Resultados de búsqueda para la etiqueta [La Tallera Siqueiros ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Fri, 28 Oct 2022 16:11:49 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Costal, máscara y palos: Edgar Orlaineta en La Tallera https://arquine.com/costal-mascara-y-palos-edgar-orlaineta-en-la-tallera/ Fri, 28 Oct 2022 13:45:35 +0000 https://arquine.com/?p=71023 Inaugurada el 22 de octubre en La Tallera, la muestra “Costal, máscara y palos” del artista y diseñador Edgar Orlaineta establece nexos entre las disciplinas de la danza, la arquitectura y el diseño, trazando líneas entre el funcionalismo y la improvisación, mediante las figuras del diseñador Isamu Noguchi, el arquitecto Howard T. Fisher y la bailarina Ruth Page.

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Inaugurada el 22 de octubre en La Tallera, la muestra “Costal, máscara y palos” del artista y diseñador Edgar Orlaineta establece nexos entre las disciplinas de la danza, la arquitectura y el diseño, enfocándose en un periodo singular. Las líneas que se trazan entre el funcionalismo y la improvisación, mediante las figuras del diseñador Isamu Noguchi, el arquitecto Howard T. Fisher y la bailarina Ruth Page se encuentran, igualmente, en aquello que estructuró un proyecto expositivo donde las metodologías del diseño informan la producción de piezas artísticas. “Costal, máscara y palos” revisa la modernidad estadounidense y la cultura material que ésta produjo, con el fin de enunciar una crítica a la idea de progreso dibujada por la época. 

 

Christian Mendoza: “Costal, máscara y palos” es una exposición fundamentada en una investigación sobre Isamu Noguchi.  ¿Cómo empieza a construirse esta investigación?

Edgar Orlaineta: El proyecto comienza hace varios años con una investigación sobre Noguchi. En esa pesquisa, descubro la relación que tuvo con la bailarina Ruth Page. Page era una bailarina bastante progresista. Formó el primer ballet conformado por bailarines afrodescendientes. También colaboró con Harald Kreutzberg, un bailarín alemán bastante vanguardista. Page conoce a Noguchi, quien le diseña un traje (un costal) donde ella se mete para hacer algunas coreografías, una titulada “Variaciones no-euclidianas” y la otra llamada “Miss Expanding Universe”. Al verla en este traje, Noguchi hace una escultura con el mismo título de la segunda coreografía. De hecho, el título fue dado por Buckminster Fuller, amigo de Noguchi. Ambos estaban leyendo las teorías de sir Arthur Eddington, que fue quien popularizó las teorías de Einstein al comprobarlas en la realidad. Eddignton aprovechó un eclipse solar y pudo medir la luz, con lo que se pudo corroborar que era afectada por la gravedad. A este contexto, se añade que hubo una feria en Chicago, en 1933, llama “A Century of Progress”, donde se presenta una casa hecha de metal: una casa modular, aséptica y fría que estuvo pensada como una obra de interés social. La casa se promocionaba con la figura de Ruth Page. Aparentemente, ella vivía en aquella casa. Hoy descubrí que se la regalaron y probablemente la usaba como su casa de campo. Se la habían dado porque Howard T. Fisher, el diseñador, era su cuñado. Esta imagen de la casa ante la imagen de la bailarina, generó una reflexión sobre el progreso. En mi trabajo, siempre ha existido una revisión del modernismo a partir de los objetos y la arquitectura. 

CMA: A lo largo de tu práctica, el modernismo es una etapa que se encuentra siempre presente. ¿Qué repercusiones consideras que tuvo este periodo sobre el diseño y la arquitectura?

EA: Algunas cosas se reducen a eslóganes. Yo creo que el verdadero modernismo es como el de Baudelaire, quien decía que la modernidad era la resistencia a lo que venía. Con su sensibilidad, Baudelaire se da cuenta de lo que está pasando con la industrialización y capta nuevas relaciones entre nosotros, los objetos y la arquitectura. Se da cuenta que viene algo terrible. Creo que todos los vanguardistas tempranos plantearon lo mismo. El moderno no haría la revolución para cambiarlo todo. La resistencia al cambio (a la industrialización y al capitalismo) era algo utópico. El modernismo no se trata tanto de los diseñadores y los objetos, sino de lo que se combatía. De esto parte la crítica que hago en mi obra. También cuestiono cómo, por presiones históricas, el diseño ha ido cambiando y cómo ciertos objetos han modificado su intención original, la cual se diluye en su comercialización o en su estetización, aún cuando su espíritu era otro. Sin embargo, hago siempre un homenaje. Aunque creo que seguimos en ese conflicto del miedo a lo que se viene. 

 

 CM: Como artista, siempre has diluido las fronteras con el diseño (incluso, produciendo objetos utilitarios). ¿Cómo estos ámbitos se encuentran en “Costal, máscara y palos”?

EA: Para mí, la cuestión de definir lo que hacemos no me ha interesado. Creo que lo importante es cómo los objetos significan, cómo nos conmueven o nos afectan. Produzco las cosas sin pensar mucho desde un mismo lugar: todo responde más a la intencionalidad y al contexto. Evidentemente, el diseño se distribuye de una manera distinta al arte, aunque en el taller no existe esta diferencia. He producido objetos de diseño y puede que haya un poco de diferencia cuando hago arte, al definir cómo el objeto se distribuirá, qué utilidad tendrá, etcétera. En eso, procuro ser respetuoso. ¿Para qué traer un objeto al mundo que sea caprichoso, que pretenda ser utilitario, que no funcione y que sea demasiado caro? Por eso no diseño tanto. Pero creo que en el taller y en el escritorio, mi práctica siempre ha sido la misma. Para esta exposición, por ejemplo, colaboré con Simon Hamui con unos muebles que se diseñaron para alojar una bibliografía específica que tuviera que ver con el proyecto. En ese sentido, intenté hacer un proyecto artístico que se sometiera a una metodología de diseño. Por eso necesitaba la colaboración de Simon Hamui para que esto fuera real. El producto final son estos objetos escultóricos con una fuerza formal muy interesante y que no son caprichos. Realmente, son una silla, una mesa y una vitrina. Son ergonómicas y están bien hechas, y que están formalmente basadas en la figura de Ruth Page con el traje de Noguchi. Yo vivo de mi arte. Diseñar sirve para ampliar el campo de batalla. He revisado mucho el diseño moderno porque es un tema para mi producción artística. Pero soy muy cuidadoso. No conozco, por ejemplo, cómo es el mercado del diseño. Simon Hamui es un taller completamente artesanal, donde se sigue trabajando con las manos. La gente entra sin saber nada y acaba siendo ebanistas. En ese taller, se construye conocimiento y el carpintero no está alienado de su producto. Ese tipo de interacciones con los materiales es lo que me preocupa, no si el objeto se vende o no se vende después. Ahora hay mucha gente haciendo apología de las manos, pero siempre son las manos de otras personas. También, hay mucha apología a lo artesanal, aun cuando eso conlleve apropiación cultural y abuso. Para mí, son prácticas que siguen siendo colonialistas y que siguen siendo alienantes. Traer un objeto más al mundo por capricho es algo que no tiene sentido para mí. 

CM: Este proyecto piensa vinculaciones entre el cuerpo y la arquitectura. ¿Cómo incorporaste a la exposición al cuerpo?

EO: El proyecto nace en un diálogo con Sophie Leddick, bailarina y performer, quien tiene muy consciente la relación entre el cuerpo y la arquitectura. En su trayectoria, ella ha formado muchas ideas sobre cómo definir un espacio a través del movimiento y cómo la arquitectura puede ser más que ladrillos y materiales para ser más una forma de pensar un espacio. El proyecto especula mucho sobre el espacio y los elementos que están presentes en la arquitectura. Estas experiencias, ya cotidianas para Leddick, fueron para mí algo reciente que no se habían conceptualizado o convertido en un motivo específico. Lo que guio la colaboración con Leddick fueron temas, como la domesticidad y los objetos utilitarios. Yo tengo un interés muy profundo en los objetos que habitan nuestras casas y en su uso. Creo que estos objetos industriales cambiaron nuestra relación con los objetos en general. Antes hacíamos una silla y ésta pasaba a formar parte de nosotros, porque la habíamos hecho con nuestras manos. En la Revolución Industrial aparece una producción que parece que no la hizo nadie, deshumanizada y deshumanizante. El consumidor ya no se refleja en el objeto, sino que exterioriza un sentimiento de posesión. Esta nueva forma de relacionarnos con los objetos no necesariamente es negativa. Benjamin la definía como “fantasmagoría”: la sensación enrarecida ante la obra, la imposibilidad de reflejarnos plenamente en lo que usamos. El peformance de Leddick tenía que ver con espacios y objetos domésticos, y con estas definiciones y ambigüedades entre el cuerpo y los objetos.

CM: Mencionabas una revisión constante del modernismo. Si, como planteabas, el moderno es el que resiste la industrialización, ¿qué hace el diseñador modernista?

EO: Yo creo que no hay nada malo en los materiales ni en la forma de producir. Sólo todo se industrializa de manera excesiva. La tecnología y la ciencia están coartadas, y están en manos del capitalismo. Definitivamente, una producción artesanal es una forma mucho más humana de trabajar. Muchos de los diseñadores que he utilizado en mi trabajo tenían estas ideas, pero todo ha sido transformado y guiado por el capitalismo. No se trata tanto de los personajes, arquitectos o diseñadores: lo que creo que es muy criticable es lo que está detrás del diseño. Por ejemplo, la fibra de vidrio se desarrolló para la guerra. El gobierno de Estados Unidos invirtió mucho dinero para el desarrollo de materiales y aparece la fibra de vidrio. No se usa. El aluminio gana la carrera para hacer aviones y surgen varios productos que se usan cotidianamente. Quienes producen los plásticos son dos compañías y una de ellas era Monsanto, quienes posteriormente comienzan a hacer herbicidas. En algunas guerras, como la de Corea, le piden 17 millones de toneladas para hacer el “agente naranja”, el cual servía para matar todas las plantas y, así, encontrar al enemigo. Posteriormente, Monsanto hace en Disneylandia una Casa del Futuro hecha de fibra de vidrio: otro proyecto que consistiría en casas modulares. Al final, costó un millón de dólares y fracasa. Ahora, Monsanto patentan semillas y se quieren apropiar de un patrimonio universal. Si tú ves la silla de fibra de vidrio de los Eames o de Saarinen, seguro te parece una gran silla. Y sí lo es: pero hay que ver qué compañías están detrás y saber con quién están trabajando los diseñadores. Hay fuerzas antagonistas que hay que vislumbrar. Hay que cambiar nuestras prácticas de vivir y de hacer las cosas. Hay que tomarse el tiempo y detener la velocidad de los tiempos que corren para hacer las cosas con seriedad y ética. Si nada más se trata de hacer un objeto exitoso, estamos jugando el mismo juego. Yo creo que ya no estamos para eso: se van acabar todos nuestros objetos, todo nuestro diseño, todo el planeta. 

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Movimientos en el espacio: la Tallera de Siqueiros https://arquine.com/movimientos-en-el-espacio-la-tallera-de-siqueiros/ Mon, 16 Jul 2018 14:00:32 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/movimientos-en-el-espacio-la-tallera-de-siqueiros/ Había oído hablar de La Tallera Siqueiros mucho antes de la tarde en la que fui. Todos mis amigos arquitectos o más o menos interesados en la arquitectura ya habían visitado el lugar, ya habían subido fotos a Instagram, historias frente a la celosía gris, selfies con los murales de Siqueiros de fondo.

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Había oído hablar de La Tallera Siqueiros mucho antes de la tarde en la que fui. Todos mis amigos arquitectos o más o menos interesados en la arquitectura ya habían visitado el lugar, ya habían subido fotos a Instagram, historias frente a la celosía gris, selfies con los murales de Siqueiros de fondo… No me queda ninguna duda de que se trata de un lugar fotogénico, un lugar perfecto para estos tiempos de redes sociales y fugacidad. También había leído un poco al respecto. Fue así como me enteré del gesto inaugural de Frida Escobedo, la arquitecta encargada de convertir la antigua casa-taller de David Alfaro Siqueiros en Cuernavaca en un espacio cultural y de residencias artísticas (que se alojan en la casa original, según entiendo). El gesto consistió en desplazar dos murales exteriores de Siqueiros hasta formar una V que abría las puertas de la Tallera a la calle y generaba una continuidad muy sugerente entre el centro cultural y una plaza localizada justo enfrente. Los escalones de la plaza parecían ascender poco a poco hacia La Tallera misma. El paseante no sólo era invitado a pasar; de alguna forma, era llamado a pasar. Ya con un par de mezcales encima, más de un amigo envalentonado me sugirió que en una ciudad como Cuernavaca, cuyas casas no suelen voltear a la calle sino a jardines exuberantes protegidos por bardas, el gesto podía ser hasta contestatario. Y es cierto que, incluso a partir de las fotos en Internet, uno podía deducir que este movimiento de los murales en concreto y el movimiento en general eran el ancla del proyecto, la forma como Escobedo había respondido a la pregunta de cómo transformar la intimidad del espacio privado en un espacio cultural público: movimiento en y de los murales, movimiento de la luz a través de la celosía, movimiento de exposiciones y proyectos en un espacio maleable que lo permitiera.

Pero además, tratándose aquí de una arquitecta de la sutileza de Escobedo, tampoco resulta tan descabellado pensar que detrás de esto se esconda quizá un pequeño guiño al propio Siqueiros, un artista que dedicó parte importante de sus exploraciones teóricas y prácticas a encontrar la forma de volver la pintura mural un arte político de masas con la movilidad y el dinamismo del cine. Como Walter Benjamin, Siqueiros veía en el cine un medio revolucionario con un gran potencial político, algo que tenía que ver con la capacidad de este medio para captar la atención de las masas urbanas, así como con su técnica mecanizada (es decir, reproducible y diseminable). Para lograr ese famoso “mural cinematográfico” que tanto anhelaba, ese mural pintado de tal forma que la espectadora, al recorrerlo, sintiera como si los caballos estuvieran galopando junto a ella, como si los revolucionarios estuvieran marchando en sus narices o las ráfagas de fuego estuvieran saliéndose por las ventanas del edificio de enfrente, para lograr todo esto Siqueiros experimentó al derecho y al revés con cosas como proyecciones fotográficas, montajes, pinceles mecánicos, aerógrafos y un largo largo etcétera. “El objetivo fundamental” dice Mari Carmen Ramírez en un artículo al respecto, era “dinamizar la pintura sobre muros”. Aquellos que hayan entrado alguna vez al Polyforum a ver La marcha de la humanidad, ese mural-total de los años sesenta, entenderán perfectamente bien la importancia que el cine tuvo siempre para su obra: ¿Qué otra cosa es esa experiencia que preparó ahí –ese mural gigantesco acompañado de una plataforma giratoria, de un juego de luces y de una narración grabada por él mismo– sino una suerte de experiencia proto- o alter-cinematográfica, otro intento de una mimesis panorámica, de un arte total? Era el movimiento lo que Siqueiros tanto anhelaba para la pintura, un arte casi siempre asociado a lo estático. Con su singular capacidad para teorizar, Siqueiros lo puso así: “construir el movimiento mismo en la plástica; […] la visión viva del movimiento por el movimiento mismo y para el movimiento”. 

Cuando Frida Escobedo empezó su intervención en La Tallera en 2010, no era la primera vez que releía a partir de la arquitectura a una figura del arte moderno en México. Un poco antes, ese mismo 2010, había sido la primer arquitecta en participar con un pabellón temporal para el Museo del Eco, la pequeña obra arquitectónica de Mathias Goeritz en la colonia San Rafael de la ciudad de México. Escobedo llenó el patio del Eco con bloques de tabicón en lo que parecía una ciudad gris y brutal, pero sobre todo una ciudad en movimiento ya que los visitantes podían llevarse las piezas de aquí para allá, reacomodarlas, reconstruir. Durante un par de meses, el patio del Eco albergó una serie de ciudades fugaces que aparecían y desaparecían cada vez que un visitante deseaba entrarle al juego. Había una teoría urbana detrás de este concepto, una teoría que creo que tiene que ver con la mutabilidad del espacio urbano y con la participación continua de los habitantes en estas mutaciones. Es aquí donde entra Goeritz y, en especial, la historia del Eco, que en apenas medio siglo ya fue espacio experimental, restaurante, bar, teatro, casa, territorio ocupado y museo. ¿Podemos decir que la apertura y la fluidez misma de la “arquitectura emocional” de Goeritz ha permitido esta serie de vaivenes y mutaciones? No lo sé. Pero la reflexión de Escobedo pasa por la historia loca de este lugar para proponer que las ciudades se van construyendo a partir de las participaciones y las interacciones de los habitantes en el proceso urbano, ya sea de formas visibles o invisibles, conscientes o inconscientes, extraordinarias o cotidianas. 

Más adelante me gustaría volver a algo de esto, a las ciudades y sus movimientos, pero antes habría que preguntarnos qué Siqueiros se recupera en La Tallera. Y cómo. Recuerdo que, cuando veía las fotos de mis amigos frente a los murales, había algo que me provocaba una sensación rara, una incomodidad. Y es que tanto los dos murales exteriores como los del interior representan al Siqueiros menos evidentemente político. Es más, lejos estamos de lo figurativo como tal. En estos murales lo que vemos es a un Siqueiros preocupado por explorar geometrías, espacios abstractos y líneas o flujos dinámicos que parecen salirse de los murales hacia la ciudad, como en lo mejor de su obra. En pocas palabras, se trata del Siqueiros menos canónico: no hay aquí evidencia explicita a su socialismo militante ni tampoco mucho rastro del nacionalismo posrevolucionario que caracterizó algunos de sus murales más famosos en Bellas Artes, el Museo de Historia Nacional o Ciudad Universitaria. Desconozco los pormenores del asunto: quién eligió los murales, por qué, en qué circunstancias, si se eligieron simple y sencillamente porque eran los que ya estaban ahí. En cualquier caso, es un hecho que su presencia en La Tallera constituye un elemento arquitectónico susceptible a ser analizado. Más de un conocido me ha sugerido que se trata de un gesto conservador, algo así como una versión neoliberal descafeinada de la famosa “integración plástica” del muralismo con la arquitectura moderna en México: se recupera a un Siqueiros abstracto y tardío que esconde todo su compromiso político y vuelve su arte meramente estético, decorativo, desprovisto de cualquier tipo de potencial crítico. 

Creo que vale la pena ir un poco más allá. De entrada, habría que recordar que Siqueiros, el más polémico y también el más joven de los “tres grandes”, era el único vivo durante los años sesenta y fue, por lo mismo, el blanco directo de los ataques de José Luis Cuevas y otros artistas de la Ruptura a lo largo de esa década. Desde entonces, creo que su figura es a la que peor le ha ido de los tres, ya sea por su compromiso con el socialismo, por el nacionalismo del movimiento muralista del que la Ruptura se desmarcó o por sus últimos años y el proyecto de La marcha de la humanidad, que muchos concibieron como un fracaso desesperado. Rivera y su folclore se han convertido en íconos del arte mexicano, mientras que la visión nihilista y violenta de la historia que aparece en Orozco lo hizo mucho más fácil de rescatar para los artistas de la Ruptura en adelante. Siqueiros, en cambio, parecía incomodar por todas partes. Su figura quedó hasta cierto punto sedimentada como la de un artista comprometido con ideales políticos cuestionables (i.e. estalinismo) y cuya obra más importante se desarrolló demasiado cerca del estado posrevolucionario y su proyecto de modernización nacionalista. La Tallera recupera una faceta mucho menos conocida de Siqueiros, una faceta incómoda que nos mueve de posición y nos invita a hacer a un lado algunas de las nociones recibidas desde los años sesenta para revaluar su obra entera desde nuevos ángulos críticos. Una de las cosas que se revela muy claramente, por decir algo, es que para Siqueiros la búsqueda de un arte políticamente comprometido siempre fue de la mano con la experimentación, en una línea muy cercana a la de alguien como Benjamin en “El autor como productor”, para quien no podía haber arte político sin cuestionamiento y experimentación en términos de técnica y de forma. Viéndolo desde este ángulo, La Tallera nos invita a repensar no sólo la figura de Siqueiros, sino también algunas de las dicotomías que han organizado nuestro discurso en torno al arte moderno en México: nacionalismo y cosmopolitismo, arte figurativo y arte abstracto, arte político y arte puro… La presencia de los murales abstractos de Siqueiros en el edifico de Escobedo sería entonces algo así como una “integración plástica” crítica, al mismo tiempo una reiteración y una revisión de esta práctica que tan firmemente vinculó la arquitectura con el arte plástico durante el siglo veinte en México. 

Fui por fin a la Tallera un jueves cualquiera por la tarde. De camino al lugar, encontramos muy poco tráfico, pero, en cambio, una cantidad insólita de patrullas y pick ups de la policía circulando a nuestro alrededor. Justo a un lado de la Tallera habían hecho base otras cuatro o cinco patrullas. Los policías que fumaban recargados en los coches eran las únicas personas cerca de la plaza que se localiza enfrente del centro cultural. La Tallera estaba virtualmente cerrada: la cafetería inactiva, la sala de documentación de plano cerrada, algunos espacios inhabilitados, la librería con una pobrísima oferta y nadie que la atendiera. No había ningún otro visitante fuera de mi grupo. Al cobrarnos la entrada, el señor de la taquilla dijo que seguro estábamos ahí por la arquitectura y nada más. Aún así, había una cantidad francamente exagerada de guardias y vigilantes, que encima de todo insistieron en seguirnos, guiarnos y apurarnos de un espacio a otro hasta que nos empujaron fuera del recinto. ¿Qué movimientos se pueden dar en estas condiciones? Más allá de la ironía de que la antigua casa de Siqueiros, encarcelado más de una vez, esté vigilada con tal ahínco, un espacio cultural controlado de esta forma dice mucho de nuestra noción de espacio público, de calle, de ciudad, de país. La página de Internet del Proyecto Siqueiros dice que el artista dejó la SAPS y La Tallera al “pueblo de México” para que “fueran centros de análisis y experimentación para el “arte público” del porvenir”. Ojalá que sólo haya sido un mal día para ir, ese jueves por la tarde, pero tuve la impresión de que lo que sucedía ahí adentro de La Tallera se parecía y era tal vez un reflejo de lo que sucedía afuera, en esa ciudad de patrullas circulantes y casas protegidas de la calle. 

Cuando salimos de La Tallera, mientras mis primos tomaban fotos del exterior para sus respectivos feeds, bajé por los escalones de la plaza y me interné un rato entre los árboles a un costado. En ese momento, y más tarde en la carretera de regreso, empecé a formular algunas preguntas desprendidas de la visita a donde fuera la casa-taller de uno de los artistas modernos más preocupados en pensar la relación entre arte, espacio público y sociedad: ¿Qué esperamos de nuestro espacio público? ¿Qué esperamos de nuestros museos y centros culturales, sobre todo aquellos ubicados en ciudades en crisis como Cuernavaca (una ciudad que, por cierto, ha invertido recientemente en otros espacios del estilo como el Centro Cultural Teopanzolco o el Museo Juan Soriano)? Supongo que una opción, la opción cínica, nos llevaría a decir que estos lugares al final sólo sirven –si acaso– para incrementar la plusvalía de las propiedades alrededor y de la ciudad entendida como una marca. Conozco a más de un “realista” que se inclinaría por este argumento. La otra opción, con su dosis de idealismo y toda la cosa, insistiría en que este tipo de lugares pueden ser fundamentales tanto para la construcción de un espacio público democrático como de ciudadanías y comunidades críticas. ¿Pero cuáles serían entonces las condiciones para lograr algo así en términos de accesibilidad al espacio, de proyecto cultural, de inclusión comunitaria, de gestión? En una entrevista para Arquine, Frida Escobedo expresaba el deseo de que su celosía gris de La Tallera se moviera con el tiempo, que crecieran plantas en sus huecos, que la gente olvidara cosas ahí, que cambiara. En otras palabras, que fuera un muro en el que distintas fuerzas –naturales, humanas, sociales– participaran en su continua (re)construcción. La idea resuena con aquello que exploró en el Eco e insiste en la importancia de la participación y la interacción de los habitantes en la configuración del espacio urbano. En su apropiación y su incesante reformulación. A falta de una respuesta a todas estas preguntas, quizá en la propuesta arquitectónica de Escobedo encontremos una intuición, un pequeño hueco como el de su celosía por donde empezar a escarbar en busca de un poco de luz.

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Los murales tras la celosía https://arquine.com/los-murales-tras-la-celosia/ Thu, 20 Sep 2012 17:11:13 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/los-murales-tras-la-celosia/ Hoy se inauguró La Tallera Siqueiros en Cuernavaca, proyecto que genera una relación que concilia un museo-taller con las áreas que le rodean al abrir el patio del museo a una plaza adyacente girando una serie de murales desde su posición original.

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La Tallera genera una relación que concilia un museo-taller con las áreas que le rodean a partir de un simple gesto: abrir el patio del museo a una plaza adyacente girando una serie de murales desde su posición original. Se trata de un espacio en Cuernavaca, construido en 1965, que se convirtió en la casa-estudio del muralista David Alfaro Siqueiros durante los últimos años de su vida. La Tallera es “una idea que desde 1920 teníamos Diego Rivera y yo, es decir la creación de un verdadero taller de muralismo donde se ensayaran nuevas técnicas de pinturas, materiales, aspectos geométricos, perspectivas, etcétera”. Así definió Siqueiros este lugar, ahora intervenido por Frida Escobedo como museo, taller y residencia artística. Al abrirse el patio, el museo cede un espacio público pero al mismo tiempo se apropia de la plaza.

Los murales concebidos originalmente para estar al exterior funcionan como vínculo visual y programático con la plaza, al contener la cafetería, librería y tienda del museo; y a la vez separan la residencia para artistas. Al rotar los murales se ponen en juego los elementos simbólicos de la sintaxis arquitectónica de la fachada –considerando la condición de poliangularidad en la obra de Siqueiros– que cambia la habitual relación entre la galería y el visitante. Al igual que el exterior, el espacio museográfico de la galería –diseñado por Isaac Broid y Jorge Agostoni– se desdobla y genera nuevos vínculos espaciales. La distribución de estos espacios como juego de planos en muros y murales se devela al cruzar una celosía perimetral que delimita el contexto urbano; una pieza escultórica horizontal que resguarda la obra de Siqueiros.

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