Resultados de búsqueda para la etiqueta [Hannah Arendt ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Fri, 12 Apr 2024 20:32:29 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 El sueño de tener una casa junto al campo https://arquine.com/el-sueno-de-tener-una-casa-junto-al-campo/ Mon, 08 Apr 2024 07:28:07 +0000 https://arquine.com/?p=88991 La zona de interés (2023, Jonathan Glazer) es una película que retrata la vida cotidiana de la familia de Rudolf Höss, comandante del campo de concentración en Auschwitz. En realidad se trata de cómo el genocidio lo operan, después de todo, personas de todos los días, no seres monstruosos. De manera predecible, la película ha traído a colación el asunto de la banalidad del mal, concepto de Hannah Arendt.

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La zona de interés (2023, Jonathan Glazer) inicia con un fondo negro en el que se escucha una banda sonora disonante, una orquesta y un coro dentro de un túnel. Así pasan muchos segundos en los que el metraje da la impresión de estar fallando, o de que algo reemplazó a las imágenes —de seguro terribles— que deberían acompañar la desolación que evoca la música. Con sólo un corte de por medio, se da paso a una imagen idílica: una familia junto a un río cuyas orillas están colmadas de vegetación. El sonido, al natural: aves, la corriente de agua, pasos esforzados a través de la maleza. Algunos niños nadan, las mujeres usan trajes de baño campiranos y un hombre fuma mientras toma el sol. Durante varios minutos pasa poca cosa más. Pero ya desde el principio la película ha mostrado los dientes: el fondo negro con música de inframundo y la postal paradisiaca están unidas de manera irremediable.

El espectador pronto empezará a ver síntomas: las placas del carro, que devuelve a su casa a estos personajes, muestran la insignia de las SS. Después, se hace explícito que la familia no es otra que la de Rudolf Höss, comandante del campo de concentración en Auschwitz. El río que aparecía en pantalla era el Soła, una corriente tributaria del Vístula (Polonia) y también de los restos del mencionado Lager. Poco a poco vemos otros signos: la hermosa casa de los Höss —con sus colores pastel, su inmenso jardín y la pulcritud de sus pisos, ventanas y mobiliario— está frente a un muro, detrás del cual hay chimeneas; algunas de ellas echan humo negro para contrastar lo que, por otro lado, es un hermoso cielo azul. Los colegas de Rudolf, como él, llevan en sus brazaletes el cráneo tosco de la división TotenKopf. Alrededor ocurre el ajetreo de soldados, caballos y vehículos motorizados; niñes vestides con variantes de los Dirndls y Lederhosen (esos vestiditos y pantalones cortos tan propios de los germanos); en el cielo raya el sol y las estelas de los bombarderos pesados Dornier Do 19, quizá en una misión con rumbo al frente oriental; los trabajadores, que no hablan jamás, se apuran a limpiar el calzado y el piso (el agua sale roja cuando se limpian algunas suelas), y a regar las plantas del huerto con cenizas. 

No es necesaria una gran erudición sobre historia, ni tampoco empatía, para saber que el genocidio está ocurriendo a unos pasos de casa. (Tampoco es necesario decirlo tan fuerte, dirán algunos.)

Así transcurre el tiempo en La zona de interés: imágenes cotidianas de una familia que, por momentos, se asemejan a las de un documental o, como han señalado los realizadores en sus detrás de cámaras, un reality show. El equipo de Jonathan Glazer colocó diversas lentes de la misma manera como se haría en un programa de este tipo y confió en los actores para recrear los gestos mínimos de la vida cotidiana. Si no fuera por la contigüidad del campo de concentración, uno vería apenas lo que es posible en cualquier otro lado: gente que come, se ve al espejo, trae de visita a sus familiares, convive con sus perros, tiene pequeñas peleas (ya sea entre hermanos o con la servidumbre doméstica, compuesta por muchachas judías, para agregarle otra capa de perversidad). Incluso, la trama de la película tiene que ver sólo con eso: la crisis matrimonial de Rudolf Höss, quien está sopesando su futuro laboral como burócrata de los campos de concentración, mientras su esposa, Hedwig Hensel, se rehúsa a abandonar el “palacio” en el que ha convertido su casita junto a Auschwitz.

Aunque en un principio se pensó en usar la casa original de los Höss, los escenógrafos de La zona de interés prefirieron no interferir con la fuerte carga histórica y visual de la casa envejecida y decidieron reconstruir el inmueble por completo. Con un estilo modernista, el domicilio no sólo replica el que usó la familia del comandante nazi, sino que también deja clara una de las dimensiones más inquietantes de los edificios construidos para albergar al personal del Tercer Reich: su grosera e ingenua desconexión con el entorno (una crítica que, por extensión, podría hacérsele a la idea de casa del modernismo arquitectónico). 

Todo esto genera una tensión entre el artificio del cine y el pretendido naturalismo con el que se mueve, no tanto el director, pero sí los personajes: consumidos por su cotidianidad y el confort, convencidos en el ascenso social para la raza aria. Pero la masacre no se hace esperar, siempre acompañada de tranquilidad y mesura. En una escena que repugna por su pulcritud y profesionalismo, llegan los agentes de una empresa de construcción para presentarle a Höss los planos de una nueva adaptación que permitirá que los crematorios del Lager puedan incinerar de 400 a 500 personas cada hora. Además, los niños juegan con dientes y huesos que se han encontrado en los alrededores de la casa. Los perros ladran y, en el fondo, con un diseño de sonido calculado para imitar las distancias y volúmenes reales, se oye el rugido de las chimeneas y locomotoras. Al final, mientras aparecen los créditos, se escucha la música de Mica Levi: los gritos de una soprano y un coro que circula por los canales de audio como una espiral de terror (las dos piezas de Levi para esta película son comparables solamente al Treno a las víctimas de Hiroshima, del compositor polaco Krzysztof Penderecki).

A diferencia de muchas películas sobre la Shoá, las víctimas apenas y aparecen en La zona de interés, salvo en una escena en la que se ven, de reojo, las nucas pálidas de una fila de prisioneros malnutridos o las apariciones casuales de trabajadores (eventuales, dirían hoy) extraídos del campo a quienes se les recuerda en todo momento que, estando en la casa de los amos, reciben una vida mejor. Pero la atención se dirige, de manera sutil, al gran proceso que rige este escenario, ya sea con cameos nominales de Heinrich Himmler y Adolf Eichmann, los jefes de Rudolf, o hasta una mención al propio Hitler, quien nunca estuvo (como muchos negacionistas del Holocausto quisieran) muy lejos en el organigrama de la Solución Final.

En otro momento, se expresa el aprecio nazi por la arquitectura de Auschwitz-Birkenau: la eficiencia del campo, su apariencia entre industrial y de condominio, mismo que de cierta manera ha facilitado su conversión en museo. Sobre esto, la última y controversial escena de la película tiene algo que decir. En otro corte brusco, que va de los años 40 del siglo pasado a la actualidad, pasamos a ver cómo los trabajadores de intendencia del museo limpian con suma eficacia los pasillos y vitrinas (detrás de las cuales hay miles de zapatos, ropa, muletas y fotos de los prisioneros) del complejo. El paralelismo entre la indiferencia de los antiguos habitantes de Auschwitz y los actuales empleados de limpieza ha provocado críticas por lo excesivo de la comparación, pero también un recordatorio muy simple: los espectadores, sean del museo o de la película, no están tan lejos ni en tiempo ni en espacio de los campos de exterminio.

De eso se trata: el genocidio lo operan, después de todo, personas de todos los días, no seres monstruosos. De manera predecible, La zona de interés ha traído a colación el asunto de la banalidad del mal que, desde su concepción por parte de Hannah Arendt, sale a relucir cada vez que alguien en el presente se pregunta por qué la gente “buena” no hace nada para detener las injusticias del mundo: como lo supo la filósofa judeo-alemana durante su cobertura de los juicios contra varios nazis en Israel, si esto no sucede es porque muchas veces la gente buena es la que está al mando de la maquinaria de exterminio. 

Aunque la idea de la banalidad del mal puede generar también una lectura condescendiente, en la que los perpetradores de crímenes (sean genocidas, asesinos en serie o agentes coloniales) pueden ser exculpados por sólo seguir órdenes o por la manifestación de su humanidad, sigue siendo relevante en un principio fundamental: toda persona puede ser cómplice y agente de los peores crímenes; y las mejores intenciones son, muchas veces, los medios que habilitan el horror, como la del sueño usurpado de la clase trabajadora, susceptible de convertirse, por medio del aspiracionismo clasemediero, en accionaria de crímenes de guerra.

En la ceremonia de los premios Oscar (que reconocieron a La zona de interés en las categorías de mejor sonido y mejor película en lengua extranjera), Glazer hizo un paralelismo entre la deshumanización que provocó el holocausto en Europa (que también ha sido el de homosexuales, discapacitados, gitanos) y las operaciones emprendidas por las fuerzas de ocupación israelí en la Franja de Gaza, en Palestina. La comparación ha provocado polémicas, algunas de ellas mejor argumentadas que otras (una de las que menos, la del húngaro László Nemes, también cineasta del Holocausto, quien dijo que la intervención de su colega era una muestra de ignorancia y falta de comprensión de la historia).

Pero es verdad. El genocidio se vive en casa. En cada pasillo y con cada luz o sombra, no importa en qué rincón. Bajo el sonido de la cotidianidad, se puede oír un movimiento telúrico que no necesita otro sismógrafo que el sentido común: ahí está, por poner un ejemplo que no estará exento de ser juzgado como desproporcionado, la casa junto al campo de concentración y su similitud con esas fotos —en casi todas las ciudades— donde se muestran residenciales de lujo a unos metros de los barrios pobres. 

“Esta película es sobre el presente”, dijo el director de La zona de interés. Un presente en el que la Europa ocupada por los nazis comparte, si no el espacio, sí el mismo tiempo que Gaza, Tigrai, Rakáin, Ucrania, el Congo, Sudán…

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Pensar en términos absolutos https://arquine.com/pensar-en-terminos-absolutos/ Tue, 26 Nov 2019 09:30:33 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/pensar-en-terminos-absolutos/ Pensar en términos absolutos, como lo hace Aureli, es explorar las posibilidades de autonomía y no de hegemonía. Este libro es una oportunidad para adentrarse, a través de lo absoluto, en lo relativo.

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Italia hoy es heredera de una larga tradición de pensamiento crítico. Desde los activistas e intelectuales del movimiento autonomista de mediados del siglo pasado hasta pensadores contemporáneos como Giorgio Agamben, varios círculos académicos y críticos en Italia han mantenido una voluntad por hacer inteligibles las condiciones que posibilitan el mundo actual. Sobre esta línea crítica, Pier Vittorio Aureli ha escrito un libro que cuestiona las condiciones de posibilidad de una arquitectura absoluta. ¿Será válido aún seguir pensando en términos absolutos? Pareciera ser que sí; la condición actual del concepto de ciudad pretende conformar de manera absoluta una realidad hermética. Las fuerzas de la urbanización se despliegan a lo largo de todo el mundo y el crecimiento de las ciudades se gestiona a través de una perspectiva totalizante que calcula la administración de los recursos materiales, las formas de gobernabilidad y gobernanza, el diseño, la movilidad y las formas de vida urbana. En el amplio espectro de disciplinas, instituciones e individuos que han sido incorporados dentro de las lógicas de la urbanización está la arquitectura. Ante la categoría abarcante de ciudad, la arquitectura ha sido subsumida y ha perdido casi toda agencia. El libro La posibilidad de una arquitectura absoluta articula una crítica y un intento por establecer un equilibrio entre la arquitectura y la ciudad. Si los autonomistas italianos del siglo XX procuraron en la política un giro democrático autogestivo que surgiera de manera autodeterminante, Aureli hace algo similar para la teoría arquitectónica y traza líneas conceptuales e históricas con tal de concederle a la arquitectura algún grado de autonomía a través de una reflexión sobre lo formal.

A diferencia de la urbanización, que podríamos considerar absoluta en un sentido totalizante y pesado, La posibilidad de una arquitectura absoluta refiere a un concepto más ligero de la palabra absoluta, derivado de su origen etimológico ab-solvo, que significa “libre de” o “separado de”; en este caso, una arquitectura absoluta sería una que mantiene, a través de la forma, su autonomía con respecto a las condicionantes impuestas por las fuerzas de la urbanización. Una lectura cercana de la introducción del libro esclarece estos criterios, cuyos conceptos son la base que sostiene los cinco capítulos subsecuentes. Con ejemplos de proyectos de figuras referentes de la historia de la arquitectura como Mies, Palladio, Piranesi, Boullée y Oswald Mathias Ungers, respectivamente, los capítulos del libro discurren sobre las condicionantes políticas, materiales y urbanas que en distintos contextos históricos han constituido instancias de arquitectura absoluta. 

La totalidad del libro es atravesado por el concepto del archipiélago, una metáfora en la cual el tejido urbano y las lógicas de la urbanización representan el agua que rodea, al tiempo que une y separa, a un grupo de islas, o en este caso, un grupo de edificios absolutos, cuya autonomía trastoca políticamente su contexto urbano. La figura retórica del archipiélago es útil para la lectura de los capítulos intermedios, en los cuales los ejemplos de arquitectura absoluta por parte de Palladio, Piranesi y Boullée corresponden a temporalidades anteriores a, o que están en los albores de la modernidad. Sin embargo, el primer capítulo y el último (“Hacia el archipiélago” y “La ciudad dentro de la ciudad”, respectivamente) giran en torno al desarrollo de ejemplos de arquitectura absoluta en el siglo XX, dentro del cual las fuerzas de la urbanización fueron desplegadas con una velocidad inédita y, para dicho caso, habría que actualizar la metáfora del archipiélago. Para fines del argumento de Aureli, sería mejor pensar que en vez de un grupo de islas dentro del mar, el archipiélago de muestras de arquitectura absoluta del siglo XX es más bien como un grupo de piedras que sobresalen de un río y que se mantienen a pesar de la corriente rápida que las erosiona. Las aguas de esta corriente intensa están conformadas por una serie de maneras característicamente modernas de hacer ciudad. Primero, las lógicas del siglo XIX de urbanización racional propuestas por Ildefons Cerdà, vigentes hasta hoy y basadas en los ciclos de  producción y acumulación material, en la gestión política de densidad y congestión urbana y en la estratificación de clases sociales. Segundo, los parámetros conceptuales de propuestas urbanas como Non-stop city de Archizoom, Ciudad vertical de Ludwig Hilberseimer y Ciudad para tres millones de habitantes de Le Corbusier, proyectos que comparten la característica de extenderse indiscriminadamente por el territorio y de incorporar en sus planteamientos un estilo de vida y una forma urbana predeterminada y absoluta, en el sentido pesado de la palabra. Tercero, la acumulación progresiva de diferencias y desigualdades urbanaas que le relega a las lógicas del mercado la gestión de la ciudad, un fenómeno del cual Aureli pone como ejemplo el concepto defendido por Colin Rowe, Collage City, que no es sino otra forma de decir ciudad neoliberal. En cada una de estas tres concepciones de urbanización está implícita una biopolítica a la cual responden –a través de su autonomía, es decir, mediante su diseño y su propia dimensión política– los ejemplos de arquitectura absoluta que menciona el libro. Pensar que el libro defiende una arquitectura ensimismada, que rechace de manera reaccionaria las condicionantes de la ciudad, resultaría una lectura equivocada. Aureli apuesta por los matices que posibilitan que la arquitectura actúe políticamente, lo cual no implica necesariamente que sea una herramienta política.

De la mano de pensadores como Hannah Arendt, Carl Schmitt, Giorgio Agamben, Manfredo Tafuri y otros, el libro analiza una serie de desfases que han permitido el surgimiento de la pesadez absoluta que es característica de las ciudades contemporáneas: el desplazamiento desde el oikos hasta la urbs (pasando por la polis), desde el subditus de la ciudad feudal hasta el civis de la ciudad moderna, y desde la urbanización a través de la retícula, planificada para el crecimiento de ciudades colonizadas, hasta un proyecto que contempla el decrecimiento del hemisferio Oeste de Berlín antes de la caída del muro. La inquietud por la dimensión política de la arquitectura y de la ciudad recorre todo el libro y corre paralela a la preocupación por la forma. Anota Aureli: “[…] no me preocupan los mapeados de la urbanización y sus complejidades y contradicciones, sino la posibilidad de construir otros criterios para una interpretación de la idea de la ciudad y de su arquitectura basados en los conceptos de lo político y lo formal.” Por tal motivo, la construcción de estos otros criterios varían y son menos o más convincentes en las diferentes islas que conforman el archipiélago de arquitecturas absolutas: desde el edificio Seagram de Mies en Nueva York, hasta el proyecto de Berlín como un archipiélago verde de Ungers, pasando por las villas manieristas de Palladio, los dibujos y vedutas de Piranesi y los planos de Boullée hechos en el siglo de la Ilustración.

Las piedras que están en las orillas del cauce del río de la urbanización, de igual forma se mantienen a pesar de las corriente rápidas que las desgastan, sin embargo, el libro no se ocupa de ellas. Aureli pasa por alto toda fuerza absoluta latente que se ubique en el extrarradio, en las orillas y en las periferias de las ciudades y de los discursos establecidos históricamente. Por lo tanto, el potencial crítico del argumento del libro se ve limitado al recurrir casi exclusivamente a ejemplos canónicos de la historia de la arquitectura y la urbanización. Dicho esto, el planteamiento se mantiene como una lúcida investigación de la relación entre la ciudad y la arquitectura, necesaria para atender las condiciones de las zonas metropolitanas y las megalópolis globales, que actualmente no son ciudades más de lo que son centros de gestión de las desigualdades. Pensar en términos absolutos, como lo hace Aureli, es explorar las posibilidades de autonomía y no de hegemonía. Este libro es una oportunidad para adentrarse, a través de lo absoluto, en lo relativo. Es decir, en las relaciones: aquello que está en el entre: entre los individuos y entre los edificios. Como anota Hannah Arendt, “la política [y la ciudad] surge en ese entre y se establece como relación.”   


Pier Vittorio Aureli, La posibilidad de una arquitectura absoluta, Puente editores, Barcelona, 2019.

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La banalidad https://arquine.com/la-banalidad/ Tue, 15 Dec 2015 17:28:10 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-banalidad/ Todos debemos ser cuidadosos cuando hablamos del problema del mal. Pues hay más de un tipo de banalidad. Está la notoria banalidad de la que habló Arendt: la incómoda, normal, cercana maldad cotidiana de los humanos. Pero hay otra banalidad: la banalidad del desgaste: el aplanamiento, el efecto de desensibilización de ver o hablar de lo mismo demasiadas veces hasta entorpecer a nuestro público y hacerlos inmunes al mal que describimos. Esa es la banalidad —o “banalización”— que hoy enfrentamos —Tony Judt

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El 15 de diciembre de 1961, Adolf Eichmann fue sentenciado a muerte en Jerusalem. En su libro Eichmann en Jerusalem, un reporte sobre la banalidad del mal, Hannah Arendt escribió: “Otto Adolf, hijo de Karl Adolf Eichmann y de María Schefferling, fue apresado en un suburbio de Buenos Aires en la tarde del 11 de mayo de 1960, y llevado a Israel nueve días después, juzgado en la Corte de Distrito de Jerusalem el 11 de abril de 1961, enfrentó la acusación de quince cargos: «junto con otros» había cometido crímenes contra el pueblo judío, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra durante el periodo entero del régimen Nazi y especialmente durante la Segunda Guerra Mundial.”

Arendt agrega que a todas las acusaciones Eichmann respondió: not guilty in the sense of the indictment. En español la traducción pierde fuerza, pues no se declara inocente sino no-culpable en el sentido de las acusaciones que se le hacían. Y esa precisión era fundamental para Arendt, quien había pedido a la revista The New Yorker ser enviada para reportar el juicio y cuyos artículos dieron forma a su libro más polémico y criticado: se le acusó de disculpar no a uno sino a todos los asesinos nazis —ni lo primero ni mucho menos lo segundo era, por supuesto, verdad. Arendt había escrito que “el problema con Eichmann era precisamente que muchos eran como él, y que la mayoría no eran ni perversos, ni sádicos, y que eran y son, aun, terrible y aterradoramente normales.” De ahí el subtítulo de su libro: la banalidad del mal.

“Excepto por su extraordinaria diligencia en buscar su bienestar personal, no tenía ningún motivo” para hacer lo que hizo. Su diligencia, afirma Arendt, en sí misma no era criminal: “simplemente, para ponerlo coloquialmente, nunca se dio cuenta del alcance y dimensiones de lo que hacía.” Tampoco se trata de estupidez, aclara Arendt, sino de ausencia de reflexión (thoughtlessness) y falta de imaginación. Eso fue lo que más molestó a sus críticos, que incluso la acusaron de antisemita: Arendt no disminuía en nada la terrible magnitud de los crímenes, pero no suponía que para realizarlos hiciera falta ni una voluntad ni una capacidad de la misma dimensión. Suponerlo no era más que la otra cara de la visión del héroe: tan excepcional como sus hechos. Al contrario, la dedicación de un burócrata con la capacidad y la voluntad justas para hacer lo que se le pide, ni más ni menos, podía tener esas monstruosas consecuencias. Arendt insistía en que Eichmann asumió una y otra vez, ante sus interrogadores y sus jueces, que cumplió con su deber: “no sólo obedeció órdenes, obedeció la ley.”

En su introducción a la edición de Penguin del libro de Arendt, Amos Elon cuenta que en una entrevista para la televisión en 1971, la filósofa dijo arrepentirse del subtítulo: la banalidad del mal, que había generado muchos equívocos sobre sus argumentos. Tony Judt escribió que el primer libro que leyó de Arendt, a los dieciséis años, fue, precisamente, Eichmann en Jerusalem, y que sus conclusiones le chocaron. Pero, por otro lado, la fría precisión con la que Arendt exponía sus argumentos y analizaba los ajenos, lo sedujeron. Judt recuerda que ya en 1945 Arendt había escrito que “el problema del mal sería la cuestión fundamental de la vida intelectual europea en la posguerra.” En cierto sentido, dice Judt, estaba absolutamente en lo cierto: “la cuestión de cómo los seres humanos podían hacerse eso unos a otros” era lo que Arendt llamaba “el problema del mal.” Complementando a Arendt, para Judt, el problema del mal no es sólo su banalidad sino también su banalización:

Todos debemos ser cuidadosos cuando hablamos del problema del mal. Pues hay más de un tipo de banalidad. Está la notoria banalidad de la que habló Arendt: la incómoda, normal, cercana maldad cotidiana de los humanos. Pero hay otra banalidad: la banalidad del desgaste: el aplanamiento, el efecto de desensibilización de ver o hablar de lo mismo demasiadas veces hasta entorpecer a nuestro público y hacerlos inmunes al mal que describimos. Esa es la banalidad —o “banalización”— que hoy enfrentamos.

Muchas decisiones políticas y económicas, muchos conflictos sociales y muchos efectos de unas y otros, que sin duda no tienen la magnitud de los terribles crímenes por los que se juzgó a Eichmann y a otros tantos, padecen sin embargo de ese doble efecto. La exclusión, la pobreza, la marginación, la desigualdad, la impunidad, son formas del mal que resultan de actos banales de hombres y mujeres comunes y corrientes y, al mismo tiempo, banalizados como algo que está ahí, siempre frente a nuestros ojos, sin causarnos ya ningún espanto.

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Ciudad satélite https://arquine.com/ciudad-satelite/ Wed, 14 Oct 2015 05:05:40 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/ciudad-satelite/ Hannah Arendt escribió que la polis “es esa organización de la gente que resulta de actuar y hablar juntos, y su verdadero espacio yace entre la gente que vive junta con ese propósito, sin importar dónde estén.” Que hoy un satélite artificial pueda conectar a dos personas aisladas en lugares distintos y distantes, ¿implica la desaparición del espacio de la polis o que, simplemente, está en otra parte?

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El 4 de octubre de 1957 se lanzó desde el Cosmódromo de Baikonur el Sputnik 1, el primer satélite artificial que logró ponerse en órbita alrededor de la Tierra. El Sputink 1 era una esfera de aluminio de 58 centímetros de diámetro que pesaba 83 kilogramos y con cuatro antenas de más de dos metros de largo cada una. Diez días después, el 14 de octubre, Hanna Arendt cumplía 51 años. Había nacido en 1906 en Linden. Estudió en Königsberg y en Berlín y luego en la Universidad de Marburgo, donde fue alumna de Martin Heidegger. En 1933 dejó Alemania; se fue primero a Checoslovaquia, luego a Ginebra y finalmente a París, donde conoció y se hizo amiga de Walter Benjamin. Tras la ocupación alemana del norte de Francia, fue enviada a un campo de concentración al sur, del que salió en 1941 exiliándose entonces a Nueva York. En 1957, el año que se lanzó el Sputnik, Arendt terminó su libro La condición humana, que se publicó al año siguiente. En el primer párrafo del prólogo escribió:

En 1957 un objeto originado en la tierra y hecho por el hombre fue lanzado al universo, donde pro algunas semanas circuló la tierra según las leyes de la gravedad que mecen y mantienen en movimiento los cuerpos celestes —el sol, la luna y las estrellas. Estamos seguros que el satélite hecho por el hombre no era ni luna ni estrella, ningún cuerpo celeste que pudiera continuar su órbita por el tiempo que, para nosotros mortales, limitados al tiempo terrestre, dura de la eternidad a la eternidad. Con todo, el tiempo que pudo mantenerse en los cielos, habitó y se movió en la proximidad de los cuerpos celestes como si hubiera sido admitido, tentativamente, en su sublime compañía.

Para Harendt, ese momento marcaba un cambio de importancia no inferior a ningún otro en la historia humana: la Tierra, “la quintaesencia de la condición humana”, empezaba, como en literatura de ciencia ficción, a dejar de ser nuestro único hábitat y al “artificio humano del mundo,” eso que separa nuestra existencia de la de todos los demás seres vivos, se le abría la posibilidad de pasar de la Tierra al universo. Pero la condición humana no está sólo determinada por nuestra residencia en la Tierra, sino por nuestra manera de relacionarnos con ella y con nosotros mismos, en ella, a partir de tres “actividades humanas fundamentales”: la labor, “la actividad que corresponde al proceso  biológico del cuerpo humano,” es decir, aquello que hacemos para mantener la vida misma; el trabajo, que es “la actividad que corresponde a la no-naturalidad de la existencia humana” y que provee “el mundo «artificial» de las cosas;” y la acción, “la única actividad que sucede directamente entre los humanos sin el intermedio de cosas o de materia y que corresponde a la condición humana de la pluralidad.” La acción es la condición de la vida política.

Al final del prólogo a su libro, Arendt apunta una doble alienación en el mundo moderno: por un lado el vuelo de la Tierra al universo que el lanzamiento del Sputnik parecía confirmar y, del otro, el repliegue del mundo al individuo. Como si el espacio exterior —ese espacio que la ciencia primero describía y luego conquistaba colocando cuerpos celestes artificiales en órbita alrededor de la Tierra— y el espacio interior —el de la intimidad del individuo aislado— amenazaban tanto al espacio común —ahí donde tienen lugar la labor y el trabajo— como, sobre todo, al espacio público o, como lo llama Arendt, al espacio de aparición:  ahí donde “la acción y el lenguaje crean un espacio entre los participantes;” el espacio donde “yo aparezco a los otros y los otros aparecen ante mi.” La polis, agrega, “es esa organización de la gente que resulta de actuar y hablar juntos, y su verdadero espacio yace entre la gente que vive junta con ese propósito, sin importar dónde estén.” Que hoy un satélite artificial pueda conectar a dos personas aisladas en lugares distintos y distantes, ¿implica la desaparición del espacio de aparición o que, simplemente, está en otra parte?

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El virtuoso https://arquine.com/el-virtuoso/ Sun, 04 Oct 2015 05:19:24 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/el-virtuoso/ Al dejar de ofrecer conciertos en vivo, Glenn Gould ganó una dimensión poética: sus grabaciones eran el refinadísimo producto de una manera de entender la música, al tiempo que perdía su dimensión práctica y, por lo mismo, su dimensión política: la obra cerrada sustituía a la obra abierta.

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Para Hannah Arendt, hay tres maneras como los humanos hacemos cosas en o, más bien, con el mundo. La labor, que es lo que hacemos por mera supervivencia; el trabajo, que es el modo como hemos cambiado al mundo en eso que hoy prácticamente nos rodea y eliminando casi cualquier rastro de lo otro, el afuera natural; y la acción: la única forma de hacer que no requiere de elementos ajenos a nosotros mismos. La acción, para Arendt, es la condición de la política. En su libro La gramática de la multitud, el filósofo italiano Paolo Virno utiliza una categoría “antigua pero aun efectiva” para explicar la acción: el virtuosismo. Virno parte de la diferencia clásica entre poiesis, la producción de un objeto determinado, que él relaciona con las ideas de labor y trabajo, y la praxis: “cuando el propósito de la acción se encuentra en la acción misma.” Virno dice que, por eso mismo, Arendt afirmaba que se puede hacer una analogía entre las artes escénicas —término que no alcanza a traducir el inglés performing arts— y la política: “ambas necesitan de un espacio organizado públicamente para su trabajo y ambas dependen de otros para su misma ejecución.”  De ahí la idea del virtuoso: el intérprete que sobresale en la ejecución de algo que no es una cosa, un objeto, sino un performance. No es sólo que la práctica haga al maestro, sino que el maestro lo que haces es pura praxis. Según Virno “se podría decir que toda acción política es virtuosa en sí, pues comparte con el virtuosismo cierto sentido de contingencia, la ausencia de un producto terminado y la presencia inmediata e inevitable de los otros.” En términos de la ejecución, por supuesto hay políticos tan torpes como violinistas mediocres, pero del mismo modo como la política es equiparable al ejercicio del virtuoso, el virtuosismo es intrínsecamente político. Virno ejemplifica la relación entre la política y el virtuosismo con el caso de Glen Gould quien, “para evitar la dimensión pública-política de su virtuosismo, tuvo que pretender que la maestría de sus ejecuciones producían un objeto definido.”

Glenn Gould nació el 25 de septiembre de 1932 en Toronto, Canadá. A los 13 años se recibió, con los más altos grados, como pianista profesional. A esa edad empezó también a tocar en público. Menos de veinte años después, el 10 de abril de 1964, antes de cumplir 32 años, Gould se retiró del escenario. El ejercicio teatral de un concierto le parecía perverso, desgastante, obligando al intérprete a un despliegue de técnica que se agotaba en la propia ejecución —justamente la característica del virtuosismo como praxis que explica Virno a partir de Harendt. En un texto titulado Music and Technology, el propio Gould cuenta el momento en que tuvo una revelación y empezó su historia de amor con el micrófono.

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En 1950 realizó una transmisión de radio para la Canadian Broadcasting Corporation. Aunque dice que la radio le permitió comunicarse “sin la presencia inmediata de la galería de testigos,” también afirma que “en la mayor parte de las transmisiones el micrófono a dos metros de distancia esté como el subrogado de una audiencia.” Pero cuando le entregaron, ese mismo día, un disco de acetato con la grabación se dio cuenta del potencial del medio. Hasta ese momento, las transmisiones por radio de música clásica se hacian, según Gould, bajo “el síndrome de desde-la-primera-nota-hasta-la-ultima-sin-importar-las-consecuencias.” Las grabaciones que Gould realizó después de retirarse de los escenarios buscaban la perfección no a partir de una sola ejecución sino de varias de las que, como un editor de cine, seleccionaba las mejores tomas, no sólo de distintas ejecuciones sino bajo diferentes condiciones técnicas. Para Gould la “intrusión” de la tecnología en la música y en el arte en general introducía “una noción de moralidad que trasciende la idea misma de arte.”

Así, lo que Gould hacía ganó una dimensión poética: sus grabaciones eran el refinadísimo producto de una manera de entender la música, al tiempo que perdía su dimensión práctica y, por lo mismo, su dimensión política: la obra cerrada sustituía a la obra abierta. Por otro lado su manera de trabajar nos obliga a centrar la atención sobre el objeto terminado —en este caso la grabación, no sólo de composiciones musicales sino también sus documentales para radio— en vez de en la personalidad del artista-autor o del artista-ejecutante, incluso cuando, como en el caso de Gould, se trate de un virtuoso que renuncia a serlo.

Glenn Gould murió pocos días después de haber cumplido 50 años, el 4 de octubre de 1982.

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Herman Potočnik https://arquine.com/herman-potocnik/ Sun, 12 Apr 2015 06:56:01 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/herman-potocnik/ El obstáculo más crítico al que se enfrenta un viaje espacial es la fuerza de gravedad de la Tierra —Herman Potočnik

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En 1928, Herman Noordung publicó en Berlín el libro Das Problem des Weltraums: Der Raketen Motor —El problema del viaje espacial: el motor de cohete. Herman Noordung era el seudónimo de Herman Potočnik, nacido el 22 de diciembre de 1892 en el puerto de Pula, hoy parte de Croacia. Su padre, de ascendencia eslovena, era médico en la armada austrohúngara; su madre era hija de inmigrantes checos. Durante la Primera Guerra sirvió en el ejército austriaco y en 1919 fue pensionado debido a la tuberculosis que contrajo en el frente. Estudió ingeniería mecánica y eléctrica en la Universidad Técnica de Viena. Tras recibir su doctorado se especializó en aeronáutica y en los motores de cohetes. Murió en Viena en 1929, a los pocos meses de haber publicado su libro.

Tanja N. Zhelnina, de la Academia de Ciencias rusa, dice que el libro “trata con gran detalle las posibilidades de vencer la gravedad y afirma que no había ningún obsta´culo tecnológico, económico, médico o biológico para el desarrollo de la cosmonáutica.” El trabajo de Potočnik fue citado tanto por científicos como Wernher von Braun y Mikhail Klavievich Tikhonravov, como por escritores como Arthur C. Clarke. La estación espacial de Odisea 2001 de Kubrik, debe mucho a los dibujos de Potočnik. El libro fue publicado por la NASA en 1995 como parte de los estudios históricos sobre aeronáutica y viajes espaciales.

El primer capítulo del libro de Herman Potočnik Noordung se llama El poder de la gravedad. “El obstáculo más crítico al que se enfrenta un viaje espacial es la fuerza de gravedad de la Tierra. Pues un vehículo que se suponga deba viajar al espacio exterior no sólo debe moverse, debe en principio y antes que nada moverse y alejarse de la Tierra, es decir, ir contra la fuerza de gravedad. ¡Debe ser capaz de levantarse y levantar su carga muchos cientos e incluso miles de kilómetros!

Hannah Arendt publicó en 1958 uno de sus libros clásicos: La condición humana. En el prólogo escribe: “En 1957, un objeto hecho en la tierra por el hombre fue lanzado al universo, donde por algunas semanas circuló alrededor de la Tierra siguiendo las mismas leyes de gravedad que hacen moverse a los cuerpos celestes —como el sol, la luna y las estrellas. Para estar seguros, el satélite hecho por el hombre no era ni luna ni estrella, no era un cuerpo celeste que pudiera continuar su órbita celeste por un tiempo que, para nosotros mortales, limitados por el tiempo terrestre, dura desde la eternidad hasta la eternidad.”

Para Arendt, ese evento era más importante que cualquier otro, incluyendo la fisión del átomo: abría la posibilidad de que el hombre no siguiera limitado —condicionado, pues— a la Tierra por siempre ya que, si bien el “artificio del mundo humano separa la existencia humana del mero entorno animal,” la Tierra siempre había sido “la quintaesencia de la condición humana.” Comemos lo que la Tierra produce; respiramos el aire y bebemos el agua que son, también, parte de esta Tierra. El peso de nuestro cuerpo y, por tanto, la manera como éste ha evolucionado para moverse como se mueve y detenerse como se detiene: erguido en dos patas, depende de la precisa gravedad con la que esta Tierra nos sostiene.

Cuatro años después de lo que describe Arendt, el 9 de marzo de 1961, el Vostok 3KA hizo su primer vuelo y poco más de un mes después, el 12 de abril, la misión Vostok 1 fue lanzada desde el cosmódromo de Baikonur, en Kazajistán. Yuri Gagarin iba a bordo. Fue el primer viaje espacial tripulado. ¿Cambiaría la más primordial y, al mismo tiempo, la más fuerte determinante de la condición humana?

En el 2014, en la Bienal de Arquitectura de Venecia dirigida por Rem Koolhaas y cuyo tema fue Fundametals —aquellos elementos fundamentales en la construcción de la arquitectura—, el pabellón de Eslovenia estuvo dedicado al primer arquitecto espacial: Herman Potočnik Noordung.

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Hannah Arendt, la película https://arquine.com/hannah-arendt-la-pelicula/ Sun, 06 Oct 2013 14:47:06 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/hannah-arendt-la-pelicula/ En la filosofía, como en la ciencia y otras tantas disciplinas que, como la arquitectura se nutren de pensamiento y obra, las verdades cambian. Observar es ver que hay de diferente entre cosas iguales, mientras que comprender es ver lo común de lo distinto. La crítica y la observación son prácticas más complementarias que antagónicas.

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Lo primero que recuerdo de Hannah Arendt es esa dicotomía que proponía entre el hombre que piensa y el que hace, con la que daba por hecho que ambas acciones no se dan simultáneamente. Casi una parodia del varón estereotipado en contraposición al multitasking femenino.

Ahora, con la película homónima dirigida por Margarethe von Trotta –directora y actriz consentida de Rainer Werner Fassbinder– resurgen inquietudes tremendamente provocadoras. La autora de Los orígenes del totalitarismo (1951) escribió después de haber asistido al juicio contra el criminal de guerra nazi Adolf Eichmann en Jerusalem, Informe sobre la banalidad del mal (1963), sobre el que se centra esta historia. La cinta cubre cuatro años alrededor del juicio, sus relatos publicados en el New Yorker, las controversias generadas en el seno de la comunidad intelectual y académica a la que pertenecía y el rechazo de una sociedad que no entendía los matices de sus razonamientos. Arendt trató de comprender -que no es ni justificar ni perdonar-, siendo a su vez, mal comprendida y duramente atacada. Quizá las contradicciones de Martin Heidegger -quien fuera su maestro y amante muchos años antes, y que se alineó a la causa nazi- la hicieron indagar en la complejidad del pensamiento humano, para ver más allá del juicio a un asesino serial: un juicio a la humanidad en el mejor sentido socrático.

Arendt planteó que la deshumanización es condición previa y necesaria al Mal absoluto. Para que éste –el Mal, en mayúscula- exista se debe despersonalizar a asesinos y víctimas. Para Arendt, el mismo Eichmann no es un simple monstruo sino tan solo una pieza más del engranaje criminal que lo ha desposeído de su capacidad para discernir entre el bien y el mal. Y así se exime de cualquier responsabilidad o de culpa. No era un monstruo sino un tipo absolutamente mediocre que había estado obedeciendo ordenes. Además la filósofa relativiza –y ofende– al denunciar como algunos lideres judíos colaboraron con los nazis.

Arendt –parafraseando a Oriol Pi de Cabanyes– “piensa libremente sin concesiones a los apriorismos ni a los prejuicios, a lo políticamente correcto y los chantajes sentimentales. En su proceso de investigación para entender el Holocausto asevera que el Mal no es nunca radical como pensaba. Por que no radica en las raíces de la humanidad sino en su superficie, como un hongo que seca las hojas. No está en la esencia de la humanidad sino en lo que es circunstancial. La banalidad del mal proviene del mal de la banalidad. Es un desafío al pensamiento ya que éste trata de profundizar. Pero el mal no tiene profundidad. Solo el bien tiene profundidad y por tanto puede ser radical.”

Hannah Arendt analiza y critica al mismo tiempo. Piensa y actúa (a diferencia de Eichmann) ya que no puede se crítica sin conocimiento, especialmente pensando y actuando en un territorio tan sensible como el del Holocausto. En la filosofía, como en la ciencia, las verdades cambian. Observar es ver que hay de diferente entre cosas iguales, mientras que comprender –citando a Jorge Wagensberg– es ver lo común de lo distinto. La crítica y la observación son prácticas más complementarias que antagónicas. Y sin duda aplica a otras tantas disciplinas que, como la nuestra, se nutren de pensamiento y obra, de observación y comprensión, donde lo más estimulante son las paradojas y las contradicciones.

*Texto publicado en Arquine No.64 | Vivienda colectiva

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