Resultados de búsqueda para la etiqueta [Jorge Luis Borges ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Sat, 09 Mar 2024 04:28:34 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Un último día en Ameisenburgo o el síntoma Azcapotzalco https://arquine.com/un-ultimo-dia-en-ameisenburgo-o-el-sintoma-azcapotzalco/ Tue, 29 Dec 2020 15:17:05 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/un-ultimo-dia-en-ameisenburgo-o-el-sintoma-azcapotzalco/ Azcapo existe como si estuviera aislada del resto de la ciudad: encuadrada al oriente por Vallejo, al sur por Cuitláhuac ─justo antes de convertirse en Mariano Escobedo─, al poniente por el espectro de la antigua refinería y al norte por los ramales de Pantaco que corren hacia Lechería y Tlalnepantla, los rumbos de la Bestia que marcan el inicio del Estado de México.

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¿Y si las hormigas fueran ya los marcianos establecidos en la tierra?

Ramón Gómez de la Serna

 

De noche sueño que me comen las hormigas

Los auténticos decadentes, “Skabio”

 

A Jorge Luis Borges le gustaba ironizar de tanto en tanto sobre la obra de James Joyce, en especial el Finnegan’s Wake, con su profusión de palabras amalgamadas y portmanteaus que podían pasar como la máxima proeza de la novela experimental y, al mismo tiempo, como un chiste impreso a lo largo de cientos de páginas. Entre los miles de retruécanos y calambures de esa novela torrencial hay uno que recuerda al emblema formícido de Azcapotzalco –y que me sirve de base para una mitología y fascinación personal por esa parte de la Ciudad de México–. Así va más o menos: en el capítulo tercero del Finnegan’s, se dice que uno de los personajes está ameisig o, en joyceano, asombrado: una mezcla de amazed en inglés, y Ameise, la palabra alemana para hormiga. (En su ambiciosa versión al español, publicada por El Cuenco de Plata, el traductor argentino Marcelo Zabaloy pone “se estaba ameisando”). Ante esta palabra, como ante muchas otras del Finnegan’s Wake, Borges  (en “Joyce y los nelogolismos”) no sabía si maravillarse por la inventiva del escritor irlandés o simplemente mirar hacia el otro lado. 

Comoquiera, algo así me siento cuando pienso en Azcapotzalco y su pueblo lento, plano y chaparro en su trazo urbano. Ante cada una de sus bardas tiznadas por el transcurso de camiones que, a doble remolque, llevan contenedores que parecieran salidos de una Hansa báltica con esos “Süd” o “Maersk” rotulados en los costados. Como venas henchidas por los ríos entubados y los canales depuestos, las líneas de tren cruzan por toda la delegación (me niego a llamarla “alcaldía”, así como me niego a usar CDMX, ese estúpido tetragramáton, para hablar del DF), entre las naves industriales, a través de parques con kioskos abandonados, o sobre sí mismas como un rizoma atendido por ferrocarrileros fantasmales. Ameisig es la mejor manera de expresar lo que se siente recorrer las calles de colonias como Clavería y la Pro Hogar, la Nueva Santa María y la Euzkadi, los rumbos de Tezozómoc y la avenida Camarones, o el Parque Bicentenario.

Pues Azcapo existe como si estuviera aislada del resto de la ciudad: encuadrada al oriente por Vallejo, al sur por Cuitláhuac –justo antes de convertirse en Mariano Escobedo–, al poniente por el espectro de la antigua refinería y al norte por los ramales de Pantaco que corren hacia Lechería y Tlalnepantla y los rumbos del tren La Bestia, que marcan el inicio del Estado de México. Esta frontera cuádruple delinea una membrana que no duele ni se siente al atravesarla. Y es que si se colocara un reloj de sol en Azcapo marcaría para siempre una hora: entre las 5:oo y las 7:oo de la tarde en el horario de un verano estancado de manera permanente en algún año de la década de los 80. 

Esta percepción, como toda psicogeografía, no es subjetiva del todo. Azcapotzalco es una tierra para atardecer, para mirar a lo lejos las torres y los altos pisos del centro de la ciudad, una frontera que no se extiende en línea sino en área. Para referirme a esto he inventado un patronímico inspirado a su vez en la monstruosa fecundidad verbal joyceana: “Ameisenburgo”, palabra abiertamente artificial y en un falso alemán con el que quiero connotar un drama en gente, un conflicto de juventud: el de los años en que sin formar parte de un lugar, ni de su gente, ni –claro está– de Azcapo, me sentí parte de su paisaje y sus calles.

Hay una cualidad agreste en las paredes y los nombres de las calles, pero sobre todo en la conducta de sus habitantes, los chintololos. El cronista José Antonio Urdapilleta explica que este gentilicio procede del náhuatl tzintli, del que deriva chintli, que significa trasero, y tlolontic, que quiere decir “excesivamente redondo”. O sea, el que tiene nalgas redondas o “el que tiene las asentaderas muy grandes”, en palabras citadas por Ángeles González Gamio para su artículo en el número 101 de Artes de México, dedicado precisamente a Azcapotzalco. Es decepcionante saber esto pues nada tiene que ver la palabra con el parecido de sus habitantes con la hormiga roja de su escudo, ni con sus usos y costumbres, como no abrir los puestos ambulantes los martes, que considera un viaje turístico ir al centro, la estagnación de sus edificios que no sobrepasan casi nunca los tres niveles, el sol terrible y veraniego durante todo el año.

Si hubiera que rastrear esa propensión a inventar una ciudad que no existe, habría que volver la vista a, por ejemplo, un mural como Paisaje de Acapotzalco, completado por Juan O’ Gorman en 1926, comisionado para adornar la biblioteca pública Fray Bartolomé de las Casas. La fachada discreta de ese edificio de la calle Morelos y Pavón oculta una de las joyas ocultas del muralismo vasconceliano: un pueblo entre montañas azules, casi una aldea de realismo mágico con gente a caballo, tranvías, fuentes, carpas de circo, terrazas y un trazo urbano –de inspiración minera–, que recuerda más al centro de Zacatecas que a los paisajes grises y sin horizonte que dan la bienvenida al norte de la metrópolis. Esta visión pictórica de O’Gorman —que contrasta, por ejemplo, con su representación más realista y reconocible en La ciudad de México, obra de 1949—, me da la esperanza de que no soy el primero en ensamblar una residencia, en este caso un lugar como Ameisenburgo, que no existe sobre la tierra sino en mi cabeza.

Puede que esto venga de antiguo. Ya en su nombre original, Azcapotzalco (combinación de azcatl, hormiga; y potzoa, montículo), el “lugar del hormiguero”, era visto como lugar de colmenas animadas por el gentío de, sucesivamente, tepanecas, mexicas, españoles y, como ahora, chilangos. Y aunque sigue siendo una provincia citadina poblada en su mayor parte por la clase trabajadora, que hace honor a la disciplina de esos insectos que en griego se llamaban myrrex (como los mirmidones, hormigas transformadas en guerreros por Zeus, y compañeros de Aquiles en Troya), sin embargo no queda mucho de los huey tlatoanis ni los mineros que le dieron vida en un principio. Queda de toda esa historia sólo un glifo que representa la derrota de Azcapotzalco en el códice mapa Quinatzin: una hormiga casi humanoide que se desintegra mientras la ciudad erigida cae sobre sus espaldas.

Y quizá esa sea la única imagen constante de Ameisenburgo: la de una ciudad que se acaba como el amor. De la iconografía que Azcapotzalco ha legado a los cronistas de la Ciudad de México, ninguna como el ramal Pantaco, ya sea en una novela como José Trigo, de Fernando del Paso, o en las fotografías del archivo Casasola sobre deltas y vías que se van a perder entre calles, almacenes y fábricas como ríos que lo secan todo; ahí donde es posible escuchar el trajín fantasmal de una locomotora confundida con el chirriar del tren suburbano; y en donde los contenedores parecen varados en un puerto donde el mar se evaporó por la industria de tantas máquinas, motores y chimeneas, por el trabajo diligente de quienes pusieron en marcha los convoyes del Gran Ferrocarril Mexicano. 

Todavía hoy puede tomarse esa foto desde la estación Ferrería con un solo aditamento contemporáneo: la silueta de la Arena México, fantasma de un progreso que nunca llega a este collage de desarrollos urbanos, naves industriales, almacenes y fábricas. De ahí que el paisaje gris y concreto sea casi el mismo de la última explosión inmobiliaria de la delegación durante los años 80. Pues Ameisenburgo, para más datos, está congelada en el año de 1982, el de la implosión del peso y la famosa rabieta de José López Portillo ante el Congreso de la Unión y, más en concreto y relevante para esta evocación autobiográfica y urbana, el año de la fundación de las librerías Educal, la más inesperada de todas las empresas instaladas en esos parques industriales donde lo mismo se alojan Boing o Pepsi que las fábricas de detergentes o de ropa. De todas las extrañezas de Ameisenburgo, ninguna como el milagro de que una red de librerías, con todo y su almacén tasado en millones de ejemplares descatalogados, haya nacido justamente en una calle como Boulevard de los Ferrocarriles, entre chirridos de rieles y tráilers. Unas librerías gracias a las cuales descubrí, también de manera inesperada, el secreto de este pequeño mundo y sus chintololos.

Y es que hasta hace cosa de un año, Azcapo perdió a su rey, por mucho que estuviera en el exilio desde hace muchos años: José José, cuya voz resuena en cada calle y ha conjurado sobre este enclave urbano el milagro y la maldición del tiempo suspendido o, como me gusta llamarlo —para capturar su consistencia gelatinosa y humeante—, tiempo coloidal. Así como le sucedió otro de sus soberanos, Tezózomoc, Ameisenburgo apenas le han dedicado una mísera y deslavada estatua en el Parque de la Niña de su natal Clavería a ese príncipe que no reclamó su tierra de hormigas, un monumento que apenas y destaca más que el busto del líder palestino Yasser Arafat (!) que se encuentra a unos pocos metros de distancia.

Temo que con la muerte de José José se empiece a descongelar algo que debía permanecer indemne al tiempo y sus nombres, porque uno podía caminar por las calles de Azcapo y escuchar, como un susurro, esa voz que expresaba algo más que amores, borracheras o discos de platino. Temo que los puestos callejeros empiecen a instalarse los martes y que la membrana desaparezca, que el agua regrese al puerto seco y los contenedores vuelvan a flotar, y que la visión de lo trenes vuelva a despertar algo que no sea la nostalgia. Temo pues, que un día regrese a Ameisengburgo y me encuentre, ahora sí y por primera vez ─pues nunca vi una en los cinco años en que caminé sobre esas calles empolvadas─, a una hormiga solitaria de camino al horizonte. 

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Bibliotecas y librerías https://arquine.com/bibliotecas-y-librerias/ Fri, 11 Dec 2015 01:58:59 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/bibliotecas-y-librerias/ En el caso de la Biblioteca, lo más importante es que se respetó el paisaje. No se hizo un edificio aplastado en el suelo. En este caso, quedó levantado, es como si el paisaje fuera abierto. Está metido adentro, su terraza cubierta funciona como una suerte de radiografía de lo que es el edificio: uno ya sabe cuál es el auditorio, cual es el corredor. Se asemeja a una plaza pública. Tiene miles de metros cuadrados pero el factor de ocupación del suelo son unos cuantos centenares: lo constituyen las patas de adelante y al hall de entrada —Clorindo Testa

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En el libro en el que se presentaban los proyectos finalistas y el ganador en el concurso para la Biblioteca de Francia, Bernard Marrey escribía acerca de la historia de las bibliotecas. Decía que “probablemente no haya sido un azar si, a principios del siglo XVIII, el término biblioteca, del griego biblion-théké, armario de libros, sustituyó en francés al término librería, más común y usado desde el siglo XII.” Marrey cita un texto de Eugène Morel, publicado en 1910, en el que explicaba la afortunada distinción: “cada año se queman grandes cantidades de libros ensuciados por el préstamo, medida higiénica, y se extraen los volúmenes que son de uso excepcional: anuarios envejecidos, primeras ediciones, periódicos viejos diez años, y esas honorables reliquias se le dan a guardar a un conservador de una biblioteca.” Para Morel, según Marrey, las librerías tenían agentes mientras que las bibliotecas tenían conservadores: unas destinadas al uso, otras a la conservación.

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Entre los finalistas de aquél concurso estuvo Rem Koolhaas y su Oficina para Arquitectura Metropolitana. Según Anthony Vidler, aunque obviamente no se construyó, ese proyecto fue una de las obras de arquitectura más emblemáticas y con mayor influencia de finales del siglo XX. Tras el proyecto para la Gran Biblioteca de Francia, OMA presentó otro para Paris, una biblioteca universitaria en Jussieu, en el que en vez de apilar un piso sobre otro, se despliega un suelo continuo que alcanza todos los niveles. Ese proyecto tampoco se construyó. El tercer concurso para una biblioteca que realizó OMA sí lo ganaron: el de la Biblioteca Pública de Seattle. En el libro de presentación del proyecto para el concurso, con el clásico cinismo koolhaasiano, se afirmaba que “la biblioteca —library, aun, en inglés— representa, acaso junto con la prisión, el último universo moral aceptado: el acomodo común para actividades «buenas» (o al menos necesarias).” Como recuperando lo dicho por Morel, se afirmaba que “la bondad moral de la biblioteca está íntimamente relacionada con el valor del libro: la biblioteca es su fortaleza, los bibliotecarios sus guardianes.” Koolhaas y su equipo no apostaban por la idea de resguardar libros, pues hoy la información se acumula en soportes que requieren mucho menos espacio que los libros, sino por el espacio social y público, por el uso, pues, y no por la conservación. En efecto, la de Seattle es una library y no una biblioteca.

En 1979 Jorge Luis Borges dio cinco conferencias en la Universidad de Belgrano. La primera la dedicó al libro: el más asombroso de los instrumentos del  hombre, pues es una extensión de la memoria y de la imaginación. Dice que por mucho tiempo pensó en escribir una historia del libro, no como objeto físico, cosa que no le interesa, sino sobre “las diversas valoraciones que ha recibido.” De Pitágoras a Emerson, pasando por Cristo, Shakespeare y Montaigne, entre otros, Borges habla de los que hablaban y de los que escribían. Contra la idea de que el libro terminará desapareciendo —ya en el aire en 1979 y antes—, Borges dice que eso no pasará, pues el libro “es una de las posibilidades de felicidad que tenemos los hombres.” Borges también dice que al leer un libro antiguo “es como si leyéramos todo el tiempo que ha transcurrido desde el día en que fue escrito y nosotros.” Pero también habla de algo que apunta a la diferencia entre la biblioteca, la caja de libros, y la librería, el lugar donde se usan:

Tomar un libro y abrirlo guarda la posibilidad del hecho estético. ¿Qué son las palabras acostadas en un libro? ¿Qué son esos símbolos muertos? Nada absolutamente. ¿Qué es un libro si no lo abrimos? Es simplemente un cubo de papel y cuero, con hojas; pero si lo leemos ocurre algo raro, creo que cambia cada vez.

Entre 1955 y 1973, Borges fue director de la Biblioteca Nacional de Argentina, cuyo edificio se encontraba en la calle México. En 1958 se decidió construir una nueva y más grande biblioteca. Borges presidió la comisión que determinó el programa a cumplir por el nuevo edificio. Se convocó a un concurso y el 12 de octubre de 1962 se eligió al equipo ganador: Clorindo Testa, Francisco Bullrich y Alicia Cazzaniga. Clorindo Testa nació en Nápoles el 10 de diciembre de 1923. Su familia emigró a la Argentina cuando el tenía tan solo unos meses. Se graduó como arquitecto en la Universidad de Buenos Aires en 1948. En 1959 ganó el concurso para el edificio del Bando de Londres y América del Sur, que se terminó en 1966. El edificio de la Biblioteca Nacional tardo 30 años en construirse y se inauguró en 1992. De ese edificio Testa dijo algo que podría anticipar ciertas ideas de Koolhaas en Seattle y París:

En el caso de la Biblioteca, lo más importante es que se respetó el paisaje. No se hizo un edificio aplastado en el suelo. En este caso, quedó levantado, es como si el paisaje fuera abierto. Está metido adentro, su terraza cubierta funciona como una suerte de radiografía de lo que es el edificio: uno ya sabe cuál es el auditorio, cual es el corredor. Se asemeja a una plaza pública. Tiene miles de metros cuadrados pero el factor de ocupación del suelo son unos cuantos centenares: lo constituyen las patas de adelante y al hall de entrada.

Como los proyectos de Koolhaas, el de Testa es una biblioteca que también quiere ser una librería, un edificio que, como de los libros decía Borges, puede cambiar cada vez que se usa.

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