Resultados de búsqueda para la etiqueta [Elena Poniatowska ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Tue, 12 Mar 2024 17:32:07 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Regreso a Fifípolis: sobre Pedro Friedeberg https://arquine.com/regreso-a-fifipolis-sobre-pedro-friedeberg/ Mon, 13 Nov 2023 15:05:10 +0000 https://arquine.com/?p=85040 Una silla dorada con forma de mano diestra mira el costado oriental de la Ciudad de México. Lo más raro, si uno sabe del caso, es que la mano tiene, exactamente cinco dedos que sirven como respaldo, toda una anomalía en el catálogo de su creador: Pedro Friedeberg.

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Una silla dorada con forma de mano diestra mira el costado oriental de la Ciudad de México. Sita (esto es una broma etimológica) en el techo de un edificio de la calle Veracruz número 40, en la colonia Condesa, puede verse como un monumento efímero o algo desencajado en un paisaje por lo demás anodino, con todo y su glorieta. La silla no intenta activar el espacio. Tampoco está claro si se manufacturó (otra broma) ex profeso para ocupar ese lugar. Lo más raro, si uno sabe del caso, es que la mano tiene, exactamente cinco dedos que sirven como respaldo, toda una anomalía en el catálogo de su creador: Pedro Friedeberg (Florencia Italia, 11 de enero de 1936), escultor, relojero y edificador de construcciones inútiles con decenas de dedos; y quien de seguro odiará que un enésimo texto a propósito de él empiece con ese mueble infame.

La imagen de la Mano-Silla (y la alusión al odio-amor que por ella siente su creador) aparece sólo unos segundos en el documental que Liora Spilk Bialostozky le dedicó al artista y que se llama, con mucha coloquialidad e igualación —la misma que algunos le reprochan a los seguidores de Gabriel García Márquez cuando le dicen Gabo, así nomás—: Pedro (2023, México, 76 minutos). Más que una retrospectiva o apología, el largometraje (también estilizado como PEDЯO) cuenta dos historias. La menos importante, la del artista prolífico cuya obra se ha extendido por disciplinas como el diseño gráfico e industrial, la pintura y escultura, por no hablar de “minucias” como la hechura de sellos, calcomanías, collages, ceniceros, vitrales, naipes de Tarot, pisos y toda clase de artefactos que conforman un estilo de inmediato reconocible con sus superficies ajedrezadas y un juego constante con el desarrollo fractal de figuras geométricas, animales y antropoides.

 

La otra historia, el corazón del filme, cuenta la caza incesante de Liora Spilik por su personaje: filmatriz o reggista en ciernes (y quizá conocida por familia o amigos), Liora se esforzó por ganarse la confianza e intimidad de Friedeberg durante 15 años en los que le llamó una y otra vez por teléfono y dejó cartas en su buzón postal (el artista, a la fecha, no usa celulares ni computadoras) para conseguir el permiso de filmar un documental sobre su vida. El proyecto —que se alargó a través de tres décadas— no es, ni mucho menos, el retrato definitivo de Friedeberg, tampoco una reinterpretación o balance crítico de su obra. Por ejemplo, el documental se ahorra la inútil labor de definir si lo que ha hecho (y hace) es surrealismo, dadaísmo o psicodelia, o de discutir la propia consideración del autor, que se refería a sí mismo como neobarroco-kitsch; basta, si acaso, saber que en toda su obra el sentido del humor, antes que algún discurso o manierismo técnico, es la articulación imprescindible. 

En cambio, el espectador recibe imágenes poco o nada coreografiadas del artista en su entorno natural: Friedeberg le da de comer a sus gatos (llamados “Wikipedia o “Netflix”) que se pasean por litografías que han de ser numeradas y firmadas; Friedeberg como invitado estelar en la presentación de la serie de boletos de lotería dedicada a su trayectoria  (llamada, cómo no, De vacaciones por la vida) y feliz de oír cómo un coro de niños uniformados como soldaditos de la ludopatía saluda su entrada a los sorteos del Premio Mayor; Friedeberg en la Bienal de Venecia, a la que va con un entusiasmo encubierto por el sarcasmo de que el arte, sobre todo en forma de exposición colectiva, es “superficial, redundante y feo”; o Friedeberg frente a la tumba de Ígor Stravinski, el artista más grande de “los siglos 19, 20, 21 y 22” (lo pronuncia de tal forma, entre serio y risueño, que uno se imagina esas centurias escritas con números arábigos y no romanos). 

En contraste con esa labor más tradicional del documental, Spilik, como si fuera un ensayo personal, toma su propia añoranza por entrar al mundo de Friedeberg como perspectiva e incluso como fuente de tensión narrativa: pues, como lo muestra el documental, el cariño y humor de Friedeberg, aunque sinceros, siempre tienen una dimensión abrasiva e irónica que no pasa en vano. En el punto climático de la película, Pedro se cansa del documental y se niega a ser filmado en su intimidad. Esa perspectiva se convierte en un contrapunto doble para la solemnidad que depara a quienes ven, todavía, documentales sobre “grandes creadores”: el humor de Friedeberg, en conjunto con la emotividad de la cineasta, que no oculta su fanatismo, crean una cinta sobre la amistad y el arte. 

Eso también se ve en las entrevistas, casi todas ellas a mujeres (a excepción de un José Luis Cuevas que todavía se dejaba “chamaquear” por Friedeberg). Antes que surtidoras de minisemblanzas o frases para poner en la cuarta de forros de alguno de sus libros, las entrevistadas dan la oportunidad de vivir encuentros significativos, como sucede con Déborah Holtz (editora, en Trilce, de uno de los libros más importantes sobre Pedro) o Elena Poniatowska. El más memorable, sin duda, ocurre en una de las últimas apariciones audiovisuales (si no es que la final) de la crítica de arte Ida Rodríguez Prampolini (1925-2017), quien recibió en su casa de Veracruz a un Friedeberg que condujo su coche desde la capital mexicana para celebrar su cumpleaños en la mayor soledad posible. Con la cámara y Liora de testigos, ambos recuerdan frente a un pastel sus correrías junto a personajes como Mathias Goeritz, Leonora Carrington, Remedios Varo, Diego Matthai Springer o Antonio Souza. 

Ahora bien, aunque muchos de sus dibujos tienen una clara inspiración, o reminiscencia, del dibujo arquitectónico, en cada ocasión propicia que se le presenta Friedeberg ha remarcado que, aunque estudió arquitectura durante tres años en la Universidad Iberoamericana, esta carrera le aburrió pronto: “porque todos los arquitectos eran como Mies van der Rohe, todos eran Enrique Carral y Augusto Álvarez” (diría en una entrevista con Poniatowska). Sin embargo, la tarea de crear espacios con perspectiva, estructuras (más que edificios) y el rigor en las proporciones (que viene de sus amados Tintoretto y Paolo Veronese) le dan a la arquitectura un lugar, liminal, eso sí, pero indiscutible en su arte. 

Pedro Friedeberg en la presentación de “Fifípolis” en la galería MAIA Contemporary, 2019. Foto: mxcity.com

 

En pocas de sus obras se ha visto esa propensión como en Fifípolis (2019): serie de pinturas, esculturas y gráficas que componían una ciudad-maqueta hecha de edificios inútiles. En el cruce diacrónico e inesperado de las artes, Pedro Friedeberg fue, con esta obra, precursor a la vez que heredero de los espacios fractaloides y aleatorios del vaporwave: por acá la cabeza de un maniquí partida a la mitad; del otro lado, traseros de natacionistas y de caballos usados como columnas; escaleras que sirven sólo como muros de carga; piedras burdas para coronar capiteles; parodias del peristilo romano; pirámides “planas”; croquis de una ciudad que no serviría ni de juguete. Si hubiera que rastrear todas las referencias, tanto históricas como artísticas, uno terminaría por recurrir a una erudición que, sin embargo, no alcanzaría a amalgamarse tan bien como lo hace Friedeberg: grecas y mosaicos extendidos como laberintos sin final, como aquellos protectores de pantalla de las primeras computadoras personales; símbolos hinduistas, mesoamericanos y judeocristianos; trompos y obeliscos de madera con acabados de juguetería mexicana tradicional; letreros que indican que ese edificio albergaba tal o cual oficina burocrática inútil e inutilizante. 

Expuesta en su momento en la galería MAIA de la colonia Roma, Fifípolis terminó de exhibirse el 19 de enero de 2020. Pasó casi desapercibida y, a decir verdad, nunca fue muy claro qué estaba parodiando: podía ser tanto a los proyectos modernistas del priato en el siglo XX que, según cierta lectura, habrían desembocado en el gobierno de AMLO, bautista fífico; o a la Ciudad de México y su caos, aunque ni siquiera es seguro que el modelo de esta ciudad demasiado visible sea Cedemequis, cosa extraordinaria si se toma en cuenta que la capital mexicana suele ser el blanco fácil de las burlas del arte nacional, sea o no fifipolitano. Como fuere, cuando la serie hizo su aparición en esa algo discreta galería, el mundo todavía no había cambiado, pero pronto empezarían a correr los rumores de un virus, el covid-19, que terminaría por cerrar muchas urbes alrededor del mundo. Hoy parece una reliquia anticipatoria de las ciudades del metaverso y la plasticidad de los modelos arquitectónicos creados por inteligencia artificial que pulularon durante esa pandemia algo menos ascéptica que las ciudades vacías de Fifípolis. 

Parte de la exposición “Emociones arquitectónicas” que inauguró el Espacio Güzel Art en la Casa Gilardi, de Luis Barragán, Ciudad de México, 2022.

 

Viene todo esto a cuento por una de las secuencias más interesantes de Pedro: cuando la directora acompaña a su protagonista a la Casa Gilardi, lugar en el que se presentó en 2022 Emociones arquitectónicas, exposición que reunió obras de Mathias Goeritz, Luis Barragán y Friedeberg, en el llamado Espacio Güzel Art, una galería dentro de la misma casa. Entre esos pasillos y salas, donde expuso algunos de los edificios inútiles de Fifípolis, Friedeberg hablaba de Barragán, “papá y Papa” de una obra “hipócrita y sencilla”, que se combinaba a la perfección con la suya, también hipócrita, pero “complicada”. Sin chistes de por medio, así como las casas del arquitecto tapatío, la obra de Friedeberg está ahí, como un pasaje a otros mundos. En el caso de Pedro, incluso la entrada a Fifípolis está siempre abierta, sólo con una pequeña cuota de ironía a la entrada que, una vez traspasada, revela una ternura que corre como un dédalo infinito.

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Testimonio y autoconstrucción: el Museo de la Ciudad Autoconstruida https://arquine.com/testimonio-y-autoconstruccion-el-museo-de-la-ciudad-autoconstruida/ Tue, 14 Mar 2023 16:00:51 +0000 https://arquine.com/?p=76523 El museo está hasta arriba de Ciudad Bolívar, en un barrio llamado el Paraíso al que se llega a través del Metrocable, la góndola que va parando en distintos puntos de esa periferia que creció y se autoconstruyó en las montañas al sureste de Bogotá. El museo se construye a partir de una recopilación de voces y testimonios de distintos habitantes del barrio. De entrada, es así como nos cuenta la historia de Ciudad Bolívar.

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El museo está hasta arriba de Ciudad Bolívar, en un barrio llamado el Paraíso al que se llega a través del Metrocable, la góndola que va parando en distintos puntos de esa periferia que creció y se autoconstruyó en las montañas al sureste de Bogotá. El Paraíso resultó ser la última parada, aunque casas se veían incluso más allá. Saliendo de la estación, en una plaza rodeada de murales de alta calidad (nada raro en Bogotá), estaba también el Museo de la Ciudad Auconstruida. Un perro callejero entró junto con nosotros y subió directo a la azotea del museo por unas escaleras amarillas. 

El museo se construye a partir de una recopilación de voces y testimonios de distintos habitantes del barrio. De entrada, es así como nos cuenta la historia de Ciudad Bolívar. En el primer piso, un conjunto de televisores transmiten entrevistas con distintos habitantes, quienes cuentan sus historias personales y las historias de los espacios y organizaciones en las que han participado. Por ejemplo, una señora del Chocó que organiza un grupo de música afro del Pacífico colombiano. O un hombre que, poco a poco, empezó a ayudar a distintos habitantes en la construcción de sus casas, distribuyendo materiales y compartiendo técnicas. O una mujer trans que atiende una estética y que forma parte de un grupo LGBTTQ que coordina y participa en concursos de belleza. A través de sus voces, estilos y preguntas, se teje el mosaico complejo de Ciudad Bolívar, o por lo menos una pequeñísima parte del todo. 

En otra sección del museo, las voces se transforman en hilos de remiendo bordados sobre unas telas, como si las estuvieran reparando. Estos hilos son habitantes reflexionando sobre su conocimiento constructivo, sobre cómo estos conocimientos han sido ignorados por la autoridad gubernamental y cómo han sido puestos en práctica por los habitantes ante la ausencia de servicios públicos suficientes. Dice un hilo-voz: “Traemos una cultura, un conocimiento y un desarrollo de lo que es crear vivienda con recursos y materiales…Yo creo que uno de los pasos grandes que dimos como comunidad fue mostrarle a la ciudad que no solamente somos capaces de exigir vivienda, sino también de construirla.” En otros puntos del museo, las voces se convierten en reclamos puntuales al estado colombiano y al gobierno de Bogotá. Desde unas bocinas surgen demandas como las de una señora que, ante la ausencia de servicios de recolección, se dedica a hacer arte con basura reciclada (el museo muestra algunas de sus piezas) y pide la organización de campañas para enseñar a reciclar. 

Por cuestiones del trabajo, en esos mismos días que fui al Museo de la Ciudad Autoconstruida estaba volviendo a leer La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska, uno de los grandes clásicos sobre el movimiento estudiantil de México 68. Curiosamente, me pareció que el libro de la Poni y el museo comparten una estructura similar, ya que La noche también está construido a partir de la acumulación de diversas voces y testimonios sobre lo que sucedió aquel año en México. Es famoso que Poniatowska decidió apartarse tanto de la novela autobiográfica de líderes del movimiento como Luis González de Alba (en Los días y los años), como del ensayo estudiado de alguien como Octavio Paz e incluso de las crónicas de Monsiváis. Ella decidió echarse para atrás y operar como una curadora que va recuperando fragmentos de entrevistas, recortes de periódico, cantos, libros de sus amigos y otras tantas fuentes documentales, identificadas o anónimas. A través de cortar y pegar fragmentos, ella va armando un mosaico que presenta al movimiento estudiantil como un proceso complejo y plural, articulado por la conjunción de distintas historias personales, formas de entender el movimiento y reclamos al estado. En contraste a un relato que presenta al 68 como un movimiento liderado por el Consejo Nacional de Huelga y su pliego petitorio, Poniatowska (igual que Revueltas, por cierto) dice que fue eso y mucho más: fue la interacción de múltiples pequeñas organizaciones, asociaciones y prácticas de intervención urbana. Una de las grandes tramas que aparecen en La noche, por ejemplo, es la de Isabel, una estudiante de actuación que se politiza y con su escuela forma una brigada con la que empieza a realizar happenings en la ciudad: pequeñas escenas para romper con la rutina de un espacio y obligar a los transeúntes a cuestionarse y tomar partido. Puestos en coro con todo lo demás que sucedía, con la pluralidad de voces del movimiento, hasta los fragmentos de Los días y los años brillan más que en el propio libro del líder estudiantil González de Alba (quien luego acusó a la Poni de habérselos “robado”). Al igual que su inicio y desarrollo, el final y futuro del movimiento estudiantil queda abierto en La noche, pues distintas voces entienden lo que pasó de distinta manera y, sobre todo, porque la lectora está invitada a formar su propia idea, desde su punto de lectura. 

Esto último resuena con la apuesta del museo, sobre todo con su idea de qué es la “autoconstrucción.” Hay una serie de intervenciones impresas en donde el museo cuenta su propia historia, que empieza según se dice con el Paro del 91 como una primera instancia de autoorganización y formación política, y presenta un “manifiesto de la autoconstrucción.” Si, al basarse en testimonios e historias múltiples, el museo ya nos decía que la autoconstrucción de Ciudad Bolívar ha sido un proceso colectivo complejo, basado en la autoorganización y la autogestión ante la ausencia de servicios públicos y apoyo estatal, el manifiesto sugiere que esto lo hace también un proceso abierto al futuro, a distintos posibles futuros. Al final de la visita subimos a la azotea, en donde el perro que entró con nosotros estaba tomando el sol. Ahí hay un pequeño huerto comunitario en permanente construcción que dice mucho sobre el museo y su forma de entender el proceso urbano en Ciudad Bolívar: algo que se va haciendo poco a poco, con los conocimientos y recursos disponibles, a partir de esfuerzos tan dispersos como capaces de gestar vida a su alrededor. 

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De la tierra al cielo: entrevistas a arquitectos https://arquine.com/de-la-tierra-al-cielo-entrevistas-a-arquitectos/ Fri, 11 Oct 2019 06:00:31 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/de-la-tierra-al-cielo-entrevistas-a-arquitectos/ Un paseo desigual por las vidas y las obras de algunos arquitectos mexicanos que termina sin aclarar qué los une y en qué medida este compendio pretende trazar, o no, una condición singular de la arquitectura mexicana. 

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“A través de entrevistas —se apunta en la contraportada—, recuerdos y anécdotas, De la tierra al cielo recrea la particular visión artística de cada uno de los arquitectos que han logrado redefinir las formas y los espacios en México: Luis Barragán, arquitecto de lo esencial; Teodoro González de León, poeta del concreto; Andrés Casillas, amante de la libertad; Diego Villaseñor, artista del mar; y Francisco Martín del Campo, dinámico y atrevido.” Y termina con otro párrafo cautivador: “Elena Poniatowska elabora en este libro un testimonio íntimo y entrañable de los protagonistas que han forjado un nuevo lenguaje arquitectónico para México.” Y efectivamente el anzuelo resultó irresistible, colmado con el atractivo título De la tierra al cielo, inspirado en los libros que la autora menciona de la fotógrafa Mariana Yampolsky La casa en la tierra y La casa que canta.

Tras una breve introducción, la autora se adentra en las cinco entrevistas realizadas a lo largo de los años, aunque no queda reseñada la fecha ni las condiciones de las entrevistas, ni se justifica las razones de esta selección.

Cabe deducir que Elena Poniwatowska entrevistño a Luís Barragán en los últimos años de su vida, juntó recuerdos de varios encuentros propios y ajenos y desarrolló un texto que perfila al personaje, más que a su arquitectura, al “hombre-castillo con todos los puentes levadizos amarrados a los muros”, que “no quiere balcón a la calle ni periscopio ni jardín de invierno, ninguna intrusión.” Poniatowska describe un personaje con respeto y admiración no exento de simpáticas anécdotas de coquetería al sentirse auscultada por un Barragán exquisito y elegante. Recorre algunas de sus obras y sus influencias, de De Chirico a Chucho Reyes, así como su aversión por codearse con otros arquitectos. Si duda es la entrevista más interesante en la que la autora se volcó en el rescate de acuerdos y se sumergió a la bibliografía más poética.

El retrato de Teodoro González de León, sin embargo, no podría ser más desolador. La única plática con el arquitecto que reporta una fecha (cuatro meses antes de su fallecimiento) es banal, con algunos lugares comunes y citas bibliográficas (algunas mías) para dar contenido a una plática con muchas preguntas y pocas respuestas. Llega a apuntar que “a propósito del crecimiento demográfico, González de León se casó en primeras nupcias con la escritora Ulalume Ibáñez (…) y años más tarde encontró su pareja en Eugenia Sarre, una mujer color naranja y muy bella que inspira serenidad” o que “Teodoro come All bran seco para desayunar.” El arquitecto más culto que ha tenido México, el melómano y urbanista visionario que fue, le confesó lo que desayunaba…, con él habló de Zaha Hadid y el valor de ser mujer-arquitecto-árabe, para regresar a Barragán, único arquitecto que realmente interesó a la autora.

El capítulo de Andrés Casillas es un monólogo del arquitecto casi sin editar —por la repetición de anécdotas y datos— que permite oír la voz elocuente, alegre a veces, entusiasta otras, con la que se desnuda ante la entrevistadora. Quizá sea la entrevista que mejor fluye y que se puede oír el timbre agudo y la risa del arquitecto. Sobre todo, al leer la siguiente entrevista a Diego Villaseñor, más se reconoce y extraña la frescura de la plática con Casillas. Villaseñor se hunde en un personaje autorrefencial, que se tropieza en los tópicos y los lugares comunes de lo mexicano y lo singular: la arquitectura de playa de lujo con supuestos orígenes vernáculos. Ahí, la autora del libro se esforzó por ampliar el campo de la plática y hasta apuntó a otros autores para conocer la opinión de Villaseñor, quien descalificó directa o veladamente a todos sus colegas, desde Pedro Ramírez Vázquez que “tenia una visión totalizadora (…) y usaba mármol blanco que es una influencia europea”, pasando por Andrés Casillas “demasiado barraganesco”, o Teodoro González de León, que “hacía una arquitectura muy dictatorial”. El quinteto arquitectónico se cierra con un Francisco Martín del Campo “dinámico y atrevido”, apunta la autora, que entró en el selecto club de arquitectos “por razones familiares” ya que lo conoció de niño y lo vio crecer. Martín del Campo aprovecha la oportunidad para describir su práctica del día a día, sus colaboraciones y el valor del trabajo en equipo, y el respeto por todos sus colegas nacionales e internacionales a los que describe con conocimiento.

En resumen, este desigual paseo por las vidas y las obras de algunos arquitectos mexicanos, termina sin aclarar qué los une —más allá de su condición nacional ya que “ninguno abandonó el país pese a tentadoras ofertas”— y en qué medida este compendio pretende trazar, o no, una condición singular de la arquitectura mexicana.

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Los autores de la arquitectura. Conversación con Elena Poniatowska. https://arquine.com/elena-poniatowska/ Fri, 20 Sep 2019 08:00:46 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/elena-poniatowska/ Este año, el sello Seix Barral publicó De la tierra al cielo, cinco arquitectos mexicanos, de la periodista y escritora Elena Poniatowska. Conversamos con ella sobre la arquitectura y la ciudad.

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Este año, el sello Seix Barral publicó De la tierra al cielo, cinco arquitectos mexicanos, de la periodista y escritora Elena Poniatowska. El libro surge como respuesta a una inquietud de la autora por legar un título dedicado a la arquitectura que fuera económicamente asequible para los estudiantes de la carrera. “A mí lo que me aterra es que los estudiantes no puedan comprar un solo libro de arquitectura, a menos que sean hijos de Slim. Todos son libros de gran lujo, que además son los libros que les gustan a los arquitectos que se hagan sobre ellos”, dijo Poniatowska en una entrevista para Arquine. El librito recoge entrevistas inéditas a Luis Barragán, Teodoro González de León, Andrés Casillas de Alba, Diego Villaseñor y Francisco Martín del Campo, y cierra con una suerte de epílogo o contrapunto entre la arquitectura de autor y la ciudad que siempre crece con la muestra de unas fotografías de Graciela Iturbide, cuyo tema son las obras del segundo piso de Periférico que, a decir de Poniatowska, capturó en una circunstancia heroica, ya que la fotógrafa se encontraba recientemente operada de un pie. “Es un libro que me salió simpático, me cayó bien”.

No es la primera vez que la escritora atiende figuras del arte moderno, o dicho con mayor precisión, de la modernidad mexicana. Sus perfiles sobre Guadalupe Amor y María Izquierdo, sus biografías de Octavio Paz y Juan Soriano, o su ejercicio de biografía novelada en torno a Tina Modotti conforman un panorama sobre los personajes emblemáticos de una época que, a los ojos de Poniatowska, estuvo llena de vitalidad. Podría decirse que, como periodista, se concentró más en la anécdota que en una investigación aparatosa, un poco porque ese es su estilo y otro poco porque muchas de sus entrevistas fueron de “tú a tú” con los principales actores de la cultura mexicana de la segunda mitad del siglo XX. La entrevista que se tuvo con ella siguió casi el mismo rumbo de su periodismo y de su personalidad tan conocida. Elena Poniatowska exclamó “’¡ay, qué triste!” cuando se le mencionó, en una recomendación hecha al vuelo, que el libro de Georgina Cebey llevaba por título Arquitectura del fracaso. A través del adjetivo y de la broma, de una rememoración lúcida y juguetonamente deshilvanada, Elena Poniatowska volvió sobre los arquitectos de su título más reciente. Aunque también, como ocurre con los fierros del periférico, apareció la ciudad. Afiliaciones ideológicas aparte, la autora ha firmado dos libros fundamentales para la crónica urbana: Nada, nadie dedicado al terremoto de 1985 y La noche de Tlatelolco, un clásico controvertido sobre la matanza del 2 de octubre de 1968.

Aquí, recogemos algunas de sus declaraciones sobre los dos ejes que nos llevaron a reunirnos con ella: la arquitectura y la ciudad. 

 

Luis Barragán

Barragán era guapísimo, con unas piernas de aquí al techo. Se ponía siempre una mascada, o un paliacate. No fue difícil entrevistarlo, porque lo conocía de antes. Pero sí fue difícil la entrevista por la percepción que uno tenía de sí mismo frente a él, porque siempre sentías que, o te sobraba un kilo que ojalá lo hubieras perdido tres días antes de visitarlo, o te habías peinado horrible, o tus zapatos no estaban perfectamente limpios. Porque él todo era un afán de perfección que casi lindaba con la crueldad. Te empezabas a ver con sus ojos, y sus ojos eran de una enorme exigencia. Exigencia de belleza, de limpieza, de línea recta. Yo creo que él siempre se sentó en un sillón confortable para él, en el que se veían sus piernas que se alargaban hasta la mitad de la sala. Yo creo que él siempre miraba a los demás sin proponérselo con un ojo absolutamente crítico. Era su esencia.

Él quería mucho a Chucho Reyes, le parecía que era un mago. También creo que le tenía mucha simpatía a Soriano, aunque un poco de miedo, porque Soriano era un poco impredecible. Su personalidad creo que fue tan poderosa que la gente que se le acercaba acababa pareciéndosele, como Diego Villaseñor como Andrés Casillas. Barragán era alguien a quien le ponían nervioso las cosas de mal gusto. Aunque a mí me da mucha ternura todo lo que es de mal gusto. Todo lo que me regalan lo cuelgo. Son dádivas amorosas. Pero con Barragán había una severidad, una austeridad. Con él, cuenta muchísimo el buen gusto y la clase social. Había una cosa de esnobismo. Con Barragán, creo que muchas cosas están ligadas a su definición sexual. Al no lanzarse a amar a un hombre de a de veras, como loco, se tomaba demasiado en serio. En ese sentido, Juan Soriano fue mucho más libre.

 

El realismo socialista y el enojo de Teodoro

A todos los arquitectos los atosigo con mis preguntas sobre la vivienda social. Al pobre de Andrés Casillas le aburría, porque él quería hacer cosas bellas y yo todo el tiempo le estaba echando mi realismo socialista. Era como para que mandara por un tubo. Teodoro González de León es muy parco en su entrevista, pero creo que se sintió conmigo años antes, porque él quiso hacer un edificio de varios pisos en Cuicuilco. Acompañé a la Jesusa, que fue a meterse con Carlos Slim, a decirle que ahí no se podía hacer nada. Total, que después Teodoro me dijo que con el daño que habíamos hecho Jesusa y yo, que en esta historia soy una especie de Sancho Panza, provocamos que después se construyeran edificios más feos. Sí, hay edificios feos en el fondo, pero no había uno tan cercano a las pirámides. Aunque Teodoro hacía cien mil edificios, el de Cuicuilco era un proyecto de Carlos Slim, y yo creo que se sintió muy atacado. Aunque yo no creo que Jesusa fuera la que le bajara el edificio, no creo que tuviera ese poder tan grande. Pero sí hubo esa denuncia en la prensa, de que querían meter un edificio en una zona arqueológica dentro de la Ciudad de México. Creo que por eso Teodoro siempre guardó distancia. Seguro pensó que yo era una pelada.

A él lo entrevisté porque es alguien que me parece un importantísimo arquitecto mexicano. Yo lo hice con mucho gusto y él jamás me dijo ‘ve y entrevista a tu chingada madre’, cosa que me agradó. Me hubiera podido responder así. Fue bastante buena gente. Teodoro era muy severo en sus gustos. Muy a la ‘yo soy culto’. Octavio Paz, por ejemplo, es una presencia muy fuerte para Teodoro, pero no creo que para Barragán. No creo que Paz se haya ocupado mucho de Barragán. La relación de Teodoro con Soriano fue buenísima, porque Soriano daba mucha alegría. Hacía muchos chistes, era muy atrevido, y lo fue hasta muy tarde. Al final de su vida tuvo una relación con Marek Keller, un polaco que le había sobado a Soriano el pie antes de que le doliera. Lo festejaba mucho, lo acompañó bien, pero también lo encerraba.

Cuando hicimos una carta protesta por el Edificio H, en Ciudad Universitaria, volví a acercarme a González de León. Protestamos la Jesusa y yo. Y también González de León. Entonces se desenojó un poco conmigo. Yo me enteré de la construcción de ese edificio porque me habló un arquitecto, no me acuerdo ahora de su nombre, pero estaba muy desolado porque era una gran ofensa para el paisaje del Espacio Escultórico. A Graue ese asunto no le interesó ni pepino. Dijo que tenía otros gatos que atender y que por eso no podía resolver eso.

 

Andrés Casillas

Casillas y Diego Villaseñor siempre se están picando la cresta, porque son los dos seguidores de Barragán. Los dos son tapatíos, guapos, altos, bien vestidos, de la famosa mascada en el cuello. Casillas creo que tiene una sensibilidad muy distinta porque camina siempre al borde de la navaja. Siempre hay la posibilidad de que se caiga en un precipicio psicológico. No tiene la certezas que tiene un González de León: ése sí iba a lo que te truje chencha. Casillas tiene una sensibilidad muy afín a la mía.

 

Diego Villaseñor

Él mismo reconoce que es un altanero. Diego es un personaje interesante. Aunque no me horrorizó lo que dijo en la entrevista [dadas sus declaraciones de cariz clasista], porque mi propio origen tiene que ver mucho más con Diego que con el realismo socialista. El realismo yo me lo metí a trompadas y me lo metí por vivir en México, y luego por ver lo pinches que son las gentes: lo poco generosos, lo más instalados en lo no les va a mover nunca nada. Villaseñor, sobre todo, hace jardines carísimos. Ahora que murió Toledo, me acuerdo que Villaseñor me hablaba para que le dijera a Toledo que le hiciera piedras para los pasillos de sus casas. Toledo no aceptó. Ni tenía tiempo.

 

Mario Pani, Juan O’Gorman, Mathias Goeritz, Helen Escobedo

A Pani no lo traté mucho. Me dio mucho dolor que se cayeran algunos de sus edificios en el 85, que se desprendieran las escaleras. Me dolió porque parecía que, como vivía ahí gente pobre, entonces los edificios no estaban bien hechos: que las escaleras no estén bien amarradas, que los muros no estén bien pintados, que los techos estén demasiado bajitos, que todo feo.

Yo quise mucho a Mathias Goeritz, porque era muy buena gente y lo maltrataban todo el día, por su procedencia alemana. También lo entrevisté a él. Yo sentía que él tenía gran amor por México. Y otro al que entrevisté, pero ese sí era torturado a morir, que si tantito le movías algo iba a pasar, era Juan O’Gorman, el hermano de Edmundo, con quien estaba peleado. Y siempre estaba pegado a Diego Rivera. ¡Lo quería muchísimo! Él hizo esas dos casas: las de Frida Kahlo y Diego Rivera. Él siempre hablaba muy bien de Lola Olmedo, que todo el mundo consideraba una gánster. La esposa de Juan se dedicaba a las orquídeas: Helen O’Gorman. Aunque en esa época no hablaba mucho conmigo, seguro tenía otras gentes importantes con las que podía hablar. Había jerarquías. Si él hablaba con alguien, seguramente lo hacía con quien estuviera a la estatura de su vida. Las casas que le hizo a Diego y Frida no me gustan nada por dentro. Pero me gusta la idea del puentecito, nada más que fue el puente del horror porque ahí vio Frida que Diego se estaba echando a su hermana. Desde lo alto, donde tuvo vista completa. También le conocí aquella casa que hizo que era una cueva. Yo creo que esa casa la deberían haber dejado tal cual. ¿Para qué Helen Escobedo compró esa casa si le iba a hacer tanta modificación? Era la cueva prehistórica de Juan. Dicen que Juan O’Gorman se suicidó tres veces. A uno se le queda adentro esa historia.  

 

La ciudad

Yo llegué a una ciudad porfirista. Viví en la calle de Berlín número 6. Luego estuve en la calle Guadiana, en un hotel en el que también vivió Juan Soriano. No tenía juicios de arquitectura. De niña, no tienes esos juicios. La casa en la que viví me parecía preciosa y cuando la vi de más grande me pareció muy fea.

Yo viví muchísimo el sismo del 85. Ahí sí estaba más joven, salí a la calle, llevé a mis hijos. Paula para todo me decía ‘ya no mamá, ya no’. Uno estando chico se iba con pico, pala y casco. Hubo muchísima participación, pero ya en el sismo de hace dos años no salí. Por el sismo escribí Nada, nadie, que es sobre toda la gente que me habló durante esos días. Siempre procuro recoger las voces de la gente. A mí me importa muchísimo saber lo que el otro piensa.

A mí me espanta que la ciudad sea tan enorme. Yo le tengo una admiración total a los basureros. Pienso que cómo es posible que vengan todos los días. Además, yo vine de Francia a los diez años y me enamoré de que las mujeres barrieran su pedazo de calle. Una de ellas me dijo: ‘¡yo quiero que el mío sea el cachito mejor barrido de todos!’ ¿Cómo no amas a alguien que te dice eso? Además la escoba, salían también con el botecito de agua, e iban salpicando con su manita. Eso no lo hacen en Nueva York, no lo hacen en París. Sólo era cosa de México. Ahora ya se ha perdido, pero había la posibilidad de hablar con los barrenderos, de que la gente dijera ‘la calle es mi orgullo’.

De esta ciudad, me gusta donde vivo. Se me hace que es un pueblito. Me gusta mucho la iglesia de San Sebastián, que dicen que es el santo de los homosexuales, pero nunca he visto un homosexual en esa misa. Aunque es precioso, está todo asaetado menos los órganos vitales. Me encanta el Zócalo. La llegada el Zócalo con su plancha infinita me emociona muchísimo. Me gusta mucho el tezontle, ese color de sangre, de moronga. Me gustan las dos iglesia que están la una frente a la otra, donde está el Museo Franz Mayer. ¡Pero es que uno se encariña! Por ejemplo, Bellas Artes no es bello, pero le tienes cariño cuando llegas a ese pastel de merengue, aunque no tenga nada que ver contigo. No me gusta Polanco, no me dice nada. Pero sí me gustan las Torres de Satélite.

El cargo Los autores de la arquitectura. Conversación con Elena Poniatowska. apareció primero en Arquine.

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