territorio es tan extenso que podría admitir distintos husos horarios. En 2001 la ciudad estuvo a punto de tener dos temporalidades. Vicente Fox propuso un horario de verano y el jefe de gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador, se negó a acatarlo. Como hay calles en las que una acera está en el D. F. y la otra en el Estado de México, se creó la posibilidad de ganar o perder una hora en cinco metros. Por desgracia, los políticos se pusieron de acuerdo y no tuvimos oportunidad de cruzar la calle para refutar el tiempo.

¿Cómo definir un territorio que se desparrama para negar la noción de forma? Un espacio desmedido se entiende a través del movimiento: la ciudad existe en la medida en que vamos de un lugar a otro. La capital semeja una hípernovela electrónica. Cuando acabas un capítulo, otro se descarga. Nadie conocerá nunca la novela entera. Hay que entenderla de manera transversal, por los itinerarios que la articulan. El lector debe avanzar ahí como el caballo de ajedrez. A diferencia de lo que ocurre en la danza, en el ajedrez el movimiento no es estético en un sentido físico sino intelectual; convierte el traslado en una forma del pensamiento. Como el matemático, el ajedrecista produce una «solución elegante», inteligencia que se desplaza. Algo equivalente ocurre con la ciudad de México: mejora al ser atravesada, es decir, entendida. ¿Qué tan devastada está?, ¿qué tan fea es? Estas preguntas son especulativas porque es imposible conocer la metrópoli entera. Por ello, recorrerla sin extraviarse, urdir una ruta, seguir un decurso con principio y fin, representa un logro mental. Como las piezas de ajedrez, los viajeros sortean obstáculos para sobrevivir; al hacerlo, dotan de sentido al caos. En «Historia del guerrero y de la cautiva», Borges se ocupa del confuso heroísmo de Droctulft, un bárbaro que se dispone a destruir Ravena, pero admira tanto sus edificios que cambia de bando y muere defendiendo la ciudad. De acuerdo con Borges, Droctulft no es un traidor sino un converso. El rudo habitante de las ciénagas donde abreva el jabalí, reconoció en las plazas y los monumentos italianos un designio que lo superaba de modo impreciso. Sería exagerado decir que comprendió la ciudad. Intuyó con extrema vaguedad los propósitos de esa arquitectura, pero fue capaz de un atrevimiento intelectual: se supo inferior a ellos.

Un pasaje del relato resume esta iluminación: Droctulft «ve un conjunto que es múltiple sin desorden; ve una ciudad, un organismo hecho de estatuas, de templos, de jardines, de habitaciones, de gradas, de jarrones, de capiteles, de espacios regulares y abiertos. Ninguna de esas fábricas (lo sé) lo impresiona por bella; lo tocan como ahora nos tocaría una maquinaria compleja, cuyo fin ignoráramos, pero en cuyo diseño se adivinara una inteligencia inmortal. Quizá le basta ver un solo arco, con una incomprensible inscripción en eternas letras romanas. Bruscamente lo ciega y lo renueva esta revelación, la ciudad. Sabe que en ella será un perro, o un niño, y que no empezará siquiera a entenderla, pero sabe también que ella vale más que sus dioses». Borges ubica al legendario Droctulft en el siglo VI, un tiempo en que lo urbano tenía un sentido edificante. El bárbaro acepta recorrer la urbe como lo haría un perro y decide rendirle sus cuchillos, defender el prodigio que lo excede. La «Historia del guerrero y de la cautiva» fue escrita en la década del cuarenta, cuando Buenos Aires ya no calificaba como «un conjunto que es múltiple sin desorden», pero aún tenía un contorno precisable. Aunque Viena había sido bautizada como «laboratorio para el fin de los tiempos» por Karl Kraus y Londres como «un laberinto roto» por el propio Borges, las metrópolis de mediados de siglo se extendían como un sueño interpretable. Confuso y desmesurado, pero interpretable. La Ravena del siglo VI representa un sueño que sería pervertido en los siglos por venir, el croquis de la razón distorsionado por las aglomeraciones posteriores y sus ruidosas motocicletas. Imaginarla significa volver a las primeras calles, al espacio organizado que adiestra a sus moradores y convierte a los bárbaros. La ciudad como bastión de la esperanza, donde los edificios dialogan entre sí. No es casual que un habitante de la Tenochtitlan de fin de siglo haya escrito un relato que revierte el destino de Droctluft. En «Grenzgänger», Javier García Galiano narra la historia de un cartero en Berlín, a fines de la Segunda Guerra Mundial, en el momento en que los edificios de la avenida Unter den Linden arden con las bombas de los aliados. A pesar de la metralla y de que los vecinos casi no sostienen correspondencia, el cartero hace su recorrido de siempre. De modo sigiloso, sus pasos articulan una ciudad que se derrumba. En este transitable apocalipsis conoce a un soldado soviético, un tártaro reclutado en las estepas, y le ofrece asilo. Poco después, cuando el Ejército Rojo toma Berlín, el cartero es traicionado por su huésped. Hasta aquí, la historia revela la pasión de un hombre por el barrio que le tocó en suerte y la ingratitud del huésped. Pero falta una pieza en el tablero: la ruta del tártaro en Europa. Aquel campesino desplazado a Berlín no conocía otra cosa que ciudades en llamas. A diferencia de Droctulft, no encontró las avenidas de una «inteligencia inmortal», sino un caos degradante. Ante el resplandor cárdeno de las llamas, supuso que ahí no cabía otra conducta que el vejamen. Si Ravena convierte a un destructor en ciudadano, el incendio de Berlín convierte a un refugiado en traidor. Las lecciones urbanas modifican su temario.

Hoy en día, las macrópolis carecen de confines. Sólo en su respectivo Museo de la Ciudad conservan viejas imágenes de sí mismas, vestigios de un orden comprensible. Vistas en el presente, sugieren que su inmensidad ha crecido por azar o error, no por empeño voluntario. La ciudad de México no necesitó de las tempestades de acero de Berlín para aniquilar su territorio. Y, sin embargo, aún cautiva a las hordas que vienen de lejos. No tenemos escalinatas ni capiteles ni plazas de pulidas piedras; formamos una aglomeración turbia e incalculable. Pero la gente no deja de llegar. El verdadero espanto no proviene del entorno sino de la certeza de que hay sitios peores. No sabemos con exactitud dónde se encuentran, pero sabemos que existen. La esperanza de morir aquí es distinta a la que decidió la suerte del guerrero Droctulft, pero igual de cierta y estremecedora: ofrecemos un horror preferible.

La representación literaria de la ciudad ha cambiado tanto como el paisaje urbano. ¿Qué puede decir la ficción de un sitio que en 1950 tenía 2.9 millones de habitantes; en 1970, 11.8 millones, y en el año 2013 se acerca a un número que parece una llamada de emergencia ante el apocalipsis: 20 millones?

En Las ciudades invisibles, Italo Calvino discute las posibilidades del dibujo urbano: «el catálogo de las formas es inmenso: hasta que cada forma haya encontrado su ciudad, nuevas ciudades seguirán naciendo». Este repertorio incluye, por supuesto, a la ciudad sin forma, que los topógrafos aéreos llaman «mancha urbana» y que existe bajo los nombres de Tokio, Los Ángeles, Calcuta, São Paulo o México D. F.

La fama de ciertas ciudades míticas dependía de los caminos que llevaban a sus puertas. Los atajos de la cristiandad conducen a Roma; en cambio, la Atlántida fascina porque su vía de acceso se ha perdido. Otras ciudades deben su reputación al esfuerzo necesario para llegar ahí. Después de cruzar un inmenso desierto, el viajero se rinde ante Samarkanda; el auténtico prodigio es haber llegado.

La ciudad de México cautiva del modo opuesto; el reto no es llegar ahí, sino atravesarla. Las megalópolis están hechas para la travesía interna, un mar donde el puerto ha quedado fuera. En Die Unwirklichkeit der Städte (La irrealidad de las ciudades), Klaus R. Scherpe sostiene que la ciudad moderna depende de la construcción y la posmoderna de sus funciones (más que un espacio edificable, es un escenario de desplazamientos). La ciudad moderna tiene un apetito devorador de huecos, la posmoderna se interesa menos en la realidad física; es una complicada región de tránsito, un acarreo de gente que sigue flechas e informaciones que palpitan en pantallas cibernéticas.

Estos cambios en la representación urbana han tenido un correlato en la literatura. La novela del siglo XIX tendió a ver el territorio como un todo difícil de abarcar, pero a fin de cuentas articulado. En Nuestra Señora de París, Victor Hugo enfrenta la ciudad como el libro de piedra que debe descifrar. A principios del siglo XX, Alfred Döblin se extravía en el laberinto berlinés y declara: «Berlín es en gran medida invisible». Una imagen unifica las novelas urbanas de la primera mitad del siglo XX: la jungla de cemento. Un lugar para perder la brújula de las calles y de uno mismo. «Babilonia», «Sodoma», «Babel» son los humillantes apodos que recibe este paraje de extravío. La selva de hierro y argamasa representa un desafío moral y recibe las invectivas de «monstruo», «hidra», «puta».

En sus arrabales sin término, el ciudadano se expone a cautivadoras amenazas; los muros lo aíslan, las maquinarias lo desviven, la muchedumbre borra su rostro, el trabajo lo enajena. En 1931, en su novela Los lanzallamas, Roberto Arlt logró un intenso pasaje de la deshumanización citadina: «En complicidad con ingenieros y médicos, han dicho: el hombre duerme ocho horas. Para respirar, necesita tantos metros cúbicos de aire. Para no pudrirse y pudrirnos a nosotros, que sería lo grave, son indispensables tantos metros cuadrados de sol, y con este criterio fabricaron las ciudades. En tanto, el cuerpo sufre». La capital que devora y nulifica ha merecido numerosos bautizos literarios, del escatológico «Cacania» de Robert Musil a la triple D de James Joyce: Dear Dirty Dublin. La jungla urbana obedece a un insaciable crecimiento físico y a la savia corruptora que la irriga.

A partir de la segunda mitad del siglo XX predomina una metáfora horizontal: la ciudad como océano, infinita zona de traslado. Las metrópolis de hoy enfrentan problemas superiores a los incipientes laberintos en los que Walter Benjamin buscaba perderse. Por ello, el misterio es que funcionen. Elio Vittorini ideó una estrategia para captar en pequeña escala el mecanismo de cualquier ciudad. Desde el título, su novela más importante aceptó el castigo de quedar inconclusa. Se llama Las ciudades del mundo. El otro título que Vittorini tomó en cuenta fue Los derechos del hombre. Ambos aluden a una visión universal; sin embargo, la originalidad del novelista dependió de restringir al máximo su inagotable escenario. Todas las «ciudades del mundo» están en Sicilia. Cada pueblo brinda la fórmula de otro posible. Entender el mecanismo de ciertas plazas y el patrón lógico que reunió a sus habitantes significa descubrir que en Scicli está Jerusalén. El título de Vittorini es exacto: en cada ciudad está la matriz de cualquier otra ciudad.

Si el método del novelista siciliano consiste en exceder la mirada, en generalizar al máximo un alfabeto reducido, el de su discípulo Italo Calvino es el opuesto; describe lo que no se ha visto. Puesto que todo paisaje urbano responde a usos determinados, basta encontrar su modo operativo para derivar de ahí sus calles y sus costumbres. Tal es el principio rector de Las ciudades invisibles. En su novela La ciudad ausente, Ricardo Piglia ahonda el procedimiento; la trama y los personajes sugieren un paisaje, un conjunto que determina las historias, pero que no se describe y sólo se conoce por rigurosa inferencia. Este territorio omnipresente e intangible simboliza a las macrópolis que nos exceden.

Representar ciudades desde la ficción obliga a dotarlas de una lógica, a crear relatos que permitan habitarlas.


Este texto se publicó en el libro Habla Ciudad, con motivo de la primera edición del Festival de Arquitectura y Ciudad MEXTRÓPOLI. Aparta la fecha y acompáñanos a vivir la ciudad extraordinaria en su próxima edición que tendrá lugar del 9 al 12 de marzo de 2019. 

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