Resultados de búsqueda para la etiqueta [identidad ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Thu, 10 Nov 2022 13:39:30 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.2 Algo más que sólo un beso https://arquine.com/algo-mas-que-solo-un-beso/ Fri, 14 Jan 2022 06:57:45 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/algo-mas-que-solo-un-beso/ En distintos contextos, un beso ha significado que las definiciones de lo personal o de lo colectivo se tengan que resignificar. Los límites en los que una muestra pública de afecto puede desatar incomodidades —supuestamente morales, en realidad políticas— se encuentran definidos por lo que los habitantes de distintas ciudades en diferentes épocas piensan que es lo privado y lo público.

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En distintos contextos, un beso ha significado que las definiciones de lo personal o de lo colectivo se tengan que resignificar. Los límites en los que una muestra pública de afecto puede desatar incomodidades —supuestamente morales, en realidad políticas— se encuentran definidos por lo que los habitantes de distintas ciudades en diferentes épocas piensan qué es lo privado y lo público, lo que puede mostrarse y lo que debe guardarse para la intimidad y cómo es que ambos polos operan en lo espacial y en lo subjetivo. En lo que respecta a los afectos, lo privado a menudo significa “la privacidad” en la que deben realizarse ciertas actividades por respeto a lo público; es decir, la mayoría decide, pues tiene mayor poder sobre casi todos los tipos de espacios que no corresponden a la esfera de lo íntimo. Pero pueden señalarse algunos matices. En los parques de Copenhague, el sexo al aire libre está permitido siempre y cuando se respeten los horarios en los que estén transitando los niños. Las autoridades definieron que ese rango era de las nueve de la mañana a las cuatro de la tarde, además de que dieron algunas instrucciones, como limpiar fluidos de las bancas y colocar preservativos o servilletas en los botes de basura. De esta manera, las necesidades de los niños no se sobreponen a las de quienes requieren ocupar el parque para tener sexo.

En el ejemplo danés, los bordes siguen siendo los mismos: lo privado y lo público, aunque se amplían sus significados y usos. El sexo no necesariamente está circunscrito al ámbito de la privacidad y puede coexistir en un sitio que casi todos pensamos inapropiado para ello, como es un parque. Esto representa un punto de partida para sumar otras aristas a la reflexión sobre qué hace que un espacio sea público o quién y cómo puede encontrarse dentro de los espacios del ámbito privado.

Las políticas públicas de la Ciudad de México han diseñado campañas que enaltecen la diversidad, término que puede cuestionarse. Por ejemplo, para Jane Jacobs, la diversidad está estrechamente relacionada a los usos mixtos. Según la autora, para que una ciudad pueda llamarse a sí misma diversa debe cumplir cuatro condiciones: 1) Debe ser funcional para más de una actividad económica, 2) Debe tener cuadras cortas para que se incrementen las posibilidades de encuentro, 3) Debe albergar edificios con proporciones y antigüedades distintas y cada edificio debe fomentar economías que respondan a más de una necesidad, 4) Debe tener la suficiente densidad de personas que no necesariamente residan en esa ciudad para que, así, la economía no se contraiga. Estas ideas dan por sentado que la población de una ciudad no es homogénea, aunque se llega a esta conclusión porque los tipos de consumo no se parecen entre sí. Para Jacobs, el pequeño y el gran comercio suman a la “danza urbana” que famosamente describió, a esa circulación nutrida que permite que una amplia gama de productos se encuentre a la disposición de todos. Pero, ¿qué sucede cuando son las identidades y no las capacidades adquisitivas las que tienen que relacionarse?

Para Richard Sennett, la diversidad que defendió Jane Jacobs en su Muerte y vida de las grandes ciudades no alentó a que las personas interactuaran para que, así, enfrentaran algunas realidades crueles. Las mismas zonas de Nueva York que recorrió Jacobs servían también al tráfico de drogas, o bien, el comercio en otras avenidas principales sólo construyó una diversidad puramente visual que no estimula, de ninguna manera, que un ciudadano pueda reconocer a otro completamente distinto. Las actividades económicas mixtas terminaron desplazando a las familias de migrantes que imprimían una diversidad mucho más activa a Nueva York. En su texto “Edges: Self and City”, Sennett incluso discutió la noción de que una ciudad podía permitir que un espectro de deseos políticos e identitarios pudieran encontrarse en constante tensión ya que la ciudad le da forma al yo de quienes la habitan. Esta clase de interacciones pueden darse en calles y en plazas, pero también en lugares donde pudieran subvertirse las lógicas de la privacidad y de lo privatizado, como pueden ser parques temáticos, restaurantes, centros comerciales, etc. Para el sociólogo, “los espacios donde las personas pueden enunciarse políticamente están desapareciendo” ya que cada vez se privilegiaban más “formas calculadoras del discurso —como la zonificación, la planificación de las smart city y similares— que alejan formas incómodas del encuentro”. Y una ciudad, más que diversa, debe ser lo suficientemente porosa y que se encuentre en una permanente negociación entre el interior y el exterior —entre lo privado y lo público—, de tal manera que nosotros y nosotras siempre podamos reconocer a los otros y las otras; de tal manera que una muestra pública de afecto pueda coexistir con las necesidades de consumo en igualdad de condiciones ante quienes diseñan e implementan políticas públicas, y ante quienes habitamos una ciudad. 

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Afuera https://arquine.com/afuera/ Fri, 29 May 2020 01:53:58 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/afuera/ Salir a recorrer las calles de una gran ciudad es perderse porque es, también, salir de sí mismo. Trocar una intimidad conocida por la variable compañía de los extraños; una soledad por otra, pública.

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Salir a la calle. Abrir la puerta de casa, dar unos cuantos pasos y ya: estás afuera. ¿A dónde ir? ¿A la derecha, en dirección a la avenida, cruzarla, seguir hasta el parque, entrar? ¿O a la izquierda? El camino es un poco más largo pero se llega a otra avenida, ésta de doble sentido y, más allá, a un barrio pintoresco y populoso. Tras unos cuantos cientos de metros, no más de un kilómetro de camino en ciertas direcciones, la ciudad se torna, poco a poco o de golpe, extraña, confusa, a veces amenazadora, quizá la intuyes peligrosa. Aunque probablemente conozcas muy bien una zona a unos cuatro o cinco kilómetros de tu casa, aquí y allá, entre estos sitios familiares, el mapa de la ciudad está perforado, como un queso o un libro apolillado, por pequeñas o grandes lagunas desconocidas que, muchas veces, seguirán siéndolo por siempre. Y precisamente como un queso o un libro apolillado: carcomida su sustancia por algo inesperado. La experiencia que tiene el transeúnte de la actualidad urbana disgrega la totalidad compacta del mapa virtual de la ciudad —en el fondo, todo mapa lo es— transformándola en una multiplicidad de espacios que se pliegan y despliegan caprichosamente. Salir a caminar por la calle de una gran ciudad con tranquilidad, entonces, no es fácil. Y eso nada tiene que ver con el temor paranoico a cierto tipo de violencia urbana. Andar por las calles de una ciudad contemporánea es, siempre, aventurarse y más: perderse. “Nueva York —escribe Paul Auster— era un espacio inagotable, un laberinto de interminables pasos y por muy lejos que fuera, por muy bien que llegase a conocer sus barrios y sus calles, siempre le dejaba la sensación de estar perdido.” Y eso que dice Auster de NuevaYork, lo podemos decir de Londres, de París, de la ciudad de México, de Shanghai o de Río, aunque jamás hayamos estado ahí. “Perdido, añade Auster, no sólo en la ciudad, sino también dentro de sí mismo”.

¿Dentro o fuera de sí? En la misma novela Auster escribe: “Ser un hombre sin ningún interior, un hombre sin ningún pensamiento”. Salir a recorrer las calles de una gran ciudad es perderse porque es, también, salir de sí mismo. Trocar una intimidad conocida por la variable compañía de los extraños; una soledad por otra, pública, como la de aquél hombre de la multitud del cuento de Poe. En un relato de Kafka un anciano se pregunta cómo puede alguien atreverse a ir de un pueblo a otro, de dónde saca el valor para tal hazaña que, bien pensada, podría llevarnos toda una vida. Y de verdad, cómo es que nos atrevemos ya no a viajar media jornada sino tan sólo a salir de nuestra propia casa, a cruzar el umbral que nos separa de los otros y volvernos justamente eso: otros; uno más entre tantos. Igualados, disminuidos a lo mínimo y esencial que nos define apenas como ciudadanos. “Soy un ciudadano efímero y no demasiado descontento —escribió Rimbaud— de una metrópolis creída moderna porque todo gusto conocido ha sido evitado en el amueblado y en el exterior de las casas, así como en la traza de la ciudad. Aquí no señalarías las huellas de ningún monumento de superstición. La moral y la lengua reducidas a su más simple expresión, ¡al fin! Estos millones de personas que no necesitan conocerse tienen tan similar educación, oficio y vejez, que el curso de su vida debe ser mucho menor de lo que una loca estadísitica encuentre para los pueblos del continente.”

La visión decimonónica de la vida metropolitana que nos presenta Rimbaud ya contiene los rasgos esenciales de la contemporánea que no es, según algunos, más que su exacerbación al límite. En la calle, como ciudadanos iguales a cualquiera, a ninguno, somos reducidos a las señas particulares de una credencial o de un pasaporte e incluso menos: a los cuatro dígitos memorizados de un NIP, que nos bastarán para acreditar nuestra identidad y, literalmente, acceder al sistema. La moral y la lengua reducidas a su más simple expresión, ¡al fin! Esa reducción no puede más que espantar, y si somos incapaces de lidiar con ella, terminamos asumiéndonos como meros móviles de velocidad variable entre dos puntos en los cuales, con suerte, recuperamos nuestra humana condición: un nombre, un rostro, una mirada.

En la contraportada del libro Hermanos de Carmelo Samonà, se dice que trata de “un hombre que vive con su hermano enfermo en un viejo apartamento situado en lo alto de la ciudad, circundado por terrazas. Un apartamento grande y misterioso similar a un laberinto familiarmente habitado, pero infinitamente rico en sorpresas y secretos. Para entretener al enfermo, pero también para comunicarse con él, inventa un complejo ritual de juegos y viajes en la ciudad y en los espacios del caserón semidesierto.” Casi a medio libro, en el doceavo de los veintiún capítulos, los hermanos salen a la calle. “¡Y henos por fin en la calle! —dice el que narra. ¿Qué suerte de zozobra, qué nuevo e imperceptible desasosiego nos sobrecoge a partir de ese instante? Caminamos en apariencia en perfecta armonía, cerca o no muy lejos uno del otro; en realidad lo primero que se produce en cuanto ponemos un pie en la calle es un cambio gradual de las relaciones entre nosotros.” Y más interesante aun, prosigue: “Es como si tuviésemos que reconquistar vínculos, formas de comunicar y unidades de medida partiendo otra vez de cero.”

Salir a la calle implica caer, recaer en el grado cero de la identidad. De no ser por la carga del término podríamos decir que salir a la calle es alienarse, volverse extraño. Y habrá que recobrar, reconquistar uno por uno los vínculos, formas de comunicar y unidades de medida. Recrearnos en la calle. Quienes son incapaces de hacerlo recorren las calles con la mirada perdida y el pensamiento puesto en su destino o en su punto de partida. Ahí donde aún eran alguien y no uno de tantos, no uno más entre la multitud. En alguna de sus conferencias, Gertrude Stein al hablar de la identidad decía: “Yo soy o porque mi perrito me conoce.” Pero al salir a la calle el perro se distrae, olisquea todos los rincones e intenta seguir cualquier cosa que se mueva, mientras uno, luchando contra él, quiere obligarle a obedecer, a reconocer quién manda ahí; simplemente: a reconocernos. En la calle ni el perro nos identifica. Nuestro mundo se reduce al aire que toca la piel que nos limita y más allá: lo otro, lo desconocido. Hay que reinventarse, rehacerse cada vez que se sale a la calle. O atravesar de prisa como si no estuviésemos ahí —pues de hecho, en algún sentido, jamás estamos ahí plenamente. En la misma conferencia Stein añadía: “Identidad es reconocimiento, usted sabe quién es porque usted y los demás recuerdan algo sobre usted.” Pero en la calle casi nadie recuerda nada sobre nosotros. Stein terminaba esa frase afirmando: “Pero realmente usted no es eso cuando está haciendo algo.” Nosotros no somos eso que los demás, el perro o uno mismo recuerda ser —eso uno lo ha sido. Uno realmente es eso que no recuerda porque aún, a penas lo esta haciendo. Uno es ese hacer, esa acción. Y así, sobre todo, salidos a la calle.

Por eso en la calle quienes mejor se encuentran son quienes salen dispuestos a perderse. Los desde siempre ya perdidos, los vagabundos sin nombre ni domicilio; los criminales y los marginados; los buenos para nada y algunos más. Pero también quienes se atreven a perderse por un tiempo tan sólo —a perder su tiempo. Los niños y los adultos, por ejemplo, que juegan en la calle. El jeugo es casi el único modo aún vigente de apropiarse de ese espacio extraño que es la calle. Olvidados por completo los ritos comunitarios, sacros o políticos que nos permiten hacer —temporal y, por lo mismo, cíclicamente— del espacio exterior un lugar habitable, sólo quedan, como último recurso, esos pequeños rituales, sutiles y perecederos, reinventados cotidianamente en el juego. Por eso hay que sospechar que el enfado del señor burgués —desprotegido en esa exterioridad ante la que no sabe cómo actuar— frente a los niños o los vagos que juegan en la calle es, en el fondo, envidia. Envidia de ese poder, no muy secreto pero que tampoco se entrega fácilmente a cualquiera que tema convertirse precisamente en eso: un cualquiera.

El juego trastoca el espacio público, como lo hacen también las inusuales manifestaciones de lo sagrado o lo político, transformándolo en uno lúdico. Ambos espacios se rigen por reglas —reglas del juego— pero de muy distinto orden. Las líneas blancas pintadas en el suelo que definen —como si fuera para siempre— el paso peatonal, el carril de uso exclusivo, la vuelta prohibida, el lugar reservado, difieren radicalmente de aquellas otras líneas, trazadas con tiza, que disponen provisoriamente el terreno propicio para el juego. Y a pesar de tal condición provisional —o quizás gracias a ella— el juego logra hacerse de un espacio propio más allá de las estrictas relaciones entre lo público y lo privado. ¿Cuántas veces, andando por la calle, desprotegidos como cualquier ciudadano, nos hemos topado con una pequeña horda, envuelta en su propio espacio, que controla una esquina o domina una calle? Gritan y corren de un lado a otro; se conocen entre sí; se llaman por un nombre —muchas veces inventado y diferente al que llevan en sus casas. No están lejos esos comportamientos de los de aquellos otros dueños de la calle, los ya por siempre perdidos: los criminales, los vagabundos y buenos para nada —otras formas del juego, quizás, con más riesgos y tomadas demasiado en serio. Por eso el buen señor burgués cuida a sus hijos y les prohibe salir a la calle —tierra de nadie—, donde se arriesgan a perderse entre juego y juego y, citando de nuevo a Rimbaud, “algún bonito crimen que pía en el fango de la calle.”

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Ciudad sin el otro https://arquine.com/ciudad-sin-el-otro/ Fri, 21 Sep 2018 14:00:45 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/ciudad-sin-el-otro/ Con indiferente frecuencia, viajeros, turistas y aquellos que viven su ciudad día a día en cualquier parte del mundo, argumentan sin mayor reflexión que, “aquel lugar” se ha convertido de pronto como en “aquel otro”, que estar aquí, es verdaderamente, como estar en cualquier otro sitio.

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La economía liberal destruye los elementos poéticos de la vida social; produce en todo el planeta los mismos paisajes urbanos fríos, monótonos y sin alma, impone en todas partes las mismas libertades de comercio, homogeneizando los modelos de los centros comerciales, urbanizaciones, cadenas hoteleras, redes viarias, barrios residenciales, balnearios, aeropuertos; de este a oeste, de norte a sur, se tiene la sensación de que estar aquí es como estar en cualquier parte.” 

Gilles Lipovetsky 1

 

“El yo es una ausencia. Cuanto más cerca estamos de él más se ensancha la ausencia.” 

Chantal Maillard 2

 

“No existe o sucede algo en una Valdrada que la otra Valdrada no repita, porque la ciudad fue construida de manera que cada uno de sus puntos se reflejara en su espejo, y la Valdrada del agua, abajo, contiene no sólo todas las canaladuras y relieves de las fachadas que se elevan sobre el lago, sino también el interior de las habitaciones con sus cielos rasos y sus pavimentos, las perspectivas de sus corredores, los espejos de sus armarios.” 

Italo Calvino 3

 

Con indiferente frecuencia, viajeros, turistas y aquellos que viven su ciudad día a día en cualquier parte del mundo, argumentan sin mayor reflexión que, “aquel lugar” se ha convertido de pronto como en “aquel otro”, que estar aquí, es verdaderamente, como estar en cualquier otro sitio.

La zona restaurada de la Habana Vieja, en Cuba —el país míticamente más anticapitalista de América Latina—, se asemeja, me dicen mis amigos sin titubeos, a cualquier ciudad europea. Repletas de comercio, se inundan las aceras de flujos corporales: la mano derecha en el celular y la izquierda sosteniendo adquisiciones. La misma playera básica con cuello en “v”, se puede encontrar en tres tiendas distintas a no más de cuatro cuadras de distancia. El mismo tranvía eléctrico que tomas en Estrasburgo, existe ahora en Medellín. Las mismas bicicletas públicas de Toronto, en Guadalajara. El tan cuestionado NAIM (Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México), bien podría estar emplazado en Dubái, o en cualquier otro lago en crisis del mundo. En México, muchas de las esquinas de vialidades principales se rematan con un OXXO: tiendas donde se encuentra de forma práctica un poco de todo. Los estantes de frituras y galletas nunca cambian de lugar. En Bogotá, la capital de Colombia, comienza a brotar el mismo fenómeno sin variación significativa, salvo que algunos productos de la misma marca cambian de nombre y conservan su diseño de empaque.

A lo largo de todo el mundo, los nuevos restaurantes se visten de maderas desgastadas, herrerías negras y delgadas, terminados de concreto pulido, muebles viejos traídos nuevamente a la vida cotidiana, losetas de piso como platos y las mismas especies de vegetación colocadas en cada muro. El menú bien puede ser un duplicado del mayor éxito en los últimos meses a la redonda, o en Japón.

En el ámbito afectivo, nos percatamos con mayor cotidianidad que estar con alguien se ha vuelto como estar con cualquiera persona. Las ciudades parecen estar reproduciendo y estandarizando de forma poco cuestionada ciertos prototipos que se acercan peligrosamente a lo idéntico. Nos encontramos de pronto entre una multitud, pero inmensamente solos. En un reflejo de uno mismo, en pura ausencia, sólo angustia, sólo yo. 

Byung-Chul Han, comienza su libro: La expulsión de lo distinto, con el párrafo: “Los tiempos en los que existía en otro se han ido. El otro como misterio, el otro como seducción, el otro como eros, el otro como deseo, el otro como infierno, el otro como dolor va desapareciendo. Hoy, la negatividad del otro deja paso a la positividad del yo.”4

El modelo de sociedad neo-liberal exige sobre todo al otro como una certeza, el misterio es por demás sospechoso e indeseable. “Llegar” al otro ya no es un ejercicio de exploración, sino de simple re-conocimiento. Ya no se acapara al desconocido como medio para la creación, sino como medio de la reiteración. No como dolor, sino como pretendido bálsamo. No se quiere ni se acepta al otro que diste de mí: al que vaga en un parque, al sin trabajo, al sin rostro visible, al sin ropa identificable, a la prostituta, al que no produce, al que con-templa: el que erige templos en su cotidianidad. 

Por las ciudades reformadas con calles peatonales y preferencia ciclista: la misma clase social, los mismos gustos en ocios, la misma ropa, la misma bebida en mano; con nombre propio, mas escrito por jóvenes intercambiables; los mismos cortes de cabello, la misma marca de lentes. En primera instancia la mal acuñada identidad que tranquiliza, en segunda; lo igual a mí que me dirige al vacío de la reiteración perpetua. Descubrimos con crudeza: “la presión destructiva no viene (ya) del otro, proviene del interior.” 5

Byung-Chul Han va más allá, y advierte: “La diversidad sólo permite diferencias que estén en conformidad con el sistema. Representa una alteridad que se ha hecho consumible. Al mismo tiempo, hace que prosiga lo igual con más eficiencia que la uniformidad, pues, a causa de una pluralidad aparente y superficial, no se advierte la violencia sistemática de lo igual. La pluralidad y la elección fingen una alteridad que en realidad no existe.” Al respecto, el psicoanalista Gustavo Dessal bien puede complementar: “No olvidemos que el discurso contemporáneo sólo admite la diferencia en la medida que no comprometa ni enfrente los intereses del mercado. Sólo a partir del momento en que la comunidad gay muestra su potencial en el concurso general del consumo, comienza a ser reconocida por el discurso dominante. De este modo, cualquier disimetría es bienvenida siempre y cuando se asimile a la normativización del sistema global, convirtiéndose así en un nuevo producto.”

La diferencia contemporánea es ante todo, un producto falsamente plural.

En las crisis migratorias que se expanden a lo largo y ancho de todo el mundo, percibimos como ningún otro fenómeno el terror a la verdadera diferencia. España e Italia dicen no a la inmigración clandestina en los últimos meses de mayor presión fronteriza. Algunos poblados de Brasil y Colombia expulsan con odio a decenas de venezolanos desplazados por la miseria. Quien piensa verdaderamente en el otro, dice Han, puede interrumpir lo igual. Dar cabida a lo nuevo. Quien solo calcula, acude a la “inacabable repetición de lo mismo”.  El rechazo migratorio no es más que un reflejo de ese cálculo: falta de pensamiento, puro cálculo del yo. 

Ortega y Gasset, en su libro: El hombre y la gente, recupera al mito de Narciso y arguye que, originalmente, no pudo consistir en aquel hombre que contemplaba su propia belleza en un caudal, pues en aquel primer reflejo, no era capaz el humano de reconocerse a sí mismo. Verse en dicho caudal —o en un espejo—, era literalmente un hecho mágico, puesto que a quien miraban era, precisamente, a otro ser. 

Se le adjudica cotidianamente a la infancia como la etapa más feliz de nuestras vidas. Pues bien, en ella nos caracterizamos como Narciso, mas no el que se mira hasta el agotamiento sobre el agua, sino en otro: “(A)ntes de que cada uno de nosotros cayese en la cuenta de sí mismo, había tenido ya la experiencia básica de que hay los que no soy “yo”; los Otros.” ¿Quién nos ha quitado la experiencia del primer reflejo?, ¿por qué no contemplar —al menos como metáfora— el regreso de aquel primer encuentro? Sólo en la verdeara diferencia cabe una ciudad para los otros y con los otros. Si el yo es una ausencia —como lo expresa la filósofa Chantal Maillard—, nuestra verdadera presencia puede que esté en la diferencia de sí.

En la ciudad invisible de Valdrada, de Ítalo Calvino, sería como encontrar de pronto en el reflejo algo completamente distinto y desear llegar a él.


Notas:

1. LIPOVETSKY, Gilles, “La estetización del mundo” Editorial ANAGRAMA, España; 2014.

2. MAILLARD, Chantal, “India” Editorial PRETEXTOS; Valencia, España; 2014.

3. CALVINO, Italo, “Las ciudades invisibles” Editorial Siruela; España; 2016.

3. HAN, Byung-Chul, “La expulsión de lo distinto” Editorial Herder; Barcelona, España; 2017.

4. DESSAL, Gustavo, “El retorno del Péndulo”, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, Argentina; 2014. 

5. ORTEGA Y GASSET, José, “El hombre y la gente”. Revisa de Occidente Madrid, Madrid, España; 1957.

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