Resultados de búsqueda para la etiqueta [Leticianeidad ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Tue, 20 Dec 2022 01:05:25 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Leticianeidad 4: En el cabildo https://arquine.com/leticianeidad-4-en-el-cabildo/ Tue, 20 Dec 2022 07:00:05 +0000 https://arquine.com/?p=73578 Darío es colaborador de Valeria y estudiante de biología en la Universidad Nacional de Colombia. Es de Leticia. Cuando no está estudiando en Bogotá, Darío toma fotografías de animales que se encuentra en la selva, sobre todo herpetos.

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En colaboración con Darío Alarcón Naforo

 

Íbamos en la moto muy rápido por los kilómetros, camino a CIHTACOYD. Era uno de mis últimos días en Leticia. Ya para entonces nos habíamos dado por vencidos de encontrar a Sandra. Las reservas cerraron sus puertas y las caminatas con Pelacho por el kilómetro 11 no dieron resultado. En la moto, Darío y yo hablábamos del skate. Me contaba que la primera vez que vio una patineta fue en casa del Doctor Silva, un médico que llegó a Leticia de otro lado y se especializó en toxicología. Mantenía en su casa una colección abundante de serpientes, de las que extraía el veneno para estudiarlo. Una tarde, Darío se metió a robar zapotes y lo que le llamó la atención fue una patineta. Luego la vio otra vez en MTV, pero no fue sino hasta mucho tiempo después que por fin pudo hacerse de una tabla. Resultó un buen patinador. En su cuarto tenía un par de premios colgados por ahí y ahora era considerado un veterano en Leticia. Me dijo que patinaría hasta que el cuerpo se lo prohibiera.

–Saco mucho de las cosas que tengo guardadas.

Hace tiempo que el asfalto de los kilómetros se había vuelto tierra. En algún punto, el camino simplemente se terminó frente a la selva. Ahí estacionamos la moto y nos internamos por una trocha ancha que Darío llamaba el “camino nuevo.”

Darío es colaborador de Valeria y estudiante de biología en la Universidad Nacional de Colombia. Es de Leticia. Cuando no está estudiando en Bogotá, Darío toma fotografías de animales que se encuentra en la selva, sobre todo herpetos. En su cuenta de instagram (@dario.alarcon) lleva este minucioso registro de especies, donde a menudo complementa la clasificación científica con el conocimiento tradicional sobre ciertos animales. En el cabildo ya lo conocen como Culebrero. Él y su madre Maritza se involucraron en el proceso del cabildo desde el inicio, en el primer mambeadero que surgió en Leticia. Eventualmente, los abuelos le encomendaron la tarea de filmar una serie de videos en los que se explicara el proceso político de asentamiento a partir del cual se formó esta comunidad, el Cabildo Indígena Herederos de Tabaco, Coca y Yuca Dulce.

Una media hora después, dimos con un claro en la selva. Esparcidas entre las chagras de yuca y coca había pequeñas casas de madera. Estábamos en el cabildo. Mientras dábamos la vuelta, Darío me contó el proceso de asentamiento. Primero era socavar, limpiar las plantas rasas y pequeños árboles. Después venía la tumba de los árboles más altos, que se dejaban secar para posteriormente quemarse, un proceso que nutría la tierra y permitía la siembra de la chagra. Finalmente venía la construcción, que empezaba por la maloca a la cual nos acercábamos lentamente.

Un gallo atravesaba la cancha de tierra muy tranquilo. Desde afuera, la maloca era una estructura circular de madera con un techo de hojas y una chimenea en el vértice para expulsar del interior el humo y el aire caliente. Por adentro, la maloca era una sombra refrescante, algunas hamacas, los pensadores donde se sientan los abuelos en la noche. Darío sirvió dos vasos de agua. Yo le pregunté por qué le habían encargado a él los videos.

–Me vieron un potencial donde no había –dijo, riéndose. No sabía nada de videos. Fue un reto. Pero un reto bonito.

En los videos, la cámara le da la palabra a varios habitantes del cabildo, que conversan mientras llevan a cabo sus tareas diarias. “Nosotros venimos de una tradición oral” me explicó Darío, de ahí la lógica de los videos. Las voces reconstruyen a coro la joven historia del cabildo. Cuentan que empezó como una idea de tres mujeres, a partir de la cual se formaron reuniones entre personas de pueblos Murui, Miraña, Okaina y Bora que, por diversas razones –trabajo, educación, violencia–, se tuvieron que desplazar a Leticia, el centro urbano. Puesto que este desplazamiento es común, el cabildo desde entonces ha incorporado a miembros de quince pueblos diferentes. Eventualmente, decidieron asentarse en un territorio fuera de la ciudad. Oficialmente, donde hoy está CIHTACOYD se consideraba un terreno baldío, pero en el primer video Silvestre Teteye, gobernador del cabildo, explica: “nosotros, comprendiendo desde lo tradicional, sabemos que ninguno de los territorios están baldíos sino que están cubiertos por cada uno de estos pueblos”. Se refiere a los pueblos Yagua, Cocama y Magüta, que son las autoridades tradicionales en esta parte del Amazonas. Después de recibir su aprobación, continúa Silvestre Teteye, se sentaron para “desde el tabaco y la coca hacer la conexión con los espíritus de estos territorios solicitándoles el permiso”. Solo tras esto inició el asentamiento: la preparación del terreno, la siembra de la chagra, la presencia de la maloca y la construcción de las casas. Los últimos videos muestran las diversas maneras como los integrantes habitan el espacio, ahora que ya existe.

Salimos de la maloca y emprendimos el regreso. Darío me comentó que seguía trabajando en los videos. Dijo que le parecía importante documentar este proceso, al mismo tiempo que sentía un conflicto por estarse apartando del carácter estrictamente oral de la palabra. De cierta manera, es otra más de las negociaciones que le toca hacer a menudo: entre la biología y el conocimiento tradicional, entre la escuela y la palabra de los abuelos, entre las noches en el mambeadero y los días en la dinámica urbana de Leticia o Bogotá. CIHTACOYD había desaparecido hace mucho, apenas unos cuantos metros después de que nos internamos por la trocha. Muy rápido la selva se cerró sobre nosotros. El camino subía y bajaba por las caprichosas escaleras que las raíces de algunos árboles inventaban ante nosotros.

–No me gusta la ciudad– comentó Darío, cuando ya llegábamos a la moto.

Uno o dos días después de la visita al cabildo, nos fuimos de Leticia sin haber visto ni siquiera el más mínimo rastro de Sandra. Durante buena parte de un vuelo de dos horas a Bogotá, debajo de nosotros solamente se veía la selva, surcada por el culebreo ondulante de cientos de vertientes. No sabíamos que, unos meses más tarde, dos Sandras se aparecerían como si nada una tarde adentro de la casa de Darío.  

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Leticianeidad 3: Fantasías tropicales https://arquine.com/leticianeidad-3-fantasias-tropicales/ Tue, 08 Nov 2022 15:08:47 +0000 https://arquine.com/?p=71530 Con la excepción de su función turística, todo otro contacto con la selva está prohibido dentro de los límites de esa propiedad privada. Conservar significa entonces extraer al ser humano de la ecuación ecológica, porque las reservas parten de la premisa errónea de que cualquier tipo de intervención humana es dañina de por sí.

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Nuestro plan original era buscar a la Sandra en las reservas ecológicas que existen a lo largo de “los kilómetros”, sobre todo a partir del 11. Sin saber que le ladrábamos al árbol equivocado, una tarde nos presentamos en una reserva donde Valeria tenía un contacto. Se trataba del encargado, un señor muy agradable que estaba dispuesto a colaborar, pero que al final le respondía a los dueños (uno de los cuales, siguiendo la tradición hacendada, no vivía en Leticia). Nos recibió en una palapa de unos seis o siete metros de altura, con un techo de hoja amarradas al estilo de las malocas. Aunque no estuviéramos lejos de la carretera, el ambiente había cambiado de golpe y ahora sólo se escuchaban los insectos y el crujido intermitente de alguna rama. Era como si, de pronto, hubiéramos aparecido en un campamento abierto en algún claro en mitad de la selva, con apenas dos o tres estructuras de lo más rudimentarias.

El encargado nos pasó a tomar un tinto a la “cocina,” una estructura de madera sin barnizar, con techos de hoja y pared de mosquitero, cubierta por la eterna sombra de la selva, con un foco colgado por ahí. Valeria le explicó el proyecto y él quedó en que hablaría con los dueños. Le pagamos una noche de hospedaje en las cabañas escondidas más adentro de la reserva en lo que se fraguaba el permiso, y luego del tinto uno de los guías nos condujo hacia allá adentro. Trepamos entonces a otra altura de la selva, otro punto de vista, tal como se percibía panorámicamente a través de la pared de mosquitero. 

Cuando oscureció, el mismo guía nos llevó a caminar por las trochas que serpenteaban por la propiedad. El tour venía incluido con el hospedaje. Esa noche, a la luz de nuestras humildes linternas de cabeza, fue la primera vez que caminé en la selva. Mi impresión fue la de sentirme observado sin ser capaz de identificar qué me observaba y desde dónde. También me gustó caminar a una hora en la cual el ruido es ya apenas un murmullo de insectos y moscos, interrumpido solo a veces por un crujido o algún golpe o quizá el canto desvelado de cierta rana. 

Nos levantaron los pájaros desde temprano. En la cocina, el encargado bebía su tinto. Nos dijo que los dueños no querían que buscáramos a la Sandra ahí. 

Lo mismo sucedió con otras reservas, pese a que los permisos gubernamentales estuvieran al día. Nos sorprendió la respuesta ya que estas reservas se presentan antes que nada como espacios de conservación ecológica. En teoría, el turismo es solamente la forma como puede sostenerse esta “noble” misión. Por eso nos pareció lógico preguntar ahí para empezar. Pero, para las reservas, conservación no significa investigación, significa prohibir la intervención humana en su propiedad para permitir que la selva resurja ahí donde fue talada o donde está en riesgo de ser urbanizada. Con la excepción de su función turística, todo otro contacto con la selva está prohibido dentro de los límites de su propiedad privada. 

Conservar significa entonces extraer al ser humano de la ecuación ecológica, porque las reservas parten de la premisa errónea de que cualquier tipo de intervención humana es dañina de por sí. Esto sin duda incluye a los potreros y balnearios que talan la selva alrededor de “los kilómetros” para explotar la tierra. Pero también incluye a la biología, que a veces tiene que manipular especímenes, e incluso la cacería y otras prácticas de las comunidades indígenas de la zona. A su entender, todas las anteriores son igual de dañinas, aunque en el fondo sepamos que no es así y que, además, para culturas que se han formado en la selva, resulta absurda la idea de separar al humano del ecosistema. Como dice Davi Kopenawa,  “en el bosque, los seres humanos somos la “ecología”. Pero también lo son los xapiri (espíritus), las presas, los árboles, los ríos, los peces, el cielo, la lluvia, el viento y el sol. Lo es todo lo que llegó a ser en el bosque. Somos los habitantes del bosque, nacimos en medio de la “ecología” y crecimos aquí.” (393). 

De esto probablemente deriva una idea de conservación mucho más interesante que la de colonizar tierras para convertirlas en jardínes privados. Sobre todo porque, en la prática, ya sea desde la ingenuidad o el cinismo, estas reservas son complejos ecoturísticos que también usan la selva y que son parte fundamental de la urbanización emergente de “los kilómetros.” Una noche en la terraza de Ana, ella y Gabriel nos hicieron ver que las reservas operan esencialmente como hoteles. A la propiedad se le saca provecho de esta forma. Y si los miembros de las comunidades de la zona ––que fungen como constructores, guías, peones y cocineras–– representan la fuerza de trabajo, la selva es el gran capital invertido por los terratenientes (de ahí la importancia real del “no tocar”). 

La arquitectura, en este contexto, es la encargada de asegurar un flujo de turistas, ofreciendo un hospedaje de primera. Una experiencia, más bien. El café en la cocina rústica rodeada de árboles, la cabaña en las alturas, el paseo nocturno, el olor de la selva por la mañana…todo esto. Y, casi sin darse cuenta, uno se desliza a una fantasía. Por eso en casa de Ana nos decían que las reservas eran un lugar para que el turista urbano realice sus fantasías coloniales sobre el Amazonas, para que encarne un par de días la figura literaria del explorador que se interna en un bosque virgen, puro y salvaje, un bosque que ningún otro hombre ha pisado antes. 

Dice mucho el que la operación arquitectónica principal sea la del aislamiento de la carretera. Los senderos, que en el paseo nocturno se sentían infinitos, en realidad se mantienen lo suficientemente lejos de los bordes de la propiedad como para que no se escuchen los vallenatos del vecino. Lo mismo la zona principal de la reserva que, separada de “los kilómetros” por un sendero, se aparta de sus sonidos como si no tuviera nada que ver con ellos. Esto es necesario para que la fantasía de la selva salvaje funcione para el turista y para que las reservas se pongan su disfraz ecologista. Pero es bien sabido que las reservas crecen junto a la carretera, dentro de su sistema. Y a su alrededor surgen a su vez satélites en la forma de tiendítas, puestos de empanadas o artesanías, pues, aunque lo nieguen, estos espacios son una de las grandes fuerzas de gravedad allá en la urbanización emergente de la carretera.  

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Leticianeidad 2: La Triple Frontera https://arquine.com/leticianeidad-2-la-triple-frontera/ Thu, 15 Sep 2022 12:42:12 +0000 https://arquine.com/?p=69152 Construido a través de estructuras que se montan y desmontan fácil (como los puentes), que se multiplican si es necesario (como las parrillas), que mutan para acomodar a un pariente (como los puestos), o que se acuerdan sobre la marcha, el puerto se caracteriza por lo provisional de su infraestructura. Aún así, buena parte de economía regional pasa por esos muelles, formal, informal o de cualquier otro tipo.

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El mirador

Para llegar a Tabatinga, hay que seguir derecho por la Avenida Internacional hasta que, pasando la gasolinera de los helados ricos, los letreros comerciales empiezan a estar en portugués. Entonces ya estás en Brasil. Íbamos en el asiento trasero de un motocarro (o tuk tuk) con dirección al puerto. Cuando se detuvo, le pagamos al chofer más de la cuenta en pesos para que nos devolviera cambio en reais, una práctica habitual de su oficio. 

Atravesamos el puerto y subimos por un callejón al mirador, donde nos gastamos el cambio en unas cervezas. El cuerpo gordo y desparramado del río Amazonas estaba enfrente. A lo lejos se enroscaba entre la selva. Más cerca, en la misma orilla que Tabatinga, alcanzaba a verse Leticia, mientras que al otro lado del río se asomaban los palafitos de Santa Rosa del Yavarí, un pequeño asentamiento peruano. 

Una lancha larga y angosta te cruza sin ningún problema de Leticia o Tabatinga a Santa Rosa y a la inversa. Esas embarcaciones rebotan todo el tiempo entre las tres bandas de la triple frontera, en una carambola que arrastra de un lado a otro modas, marcas, parientes, negocios, ritmos, fayuca hecha en China, frutas, predicamentos evangélicos y un sin fin más de eslabones que, en conjunto, caracterizan la cultura regional. Sin tanta aduana, me pareció una cultura plenamente fronteriza en la que se confunden tres países, dos lenguajes oficiales (entre otros), varios credos, tres monedas (aunque el peso peruano circula poco) y productos provenientes de los tres puntos, de Inca Kola a Pony Malta, de gas brasileño a cerveza Póker. 

 Por otra parte, antes de que algún tratado firmado lejos de ahí partiera la zona en tres países, la región funcionaba de acuerdo a otra geografía política y cultural que, con sus mutaciones, sobrevive. De las poblaciones indígenas y sus intercambios proviene la memoria histórica de la región, que se traduce en el conocimiento necesario para aprovechar recursos como los peces de río o los frutos de temporada, para cultivar las chagras de yuca, explicar la importancia de plantas como el tabaco y la coca y para habitar ese ecosistema en general. Esta otra geografía, que se traslapa y permea la cultura cotidiana de la trifrontera, diluye aún más la validez que la división política del mapa tiene en la vida diaria. 

El puerto

En los muelles, la actividad no cesaba. Lanchas cargando pasajeros y pencas de plátano verde asediaban desde varios frentes. Su técnica de arribo consistía en clavarse entre dos de las muchas embarcaciones estacionadas para luego empujarse de éstas hasta abrirse un hueco. La gente desmontaba en una primera estación y, haciendo equilibrio con sus bultos, atravesaba un puente improvisado con tablones (mismo que se levantaría fácilmente al llegar las secas). En la orilla, las parrillas de pollo asado que se habían montado temprano rebosaban de gente y, cruzando la calle, ya sonaba el funky en los puestos del mercado, que empezaban a revelar sus cremas, brochas, pinzas, sombras y delineadores. 

Construido a través de estructuras que se montan y desmontan fácil (como los puentes), que se multiplican si es necesario (como las parrillas), que mutan para acomodar a un pariente (como los puestos), o que se acuerdan sobre la marcha, el puerto se caracteriza por lo provisional de su infraestructura. Aún así, buena parte de economía regional pasa por esos muelles, formal, informal o de cualquier otro tipo. Empujada por Manaus, Tabatinga es la ciudad más grande de la zona y en su puerto confluyen lenguajes, prácticas culturales, formas de vida y economías. Su arquitectura improvisada permite la articulación de lo que Verónica Gago llama la economía abigarrada latinoamericana: una red donde se confunden formalidad e informalidad, piratería y autogestión comunitaria, emprendimiento y cooperación, el comercio global y el tráfico de coca que se siembra y raspa adentro de la selva, que las mulas de Perú y Colombia transportan en lancha hacia Tabatinga y que luego sale por el río en dirección a Manaus. Por eso es que, en la trifrontera, nociones como globalización, libre comercio o autonomía pueden tener muchas caras a la vez. 

Gago explica que la economía abigarrada forma configuraciones inestables que todo el tiempo están mutando. En otras palabras, la gente allá se gana la vida como puede, alternando chambas, dando y recibiendo apoyo familiar, camellando un tiempo en el negocio de unos parientes, sobreviviendo otro rato con una beca o levantando alguna cooperación o emprendimiento con un parche. Mantenerse es un reto diario para casi cada habitante, y a menudo exige transitar y adaptarse a un lado y otro de las fronteras. En este contexto, la provisionalidad de la arquitectura portuaria tiene sentido. Al final, es una arquitectura flexible que responde ágilmente a necesidades cambiantes, modalidades económicas diversas y a distintas tradiciones constructivas de la región. Pero, sobre todo, es una arquitectura que garantiza fronteras porosas, porque de esa condición dependen buena parte de los habitantes en su día a día.

 

La Copa América

Si esta porosidad se traduce en una cultura fronteriza y cosmopolita, esto no necesariamente cancela el deseo de pertenecer a algún tipo de nación. En los puestos del mercado junto al puerto dominan las playeras de las tres selecciones, en todas las tallas, para mujer y para hombre, de varios niveles de pirata. La noche del partido de Copa América entre Colombia y Brasil, la verdeamarela celebró en pleno Leticia, igual que Perú unos días antes y con tremendo escándalo. Cuando Colombia le ganó a Uruguay en cuartos, la gente en Leticia salió por fin a desahogarse en una caravana de motos que le dio la vuelta a toda la ciudad. 

Ana y Gabriel, del posgrado en estudios amazónicos, me contaron que la explosión urbana de Leticia se remonta al boom de la coca en los setenta, cuando empezaron a llegar migraciones del interior en busca de fortuna. Algunas de esas migraciones constituyen poblaciones con negocios, jerarquías, barrios y tradiciones propias. Lo entendí un sábado que fuimos a la fiesta de San Pedro en el barrio opita. La gente del Huila ocupó la calle con mesas de plástico y preparó lechona (un cerdo relleno de arroz cocinado a fuego lengo, como carnitas). La vieja guardia vestía sus trajes tradicionales. Toda la tarde, “el Sanjuanero” y otros joropos se encargaron de reunir a esa gente y llevarla a su tierra, lejos de Leticia. 

Pero es verdad que esos eran días patrios, de fiesta y fútbol. Pronto desaparecían y con el guayabo sólo quedaba el movimiento arrullador de las lanchas que rebotan sin cesar, como diría Guimarães Rosa, entre las tres orillas del río. 

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Leticianeidad 1: Urbanización https://arquine.com/leticianeidad-1-urbanizacion/ Thu, 11 Aug 2022 15:00:14 +0000 https://arquine.com/?p=66722 Ese bosque así, en esas condiciones –joven, perturbado, habitado todavía por los fantasmas de otros sueños, amenazado por la cercanía latente de “los kilómetros”– atraía a ciertos habitantes...

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Este texto es el inicio de una serie que se publicará en los próximos meses

 

Las Veraneras

La casa estaba en una solitaria urbanización a las afueras de Leticia llamada Las Veraneras. El condominio vacacional que el nombre evocaba se traducía en un puñado de casas a lo largo de una calle de piedra y lodo. La mayoría lucían desiertas y, fuera de un viejo que picaba piedra a media calle, esa tarde que llegamos no se veía rastro de vida. La nuestra tenía dos pisos, un techo de lámina en dos aguas y un balcón de madera. Cuando abrimos la puerta, un tufo cálido de humedad nos recibió como un eructo. Por adentro, el lugar estaba en buenas condiciones, sobre todo considerando que no estaríamos ahí más de un mes. Aun así, se notaba que la casa llevaba tiempo desocupada porque una capa de polvo tapizaba todo el segundo piso y el óxido ya se estaba devorando la puerta del refrigerador y la estufa. Afuera, el piso del patio estaba cubierto de insectos muertos y caimos podridos que habían rodado del árbol de la esquina.

En realidad, la indiferencia con la que nos recibió Las Veraneras aquella tarde nunca cambió. Muy de vez en cuando pasaba por ahí una moto (el medio de transporte principal de Leticia). Un par de días se asomó alguien a vender fruta. A veces, cuando salía al porche a tomar café, me encontraba al mismo viejo del primer día. Seguía picando piedra, que luego montaba en su carretilla y transportaba a algún lugar que nunca vi.

Por las noches, en cambio, Las Veraneras despertaba al ritmo de una que otra fiesta de reguetón que se oía por ahí. Se levantaban también por estas horas los otros habitantes del condominio. En cuanto refrescaba un poco con el atardecer, arriba del baño del segundo piso empezaba un diálogo agudo entre unos murciélagos conocidos como chimbilás. Por esa misma hora salían de cacería los moscos y un poco más tarde las ranas, que croaban desde las jardineras. A lo largo de la noche se oía a los chimbilás ir y volver de la casa. En ocasiones se oían también pasos firmes en el tejado de lámina. Temprano en la mañana, cuando todavía estaban despiertos los pájaros, era cuando más actividad humana se percibía. Pero ya cerca del mediodía, con el calor en ciernes, todo sin importar, la especie dormía en Las Veraneras.

 

Leticia

Dos kilómetros más allá, pasando las pistas del aeropuerto que alguna vez fueron las canchas Villareal según Pelacho, está la ciudad de Leticia propiamente. Su centro de gravedad, su razón de ser, es una pequeña entrada del río Amazonas. El puerto es, por ende, un eje sobre el que se organiza buena parte de la actividad urbana. Alrededor del muelle principal se concentran el mercado de frutas y pescados, casas de cambio, puestos turísticos y almacenes donde uno encuentra cualquier cosa de primera necesidad, de utensilios de cocina a botas de hule; de electrodomésticos a machetes y útiles escolares (en la Distribuidora Marelva, por ejemplo, yo compré en esos primeros días una bomba para destapar el escusado y una cafetera de estufa).

Un par de calles más arriba, a salvo del agua, empieza el centro de Leticia, lleno de restaurantes, panaderías, tiendas de ropa (la playera de Selección Colombia en cada aparador), supermercados, peluquerías, helados, farmacias y lugares de tradición como un billar donde los viejos de Leticia se reúnen por la tarde a tomar una pola o un tinto y escuchar “Lágrimas negras” y otros boleros. Las motos circulan sin cesar por estas calles. En esta zona está también la plaza principal, conocida popularmente como el “parque de los loros” ya que todas las tardes, con el anochecer, llegan gritando cientos de pájaros, que rodean los árboles del parque en lo que parece una coreografía ensayada hasta que, una media hora después, cada quien se acomoda en su rama a dormir. Alrededor de la plaza están el cuartel de la marina, el Banco Nacional, el Museo Etnográfico, un bar y una iglesia que no tiene ni la relevancia ni la ostentación de las iglesias coloniales del interior. De hecho, la mayor parte de la gente se congrega en la esquina opuesta, frente al banco, ya que ese es el único punto de la ciudad donde uno puede acceder al wi-fi público. Muchas veces tuve que ir a esa esquina a mandar un correo o revisar mis mensajes, y siempre había otros fieles consultando el celular ahí.

Más adentro de la ciudad, lejos del río, las calles se vuelven residenciales. Abundan casitas de un piso pintadas de colores vivos, con un porche techado entre el patio o cochera y el interior. Una barda chaparra con algún tipo de enrejado barroco separa el patio de la calle. El porche, en específico, es un elemento importante en la dinámica leticiana. Durante el día, la gente monta ahí sus pequeños emprendimientos. En los porches se venden calabresas y pollo asado a la parrilla, se consigue un tinto o se improvisa una tiendita con productos básicos. Por las noches, tras desmontar el negocio, esos mismos porches se vuelven espacios en donde tomar el fresco o reunir a las amistades a beber hasta bien entrada la noche.

 

Los kilómetros

Entre el cuartel y el aeropuerto, al fondo de la ciudad, inicia una carretera que avanza hacia dentro de la selva hasta detenerse en el kilómetro 22, donde se desmiembra en un par de trochas abiertas por las comunidades de la zona. Las Veraneras está en el kilómetro 2 de esa carretera, todavía en la periferia de Leticia. Por ahí del kilómetro 4, la urbanización se vuelve más esporádica. De pronto aparece un hotel o un balneario, se cruza por un asentamiento indígena o se pasa junto a un rancho. Las reservas ecológicas a donde queríamos ir a investigar están ahí también, de ahí que la ubicación de Las Veraneras fuera idónea. En general esa era la zona por la que teníamos que caminar en las mañanas y en las noches. Y es que allá en “los kilómetros”, tal como es conocida esa carretera, las fronteras entre la selva y la ciudad son bastante más difusas que en Leticia (donde ya de por sí lo son), y todo el tiempo se están renegociando. Los kilómetros están llenos de huecos talados y parches que la selva está volviendo a reclamar. Una vez, caminando por ahí con Pelacho, nos detuvimos frente a una quebrada a esperar a que se hiciera de noche antes de adentrarnos al bosque por una trocha angosta que se abría paso en medio de las plantas que nos rodeaban. Pelacho dijo que estábamos parados sobre la antigua ladrillera. Se notaba que el bosque era joven, por los platanares y otros árboles bajos, pero de la construcción no había rastro alguno y parecía que la ladrillera no sobrevivía más que en la memoria de Pelacho. Lo cual nos interesaba porque ese bosque así, en esas condiciones –joven, perturbado, habitado todavía por los fantasmas de otros sueños, amenazado por la cercanía latente de “los kilómetros”– atraía a ciertos habitantes, incluyendo a la Sandra que habíamos ido a buscar.

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