Resultados de búsqueda para la etiqueta [discurso ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Tue, 07 Mar 2023 13:45:13 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Entre el ver y el decir https://arquine.com/entre-el-ver-y-el-decir/ Sat, 22 Oct 2022 13:46:06 +0000 https://arquine.com/?p=70708 “¿Qué es una arquitectura? Es un agregado de piedras, digamos, de cosas, es un agregado material. ¿Se trata de eso? Sí, por supuesto que se trata de eso.” Eso lo dijo Gilles Deleuze. También dijo que la arquitectura es una forma de la luz.

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[Publicado originalmente en la revista Figuras, FES Acatlán, UNAM]

 

“¿Qué es una arquitectura? Es un agregado de piedras, digamos, de cosas, es un agregado material. ¿Se trata de eso? Sí, por supuesto que se trata de eso.” Eso lo dijo Gilles Deleuze en la primera sesión del primer curso que dedicó al pensamiento de Michel Foucault.

Era la mañana del 22 de octubre de 1985, siete días después del cumpleaños 59 de Foucault. Pero Foucault había muerto hacía más de un año, el 25 de junio de 1984. Los dos filósofos se conocieron 33 años antes de aquel curso que dictó Deleuze, en octubre de 1952, en una conferencia de Foucault. Cenaron juntos, pero al parecer no se llevaron bien. Pasarían diez años antes de que volvieran a encontrarse y se iniciara, entonces sí, una larga y fructífera amistad. A principios de 1970 Foucault invitó a Deleuze a formar parte del Grupo de información sobre las prisiones. “Ninguno de nosotros está seguro de escapar a la prisión. Hoy menos que nunca,” sentenciaba el manifiesto que hicieron público el 8 de febrero de 1971. Cuatro años después, en 1975, Foucault publicó su libro Vigilar y castigar, en el que estudiaba el surgimiento de la prisión como una nueva forma de castigo que pretendía, en vez de actuar directamente sobre el cuerpo, hacerlo sobre las conciencias. Vigilar y castigar es uno de los libros que comentó Deleuze aquella mañana del 22 de octubre. Según la explicación de Deleuze, ese libro trata de dos cosas: de la forma en que surge el espacio de la prisión y, al mismo tiempo, de cómo se establece un régimen de enunciados en el derecho penal. Y esa diferencia Deleuze la hace pasar por toda la obra de Foucault. Por un lado se trata, dice, de encontrar y describir una manera tanto de ver como de hacer ver y, por otro, una de decir y hacer decir. Hay un orden del decir —sigue Deleuze— y otro del dibujo.

Pensemos que buena parte del argumento de Foucault sobre la prisión reposa en su análisis del libro que el filósofo inglés Jeremy Bentham publicó en 1791, Panopticon, cuyo subtítulo es suficientemente explíci-to: o La casa de inspección, incluyendo la idea de un nuevo principio de construcción aplicable a cualquier tipo de establecimiento en el cual personas de cualquier descripción deban ser mantenidas bajo vigilancia (inspection). La prisión es entonces, en su parte material, una distribución de espacios o mejor, de cuerpos en el espacio a partir de un dibujo preciso o en el sentido que después usará Deleuze: un diagrama. Pero también es, o más bien se conecta con un conjunto de enun-ciados con un discurso legal, que hace de la prisión un castigo aceptable y necesario y de la vigilancia un sistema al que se puede someter a cualquier persona. Así, en su curso, Deleuze se pregunta por segunda vez qué es una arquitectura y entonces responde: “Seguramente es un agregado de piedras, pero es ante todo mucho más un lugar de visibilidad.” Y sigue una frase que parece dicha para gustarle a todo arquitecto: “Antes de esculpir piedras, lo que se esculpe es la luz.” Esculturas de luz. En algo hace recordar esa frase a aquel corbusiano juego sabio, correcto y magnífico de los volúmenes bajo la luz, aunque aquí no son las formas de la arquitectura las que se disponen bajo la luz, sino la arquitectura la que da forma a la luz. También puede hacernos pensar en eso, tal vez más complejo, que planteó Heidegger de la arquitectura como ejemplo de lo que hace una obra de arte:

El edificio en pie descansa sobre el fondo rocoso. Este reposo de la obra extrae de la roca lo oscuro de su soportar tan tosco y pujante para nada. En pie hace frente a la tempestad que se enfurece contra él y así muestra la tempestad sometida a su poder. El brillo y la luminosidad de la piedra aparentemente debidas a la gracia del sol, sin embargo, hacen que se muestre la luz del día, la amplitud del cielo, lo sombrío de la noche. Su firme prominencia hace visible el espacio invisible del aire.

Sin edificio, la potencia portante de la roca no sería patente, ni visible la brillantez de la luz del sol o la amplitud del espacio ante el cual se yergue. Para Heidegger, el poder de la obra arquitectónica, como de hecho el de la obra de arte en general, es esa revelación, ese hacer patente lo que ya está ahí de algún modo. Pero la visibilidad de la que habla Deleuze a partir de Foucault es distinta. La arquitectura, dice, “es un lugar de visibilidad. La arquitectura dispone las visibilidades. La arquitectura es la instauración de un campo de visibilidad.” La prisión instaura el campo que hace visible de un lado al preso y del otro al guardia que lo vigila. El hospital hace visible al enfermo para el médico, pero también al médico clínico como tal; y la escuela lo hace con el estudiante y el maestro. Pero esa visibilidad no revela, en el sentido que supone Heidegger, sino que produce. Y, por tan-to Deleuze, dirá que “«ver» no es el ejercicio empírico del ojo, sino construir visibilidades, ver o hacer ver.” Antes de la prisión, no había preso ni guardia, como no había enfermo ni médico clínico antes del hospital. “Las visibilidades, sigue Deleuze, no son cosas entre las demás cosas y las visiones, las evidencias, no son acciones entre las otras, sino que son la condición bajo la cual surge toda acción, toda pasión.”

La prisión entonces, “es una forma de la luz”, “una distribución de luz y de sombra antes de ser un montón de piedras.” Y la arquitectura, entendida así, no sólo nos pone en nuestro lugar sino que, al hacerlo, nos expone, nos exhibe no como lo que somos sino como lo que seremos por el hecho mismo de estar ahí, así, en ese lugar: el preso, el guardia, el loco, el médico. Pero hay algo más, pues Deleuze plantea que para Foucault existe una diferencia entre lo dibujado y lo dicho, entre lo visto y lo enunciado, entre lo visible y lo enunciable, y que eso significa que “nunca se ve eso de lo que se habla y nunca se habla de eso que se ve.”En su libro What is architecture? An Essay on Lan-scapes, Buildings, and Machines, Paul Shepheard planteó que la arquitectura es un hecho conclusivo o, dicho de otro modo, que es lo que es,no lo que decimos que sea. Lo paradójico es que lo dijo en un libro muy bien escrito lleno de relatos, anécdotas e historias. En su segundo libro, The Cultivated Wilderness, Or: What is Landscape? Shepheard describe así el Panteón en Roma:

Medio domo esférico vacío de 150 pies romanos de diámetro, truncado en su ecuador y colocado sobre una alta rotonda. La única luz entra a través del óculo circular de 27 pies de diámetro en el polo del domo, que proyecta un brillante círculo de luz solar en el interior del domo. El círculo lentamente recorre su camino alrededor del edificio en tanto el día sigue su curso, midiendo el progreso de la tierra en su órbita alrededor del sol: los casetones al interior del domo producen profundas sombras al borde del círculo que puede percibirse deslizándose de uno a otro. Alguien parado al interior del Panteón puede ver a la Tierra moverse.

¿Puede? El Panteón en Roma es una especie de panóptico vacío, o al revés, el panóptico es un panteón lleno con la mirada del vigía. Uno es el espacio donde todos están sometidos a la mirada del inspector, el otro el espacio donde se rinde culto a todos los dioses y, según Shepheard, se puede ver a la Tierra moverse. Cuando Bentham describe al panóptico como “una habitación circular o, más bien, un apartamento anular”, habla de una apertura central que servirá para iluminar el espacio del inspector pero de manera que “ninguna vista en absoluto se pueda obtener desde las celdas de lo que sucede en su interior, al mismo tiempo que la persona en esa habitación, aplicando su ojo de cerca a cualquiera de las mirillas, pueda obtener una visión perfectamente definida de las celdas correspondientes.” Y en una nota al pie de página menciona expresamente al Panteón en Roma, su óculo y la luz que deja entrar. El hecho es que, con y contra Shepheard, podemos preguntarnos si lo que vemos en el Panteón es que la Tierra se mueve o si eso es lo que decimos del edificio sin poderlo ver —lo que vemos que se mueve es la luz: no el edificio ni, por supuesto, la Tierra.

Deleuze concluye esa primera lección sobre el pensamiento de Foucault con cuatro tesis. Primera: que hay una diferencia de naturaleza entre la forma de lo visible y la forma de lo enunciable; ninguna se puede reducir a la otra, pero se acompañan en lo que llama una no-relación. Por eso —segunda tesis— cada una presupone a la otra, aunque —tercera tesis— hay un primado del enunciado sobre la visibilidad, de lo dicho sobre lo dibujado, del discurso sobre la luz. No sin cierta resistencia, de donde la cuarta tesis: hay una captura mutua entre las visibilidades y los enunciados. Volvamos a Shepheard: la arquitectura es lo que es, no lo que decimos que sea. Pero si la arquitectura es una forma de la luz, una manera de hacer visible, de establecer un campo de visibilidad que siempre depende de un momento histórico y que, aunque irreductible a lo dicho, está bajo el primado del discurso, de aquello que se puede decir; de nuevo, en ese momento histórico, la arquitectura, más allá del edificio, acaso esté desde siempre entre el ver y el decir.

 

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El discurso de Barragán https://arquine.com/el-discurso-de-luis-barragan/ Thu, 22 Nov 2018 17:00:15 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/el-discurso-de-luis-barragan/ Luis Barragán nació en la ciudad de Guadalajara el 9 de marzo de 1902 y murió en la Ciudad de México el 22 de noviembre de 1988. Recordamos el discurso con el que recibió el Premio Pritzker en 1980.

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Luis Ramiro Barragán Morfín

(Guadalajara, 9 de marzo de 1902 – ciudad de México, 22 de noviembre de 1988)

Ceremonia de Premiación del Premio Pritzker, martes 3 de junio de 1980, Dumbarton Oaks, Estados Unidos.

Deseo dejar constancia, además, de mi respeto y admiración por el pueblo norteamericano, gran mecenas de las ciencias y de las artes, y que sin encerrarse dentro de los límites de sus fronteras las trascendió para distinguir de manera tan honrosa y generosa, en este caso, a un hijo de México. Tengo plena conciencia, por tanto, que el premio que se me otorga es un acto de reconocimiento de la universalidad de la cultura y en particular de la cultura de mi patria.Pero como nunca nadie se debe todo a sí mismo, sería mezquino no recordar en este momento la colaboración, la ayuda y el estímulo que he recibido a lo largo de mi vida por parte de colegas, dibujantes, fotógrafos, escritores, periodistas y personales amigos que han tenido la bondad de interesarse en mis trabajos.

Quisiera valerme de esta ocasión para presentar ante ustedes algunos pensamientos, algunos recuerdos e impresiones que, en su conjunto, expresen la ideología que sustenta mi trabajo. Y a este respecto ya se anticipó –aunque con excesiva generosidad– el señor Jay A. Pritzker cuando explicó a la prensa que se me había concedido el Premio por considerar que me he dedicado a la arquitectura “como un acto sublime de la imaginación poética”. En mí se premia entonces, a todo aquél que ha sido tocado por la belleza. En proporción alarmante han desaparecido en las publicaciones dedicadas a la arquitectura las palabras belleza, inspiración, embrujo, magia, sortilegio, encantamiento y también las de serenidad, silencio, intimidad y asombro. Todas ellas han encontrado amorosa acogida en mi alma, y si estoy lejos de pretender haberles hecho plena justicia en mi obra, no por eso han dejado de ser mi faro.

Religión y Mito. ¿Cómo comprender el arte y la gloria de su historia sin la espiritualidad religiosa y sin el trasfondo mítico que nos lleva hasta las raíces mismas del fenómeno artístico? Sin lo uno y lo otro no habría pirámides de Egipto y las nuestras mexicanas; no habría templos griegos ni catedrales góticas ni los asombros que nos dejó el renacimiento y la edad barroca; no las danzas rituales de los mal llamados pueblos primitivos ni el inagotable tesoro artístico de la sensibilidad popular de todas las naciones de la Tierra. Sin el afán de Dios nuestro planeta sería un yermo de fealdad. “En el arte de todos los tiempos y de todos los pueblos impera la lógica irracional del mito”, me dijo un día mi amigo Edmundo O’Gorman, y con o sin su permiso me he apropiado sus palabras.

Belleza. La invencible dificultad que siempre han tenido los filósofos en definir la belleza es muestra inequívoca de su inefable misterio. La belleza habla como un oráculo, y el hombre, desde siempre, le ha rendido culto, ya en el tatuaje, ya en la humilde herramienta, ya en los egregios templos y palacios, ya, en fin, hasta en los productos industriales de la más alta tecnología contemporánea. La vida privada de belleza no merece llamarse humana.

Silencio. En mis jardines, en mis casas, siempre he procurado que prive el plácido murmullo del silencio, y en mis fuentes canta el silencio.

Soledad. Sólo en íntima comunión con la soledad puede el hombre hallarse a sí mismo. Es buena compañera, y mi arquitectura no es para quien la tema y la rehuya.

Serenidad. Es el gran y verdadero antídoto contra la angustia y el temor, y hoy, la habitación del hombre debe propiciarla. En mis proyectos y en mis obras no ha sido otro mi constante afán, pero hay que cuidar que no la ahuyente una indiscriminada paleta de colores. Al arquitecto le toca anunciar en su obra el evangelio de la serenidad.

Alegría. ¡Cómo olvidarla! Pienso que una obra alcanza la perfección cuando no excluye la emoción de la alegría, alegría silenciosa y serena disfrutada en soledad.

La muerte. La certeza de nuestra muerte es fuente de vida, y en religiosidad implícita en la obra de arte triunfa la vida sobre la muerte.

Jardines. En el jardín el arquitecto invita a colaborar con el reino vegetal. Un jardín bello es presencia permanente de la naturaleza, pero la naturaleza reducida a proporción humana y puesta al servicio del hombre, y es el más eficaz refugio contra la agresividad del mundo contemporáneo.

“El alma de los jardines”, decía Ferdinand Bac, “alberga la mayor suma de serenidad de que puede disponer el hombre”. Y fue Bac quien despertó en mí el anhelo de la arquitectura de jardín. El decía: “En este pequeño dominio (sus jardines de Les Colombiers) no he hecho otra cosa que unirme a la solidaridad milenaria que la que todos estamos sujetos, que no es sino la ambición de expresar con la materia un sentimiento común a muchos hombres en búsqueda de un vínculo con la naturaleza al crear un lugar de reposo, de placer apacible”. Ya se ve que es condición de un jardín aunar lo poético y lo misterioso con la serenidad de la alegría. No hay mejor expresión de la vulgaridad que un jardín vulgar.

En una vasta extensión de lava al sur de la ciudad de México me propuse, arrobado por la belleza de ese antiguo paisaje volcánico, realizar algunos jardines que humanizaran, sin destruir tan maravilloso espectáculo. Paseando entre las grietas de lava protegido por la sombra de imponentes murallas de roca viva, repentinamente descubrí. ¡Oh sorpresa encantadora!, pequeños secretos valles verdes rodeados y limitados por las más caprichosas, hermosas y fantásticas formaciones de piedra que había esculpido en la roca derretida el soplo de vendavales prehistóricos.

Tan inesperado hallazgo de esos valles me produjo una sensación no desemejante a la que tuve cuando, caminando por un estrecho y oscuro túnel de la Alhambra, se me entregó, sereno, callado y solitario, el hermoso patio de los mirtos de ese antiguo palacio. Contenía lo que debe contener un jardín bien logrado: nada menos que el universo entero. Jamás me ha abandonado tan memorable epifanía y no es casual que desde el primer jardín que realicé en 1941, todos los que le han seguido pretenden con humildad recoger el eco de la inmensa lección de la sabiduría plástica de los moros de España.

Fuentes. Una fuente nos trae paz, alegría y apacible sensualidad alcanza la perfección de su razón de ser cuando por el hechizo de su embrujo, nos transporta, por decirlo así, fuera de este mundo. En la vigilia y en el sueño me ha acompañado a lo largo de mi vida el dulce recuerdo de fuentes maravillosas; las que marcaron para siempre mi niñez: los derramaderos de aguas sobrantes de las presas; los aljibes de las haciendas; los brocales de los pozos en los patios conventuales; las acequias por donde corre largamente el agua; los pequeños manantiales que reflejan las copas de los árboles milenarios; y los viejos acueductos que desde lejanos horizontes traen presurosos el agua a las haciendas con el estruendo de una catarata.

Arquitectura. Mi obra es autobiográfica, como tan certeramente lo señaló Emilio Ambasz en el texto del libro que publicó sobre mi arquitectura el Museo de Arte Moderno de Nueva York. En mi trabajo subyacen los recuerdos del rancho de mi padre donde pasé años de niñez y adolescencia, y en mi obra siempre alienta intento de transponer al mundo contemporáneo la magia de esas lejanas añoranzas tan colmadas de nostalgia. Han sido par a mí motivo de permanente inspiración las lecciones que encierra la arquitectura popular de la provincia mexicana: sus paredes blanqueadas con cal; la tranquilidad de sus patios y huertas; el colorido de sus calles y el humilde señorío de sus plazas rodeadas de sombreados portales. Y como existe un profundo vínculo entre esas enseñanzas y las de los pueblos del norte de África y de Marruecos, también éstos han marcado con su sello mis trabajos.

Católico que soy, he visitado con reverencia y con frecuencia los monumentales conventos que heredamos de la cultura y religiosidad de nuestros abuelos, los hombres de la colonia, y nunca ha dejado de conmoverme el sentimiento de bienestar y paz que se apodera de mi espíritu al recorrer aquellos hoy deshabitados claustros, celdas y solitarios patios. Cómo quisiera que se reconociera en algunas de mis obras la huella de esas experiencias, como traté de hacerlo en la capilla de las monjas capuchinas sacramentarias en Tlalpan, ciudad de México.

El arte de ver. Es esencial al arquitecto saber ver; quiero decir ver de manera que no se sobreponga el análisis puramente racional. Y con este motivo rindo aquí un homenaje a un gran amigo que con su infalible buen gusto estético fue maestro en ese difícil arte de ver con inocencia. Aludo al pintor Jesús (Chucho) Reyes Ferreira a quien tanto me complace traer ahora la oportunidad de reconocerle públicamente la deuda que contraje con él por sus sabias enseñanzas. Y a este propósito no está fuera de lugar traer a la memoria unos versos de otro gran y querido amigo, el poeta mexicano Carlos Pellicer: por la vista el bien y el mal nos llegan. Ojos que nada ven, almas que nada esperan.

La nostalgia. Es conciencia del pasado, pero elevada a potencia poética, y como para el artista su personal pasado es la fuente de donde emanan sus posibilidades creadoras, la nostalgia es el camino para que ese pasado rinda los frutos de que está preñado. El arquitecto no debe, pues, desoír el mandato de las revelaciones nostálgicas, porque sólo con ellas es verdaderamente capaz de llenar con belleza el vacío que le queda a toda obra arquitectónica una vez que ha atendido las exigencias utilitarias del programa. De lo contrario la arquitectura no puede aspirar a seguir contando entre las bellas artes.

Mi socio y amigo el joven arquitecto Raúl Ferrera y el pequeño equipo de nuestro taller comparten conmigo los conceptos que tan rudimentaria e insuficientemente he intentado presentar ante ustedes. Hemos trabajado y seguiremos trabajando animados por la fe en la verdadera estética de esa ideología y con la esperanza de que nuestra labor, dentro de sus muy modestos límites, coopere en la gran tarea de dignificar la vida humana por los senderos de la belleza y contribuya a levantar un dique contra el oleaje de deshumanización y vulgaridad.

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