Resultados de búsqueda para la etiqueta [James Joyce ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Sat, 09 Mar 2024 04:28:34 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Novelas de ciudad, o al revés https://arquine.com/novelas-de-ciudad-o-al-reves/ Fri, 28 Jul 2023 15:31:34 +0000 https://arquine.com/?p=81120 Probablemente, la ciudad sea consubstancial a la historia de la novela. ¿Cómo serán las novelas de nuestras ciudades últimas? Se ha propuesto que la narrativa postapocalíptica puede leerse, en realidad, como una suerte de ensayo que puede marcar pautas para la reflexión colectiva.

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Probablemente, la ciudad sea consubstancial a la historia de la novela. Este género literario se conformó como un artefacto moderno y fue materializado a través de otras tecnologías de la modernidad, como la imprenta rotativa y los periódicos (donde llegó a publicarse por entregas). Además, su portabilidad fue fundamental para su producción. Como objeto, podía pertenecer al interior de una casa burguesa o al asiento del transporte público. Por supuesto, hubo ciudades antes de la existencia de la novela, pero un canon de novelas sobre la ciudad puede delimitarse temporalmente en un momento específico de las ciudades. Los ejemplos comunes exponen esta delimitación cronológica: el Ulises de James Joyce (Dublín); La señora Dalloway de Virgina Woolf (Londres); e, incluso, La región más transparente de Carlos Fuentes (Ciudad de México). Aquí, resulta pertinente apuntar algo sobre las formas de vida que fueron narradas en este canon de narrativas urbanas. Como apunta Franco Moretti en El burgués: entre la historia y la literatura, la burguesía fue el principal mercado para la novela ya que ahí podía  leer su propia épica. La ficción dejaba atrás la mitología de la aristocracia (castillos, caballeros, reyes, dragones) y abría paso al tránsito apresurado de las avenidas, a los escaparates, al monólogo interior de la clase media y a las ciudades cosmopolitas. Como espacio literario, la ciudad es un sitio donde se cultivan los excesos sensoriales, así como una suerte de introspección culta respecto a lo que puede experimentarse en los entornos urbanos. Y es posible afirmar que esta tensión entre la mesura y el desbordamiento surge desde el punto de vista de quien escribe. La clase media educó sus sentimientos a través de la novela. 

Sin embargo, ¿qué ocurre con la ficción cuando las realidades no pueden contener solamente las vidas interiores de una serie de personajes socialmente privilegiados? McKenzie Wark apunta: “El cambio climático excede lo que la forma de la novela burguesa puede expresar”. ¿Esto quiere decir que la novela debe continuar con estrategias miméticas que funcionen como un reflejo de las crisis actuales? Se ha propuesto que la narrativa postapocalíptica puede leerse, en realidad, como una suerte de ensayo que puede marcar pautas para la reflexión colectiva. Aunque las probables catástrofes que se avecinan no solamente provendrán del clima. Hay otros aspectos igualmente adversos que pueden destruir dinámicas espaciales, y si las pautas de la narrativa urbana se verán ineludiblemente modificadas, tal vez resuelve más pertinente complejizar la idea de ficción y entenderla no como algo que únicamente se encuentra en los confines de un libro, o que solamente es activado por escritores (y por la clase media). Aventuro una intuición más que un diagnóstico definitivo: los alcances de las prácticas culturales y de las disciplinas están siendo cuestionados por el futuro del planeta y de la organización social que conllevará ese futuro. Categorías como calle, plaza, espacio público pueden entenderse como ficciones no tanto para relativizarlas sino para poner entre paréntesis, aunque sea momentáneamente, su supuesta estabilidad. Si las ciudades de la novela burguesa fueron monumentalizadas por la misma narrativa y fueron cifradas por un personaje socialmente determinado, ¿qué sucede cuando las ciudades se enfrentan a los flujos migratorios, a un control político que sustituyó al policía por las cámaras de vigilancia y la inteligencia artificial? ¿Seguirá siendo posible identificar a los centros urbanos mediante gentilicios, niveles de poder adquisitivo y cultura? ¿Las ciudades seguirán siendo sitios donde podamos vivir? Ante estos cuestionamientos, decir que las formas de nombrar los espacios son ficciones no es por un derrotismo que les resta valor y posibilidades. Si la ciudad moderna fue un punto de partida para la ficción, cuestionar la estabilidad del espacio construido pone en marcha el potencial para (re)imaginarlo. 

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Un último día en Ameisenburgo o el síntoma Azcapotzalco https://arquine.com/un-ultimo-dia-en-ameisenburgo-o-el-sintoma-azcapotzalco/ Tue, 29 Dec 2020 15:17:05 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/un-ultimo-dia-en-ameisenburgo-o-el-sintoma-azcapotzalco/ Azcapo existe como si estuviera aislada del resto de la ciudad: encuadrada al oriente por Vallejo, al sur por Cuitláhuac ─justo antes de convertirse en Mariano Escobedo─, al poniente por el espectro de la antigua refinería y al norte por los ramales de Pantaco que corren hacia Lechería y Tlalnepantla, los rumbos de la Bestia que marcan el inicio del Estado de México.

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¿Y si las hormigas fueran ya los marcianos establecidos en la tierra?

Ramón Gómez de la Serna

 

De noche sueño que me comen las hormigas

Los auténticos decadentes, “Skabio”

 

A Jorge Luis Borges le gustaba ironizar de tanto en tanto sobre la obra de James Joyce, en especial el Finnegan’s Wake, con su profusión de palabras amalgamadas y portmanteaus que podían pasar como la máxima proeza de la novela experimental y, al mismo tiempo, como un chiste impreso a lo largo de cientos de páginas. Entre los miles de retruécanos y calambures de esa novela torrencial hay uno que recuerda al emblema formícido de Azcapotzalco –y que me sirve de base para una mitología y fascinación personal por esa parte de la Ciudad de México–. Así va más o menos: en el capítulo tercero del Finnegan’s, se dice que uno de los personajes está ameisig o, en joyceano, asombrado: una mezcla de amazed en inglés, y Ameise, la palabra alemana para hormiga. (En su ambiciosa versión al español, publicada por El Cuenco de Plata, el traductor argentino Marcelo Zabaloy pone “se estaba ameisando”). Ante esta palabra, como ante muchas otras del Finnegan’s Wake, Borges  (en “Joyce y los nelogolismos”) no sabía si maravillarse por la inventiva del escritor irlandés o simplemente mirar hacia el otro lado. 

Comoquiera, algo así me siento cuando pienso en Azcapotzalco y su pueblo lento, plano y chaparro en su trazo urbano. Ante cada una de sus bardas tiznadas por el transcurso de camiones que, a doble remolque, llevan contenedores que parecieran salidos de una Hansa báltica con esos “Süd” o “Maersk” rotulados en los costados. Como venas henchidas por los ríos entubados y los canales depuestos, las líneas de tren cruzan por toda la delegación (me niego a llamarla “alcaldía”, así como me niego a usar CDMX, ese estúpido tetragramáton, para hablar del DF), entre las naves industriales, a través de parques con kioskos abandonados, o sobre sí mismas como un rizoma atendido por ferrocarrileros fantasmales. Ameisig es la mejor manera de expresar lo que se siente recorrer las calles de colonias como Clavería y la Pro Hogar, la Nueva Santa María y la Euzkadi, los rumbos de Tezozómoc y la avenida Camarones, o el Parque Bicentenario.

Pues Azcapo existe como si estuviera aislada del resto de la ciudad: encuadrada al oriente por Vallejo, al sur por Cuitláhuac –justo antes de convertirse en Mariano Escobedo–, al poniente por el espectro de la antigua refinería y al norte por los ramales de Pantaco que corren hacia Lechería y Tlalnepantla y los rumbos del tren La Bestia, que marcan el inicio del Estado de México. Esta frontera cuádruple delinea una membrana que no duele ni se siente al atravesarla. Y es que si se colocara un reloj de sol en Azcapo marcaría para siempre una hora: entre las 5:oo y las 7:oo de la tarde en el horario de un verano estancado de manera permanente en algún año de la década de los 80. 

Esta percepción, como toda psicogeografía, no es subjetiva del todo. Azcapotzalco es una tierra para atardecer, para mirar a lo lejos las torres y los altos pisos del centro de la ciudad, una frontera que no se extiende en línea sino en área. Para referirme a esto he inventado un patronímico inspirado a su vez en la monstruosa fecundidad verbal joyceana: “Ameisenburgo”, palabra abiertamente artificial y en un falso alemán con el que quiero connotar un drama en gente, un conflicto de juventud: el de los años en que sin formar parte de un lugar, ni de su gente, ni –claro está– de Azcapo, me sentí parte de su paisaje y sus calles.

Hay una cualidad agreste en las paredes y los nombres de las calles, pero sobre todo en la conducta de sus habitantes, los chintololos. El cronista José Antonio Urdapilleta explica que este gentilicio procede del náhuatl tzintli, del que deriva chintli, que significa trasero, y tlolontic, que quiere decir “excesivamente redondo”. O sea, el que tiene nalgas redondas o “el que tiene las asentaderas muy grandes”, en palabras citadas por Ángeles González Gamio para su artículo en el número 101 de Artes de México, dedicado precisamente a Azcapotzalco. Es decepcionante saber esto pues nada tiene que ver la palabra con el parecido de sus habitantes con la hormiga roja de su escudo, ni con sus usos y costumbres, como no abrir los puestos ambulantes los martes, que considera un viaje turístico ir al centro, la estagnación de sus edificios que no sobrepasan casi nunca los tres niveles, el sol terrible y veraniego durante todo el año.

Si hubiera que rastrear esa propensión a inventar una ciudad que no existe, habría que volver la vista a, por ejemplo, un mural como Paisaje de Acapotzalco, completado por Juan O’ Gorman en 1926, comisionado para adornar la biblioteca pública Fray Bartolomé de las Casas. La fachada discreta de ese edificio de la calle Morelos y Pavón oculta una de las joyas ocultas del muralismo vasconceliano: un pueblo entre montañas azules, casi una aldea de realismo mágico con gente a caballo, tranvías, fuentes, carpas de circo, terrazas y un trazo urbano –de inspiración minera–, que recuerda más al centro de Zacatecas que a los paisajes grises y sin horizonte que dan la bienvenida al norte de la metrópolis. Esta visión pictórica de O’Gorman —que contrasta, por ejemplo, con su representación más realista y reconocible en La ciudad de México, obra de 1949—, me da la esperanza de que no soy el primero en ensamblar una residencia, en este caso un lugar como Ameisenburgo, que no existe sobre la tierra sino en mi cabeza.

Puede que esto venga de antiguo. Ya en su nombre original, Azcapotzalco (combinación de azcatl, hormiga; y potzoa, montículo), el “lugar del hormiguero”, era visto como lugar de colmenas animadas por el gentío de, sucesivamente, tepanecas, mexicas, españoles y, como ahora, chilangos. Y aunque sigue siendo una provincia citadina poblada en su mayor parte por la clase trabajadora, que hace honor a la disciplina de esos insectos que en griego se llamaban myrrex (como los mirmidones, hormigas transformadas en guerreros por Zeus, y compañeros de Aquiles en Troya), sin embargo no queda mucho de los huey tlatoanis ni los mineros que le dieron vida en un principio. Queda de toda esa historia sólo un glifo que representa la derrota de Azcapotzalco en el códice mapa Quinatzin: una hormiga casi humanoide que se desintegra mientras la ciudad erigida cae sobre sus espaldas.

Y quizá esa sea la única imagen constante de Ameisenburgo: la de una ciudad que se acaba como el amor. De la iconografía que Azcapotzalco ha legado a los cronistas de la Ciudad de México, ninguna como el ramal Pantaco, ya sea en una novela como José Trigo, de Fernando del Paso, o en las fotografías del archivo Casasola sobre deltas y vías que se van a perder entre calles, almacenes y fábricas como ríos que lo secan todo; ahí donde es posible escuchar el trajín fantasmal de una locomotora confundida con el chirriar del tren suburbano; y en donde los contenedores parecen varados en un puerto donde el mar se evaporó por la industria de tantas máquinas, motores y chimeneas, por el trabajo diligente de quienes pusieron en marcha los convoyes del Gran Ferrocarril Mexicano. 

Todavía hoy puede tomarse esa foto desde la estación Ferrería con un solo aditamento contemporáneo: la silueta de la Arena México, fantasma de un progreso que nunca llega a este collage de desarrollos urbanos, naves industriales, almacenes y fábricas. De ahí que el paisaje gris y concreto sea casi el mismo de la última explosión inmobiliaria de la delegación durante los años 80. Pues Ameisenburgo, para más datos, está congelada en el año de 1982, el de la implosión del peso y la famosa rabieta de José López Portillo ante el Congreso de la Unión y, más en concreto y relevante para esta evocación autobiográfica y urbana, el año de la fundación de las librerías Educal, la más inesperada de todas las empresas instaladas en esos parques industriales donde lo mismo se alojan Boing o Pepsi que las fábricas de detergentes o de ropa. De todas las extrañezas de Ameisenburgo, ninguna como el milagro de que una red de librerías, con todo y su almacén tasado en millones de ejemplares descatalogados, haya nacido justamente en una calle como Boulevard de los Ferrocarriles, entre chirridos de rieles y tráilers. Unas librerías gracias a las cuales descubrí, también de manera inesperada, el secreto de este pequeño mundo y sus chintololos.

Y es que hasta hace cosa de un año, Azcapo perdió a su rey, por mucho que estuviera en el exilio desde hace muchos años: José José, cuya voz resuena en cada calle y ha conjurado sobre este enclave urbano el milagro y la maldición del tiempo suspendido o, como me gusta llamarlo —para capturar su consistencia gelatinosa y humeante—, tiempo coloidal. Así como le sucedió otro de sus soberanos, Tezózomoc, Ameisenburgo apenas le han dedicado una mísera y deslavada estatua en el Parque de la Niña de su natal Clavería a ese príncipe que no reclamó su tierra de hormigas, un monumento que apenas y destaca más que el busto del líder palestino Yasser Arafat (!) que se encuentra a unos pocos metros de distancia.

Temo que con la muerte de José José se empiece a descongelar algo que debía permanecer indemne al tiempo y sus nombres, porque uno podía caminar por las calles de Azcapo y escuchar, como un susurro, esa voz que expresaba algo más que amores, borracheras o discos de platino. Temo que los puestos callejeros empiecen a instalarse los martes y que la membrana desaparezca, que el agua regrese al puerto seco y los contenedores vuelvan a flotar, y que la visión de lo trenes vuelva a despertar algo que no sea la nostalgia. Temo pues, que un día regrese a Ameisengburgo y me encuentre, ahora sí y por primera vez ─pues nunca vi una en los cinco años en que caminé sobre esas calles empolvadas─, a una hormiga solitaria de camino al horizonte. 

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Cien años de Shakespeare and Company https://arquine.com/cien-anos-de-shakespeare-and-company/ Tue, 19 Nov 2019 08:00:26 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/cien-anos-de-shakespeare-and-company/ El 19 de noviembre de 1919 Sylvia Beach abrió la librería Shakespeare and Company en París, una de las más conocidas e importantes librerías para la literatura inglesa de la primera mitad del siglo XX.

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“La primera vez que entré en la librería estaba muy intimidado y no llevaba suficiente dinero para suscribirme a la biblioteca circulante. Ella me dijo que ya le daría el depósito cualquier día en que me fuera cómodo y me extendió una tarjeta de suscriptor y me dijo que podía llevarme los libros que quisiera.” Eso escribió en los años cincuenta Ernest Hemingway, contando su estancia en París en los años veinte del siglo pasado. Ella era Sylvia Beach, la dueña de Shakespeare and Company, librería y biblioteca de préstamo que abrió sus puertas hace cien años. “Tenía las piernas bonitas y era amable y alegre y se interesaba en las conversaciones; le gustaba bromear y contar chistes,” según Hemingway. Beach nació el 14 de marzo de 1887 en Baltimore, Maryland. “Tenía unos 14 años cuando papá llevó a toda la familia a vivir a París”, escribió Beach en sus memorias, publicadas en 1959. Tres años después regresaron a vivir a Princeton, pero volvían a pasar algunas semanas o meses incluso en Francia cada que les era posible. “Teníamos una verdadera pasión por Francia”, dijo Bleach.

En 1917 ella y su hermana, Cyprian, volvieron a París para estudiar. “Un día en la Biblioteca Nacional —cuenta Beach— me di cuenta que una revista se podía comprar en la librería A.Monnier, en el 7 de la calle del Odéon.” Adrienne Monnier había nacido en París en 1892. El 15 de noviembre de 1915, usando el dinero que su padre le dio y que él había recibido como compensación por un accidente, abrió La Maison des Amis des Livres. Desde el primer día que se conocieron, Beach y Monnier hablaron de su pasión compartida: los libros. Beach pensó en abrir una sucursal de la librería de Monnier en Nueva York, pero al final decidió abrir una con libros en inglés en París. Monnier le avisó de un local vacío, una antigua lavandería ahora en renta, a la vuelta de la calle del Odéon, en el número 8 de la calle Dupuytren. “Al poco tiempo —escribe Beach—, mi madre en Princeton recibió un cable mío que decía simplemente: «Abro una librería en París. Por favor envía dinero,» y me envió todos sus ahorros.” Empezó la compra de libros —la mayoría de segunda mano en librerías parisinas— y los arreglos del local. No se planteó una fecha para abrir. “Finalmente llegó el día en el que todos los libros que pude comprar estaban en los estantes y uno podía caminar sin tropezarse con escaleras y latas de pintura. Shakespeare and Company abrió sus puertas. Era el 19 de noviembre de 1919.”

Beach había previsto que el préstamos de libros en inglés en París tendría más éxito que su venta. “Por eso conseguí todo lo que me gustaba para poderlo compartir con otros.” Los suscriptores, tras dejar un depósito, podían llevarse hasta dos libros a la vez, aunque había excepciones como Hemingway o James Joyce, que según Beach se llevaba docenas de libros y los tenía en su casa por años. Cada miembro tenía una pequeña tarjeta de identidad, “tan buena como un pasaporte”, dice Beach que le contaron. Entre los primeros suscriptores estuvo André Gide y, recién llegados de Londres, Ezra Pound y su esposa, Dorothy Shakespear. También Gertrude Stein y Alice B. Toklas, Walter Benjamin, William Carlos Williams o Paul Valery fueron algunos de los muchos escritores y artistas que se volvieron habituales de la librería de Beach. El verano de 1920 entró a la librería el que sin duda sería el más importante miembro del club de lectura: James Joyce.

Prueba del Ulises con correcciones de Joyce.

 

Beach admiraba la obra de Joyce y pronto se volvió su amiga y confidente. Cuando Joyce le contó sobre los problemas para encontrar un editor para la obra que estaba a punto de terminar, el Ulises. “Sin desanimarme por la falta de capital, de experiencia y de todo el resto de requisitos de un editor, me lancé con el Ulises,” escribió Beach, quien instruyó al impresor de darle a Joyce todas las pruebas que pidiera para hacer correcciones. El 2 de febrero de 1922, el día que Joyce cumplía 40 años, Beach tocó a la puerta de su casa llevando el primer ejemplar impreso del Ulises como regalo. “Sorprendentemente, dice Beach, en la tierra de Rabelais, Ulises fue casi demasiado atrevido para la Francia de los años veinte.” En Inglaterra y en los Estados Unidos el libro fue considerado obsceno y prohibido. En sus memorias Beach reproduce una carta de George Bernard Shaw diciendo que el Ulises le parecía “un registro repugnante de una asquerosa fase de la civilización, pero un registro verdadero.” La relación de Beach y Joyce y Shakespeare and Company duraría casi dos décadas y sería incluso de algún modo el detonador del cierre de la librería en 1941, durante la ocupación Nazi: 

Un oficial alemán de alto rango, quien había bajado de un enorme coche militar gris, se detuvo a ver una copia de Finnegans Wake en la vitrina. Entró y, hablando un inglés perfecto, dijo que quería comprarla. “No esta en venta.” “¿Por qué no?” Es mi última copia, dije. La estaba guardando. ¿Para quién? Para mí. Estaba enojado. Estaba muy interesado en el trabajo de Joyce, dijo. Me mantuve firme. En cuanto salió, quité el Finnegans Wake de la vitrina y lo guardé en un lugar seguro.

Un par de semanas después el mismo oficial regresó a la librería. ¿Dónde está el Finnegans Wake? Lo guardé. Temblando de rabia dijo: “Vendremos a confiscar todos sus bienes hoy mismo.” “De acuerdo”. Se fue de ahí.

Beach vació por completo la librería en dos horas —libros, libreros y hasta lámparas. “¿Vinieron los alemanes a confiscar los bienes de Shakespeare and Company? Si así fue, no encontraron la tienda.” Pero al poco tiempo fueron en búsqueda de la propietaria, que estuvo seis meses recluida en un campo. Pese a las recomendaciones de muchos amigos, Sylvia Beach permaneció en París, junto con Adrienne Monnier. El día de la liberación de la ciudad oyó que alguien gritaba su nombre en la calle. Era Hemingway. Beach murió en París en 1962.

En agosto de 1946 llegó a París otro estadounidense, George Whitman. Tenía 33 años y tras haber servido en el ejército se había inscrito en la Sorbona. Cinco años después, en 1951, abrió una librería en París. Beach era una de las visitas habituales a la librería de Whitman, quien era su gran admirador. En 1964 Whitman le cambió de nombre a su librería, recuperando a manera de homenaje el de Shakespeare and Company. No sería el único homenaje que Whitman haría a la famosa librera y editora. Su hija, quien hoy dirige Shakespeare and Company, se llama Sylvia Beach Whitman.

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El artista y la ciudad https://arquine.com/el-artista-y-la-ciudad-2/ Wed, 03 Feb 2016 05:43:23 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/el-artista-y-la-ciudad-2/ El artista es un desterrado de la ciudad. Ha roto sus lazos con amigos y familia, con su religión y su país. En su aislamiento busca cultivar las tradiciones y las técnicas de su oficio para volver a crear la vida artificialmente por medio de las palabras —Harry Levin sobre James Joyce

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Introibo ad altare Dei.

En la mañana del 2 de febrero de 1922, Sylvia Beach fue a la Gare de Lyon y esperó que el tren expreso Dijon-París llegara a la estación. Después de que abrieron las puertas, vio al conductor abriéndose camino entre los apresurados pasajeros de la mañana con un abultado paquete. Más tarde esa mañana, cuando Joyce abrió la puerta de su departamento, Sylvia Beach estaba orgullosamente parada frente a él con su regalo de cumpleaños: las primeras dos copias del Ulises.

Kevin Brimningham, The battle for James Joyce’s Ulysses

James Augustine Aloysius Joyce nació el 2 de febrero de 1882 en Dublín, donde, según Harry Levin, “recibió la educación proverbialmente indeleble de los jesuitas.” Allí vivió hasta los veinte años, cuando se fue a París a estudiar medicina. A partir de entonces, dice Levin, Joyce “fue un ave migratoria, un irlandés en el destierro” —mudándose a ciudades “cada una más políglota y metropolitana que la precedente.” Regresó a Irlanda dos veces. La primera cuando su madre enfermó y luego murió. En 1904 viajó con Nora Barnacle, su mujer, a Trieste, donde escribió El retrato del artista adolescente. Regresó a Dublín por segunda vez para publicar su libro de cuentos Dublineses, pero sus editores, dice Levin, rompieron el contrato y quemaron los pliegos impresos. Joyce respondió dejando Irlanda para siempre. Se fue a Zurich, donde escribió el Ulises, luego a París, donde lo publicó Sylvia Beach, nacida en Estados Unidos pero que tenía la librería Shakespeare and company en esa ciudad. En París escribió su último libro, Finnegans Wake. En 1940, con los nazis ocupando Francia, Joyce regresó a Zurich, donde murió el 13 de enero de 1941.

En su libro Architecture and the Text: The (S)crypts of Joyce and Piranesi, Jennifer Bloomer presenta a Joyce como “un escritor conocido por una colección de cuentos cortos, una novela corta, una obra maestra condenada por obscena y prohibida en los Estados Unidos y una meta-obra maestra ciertamente mucho más obscena según los mismos estándares que su predecesora, pero juzgada ilegible y por tanto jamás prohibida en los Estados Unidos.” Las más de 700 páginas del Ulises cuentan un día en la vida de Leopold Bloom en Dublín. Se trata de una odisea urbana: Bloom-Ulises navega una ciudad que se desdobla en la que camina y en la que piensa y cuenta. Levin dice que “desde un principio, las variaciones más proteicas de Joyce tocan dos temas que lo obseden: la ciudad y el artista.” De un lado, agrega, a la ciudad moderna le falta belleza y, del otro, el artista contemporáneo vive fuera de la comunidad. Levin concluye:

El artista es un desterrado de la ciudad. Ha roto sus lazos con amigos y familia, con su religión y su país. En su aislamiento busca cultivar las tradiciones y las técnicas de su oficio para volver a crear la vida artificialmetne por medio de las palabras.

El flujo de consciencia —la narración que da cuenta de todo lo que pasa por la mente de algún personaje, técnica literaria que, según dicen los críticos, el Ulises logra de manera excepcional— se contrapone al periplo callejero del personaje central. Flujo interior con y contra deriva exterior. La ciudad es el escenario pero también el emblema de nuestra consciencia y, al mismo tiempo, de nuestro inconsciente. En su ensayo The Acoustic Space of Ulysses, Valérie Bénéjam dice que la ciudad que Joyce construye —indudablemente Dublín pero que, según Ezra Pound, por eso mismo podría ser cualquier ciudad— está armada casi a partir de sonidos: Bloom “presta considerable atención a los sonidos y a su naturaleza: a la combinación de su volumen, tono, carácter, naturaleza, pero también a su dirección y origen.” Los sonidos de la ciudad, dice Bénéjam, son para Bloom lo que las sirenas para Ulises: lo seducen y lo conducen. Quizá la atención de Bloom al sonido de la ciudad se deba a los problemas de Joyce para ver: “sus ojos eran tan débiles —dice Levin— que pasó largos periodos de su vida casi en un estado de ceguera.”

Contra la extensión espacial, la representación de la ciudad como una composición, sumada a la idea del flujo de consciencia, apunta a la idea de una experiencia interior más rica que cualquier otra representación: “quiero, dijo Joyce, dar una imagen de Dublín tan completa que si de pronto algún día desaparece de la tierra, pueda ser reconstruida desde mi libro.” La construcción y el montaje, la tradición como abrevadero de fragmentos —que siempre suponen un origen perdido, dice Bloomer—para recomponer la actualidad, a nivel personal, y la modernidad a nivel artístico. Cada palabra, como cada lugar, resuenan con todas las historias que los tejen y que, como Penélope, destejemos para volver a tejer. Levin dice que Joyce nos exige como autor tener un conocimiento total “de calles y edificios, sonidos y olores, cantinas y burdeles de su ciudad natal” —además de su erudición lingüística. Cosa sin duda imposible, incluso para otro dublinés simplemente por eso, por ser otro. Acaso esa era la razón por la que Vladimir Nabokov aconsejaba acompañar el Ulises con mapas en los que se trazaran los itinerarios de los personajes. Y acaso así haya que acompañar cualquier lectura, con un mapa del lugar desde el que se cuenta, y también cualquier recorrido por la ciudad: con una colección de los relatos y las historias que la tejen.

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