Resultados de búsqueda para la etiqueta [Indigenismo ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Fri, 08 Jul 2022 07:35:54 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.3 Escenas Indigenistas: Regreso al ombligo de la luna https://arquine.com/escenas-indigenistas-regreso-al-ombligo-de-la-luna/ Tue, 09 Nov 2021 15:10:42 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/escenas-indigenistas-regreso-al-ombligo-de-la-luna/ Un discurso indigenista, rancio como libro de texto deslavado, delata lo poco diferente que suena la tirada Tren Maya como para venir de un gobierno que se considera un nuevo episodio de la nación. Desarrollista, innegociable, medio militarizado, consultado de forma bastante opaca con las comunidades de la zona y, sobre todo, planeado desde los diagnósticos, los supuestos y las recetas cocinadas, a la vieja usanza, en el ombligo del país. 

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Para Concepción Obregón

 

Lo primero que uno ve al llegar al sitio arqueológico de Tulum es un enorme estacionamiento lleno de autobuses de pasajeros, taxis, coches rentados en el aeropuerto y camionetas con el logo de alguna agencia de turismo pintado al costado. Pasando el asfalto, entre el estacionamiento y la entrada a las ruinas propiamente, uno tiene que atravesar por un laberinto de comercios y entretenimientos de distintos tipos, de puestos de gomichelas a la Tulum Tower —para ver la vista—, de artesanías de alta manufactura a souvenirs tipo Mi abuela fue a Tulum y solo me trajo esta camiseta. Llegando al lugar o comiendo mariscos o poniéndose tatuajes de henna se puede observar a los chavorucos europeos y gringos que, una vez instalados en alguno de los hoteles supuestamente sustentables y budistas de Tulum, sacan del armario los atuendos hippies, pasan tardes espirituales en el cenote y noches locas con MDMA, nadan en playas invadidas por el sargazo —una molestia más del cambio climático— y se dejan atender por los habitantes del “pueblo” de Tulum que está allá por la carretera, aislado de la zona hotelera por una selva. Pero además de ellos están también turistas de Cancún, de Playa del Carmen y de toda la zona brandeada desde los noventas como la Riviera Maya, en cada caso con su propio perfil. A diferencia de los hoteles en Tulum, el mercado del sitio es inclusivo, para cada tipo de turista hay algo disponible.

Finalmente uno llega a la entrada de las ruinas, el verdadero parque de diversiones, el centro de gravedad que alimenta toda la economía de alrededor. Después de pasar la taquilla, pero antes de ver ni un edificio, el recorrido te interna por unos senderos entre la selva que desembocan, tras cruzar un arco de piedra, en el impresionante sitio arqueológico con vista al mar Caribe. El pretexto museográfico de este recorrido previo entre la vegetación es entender el ecosistema, pero el efecto buscado es que sientas como si te estuvieras adentrando en el mundo salvaje y selvático de los mayas del pasado, mundo de grandes astrónomos y grandes guerreros, de dioses serpiente y calendarios exactos, de un arte sofisticado y salvaje a la vez. Un mundo domesticado por el hombre moderno, por cierto, con un pasto bien podado que no se puede pisar y unos caminitos bien trazados que te van llevando de templo en templo, que te avisan qué zonas son ideales para una buena foto y que van escupiendo a las multitudes hacia afuera como una gelatina de bolsa. La conservación del sitio se trata de controlar tanto al pasado que se empeña en deteriorar como a las multitudes que aceleran este proceso todos los días. Y es que esta es la contradicción con la que coquetea el INAH: Tulum hay que conservarlo (a eso se dedican, en teoría), pero es capital invertido en la Riviera Maya, una de sus grandes atracciones, así que también hay que utilizarlo para el turismo de masas, y manejar la situación como mejor se pueda. Cada cierto tiempo sale un anuncio en internet diciendo que Tulum podría dejar de recibir visitantes en unos años, pero ya no se sabe si el clickbait es motivado por algo diferente a una estrategia de marketing. 

La verdad es que, sin las ruinas mayas y los cenotes, la Riviera no habría tenido ese extra que le permitió competir en el Caribe desde los años 90. Porque playas y selva hay de sobra por ahí, incluso en mejores condiciones. Pero si Cartagena podía presumir una bonita ciudad amurallada y Puerto Rico el estar a tiro de piedra de Estados Unidos, la Riviera, en cambio, contaba con los mayas (del pasado) a su favor. La justificación, por su parte, estaba ya lista, porque todo gobierno en México siempre ha podido echar mano de nuestro bien formado indigenismo para justificar un desarrollo como éste: ese indigenismo que vimos en el Gamio que llamaba a la incorporación de las poblaciones indígenas a la economía nacional, en el Amábilis obsesionado por presentar a los mayas como una cultura clásica (y muerta), en el Vasconcelos que aseguraba que éramos una síntesis armónica de civilizaciones contrarias o en el gran templo estatal que es el Museo Nacional de Antropología. Con este nuevo proyecto ahora sí se resolverá el “problema indígena” en el sureste —se anunciaba—, se generarán empleos, se traerá un Elektra. Y de las ruinas se encargará el equipo de arqueólogos y restauradores del INAH, y así de paso le damos de comer a ese sector. 

Como dispositivo turístico, el Tren Maya se está montando sobre este aparato, aprovechando su funcionalidad. De hecho, busca entramarlo y extenderlo, vinculando la Riviera con los desarrollos turísticos que se han dado por su parte en Yucatán (para los fifís, según la terminología en uso) y en Chiapas (para los chairos). Y para justificarlo, como cualquier otro gobierno en México desde la Revolución, vuelve a echar mano del indigenismo clásico, a pesar de que desde el 94 el zapatismo y otros movimientos indígenas no han dejado de denunciar esta operación. Pero este gobierno lo quiere de regreso, y promete a cambio girarlo como popular, verlo desde “la visión de los vencidos.” De ahí lo del espectáculo de la pirámide en el zócalo de la capital o lo del “árbol de la noche victoriosa.” Pero, si somos honestos, en la iconografía nacionalista la conquista siempre se ha narrado como una tragedia fundadora, así que el gesto resulta más bien reiterativo. Lo mismo podría decirse de los planes para el Parque Aztlán que reemplazará a la Feria de Chapultepec, que pintan para un auténtico revival del nacionalismo posrevolucionario en su máximo esplendor (muralismo, prehispanismo, volcanes, cine de oro y lucha libre todo incluido). Al final, un discurso indigenista tan rancio, como libro de texto deslavado, delata lo poco diferente que suena la tirada Tren Maya como para venir de un gobierno que se considera un nuevo episodio de la nación. Desarrollista, innegociable, medio militarizado, consultado de forma bastante opaca con las comunidades de la zona y, sobre todo, planeado desde los diagnósticos, los supuestos y las recetas cocinadas, a la vieja usanza, en el ombligo del país. 

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Escenas Indigenistas: Robar el Arte https://arquine.com/escenas-indigenistas-robar-el-arte/ Thu, 26 Aug 2021 14:59:16 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/escenas-indigenistas-robar-el-arte/ La película Museo (2018) de Alonso Ruizpalacios ofrece una posible interpretación a la interesante anécdota histórica de los dos jóvenes estudiantes de veterinaria que, en 1985, entraron una noche a robar piezas del Museo Nacional de Antropología en Chapultepec.

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La película Museo (2018) de Alonso Ruizpalacios ofrece una posible interpretación a la interesante anécdota histórica de los dos jóvenes estudiantes de veterinaria que, en 1985, entraron una noche a robar piezas del Museo Nacional de Antropología en Chapultepec. En la película, uno de los estudiantes —interpretado por Gael García— es un joven medio de izquierda, con ideas confusas sobre la arqueología y su valor, influenciado por el pensamiento new age de Carlos Castañeda. Es también un joven agresivo, frustrado, con una obsesión casi erótica con las piezas. Es a él a quien se le ocurre el plan, mientras que su amigo, que tiene algún tipo de discapacidad, es manipulado y sometido como cómplice por el protagonista. El motivo del robo es tan vago como las ideas de su artífice: quieren hacer algo “en grande”, rebelarse ante la autoridad familiar y estatal con un golpe maestro, y tal vez hacer algo de dinero de paso. Tras el robo, los jóvenes viajan en busca de un dealer de piezas arqueológicas, quien no se les quiere ni acercar: el valor de cambio de las piezas está opacado por un valor sagrado otorgado a ellas no por las culturas a las que pertenecieron sino por el estado mexicano y sus ritos nacionalistas. Museo recrea el escándalo nacional que el robo suscitó en su momento. Para el México nacionalista, robar de ese museo era lo segundo peor que podías hacer luego de robar la Basílica de Guadalupe. En la televisión se declara a los ladrones traidores a la patria, y el padre del protagonista coincide furioso en la necesidad de castigar ejemplarmente a quien haya tenido el atrevimiento de llevar a cabo semejante profanación. Derrotado y arrepentido, a punto de ser capturado, el protagonista vuelve a casa a enfrentar la vergüenza familiar. En la escena final, el joven se entrega dramáticamente en el vestíbulo del Museo Nacional de Antropología, como un héroe trágico reconociendo su culpa ante sus padres los dioses; o, mejor aún, como un profanador arrepentido pidiéndole perdón a Dios en la catedral misma. Así, al hacer que el joven vuelva de rodillas, la película reafirma la sacralidad del museo y la imposibilidad de rebelarse ante la autoridad del estado. 

La asociación del Museo de Antropología con una catedral no es en realidad nueva. El edificio, construido en los años sesenta por Pedro Ramírez Vázquez, fue el punto culminante del nacionalismo revolucionario que había decidido resignificar el patrimonio arqueológico como el sedimento antiguo de la nación mexicana, la prueba de que México se levantaba sobre cimientos culturales únicos. El museo debía narrar esta historia y provocar en los visitantes un efecto de admiración, respeto y —en el caso de los mexicanos— orgullo. En Culturas Híbridas, Nestor García Canclini argumentaba que el museo opera como una “monumentalización y ritualización nacionalista de la cultura”. La arquitectura y la museografía son fundamentales en este sentido: no por nada el recorrido del museo culmina en la Sala Mexica, el gran imperio, cuya organización es la de una catedral: luces tenues, la Piedra de Sol a modo de altar y una serie de piezas imponentes a los costados. Se demanda visitar el museo en general y la Sala Mexica en particular en respetuoso silencio. ¿Pero qué es lo sagrado aquí? Según García Canclini, lo sagrado es la nación, de ahí que la peregrinación al museo sea considerada un rito de civismo mexicano casi obligatorio. Así como la peregrinación a la Villa confirma la fe católica, la visita al museo confirma la pertenencia a la nación mexicana. 

Considerando la sacralidad del espacio y más allá de la interpretación elegida por la película de Ruizpalacios, resulta interesante pensar en cuáles fueron las condiciones de posibilidad, en el 85, para llevar a cabo un acto de “profanación” nacional tan grande. De entrada podríamos decir que, en los 80, el Museo Nacional de Antropología estaba hasta cierto punto anquilosado, no había renovado sistemáticamente materiales e información museográfica, y la organización burocratizada que permanece hasta la fecha empezaba a mostrar sus estragos. Más significativo quizá era la crítica al nacionalismo revolucionario –y al rol del museo en el mismo– que ya en los años ochenta empezaba a despuntar en diversos autores, de Carlos Monsiváis a Roger Bartra o el propio García Canclini. Guillermo Bonfil Batalla, en específico, criticaba en estos años la hipocresía de usar el patrimonio arqueológico como origen de la nación al tiempo que se despreciaba profundamente a las comunidades existentes y sus formas de vida (otra película, La pieda ausente, de Sandra Rozental, hace visible esto al mostrar el conflicto entre el estado y una comunidad en torno al Tláloc transportado a Chapultepec). Finalmente, habría que señalar que, hacia el 85, con el giro neoliberal de los gobiernos priistas, desde el estado se empezaba a relacionar el valor del patrimonio arqueológico casi exclusivamente con su capacidad de aportar al desarrollo de la industria turística en zonas como la Riviera Maya. Dicho de otro modo, las piezas y las ruinas arqueológicas empiezan a entenderse más claramente como capital acumulado e invertido por el estado para promover el desarrollo económico. Siguiendo esta pauta, hoy el Museo de Antropología ha perdido algo del rito nacionalista que García Canclini le adjudicaba y ha reforzado en cambio su estatuto como parte de la diversa oferta cultural de la Ciudad de México, una atracción antes que un sitio sagrado. 

Así, fuera de las motivaciones individuales de los actores, podríamos tratar de pensar en el robo del 85 como un performance en sí mismo, un acto cuyo desenvolvimiento alumbró una serie de fragmentos que capturan bien la coyuntura de México en la puerta del giro neoliberal. Veríamos un museo con fallas de seguridad y cierto rezago en sus procedimientos. Veríamos el despliegue de un discurso nacionalista que todavía apelaba a las generaciones más viejas (el padre en la película), pero que para las generaciones más jóvenes resultaba insignificante. Veríamos también, en el intento de vender las piezas y colocarlas en el mercado global del arte, la sugerencia de que el significado de la colección arqueológica ya se reduce a su valor de cambio. Y veríamos a una izquierda algo confundida, tratando de posicionarse en medio de esta coyuntura. Lo que emerge ahí es una disyuntiva: si el nuevo cardenismo, apoyado por gente como Bonfil Batalla, intentaría resignificar el nacionalismo mexicano como crítica y rechazo del giro neoliberal hacia la apertura económica, del otro lado empieza a abrirse la brecha que conducirá a la autonomía posnacionalista del EZLN. Hoy en día, variantes de ambas izquierdas, una desde el gobierno federal y otra desde las comunidades, se enfrentan en un proyecto de modernización territorial como el Tren Maya, el cual vuelve a echar mano del componente indigenista de un polvoso discurso de la nación. 

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