Resultados de búsqueda para la etiqueta [Georges Cuvier ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Wed, 26 Jun 2024 19:59:27 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.3 Mundos subterráneos https://arquine.com/mundos-subterraneos/ Wed, 26 Jun 2024 19:59:27 +0000 https://arquine.com/?p=91276 Entender en profundidad el suelo implica repensarlo hoy como una materia compleja y viva: la manifestación más o menos estable, en un tiempo también más o menos corto, de procesos que llevan miles de años en desarrollarse.

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Sous le pavés, la plage!

 

París, 1804. Un sabio alemán y un joven aristócrata venezolano se encuentran en un salón de la alta sociedad. El sabio era Alexander von Humboldt, quien recién había regresado de su largo viaje por el continente americano, entonces dominio del imperio colonial español. El joven era Simón Bolívar, que algunos años después lideraría la lucha por la independencia en parte de Sudamérica y, además, se daría el tiempo para escribir el poema “Mi delirio sobre el Chimborazo” (1822), dedicado al volcán que Humboldt escaló en 1802, sin alcanzar la cima, y al que el sabio consideraba la punta más alta del mundo —lo es, dicen, si la medida se toma desde el centro mismo de la Tierra—. Un año después, pero en Roma, Bolívar volvió a encontrarse a Humboldt, ahora en compañía de un pequeño grupo de científicos. El destino de la expedición era la ciudad de Nápoles. Tenían planeado escalar el Vesubio. Bolívar se les unió. El 26 de julio de 1805, pocos días después de que llegaran a Nápoles, un fuerte terremoto sacudió la ciudad. Semanas después, entre el 11 y 12 de agosto, el Vesubio escupió rocas incandescentes y lava. Humboldt y su grupo, incluido Bolívar, subieron hasta el cráter. La leyenda quiere que haya sido ahí, ante ese abismo humeante, que el joven sudamericano reafirmó su voluntad de liberar al subcontinente del yugo español, teniendo al sabio alemán como testigo.

Otro científico germano había escalado hasta el cráter del Vesubio 167 años antes, descendiendo incluso al interior, colgado de una cuerda sostenida por su guía, hasta donde el calor y el olor a azufre lo permitieron. Era Athanasius Kircher, un sacerdote jesuita con intereses amplísimos, que escribió más de 40 libros dedicados, entre otras cosas, a China, los jeroglíficos egipcios, la óptica y el magnetismo, el Arca de Noé o la construcción de la Torre de Babel. Su ciencia, al contrario de la de Humboldt, aún no era del todo moderna, sino que estaba muy cerca todavía de la alquimia que le dio origen. Eso resulta evidente en el índice de su libro Mundus subterraneus (1665), que derivó de su exploración del Vesubio. El libro trata de geometría y metalurgia; de fósiles, que interpreta como signos que la naturaleza imprime en algunas piedras; y de los habitantes de ese mundo subterráneo, que incluye dragones y demonios. Según escribe William Parcell, Mundus subterraneus “representa un puente entre los sistemas de pensamiento medievales y el movimiento empírico creciente que hoy, en retrospectiva, consideramos como la revolución científica.” En esa obra Kircher argumentó, entre otras cosas, que todos los volcanes del planeta, al igual que los océanos y mares, se conectaban bajo la superficie de la Tierra mediante sistemas de canales. Las diferencias entre esas maneras de entender el mundo, y la ciencia con la que lo interpretaban Kircher y Humboldt, pueden verse en varias imágenes.

Una es la sección del Vesubio, incluida en el libro de Kircher, donde vemos un gran fuego en el interior del cráter, un gran fuego con casi ninguna diferencia al de un horno o una fogata, si no es que por su monumental tamaño. En esa imagen, el interior del volcán no parece conectado al centro de la Tierra y a todos los demás volcanes del planeta, como en otro famoso grabado que presenta una sección del mundo entero. En el caso de Humboldt, no se trata de una imagen del Vesubio, sino del volcán americano que también hizo delirar a Bolívar: el Chimborazo. O, más bien, de su perfil simplificado. Si el dibujo se limitara al volcán, tendría algo de ingenuo. Pero, al igual que el Vesubio de Kircher, también es una sección. Sólo que, en lugar de revelarnos el interior cavernoso del Chimborazo, el corte nos muestra un plano blanco lleno de palabras: rubus floribundus, persea sericea, avicennia germinans o, en lengua vulgar y de manera respectiva, una mora silvestre, un aguacate, un mangle. El diagrama de Humboldt está enmarcado por dos columnas con más palabras y cifras que, juntas, pintan un cuadro completo de la naturaleza del volcán, de cómo la altura, humedad, precipitación pluvial y las distintas variedades de plantas forman parte de lo que hoy llamamos un ecosistema. El nombre francés que le dio Humboldt a esa imagen, cuya influencia en la manera de presentar información y datos científicos fue enorme, es tableaux physique: a la vez tabla y pintura. Y, en alemán, Naturgemälde, cuadro de la naturaleza. La diferencia va más allá del interior vacío y con fuego del esquema de Kircher, o del interior textual de Humboldt. Ambos quieren entender la naturaleza. Pero si para Kircher lo natural ya ha sido escrito, de maneras diversas que incluyen hasta los fósiles, Humboldt anota los nombres que la ciencia humana ha dado a cada una de las plantas que se encuentran en ella.

Pocos años después del encuentro entre Humboldt y Bolívar, Georges Cuvier —zoólogo, geólogo, paleontólogo y muchas otras cosas más— empezó a publicar a partir de 1807 sus hallazgos de huesos animales en el subsuelo parisino. En 1832, junto con Alexandre Brongniart, también geólogo e ingeniero de minas, Cuvier publicará su Corte teórico de los distintos terrenos, rocas y minerales que entran en la composición del suelo de la cuenca parisina. En su ensayo “Les atlas historiques de ville et l’administration du passé metropolitain au xixe siècle” [“Atlas históricos de la ciudad y la administración del pasado metropolitano en el siglo xix”], Stéphane Van Damme explica cómo en ese siglo:

Al enfatizar las dificultades de interpretar el pasado urbano y la creciente necesidad de identificar el objeto metropolitano para el mayor número de personas posible, los estudiosos —sean arquitectos, ingenieros, arqueólogos, geólogos, paleontólogos o botánicos— cuestionan la unidad urbana. ¿Esta se define por su extensión, su densidad demográfica, sus edificios (criterios estéticos incluidos), su funcionalidad económica o política, su profundidad histórica, sus características geológicas? ¿Sigue siendo un territorio natural como sugieren la tesis de las grandes cuencas geológicas (parisina, londinense, etc.) o las investigaciones botánicas?

 

La investigación del subsuelo en las ciudades conjuntaba el trabajo de científicos y técnicos —si es que la diferencia entre el conocimiento puro y su aplicación aún tenía sentido en ese momento—. Van Damme comenta los fines evidentemente utilitarios del Atlas souterrain de Paris, elaborado entre 1841 y 1859 por el ingeniero Eugène de Fourcy. En Nineteenth-Century Urban Cartography and the Scientific Ideal: The Case of Paris, Antoine Picon, escribe con respecto al Atlas de Fourcy:

El subsuelo del atlas era representativo de las diversas preocupaciones culturales y políticas que se expresaban por medio de la cartografía. En el momento de su publicación, la cartografía del subsuelo, en particular, tenía un significado político y social. En las diversas láminas del atlas, la sorprendente oposición entre los patrones irregulares de lo subterráneo y la geometría más simple de la superficie tenían algo que ver con el miedo a lo oculto, lo oscuro y lo reprimido, como si lo subterráneo actuara cual una especie de sustituto de todo tipo de amenazas. Entre estas amenazas, el miedo al malestar social también estaba presente en el deseo de hacer visibles todos los niveles de la ciudad, de reemplazar el suelo, por así decirlo, con vidrio transparente.

En 1863, Louis Figuier, periodista y divulgador científico, publica su libro La Terre avant le deluge [La Tierra antes del diluvio], que se convertirá, según presumía él mismo, en su obra más vendida. Se trata de un libro para niños —en el prólogo, Figuier dice que el primer libro que se debería poner en las manos de un niño debería ser uno de historia natural—, que “propone exponer las diversas transformaciones que ha sufrido la Tierra para llegar a su estado actual, describiendo su estructura interior.” El frontispicio del libro es un “corte ideal de la superficie sólida del globo terrestre, mostrando la superposición y disposición de terrenos sedimentarios y eruptivos”. En la parte superior del corte, el que corresponde a la era geológica presente, hay un volcán actual, en erupción, y podemos seguir la línea anaranjada de la lava, que se engrosa mientras atraviesa las distintas capas de suelo hasta llegar al fondo, donde yacen el granito eruptivo y materias líquidas desconocidas. La travesía por el espacio, desde la superficie de la Tierra hasta su centro, es también un viaje en el tiempo y una expedición de lo conocido a lo desconocido.

Parece irrefutable la necesidad de conocer esos mundos subterráneos para mantener la estabilidad de la última capa, la humana (cada vez más artificial). Y también parece lógica la intención de multiplicar esa capa humana no sólo hacia arriba, piso tras piso y sobre columnas, sino también en profundidad, cual Torre de Babel invertida. En su libro L’urbanisme souterrain (1995), Sabine Barles y André Guillerme señalan el inicio de ese urbanismo subterráneo, al menos en Francia, con el trabajo del arquitecto y urbanista Eugène Hénard (quien en 1906 inventó las glorietas para agilizar el tráfico), y sus ideas sobre la calle del futuro publicadas en 1911 en la revista estadounidense American City. La idea de Hénard era tan lógica como simple: la única manera de hacer crecer en capacidad y usos las calles existentes de una ciudad, sin tener que transformarla radicalmente o destruirla, es hacia abajo, en la profundidad del suelo. A Hénard siguió, en Francia, el trabajo de Édouard Utudjian, fundador en 1933 del gecus [Grupo de Estudios y Coordinación del Urbanismo Subterráneo], que llegó a realizar congresos internacionales en cinco ocasiones (París, 1937; Róterdam, 1948; Bruselas, 1949; Nueva York, 1964; y Varsovia, 1965). Siguiendo las ideas de Hénard, Utudjian y el gecus planteaban llevar la ocupación del subsuelo a una escala urbana, dedicándolo principalmente a la circulación de automóviles, pero también a liberar el suelo (el nivel cero) de todas aquellas funciones mecánicas o de almacenamiento que no requirieran iluminación y ventilación naturales. En algún momento, el interés por el suelo como un complejo de fuerzas y materias —y contenedor de historias múltiples acumuladas y aún en proceso, vivas— pasó a ser un interés más simple, meramente económico, que no buscaba otra cosa que extraer materia útil para algo más, en otra parte, y obtener así una ganancia a cambio. La minería se volvió el modelo de producción general, incluso para la arquitectura y el urbanismo, especies de minería por sustitución, “piezas de equipos de minería que devoran activamente el planeta”, como escribe Mark Wigley, para quien “la arquitectura se eleva mediante agujeros dispersos por todo el planeta.”

Podemos imaginar lo que habría pensado Athanasius Kircher —mientras colgaba de una cuerda a la mitad del cráter del Vesubio, aguantando la respiración y el calor— si pudiera ver a dónde nos ha llevado nuestro interés por el mundo subterráneo: extracción de materia, desecho de residuos —sustancias descompuestas—, y la multiplicación de niveles o pisos en profundidad en muchas ciudades grandes. Kircher concebía el mundo subterráneo de una manera distinta. Creía en la investigación racional y empírica de los secretos de la naturaleza, que están ahí para incitarnos a estudiarlos, e incluso para avanzar teorías —visiones— que sabía imposibles de verificar de manera empírica, como los sistemas de conductos que atraviesan la Tierra y conectan fuego, aire y agua —como se mostraba en sus dibujos en sección del planeta—. Pero también dejó lugar en el mundo subterráneo, como en su libro, para dragones y demonios que, suponemos, nunca vio.

Entender en profundidad el suelo implica repensarlo hoy como esa materia compleja y viva que interesó a Kircher y que, sin ser el mismo tipo de materia, también era concebida por Humboldt, Cuvier o Figuier: la manifestación más o menos estable, en un tiempo también más o menos corto, de procesos que llevan miles de años en desarrollarse y que frecuentemente van acompañados de eventos catastróficos —una erupción volcánica, el diluvio universal, el meteorito que se llevó a los grandes dinosaurios, o también, nosotros mismos, la humanidad como fuerza geológica—. Por supuesto, esto no es un argumento en favor de la existencia de dragones o demonios, tampoco se trata de revivir la tradición de hacer ofrendas antes de excavar una cimentación, o de volver a plantar un poste para los dioses tutelares —que no otra cosa significa genius loci—, que cuando se entienden como símbolos o alegorías de sistemas y fuerzas muy reales, no dejan de tener cierto sentido. Lo que resulta indudable hoy es que debemos trabajar para entender que es muy distinto construir en el suelo —teniéndolo por materia inerte y sin atributos, y empujar aún más abajo esa capa que supuestamente demarca al Antropoceno de otras capas estratigráficas, para hacerles la vida más difícil a geólogos futuros— y otra muy distinta construir con el suelo —humilde y humanamente, palabras emparentadas con humus, palabra que en latín designa al suelo, la tierra de la que somos parte.

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De moluscos, cráneos, casas, suelos y playas https://arquine.com/de-moluscos-craneos-casas-suelos-y-playas/ Mon, 13 May 2024 16:08:41 +0000 https://arquine.com/?p=89984 En las primeras décadas del siglo XIX, el zoólogo y paleontólogo Georges Cuvier y el geólogo Alexandre Brogniart estudiaron la composición geológica y los fósiles hallados en la cuenca parisina. El libro donde expusieron sus hallazgos iba acompañado de un mapa y también de una sección "teórica" de dicha cuenca. En ésta, de algún modo quedaba demostrado lo que 150 años se pintaría en las calles: bajo el pavimento hubo una playa.

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Los tiempos de una publicación periódica son, evidente y necesariamente, cíclicos —cuando no lo son y tu periodo es irregular, quiere decir que, en tanto publicación periódica, algo no anda del todo bien. Sí, sé que en pocas pero innegables ocasiones hemos llegado un par de días tarde. Querido lector y suscriptor, discúlpanos. Sin ser disculpa, he de decir que la mayoría de las veces ha sido por situaciones fuera de nuestro control: demasiada humedad en el ambiente que impide que la tinta seque sobre el papel a tiempo, una distribuidora —la que llevaba la revista hasta la repisa donde la comprabas— desaparece de un día a otro, o una pandemia, por ejemplo. Normalmente nuestro ciclo para la revista impresa cierra a mediados del mes anterior a que entre en circulación: agosto, noviembre, febrero y mayo. Hoy, 13 de mayo, el número 108 de Arquine, que llevará por título y tema suelos, entra a imprenta —si no hay ningún contratiempo. Y, por mera casualidad, hoy 13 de mayo, se cumplen 192 años de la muerte de Jean Léopold Nicolas Frédéric Cuvier, quien hace una aparición, breve, pero precisa, en el número dedicado a los suelos. Quizá un aniversario luctuoso no sea visto como el mejor augurio, pero es la coincidencia que nos tocó y mejor verle el lado bueno.

George Cuvier —su nombre artístico, digamos—, nació en 1769. Desde niño, dicen se interesó en la historia natural y de los animales. Brillante, dicen, llegó a ser uno de los científicos más reconocidos —y criticados— de su tiempo, y se le considera el padre o uno de los padres de la paleontología, de la anatomía comparada y de la estratigrafía. Las tres ciencias se relacionaban entre sí para explicar una de las ideas básicas de Cuvier. Aunque Darwin, cuarenta años menor que Cuvier, aún no había pensado en su teoría de la evolución —El origen de las especies se publica en 1859—, algunos de sus precursores ya hablaban de cambios o transformaciones en la forma y estructura de ciertos animales a través del tiempo. Cuvier se oponía a esa idea. Pensaba que cada animal —cada tipo de animal— era perfecto para las funciones que su momento histórico y su situación geográfica exigían. Los animales cuyos restos encontraba —gracias a la paleontología— podrían parecerse a algunos aún vivos, pero estudiados a detalle —gracias a la anatomía comparada—, podía entenderse que no tenían relación directa. Cuvier suponía que esos animales habían desaparecido a causa de grandes desastres naturales, como terremotos o diluvios y otras catástrofes —por eso su teoría se llama catastrofismo— cuyos rastros pueden encontrarse al estudiar las distintas capas geológicas que se van acumulando al pasar de siglos y milenios —y eso gracias a la estratigrafía.

La visión de Cuvier del mundo animal ponía, pues, la función —de los órganos y partes del organismo y del organismo entero— antes que la forma, contrapunto que nos resulta familiar en arquitectura —quizá porque deriva de aquellas ideas científicas. Aunque quizá la relación entre biología y arquitectura, o entre las ideas producidas por una y otra disciplinas, sea más compleja que la influencia directa, lineal. Según escribe Martin Bresani:

El gran cambio introducido por Cuvier en las ciencias naturales proviene de un nuevo método de clasificación explicativa que ya no se basa en la descripción externa del organismo sino en las funciones fisiológicas cumplidas por las diferentes partes del mismo.

Bresani agrega que hay dos principios rectores en el método de Cuvier: el principio de correlación, que postula que los órganos de un cuerpo se subordinan unos a otros para cumplir con acciones determinadas, y el principio de las condiciones de existencia, que supone que aquellas acciones tienen como objetivo hacer posible y mantener la existencia del ser entero en relación con su entorno inmediato. Función y contexto antes que forma. Al otro lado o en la tora esquina de Cuvier se encontraba Etienne Geoffroy Saint-Hilaire, para quien la forma de los animales estaba determinada por un plan general.

Paula Young Lee cuenta que en 1830 tuvo lugar un famoso debate en la Academia Real de Ciencias de París entre Cuvier y Geoffroy sobre la anatomía de los moluscos, al mismo tiempo que se desarrollaba una acalorada controversia en la Academia de Bellas Artes:

Quatremère de Quincy y Henri Labrouste discutían sobre la morfología de la forma construida. Entre los partidarios de Labrouste se encontraba el arquitecto Leonce Reynaud quien, junto con su hermano Jean Reynaud, un destacado editor y filósofo, también estaban del lado de Geoffroy en el otro debate. Estos hombres vieron el lento crecimiento del molusco como una metáfora de la historia humana y a su cuerpo maleable como un modelo para la reforma social. El desafío arquitectónico era aceptar a las clases bajas como el futuro mismo de la sociedad urbana. En París, incluso cuando la Revolución de julio de 1830 volvió a elevar las apuestas políticas, ése era el significado de los moluscos.

Young Lee también explica cómo Cuvier usaba en sus explicaciones términos como “composición” y “plano” al hablar de “la arquitectura del cuerpo animal”. Y cita a Cuvier usando la arquitectura para explicar sus ideas: “La composición de una casa es el número de habitaciones que tiene; el plan es la distribución recíproca de esas habitaciones”. En una cita más larga de los escritos de Cuvier, la analogía es aún más clara:

Si dos casas contuvieran cada una un vestíbulo, una antesala, un dormitorio, un salón y un comedor, se diría que su composición es la misma; si este dormitorio, este salón, etc., estuvieran en el mismo piso dispuestos en el mismo orden, y si uno pasara de uno a otro de la misma manera, también se diría que su plan es el mismo. Pero si sus órdenes fueran diferentes, o si estas habitaciones estuvieran en un solo nivel en una de estas casas pero dispuestas en pisos sucesivos en la otra, se diría que estas casas de composición similar fueron construidas siguiendo planos diferentes.

Por otro lado, las ideas de Cuvier y, sobre todo, la manera de construirlas y presentarlas, tuvieron efecto e influencia notables en la arquitectura. Desde los dibujos de arquitectura comparada de Jean Nicolas Luis Durand hasta las ideas de tipo y estilo de Gottfried Semper. Pero sobre todo en Viollet-le-Duc. Estelle Thibault escribe:

El trabajo de Georges Cuvier sobre la organización animal ofrece poderosas analogías que atraviesan el trabajo teórico de Viollet-le-Duc. Detrás del concepto de “condiciones de existencia”, Cuvier defiende la tesis según la cual el entorno determina completamente la morfología animal. Los animales de todas las especies, en su diversidad, se analizan como otros tantos sistemas lógicos, unitarios y racionales, sobredeterminados por sus condiciones de vida en un entorno específico y compuestos de órganos que responden cada uno a funciones precisas. Su supervivencia depende de esta perfecta adecuación. En los escritos de Viollet-le-Duc, la metáfora del edificio como organismo sugiere pensar en la forma del elemento constructivo en relación con su función en un sistema global que responde a condiciones externas –materiales, conocimientos técnicos, clima, moral. contexto político, social y religioso, fuera del cual pierde toda validez.

 

 

 

 

Y no sólo en las ideas, también en los dibujos. Bresani hace notar la similitud entre un dibujo de un cráneo explotado realizado por Nicolas-Henri Jacob para el tratado de anatomía de Jean Marc Bourgery, y algunos de los dibujos, también explotados, de Viollet-le-Duc.

En 1811 Cuvier publicó un libro escrito junto con Alexandre Brongniart: Ensayo sobre la geografía mineralógica de los alrededores de París, que incluyó un bellísimo mapa desplegable, la Carta geognostica de los alrededores de parís. Brongiart nació un año después de Cuvier, en 1770. Fue hijo de Alexandre-Theodore Brogniart, conocido arquitecto parisino. Fue nombrado por Napoleón director de la Manufactura Real de Sevres, puesto que ocupó durante 47 años, hasta su muerte. Dirigir la famosa fábrica de cerámica no fue obstáculo para sus intereses como químico y geólogo. Al contrario. Cuando estudió con Cuvier los alrededores de París, conjuntaron sus intereses geológicos y paleontológicos. Entre las hipótesis que les permitieron elaborar sus descubrimientos, estaba la de que en la cuenca parisina se habían alternado la presencia de agua salada y agua dulce. La demostración de esa idea también fue dibujada. Esta vez en una magnífica sección: Corte teórico de los diversos terrenos, rocas y minerales que entran en la composición del suelo de la cuenca de París. En su libro Bursting the limits of time. The Reconstruction of Geohistory in the Age of Revolution, Martin J. S. Rudwick escribió que dicha sección

mostraba todas las formaciones [geológicas] apiladas en el orden correcto, pero como si todas estuvieran expuestas en una única localidad, en el lado de un único valle imaginario. La sección era puramente geognóstica: simplemente representaba las relaciones tridimensionales de las masas rocosas, con sus espesores típicos. Pero las anotaciones junto a las formaciones resumieron el contenido fósil, lo que a su vez proporcionó la clave de las condiciones de su deposición y, por tanto, de la geohistoria de la región de París.

Quizá, con su mapa y su corte, Cuvier y Brogniart demostaron, siglo y medio antes de que se leyera escrito en las calles parisinas, que bajo el pavimento, hubo playa.

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