Resultados de búsqueda para la etiqueta [Hannes Meyer ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Fri, 03 May 2024 14:32:14 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.2 Wifi y contactos https://arquine.com/wifi-y-contactos/ Tue, 05 May 2020 08:17:55 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/wifi-y-contactos/ La mecanización de la vida diaria no se termina desplegando en una multitud de aparatos y utensilios para los que habrá que buscar el acomodo discreto mientras no están en uso, sino que se comprime y se superpone en la superficie de una pantalla.

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Según el filósofo alemán Peter Sloterdijk hay dos tipologías arquitectónicas propias del siglo XX: el gran estadio y la unidad de vivienda agrupada en grandes conjuntos. En otras palabras: el espacio para las masas y la masa de espacios hiperindividualizados. Ddesde hace tiempo los estadios han tenido que reinventarse. Sea para un espectáculo deportivo o musical, se ha optado por reforzar la experiencia. Sabemos que prácticamente cualquier deporte o concierto se ve y se oye mejor frente a una pantalla de televisión. Así que los estadios se han vuelto espectáculos multimedia que suman capas de información. También la casa puede seguir un camino parecido.

En 1926, Hannes Meyer, el segundo director de la Bauhaus, propuso una instalación, la Co-op zimmer, la habitación cooperativa. Para meyer, más a la izquierda que su antecesor y que su sucesor en la Bauhaus —Gropius y Mies—, “la cooperación rige al mundo; la comunidad rige sobre el individuo.” A diferencia de la vivienda mínima que preocupaba a muchos de sus contemporáneos, la habitación cooperativa era un espacio abiertamente escenográfico. Para meyer, los muebles plegables y el gramófono portátil eran “típicos productos manufacturados internacionalmente que mostraban un diseño uniformado: típicos instrumentos de la mecanización de la vida diaria,” y su estandarización impersonal respondía a la condición del “semi-nómada de nuestro moderno sistema productivo, beneficiado por la libertad de movimiento.”

Tras Meyer, muchos arquitectos y diseñadores pensaron de nuevo espacios para el individuo contemporáneo. En los años 50 y 60 la casa del futuro era tema del presente. Los arquitectos ingleses Peter y Alison Smithson diseñaron la suya con muebles integrados en muros curvos de fibra de vidrio; también lo hizo el diseñador italiano Joe Colombo, con muebles que se abren y despliegan nuevas funciones. Pero no sólo arquitectos o diseñadores famosos lo intentaron. Monsanto —sí, esa compañía— patrocinó la casa del futuro diseñada por el MIT en colaboración don Disney y que podía visitarse en Disenayldia. El horno de microondas, hoy casi una antigüedad en desuso, era una de las novedades en la cocina de aquella casa. La revista popular mechanics presentó su casa del futuro en 1955 y playboy en 1962 el apartamento del soltero donde, apropiadamente, la cama, redonda por supuesto, es un centro de comando para controlar la intensidad de la luz, el volumen de la música o lo que se puede ver en el televisor que cuelga sobre la cabecera. Para 1980, cuando Toyo Ito diseña su Casa para la mujer nómada de Tokio, resulta evidente que Hannes Meyer tenía razón: muros de tela, muebles ligeros, plegables.

La mecanización de la vida diaria no se termina desplegando en una multitud de aparatos y utensilios para los que habrá que buscar el acomodo discreto mientras no están en uso, sino que se comprime y se superpone en la superficie de una pantalla. El gramófono en la mesita plegable propuesto por Meyer para la Co-op zimmer hoy es un iPad o un iphone que contiene y combina todo lo que el individuo contemporáneo necesita para su vida diaria. desde la agenda hasta el estado de cuenta, pasando por el estado de salud y las aplicaciones que nos permitirán establecer relaciones, aunque sean momentáneas y pasajeras, con otros; las noticias del día, la ruta del autobús o la bicicleta —compartida— más cercana, todo, el interior y el exterior se condensan en una pantalla sensible al tacto.

Los cambios espaciales que esa nueva tecnología doméstica —asumiendo que hoy nuestro móvil es nuestra casa— acaso son, por ahora, más sutiles que los imaginados en décadas anteriores. implican la desaparición de cierto tipo de espacios —¿quién hoy, en tiempos de netflix le encuentra utilidad a esos espacios de las casas burguesas de mediados del siglo pasado, el cuarto de juegos y la sala de televisión que, junto con el comedor, han quedado en el pasado?— e implican, sobre todo, la aparición de nuevos hábitos y costumbres: antes de escoger un café hoy uno busca el signo de WiFi y junto con el menú se pide la contraseña, mientras que para sentarnos, no elegimos la mesa con mejor vista sino la que tiene un contacto eléctrico cerca.

Al interior de la casa los requerimientos son casi los mismos: wifi y contactos y de paso, por ahora, una cama, mesa y silla, aunque no sean plegables, como los imaginó Meyer. Más allá de los edificios icónicos que parecen ir en retirada, las formas arquitectónicas que hoy se requieren deberán ser, quizás, menos inestables que lo que imaginó Meyer pero no más determinadas. Genéricas y simples como la Co-op zimmer mientras la arquitectura se traslada —no en balde se usa la misma palabra— a la lógica que rige los procesos que hacen posible tener a todo nuestro mundo sobre —¿bajo?— una pantalla y al alcance de un dedo.

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Bartleby, el nómada https://arquine.com/bartleby-el-nomada/ Tue, 05 May 2020 06:39:51 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/bartleby-el-nomada/ ¿Cómo podría ser una arquitectura cuyo diseño no provenga ni aspire a alguna identidad? Habitar ligeramente sin la identidad como intermediaria, sin conceptos pesados como pertenencia, arraigo, propiedad, individualidad, etc.

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Bartleby es un escribano de Wall Street de aspecto inofensivo. Cual copista del siglo XIX, su labor es replicar documentos oficiales con su pluma y pulso. Un día, su jefe, el abogado, le solicita revisar con él un documento, tarea a la cual Bartleby responde “preferiría no hacerlo” y despreocupadamente sigue con su labor habitual de copiar. Este cuento de Herman Melville es sobre un personaje que, al articular su frase “preferiría no hacerlo”, es insoportablemente desinteresado y a la vez, mordazmente desafiante. Bartleby ha desatado distintas lecturas e interpretaciones desde la literatura y la filosofía. Sin embargo, las implicaciones que este cuento representa para la arquitectura nos podrían dar algunos consejos sobre cómo sobrellevar el acto de tener que permanecer encerrados dentro de un cuarto, un departamento o una casa a lo largo de un tiempo prolongado o indefinido. 

Para empezar, Bartleby no tiene muchas pertenencias, ni siquiera tiene una casa. De hecho, Bartleby vive en su oficina aunque sus colegas del trabajo no lo saben. Cuando el abogado llega por las mañanas, Bartleby ya está ahí y cuando sus colegas y su superior se van por las tardes, él se queda habitando el despacho. Un domingo por la mañana, el abogado se da una vuelta por su oficina, encuentra rastros de Bartleby y se percata que su subalterno pernocta en el mismo lugar donde trabaja. El abogado cuenta: 

Después de un prolijo examen, comprendí que por un tiempo indefinido Bartleby debía haber comido y dormido y haberse vestido en mi oficina, y eso sin vajilla, cama o espejo. El tapizado asiento de un viejo sofá desvencijado mostraba en un rincón la huella visible de una flaca forma reclinada. Enrollada bajo el escritorio encontré una frazada; en el hogar vacío una caja de pasta y un cepillo; en una silla una palangana de lata, jabón y una toalla rotosa; en un diario, unas migas de bizcocho de jengibre y un bocado de queso. Sí, pensé, es bastante claro que Bartleby ha estado viviendo aquí.

El copista trabaja y vive, sin necesidad de salir, en un cuarto de Wall Street. Es decir, vive en una especie de cuarentena voluntaria. Tras haber averiguado el abogado que su escribano vivía en su oficina, varias personas le piden, ordenan y ruegan a Bartleby en distintas ocasiones que se retire de las oficinas. Sin embargo, en toda ocasión Bartleby respondía, “preferiría no hacerlo”, “preferiría quedarme aquí solo”. Inclusive prefirió también dejar de hacer su labor habitual de copiar. ¿Cómo es posible que un individuo prefiera estar encerrado en un cuarto? 

La razón por la cual Bartleby puede sobrellevar estar en cuarenta es porque es un nómada. Nómada quiere decir aquel que no establece una residencia fija. Paradójicamente, sabemos que Bartleby es un nómada porque prefiere permanecer en el despacho del abogado. Sin embargo, el hecho de que él prefiera quedarse ahí es circunstancial; de haberlo preferido, el copista podría haberse ido a otro cuarto, a otro edificio, a otra ciudad o a otro país sin mayor problema. Es decir, sólo un nómada puede permanecer en un mismo lugar por un tiempo indefinido. Todos los que no somos nómadas debemos transportarnos a los lugares a los que estamos atados: un hogar, un trabajo, una escuela, algún espacio público o cualquier otro destino. Al ser un nómada, Bartleby no está atado ni se identifica con algún lugar que no prefiera, por lo tanto, no sólo es un nómada del espacio, sino de la identidad; “No soy particular” dice también el copista. Ser un nómada en este sentido significa estar en medio de distintas identidades sin asumir una individualidad fija. La identidad de Bartleby se caracteriza por el movimiento y la variación, su habitar no está restringido por sistemas de organización ni conceptos como el lenguaje, la propiedad, la nacionalidad o la arquitectura. Para Bartleby, habitar cualquier edificio es como habitar una casa de campaña, es decir, toda habitación es efímera y él permanecerá en ella solo mientras así lo prefiera, sin generar vínculo de identidad o arraigo alguno.     

¿Cómo podría ser una arquitectura cuyo diseño no provenga ni aspire a alguna identidad?, es decir, ¿cómo se podría diseñar una habitación para Bartleby? La imagen de arriba es un intento de un cuarto sin identidad, cuyo habitante ideal sería un nómada como lo es Bartleby. La fotografía muestra el interior de una habitación casi escénica compuesta exclusivamente por lo esencial, una cama, un par de sillas y un banco (todos plegables) y un gramófono. Fue diseñado por el arquitecto suizo y segundo director de la escuela Bauhaus, Hannes Meyer. Esta fotografía titulada CO-OP Interieur fue incluida dentro del artículo El nuevo mundo, escrito por Meyer y publicado en 1926. A diferencia de lo que habitualmente denominamos como arquitectura, el interior diseñado por Meyer no tiene aspiraciones de pertenencia ni de permanencia: las paredes parecen hechas de algún tipo de tela y los muebles son plegables para poder ser doblados y desplazados fácilmente. Por tal motivo, resultaría fácil denominar al CO-OP Interieur como una instalación, como un arreglo o incluso como una especie de escenario, pero no como una obra de arquitectura. Para que la arquitectura, como la conocemos, se pueda considerar tal debe ser construida sobre una suposición de identidad, individual o cultural. Quien no sea un nómada, es decir, quien tenga una identidad fija, jamás se sometería voluntariamente a permanecer en este interior estéril; habría que colgar cuadros, agregar sábanas, acomodar los muebles, es decir, hacer con este interior lo necesario con tal de imprimirle identidad y poder sentirse uno en casa. Sin embargo, Bartleby al ser un nómada podría habitar cómodamente el CO-OP Interieur tal y como es, durante un tiempo indefinido o mientras así lo prefiera.

Las excentricidades de Bartleby y las insinuaciones del CO-OP Interieur van a contracorriente de lo que nosotros, los no-nómadas, consideramos como arquitectura. La arquitectura como la conocemos, proyectamos y construimos es levantada sobre una lógica de presuposiciones ⁠— presuposiciones de identidad, de referencia, de pertenencia y permanencia ⁠— mientras que la forma fugaz y errante en la cual Bartleby se relaciona con los cuartos donde permanece, sigue una lógica de preferencia (“preferiría no hacerlo”) — él se identifica y pertenece a únicamente donde prefiere y solo mientras así lo prefiera.   

Una recurso con cual hacerle frente a la desafortunada circunstancia de tener que permanecer en casa puede ser personificar a Bartleby. Esto no quiere decir comenzar a pernoctar en el lugar donde uno trabaja, o peor, traer a nuestra casa las dinámicas que son propias del lugar de trabajo (tipo home office). Más bien, ser como Bartleby implica devenir nómada. Esto quiere decir no solo preferir estar donde se está y estar donde se prefiere, sino también renunciar momentáneamente a una identidad fija. Tal vez sea más fácil no salir si deja uno de identificarse como alguien que tiene que subirse a cierto coche, ir a cierto trabajo, a cierta escuela, ver a ciertas amistades, comprar cierto producto o comer en cierto restaurante. ¿Uno realmente necesita salir?, ¿o será más bien que uno se identifica como alguien que tiene que salir? Personificar a Bartleby significa habitar ligeramente sin la identidad como intermediaria, sin conceptos pesados como pertenencia, arraigo, propiedad, individualidad, etc. Desde luego, ser un nómada puede llegar a ser incómodo, sin embargo, a diferencia de Bartleby, uno no puede permanecer nómada. Uno solo debería ser nómada mientras así prefiera hacerlo. 

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Bauhauslers en México (I): Gropius https://arquine.com/bauhauslers-en-mexico-i-gropius/ Wed, 11 Dec 2019 07:30:45 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/bauhauslers-en-mexico-i-gropius/ En esta serie de textos se tratará sobre los Bauhauslers (maestros o alumnos de la Bauhaus) que emigraron a México ya sea para asentarse definitivamente, o que salieron posteriormente del país, o aquellos que tuvieron algún asunto importante en él, o los que simplemente lo visitaron por periodos extendidos o sólo fugazmente.

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Jorge González Reyna (arquitecto), Walter Gropius (asesor), Iglesia de Cristo Rey, Torreón, Proyecto, 1944-46.

 

De los Bauhauslers (maestros o alumnos de la Bauhaus) que emigraron a México ya sea para asentarse definitivamente, o que salieron posteriormente del país, o aquellos que tuvieron algún asunto importante en él, o los que simplemente lo visitaron por periodos extendidos o sólo fugazmente, el escultor Herbert Hofmann-Ysenbourg es sin duda el más olvidado de todos, y de manera muy injusta. Esta serie de ensayos hace un repaso, un tanto fragmentario y anecdótico, de los Bauhauslers en México, comenzando con su fundador y primer director, continuando con sus otros dos directores, seguidos de otros famosos y no-tan-famosos egresados (algunos cuasi-egresados), para culminar, en la última entrega, con la figura de Hofmann-Ysenbourg.

Si bien no hubo ningún mexicano que estudiara en la Bauhaus, México recibió una fuerte influencia de aquella célebre escuela de arte y diseño que este año cumple cien años de su fundación. Probablemente no exista ningún otro país en América Latina que pueda presumir que sus tres directores, Walter Gropius, Hannes Meyer, y Mies van der Rohe, dejaran huella en su territorio como ellos lo hicieron aquí. Gropius visitó México en dos ocasiones. La primera fue en 1946, cuando recorrió en coche varios estados de la república acompañado de su esposa Ise en un viaje que duró un mes y medio. Además de conocer a gran parte de la élite cultural y arquitectónica mexicana, en ese viaje Gropius reestableció contacto con Max Cetto, a quien había frecuentado en Alemania y quien fue siempre su principal contacto en el país.[1] De paso por Michoacán, Gropius pasó unas noches en Jungapeo hospedándose en el Hotel San José Purúa que Cetto había recientemente proyectado junto con Jorge Rubio. Desde el hotel, Gropius le envió una carta a su paisano, elogiando el emplazamiento “muy libre” en el terreno rocoso así como su organización general, aunque criticaba un tanto los detalles de la construcción. Sin duda el proyecto de Cetto y Rubio resonó de manera positiva con algunas de las preocupaciones que Gropius venía mostrando en esos años y que coincidían con varios de los temas de corte regionalista discutidos al interior del CIAM (Congreso Internacional de Arquitectura Moderna), organización de la cual era vicepresidente.

Otro de los contactos de Gropius en México fue su exalumno de Harvard, Jorge González Reyna, con quien de hecho colaboraba en esos años como asesor en un proyecto para una iglesia en Torreón: la Iglesia de Cristo Rey. Este proyecto, que no llegó a construirse, era algo parecido al proyecto (ligeramente anterior) de la iglesia de La Purísima en la vecina ciudad de Monterrey de Enrique De La Mora, y por lo tanto representaba uno de los primeros intentos en México de otorgarle a la arquitectura eclesiástica una expresión moderna y monumental. Por su uso de cubiertas parabólicas, tanto La Purísima como la iglesia de Cristo Rey podrían considerarse reelaboraciones de aquel proyecto pionero, pero poco analizado, de Juan O’Gorman para la CTM de 1936 o 37 y que de forma análoga intentaba lograr un lenguaje contemporáneo para edificios institucionales, pero en la línea de su “funcionalismo radical”. Por otro lado, ambas iglesias prefiguraban la arquitectura religiosa que el mismo De la Mora en colaboración con Félix Candela desarrollaría poco tiempo después. Aunque Winfried Nerdinger, biógrafo de Gropius, no considera el proyecto con González Reyna algo representativo de la obra del arquitecto alemán, e incluso dude que éste haya contribuido sustancialmente en él, en aquel viaje, ambos arquitectos visitaron el terreno y juntos revisaron y mejoraron los bocetos preliminares;[2] además, la documentación existente atestigua cierto entusiasmo y satisfacción con el proyecto por parte del maestro alemán.[3] González Reyna murió en un accidente aéreo el 4 junio de 1969, casi exactamente un mes antes que su maestro.

Izquierda: Gropius con Carlos Mérida y Max Cetto en una fiesta en el despacho de Augusto H. Álvarez, Enrique Carral y Manuel Martínez Páez en Polanco, 1952 (Fuente: Industria Mexicana). Derecha: Max Cetto y Walter Gropius en la casa del primero en El Pedregal, 1952 (fuente, Susanne Dussel Peters, Max Cetto 1903-1980: arquitecto mexicano-alemán, ciudad de México, Universidad Autónoma Metropolitana, 1995).

 

La segunda vez que Gropius visitó México fue en 1952 durante el Séptimo Congreso Panamericano de Arquitectos, evento que coincidió con la inauguración de la Ciudad Universitaria y la exposición “El Arte en la Vida Diaria” de Clara Porset. En esa ocasión Gropius fue uno de los dos invitados estelares del congreso. El otro era el mismísimo Frank Lloyd Wright quien, según cuentan algunos, realizó duras críticas al proyecto de Mario Pani y Enrique del Moral. Otra anécdota que Gropius gustaba rememorar, trataba sobre el encuentro que sostuvo con Wright en una fiesta en la casa de Cetto en El Pedregal de San Ángel. Según Gropius, mientras departía con otros invitados, incluido Diego Rivera, y les hablaba de las virtudes del trabajo en equipo (teamwork), Wright llegó a casa de Cetto y se sentó a su lado para escucharlo “con una sonrisa en la cara”.  De acuerdo al relato de Cetto, “apenas si lo vio, cuando el genio americano le lanzó la pregunta: ‘Hola Walter, ¿con que te parece tan importante la colaboración? ¡Puras tonterías! La arquitectura es concepción ¿a quien se le ocurriría llamar al vecino para que ayudase a procrear a un niño?’ ‘Todo depende’ fue la respuesta [de Gropius], “si el vecino resultara ser mujer…”.[4]

Fuera de lo ingenioso de la respuesta (por no mencionar el machismo del maestro estadounidense), lo que este intercambio revela es el antagonismo, más ficticio que real, entre una idea de creación arquitectónica como un fenómeno individual por un lado y uno colectivo por el otro. La relación entre Gropius y Cetto merece un estudio aparte ya que la correspondencia entre ambos arquitectos fue vasta, especialmente después de aquellos dos viajes a México, y también porque para celebrar el cincuenta aniversario de la fundación de la Bauhaus en 1969, Cetto planeó organizar una exposición sobre la misma que lamentablemente no llegó a realizarse pero que contaba con el apoyo de Gropius. A pesar de esto, Cetto escribió un texto destinado a acompañar la exposición, y cuyo manuscrito, resguardado en su archivo de la Universidad Autónoma Metropolitana, espera ser publicado algún día. Gropius murió ese mismo año en el cincuentenario de la que escuela fundó y dirigió.

A pesar de la importancia de proyectos como la fábrica Fagus en Alfeld o el edifico de la Bauhaus en Dessau, la arquitectura de Gropius, podría decirse, jamás alcanzó los niveles poéticos de Mies, Aalto o Le Corbusier. En este sentido, más allá de la influencia que su arquitectura pudo haber tenido en gente cercana a él, como Cetto o González Reyna, o más indirectamente en otros arquitectos mexicanos, su legado trasciende ese ámbito para abarcar la pedagogía de la arquitectura, del diseño, del arte y las artesanías. En México ese legado está representado por los “cursos básicos” que las escuelas de arquitectura del país comenzaron a implementar a mediados del siglo XX y que rápidamente se multiplicaron, pero más concretamente quizás en las Escuelas de Diseño y Artesanías dependientes del Instituto Nacional de Bellas Artes fundadas, como una sola institución, en 1961 bajo el modelo de los talleres ideado por Gropius. Quizás en reconocimiento de sus limitaciones como arquitecto pero también del largo alcance de su visión, a la muerte de Gropius, su amigo Cetto escribió lo siguiente en su obituario: “La importancia de Gropius en el desarrollo de la arquitectura moderna fue que fungió como catalizador y en este sentido su mayor logro que sobrevivirá a todas sus construcciones, fue la fundación de la Bauhaus en 1919, así como la programación y dirección de esa escuela de arte durante los primeros nueve años de su corta pero fructífera existencia”. [5]


Notas:

1. Ver Juan Manuel Heredia, “México y el CIAM: Apuntes para la Historia de la Arquitectura Moderna en México”, primera parte, Bitácora-Arquitectura (Noviembre de 2013), pp. 84-95.

2. Ver Winfried Nerdinger, Walter Gropius, Cambridge, Mass., William Hays Fogg Art Museum, 1986, pp. 208-9 y Reginald Isaacs, Walter Gropius: Der Mensch und sein Werk, Berlín: Gebr. Mann Verlag, 1983-4, 246.

3. Ver Ana María V, de González Reyna, “Relación de amistad con el arquitecto Walter Gropius”, Calli, 43, (Septiembre-Octubre de 1969), pp. 19-20.

4. Max Cetto, “Walter Gropius”, Arquitectura-México 102 (1970), p. 201.

5. Ibid.

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Construir es una acción colectiva https://arquine.com/construir-es-una-accion-colectiva/ Wed, 08 May 2019 13:12:53 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/construir-es-una-accion-colectiva/ Siendo la ESIA del Politécnico Nacional la única escuela de arquitectura de Latinoamérica donde un ex director de la Bauhaus impartió cátedra, como parte de los festejos por el centenario de aquella escuela, del 6 al 9 de mayo se llevará a cabo el evento “100 años de la Bauhaus” en dicha institución, como un encuentro de debate y discusión para comprobar que la construcción de la arquitectura es una acción colectiva.

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Como decía Hannes Meyer, construir es una acción colectiva. El diseño en cualquiera de sus expresiones debe tener una responsabilidad. Tanto su enseñanza como su arquitectura fueron radicalmente dirigidas a lo colectivo, a la investigación antropológica y a las necesidades de la sociedad en la que se desenvolvía. Sin embargo su obra sigue siendo relativamente desconocida, poco se sabe de su trabajo en México, que fue un manifiesto a la modernidad en nuestro país.

Hannes Emil Meyer nació en Basilea en 1889, se inició en el ámbito de la arquitectura como delineador y albañil. Estudió en la escuela de Artes y Oficios de Basilea y continuo su formación en el estudio del arquitecto suizo Albert Froehlich y tiempo después, con el arquitecto alemán Emil Schaudt. En 1919 fue ganador del concurso para diseñar la colonia de la cooperativa Freidorf, Muttenz.  Años más tarde estableció su estudio con Hans Witter, con quien realizó el Palacio de la Sociedad de Naciones en Ginebra. En 1927 fue director del departamento de arquitectura de la Bauhaus, en Dessau y finalmente en 1928, sustituyó a Walter Gropius como director de la Bauhaus dando inicio a su utopia socialista. Debido a la situación política que enfrentaba Alemania, dos años más tarde dejó el cargo y emigró a la URSS. Formó la Brigada Bauhaus Roja con un grupo de estudiantes y con ilusiones de desarrollar sus métodos e ideas en proyectos urbanos en Moscú. Sin embargo, en la realidad sólo pudo idear algunos planes urbanos y desempeñarse como docente. 

Meyer llega a México por primera vez en septiembre de 1938 invitado a participar en el XVI Congreso Internacional de Planificación y de la Habitación por el presidente Lázaro Cárdenas. Tal vez en esta primera visita, Meyer ve en México un país en vías de desarrollo, lleno de tradiciones y cultura donde puede desplegar sus ideas regionalistas para mezclar la técnica y la practica con comunidades locales de artesanos. Y es así que vuelve en junio de 1939 para establecerse en este país junto con su esposa, Lena Bergner. Fue contratado por la Escuela Superior de Ingeniería y Arquitectura (ESIA) del Instituto Politécnico Nacional para dirigir el recién fundado Instituto de Planificación Urbana, cargo que ostento hasta 1941, debido a sus diferencias con Juan O’Gorman y la acusación por parte de Diego Rivera por su supuesta implicación en el asesinato de León Trotsky.

 

Después de su partida del IPN, fue director técnico de la Oficina de Proyectos de la Secretaria del Trabajo donde realizó el Plan Lomas de Becerra que albergaría viviendas para trabajadores. En 1943 fue secretario arquitecto de la Comisión de Planeación de Hospitales del Instituto Mexicano del Seguro Social, donde realizó el proyecto para el concurso del Hospital La Raza y en 1944, bajo un encargo del Dr. Gustavo Baz, realizó la planificación urbana de Tlalnepantla. Coordinó el Programa Nacional de Construcción de Escuelas del CAPFCE donde además editó la revista Construyamos Escuelas y realizó la primera exposición de la institución en el Palacio de Bellas Artes. 

Finalmente la pasión de Meyer por lo colectivo, lo social y regionalista tuvo su auge con la creación del Taller de Gráfica Popular, donde pudo desenvolver libremente sus intereses políticos, intelectuales y profesionales mediante grabados, litografías, escritos, imágenes y gráficos. El trabajo en TGP modificó su forma de producir y al mezclarse con el trabajo colectivo pudo concretarse, así como llevar su labor al debate público en México y otros países. Mediante su obra gráfica logró darle voz a sus ideas sobre la reconstrucción social y el trabajo multidisciplinario para generar una comunidad que funcionará como herramienta de un verdadero cambio. Para 1949 la relación del arquitecto con el gobierno de Miguel Alemán y sus finanzas estaban en mal estado, lo que llevaron de regreso a Europa junto con su esposa, donde ambos siguieron gestionando exposiciones de TGP hasta la muerte de Meyer en 1954.

Siendo la ESIA la única escuela de arquitectura de Latinoamérica donde un ex director de la Bauhaus impartió cátedra y como parte de los festejos por el centenario de la Bauhaus, del 6 al 9 de mayo se llevará a cabo el evento “100 años de la Bauhaus” en dicha institución junto con la Embajada de Alemania en México y la Fundación Bauhaus en Alemania, como un encuentro de debate y discusión para comprobar que la construcción de la arquitectura es una acción colectiva.

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El orden de todas las cosas https://arquine.com/el-orden-de-todas-las-cosas/ Mon, 14 Jan 2019 14:30:27 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/el-orden-de-todas-las-cosas/ La casa, parece, es el nuevo escenario de conquista. Su enemigo, el desorden. Nuestra capitana, Marie Kondo, quien, con su nuevo programa en la plataforma de entretenimiento Netflix, acapara ahora comentarios diversos.

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La casa, parece, es el nuevo escenario de conquista. Su enemigo, el desorden. Nuestra capitana, Marie Kondo, quien, con su nuevo programa en la plataforma de entretenimiento Netflix, acapara ahora comentarios diversos: desde escritores que no pueden pensar su vida con sólo 30 libros, tal y como propone la japonesa, a articulistas que les cuesta pensar su realidad con sólo seis pares de calcetines. 

Marie Kondo es una especie de gurú contemporánea y su libro, La magia del orden, un best-seller mundial que le sirvió para ser reconocida por la revista Time como una de las 100 personas más influyentes en 2015. Su visión del orden es casi religiosa —una vida ordenada es manifestación de un espíritu saludable y el camino hacia la felicidad— y su relación con los objetos, nos dice, está expresa en la gratitud por la utilidad que nos dieron durante su vida con nosotros. Una gratitud que no evita la necesidad de deshacernos de ellos cuando llegado sea el caso. La metodología que emplea, por ello, es catárquica: a aquellos que participan en su programa se les hace pasar una especie de introspección con los objetos que pueblan el hogar y, llegada la hora, surgirá una necesaria despedida de todo aquello que realmente no se necesite. Una especie de despedida necesaria para, por fin, liberar al espíritu de elementos inútiles.

Es cierto que, en un mundo donde el consumo de productos aparece desorbitado, con producciones ingentes de objetos que llenan estanterías, armarios y cajones, apostar por una reivindicación de tener —y entendemos que consumir— menos se antoja necesario. Pero más allá de que tras todo esto exista una ética anticonsumista, lo que la japonesa expresa es, al tiempo, una especie de miedo al lleno, al desborde de objetos acumulados en nuestro hogar. 

Confieso que eso es, quizá, lo que más me aterra al ver en qué se está convirtiendo la serie: que una plataforma de entretenimiento como Netflix se haya alzado en un referente de la autoayuda no sólo pone de manifiesto el contexto de desapego hacia los demás en el que nos encontramos, sino que también el diseño ha dejado de ser cosa exclusiva de los diseñadores —y arquitectos— para manifestarse a través de la autoproducción del yo.

Y es que, en realidad, el auténtico proyecto de series como éstas no es tanto el espacio: es el propio sujeto. Un proyecto que es, como pone de manifiesto Boris Groys en La función del diseño en sí, un ejercicio moderno, donde la esencia se traslada de la interioridad vital a la superficie, a la apariencia. Si Le Corbusier imaginó un nuevo hombre para la nueva arquitectura, Adolf Loos nos hablaba de la necesidad del buen vestir y de evitar el uso de tatuajes o la arquitectura comunista nos invitaba a imaginar una expresión colectiva del arte como vida, hoy esa apariencia es un ejercicio fuertemente individualista, que queda generalmente comprobado y justificado ante los demás a través de la exposición pública, redes sociales mediante, de nosotros y de nuestros espacios.

Así, en la serie de Kondo hay algo pornográfico: los participantes muestran cómo su vida es mejor una vez han sido ayudados por ella. Muestran sus neurosis, el desorden, y la convierten a los ojos del mundo, en salud y felicidad plenas. Y como buen producto de autoayuda, no siempre necesario, Tidying up with Marie Kondo es una forma a través de la cual los televidentes pueden llegar a pensar que tienen demasiadas cosas que hay que limpiar para alcanzar cierta plenitud ante un mundo que, parece, está más cerca del colapso: el camino a la felicidad está, primero, a golpe de clic y, después, a través de la expresión ante los demás, al menos es lo que parece si atendemos a lo que publicaba hace poco Los Angeles Times: “desde el lanzamiento del show, Estados Unidos ha vaciado colectivamente sus armarios” con “más de 94,000 publicaciones con la etiqueta #mariekondo en Instagram” 

Si, como dice Groys, “la forma última de diseño es el diseño del sujeto” que se “vuelve una cosa diseñada, una suerte de objeto en el mundo”, el sujeto, como otros objetos, y siguiendo aquí a Kondo, puede ser prescindible si no da la felicidad. Una visión alegremente esquizoide de la vida, donde debemos aparentar que estamos alegres por encima de cualquier otro tipo de emoción.

Por supuesto, el programa de Kondo expone también otros aspectos: ahora que en muchos lugares del mundo las casas empiezan a ser cada vez más pequeñas, o el costo por metro cuadrado cada vez más caro, mantener pocas cosas es un bien —o mal— necesario. Pero esta disminución del espacio doméstico —más que ostensible en lugares como Japón—, reconoce también la mayor precariedad y dificultad actual al habitar un espacio. No sólo por el costo de vida, que se eleva, sino porque habitar en sentido pleno es, como decía Walter Benjamin, dejar rastros, huellas, residuos, algo extremadamente difícil si la realidad que nos proponemos debe estar mediada por elecciones tan arbitrarias como tener, máximo, un número determinado de libros o de calcetines.  Tal reducción supone, más que nada, un vano intento de cuantificar la felicidad.

La alternativa a Kondo está, creo yo, en reflexiones como las de Pier Vittorio Aureli, quien en su libro Menos es suficiente, expone la mirada ascética sobre la realidad construida. El ascetismo se expresa también casi en formas religiosas, con la vida monacal como referente, y donde el hogar queda reducido a un habitáculo mínimo, ejemplificado en sus páginas en la habitación Co-op de Hannes Meyer, esa vivienda que, aun renunciado al lujo, no negaba el goce —manifestado en un gramófono que nos muestra cómo la vida interior no sólo está condicionada por la necesidad sino también por el tiempo de disfrute improductivo—; mientras la habitación se reduce a un pequeño espacio privado, en el que establecer “una posibilidad de soledad y concentración”, el resto de la vida pasa a ser disfrutada en la ciudad, con otros, en un reclamo de lo comunal que puede construir, ahora sí, una forma de relacionarse con los objetos y los espacios distinta pues, al ser compartidos, no responderían tampoco a las lógicas de consumo y acumulación.

 

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El rojo de la Bauhaus https://arquine.com/el-rojo-de-la-bauhaus/ Sun, 31 Jan 2016 00:49:15 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/el-rojo-de-la-bauhaus/ Hannes Meyer pensaba que el arquitecto “siempre ha estado ligado íntimamente con su entorno social. Es uno de los instrumentos humanos que le sirven al poder reinante para fortalecer su posición. La arquitectura, además de su utilidad directa, siempre ha servido para mantener al poder.” El arquitecto, afirmaba, es siempre necesariamente un colaborador. La arquitectura no es un arte autónomo, “como ciertas prima donnas de la mesa de dibujo quisieran que creyéramos,” sino que depende de las condiciones específicas, sociales, económicas y políticas, de su tiempo.

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El 30 de enero de 1933, Paul von Hindenburg, presidente de Alemania, nombró canciller a Hitler. Un mes después, el 27 de febrero, el incendio del Reichstag sirvió de pretexto para suspender gran parte de las libertades civiles y, así, afianzar el control Nazi de Alemania. También unas semanas después de que Hitler hubiera sido nombrado canciller, la policía entró a la Bauhaus, que desde finales de 1932 se había instalado en Berlín a cargo de su tercer y último director, Mies van der Rohe. La policía arrestó a 32 estudiantes y Mies se vio obligado a disolver la escuela en el mes de abril.

Tres años antes, también el 30 de enero, los nazis habían declarado a la Bauhaus como parte de los “cuadros rojos.” El director de la escuela en ese momento, Hannes Meyer, sin duda era rojo. Nacido en Basilea, Suiza, el 18 de noviembre de 1889, estudió y trabajó en Alemania antes de regresar a Zurich, donde fue parte del grupo ABC Beiträge zum Bauen, junto con Hans Schmidt, Paul Artaria, Mart Stam y El Lissitzky. Según escribió Éva Forgács en Between the Town and the Gown: On Hannes Meyer’s Dismissal from the Bauhaus, se trataba de “una revista marxista dedicada a la idea del colectivismo.”  Meyer llegó a la Bauhaus a finales de los años 20 y cuando Gropius dejó la dirección en 1928 se hizo cargo. Forgács dice que ya para 1930, Meyer peleaba una guerra en tres frentes: “al interior de la Bauhaus, donde los pintores, encabezados por Kandinsky y Albers, pensaban que era tiempo de deshacerse de los principios técnicos y las prácticas comerciales que Meyer había introducido a la fuerza; ante el ayuntamiento, donde el alcalde Fritz Hesse buscaba reelegirse —y no compartía la visión de Meyer—; y con la sociedad misma y los líderes de Dessau, quienes habían virado a la derecha política y odiaban a la Bauhaus a la que apodaban el acuario.” En agosto de 1930 Hesse destituyó a Meyer como director de la Bauhaus, aunque hay quien dice que Meyer no pensaba que su posición política fuera más radical que la de algunos de sus colegas.

En 1926 publicó su manifiesto El nuevo mundo, en el que tras hablar de los automóviles, los aviones, el radio o el fonógrafo, del sicoanálisis y la relatividad, de la manera como la moda borraba las diferencias entre la ropa tradicional de cada nación y las mujeres llegaban a tener los mismos derechos que los hombres, de cómo nuestras casas eran más móviles que nunca y se minaba la idea de lugar de pertenencia o patria y nos habíamos vuelto cosmopolitas, Meyer agregaba:

Cada época demanda su propia forma. Nuestra misión es darle al nuevo mundo una nueva forma con los medios actuales. Pero nuestro conocimiento del pasado es una carga que nos pesa demasiado y, de manera inherente a nuestra educación avanzada, existen impedimentos que trágicamente cierran nuevos caminos.

La idea no era tal vez demasiado diferente a las de otros arquitectos de aquellos años, pero la manera de plantear posibles salidas tenía un componente particular: la idea de lo colectivo. No hay arte, sino composición cuyo propósito es la función, decía, y pensaba que construir era un proceso técnico no estético. Como Le Corbusier, Meyer elogia la estandarización, pero la entiende como “un índice de nuestro sistema productivo comunitario.” Esa idea de lo colectivo y lo comunitario tenía que ver no sólo con los usuarios sino también, y quizás principalmente, con los productores/diseñadores.

Tras dejar la Bauhaus en 1930, Meyer viajó a la Unión Soviética, “a trabajar con gente que está forjando una auténtica cultura revolucionaria,” según dijo en una entrevista para Pravda. Seis años después dejó Moscú hacia Ginebra y en 1939 emigró a México, donde vivió durante 10 años. En 1943 se publicó en inglés un texto de Meyer firmado el 15 de noviembre de 1942 en su casa de la ciudad de México —Villalongín 46, 8— y titulado El arquitecto soviético. El arquitecto, dice Meyer, “siempre ha estado ligado íntimamente con su entorno social. Es uno de los instrumentos humanos que le sirven al poder reinante para fortalecer su posición. La arquitectura, además de su utilidad directa, siempre ha servido para mantener al poder.” El arquitecto, afirma más adelante, es siempre necesariamente un colaborador. La arquitectura, sigue Meyer, no es un arte autónomo, “como ciertas prima donnas de la mesa de dibujo quisieran que creyéramos,” sino que depende de las condiciones específicas, sociales, económicas y políticas, de su tiempo.

Colaborador o colaborativo, para Meyer, el arquitecto soviético es uno que trabaja para la colectividad, uno más entre los trabajadores, pero que entiende que la arquitectura no es una mera técnica —y ahí hay tal vez un cambio con el Meyer de los años 20. También parece cambiar de opinión cuando, contra aquella idea de ser cada vez más cosmopolitas, califica al arquitecto soviético como el intérprete de la cultura nacional, el folclor regional y las formas locales de construir, debiendo ser capaz de “desarrollarlas sin imitarlas.” Las masas, dice, “exigen de sus arquitectos un profundo respeto de su herencia histórica.” Adiós a la idea de que el conocimiento del pasado era una carga demasiado pesada, aunque al final de su texto Meyer vuelve a apuntar, ahora a la mitad de la Segunda Guerra, que vivimos el colapso de un mundo viejo y el surgimiento de uno nuevo, en el que los arquitectos tenían la posibilidad de servir a un poder que estaría, ahora, en manos de una comunidad naciente. La pregunta final de su texto seguramente ha quedado sin respuesta: ¿los arquitectos de los países democráticos, estaremos listos para pasar las pirámides a las sociedades del futuro? ¿Qué pirámides estamos construyendo hoy y para quién?

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