Resultados de búsqueda para la etiqueta [Distopia ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Fri, 08 Jul 2022 07:30:24 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Hablan los animales https://arquine.com/hablan-los-animales/ Fri, 17 Jan 2020 07:12:55 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/hablan-los-animales/ “La última guerra” narra la historia del planeta después de la extinción de los humanos a lo largo de cinco pequeños capítulos. Nervo narra la historia del planeta a través de sus revoluciones y de la diversidad de ideologías que las motivaron, hasta llegar a la última, la definitiva.

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Amado Nervo (1879-1919) fue un escritor mexicano que, casi durante todo el siglo XX, fue nombrado principalmente como poeta, aunque en los últimos años del XIX trabajó dentro de los géneros del periodismo y la narrativa. De hecho, sus novelas cortas y cuentos muestran a un autor mucho menos azucarado que lo se le puede apreciar como poeta. Quienes llegaron a memorizar sus versos para una declamación en el patio escolar de la primaria, podrán recordar el sentimentalismo del Nervo poeta. Sin embargo, obras como El Bachiller (1895) causaron en su momento escándalo dada su violencia y amoralidad. 

Incluso, Nervo incursionó en la ciencia ficción distópica. ¿Un escritor adelantado a su tiempo? El canon de este campo narrativo que más se ha divulgado por lo general refiere más a autores de la segunda mitad del siglo XX, y si bien es verdad que la ciencia ficción distópica definió mejor sus reglas de manera posterior la literatura decimonónica, es el final del siglo XIX (occidental y mexicano) una temporalidad perfectamente posible para especular sobre catástrofes ambientales, como lo es “La última guerra”, cuento de Nervo. 

Antes de aproximarnos al cuento, conviene apuntar un par de precisiones sobre la historia finisecular de México. La implementación del positivismo durante los últimos años del siglo XIX trajo consigo no sólo a las materias primas que dirigirían al país a una industrialización moderna, sino también una serie de discursos que buscaron aplicar parámetros científicos a fenómenos sociales. Probablemente, fue en este rubro donde el positivismo tuvo más consecuencias para el panorama mexicano. Es verdad que, mientras las ciudades de Estados Unidos ya habían erigido sus primeros rascacielos, el paisaje urbano de la capital mexicana se mantenía periférico, a pesar de la apertura de vías de trenes y de la instalación de alumbrado público. Esto no imposibilitó que discursos científicos fueran discutidos en distintas áreas, como la política y la literatura, campos que resemantizaron el vocabulario del supuesto conocimiento cuantificable propuesto por el positivismo. Pero si la gestión política buscó medir los males morales de las sociedades en los fríos términos de la estadística —como demostrar, por ejemplo, por qué las vecindades son una infección no en la economía sino en la moral de la sociedad—, la literatura comenzó a preguntarse sobre el crimen y la enfermedad mental, dado que la psiquiatría y una incipiente criminología comenzaban a ser disciplinas practicadas institucionalmente. Aunque el registro que la literatura utilizó para reflexionar  al respecto fue más pesimista que celebratorio del progreso, espejismo con el que se buscaba envolver a la vida cotidiana de México. 

A menudo se olvida que las postrimerías del siglo XIX, además de estar marcadas por las lógicas de una dictadura militar, fueron también el momento en el que efervescieron ideas sobre la higienización y el discilplinamiento del cuerpo individual y colectivo. De la catalogación de “desviaciones” sexuales al supuesto “saneamiento” de espacios como lo fueron las vecindades, el contrato social —impuesto— del siglo XIX fue uno que aspiró a la mayor limpieza posible, tanto subjetiva como física. A este marco de comprensión del cuerpo se le debe sumar la inminente destrucción del régimen que traería la Revolución, de la que comenzaban a escuchar Nervo y sus contemporáneos a través de noticias que les llegaban de las lejanías del país. Este contexto es propicio para especular ficcionalmente sobre una sociedad en crisis, las cuales fueron traídas por una idea de ciencia con la que se pretendía “reordenar” a la sociedad mexicana y, lo más seguro, por un gobierno opresor que se negó a escuchar las necesidades de las minorías ya que, su último y paradójico fin, fue alcanzar  el progreso a toda costa. 

“La última guerra” narra la historia del planeta después de la extinción de los humanos a lo largo de cinco pequeños capítulos. A la manera de Comte y Spencer cuando describieron las etapas evolutivas de la humanidad, Nervo narra la historia del planeta a través de sus revoluciones y de la diversidad de ideologías que las motivaron, hasta llegar a la última, la definitiva. Antes de revelar quiénes fueron los agentes de este suceso histórico, el cuento se detiene en enfatizar una jerarquía entre animales y humanos. En dicha dicotomía, los humanos son una elite social que goza del privilegio de ser reconocidos, precisamente, como humanos —en la acepción que es defendida por la Carta Magna o la Constitución mexicana, la que asume universalmente que todos los hombres son iguales ante el Estado— mientras que los animales son un signo de retroceso, un mero instrumento que resuelve necesidades de la humanidad mediante servicios para los que han sido amaestrados, sin que ellos hayan tenido la opción de poder negarse a esta clase de labor. Esta brecha que señala el narrador no es, entonces, meramente especista, sino también económica. 

Los animales, hartos de solamente recibir órdenes, se reúnen en el Ajusco en una asamblea que precede a su rebelión. Uno de sus líderes políticos, un perro “algo exaltado” llamado Can Canis, lee un manifiesto con el que busca generar esa conciencia de clase para que los animales se hagan conscientes de la diferencia injusta entre los animales y la humanidad: “El hombre desaparecerá del haz del planeta y hasta su huella se desvanecerá con él. Entonces seremos nosotros, dueños de la tierra, volveremos a serlo, mejor dicho, pues primero que nadie lo fuimos, en el albor de los milenarios, antes de que el antropoide apareciese en las florestas vírgenes y de que su aullido de terror repercutiese en las cavernas ancestrales. ¡Ah!, todos llevamos en los glóbulos de nuestra sangre el recuerdo orgánico, si la frase se me permite, de aquellos tiempos benditos en que fuimos los reyes del mundo.” A continuación Can Canis relata cómo era la tierra antes de la aparición de los hombres: “El mar divino fraguaba y desbarataba aún sus archipiélagos inconsistentes, tejidos de algas y de madréporas; la cordillera lejana humeaba por las mil bocas de sus volcanes, y en las noches una zona ardiente, de un rojo vivo, le prestaba una gloria extraña y temerosa.”

En el quinto capítulo la guerra ya ocurrió, y se nos da un testimonio de que fue particularmente sangrienta. Nervo no imagina la negociación de un consenso que termina favoreciendo a “los buenos”, su mirada más bien se dirige hacia la violencia con la que una minoría —los animales— debe combatir a sus subyugadores. Con un dejo pardódico, se aclara que este era el destino inevitable de la humanidad. En su afán obsesivo por construir el progreso, no midieron algunos límites que iban a volverse en su contra; todo lo contrario, siguieron hacia delante, hacia su fin ineludible: “Los autóctonos de Europa desaparecieron ante el vigor latino; desapareció el vigor latino ante el vigor sajón, que se enseñoreó del mundo…, y el vigor sajón desapareció ante la invasión eslava; esta, ante la invasión amarilla, que a su vez fue arrollada por la invasión negra, y así, de raza en raza, de hegemonía en hegemonía, de preeminencia en preeminencia, de dominación en dominación, el hombre llegó perfecto y augusto a los límites de la historia… Su misión se cifraba en  desaparecer, puesto que ya no era susceptible, por lo absoluto de su perfección, de  perfeccionarse más… ¿Quién podía sustituirlos en el imperio del mundo? ¿Qué raza nueva y vigorosa podía reemplazarle en él? Los primeros animales humanizados, a los cuales tocaba su turno en el escenario de los tiempos…”

En pleno siglo XXI, se sabe que las ciudades son los sitios con mayores emisiones de carbono del planeta. Y que no sólo las ciudades, en abstracto,  son las que provocan ese daño. Las opciones de movilidad, la manera en la que se construyen viviendas o negocios, los hábitos de consumo de una clase son algunos de los factores sobre los que tanto han alertado activistas y científicos. ¿Será que no tenemos la suficiente evidencia objetiva y cuantificable como para que no decidamos de una vez por todas detener lo que sea que debemos detener? Como, por ejemplo, las dinámicas económicas tal y como las conocemos. Sucede que sí hay evidencia, y que las dudas que se tienen hacia la validez de la crisis que ya está ocurriendo parecieran más bien defensas veladas del progreso. Antes de responderle al planeta, debemos continuar esa línea recta, hasta llegar a los límites de la historia. Ese retorno a lo orgánico que se plantea en “La última guerra” no es un argumento en pro de lo sustentable: aboga por la extinción de quienes causaron el problema, los humanos, de ahí que se le pueda pensar como una prosa distópica. Habrá que preguntarse si, más bien, no es una posibilidad de utopía. 

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Paranoia, teléfonos, computadoras https://arquine.com/paranoia-telefonos-computadoras/ Fri, 06 Apr 2018 15:00:28 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/paranoia-telefonos-computadoras/ Los nuevos excesos de la modernidad son los del capitalismo y han tenido sus consecuencias no sólo en el arte inscrito en las legitimaciones de los museos y de la crítica sino también en las producciones pertenecientes a la cultura de masas.

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El teórico marxista Marshall Berman, en su libro clásico Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad, define a la ciudad como un territorio que catalizó las experimentaciones formales del arte moderno. Berman elabora su comentario sosteniéndose en el poeta Charles Baudelaire, aunque su crítica se extiende a las estéticas producidas  durante la primera mitad del siglo XX. “El hombre de la calle moderna lanzado a la vorágine”, nos dice Berman, “es abandonado a sus propios recursos —a menudo a unos recursos que nunca supo que tenía— y obligado a multiplicarlos desesperadamente para sobrevivir. Para cruzar el caos en movimiento debe ajustarse y adaptarse a sus movimientos, debe aprender no sólo a ir al mismo paso, sino ir al menos un paso por delante”. Más adelante, prosigue: “Baudelaire muestra cómo la vida urbana moderna impone estos movimientos a todos; pero muestra también cómo al hacerlo impone, paradójicamente, nuevas formas de libertad. Un hombre que sabe cómo moverse en, alrededor y a través del tráfico puede ir a cualquier parte, por cualquiera de los infinitos corredores urbanos por donde el mismo tráfico puede circular libremente”. Vorágine, movimiento, infinidad y libertad son algunas de las coordenadas que Berman propone para establecer un nexo entre el paisaje urbano y el estilo no sólo de Baudelaire, sino del modernismo. Partiendo de las mismas premisas, Berman abunda también en el cubismo y en las novelas corales de Fiodor Dostoievzki. Si bien el autor no desarrolla las consecuencias de las ciudades actuales en la práctica artística, una de las perspectivas de Todo lo sólido se desvanece en el aire aporta a la comprensión de la modernidad como un proceso que no ha finalizado y que, más bien, ha producido nuevos excesos.

Si bien, este no es el momento para siquiera esbozar la temporalidad de lo moderno, es posible, como Berman propuso, identificar sus efectos en algunas obras artísticas posteriores a las guerras mundiales, escogidas aquí de manera un tanto aleatoria. El único criterio para las piezas citadas es el de poner entre paréntesis el marco conceptual de Berman. Ante el dinamismo, la claustrofobia, la paranoia y la aparente invisibilidad de otros signos urbanos y arquitectónicos, como los relojes checadores, las redes de líneas telefónicas y los superhéroes. Se podría iniciar con El arcoíris de la gravedad de Thomas Pynchon, una novela que, en 1973, interpretó el suceso de la Segunda Guerra Mundial como una corrosión mental. En líneas generales, el texto habla sobre la existencia de los cohetes V2,  armamento que explota antes de poder escucharse. Es decir, su tránsito por el cielo no marca un sonido, por lo que los asediados, situados en Londres, no tienen la oportunidad de conseguir refugio previamente al estallido. En un primer momento, Pynchon describe una ciudad en continua destrucción que, en lugar de desaparecer, produce cada vez más ruinas: el movimiento urbano queda suspendido y lo único que permanece es el estatismo de los edificios desalojados o destruidos. El estado anímico y mental de sus habitantes, en consecuencia, es cada vez más frágil, en particular el del personaje principal, Tyrone Slothrop, quien descubre que los sitios donde han caído V2 son los mismos en los que él ha tenido encuentros sexuales. La líbido de Slothrop se transforma en temor a incrementar el derrumbe de Londres.

Después del cohete, podemos trasladarnos al avión y revisar “O Superman”, canción emblemática de Laurie Anderson que fue publicada en 1981, la cual, enmarca otro paisaje urbano. Antes del desarrollo de algunas ideas respecto a esta pieza, no se puede dejar de mencionar la imagen de Superman, la figura de DC Cómics, sobrevolando Metrópolis, la ciudad ficticia a la que salva repetidamente de la catástrofe. Anderson inicia con un diálogo telefónico en el que, entre las interferencias de varias voces que intentan establecer su comunicación, se enuncia un mensaje ominoso: “Tú no me conoces, pero yo sí te conozco, y tengo un mensaje para ti: se aproximan los aviones, y será mejor que estés listo [Well, you don’t know me. But i know you . And i’ve got a message to give to you. Here come the planes. So you better get ready]”. “El Hombre de Acero” no sobrevolará la ciudad, serán los armamentos aéreos. Al contrario de lo que sucede en El arcoíris de la gravedad, en el que una explosión de pronto merma la ciudad, el tránsito de los aviones es una expectativa permanente en la narración de Laurie Anderson: el ciudadano que espera el ataque. Pensemos en los programas televisivos que están dedicados a los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001: las imágenes de los impactos de los aviones en las torres gemelas o de las nubes de escombros que ensuciaron Manhattan están acompañadas de grabaciones telefónicas de personas que describen a sus seres queridos el horror que experimentan. El derrumbe de los edificios provocó un caos telecomunicativo. Las resonancias de “O Superman”, exactamente 20 años más tarde, adquirieron una vigencia más bien triste cuando Anderson ejecutó la pieza en Nueva York una semana después de los atentados.

Partiendo de los posibles significantes de la tecnología, conviene volver a Berman, quien señala que la ciudad moderna fue también el principal estandarte del progreso decimonónico y de su retórica. El alumbrado eléctrico, los tranvías y las novedades mercantiles que expusieron las tiendas departamentales, entre las que aparecieron los primeros intentos de electrodomésticos, fueron algunos de los objetos que hicieron evidente el progreso efectivo en las ciudades. Años más tarde, en pleno siglo XXI, la tecnología continua operando como un marcador que diferencia ya no sólo las regiones de un país, sino las mismas naciones: aquellas que cuentan con acceso a una computadora, por ejemplo, son definidas como más pobres y menos educadas frente a las que sí tienen. Conviene repetir, junto a Slavoj Žižek, la lección del ciberpunk: la precariedad laboral y corporal puede convivir perfectamente con los aparatos más avanzados. Recordemos Ciudad Chiba, la región ficcional de Neuromante, novela de William Gibson editada en 1984. En el territorio que propone Gibson, la tecnología es el producto de la economía informal. La venta de discos duros, refacciones y programas es tan dominante que deja de operar como un mero ambulantaje y comienza a ser el paisaje de Ciudad Chiba. A un lado de este mercado aparecen traficantes que ofrecen cirugías correctivas en las que se utilizan teclados o videocámaras. Gibson también establece un nexo entre la ciudad y los cuerpos que la habitan. En un urbanismo de chatarra transitan humanos también ensamblados, y esta asimilación orgánica de la tecnología tiene que ver con el sistema económico dominante. Los jefes de Herny Dorsett Case, personaje principal de Neuromante, tras descubrirlo en un fraude financiero, inyectan en su espina dorsal una micotoxina. El despido es un castigo corporal. Case tiene que buscar en el mercado negro una reparación, ya que un hospital normativo se negaría a ejecutar su curación: ese daño es un mandato de los que fueran sus empleadores, y como tal, la reparación equivaldría a violar las políticas de la empresa que contrató a Case. La misma ansiedad laboral puede observarse en la canción “Dreams of leaving” de la banda The Human League. “Alguien detuvo el reloj cuando debimos haber comenzado antes. Si no llegamos a la junta de la mañana nuestras vidas estarán en peligro [Someone stopped the clock when we should have started early. If we miss the morning meeting our lives will be in danger]” son los versos iniciales. Lo que pareciera una exageración satírica es más bien un marco de acción totalmente verosímil: el trabajo de oficina como una distopía. “Dreams of leaving” describe una persecución sucedida en el perímetro de un edificio, marcada por ejecuciones por impuntualidad y la competencia feral entre los trabajadores. “Creí que viniendo aquí las cosas serían mejores. La circunstancias han cambiado pero aún estoy resentido. Alguien quiere quitarme mi trabajo, es alguien en este edificio. Alguien está esparciendo rumores y no creo poder quedarme aquí [I felt i had to come here, i thought things would be better. The situation’s changer but i’m still resented. Someone wants my job, it is someone in this building. Someone’s spreading rumors and i don’t feel i can stay here]”. La promesa postindustrial para los profesionistas, en los registros de The Human League, se traduce a la fragilidad angustiante de un puesto laboral y a la violencia que implica ponerse un traje e ingresar a las oficinas.

Los nuevos excesos de la modernidad son los del capitalismo y han tenido sus consecuencias no sólo en el arte inscrito en las legitimaciones de los museos y de la crítica sino también en las producciones pertenecientes a la cultura de masas. Señalo, de nuevo, que no es posible desarrollar totalmente los efectos de la “modernidad tardía”, pero es cierto que, en la práctica artística que se encuentra inmersa en sus dinámicas, se imagina una ciudad cuya infinitud puede quedar reducida a los suelos de un edificio, una ciudad que no permite el movimiento libre de sus peatones y que los inmoviliza a través de la ansiedad económica y social.

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