Resultados de búsqueda para la etiqueta [David Alfaro Siqueiros ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Thu, 29 Jun 2023 14:11:55 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Usted disculpe, Signore https://arquine.com/usted-disculpe-signore/ Mon, 09 Jan 2023 06:03:42 +0000 https://arquine.com/?p=73913 De cuando Bruno Zevi calificó a la arquitectura moderna hecha en México como Grotesco Messicano y un grupo de arquitectos en la revista Arquitectura México terminó transformando un supuesto debate en casi una disculpa.

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Con la intención de hacer intervenir las voces más vivas y autorizadas en el debate cultural sobre los temas fundamentales de la arquitectura que este suplemento crítico ha iniciado y sostenido desde hace aproximadamente un año, presentamos ahora un artículo del conocidísimo crítico e historiador Bruno Zevi, para someterlo a la consideración de los colegas preocupados por el valor de la arquitectura y de la crítica arquitectónica en México.

Así iniciaba la presentación de la quinta entrega del “suplemento periódico de debate y planteo de problemas” que acompañó al número 62 de la revista Arquitectura México, fundada por Mario Pani. El artículo de Zevi, titulado sin miramientos Grottesco Messicano y que era una crítica a una exposición de arquitectura mexicana en Roma, se publicó en el periódico L’Espresso el 29 de diciembre de 1957 —de haberse publicado un día antes en un diario mexicano, el título se hubiera tomado, quizá, de guasa, pero no cuando se publicó en un diario que “en el campo de las costumbres” se “distingue [por] su seriedad crítica y su empeño ético,” y firmado por un historiador “conocido en Italia por la implacable denuncia de toda arquitectura nacionalista y estilo de Estado, ya sea fascista, nazi o comunista.” La serie de textos publicados por Arquitectura México buscaba “aclarar a Bruno Zevi cuál es la verdadera situación de la arquitectura hoy en México y cuál la posición de la crítica arquitectónica.” La presentación de los textos cerraba con una invitación pretendidamente irónica para Zevi, autor del libro Saber ver la arquitectura: hay que saber ver una exposición de arquitectura.

 

 

La crítica

Empecemos con algunos extractos de la traducción del texto de Zevi que abre el suplemento de la revista Arquitectura México —la colección completa de la revista se encuentra en línea, junto a otras revistas mexicanas de arquitectura, gracias al extraordinario trabajo que coordinó para la UNAM Carlos Ríos Garza en el programa Raíces Digital.

La exposición de arquitectura mexicana, abierta en la planta baja del Palacio de las Exposiciones, constituye un ejemplo de cómo no debe hacerse una exposición de arquitectura: una serie de fotografías, unos cuantos ejemplos de decoración y artesanía, ningún criterio crítico, algunas explicaciones genéricas. El que entra allí por curiosidad, se sale aburrido a los cinco minutos. El que se propone visitarla con atención, saca de inmediato una impresión decididamente caricaturesca de las directrices culturales de la construcción mexicana.

De paso digamos que, quien haya visto varias muestras de arquitectura y diseño organizadas en instituciones públicas —y una que otra privada— mexicanas, no se sorprende por la crítica de Zevi, sino por lo poco que han cambiado las cosas en 66 años. Pero volvamos a Zevi:

El procedimiento de selección es transparente, porque propone una tesis: se pretende mostrar el “espíritu mexicano” a través de los caracteres morfológicos antiguos y modernos: el gusto por la acentuación plástica y cromática, la exuberancia decorativa; en una palabra, la tendencia que llamaremos “barroca”.

Zevi continúa explicando que, sin temerle al ridículo y a lo grotesco, la exposición presenta tres “capítulos”: lo arcaico prehispánico, los monumentos del siglo XVI y la arquitectura moderna, “que encuentra su desenfrenada expresión en la Ciudad Universitaria.” De nuevo, nada que nos sorprenda sino una estrategia que, remezclada con distintos matices según la ideología —expresa o ignorada— de cada cual, se viene repitiendo literalmente desde hace siglos —dos—: México es un país con una cultura mestiza que conjunta lo prehispánico, lo colonial y, fruto de éstos, lo moderno. Zevi afirma que el intento de la exposición de “demostrar que puede encontrarse un sustrato común a estos tres períodos artísticos” es fútil. A Zevi, esa voluntad de encontrar un “espíritu nacional” en el arte y la arquitectura le hace pensar en la producción arquitectónica y artística del fascismo italiano, pero concede que los arquitectos modernos mexicanos habían logrado “hacer cosas imponentes sin caer en la megalomanía”, aunque coincidían en querer ser modernos y, al mismo tiempo, “distinguirse a toda costa, confiriendo a sus edificios una fisonomía «local».” Por supuesto, en arquitectura como en otras artes, la búsqueda de una continuidad con la tradición —sea tectónica, local o disciplinar— como manera de darle un sentido tanto histórico como cultural a lo que se está haciendo está lejos de ser una característica exclusiva de fascismos o totalitarismos políticos o estéticos. Al contrario, la tradición de la ruptura —como la calificó Paz—, es más una excepción que una regla, incluso en el modernísimo siglo XX y en la tardomoderna contemporaneidad.

Lo que sigue en el texto de Zevi es innegable fruto de un eurocentrismo, ciego a su ignorancia y a su poca o nula profundidad crítica en el caso particular: 

Lo vernáculo es logrado de un modo mecánico y externo, basándose en una tesis demasiado simplista para ser aceptable. Los monumentos históricos, desde los aztecas y mayas a los hispano-barrocos, no se diferencian de los arquetipos europeos por la originalidad de su disposición espacial o volumétrica, sino por una tormentosa apetencia plástica que lleva a incrustar todas las superficies con decoraciones pesadas y profundas, como para que la luz no pueda extenderse sobre planos tersos.

Zevi se muerde la lengua o se amarra la mano para no escribir lo que piensa y dice, rebuscadamente, con sólo dos palabras: mal gusto. Es claro que esa “tormentosa apetencia plástica” que rellena toda superficie “con decoraciones pesadas y profundas” no le gusta —lo que, parafraseando mal a Wittgenstein, es similar a que le gustara su café sin azúcar. El problema es que a Bruno Zevi, importantísimo crítico que había estudiado toda la arquitectura europea y alguna de algún otro lugar, lo que no le gusta le parece de mal gusto y seguramente estaba tentado a ser más radical y reducir su crítica a una sola palabra: mal. Sigue Zevi:

Por analogía [con la tormentos apetencia plástica antes descrita], en la arquitectura moderna [mexicana] es legítima la operación de inspirarse en la temática europea, especialmente Le Corbusier, y después darle el acento “mexicano” llamando a pintores y escultores para destrozar la textura de los muros ciegos. Una argumentación que se basa en un concepto histórico demasiado ligero y en un programa moderno improvisado; y que, no obstante, se encuentra aplicada constantemente en el conjunto de la Ciudad Universitaria.

Y sí: acá la modernidad se improvisa. Lo que no implica que “la de allá” sea la “auténtica” y “verdadera”, que, al final, reducir “la modernidad”, incluso sólo en arquitectura, a las vanguardias europeas de las primeras décadas del siglo pasado o a su transubstanciación en “Estilo Internacional” en los años treinta, es, como acusó Zevi a la exposición de arquitectura mexicana en Roma, caricaturesco. La modernidad, arquitectónica y urbana, como toda la demás, tiene uno de sus indudables orígenes en los procesos de globalización y colonización europeos a finales del siglo XVI, e incluye las interpretaciones “locales” —si la imposición colonial de un estilo y la obligación de trabajar construyéndolo se puede llamar así— que hicieron de las interpretaciones locales europeas de un canon entonces naciente —que llegaron por barco en tratados impresos, de la mano muchas veces de “aficionados”— algo “pesado” y “tormentoso” plásticamente, manchado por la “brutalidad plástica precolombina” —calificativo de Zevi. A fin de cuentas, el “modernismo” como estilo —internacional— no es sino la cereza del pastel de hojaldre que el colonialismo europeo impuso como dieta única arquitectónica —a veces con más merengue, otras aligerado, pero da igual— y que incluso en su versión “incluyente” y “regionalista” —previa aceptación por otro crítico, ahora británico— posmoderna implica la imposición de un gusto —que siempre es más que sólo gusto: es economía, es geopolítica— como única lógica posible. Así, el muro de color anaranjado o rosa, ya purificado de los millares de piedritas de colores o de pavorosos altorrelieves polícromos, es aceptable y aceptado.

 

 

La verdadera situación de la arquitectura en México

Recordémoslo: esta sección de la revista Arquitectura México, fundada por Mario Pani, cabeza del proyecto de Ciudad Universitaria, blanco de las duras pero simplistas críticas de Bruno Zevi, tiene por objetivo aclararle a éste “cuál es la verdadera situación de la arquitectura hoy (1958) en Méxicio y cuál es la posición de la crítica arquitectónica.”

La primera respuesta viene de la pluma de Mauricio Gómez Mayorga, quien empieza presentándose como uno de los responsables de la exposición fotográfica que vio Zevi en Roma. Escribe Gómez Mayorga:

Este comentario mío es fundamentalmente para darle la razón, en la medida de lo que pudo conocer de nuestra arquitectura a través de una exposición fotográfica limitada, no sólo por razones de espacio sino justamente por ser fotográfica. Y si hubiera visto todo el barroco que eliminamos, incluyendo parte de ese otro ilegítimo barroco actual de la llamada “integración plástica”, tendría más razón todavía: o sea que él está en lo justo desde ese punto de vista más de lo que pueda imaginarse.

Gómez Mayorga desearía que el crítico —Zevi—, pudiera venir a México para juzgar la arquitectura no sólo mediante fotografías. De hacerlo, dice Gómez Mayorga, “rectificaría algunos de sus juicios, pero ratificaría la mayor parte.” No sólo el barroquismo mexicano es tormentoso y pesado, dice Gómez Mayorga, “es enfático, caótico, histérico y cargante.” Y sigue:

Sí; se ha pretendido enlazar dogmáticamente y a fuerza tres mundos que no tienen nada que ver entre sí: el misterioso universo prehispánico (del que sabemos verdaderamente poco y que nos resulta tan exótico y lejano); el familiar pero agobiante y retórico mundo colonial, del que se huye como de parientes a los que no se soporta; y nuestro mundo: el actual, vivo, real universal; armonioso con la cultura contemporánea: hecho por nosotros y para nosotros.

Sí. Gómez Mayorga tiene razón en ciertas cosas. Para él, como para muchísimos en este país, el mundo prehispánico es misterioso, y también todo lo que se derive de él, mientras que el mundo colonial es cercano, aunque nos pesa. Lo que realmente somos es ciudadanos del mundo, tan cosmopolitas como cualquier ciudadano de Milán. ¿Quiénes? ¿De qué nosotros habla Gómez Mayorga? Ese nosotros no es el del “nacionalismo indigenista” —“igualmente fascista”, dice con sobrada ligereza— “un nacionalismo metafísico que pretende naturalizar de ciudadanos mexicanos a los toltecas, a los mayas o a los aztecas.” 

Vladimir Kaspé se suma para afirmar que “la tendencia que Zevi critica representa sólo uno de los movimientos existentes hoy en la arquitectura mexicana y un movimiento que consideramos de poca vitalidad.” Hay —o había en 1958, según Kaspé— otro México: un México moderno con el valor “de ensayar, de lanzarse, a veces a la ligera, sin duda, pero sin miedo, para afirmarse, para encontrarse.” La arquitectura de ese otro México es sobria, precisa, sincera, fuerte. Kaspé también se muerde la lengua para no decirlo en tres palabras: de buen gusto.

Sigue la respuesta de Manuel Rosen Morrison, autor, entre otros edificios, de la Alberca y Gimnasio Olímpicos en la Ciudad de México. “Negar totalmente lo publicado por el arquitecto Bruno Zevi, sería pecar de estrechez de criterio o de un nacionalismo exagerado,” dice. La arquitectura que vio Zevi en la exposición en Roma, dice Rosen, “es lo que propiamente podríamos llamar arquitectura de Estado, de propaganda, de exaltación de lo nacional.” Como Gómez Mayorga, Rosen sostiene que a Zevi lo que le faltó ver fue “más ejemplos de arquitectura digna de ese nombre y representativa de nuestra época” —y ya sabemos que, en nuestra época, como ironizó Jacques Tati en Playtime, la “buena arquitectura” es la misma aquí y en China, siempre y cuando logremos contener el mal gusto local.

Intentaré resumir sin mayores comentarios —pues por sí mismo el texto enseña el cobre— lo que después de Rosen escribió Ernesto Ríos González. Unos amigos suyos, italianos, se exilian en México durante la Segunda Guerra. Cuando los ve después de cierto tiempo, le cuentan su sorpresa de que aquí no fuéramos “buenos y emplumados indígenas”, sino “personas educadas dentro de la esfera de influencias de la cultura occidental.” Ríos parece pensar que el problema de Zevi fue haberse dejado llevar por una arquitectura “grandota, cara y muy vistosa”, como la de Ciudad Universitaria, e ignorar la otra, la buena, la que no tiene mosaicos como sus autores no usan plumas, sino que se han educado “dentro de la esfera de influencias de la cultura occidental.”

 

En resumen o, más bien, mi resumen de la respuesta de nuestros críticos a Zevi, disfrazada de un aleccionador tiene usted razón en todo lo que dice, pero resulta que no vio todo de lo que podría hablar,” sería un: usted disculpe, signore, estamos haciendo todo lo posible por construir un México auténticamente moderno, como Milán, y de educar a esta gente, pero se resisten y persisten en su mal gusto. Mientras dicen esto al señor Zevi, ataviados con sus trajes bien cortados y sus buenas maneras, procuran que éste no vaya a voltear a ver a los campesinos sombrerudos o a los pelados de la periferia que el inconsciente de Buñuel tuvo el mal gusto de retratar para oprobio y vergüenza del México moderno, el de a de veras.

 

Ciudad  Universitaria, la fea, la grotesca, la mala

Al final de su crítica publicada en L’Espresso, Zevi escribió:

Todo ello no resta nada al racionalismo del planteo urbanístico de la Ciudad Universitaria, ni al rigor del proyecto de los edificios públicos y de las habitaciones privadas: en el mejor de los caos, la arquitectura se hace más vivaz, y en el peor se acentúa el mal gusto.

Lo curioso es que prácticamente la totalidad de los arquitectos invitados a “debatir” con el historiador y crítico —de nuevo, en la revista fundada por Mario Pani, cabeza del proyecto de Ciudad Universitaria— ignoran esta parte y señalan a la Ciudad Universitaria como la peor de todas las muestras de “nacionalismo indigenista arquitectónico”. Y no estaban solos. En el semanario Hoy, Vicente Lombardo Toledano, político y filósofo, escribió:

Nuestros arquitectos e ingenieros han realizado en la Ciudad Universitaria esfuerzos profesionales dignos de encomio. Algunos de los edificios son sobrios y bellos, revelan dominio de la técnica de la construcción y anhelos sinceros por recoger en su interior la quietud por el conocimiento que anima personalmente a quienes los levantaron. El conjunto da la impresión, sin embargo, de que es un pequeño poblado construido analíticamente y no de modo sintético; no se sabe qué tipo de universalidad viviente morará en su recinto; no se advierte —y sigo opinando sólo desde el punto de vista arquitectónico— la relación entre la Ciudad y el estado de evolución del país, entre ella y las perspectivas de México.

A esto, Lombardo Toledano añade que la pintura mural —la famosa integración plástica— “no mejora plásticamente las construcciones: las empequeñece y les quita significación y vuelo.”

 

Por su parte, Diego Rivera protestará contra quienes dicen que la zona de Rectoría y el Campus de Ciudad Universitaria “es Le Corbusier puro”: “Yo que fui camarada de Le Corbusier, desde antes que fuera arquitecto, cuando era pintor de no mucho talento, protesto a nombre de Le Corbusier.” Rivera sólo salva de su condena a los frontones, de Arai, al Estadio Olímpico, de Augusto Pérez Palacios con un mural del propio Rivera —los pavorosos altorrelieves polícromos que menciona Zevi—, y a la Biblioteca Central, de O’Gorman, arquitecto y muralista. Para Rivera, las críticas que, según él, recibía fuera de México la arquitectura de Ciudad Universitaria era algo de esperarse:

Este es el drama general de los imitadores de este continente, que tratan de repetir la producción europea. Cuando la presentan a sus amos —porque en el fondo esto no es sino la manifestación del espíritu de lacayo que tienen—, cuando presentan a sus amos los pininos que hacen para parecerse a ellos, el amo, si es indulgente, sonríe; si no es indulgente les lanza un escupitajo. Las cos cosas las tienen perfectamente merecidas.

Rivera pensaba que se había “destruido un paisaje maravilloso como el Pedregal, que pedía a gritos arquitectura de acuerdo con él por su belleza,” para copiar mal a Le Corbusier. Lo que, dice, también tenía implicaciones de clase. Los buenos edificios —los frontones, la biblioteca y el estadio— tenían una función “fundamentalmente popular y democrática”: eran “recintos para que todo el mundo vaya, para todas las clases sociales. Por otro lado, Rivera se pregunta:

¿De dónde proviene la mayoría de los estudiantes universitarios? Aquellos que van a la Facultad de Arquitectura, casi siempre —no hablo de las excepciones— tienen en mente, ellos y sus papás, la cantidad de primos, primas, tíos que pueden encargar una casa; la cantidad de amigos que pueden tener en el gobierno, que pueden dar un gran contrato. 

 

Rivera concluye afirmado que “la arquitectura no tuvo carácter mexicano porque la burguesía mexicana no supo asumir su papel histórico, su papel progresista, progresivo. Si la burguesía actual —dice en los años 50— tuviera “una consolidación sólida”, se trataría de “una burguesía con base industrial y agrícola, un campo industrializado y una industria desarrollada en las ciudades.” Y “tendría una arquitectura de fisonomía propia” y no, tomando el término de Zevi, una modernidad improvisada, o impostada, como la de la mayoría de las casas —bellísimas y sobrias, sin duda— del desarrollo inmobiliario que promovió Barragán al lado de Ciudad Universitaria.

 

Tampoco Siqueiros tenía buena opinión del resultado final en Ciudad Universitaria. En una conferencia que dictó en la Casa del Arquitecto el 10 de septiembre de 1953, afirmó:

Hay en la Ciudad Universitaria dos corrientes visibles: la de los lecorbusianos, diremos, que rutinariamente repiten las formas arquitectónicas predominantes en el mundo entero, los estilos cosmopolitas y la de los que quieren mexicanizar la arquitectura, recubriendo esas mismas estructuras cosmopolitas con vestidos, huipiles y camisas mexicanas. Una norteamericana que simplemente regresa de Cuernavaca.

Como los debatientes de Arquitectura México, pero nombrando a los culpables, Siqueiros acusa cierta estética nacionalista. Dice:

La arquitectura mexicana está recibiendo la influencia del indigenismo pictórico, o sea, de la rama conformista de nuestro movimiento pictórico, pro-realista mexicano moderno. El indigenismo pictórico de Rivera, O’Gorman, etc., está guiando a la arquitectura indigenista correspondiente.

De la Biblioteca de O’Gorman, Siquieros agrega que se trata de “una estructura cosmopolita tapada con un mal zarape mexicano prehispánico”, y se pregunta “¿cómo puede llegar a crearse verdadera belleza arquitectónica con esos trucos ornamentales?”

 

Por su parte, el también pintor Carlos Mérida, comentando las pláticas en la Casa del Arquitecto donde participó Siqueiros —de quien, junto con Raúl Cacho y Juan O’Gorman dice que se empeñaron en “ser oscuros para parecer inteligentes”—, califica como un error la obra de Rivera y O’Gorman en Ciudad Universitaria, y propone como contraparte al edificio llamado Las Monjas, en Uxmal, como ejemplo de “integración plástica antigua”, los edificios de Mies van der Rohe en el IIT en Chicago: “integración moderna”.

 

Formas de vida más justas y más humanas

La sección “de debate y planteo de problemas” del número 62 de Arquitectura México cierra con una carta de Zevi. “Mi artículo sobre la arquitectura mexicana no merecía una discusión tan a fondo,” dice, elogiando con elegante ironía a sus contrincantes. Luego se defiende de una crítica que se le lanzaba en la introducción a la sección: en la revista que dirige Zevi, dicen, a veces publica y comenta “tentativas arquitectónicas sólo por el hecho de que se salgan de la ruta del riguroso funcionalismo racional, aun cuando propongan como vía de salida las soluciones más atormentadas y extravagantes.” Zevi revira diciendo que “prefiere publicar un edificio feo que signifique algo, antes que un edificio mejor que no signifique nada,” y que “el deber de una revista humanística de arquitectura ha de ser no suministrar soluciones, sino ilustrar problemas.” Luego, uno por uno, agradece a sus críticos sus comentarios —o, más bien, acepta sus excusas. “Creo ser un crítico bastante severo de la arquitectura italiana y europea para tener el derecho de expresar una crítica sobre México sin ofender a nadie. Esto lo ha entendido el arquitecto Gómez Mayorga mejor que los otros.” A Kaspé le dice que sí, que no le puso atención a lo que no se mostró en la exposición porque, precisamente, no se mostró. Lo mismo va para Rosen y para Ríos, a quien también dice:

La cultura arquitectónica es internacional, y el frente de la arquitectura moderna es unitario: constituye el partido de las personas inteligentes y de buena fe que se dedican a la arquitectura entendida como representación, pretexto o estímulo de la civilización. 

Y aunque esto es ideología pura, líneas abajo Zevi advierte: “yo no soy un ideólogo, sino un historiador.” Y si bien la cultura arquitectónica que por varias razones y de diversas maneras se fue imponiendo como “internacional”, en parte fue impulsada por “personas inteligentes y de buena fe”, también contó —o, digamos, cuenta, que el cuento no se ha acabado— con la participación de otras personas no tan inteligentes ni de buena fe —y esto con independencia de la “calidad estética” —sea lo que sea lo que eso quiera decir— de su obra. (En otras palabras, hubo y hay “buenos arquitectos” no tan inteligentes ni bien intencionados, y viceversa.)

Zevi concluye su carta con la esperanza de poder visitar México y seguir el debate en una “avanzada de la clase intelectual”:

Podemos discutir, pelear, acusarnos los unos a los otros; pero estamos todos en la misma nave en rumbo a formas de vida más justas y más humanas.

Hoy, 65 años después de aquella disculpa disfrazada de debate por parte de los arquitectos que escribieron en Arquitectura México, podemos y debemos preguntarnos qué implicaciones tiene pensar esas “formas de vida más justas y más humanas” cuando se parte de visiones e historias únicas y necesariamente excluyentes; “formas de vida más justas y más humanas” pensadas e impuestas por arquitectos, la casi absoluta mayoría hombres, heterosexuales, blancos, burgueses, de cultura orgullosamente europea u occidental y moderna, racional, tan capaces de diseñar edificios interesantes como de construir argumentos, cargados de prejuicios cuando no falaces, para naturalizar sus gustos como razones lógicas inevitables, y negar —muchas veces por ignorancia— el sesgo ideológico y la posición política de sus planteamientos y de sus acciones. El pensamiento crítico que, a todas luces, hizo falta a los críticos de Arquitectura México al revirar la crítica de Zevi sigue siendo, por desgracia, el gran ausente en infinidad de supuestos debates arquitectónicos locales y de aires “universales”.

 

PS

Para comprobar la parcial actualidad del asunto arriba expuesto, léanse, una tras otra y con voz grave, las varias declaraciones, publicadas en redes sociales o hasta ante medios medio respetables, de diversos e incluso distinguidos arquitectos, que prácticamente suenan a disculpas pedidas al lord inglés porque aquí, como en tiempos del archiduque austriaco, aún hay quienes se resisten a ser civilizados progresar y se empeñan en imponer su mal gusto.

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Espectros https://arquine.com/espectros/ Fri, 02 Nov 2018 15:00:37 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/espectros/ El edificio del Sindicato Mexicano de Electricistas se opone completamente a la idea que se tiene sobre las instituciones y sus murales. El edificio que alberga el mural es un documento doloroso aunque vigente, que tal vez tengamos ahora que aprender a interpretar.

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Los recintos culturales de la Ciudad de México son lugares cuyas significaciones no pueden ser leídas de otras manera que no sea la que indica su propósito. Los museos, las galerías, los teatros y las iglesias —que en sí mismas son espacios expositivos— forman parte de un discurso cultural que puede ser asimilado por el visitante. Los mismos recintos generan sus propias mediaciones entre el público y el edificio. Las visitas guiadas, los viajes escolares, las revistas de estilo de vida que mantienen al circuito artístico en sus recomendaciones para el turismo local, e incluso la construcción de espacio público —jardines escultóricos o instalaciones pensadas para la plaza, por ejemplo— son algunos de los instrumentos que mantienen constante la afluencia en aquellos sitios que indican que ahí está albergado el conocimiento, no sólo del arte sino también de la historia nacional. El caso del muralismo mexicano continúa explicando cómo es posible que sean todavía importantes y formativas las relaciones entre pedagogía y apreciación artística. 

San Ildefonso, Palacio Nacional, la Universidad Nacional Autónoma de México, la Secretaría de Educación Pública, la Secretaría de Comunicaciones y  Transportes, son instituciones que importan culturalmente por los murales que albergan; sitios a los que se sigue acudiendo para educarse, aún cuando la Revolución se haya travestido de neoliberalismo, y que ese neoliberalismo ya sea una fosa común. La noción de patrimonio ha mantenido la vigencia de los murales, cuyo discurso continuamente se restaura no sólo en lo físico, sino también en lo colectivo. Ahí, México sigue siendo el país desarrollista, y no se perciben los embates políticos y económicos de los últimos años. Fuera de los perímetros de esos muros, también podemos rastrear los alcances de un proyecto pictórico-ideológico. La didáctica del muralismo tuvo resonancias hasta la década de los noventa, a través de los libros de texto gratuito, unas ediciones económicas aunque elegantes donde varios leímos por primera vez el nombre de Diego Rivera. Esas mismas imágenes continúan estructurando el relato de una historia que consideramos irrecuperable, y que sin embargo añoramos. Ese recuerdo es ahora el patrimonio que debemos preservar para que aprendamos sobre “lo nuestro”. 

Sin embargo, podría decirse que el edificio del Sindicato Mexicano de Electricistas se opone completamente a la idea que se tiene sobre las instituciones y sus murales. En los interiores de Antonio Caso Nº45, Colonia Tabacalera, se encuentra la obra Retrato de la burguesía de David Alfaro Siqueiros. La entrada derruida se acerca más a la de los estacionamientos públicos, y una vez que se ingresa, lo que al principio parece abandono, se trata más bien de una ruina. En el suelo se acumula una suciedad  probablemente de años, las lámparas blancas parpadean, y los muebles se encuentran colocados en lugares aleatorios, como si fueran movidos constantemente por juergas o peleas. La funcionalidad de las oficinas se encuentra suspendida. No hay señales que dirijan hacia el mural. De pronto aparece, ligeramente iluminado por linternas cálidas. Siqueiros, en un espacio que apenas abarca el tránsito entre un piso y otro, resumió toda la violencia de la Primera Guerra mundial, las coreografías laborales de los obreros y la producción del capitalismo industrial, tanto económica como de crisis humanas. La superficie de las máquinas está punteada de cadáveres. 

El 14 de diciembre de 1914 fue fundado el Sindicato Mexicano de Electricistas, y la sede de Antonio Caso, años más tarde, sería el centro de operaciones de Luz y Fuerza del Centro, organismo público descentralizado que, en el año 2009, fue liquidado por un precio menor al que realmente valía. El acarreo de deudas públicas millonarias, provocadas por conflictos internos así como por los sexenios que significaron el ingreso del país a la economía neoliberal, provocaron la extinción del sindicato. En 2010, once mujeres trabajadoras del SME hicieron una huelga de hambre ante las puertas de la Comisión Federal de Electricidad, organismo privado que reemplazaría a los electricistas de Antonio Caso. El vigor comunista que narró Siqueiros ahora forma parte de un espacio espectral donde muebles y hombres cesados ocupan zonas de trabajo y protesta que fueron sepultados por el ímpetu privatizador del sexenio de Felipe Calderón. Si todos los lugares que albergan arte público son todavía signos de lo nacional, el Sindicato Mexicano de Electricistas no opera con la lógica del patrimonio. Frente al mural de Siqueiros, inmerso en un laberinto de pasillos fantasmagóricos, el código es otro: el del fracaso de los proyectos modernos. Aunque ese fracaso no puede observarse como una mera arqueología, sino como un conflicto que permanece vivo. 

Esta convivencia entre lo desértico y lo todavía operante, entre lo que sigue hablando pero que se encuentra sepultado, más que una metáfora podría ser una descripción precisa del edificio y del mural, aunque esta cualidad fantasmática no alcanza a describir la ficción que encarna. El filósofo francés nacido en Argelia Jacques Derrida dijo que los fantasmas son históricos, entidades inabarcables y colectivas. Si quienes acuden a los murales de otros edificios recuperan el espíritu de la modernidad mexicana, mirar el Retrato de la burguesía nos enfrenta a una identidad un tanto más desfigurada. El edificio que alberga el mural es un documento doloroso aunque vigente, que tal vez tengamos ahora que aprender a interpretar, aun cuando signifique ir en contra del fervor que nos provocan otras representaciones del hombre que se dirige hacia su propio progreso. El inmueble del SME tampoco podría considerarse un memorial, ya que los trabajadores continúan ocupándolo. Igualmente, los procesos que asediaron sus espacios no han finalizado. Los sindicalistas continúan pidiendo una solución a su conflicto, además de que la Privatización de Luz y Fuerza vino acompañada de la guerra contra el narcotráfico. 

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Movimientos en el espacio: la Tallera de Siqueiros https://arquine.com/movimientos-en-el-espacio-la-tallera-de-siqueiros/ Mon, 16 Jul 2018 14:00:32 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/movimientos-en-el-espacio-la-tallera-de-siqueiros/ Había oído hablar de La Tallera Siqueiros mucho antes de la tarde en la que fui. Todos mis amigos arquitectos o más o menos interesados en la arquitectura ya habían visitado el lugar, ya habían subido fotos a Instagram, historias frente a la celosía gris, selfies con los murales de Siqueiros de fondo.

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Había oído hablar de La Tallera Siqueiros mucho antes de la tarde en la que fui. Todos mis amigos arquitectos o más o menos interesados en la arquitectura ya habían visitado el lugar, ya habían subido fotos a Instagram, historias frente a la celosía gris, selfies con los murales de Siqueiros de fondo… No me queda ninguna duda de que se trata de un lugar fotogénico, un lugar perfecto para estos tiempos de redes sociales y fugacidad. También había leído un poco al respecto. Fue así como me enteré del gesto inaugural de Frida Escobedo, la arquitecta encargada de convertir la antigua casa-taller de David Alfaro Siqueiros en Cuernavaca en un espacio cultural y de residencias artísticas (que se alojan en la casa original, según entiendo). El gesto consistió en desplazar dos murales exteriores de Siqueiros hasta formar una V que abría las puertas de la Tallera a la calle y generaba una continuidad muy sugerente entre el centro cultural y una plaza localizada justo enfrente. Los escalones de la plaza parecían ascender poco a poco hacia La Tallera misma. El paseante no sólo era invitado a pasar; de alguna forma, era llamado a pasar. Ya con un par de mezcales encima, más de un amigo envalentonado me sugirió que en una ciudad como Cuernavaca, cuyas casas no suelen voltear a la calle sino a jardines exuberantes protegidos por bardas, el gesto podía ser hasta contestatario. Y es cierto que, incluso a partir de las fotos en Internet, uno podía deducir que este movimiento de los murales en concreto y el movimiento en general eran el ancla del proyecto, la forma como Escobedo había respondido a la pregunta de cómo transformar la intimidad del espacio privado en un espacio cultural público: movimiento en y de los murales, movimiento de la luz a través de la celosía, movimiento de exposiciones y proyectos en un espacio maleable que lo permitiera.

Pero además, tratándose aquí de una arquitecta de la sutileza de Escobedo, tampoco resulta tan descabellado pensar que detrás de esto se esconda quizá un pequeño guiño al propio Siqueiros, un artista que dedicó parte importante de sus exploraciones teóricas y prácticas a encontrar la forma de volver la pintura mural un arte político de masas con la movilidad y el dinamismo del cine. Como Walter Benjamin, Siqueiros veía en el cine un medio revolucionario con un gran potencial político, algo que tenía que ver con la capacidad de este medio para captar la atención de las masas urbanas, así como con su técnica mecanizada (es decir, reproducible y diseminable). Para lograr ese famoso “mural cinematográfico” que tanto anhelaba, ese mural pintado de tal forma que la espectadora, al recorrerlo, sintiera como si los caballos estuvieran galopando junto a ella, como si los revolucionarios estuvieran marchando en sus narices o las ráfagas de fuego estuvieran saliéndose por las ventanas del edificio de enfrente, para lograr todo esto Siqueiros experimentó al derecho y al revés con cosas como proyecciones fotográficas, montajes, pinceles mecánicos, aerógrafos y un largo largo etcétera. “El objetivo fundamental” dice Mari Carmen Ramírez en un artículo al respecto, era “dinamizar la pintura sobre muros”. Aquellos que hayan entrado alguna vez al Polyforum a ver La marcha de la humanidad, ese mural-total de los años sesenta, entenderán perfectamente bien la importancia que el cine tuvo siempre para su obra: ¿Qué otra cosa es esa experiencia que preparó ahí –ese mural gigantesco acompañado de una plataforma giratoria, de un juego de luces y de una narración grabada por él mismo– sino una suerte de experiencia proto- o alter-cinematográfica, otro intento de una mimesis panorámica, de un arte total? Era el movimiento lo que Siqueiros tanto anhelaba para la pintura, un arte casi siempre asociado a lo estático. Con su singular capacidad para teorizar, Siqueiros lo puso así: “construir el movimiento mismo en la plástica; […] la visión viva del movimiento por el movimiento mismo y para el movimiento”. 

Cuando Frida Escobedo empezó su intervención en La Tallera en 2010, no era la primera vez que releía a partir de la arquitectura a una figura del arte moderno en México. Un poco antes, ese mismo 2010, había sido la primer arquitecta en participar con un pabellón temporal para el Museo del Eco, la pequeña obra arquitectónica de Mathias Goeritz en la colonia San Rafael de la ciudad de México. Escobedo llenó el patio del Eco con bloques de tabicón en lo que parecía una ciudad gris y brutal, pero sobre todo una ciudad en movimiento ya que los visitantes podían llevarse las piezas de aquí para allá, reacomodarlas, reconstruir. Durante un par de meses, el patio del Eco albergó una serie de ciudades fugaces que aparecían y desaparecían cada vez que un visitante deseaba entrarle al juego. Había una teoría urbana detrás de este concepto, una teoría que creo que tiene que ver con la mutabilidad del espacio urbano y con la participación continua de los habitantes en estas mutaciones. Es aquí donde entra Goeritz y, en especial, la historia del Eco, que en apenas medio siglo ya fue espacio experimental, restaurante, bar, teatro, casa, territorio ocupado y museo. ¿Podemos decir que la apertura y la fluidez misma de la “arquitectura emocional” de Goeritz ha permitido esta serie de vaivenes y mutaciones? No lo sé. Pero la reflexión de Escobedo pasa por la historia loca de este lugar para proponer que las ciudades se van construyendo a partir de las participaciones y las interacciones de los habitantes en el proceso urbano, ya sea de formas visibles o invisibles, conscientes o inconscientes, extraordinarias o cotidianas. 

Más adelante me gustaría volver a algo de esto, a las ciudades y sus movimientos, pero antes habría que preguntarnos qué Siqueiros se recupera en La Tallera. Y cómo. Recuerdo que, cuando veía las fotos de mis amigos frente a los murales, había algo que me provocaba una sensación rara, una incomodidad. Y es que tanto los dos murales exteriores como los del interior representan al Siqueiros menos evidentemente político. Es más, lejos estamos de lo figurativo como tal. En estos murales lo que vemos es a un Siqueiros preocupado por explorar geometrías, espacios abstractos y líneas o flujos dinámicos que parecen salirse de los murales hacia la ciudad, como en lo mejor de su obra. En pocas palabras, se trata del Siqueiros menos canónico: no hay aquí evidencia explicita a su socialismo militante ni tampoco mucho rastro del nacionalismo posrevolucionario que caracterizó algunos de sus murales más famosos en Bellas Artes, el Museo de Historia Nacional o Ciudad Universitaria. Desconozco los pormenores del asunto: quién eligió los murales, por qué, en qué circunstancias, si se eligieron simple y sencillamente porque eran los que ya estaban ahí. En cualquier caso, es un hecho que su presencia en La Tallera constituye un elemento arquitectónico susceptible a ser analizado. Más de un conocido me ha sugerido que se trata de un gesto conservador, algo así como una versión neoliberal descafeinada de la famosa “integración plástica” del muralismo con la arquitectura moderna en México: se recupera a un Siqueiros abstracto y tardío que esconde todo su compromiso político y vuelve su arte meramente estético, decorativo, desprovisto de cualquier tipo de potencial crítico. 

Creo que vale la pena ir un poco más allá. De entrada, habría que recordar que Siqueiros, el más polémico y también el más joven de los “tres grandes”, era el único vivo durante los años sesenta y fue, por lo mismo, el blanco directo de los ataques de José Luis Cuevas y otros artistas de la Ruptura a lo largo de esa década. Desde entonces, creo que su figura es a la que peor le ha ido de los tres, ya sea por su compromiso con el socialismo, por el nacionalismo del movimiento muralista del que la Ruptura se desmarcó o por sus últimos años y el proyecto de La marcha de la humanidad, que muchos concibieron como un fracaso desesperado. Rivera y su folclore se han convertido en íconos del arte mexicano, mientras que la visión nihilista y violenta de la historia que aparece en Orozco lo hizo mucho más fácil de rescatar para los artistas de la Ruptura en adelante. Siqueiros, en cambio, parecía incomodar por todas partes. Su figura quedó hasta cierto punto sedimentada como la de un artista comprometido con ideales políticos cuestionables (i.e. estalinismo) y cuya obra más importante se desarrolló demasiado cerca del estado posrevolucionario y su proyecto de modernización nacionalista. La Tallera recupera una faceta mucho menos conocida de Siqueiros, una faceta incómoda que nos mueve de posición y nos invita a hacer a un lado algunas de las nociones recibidas desde los años sesenta para revaluar su obra entera desde nuevos ángulos críticos. Una de las cosas que se revela muy claramente, por decir algo, es que para Siqueiros la búsqueda de un arte políticamente comprometido siempre fue de la mano con la experimentación, en una línea muy cercana a la de alguien como Benjamin en “El autor como productor”, para quien no podía haber arte político sin cuestionamiento y experimentación en términos de técnica y de forma. Viéndolo desde este ángulo, La Tallera nos invita a repensar no sólo la figura de Siqueiros, sino también algunas de las dicotomías que han organizado nuestro discurso en torno al arte moderno en México: nacionalismo y cosmopolitismo, arte figurativo y arte abstracto, arte político y arte puro… La presencia de los murales abstractos de Siqueiros en el edifico de Escobedo sería entonces algo así como una “integración plástica” crítica, al mismo tiempo una reiteración y una revisión de esta práctica que tan firmemente vinculó la arquitectura con el arte plástico durante el siglo veinte en México. 

Fui por fin a la Tallera un jueves cualquiera por la tarde. De camino al lugar, encontramos muy poco tráfico, pero, en cambio, una cantidad insólita de patrullas y pick ups de la policía circulando a nuestro alrededor. Justo a un lado de la Tallera habían hecho base otras cuatro o cinco patrullas. Los policías que fumaban recargados en los coches eran las únicas personas cerca de la plaza que se localiza enfrente del centro cultural. La Tallera estaba virtualmente cerrada: la cafetería inactiva, la sala de documentación de plano cerrada, algunos espacios inhabilitados, la librería con una pobrísima oferta y nadie que la atendiera. No había ningún otro visitante fuera de mi grupo. Al cobrarnos la entrada, el señor de la taquilla dijo que seguro estábamos ahí por la arquitectura y nada más. Aún así, había una cantidad francamente exagerada de guardias y vigilantes, que encima de todo insistieron en seguirnos, guiarnos y apurarnos de un espacio a otro hasta que nos empujaron fuera del recinto. ¿Qué movimientos se pueden dar en estas condiciones? Más allá de la ironía de que la antigua casa de Siqueiros, encarcelado más de una vez, esté vigilada con tal ahínco, un espacio cultural controlado de esta forma dice mucho de nuestra noción de espacio público, de calle, de ciudad, de país. La página de Internet del Proyecto Siqueiros dice que el artista dejó la SAPS y La Tallera al “pueblo de México” para que “fueran centros de análisis y experimentación para el “arte público” del porvenir”. Ojalá que sólo haya sido un mal día para ir, ese jueves por la tarde, pero tuve la impresión de que lo que sucedía ahí adentro de La Tallera se parecía y era tal vez un reflejo de lo que sucedía afuera, en esa ciudad de patrullas circulantes y casas protegidas de la calle. 

Cuando salimos de La Tallera, mientras mis primos tomaban fotos del exterior para sus respectivos feeds, bajé por los escalones de la plaza y me interné un rato entre los árboles a un costado. En ese momento, y más tarde en la carretera de regreso, empecé a formular algunas preguntas desprendidas de la visita a donde fuera la casa-taller de uno de los artistas modernos más preocupados en pensar la relación entre arte, espacio público y sociedad: ¿Qué esperamos de nuestro espacio público? ¿Qué esperamos de nuestros museos y centros culturales, sobre todo aquellos ubicados en ciudades en crisis como Cuernavaca (una ciudad que, por cierto, ha invertido recientemente en otros espacios del estilo como el Centro Cultural Teopanzolco o el Museo Juan Soriano)? Supongo que una opción, la opción cínica, nos llevaría a decir que estos lugares al final sólo sirven –si acaso– para incrementar la plusvalía de las propiedades alrededor y de la ciudad entendida como una marca. Conozco a más de un “realista” que se inclinaría por este argumento. La otra opción, con su dosis de idealismo y toda la cosa, insistiría en que este tipo de lugares pueden ser fundamentales tanto para la construcción de un espacio público democrático como de ciudadanías y comunidades críticas. ¿Pero cuáles serían entonces las condiciones para lograr algo así en términos de accesibilidad al espacio, de proyecto cultural, de inclusión comunitaria, de gestión? En una entrevista para Arquine, Frida Escobedo expresaba el deseo de que su celosía gris de La Tallera se moviera con el tiempo, que crecieran plantas en sus huecos, que la gente olvidara cosas ahí, que cambiara. En otras palabras, que fuera un muro en el que distintas fuerzas –naturales, humanas, sociales– participaran en su continua (re)construcción. La idea resuena con aquello que exploró en el Eco e insiste en la importancia de la participación y la interacción de los habitantes en la configuración del espacio urbano. En su apropiación y su incesante reformulación. A falta de una respuesta a todas estas preguntas, quizá en la propuesta arquitectónica de Escobedo encontremos una intuición, un pequeño hueco como el de su celosía por donde empezar a escarbar en busca de un poco de luz.

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La sala poliangular https://arquine.com/la-sala-poliangular/ Thu, 10 Jan 2013 13:45:00 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-sala-poliangular/ La primer exposición que resguarda La Tallera Siqueiros en Cuernvaca tiene como eje central la práctica artística de David Alfaro Siqueiros llevada a cabo a partir de la inauguración del inmueble como casa-estudio de 1965 a 1973.

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La primer exposición que resguarda La Tallera en Cuernvaca tiene como eje central la práctica artística de David Alfaro Siqueiros llevada a cabo a partir de la inauguración del inmueble como casa-estudio de 1965 a 1973. La arquitectura del lugar tenía como objetivo conjugar la creación plástica con la producción a gran escala donde se pudieran poner en práctica las expectativas teóricas y plásticas que Siqueiros había desarrollado a lo largo de su carrera artística. Desde 1941, el modelo de Siqueiros oscilaba entre la fragmentación y la unidad de la obra. El interés por la plástica dinámica se convirtió en el principal objetivo del pintor.

Mediante una interpretación del uso de medios fotográficos y cinematográficos, y de su adecuación a la composición geométrica, Siqueiros trabajó en la estructuración de un método que denominó “poliangular”, con el que buscó construir una teoría sobre la pintura mural dedicada a un espectador en movimiento. Los conceptos de espacio y perspectiva conformaban un juego estructural de volúmenes, de este modo, el relato de los murales se interrumpe de manera abrupta por la introducción de líneas que funcionan como direccionales hacia varios puntos de fuga donde, lo horizontal se modifica en vertical, la circunferencia en ovoide y las líneas paralelas en líneas convergentes.

Ejemplos claros de estas obras experimentales son: la denominada sala poliangular y los murales recolocados a la plaza principal de La Tallera, intervenida por Frida Escobedo (Los murales tras la celosía) para el actual proyecto de museo, taller y residencia artística. La sala poliangular, situada en el interior del edificio, tiene como objetivo alterar las fronteras materiales de una sala construida por medio de estudios perspectivos. El resultado es una reconstrucción espacial artificial con múltiples directrices que generan una experiencia dinámica y geométrica al espectador. De esta forma, Siqueiros cubre todos los elementos posibles de una arquitectura, pisos, paredes y techos, con el objetivo de configurar un espacio visual sin límites y con múltiples posibilidades de recorrido.

Los murales fueron concebidos originalmente para estar al exterior y actualmente funcionan como vínculo visual y programático con la plaza, conteniendo la cafetería librería y tienda del nuevo museo, y a su vez separan la residencia para artistas. Al girar esta serie de murales se ponen en juego elementos simbólicos de la sintaxis arquitectónica de la fachada –considerando la poliangularidad en la obra de Siqueiros– que cambia la habitual relación entre la galería y el visitante. Al abrirse el patio, el museo cede un espacio público pero al mismo tiempo se apropia de la plaza. Al igual que el exterior, el espacio de la galería con la propuesta museográfica de Isaac Broid y Jorge Agostoni (La Tallera una fábrica en movimiento), y la exposición curada por Mónica Montes y Natalia de la Rosa (Quién era Siqueiros. 1896-1932) se desdoblan nuevos vínculos espaciales.

A partir de los resultados de los estudios poliangulares y de escultopintura, así como de elementos innovadores en la experimentación, como lo fueron la realización de cajas de luz, biombos y maquetas, la exposición intenta mostrar el funcionamiento original del espacio. Ambas muestras explican la magnitud del proyecto así como el modo en el que una obra como el Polyforum Cultural Siqueiros pudo llevarse a cabo dentro de este espacio. La Tallera se muestra entonces como un espacio fabril de producción que permite establecer una relación directa entre arquitectura, técnica, creación artística y enseñanza. Logra representar las ambiciones experimentales del artista en la plástica y fomentar el trabajo colectivo dentro de la actividad pictórica.

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Los murales tras la celosía https://arquine.com/los-murales-tras-la-celosia/ Thu, 20 Sep 2012 17:11:13 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/los-murales-tras-la-celosia/ Hoy se inauguró La Tallera Siqueiros en Cuernavaca, proyecto que genera una relación que concilia un museo-taller con las áreas que le rodean al abrir el patio del museo a una plaza adyacente girando una serie de murales desde su posición original.

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La Tallera genera una relación que concilia un museo-taller con las áreas que le rodean a partir de un simple gesto: abrir el patio del museo a una plaza adyacente girando una serie de murales desde su posición original. Se trata de un espacio en Cuernavaca, construido en 1965, que se convirtió en la casa-estudio del muralista David Alfaro Siqueiros durante los últimos años de su vida. La Tallera es “una idea que desde 1920 teníamos Diego Rivera y yo, es decir la creación de un verdadero taller de muralismo donde se ensayaran nuevas técnicas de pinturas, materiales, aspectos geométricos, perspectivas, etcétera”. Así definió Siqueiros este lugar, ahora intervenido por Frida Escobedo como museo, taller y residencia artística. Al abrirse el patio, el museo cede un espacio público pero al mismo tiempo se apropia de la plaza.

Los murales concebidos originalmente para estar al exterior funcionan como vínculo visual y programático con la plaza, al contener la cafetería, librería y tienda del museo; y a la vez separan la residencia para artistas. Al rotar los murales se ponen en juego los elementos simbólicos de la sintaxis arquitectónica de la fachada –considerando la condición de poliangularidad en la obra de Siqueiros– que cambia la habitual relación entre la galería y el visitante. Al igual que el exterior, el espacio museográfico de la galería –diseñado por Isaac Broid y Jorge Agostoni– se desdobla y genera nuevos vínculos espaciales. La distribución de estos espacios como juego de planos en muros y murales se devela al cruzar una celosía perimetral que delimita el contexto urbano; una pieza escultórica horizontal que resguarda la obra de Siqueiros.

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