Resultados de búsqueda para la etiqueta [Daniel Burnham ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Mon, 04 Sep 2023 04:43:49 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Especulación y obsolescencia https://arquine.com/especulacion-y-obsolescencia/ Mon, 24 Apr 2023 03:32:03 +0000 https://arquine.com/?p=77983 La idea de que un edificio resulte obsoleto no es ajena al tipo de economía y de sistema financiero que se forjó en aquella Wall Street que narraba John Moody en sus memorias, en la que en 1933 no quedaba en pie prácticamente ningún edificio de aquellos que existían en 1890.

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La apariencia de Wall Street no era en absoluto la del gran distrito financiero que es actualmente. Eso fue antes de la llegada del rascacielos y la aguja de la Iglesia de la Trinidad despuntaba sobre cualquier estructura alrededor. Hoy, no queda en pie ningún edificio de los que embellecían Wall Street en 1890, excepto por la subtesorería, el edificio de la United States Trust Company y la vieja Custom House, que hoy son los cuarteles del National City Bank. Muchos edificios han sido remplazados un par de veces desde aquellos modestos días, y ahora vemos rascacielos de cuarenta o cincuenta pisos de altura, ocupando el terreno que antes acomodaba edificios de cinco o seis pisos.

Eso lo escribió en su autobiografía, publicada en 1933, John Moody. Nacido en Jersey City en 1868, hacia 1900 John Moody evaluaba el riesgo de invertir en empresas o prestarles dinero, sobre todo aquellas que empezaban a surgir en el oeste de los Estados Unidos gracias a la expansión del ferrocarril. En 1909 publicó su primer informe, un grueso manual que vendía a los inversionistas ansiosos de saber dónde colocar su dinero. Hoy Moody’s es una de las tres calificadoras de riesgo que, a nivel mundial, controlan ese negocio, en el que, además, son ahora quienes solicitan inversores, en lugar de los inversionistas, los que pagan por ser calificados. Las calificadoras, además de señaladas por ser prácticamente un monopolio, han sido criticadas por “no haber visto” —o haberse hecho de la vista gorda— el riesgo en casos como la quiebra de Enron o la crisis del 2008. También se señala que sus pronósticos tienen algo de “profecías autocumplidas”, pues un emisor de deuda calificado como confiable recibirá inversionistas, mientras que nadie invertirá en quien reciba calificaciones poco favorables. 

A finales de marzo, Moody’s Analytics publicó un reporte sobre edificios de uso comercial, señalando que “el sector de oficinas se encuentra aún en medio de una transformación, con la tasa de espacios vacíos por encima de su máximo durante la pandemia”. Según el reporte, “algunos empleadores están dejando sus espacios anticuados (outdated) buscando construcciones nuevas de clase A con el fin de atraer de vuelta a sus empleados a la oficina”. Según sus predicciones, esto hace que los edificios para oficinas construidos antes de 1980 resulten “potencialmente «obsoletos»” El porcentaje de edificios para oficinas construidos con anterioridad a 1980 en una zona metropolitana, sumado a otros factores —como el tiempo y dinero invertido en el transporte hacia y desde el lugar de trabajo—, tiene efectos no sólo en el mercado inmobiliario de ese sector específico sino en la manera como una ciudad es calificada como buena o no para cierto tipo de negocios. El reporte concluye así:

En resumen, es probable que los dueños de propiedades y los empleadores astutos se concentren en lo que está bajo su control. Esto incluye revitalizar los esquemas de diseño de sus edificios e incorporar comodidades modernas y espacios de trabajo colaborativos para atraer trabajadores en un mercado laboral ajustado. La mano de obra no se distribuye de manera uniforme y para los mercados con relativamente más solicitantes de empleo, incentivar a los trabajadores para que regresen ofreciéndoles instalaciones más modernas puede ser menos relevante.

¿Dónde quedan en todo esto los edificios como “arquitectura” y las arquitectas y arquitectos que los diseñan? ¿Dónde queda la ciudad y sus habitantes más allá que como el sitio donde se instalan ciertos negocios dependiendo de los “recursos” disponibles —que incluyen a la población de trabajadores— y la relación entre costos y beneficios? ¿Y cómo pensar qué hacer, desde la arquitectura y el urbanismo, pero también desde una visión ciudadana, con los edificios que son designados como “obsoletos” por ciertos grupos financieros o de negocios?

En el corazón del distrito financiero de Nueva York, en la primavera de 1910, cientos de trabajadores trabajaron día y noche para demoler una de las estructuras más poderosas del área. Trece años antes, cuando se completó en 1897, el edificio Gillender, de noventa metros de altura, había sido el bloque de oficinas más alto del mundo, con dieciséis pisos en el aire. Ahora la moderna torre de acero y piedra, aún sólida estructuralmente, estaba siendo derribada, ladrillo a ladrillo, viga a viga, para dar paso a un rascacielos más grande. La brevedad de la vida del Edificio Gillender sorprendió los observadores. The New York Times reflexionó sobre los motivos de aquellos que “lo sacrificarían tan despiadadamente como si fuera una choza antigua”. Esta fue, informó el periódico, “la primera vez que un edificio de oficinas de tan alta categoría, que representa el mejor tipo de construcción moderna a prueba de incendios, ha sido derribado para dar paso a una estructura aún más elaborada”.

Así inicia Daniel M. Abramson su libro Obsolescence. An Architectural History. Abramson explica que en ese momento se suponía que la obsolescencia de un edificio “era resultado de los cambios en la tecnología, la economía y el uso del suelo, en los que lo nuevo inevitablemente superaría a lo viejo, devaluándolo.” Como antídoto, continúa, “los expertos aconsejaban una gestión cuidadosa del diseño y la adaptabilidad del edificio, lo que podría retrasar la obsolescencia. Pero el mejor plan era planear un remplazo.” Abramson también aclara que la obsolescencia es una manera de pensar la temporalidad de los edificios y de la arquitectura moderna, que no se concebía antes de fines del siglo XIX, incluso si se asumía que los edificios podían tener usos distintos a aquellos para los que originalmente se habían construido. Ese cambio de uso suponía, y no siempre, alteraciones en los edificios, transformaciones y añadiduras que no implicaban que se consideraran obsoletos, sino al contrario: capaces de ser alterados y acoger usos distintos. 

La idea de que un edificio resulte obsoleto no es ajena al tipo de economía y de sistema financiero que se forjó en aquella Wall Street que narraba John Moody en sus memorias, donde en 1933 no quedaba en pie prácticamente ningún edificio de aquellos que existían en 1890, tan sólo cuarenta años antes —cuarenta años son los que han pasado desde 1980, año que marca la línea entre un edifico de oficinas obsoleto y uno aún útil, según el reporte de Moody’s Analytics. Abramson escribe:

En arquitectura, la aplicación de la idea de una depreciación física surgió a finales del siglo XIX como producto de las estimaciones de las aseguradoras y los constructores. El popular Architect’s and Builder’s Pocket Book, publicado por Frank E. Kidder en 1895, ofrecía en su 12ª edición tablas con un rango detallado de vida para estructuras y materiales. […] Antes de 1900, la noción de obsolescencia estaba ausente del pensamiento arquitectónico. Se esperaba que los edificios duraran por generaciones, junto con los valores y las costumbres que materializaban. Las estructuras podían desgastarse, pero el proceso era lento, gradual y remediable. El cambio urbano rápido podía ocurrir en algún momento, pero la renovación no era un proceso interminable. Nadie se imaginaba un estado permanente en el que el entorno construido se volviera prescindibles. La idea debía aún ser inventada.

¿Quiénes inventaron la idea de que los edificios o partes enteras de la ciudad ya no eran útiles, no servían por obsoletas y era inevitable que fueran remplazadas por otras nuevas?

En 1906, John Moody publicó otro de sus libros: The art of Wall street investing. El capítulo 6 se titula Inversión vs especulación. “Hay dos clases de personas en Wall Street”, dice. Unos son inversionistas reales: la persona que invierte para sí mismo y para asegurar su inversión. El inversor, explica Moody, puede invertir directamente él mismo o puede hacerlo mediante un corredor. El corredor gana dinero invirtiendo el dinero de otras personas y “debe tener en consideración las condiciones del mercado y otros factores de una naturaleza más o menos temporal, que afectan el precio de los valores.” En otras palabras, el inversionista y el especulador tienen temporalidades distintas: al segundo no sólo le resulta conveniente sino indispensable acelerar el proceso de comprar (barato) y vender (más caro) y volver a iniciarlo, una y otra vez. No es casualidad, pues, que Moody notara ese cambio rápido en la conformación urbana y arquitectónica de Wall Street, ahí mismo donde establece la diferencia entre el inversionista y el especulador, quien, finalmente, será el que tome el control absoluto de Wall Street, y de cualquier otra calle, en cualquier ciudad, donde el negocio esté por encima de cualquier otra manera de pensar, usar y entender los edificios, las calles y las ciudades.

La misma semana que Moody’s Analytics publicó su reporte sobre la obsolescencia de los edificios de oficinas construidos antes de 1980, el 22 de marzo de 2023, el famoso Flatiron Building de la ciudad de Nueva York, diseñado por Daniel Burnham e inaugurado en 1902 y en buena parte vacío desde el 2019, en parte debido a que sus propietarios no se ponían de acuerdo sobre cómo realizar las renovaciones necesarias para que hubiera quienes quisieran ocuparlo, fue subastado. El edificio lo compró Jacob Garlick, de Abraham Trust, por 190 millones de dólares. Garlick era prácticamente un desconocido en el mercado inmobiliario de Nueva York. Se especuló que tal vez hizo la compra a nombre de alguna otra persona o institución que prefirió permanecer anónima. Según los expertos, a los 190 millones que ofreció habría que sumarle otros 100 millones para renovar al edificio, catalogado desde 1966, y esperar varios años para obtener algún tipo de  retorno por tan grande inversión. Garlick declaró que había soñado con comprar ese edificio desde que tenía 14 años. Sin embargo, Garlick no hizo el depósito del 10% de la oferta que se le requirió un par de días después de la subasta. Después declaró que había perdido el interés en la compra —y en su sueño adolescente. El Flatiron Building, icónico, catalogado, pero también obsoleto, espera una nueva subasta donde la especulación le depare un futuro distinto al de ser una imagen de postal y permanecer desocupado.

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Sullivan: Lecciones para el jardín de niños https://arquine.com/sullivan-lecciones-para-el-jardin-de-ninos/ Fri, 05 Nov 2021 16:13:16 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/sullivan-lecciones-para-el-jardin-de-ninos/ Ni la arquitectura ni los arquitectos son nunca neutrales. Se toma postura y se trabaja a partir de ello. Las consecuencias pueden ser variadas, ya que lo que hoy es válido, mañana será cuestionado por las siguientes generaciones, y aquello que es cuestionado en su momento, puede terminar convirtiéndose en un valor cultural posteriormente.

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Es 1904 y Chicago se despierta. La ciudad ubicada en la punta sur del lado Michigan, se ve cruzada en su retícula rigurosa por la ondulación del río. Ese río que vertía sus aguas al lago y, por cuestiones de higiene, la visión racionalista de la época transformó la pendiente y el flujo de agua en sentido opuesto —¡ay la prepotencia humana! Pero si la ciudad bebía de las aguas del lago, y vertía sus desechos al río, literalmente se hidrataba con su propia escoria.

En ese juego de contrasentidos, una peculiar edificación atraía a quienes caminaban por la acera de la avenida State hacia el cruce con Madison. El basamento del edificio, recubierto por una compleja enredadera de hierro fundido chapeada en bronce, marcaba el acceso en la esquina, sosteniendo un gran cilindro que contrastaba con la ortogonalidad de las fachadas que daban a cada una de las calles mencionadas. Los originalmente almacenes Schlesinger & Meyer acababan de ser adquiridos apenas un año antes por Carson, Pirie & Scott para ofrecer productos a la dinámica población de la ciudad ventosa.

El volumen se alzaba 12 niveles por encima de la calle, de los cuales los dos primeros formaban el gran exhibidor de mercancía que se abría a la ciudad por medio de los enormes ventanales. Encima de este basamento de hierro y cristal, una red revestida por ladrillo ceramicado en blanco, reflejaba claramente la expresión de los marcos estructurales de acero, que permitían la mayor flexibilidad posible hacia la espacialidad interior, al mismo tiempo que generaban la superficie de cerramiento, resuelta con cristales planos dividiendo el vano en tres partes: dos laterales cuya función en guillotina proveían la ventilación adecuada, y una central fija que garantizaba la mayor penetración de luz natural por cada hueco hacia el interior de los almacenes. En el último nivel, la gran retícula se detiene para remeter el paño de la fachada y sombrearlo con una cornisa. De esta manera se resalta el carácter más privado de las oficinas administrativas y se remata la verticalidad del edificio. Cada sección expresaba en el volumen su función. Desde la enorme enredadera metálica del basamento para atraer la atención del viandante ante el detalle, hasta la luminosidad de la blanca cerámica que además de su labor estética cumplía con la función reglamentaria de recubrir la estructura de acero para retardar los efectos del calor en caso de incendio, la composición de la fachada acentuaba el aforismo más famoso del autor: “Form ever follow fuction”.

Louis Henry Sullivan no era de Chicago. Nacido en Boston, Massachusetts, había tenido la oportunidad de estudiar y viajar por Europa, de la que regresó lleno de inquietudes creativas propias de un espíritu rebelde. El incendio acaecido hacia 1871 en Chicago abrió un sinfín de oportunidades a jóvenes arquitectos y constructores. De las cenizas provocadas por un fuego que cabalgó sobre los vientos del norte para esparcirse por gran parte de la urbe, surgiría la creatividad propia de una economía alimentada por el tránsito de mercancía entre el oeste y sur agrícolas, y el este industrial de la joven nación norteamericana.

A las ideas propias de Sullivan y su socio Adler, se sumaban las propuestas estructurales de William Lebaron Jenney, la audacia interpretativa de Hollabird y Roche, la creatividad de Hood combinada con el oportunismo de Burnham, y la frescura que el historicismo neorrománico interpretado por Richardson aportaba al agotado academicismo neoclasicista defendido por el Statu Quo Financiero.

Sullivan no era fácil. Formado con una mentalidad que prioriza el discernimiento a la obediencia, cuestionaba severamente las reglas establecidas y asumía una postura “contracorriente” ante ellas. Para él, la educación del momento era un instrumento coercitivo ante la creatividad, y veía con esperanza un futuro donde la enseñanza se transformaba democráticamente, para permitir el desarrollo pleno y creativo de cada individuo. Tras la exposición internacional dedicada a Colón, en 1893 y celebrada en Chicago, acusó severamente a Burnham y a la organización de la feria, por haber cedido la imagen propia de la ciudad, para caer en un historicismo clasicista veneciano, sentenciando que la arquitectura tardaría más de medio siglo en recuperarse.

A partir de sus escritos, de los cuales los más conocidos se titulan Pláticas del jardín de niños, el ejercicio de discernimiento le lleva a proponer una perspectiva organicista, en donde las formas de la naturaleza, viva o inerte, respondían inevitablemente a la función de éstas, aseverando que la forma solo debe cambiar, si cambia la función para la que ha sido evolucionada. Había que seguir simplemente las leyes de la Naturalez. Luego, su frase sería reinterpretada no de forma orgánica, sino desde una perspectiva reduccionista hacia un racionalismo mecánico, hasta que Wright, quien aprendió arquitectura en su taller, pudo finalmente ya en su madurez, descubrir las enseñanzas de su querido maestro (como llamó siempre a Sullivan) y retomar el organicismo a su manera.

La toma de postura de Louis Henry, su vehemencia y radicalismo para defenderla, no eran ajenas a las que, en Europa, defendían con la misma intensidad personajes como Klimt, Olbrich o Hoffmann en Viena a través de la Secesión, por mencionar otro ejemplo de antiacademicismo. Sin embargo, en la lucha epistémica entre la visión de orden y estilo que clamaban los Académicos, y la evolución constante de un lenguaje en función de un organicismo sistémico, terminó prevaleciendo el primero, lo cual acabó costándole a Sullivan.

Relativamente poco tiempo después de la flamante inauguración de los almacenes Carson, Pirie & Scott, los encargos se fueron esparciendo y distanciando, hasta que el originario de Boston tuvo que abandonar su taller ubicado en otro de sus edificios emblemáticos, el Auditorium Building. El creer fervientemente en los principios de su propia filosofía, le llevó finalmente a la ruina y al abandono. Al final, la arquitectura que le sobrevivió siguió siendo utilizada y, aquella que no fue demolida por la vorágine inmobiliaria que persiguen las finanzas de la obsolescencia planeada, terminó convirtiéndose en referencia patrimonial dentro del contexto de las ciudades donde ha sobrevivido.

No deja de ser curioso cómo alguien que defendió el individualismo prototípico de la cultura estadounidense, que termina siendo uno de los rasgos característicos del prototipo de éxito en su país, terminó siendo abatido en su momento por el simple hecho de entender ese individualismo fuera de los parámetros aceptados por el sistema. Sin embargo, estemos de acuerdo o no con su filosofía y la de su época, lo que Sullivan nos enseña es que, si se es coherente y si se cree en algo con fundamentos y firmeza, hay que llevarlo puesto hasta las últimas consecuencias.

Ni la arquitectura ni los arquitectos son nunca neutrales. Se toma postura y se trabaja a partir de ello. Las consecuencias pueden ser variadas, ya que lo que hoy es válido, mañana será cuestionado por las siguientes generaciones, y aquello que es cuestionado en su momento, puede terminar convirtiéndose en un valor cultural posteriormente. ¿De qué manera queremos estructurar la formación de nuestras futuras generaciones? ¿Será cargando el péndulo hacia el discernimiento, la evolución y el aprendizaje perene, o hacia el rigor estático de una sola idea dogmática y preestablecida?

Yo prefiero inevitablemente la primera, y asumo las consecuencias ante la contradicción de ser un académico, anti academicista.

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El plan https://arquine.com/el-plan/ Fri, 04 Sep 2015 14:32:11 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/el-plan/ "El buen orden y la conveniencia no son caros; pero el azar y los proyectos mal considerado invariablemente resultan en la extravagancia y el desperdicio. Un plan asegura que cada vez que se emprenda cualquier obra pública o semi-pública, caerá en su sitio apropiado y predeterminado en un esquema general, y por tanto contribuirá a la unidad y dignidad de la ciudad" —Plan of Chicago

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El 4 de julio de 1909 se publicó el Plan de Chicago, “preparado bajo la dirección de The Commercial Club, durante los años de 1906, 1907 y 1908, por Daniel H. Burnham y Edward H. Bennett, arquitectos, y editado por Charles Moore.” El  Commercial Club se había fundado en 1877 con 17 miembros, comerciantes exitosos de la ciudad y que, en la tradición americana, se unieron en esa asociación que buscaba, además de proteger algunos de sus intereses, hacer un trabajo filantrópico y cívico. En su libro The Plan of Chicago, Daniel Burnham and the Remaking of the American City, Carl Smith dice que el plan, también llamado Plan Burnham, por su principal artífice, “sostenía, más allá de cualquier incertidumbre, que la bulliciosa Chicago requería modificaciones mayores y que la creación de una ciudad mejor era posible.” Smith explica que Chicago había pasado de ser un poblado mediados del siglo XVIII de poco menos de cinco mil habitantes —ocupando el lugar 92 en población entre las ciudades de los Estados Unidos—, a poco más de un millón en 1890 —pasando al segundo lugar, sólo atrás de Nueva York. En 1910, un año después de la publicación del Plan, Chicago tenía 2,185, 283 habitantes.

En las primeras líneas del Plan se lee que “la tendencia de la humanidad a congregarse en ciudades es una característica marcada de los tiempos modernos.” Unas líneas después dice que “los hombres se están convenciendo de que el crecimiento informal de la ciudad no es ni económico ni satisfactorio, y que la sobrepoblación y el congestionamiento de tráfico paralizan las funciones vitales de la ciudad.” El objetivo del Plan era “anticiparse a las necesidades futuras al mismo tiempo que proveía para las presentes: en pocas palabras, dirigir el desarrollo de la ciudad hacia un fin que puede parecer ideal, pero es práctico.” A esa mezcla de idealismo y pragmatismo no le faltaba su dosis de ingenuidad e ideología. Para decirlo de manera esquemática, a los filántropos de finales del siglo XIX, tanto en Estados Unidos como en Inglaterra, les preocupaba la creciente pobreza y la desigualdad notoria en las ciudades —en 1890 Jacob Riis publicó su libro How the other half lives—, pero en contraposición a los pensadores socialistas, que abogaban por un cambio en los modelos de propiedad y producción, pensaban que las mejoras físicas en la calidad de vida de los habitantes de las grandes ciudades, poco a poco traerían mejoras generales para pobres y ricos:

El buen orden y la conveniencia no son caros; pero el azar y los proyectos mal considerado invariablemente resultan en la extravagancia y el desperdicio. Un plan asegura que cada vez que se emprenda cualquier obra pública o semi-pública, caerá en su sitio apropiado y predeterminado en un esquema general, y por tanto contribuirá a la unidad y dignidad de la ciudad.

El plan urbano y arquitectónico estuvo a cargo de Daniel Burnham, con la ayuda de su joven asociado Edward Bennett. Burnham nació en el estado de Nueva York el 4 de septiembre de 1846 —un día después pero diez años antes que otro gran arquitecto de Chicago y crítico de su obra: Louis Sullivan. Su familia se mudó a Chicago en 1855. En 1867 entró a trabajar al despacho del arquitecto William Le Baron Jenney —el padre del rascacielos— y ahí encontró su vocación. Asociado con John Wellborn Root establecieron su propio despacho hasta la muerte de éste, en 1891, cuando fundó D.H.Burnham & Company.

Junto con Frederick Law Olmsted, Burnham estuvo a cargo del diseño de la World’s Columbian Exposition, que se abrió el 1º de mayo de 1893 en Chicago y sirvió de modelo para muchas de sus ideas urbanas, que, como deja claro en el Plan of Chicago, derivaban de su estudio de las ciudades clásicas y, sobre todo, de su admiración por el trabajo del barón de Haussmann en París. Antes del plan urbano para Chicago, Burnham hizo otros para las ciudades de San Francisco y Manila, además de proyectar muchos edificios en Chicago y otras ciudades —entre ellos, acaso uno de los más fotografiados de Nueva York: el Flatiron, de 1902. Como miembro del Commercial Club, Burnham ofreció su trabajo de manera gratuita para preparar el Plan que, editado en un elegante libro por Charles Moore, sería presentado al público oficialmente en 1909.

Smith cuenta cómo, además de la planeación misma de la ciudad —que implicaba muchas reformas y modificaciones de gran escala y a nivel regional, algunas planteadas antes y de manera independiente al plan de Burnham—, el libro y los cientos de dibujos y planos que lo acompañaban, eran una manera de promover el proyecto en tres los ciudadanos de Chicago, tratando de convencerlos y buscando su aprobación. El Commercial Club contrató periodistas y publicistas para realizar campañas que hablaran del interés general de su plan, pensado a partir ideales democráticos o, quizás habría que decir, como algunos de los críticos que en aquél momento tuvo la propuesta, de sus ideales democráticos: no faltó quien acusó al Plan de esconder intereses personales bajo la máscara de benefactores públicos.

El Plan no se realizó, aunque varias de sus propuestas sí se llevaron a cabo. Como afirma Smith, queda como “uno de los más fascinantes y significativos documentos en la historia de la planeación urbana.”

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