Resultados de búsqueda para la etiqueta [Eugène Hénard ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Wed, 26 Jun 2024 19:59:27 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Mundos subterráneos https://arquine.com/mundos-subterraneos/ Wed, 26 Jun 2024 19:59:27 +0000 https://arquine.com/?p=91276 Entender en profundidad el suelo implica repensarlo hoy como una materia compleja y viva: la manifestación más o menos estable, en un tiempo también más o menos corto, de procesos que llevan miles de años en desarrollarse.

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Sous le pavés, la plage!

 

París, 1804. Un sabio alemán y un joven aristócrata venezolano se encuentran en un salón de la alta sociedad. El sabio era Alexander von Humboldt, quien recién había regresado de su largo viaje por el continente americano, entonces dominio del imperio colonial español. El joven era Simón Bolívar, que algunos años después lideraría la lucha por la independencia en parte de Sudamérica y, además, se daría el tiempo para escribir el poema “Mi delirio sobre el Chimborazo” (1822), dedicado al volcán que Humboldt escaló en 1802, sin alcanzar la cima, y al que el sabio consideraba la punta más alta del mundo —lo es, dicen, si la medida se toma desde el centro mismo de la Tierra—. Un año después, pero en Roma, Bolívar volvió a encontrarse a Humboldt, ahora en compañía de un pequeño grupo de científicos. El destino de la expedición era la ciudad de Nápoles. Tenían planeado escalar el Vesubio. Bolívar se les unió. El 26 de julio de 1805, pocos días después de que llegaran a Nápoles, un fuerte terremoto sacudió la ciudad. Semanas después, entre el 11 y 12 de agosto, el Vesubio escupió rocas incandescentes y lava. Humboldt y su grupo, incluido Bolívar, subieron hasta el cráter. La leyenda quiere que haya sido ahí, ante ese abismo humeante, que el joven sudamericano reafirmó su voluntad de liberar al subcontinente del yugo español, teniendo al sabio alemán como testigo.

Otro científico germano había escalado hasta el cráter del Vesubio 167 años antes, descendiendo incluso al interior, colgado de una cuerda sostenida por su guía, hasta donde el calor y el olor a azufre lo permitieron. Era Athanasius Kircher, un sacerdote jesuita con intereses amplísimos, que escribió más de 40 libros dedicados, entre otras cosas, a China, los jeroglíficos egipcios, la óptica y el magnetismo, el Arca de Noé o la construcción de la Torre de Babel. Su ciencia, al contrario de la de Humboldt, aún no era del todo moderna, sino que estaba muy cerca todavía de la alquimia que le dio origen. Eso resulta evidente en el índice de su libro Mundus subterraneus (1665), que derivó de su exploración del Vesubio. El libro trata de geometría y metalurgia; de fósiles, que interpreta como signos que la naturaleza imprime en algunas piedras; y de los habitantes de ese mundo subterráneo, que incluye dragones y demonios. Según escribe William Parcell, Mundus subterraneus “representa un puente entre los sistemas de pensamiento medievales y el movimiento empírico creciente que hoy, en retrospectiva, consideramos como la revolución científica.” En esa obra Kircher argumentó, entre otras cosas, que todos los volcanes del planeta, al igual que los océanos y mares, se conectaban bajo la superficie de la Tierra mediante sistemas de canales. Las diferencias entre esas maneras de entender el mundo, y la ciencia con la que lo interpretaban Kircher y Humboldt, pueden verse en varias imágenes.

Una es la sección del Vesubio, incluida en el libro de Kircher, donde vemos un gran fuego en el interior del cráter, un gran fuego con casi ninguna diferencia al de un horno o una fogata, si no es que por su monumental tamaño. En esa imagen, el interior del volcán no parece conectado al centro de la Tierra y a todos los demás volcanes del planeta, como en otro famoso grabado que presenta una sección del mundo entero. En el caso de Humboldt, no se trata de una imagen del Vesubio, sino del volcán americano que también hizo delirar a Bolívar: el Chimborazo. O, más bien, de su perfil simplificado. Si el dibujo se limitara al volcán, tendría algo de ingenuo. Pero, al igual que el Vesubio de Kircher, también es una sección. Sólo que, en lugar de revelarnos el interior cavernoso del Chimborazo, el corte nos muestra un plano blanco lleno de palabras: rubus floribundus, persea sericea, avicennia germinans o, en lengua vulgar y de manera respectiva, una mora silvestre, un aguacate, un mangle. El diagrama de Humboldt está enmarcado por dos columnas con más palabras y cifras que, juntas, pintan un cuadro completo de la naturaleza del volcán, de cómo la altura, humedad, precipitación pluvial y las distintas variedades de plantas forman parte de lo que hoy llamamos un ecosistema. El nombre francés que le dio Humboldt a esa imagen, cuya influencia en la manera de presentar información y datos científicos fue enorme, es tableaux physique: a la vez tabla y pintura. Y, en alemán, Naturgemälde, cuadro de la naturaleza. La diferencia va más allá del interior vacío y con fuego del esquema de Kircher, o del interior textual de Humboldt. Ambos quieren entender la naturaleza. Pero si para Kircher lo natural ya ha sido escrito, de maneras diversas que incluyen hasta los fósiles, Humboldt anota los nombres que la ciencia humana ha dado a cada una de las plantas que se encuentran en ella.

Pocos años después del encuentro entre Humboldt y Bolívar, Georges Cuvier —zoólogo, geólogo, paleontólogo y muchas otras cosas más— empezó a publicar a partir de 1807 sus hallazgos de huesos animales en el subsuelo parisino. En 1832, junto con Alexandre Brongniart, también geólogo e ingeniero de minas, Cuvier publicará su Corte teórico de los distintos terrenos, rocas y minerales que entran en la composición del suelo de la cuenca parisina. En su ensayo “Les atlas historiques de ville et l’administration du passé metropolitain au xixe siècle” [“Atlas históricos de la ciudad y la administración del pasado metropolitano en el siglo xix”], Stéphane Van Damme explica cómo en ese siglo:

Al enfatizar las dificultades de interpretar el pasado urbano y la creciente necesidad de identificar el objeto metropolitano para el mayor número de personas posible, los estudiosos —sean arquitectos, ingenieros, arqueólogos, geólogos, paleontólogos o botánicos— cuestionan la unidad urbana. ¿Esta se define por su extensión, su densidad demográfica, sus edificios (criterios estéticos incluidos), su funcionalidad económica o política, su profundidad histórica, sus características geológicas? ¿Sigue siendo un territorio natural como sugieren la tesis de las grandes cuencas geológicas (parisina, londinense, etc.) o las investigaciones botánicas?

 

La investigación del subsuelo en las ciudades conjuntaba el trabajo de científicos y técnicos —si es que la diferencia entre el conocimiento puro y su aplicación aún tenía sentido en ese momento—. Van Damme comenta los fines evidentemente utilitarios del Atlas souterrain de Paris, elaborado entre 1841 y 1859 por el ingeniero Eugène de Fourcy. En Nineteenth-Century Urban Cartography and the Scientific Ideal: The Case of Paris, Antoine Picon, escribe con respecto al Atlas de Fourcy:

El subsuelo del atlas era representativo de las diversas preocupaciones culturales y políticas que se expresaban por medio de la cartografía. En el momento de su publicación, la cartografía del subsuelo, en particular, tenía un significado político y social. En las diversas láminas del atlas, la sorprendente oposición entre los patrones irregulares de lo subterráneo y la geometría más simple de la superficie tenían algo que ver con el miedo a lo oculto, lo oscuro y lo reprimido, como si lo subterráneo actuara cual una especie de sustituto de todo tipo de amenazas. Entre estas amenazas, el miedo al malestar social también estaba presente en el deseo de hacer visibles todos los niveles de la ciudad, de reemplazar el suelo, por así decirlo, con vidrio transparente.

En 1863, Louis Figuier, periodista y divulgador científico, publica su libro La Terre avant le deluge [La Tierra antes del diluvio], que se convertirá, según presumía él mismo, en su obra más vendida. Se trata de un libro para niños —en el prólogo, Figuier dice que el primer libro que se debería poner en las manos de un niño debería ser uno de historia natural—, que “propone exponer las diversas transformaciones que ha sufrido la Tierra para llegar a su estado actual, describiendo su estructura interior.” El frontispicio del libro es un “corte ideal de la superficie sólida del globo terrestre, mostrando la superposición y disposición de terrenos sedimentarios y eruptivos”. En la parte superior del corte, el que corresponde a la era geológica presente, hay un volcán actual, en erupción, y podemos seguir la línea anaranjada de la lava, que se engrosa mientras atraviesa las distintas capas de suelo hasta llegar al fondo, donde yacen el granito eruptivo y materias líquidas desconocidas. La travesía por el espacio, desde la superficie de la Tierra hasta su centro, es también un viaje en el tiempo y una expedición de lo conocido a lo desconocido.

Parece irrefutable la necesidad de conocer esos mundos subterráneos para mantener la estabilidad de la última capa, la humana (cada vez más artificial). Y también parece lógica la intención de multiplicar esa capa humana no sólo hacia arriba, piso tras piso y sobre columnas, sino también en profundidad, cual Torre de Babel invertida. En su libro L’urbanisme souterrain (1995), Sabine Barles y André Guillerme señalan el inicio de ese urbanismo subterráneo, al menos en Francia, con el trabajo del arquitecto y urbanista Eugène Hénard (quien en 1906 inventó las glorietas para agilizar el tráfico), y sus ideas sobre la calle del futuro publicadas en 1911 en la revista estadounidense American City. La idea de Hénard era tan lógica como simple: la única manera de hacer crecer en capacidad y usos las calles existentes de una ciudad, sin tener que transformarla radicalmente o destruirla, es hacia abajo, en la profundidad del suelo. A Hénard siguió, en Francia, el trabajo de Édouard Utudjian, fundador en 1933 del gecus [Grupo de Estudios y Coordinación del Urbanismo Subterráneo], que llegó a realizar congresos internacionales en cinco ocasiones (París, 1937; Róterdam, 1948; Bruselas, 1949; Nueva York, 1964; y Varsovia, 1965). Siguiendo las ideas de Hénard, Utudjian y el gecus planteaban llevar la ocupación del subsuelo a una escala urbana, dedicándolo principalmente a la circulación de automóviles, pero también a liberar el suelo (el nivel cero) de todas aquellas funciones mecánicas o de almacenamiento que no requirieran iluminación y ventilación naturales. En algún momento, el interés por el suelo como un complejo de fuerzas y materias —y contenedor de historias múltiples acumuladas y aún en proceso, vivas— pasó a ser un interés más simple, meramente económico, que no buscaba otra cosa que extraer materia útil para algo más, en otra parte, y obtener así una ganancia a cambio. La minería se volvió el modelo de producción general, incluso para la arquitectura y el urbanismo, especies de minería por sustitución, “piezas de equipos de minería que devoran activamente el planeta”, como escribe Mark Wigley, para quien “la arquitectura se eleva mediante agujeros dispersos por todo el planeta.”

Podemos imaginar lo que habría pensado Athanasius Kircher —mientras colgaba de una cuerda a la mitad del cráter del Vesubio, aguantando la respiración y el calor— si pudiera ver a dónde nos ha llevado nuestro interés por el mundo subterráneo: extracción de materia, desecho de residuos —sustancias descompuestas—, y la multiplicación de niveles o pisos en profundidad en muchas ciudades grandes. Kircher concebía el mundo subterráneo de una manera distinta. Creía en la investigación racional y empírica de los secretos de la naturaleza, que están ahí para incitarnos a estudiarlos, e incluso para avanzar teorías —visiones— que sabía imposibles de verificar de manera empírica, como los sistemas de conductos que atraviesan la Tierra y conectan fuego, aire y agua —como se mostraba en sus dibujos en sección del planeta—. Pero también dejó lugar en el mundo subterráneo, como en su libro, para dragones y demonios que, suponemos, nunca vio.

Entender en profundidad el suelo implica repensarlo hoy como esa materia compleja y viva que interesó a Kircher y que, sin ser el mismo tipo de materia, también era concebida por Humboldt, Cuvier o Figuier: la manifestación más o menos estable, en un tiempo también más o menos corto, de procesos que llevan miles de años en desarrollarse y que frecuentemente van acompañados de eventos catastróficos —una erupción volcánica, el diluvio universal, el meteorito que se llevó a los grandes dinosaurios, o también, nosotros mismos, la humanidad como fuerza geológica—. Por supuesto, esto no es un argumento en favor de la existencia de dragones o demonios, tampoco se trata de revivir la tradición de hacer ofrendas antes de excavar una cimentación, o de volver a plantar un poste para los dioses tutelares —que no otra cosa significa genius loci—, que cuando se entienden como símbolos o alegorías de sistemas y fuerzas muy reales, no dejan de tener cierto sentido. Lo que resulta indudable hoy es que debemos trabajar para entender que es muy distinto construir en el suelo —teniéndolo por materia inerte y sin atributos, y empujar aún más abajo esa capa que supuestamente demarca al Antropoceno de otras capas estratigráficas, para hacerles la vida más difícil a geólogos futuros— y otra muy distinta construir con el suelo —humilde y humanamente, palabras emparentadas con humus, palabra que en latín designa al suelo, la tierra de la que somos parte.

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Movimiento continuo https://arquine.com/movimiento-continuo/ Sat, 10 Oct 2015 21:29:01 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/movimiento-continuo/ Eugène Hénard propuso a principios del siglo XX un "tren continuo": una pasarela móvil como medio de transporte en la ciudad y calles de varios niveles. También fue el inventor de las glorietas, pero al mismo tiempo imaginó una "servidumbre artística": una ley que limitara la altura de los edificios vecinos a monumentos. En sus teorías, el movimiento continuo de vehículos y personas no se oponía a la continuidad de la ciudad.

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En los tiempos en que empezaban a usarse los automóviles, en Carolina del Sur una ley obligaba a los conductores de vehículos no tirados por caballos a detenerse, 30 metros antes de cualquier crucero, y disparar un tiro al aire, para advertir al tráfico de caballos de su inminente presencia. El cruce de dos o más calles se volvió más problemático entre mayor era la cantidad de vehículos. Los semáforos —que se empezaron a usar en 1869 como señales operadas manualmente y ya automatizados desde 1910— ayudaban a organizar los cruces pero la seguridad seguía siendo un problema. Para resolverlo, en 1906 Eugène Hénard inventó las glorietas.


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Hénard nació en 1849. Su padre, también arquitecto, fue su profesor en la Escuela de Bellas Artes. Desde 1882 trabajó en la oficina de obras públicas de París. Para la Exposición Universal de 1889 —cuando Eiffel construyó su torre—, Hénard diseñó un tren continuo. En el número del 2 de abril de 1887 de la revista La Nature, se explicaba el proyecto, caracterizado por “su facilidad de ejecución: una trinchera y vagones de ferrocarril, máquinas dinamo-eléctricas y telefónicas, son los elementos constitutivos del sistema.” Los vagones del tren continuo, sin muros ni techos, formaban realmente una plataforma móvil de madera que se desplazaba a una velocidad constante de 1.4 metros por segundo, haciendo un alto total cada 15 segundos para permitir el acceso a los pasajeros. El tren continuo no se construyó, pero la idea de facilitar el movimiento continuo de las personas siguió interesando a Hénard. Paul Rabinow dice que “probablemente Hénard empezó con los primeros estudios estadísticos y sociológicos sobre el tráfico. Contrastó la observación de la Mare en su Traité de Police de 1738, de que a mediados del siglo XVI había sólo dos carruajes en París con los estimados 65,543 vehículos en las calles de la ciudad en 1906. Su trabajo fue más que meramente cuantitativo: Hénard desarrolló una clasificación del tráfico parisino: doméstico, profesional, económico, mundano, de ocio y popular, haciendo mapas de los patrones y densidades para cada periodo del día.” Sus análisis de los patrones formados por calles y caminos en las ciudades europeas sirvieron de base a las propuestas urbanas de Daniel Burnham para San Francisco y Chicago, y su idea de separar la circulación de vehículos y personas tuvo influencia en el urbanismo de Le Corbusier. En la conferencia de planeación de ciudades de Londres, entre el 10 y el 15 de octubre de 1910, Henard presentó sus conocidos esquemas de la calle del futuro, en los que el nivel de la calle quedaba varios niveles arriba del nivel del suelo natural, separados por diversas capas de servicios y transporte.

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Espacios abiertos, algunos de planta circular, y con una explanada o un monumento al centro, habían existido desde mucho tiempo atrás en las ciudades. La invención de Hénard fue proponer esos espacios como mecanismos que organizaban una circulación continua de vehículos. Él propuso la regla de darle derecho de paso a los conductores a la derecha en 1907. Hénard no sólo se interesó en asuntos de flujo de vehículos y combinaba sus ideas vanguardistas sobre vialidades y transporte con la preocupación de conservar los monumentos y edificios históricos de la ciudad: Henard propuso la creación una servidumbre artística, una norma que limitara la altura de los edificios alrededor de monumentos y edificios históricos que evitara que terminaran ocultos tras nuevas construcciones. La necesidad de abrir espacio para el transporte se combinaba en las ideas de Hénard con la visión de mantener la ciudad: el movimiento continuo de los vehículos no podía contraponerse a la continuidad del espacio urbano.

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Los sueños de la razón https://arquine.com/los-suenos-de-la-razon/ Sat, 08 Aug 2015 14:34:29 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/los-suenos-de-la-razon/ Si el poder de la arquitectura son las utopías concretas, que trastocan —con suerte, de la mejor manera— la vida cotidiana, el arquitecto, absorto en su particular manera de ver el universo, a veces busca otro poder, uno que produce utopías abstractas que, como muchos otros sueños de la razón, pueden llegar a generar monstruos si permitimos que escapen de los dibujos —bellísimos o no tanto— desde donde no dejan de asustarnos.

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En su libro Vers une architecture de la jouissanceHacia una arquitectura del goce, título que hace obvia referencia al de Le Corbusier y que le lleva varias líneas al traductor al inglés explicar en un trayecto que va de la etimología a Lacan—, Henri Lefebvre dice que no entiende la arquitectura ni como “el prestigioso arte de erigir monumentos” ni como “la contribución indispensable a la actividad de la construcción.” Lo primero, explica, hace del arquitecto un demiurgo —el pequeño gran creador de formas—, mientras lo segundo lo pone al servicio del constructor o del inversionista. “Lo que propongo entender por «arquitectura» —dice Lefebvre— es la producción de espacio en un nivel específico, que va del mobiliario a los jardines y los parques extendiéndose incluso a los paisajes. Excluyo, sin embargo —agrega— la planeación urbana y lo que generalmente se entiende como «planeación del uso del suelo.»”

Para Lefebvre, autor también, entre muchísimos otros textos, de La producción del espacio, era importante remarcar la especificidad del tipo de espacio que produce la arquitectura distinguiéndolo con precisión de uno mucho más complejo, el urbano —otro título de Lefevre es, precisamente, La revolución urbana. No se trata solamente de que el espacio urbano sea producido por el juego de muchos actores —un producto social, digamos—, porque la arquitectura también lo es, sino del nivel específico en el que la arquitectura puede actuar concretamente. En su introducción al libro de Lefebvre, Lukasz Stanek explica que para Lefebvre esa distinción tiene que ver con que la imaginación arquitectural es negativa, política y materialista. “Negativa porque apunta a una «utopía concreta» que estratégicamente contradice —niega— las premisas de la vida cotidiana;” política, porque habitar se vuelve entonces una batalla política y materialista, tanto en el sentido del materialismo histórico marxista como desde una materialidad que implica al cuerpo y sus ritmos.

henard1Eugène Hénard fue un arquitecto francés, nacido en 1849, que dedicó la mayor parte de su actividad profesional a ese espacio que, para Lefebvre, no era el específico de la arquitectura: el de lo urbano y su planeación. Trabajando en la oficina de Obras Públicas de París, propuso parques y plazas; su interés principal era mejorar el tráfico, en aquellos tiempos en que en la gran metrópoli moderna la circulación de los autos empezaba a ser un problema —incomparablemente menor al de nuestros días. Hénard inventó las glorietas, algo innovador sin duda en su momento pero que hoy vemos como una forma de privilegiar el flujo continuo de autos sin pensar en el de las personas a pie. En octubre de 1910, en una conferencia sobre planeación urbana organizada en Londres por el Royal Institute of British Architects, Hénard presentó su idea para la ciudad del futuro. “Mi propósito, dijo, es investigar la influencia que el progreso de la ciencia moderna y la industria puede ejercer sobre la planeación, especialmente de las ciudades del futuro.” Entre otras ilustraciones, mostró dos secciones de calles. En una, de un lado, una casa antigua exhibía todos los inconvenientes de la vida premoderna. La calle ya era actual, de 1910, igual que la casa de la acera de enfrente, y el progreso era evidente: banquetas para los peatones, rieles para el tranvía, trincheras para cableado, alumbrado eléctrico y drenaje subterráneo conectado a los sótanos del edificio actual. Sin embargo, ese avance no era suficiente. Las casas se modernizaban a una velocidad superior a las calles que Hénard se propuso mejorar. Si con las glorietas había actuado en el plano del suelo, ahora su propuesta intervenía la sección. Su calle del futuro multiplica niveles: bajo el suelo hay varios ductos e incluso un túnel para transporte de carga pesada, cubierto por otro nivel también de servicios y todo bajo una calle donde corre un tranvía. En la sección de la calle del futuro, como muchos arquitectos desde entonces, Hénard olvidó dibujar personas. Hénard claramente plantea que, en las ciudades, “todo mal surge de la idea tradicional de que el fondo de los caminos debe estar a nivel del suelo en su condición original,” y aunque describe la calle en su nivel superior como un puente, su dibujo realmente es ambiguo, pues de un lado la tierra llega al mismo nivel que la calle flotante y del otro una serie de plataformas se elevan todavía un nivel más. Sin embargo, algo sí parece evidente en su sección: el primer piso habitable de los edificios al lado de la calle-puente es el que está al mismo nivel, no más abajo —ni más arriba, como soñará después Le Corbusier.

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En el número de primavera de 1958 del Journal of Architectural Education, Paul Rudolph publicó un texto titulado Para enriquecer nuestra arquitectura. Rudolph nació el 23 de octubre de 1918 en Elton, Kentucky. Estudió en el Instituto Politécnico de Alabama y luego en Harvard, cuando Gropius dirigía la escuela de arquitectura. Fue uno de los arquitectos de la posguerra más reconocidos, aunque varios de sus edificios han sido demolidos, desgraciadamente, tras su muerte, el 8 de agosto de 1997. En el texto de 1958, Rudolph plantea también el problema de la circulación de autos y su relación con el suelo: “el edificio en relación con el terreno, nuestras ciudades en relación con el terreno, han cambiado enormemente por el automóvil. Aun no enfrentamos el hecho de que, dentro de veinte años, probablemente habrá cien millones de autos en este país.” Rudolph, como la gran mayoría en 1958, no veía en el automóvil y sus efectos una amenaza, al contrario. Decía que los autos “pueden entenderse como una forma de prenda exterior con la que a veces nos vestimos” y, agregaba que había que pensar un tipo de closet especial para ese vestido. “Esos closets serán algún día una de las formas arquitectónicas más excitantes del paisaje de nuestras ciudades, de igual grandeza que los puentes.” Y así lo creía realmente.

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En 1967, la Fundación Ford le encargó estudiar el proyecto del Lower Manhattan Expressway, la conexión entre el túnel Holland y el lado este de Manhattan concebida originalmente por Robert Mosses en 1941. Entre 1967 y 1972, Rudolph produjo una serie de extraordinarios dibujos presentando su visión de ese monumento al tránsito ininterrumpido de automóviles. Las torres de vivienda y los edificios de estacionamiento acompañan el trazo de la autopista convirtiéndola en una monumental autoconstrucción.

El proyecto de Rudolph, que de manera curiosa y a pesar de su enorme tamaño, intentaba ser menos agresivo en el modo de insertarse en la ciudad que las propuestas de Mosses, merece un estudio detallado. Me interesa aquí más bien su visión. En un texto publicado en la revista Perspecta en 1961, Rudolph escribió:

El arquitecto debe tener prejuicios fuertes. Si su obra ha de resonar con convicción, debe estar totalmente dedicado a su particular manera de ver el universo. Sólo unos cuantos se encuentran a sí mismos en ese camino.

Y en el texto de 1958, afirmó:

Si debemos enriquecer nuestra arquitectura será mediante un mejor entendimiento de nuestro concepto de espacio; su relación y efecto sobre la gente y las fuerzas que nos dominan y acosan. No será enriquecida por el ingeniero, a menos que sepamos como utilizar sus osadas hazañas. No será enriquecido por la investigación de los sociólogos aplicada en hectáreas de tierra de manera seudocientífica. No será enriquecida por pintor y escultores.

La particular manera de ver el universo del arquitecto es, para Rudolph, lo único que puede enriquecer ese mismo universo. Él manda, él controla las posibles aportaciones del ingeniero, el sociólogo o el artista. Precisamente por esa manera de ver es que Lefebvre dejaba lo urbano fuera del campo de la arquitectura y, sobre todo, de las ambiciones del arquitecto, pronto a erigirse en su único señor. Si el poder de la arquitectura son las utopías concretas, que trastocan —con suerte, de la mejor manera— la vida cotidiana, el arquitecto, absorto en su particular manera de ver el universo, a veces busca otro poder, uno que produce utopías abstractas que, como muchos otros sueños de la razón, pueden llegar a generar monstruos si permitimos que escapen de los dibujos —bellísimos o no tanto— desde donde no dejan de asustarnos.

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