Resultados de búsqueda para la etiqueta [crónica urbana ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Thu, 23 May 2024 16:52:04 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Azcapotzalco: las petroleras y un encuentro con el destino https://arquine.com/azcapotzalco-las-petroleras-y-un-encuentro-con-el-destino/ Thu, 23 May 2024 16:51:39 +0000 https://arquine.com/?p=90413 Nací en Tula (Hidalgo), pero, por varias razones, siempre me hizo feliz la idea de vivir en la Ciudad de México, y aún más allá: la posibilidad de -ser- de la Ciudad de México. No sé si habré tenido más o menos éxito en esto último, pero en lo primero definitivamente sí, desde hace ya […]

El cargo Azcapotzalco: las petroleras y un encuentro con el destino apareció primero en Arquine.

]]>
Nací en Tula (Hidalgo), pero, por varias razones, siempre me hizo feliz la idea de vivir en la Ciudad de México, y aún más allá: la posibilidad de -ser- de la Ciudad de México. No sé si habré tenido más o menos éxito en esto último, pero en lo primero definitivamente sí, desde hace ya siete años. Me queda la duda de —ser—, pues esta ciudad, me parece que no es la más amable recibiendo a los recién llegados: puede ser dura, en especial en lo que se refiere a la noción de espacio, entendida en todos sus sentidos: ¿Cómo hacerse un lugar en una ciudad en la que somos tantos?, ¿cómo luchar contra un anonimato aplastante, pero también contra el precio de las rentas e incluso para ganarse un asiento en el transporte público?  

En mayor o menor medida, quienes habitamos aquí, nos hemos enfrentado a estas luchas por el espacio, por hacernos un espacio, por encontrar nuestro espacio. Cuando surgió el proyecto de dar tours guiados en la ciudad, encontré ahí la posibilidad de irme abriendo espacio a través de su densidad, usando como herramienta el ejercicio del entendimiento de sus calles, piedras, plazas, objetos, muebles e historias (chicas y grandes) y con sorpresa he ido descubriendo historias más cercanas de lo que pensaba, que me hacen sentir en casa, cuando estoy sobre los lacustres suelos de nuestra espléndida ciudad.  

Recientemente organicé un tour por Azcapotzalco, y recordaba que la primera vez que visité esta zona. Tendría como 13 o 14 años. Venía con mi papá, que por algún motivo había extraviado su acta de nacimiento y pretendía encontrarla en el registro civil de la entonces delegación. Aunque terminamos encontrándola ese mismo día en los registros de Arcos de Belén, nunca voy a olvidar la impresión que me causó la casona que, ya para entonces, se usaba como casa de cultura, con sus dos patios rebosantes de plantas con flores y una misteriosa fuente de aspecto medieval, en la que las abejas se daban un festín de frescura. 

Nunca entendí realmente por qué mi papá pensaba que su acta de nacimiento podría encontrarse en Azcapotzalco. Quizá tiene que ver con su propia historia aquí: ingresó a los 21 años a Petróleos Mexicano (Pemex), en 1971, con un trabajo, desde luego, en la refinería 18 de marzo en Azcapotzalco. Primero ingresó en el área de carpintería y después en contraincendio, según cuenta él mismo. Es sabido que esta refinería cerró años después de un terrible accidente ocurrido en los 60, cuando explotó un enorme contenedor de combustible, que causó varias muertes, muchos heridos y, sobre todo, una catástrofe ecológica que sólo se remediaría años más tarde. 

Al cierre de la refinería, comenzaron a repartir (como si se tratara de simples herramientas) a todos los trabajadores en distintos estados, en los que la compañía nacional de petróleos tenía sedes. Mi papá logró (por la salvaguarda de algún conocido) que lo colocaran en la recién inaugurada refinería Miguel Hidalgo, en Tula. Conveniente por su cercanía a la ciudad, quizá imaginó una vida entre ambos sitios. Lo cierto es que su llegada a esa ciudad hidalguense fue definitiva. A veces hacía una broma que a mí me parecía aterradora: decía que quien llegaba a Tula ya no podía salir y se quedaba ahí para siempre. Y ese fue su destino. Ahí también conoció a mi madre, y ahí sigue viviendo hasta hoy. 

Inspirado en esta historia, decidí hacer un recorrido por el Parque Bicentenario, un sitio de Azcapotzalco que es como un oasis en el que apenas se perciben atisbos de su pasado industrial ultracontaminante. Realicé el paseo contando la historia de mi padre y entendiendo que, de no haberse cerrado esa refinería, quizá otras catástrofes hubieran ocurrido en la ciudad, y yo quizá no existiría. 

El parque que ocupa buena parte de lo que fuera la refinería, fue diseñado en 2009 por Mario Schjetnan y fui intervenido por especialistas del Instituto Politécnico Nacional, quienes desarrollaron un plan para limpiar las filtraciones de químicos y combustible que se virtieron en la tierra durante las décadas en las que la refinería funcionó. Hoy existen unos bellos invernaderos con distintos ecosistemas, una chinampa experimental, un orquidario y enormes áreas verdes gratuitas y bien conservadas para el disfrute de quién desee adentrarse en este magnífico sitio.  

 

A la salida del parque, caminando por unas calles cortitas que lo circundan, se llega a las que presumen de ser “Las auténticas petroleras”: se trata de un modesto local, con pinta de cantina por la rocola que se halla al fondo, que sirve la comida más tradicional de la extinta refinería: unos sopes del tamaño de una pizza, con una tortilla de exacto grosor, primero frita en manteca, embadurnada en frijoles refritos y cubierta con ingredientes como queso, chorizo, huevo revuelto, carne o todos al mismo tiempo. La única explicación que puede tener semejante platillo, son las intensas jornadas de trabajo que sobrellevaban los obreros y que exigían cantidades de comida superiores a los de un trabajador promedio.   

Además de su cercanía con la refinería, el testimonio de mi padre, de que más de una vez acudió al sitio (posiblemente más para tomar cervezas que para comer), sirve de pista para confirmar que este local es el más auténtico que sobrevive como casa de este peculiar platillo, que cabe decir, es de sabor extraordinario.   

Durante la pandemia, un poco por casualidad y otro poco por emergencia, llegué a vivir a Azcapotzalco, con Fabricio, (que ahora es uno de mis mejores amigos y, además, un auténtico chintololo). Debo confesar que, en ese entonces, y por las características de la situación, me costó entender el lugar, pues me sentía como exiliado de zonas más céntricas de la ciudad y renegué cuando pude de mi vida en Azcapotzalco, sin embargo, las caminatas que tuvimos por las calles en cuarentena, con un vaso en la mano de un litro de “limón”, (la bebida oficial del Dux de Venecia, cantina con más de cien años que por entonces sólo ofrecía servicio para llevar) me permitieron descubrir las añosas particularidades del centro y sus alrededores y años después animarme, a mostrar con otra mirada, estos territorios en los que por una cuestión de destino, me he venido a encontrar reflejado y por lo mismo, siento como si fueran míos y yo de ellos. 

El cargo Azcapotzalco: las petroleras y un encuentro con el destino apareció primero en Arquine.

]]>
Viaje a Japón: señales de ciudades II. Kioto, Osaka, Hakone, Yokohama y Tokio https://arquine.com/viaje-a-japon-senales-de-ciudades-ii-kioto-osaka-hakone-yokohama-y-tokio/ Tue, 14 May 2024 15:05:30 +0000 https://arquine.com/?p=90078 Un viaje a Japón jamás es suficiente: ya sea para visitar los 'landmarks' y obras arquitectónicas de referencia, o los baños públicos y vialidades llenas de personajes de anime y manga.

El cargo Viaje a Japón: señales de ciudades II. Kioto, Osaka, Hakone, Yokohama y Tokio apareció primero en Arquine.

]]>
Kioto fue una oportunidad para experimentar la fuerza de una persona tirando de un pequeño vehículo de dos ruedas como transporte de pasajeros: el rickshaw. Nuestro conductor asignado, Yuji, nos dio un panorama general y un paseo por el Bosque de bambú de Arashiyama para recalcar que la amabilidad de los japoneses se intensifica en ciertas localidades. El recorrido terminó en el Museo de Arte Fukuda, de Koichi Yasuda, y su espejo de agua que se extiende hasta el río Katsura. Fue un encuentro con otros templos, una nueva caligrafía, colecciones de sellos (es impresionante la dinámica inmersiva, que ocurre por todo Japón, de coleccionar sellos como un recuerdo gráfico de sus ciudades y experiencias).  

De ahí, al Jardín de las Bellas Artes, de Tadao Ando, un recorrido hídrico-artístico a través de muros de concreto que enfatizan la perspectiva y enmarcan las obras monumentales de arte, para terminar en la Face House (Kao no ie [1974]), de Kazumasa Yamashita, que es la síntesis de esa infantilización sobre la ciudad y su arquitectura. La casa nos recuerda que la arquitectura siempre ha sido un juego, es ese urbanismo y arquitectura fantástica que rompe con la estructura de una cuadra, que te saca una sonrisa y te llena de emoción al verla. Es una casa hecha cara, o una cara hecha casa, con su local comercial en planta baja y acceso mediante una boca sonriente con dientes incluidos con la modulación de su cancelería (el primer local que existió fue el del dentista que solicitó la casa, que hoy en día es una estética), las ventanas en forma de ojos, una nariz para ventilar una habitación, orejas laterales con balcones que han sido absorbidos por las colindancias y escalera a manera de una coleta de cabello, en la parte posterior, para ingresar a la vivienda de manera independiente. Y, de regalo, una máquina expendedora de pines coleccionables con la Face House como recuerdo. 

Face House, Kazumasa Yamashita.JPG / Face House, Kazumasa Yamashita, souvenir.JPG

Osaka fue la cúspide de la infantilización: figuras tridimensionales —desde cangrejos, chefs, dragones, gatos, y pulpos, hasta el glico man en Dotonbori—, extensos pasajes comerciales, calles cubiertas de consumo, la cabeza de león en el Templo de Namba Yasaka, la experiencia de manejar un go kart personalizado de Super Mario Bros. por las calles del distrito de Shinsaibashi. O un café entregado por la garra de un oso (saludo, caricia y agradecimiento incluido) en el kumanote cafe como parte, ya no sólo de una dinámica lúdica y de infantilización de las cosas, sino como una muestra de empatía hacia los que están en una situación difícil por cualquier motivo en la vida. Amabilidad siempre, ante todo. Sobre esa infantilización basta ver la identidad gráfica de la Expo Osaka 2025, diseñada por Inari Team, que es la unión de muchas personas (otras personas) en diferentes acciones: bailando, saltando y rebotando, porque esa es la razón de estar vivo. 

Luego visitamos el castillo con las vistas a la ciudad para tratar de entender y visualizar lo que va a pasar en ese ya cercano 2025 con la Expo Mundial de Osaka, Kansai con el lema de el laboratorio de la vida del pueblo: un laboratorio para una sociedad del futuro”, salvando, empoderando y conectando vidas con un pabellón circular diseñado por Sou Fujimoto con la expectativa de recibir 28.2 millones de visitantes en la isla artificial de Yumeshima en el frente marítimo de la ciudad.  

Como última parada, el Nakanoshima, el Museo de Arte de Osaka, con sus extensas circulaciones verticales mediante escalas eléctricas que siguen este flujo de llevarte de la última planta hasta nivel de calle y expulsarte en una intervención urbana, diseñado por Katsuhiko Endo, la identidad gráfica de Takesuke Onishi, y mobiliario de Taji Fujimori Atelier. 

Hakone fue un regalo para dejarnos consentir con un baño de aguas sulfurosas en privado, vista a un jardín y la visita inesperada de un zorro rojo. Cena, desayuno y vestimenta tradicional (yukata robe) y descansar un poco de esos primeros días de velocidad para después recorrer la ciudad en transporte público, metro, camión, tren zizagueante por la topografía del lugar y cable bus para conocer las minas de azufre de la región y tratar de ver el Monte Fuji, sin suerte. Luego, el Museo Abierto de Hakone con una gran colección de obras de Picasso, Henry Moore, Miró; el playground con el octetra, de Isamo Noguchi; el knitted wonder space 2, de Toshiko Horiuchi McAdams; el interior del woods of net, de Tezuka Architects (estructura de madera y ensmables al estilo japonés); y muchas obras de artistas más bajo la neblina de la tarde que iba cayendo.

Yokohama era una parada obligada para conocer la terminal marítima diseñada por FOA (Farshid Moussavi y Alejandro Zaera-Polo), un referente en el manejo de la superficie continua, la materialidad y sus encuentros en diferentes direcciones1 que, bajo la lluvia, se convirtió en un recorrido hídrico-marítimo, un gran puerto-deck de madera que se despliega y se desdobla con la fuerza del mar. Desde que estaba estudiando la licenciatura, este proyecto (y el libro editado por ACTAR al respecto) fue una guía de referencia en esos años escolares, por lo que visitarlo se convirtió en una exploración a detalle de cómo se conforman. 

Luego un niño-arquitecto en un juguete-edificio explorando, tocando y fotografiando todo para terminar el día en la Gundam Factory y ver a su robot de 20 metros de altura y 25 toneladas de peso articulándose y moviéndose en una de las últimas presentaciones que daría. El museo de los Cup Noodles diseñado por Penta-Ocean Construction, bajo la dirección creativa de Kashiwa Sato fue una parada imprevista para conocer la historia de Momofuku Ando (1910-2007), inventor y padre de las sopas instantáneas de ramen y fundador de Nissin Food Products, y una buena lección de museografía para poder entender el creative thinking (pensamiento creativo) y su interacción con el público mediante sus exposiciones.

Tokio y sus edificios publicidad, arquitectura espectacular y especulativa que cumplen con una función comercial pero que en conjunto articulan a la ciudad espectáculo, desde la Tokyu Plaza, de Hiroshi Nakamura; el Gyre Shopping Center, de MVRDV; la tienda de Dior, de SANAA; Ometosando Hills, de Tadao Ando; el Espace Louis Vuitton, de Jun Aoki; TOD´s Ometosando Building, de Toyo Ito; el Ometosando Keyaki Building, de Norihiko Dan y Asociados; la Coach Ometosando Flagship, de OMA; One Ometosando, de Kengo Kuma, en Shibuya City; Marc Jacobs y la Tokyo flagship Building, de Jaklitsch Garner Architects; The Jewels of Aoyama, de Jun Mitsui; Intersect, de Lexus por wonderwall; la otra tienda de Coach, también diseñada por OMA; la tienda de Prada de Herzog & de Meuron; y la Puma House de Nendo, en Minato City; hasta el Sunny Hills, de Kengo Kuma, en Minanmi-Aoyama, con su sistema constructivo de uniones jigoku-gumi, una especie de madriguera-dique-represa de confort con el uso de la madera de los árboles hinoki (ciprés japonés) para refugiarse una media hora y que, como agradecimiento por comprar sus productos en la planta baja, te invitan a subir a tomar el té y probar un postre. Un viaje a Japón fue un agradecimiento continuo y eterno.

Después, una parada muy rápida en el Hotel Imperial de Tokio para ver los vestigios del diseño de Frank Lloyd Wright, y un hasta pronto en la Plaza de Godzilla, ese moderno Prometeo que resume bien esa infantilización del espacio público a la cual nos sometimos sin ninguna queja durante 13 días. 

 

En Tokio, nos hospedamos en dos distritos. El primero, en el barrio coreano en Hyakunincho, muy cerca del barrio rojo de Shinjuku, en un edificio de concreto aparente a la escuela de Tadao Ando que compartía departamentos en propiedad, en renta y hospedaje. Quizá fue el único distrito donde alcanzamos a apreciar una suciedad ordenada. Digamos que los coreanos tienen la costumbre de sacar su basura a la banqueta para que la retire el servicio de limpia, los japoneses no, ellos esperan a que pase el servicio para entregarla. En ese barrio encontramos una tienda de renta de uniformes escolares en la que puedes apartar una sesión fotográfica de media, una hora o cuatro horas hasta rentar un día completo para pasear con atuendo escolar. La infantilización con otras notas llega hasta este grado. Dos días después tratando de cubrir la extensión de la ciudad nos movimos a Ginza desde donde pudimos ver la Tokio Tower, de Tachu Naito; la Tokio Skytree, de Nikken Sekkei, desde la terraza pública de Ginza Six. A una cuadra de donde nos hospedábamos, estaba el emplazamiento original de las Torres Nakagin (1972-2022), de Noriaki Kisho Kurokawa, el cual sentenciaba: “me llaman futurista y dicen de manera más que lamentable, que soy el arquitecto de las cápsulas”, con esas cápsulas habitables de 4 m × 2.5 m (proporciones de tatami) con un espacio único habitable y un baño prefabricado en la línea Dymaxion Bathroom de Buckminster Fuller, que durante el proceso de desmantelamiento la cápsula A1302 fue adquirida por el Museo de Arte de San Francisco (SFMoMA), fuimos en búsqueda de algún vestigio de lo que fueron esas torres y no encontramos más que una caricatura colgada en un poste de luz de un colectivo, que se llama en instagram (@coseplaykoechan), que ese ha encargado de darle visibilidad desde el desmantelamiento a la fecha de la historia de las torres, mediante mercadotecnia y eventos. 

Perderse en la traducción 

Hay jardines que hacen llorar y trenes bala que provocan reír, hay gente local que te dan ganas de abrazar y turistas de los cuales quieres huir. (D)escribir un viaje a Japón quizá sea ese punto intermedio, ese balance y ese equilibrio que quiero definir y que necesitaba después de estar entre la rapidez y la lentitud, de cruzar el Shibuya Crossing entre la multitud y comer un ramen acompañado con la tranquilidad, que te da un ritual con dos palillos y múltiples formas de llevar la comida a la boca. Ese equilibrio y balance que estaba buscando en el viaje era este: el (d)escribir de las cosas mentales durante 13 días que hoy en unos días de escritura se convirtieron en este texto.  

En la sobrecarga de información de los anuncios luminosos y las pantallas digitales, en las tiendas de máquinas de juguetes, que te absorben por horas, están los nuevos templos de adoración. El espacio público está infantilizado en su comunicación. Todo es una caricatura, un personaje que te da indicaciones, un manga que te da instrucciones, una forma de control, porque un viaje a Japón te deja ver quizá solo lo que quieres o necesitas ver y algo te oculta de la realidad, del día a día.  

Quiero regresar y hacer un viaje a Japón a la manera que lo hizo Teodoro González de León; durante meses rehuí la compra de su trilogía de libros que narran su experiencia, porque quería hacer mi propio viaje. Pero cada vez que entraba en una librería, preguntaba por ellos tratando de retarme para ver si continuaba con mi guion, con mi descripción, o si ajustaba algo de este con lo que había visto Teodoro. Afortunadamente, los tres libros siempre estaban agotados, pero se que hay algunas referencias que mi historia arquitectónica no tiene en el panorama y que posiblemente esa guía pueda darme. Necesito regresar y hacer otro viaje a Japón para verlo solo con los ojos de un diseñador gráfico, de un asiduo al manga y al anime (ahí hay otros referentes y otros lugares), de un coleccionista de art toys, de un diseñador de moda, de un asiduo a la comida para (d)escribir todos sus ingredientes y sus partes. Debo regresar y hacer un viaje a Japón y recorrer exclusivamente sus baños públicos, como los del The Tokyo Toilet Project (porque ¿quién en su primer viaje a Japón destina todo un día para visitar baños públicos?: sólo los arquitectos acompañados de arquitectos, que para eso se requieren días perfectos, ¿no?). Quiero regresar y hacer un viaje a Japón y volver a perderme en su traducción. Quiero a veces sólo escaparme y huir de esta Ciudad de México que estos días está convertida en un basurero político-publicitario a 33 grados centígrados. 

Arigatō gozaimasu, viaje a Japón. Hizo falta tiempo para conocerte a detalle y conocerte mejor, pero prometo regresar y encontrar esas otras señales de tus ciudades que faltaron recorrer.  

El cargo Viaje a Japón: señales de ciudades II. Kioto, Osaka, Hakone, Yokohama y Tokio apareció primero en Arquine.

]]>
Viaje a Japón: señales de ciudades (I). El inicio del viaje, Shirakawa y Kanazawa https://arquine.com/viaje-a-japon-senales-de-ciudades-i-el-inicio-del-viaje-shirakawa-y-kanazawa/ Tue, 07 May 2024 22:41:52 +0000 https://arquine.com/?p=89881 Para Mercedes, por seguir viajando y encontrar señales de ciudades juntos. Todo texto —en mi caso, cuando escribo— inicia con una idea preliminar que se convierte en una frase que me repito en la cabeza constantemente para encontrarle, primero, un sentido y, después, estructura para, a partir de ahí, conformar mediante otras letras, palabras, frases […]

El cargo Viaje a Japón: señales de ciudades (I). El inicio del viaje, Shirakawa y Kanazawa apareció primero en Arquine.

]]>
Para Mercedes, por seguir viajando y encontrar señales de ciudades juntos.

Todo texto —en mi caso, cuando escribo— inicia con una idea preliminar que se convierte en una frase que me repito en la cabeza constantemente para encontrarle, primero, un sentido y, después, estructura para, a partir de ahí, conformar mediante otras letras, palabras, frases y enunciados un texto que en ocasiones parece que ya estaba escrito. La idea y frase preliminar para este texto fue: 

“entre la velocidad de un tren bala y la tranquilidad de un jardín”, 

para entender lo que en su momento estaba viviendo en un viaje a Japón.  

Estaba tratando de encontrar el balance de lo que estaban percibiendo mis sentidos y mi cuerpo, por un lado, completamente perdido en la estación central de Tokio, en mi intento por tomar el Shinkansen (tren bala) y reconocer patrones, indicaciones y señales contrarreloj que me guiarán a la plataforma que me llevaría al primer destino, Kanazawa. Y reconociendo en los otros que había dos tipos de personas: los locales, que se desplazaban con la misma rapidez, reconociendo sus trayectorias de origen y destino, siguiendo flujos; y los ajenos, extraños y turistas que estaban inmóviles tratando de asimilar eso mismo que yo estaba intentando leer. Y, por el otro lado, unos días después de una larga caminata, sentado e intentando una posición de loto (practicando la flexibilidad), contemplaba un jardín de arena con su estanque de agua y peces koi, adoraba piedras, oía el canto de las aves, tomaba té y escuchaba el silencio para después preguntarme: ¿dónde está el punto intermedio de equilibrio entre la rapidez de un tren bala y la lentitud de un jardín? 

(D)escribir 

De esa frase inicial empiezan a surgir del teclado ideas, palabras y textos secundarios que van apareciendo casi como un acto de corrección donde el texto ya está presente y sólo hay que empezar a articular, estructurar y editar las palabras. Recuerdo a un antiguo maestro en la universidad, Javier Jiménez Trigos, quien decía, sin citarlo textualmente porque no recuerdo con claridad sus palabras, que “hacer arquitectura es similar a un proceso de edición (cinematográfico)”, editar es modificar y corregir algo ya preexistente —la idea preliminar—, y cuando hacemos arquitectura vamos modificando y corrigiendo flujos, entradas de luz, recorridos de aire, empalme de materiales, vistas, paisajes, etcétera. Ese algo preexistente es el espacio percibido y hacer arquitectura, en una definición reduccionista, podría llegar a ser (d)escribir sus partes.  

No soy el mejor escritor, pero tampoco soy el peor. Intento expresar mis ideas y articularlas de acuerdo a mi experiencia y mi pasado. Cuando escribo, imagino que estoy dibujando con palabras, lo que me permite establecer procesos a la inversa de cuando diseño y dibujo primero. Empezar, digamos, con el documento de la memoria arquitectónica descriptiva y, después, establecer la estrategia. (D)escribir las cosas me ha permitido descubrir un proceso de diseño desconocido y en el que he encontrado la importancia de las palabras, su uso, definiciones, orígenes y etimologías. Dibujar es trazar, diseñar es marcar y designar, pero diseñar también es (d)escribir; y ese (d)escribir es representar algo por medio del lenguaje. Dibujar, diseñar y (d)escribir son comunicación verbal, gráfica y objetual en una misma acción. 

Viajar 

Viajar no es muy diferente a (d)escribir, sobre todo cuando ya tienes un guion preparado o una guía o ruta a seguir. Cuando viajamos, editamos esas sugerencias que nos inundan por Instagram (antes las daban las guías turísticas impresas). Hay que tomar decisiones sobre la marcha: en qué dirección ir, porque muchas veces el tiempo no da; modificamos recorridos que permiten la mayor parte del tiempo la sorpresa y, en algunas ocasiones, las menos, la decepción. Y corregimos trayectorias para evitar a los otros. Viajar últimamente se ha convertido en evitar hacer largas filas y encontrarse con otros turistas que no entienden o asimilan que un viaje a Japón sea para sintonizarse con el territorio, la cultura y su gente. En Osaka hicimos una hora de espera para lo que prometía ser uno de los lugares de ramen de la zona, en un pasillo de servicio entre los edificios con un ancho de menos de un metro y, en algunos tramos (estructuras de andamios que cortaban la fila en dos), vimos cómo la luz de la tarde pasaba a la oscuridad de la noche, para adentrarnos a un pequeño local atendido por 5 personas jóvenes (la menor tendría 17 años, el mayor unos 24). La orden te la tomaban en la fila de espera para que al entrar el personal iniciara a cocinar la comida. Ocurría una transición entre la preparación del menú para los 9 comensales que cabían en su barra y la espera a que terminaran de comer para iniciar la segunda, tercera, cuarta y subsecuentes rondas de comensales. Entonces el personal del restaurante entraba en ese balance y equilibrio que aún no podíamos encontrar en el viaje. 

En la rapidez uno se puede perder, y en la lentitud uno no se puede encontrar. En la desaparición de las banquetas uno puede apreciar en el caminar de la gente esa rapidez desacelerada o esa prisa silenciosa, que hacen difícil definir ese estado intermedio de regulación de velocidades que tienen los japoneses. En el metro, ante un imprevisto que nos dejó parados por un par de minutos, presencié el silencio comunitario más largo en el transporte público, un silencio empático con lo que sucedía en el exterior, un apoyo al otro y a los demás porque lo que sucede en la ciudad nos implica y nos afecta a por igual, un silencio que en nuestro transporte público se hubiera convertido en silbidos y quejas, en algo festivo, porque, sí, eso es lo que le atrae a los japoneses de México, donde todo es una fiesta. 

Viaje a Japón.  

Todo inicio con la pérdida del avión. Una forma sutil de iniciar un viaje a Japón y de desacelerarnos del ritmo y el estrés de las actividades diarias en la Ciudad de México, ciudad que cada día la encuentro menos afectiva, menos amable, menos transitable y menos vivible, más sucia, más deteriorada, más ruidosa, con menos civismo y más improvisación. Parece que en seis años desapareció el mantenimiento de la ciudad y, para simular que lo hay en cualquier camellón, uno siempre se encuentra a una cuadrilla del personal de limpia o de parques y jardines barriendo hojas secas. Cada día la sufro más y eso duele mucho, porque es el lugar donde me desenvuelvo. Esta frase que mencionaba repetidamente en conferencias y sesiones de clase, cuando estudiábamos la estructura urbana de la ciudad, hoy está surgiendo efecto: 

“cuando se ama a la Ciudad de México uno no puede encontrar mejor lugar para vivir, pero cuando se odia a la Ciudad de México y uno busca otra ciudad, no puede irse de ella, nos tiene atrapados.” 

 Así que esa pérdida fue una sutil y anecdótica manera de entrar en el viaje a Japón (gracias a uno de los supervisores de la aerolínea por entender ese jetlag adelantado que nos hizo confundir horarios). Llegamos al aeropuerto de Narita e hicimos los trámites necesarios para cambiar los boletos del tren bala (JR pass, adquiridos con anticipación desde un par de meses antes) y agendamos el primer recorrido que implicaba un transbordo en la Estación Central de Tokio para dirigirnos a Kanazawa. Llegando a la Estación Central de Tokio, recibí el primer golpe de la ciudad (solo me había pasado hace ya algunos años con Barcelona), lo cual agradecí ante mi grado de confusión y pérdida, ya que hace mucho que no tenía ese sentimiento: el de entender que, por muy documentado que vayas de una ciudad, esta siempre tiene una forma de recordarte que hay algo más allá de su estructura física que te recuerda su magnitud, tamaño, escala y esencia. Esa sensación es indescriptible, ese golpe de ciudad es como un recordatorio de que las ciudades están vivas y están más allá de un simple (d)escribirlas. En la Estación Central de Tokio sucedió eso que Sofía Coppola ya nos había adelantado hace 21 años en Lost in Translation (2003): la pérdida; esa imagen del cartel de la película donde vemos a Bill Murray interpretando a Bob Harris, sentado en la cama en pijama y pantuflas (los amenities de los hoteles japoneses), con la ciudad de fondo, una imagen que me pasó por la cabeza en ese momento, ¿era el jetlag, la crisis de la media edad a la Bob Harris o la fuerza de la ciudad lo que me estaba golpeando? 

Una vez superada esa pérdida llegamos a Kanazawa, que nos recibió con una celebración: trajes, música típica y una bolsa de regalos que incluían folletos turísticos de la ciudad, una pañoleta con la imagen del tren bala, y una sopa instantánea. Resulta que ese día, el sábado 16 de abril de 2024, era la primera vez que se hacía una conexión del tren bala que va de Tokio hacia Kanazawa. Entonces, no era la crisis de la media edad lo que golpeaba, era la falta de señalética e indicaciones en las pantallas de la Estación Central de Tokio lo que provoco nuestro extravío en su traducción.  

Kanazawa fue mi primer encuentro con la arquitectura japonesa con el Museo de Arte Contemporáneo del Siglo XXI, del despacho SANAA, y su lección de fragmentar el espacio. El museo, en síntesis, es un parque en el que se recorre el espacio intermedio que dejan los árboles, una buena forma de iniciar los recorridos arquitectónicos entre obras de James Turrell, Olafur Eliasson, Fernando Romero o Leandro Erlich y su swimming pool. O la oportunidad de sentarse en las sillas diseñadas por Kazuyo Sejima y Ryue Nishizawa: la armless chair, mejor conocida como la rabbit ears, la drop chair y la SANAA chair. Y, de paso, interactuar con la primera máquina expendedora de juguetes, pero ahora en un museo: souvenir del 2023 de Shoei Matsuda y su paid badge obtenida por 500 yenes, en clara referencia a todas esas máquinas expendedoras futuras con las cuales nos íbamos a encontrar más adelante por todo Japón. Ahí empezaba algo de la infantilización que sucede en la ciudad, que no son más que dos perspectivas, desde mi traducción: la de control hacia sus ciudadanos y la del pensamiento de cuidado hacia las próximas generaciones. 

Shirakawa-go y el esquema de colaboración comunitaria de ayuda mutua para la construcción, yui, con el uso del pasto kariyasu.

Llegar a la villa Shirakawa-go fue un encuentro con la arquitectura tradicional, en concreto, con el sistema constructivo de sus cubiertas con el uso del pasto kariyasu y el esquema de colaboración comunitaria de ayuda mutua para la construcción, el yui. Fue el encuentro con un pequeño pueblo nevado y su paisaje y, al mismo tiempo, el primer conflicto con la barrera del idioma al tratar de tomar un taxi que nos llevara hasta ese destino: el diálogo y la negociación al tratar de entendernos en un japonés asistido por el traductor de google (esa barrera del idioma es, al mismo tiempo, el gran éxito de los japoneses para que uno entre en su cultura; en muy pocos casos saben expresarse en inglés y no les interesa aprenderlo), conflicto lingüístico que terminó con un buen recuerdo fotográfico tomado por el conductor y otro buen recuerdo de su amabilidad al acompañarnos a tomar el camino que nos llevaría hasta el mirador del pueblo. No hay palabras para (d)escribir lo amables que son los japoneses para ofrecerte un servicio. De broma decíamos durante todo el transcurso del viaje que Japón todo lo hace bien, incluso esos pequeños detalles que en otro país te costarían el permiso de entrada a ciertos lugares por la mala atención de quien presta un servicio. De ahí, regreso a Kanazawa: comida en su mercado Omicho, que se convirtió en un brindis de cervezas artesanales y prueba de botanas con locales, caminata por el castillo de Kanazawa hasta llegar a una casa de té para pausar la velocidad. 

Sello coleccionable de recuerdo y vista panorámica de Shirakawa-go.

 

Vista panorámica

El cargo Viaje a Japón: señales de ciudades (I). El inicio del viaje, Shirakawa y Kanazawa apareció primero en Arquine.

]]>
Chocolate y roles de canela: un año en la Santa María Insurgentes https://arquine.com/chocolate-y-roles-de-canela-un-ano-en-la-santa-maria-insurgentes/ Thu, 25 Apr 2024 16:24:28 +0000 https://arquine.com/?p=89469 A pesar de las señales, y después de ir de un departamento a otro durante casi cinco años en Tlatelolco, me aferraba a ese territorio. Pero pronto noté que las opciones se iban reduciendo y el tiempo seguía avanzando. La angustia inmobiliaria, que es el pan de cada día en la ciudad, me estaba empezando […]

El cargo Chocolate y roles de canela: un año en la Santa María Insurgentes apareció primero en Arquine.

]]>
A pesar de las señales, y después de ir de un departamento a otro durante casi cinco años en Tlatelolco, me aferraba a ese territorio. Pero pronto noté que las opciones se iban reduciendo y el tiempo seguía avanzando. La angustia inmobiliaria, que es el pan de cada día en la ciudad, me estaba empezando a dejar indefenso frente al acecho de lo inevitable y no aparecía ninguna opción que fuera pagable y no se tratara de un espacio sin ventanas, con humedad y en una azotea. Finalmente, y quiero pensar que como casi siempre, apareció una luz al final del túnel, en una zona menos conocida, en definitiva, que Tlatelolco. Ahora, cuando me preguntan dónde vivo, suelo decir que “cerca de Tlatelolco” o “del hospital de la Raza” o, para aquellos menos ubicados, “cerca de Buenavista”. 

La colonia Santa María Insurgentes pasa desapercibida y suele ser confundida con su casi homónima vecina, la Santa María la Ribera, pero tiene una serie de particularidades, debo admitirlo, difíciles de reconocer a primera vista y que la hacen un espacio interesante de visitar y entender. Se trata de un triángulo en el mapa, delimitado por la avenida Insurgentes, el Circuito Interior y la avenida Flores Magón; la presencia de las vías del tren suburbano, en el lado sur, supone de inicio una separación urbana importante, que en esta zona se resolvió de las peores formas posibles: enormes puentes viales superpuestos unos sobre otros, rejas por todas partes e intransitables y altísimos puentes peatonales, recubiertos de rejas, como jaulas que dan vértigo y claustrofobia al mismo tiempo. 

Comparada con zonas más céntricas, la Santa María Insurgentes podría parecer modesta en cuanto a historia. No obstante, su emplazamiento nos puede dar algunas pistas, pues se trata de un territorio cercano a los pueblos prehispánicos de Tlatelolco, pero también a Azcapotzalco y, en efecto, es posible revisar —en el Legajo de Colonias del Antiguo Ayuntamiento de la Ciudad de México— la función que esta zona tuvo, hasta bien entrado el siglo XVII, como sitio y punto nodal para la distribución del agua dulce para estos dos pueblos prehispánicos. 

Con todo, sería hasta el siglo XX que comenzó la planeación y urbanización de la zona actual, que primero se llamó colonia Chopo. 

La avenida Insurgentes se trazó en la década de 1930 y por entonces se amplió la colonia, adosando terrenos del antiguo y desaparecido rancho Los Gallos. Fue también en este periodo que apareció uno de los monumentos más insólitos de la ciudad, cuya accesibilidad, e incluso su visibilidad, ha sido mermada con el tiempo, haciéndolo caer en profundo abandono. Me refiero al Monumento a la Raza, ¿Será quizá que su abandono es un indicador del merecido olvido de semejante concepto? Quisiera pensar que sí. Sin embargo, el objeto urbano como tal resulta interesante, pues es un auténtico palimpsesto, que incluye una estructura que simula un basamento de templo prehispánico, una serie de conjuntos escultóricos y, ¿por qué no?, todo coronado por un águila de fundición francesa, que fue creada para el truncado proyecto del edificio para el Congreso, convertido ahora en el Monumento a la Revolución. Las avenidas rápidas que lo rodean, su superficie cubierta de grafitis y el deplorable estado de conservación en que se encuentra, francamente no ayudan a sentir el Monumento a la Raza como un objeto propio de nadie, pero sería interesante resignificarlo, tal como los insurgentes salvaron el Caballito de Tolsá por su valor artístico, aun cuando no iba con sus ideologías, y quizá podamos darle una manita a este peculiar espacio, que se encuentra casi a la fuerza, en los límites territoriales de la colonia Santa María Insurgentes. 

La colonia experimentó cambios en 1950, cuando se destinó la mitad sur del territorio para un uso de suelo distinto, lo que marcó el destino de la zona, pues dio paso a la industria. Transitar por estas calles que, aunque arboladas, se sienten ciertamente hostiles por tener un frente de calle con grandes y viejas naves, resulta a veces necesario, pues se interponen entre la zona céntrica de la ciudad y la zona habitacional de la colonia. A pesar de esta relativa hostilidad visual, la experiencia se enriquece con los intensos aromas que brotan de las chimeneas de dos naves en particular: la fábrica de pan Bimbo, de donde emana un cálido y familiar olor a roles de canela y, por supuesto, la fábrica de chocolates Bremen, con una tradición de más de 80 años. A veces estos aromas, movidos por el viento, suelen perfumar la sala de mi departamento o colarse por la ventana de la habitación, como un dulce recordatorio del sitio en el que me encuentro. La fábrica de Bremen tiene además una tienda en la esquina, donde se consiguen los chocolates más ricos que he probado, mis favoritos son las tablillas rellenas de avellanas enteras. 

Desde la azotea de mi edificio se alcanza a ver un enorme domo rojo, del que proviene otro estímulo, esta vez auditivo, muy característico de la Santa María Insurgentes: se trata de la parroquia del Santo Cristo de la Agonía que, por su diseño moderno, parece haber prescindido de campanario, por lo que, muy curiosamente, llama a los feligreses a misa por medio de altavoces con una grabación de campanas (que, estoy casi seguro, deben ser las de la Catedral Metropolitana) y que los domingos por la mañana obliga a cubrirse la cabeza con alguna almohada. El edificio fue diseñado por Nicolás Mariscal Barroso, a quien se le reconoce también como autor del edificio de la embajada estadounidense en el Paseo de la Reforma. 

 

Otro elemento interesante se encuentra a la entrada de la colonia por el lado de Insurgentes: una fuente de terrazo, con modesto estilo art déco, que milagrosamente se mantiene encendida todos los días y le da un aspecto fresco al rumbo. Más adelante, siguiendo por Insurgentes, se encuentra un generoso y bien cuidado parque —conocido como “el de los relojes”—, pues tiene unos muros sobre unos montículos de tierra distribuidos de manera longitudinal, y orientados de tal forma que funcionan como relojes de sol según la estación. En la calle lateral al parque se encuentra una propiedad con una sencilla fachada de cantera, cuyos letreros indican que ahí se reúne la comunidad musulmana: se trata de una de las dos mezquitas que existen por el rumbo; la otra está en la Santa María la Ribera.  

En cuanto a la estructura urbana de la zona habitacional de la colonia, es notorio que ha pasado por mejores épocas. Platicando con algunos vecinos que han vivido desde siempre aquí, en sus conversaciones resalta el orgullo que les produce hablar de la Santa María Insurgentes y el prestigio que antaño esto suponía vivir aquí, sobre todo cuando mencionan los pocos edificios de departamentos que existen, y que la mayoría de las construcciones son casas grandes. La experiencia de vivir aquí ha sido interesante, de mucha tranquilidad (una vez que el cerebro empieza a ignorar el constante y lejano ruido de los coches en el Circuito Interior), en una zona de la ciudad que, por su carácter, podría ser considerada periférica, pero que demuestra, una vez más, que cada espacio en esta ciudad tiene algo que ofrecer, haciéndola inagotable. 

El cargo Chocolate y roles de canela: un año en la Santa María Insurgentes apareció primero en Arquine.

]]>
Chamizal https://arquine.com/chamizal/ Thu, 18 Jan 2024 21:45:26 +0000 https://arquine.com/?p=86972 El asombro que un territorio produce en el visitante siempre será mayor al de quien siempre lo ha habitado. Pienso que de ese estado de extrañamiento se alimenta la curiosidad de quien explora la ciudad, pues supone un portal para el aprendizaje, para dejar atrás el extrañamiento y convertir en conocido, (y por lo tanto […]

El cargo Chamizal apareció primero en Arquine.

]]>
El asombro que un territorio produce en el visitante siempre será mayor al de quien siempre lo ha habitado. Pienso que de ese estado de extrañamiento se alimenta la curiosidad de quien explora la ciudad, pues supone un portal para el aprendizaje, para dejar atrás el extrañamiento y convertir en conocido, (y por lo tanto en propio) lo que se tiene frente a la mirada. Quizá por eso, quienes no nacimos ni crecimos en la Ciudad de México, caemos con total fascinación en la búsqueda de desentrañar sus maravillas. 

En mis primeras visitas a la ciudad durante la infancia, tenía la sensación de que sus límites estaban por la esquina del Eje Central y avenida Hidalgo, por donde siempre salía con mi tía rumbo a la central de autobuses del norte, en un taxi atiborrado de mercancías para su mercería en Tula, Hidalgo. Cruzando ese umbral, todo lo que veía me parecía menos extraño, menos espectacular y menos misterioso. Más bien se parecía cada vez más al paisaje familiar (en el que había pasado hasta entonces la mayor parte de mi vida), salvo, desde luego, en el momento de atravesar Tlatelolco: Era tal mi estado de extrañamiento en ese momento, que no recuerdo siquiera haber percibido la zona arqueológica, sólo tengo grabadas en la memoria las letras de la descomunal caja azul que coronaba una torre parduzca: CHAMIZAL. En Tula había un lugar al que llamaban el Chamizal y me intrigaba entonces saber sí existía alguna relación entre esas letras y el homónimo asentamiento de mi pueblo, tratando de encontrarle un sentido a todo lo que veía con mi bagaje desnutrido de provincia. 

Unos quince años después terminaría viendo esas letras todas las mañanas desde la ventana de mi habitación en el piso 17 de la torre Revolución de 1910. 

Quizá mi sensación infantil y provinciana de que la ciudad terminaba en esa esquina del Eje Central e Hidalgo, no estaba tan lejos de ser cierta, y es que hasta el siglo XIX, toda la ciudad de México, era lo que ahora llamamos de manera condescendiente “El Centro Histórico”, el territorio en el que se desarrollaron los grandes relatos de esta ciudad: el florecimiento de Tenochtitlán, la Conquista, el Virreinato… Todo dentro de estos límites como de burbuja, que finalmente explotó en el siglo XX, expandiendo sus límites mucho muy lejos de los originales. Sin embargo, algo ocurrió y sigue ocurriendo en esta frontera; basta con cruzar del centro a la colonia guerrero para sentir el intenso cambio de ambiente, de concurrencia, de olores y sonidos, la Guerrero al contrario que centro histórico, parecería un territorio más propicio para el desarrollo de los micro relatos, los que ocurren diario dentro de las casas y vecindades, en las banquetas y las plazas públicas. 

Y es precisamente en una plaza pública donde me encontré con uno de estos micro relatos que le dio sentido a mi relación con la colonia Guerrero y, más tarde también, con Tlatelolco. Mi padre sí nació y vivió en la Ciudad de México, por situaciones familiares. Desde muy pequeño habitó con distintos parientes en varios lugares, pero una de las historias que más recuerdo haberle escuchado es sobre su tía Chata, portera del edificio de la calle Zarco número 5, detrás del convento de San Hipólito. Vivió ahí durante un tiempo, aproximadamente en 1954. En un momento en que la colonia Guerrero había pasado por distintas transformaciones, intentos de gentrificación y más, pero siempre resistiendo con un carácter marcadamente bohemio, la omnipresencia de la música y un insólito desarrollo del teatro conocido como “de revista”. La tía Chata y su hermana Celia, además de encargarse de hacer funcionar la bomba de agua del edificio, eran artistas que trabajaban en las carpas (teatros improvisados, como el que originó incluso el Teatro Blanquita), invitadas por sus amigas cantantes “las torcacitas” (Matilde y Faustina Sánchez Elías); además de esto, intuimos que realizaban trabajo sexual en la plaza de San Fernando (una plaza rodeada de hoteles y sindicatos en la que, a la fecha, se ejerce este oficio), pues cuenta mi padre que cuando terminaban sus jornadas, lo llevaban a él y a su hermana a tomar un baño caliente en la comodidad de la habitación de hotel, antes de abandonarla. 

Me gusta imaginarme cómo habría sido el día a día de estas mujeres que vivieron en un edificio que ya no existe, que trabajaron en teatros de los que apenas queda memoria en unas cuantas crónicas, que conocieron a tantas personas que les legaron a la vez sus historias y que marcaron la vida de mi padre y quién sabe de cuántas personas más, todo dentro del mismo territorio.

Años después, entrada la modernidad, la tía Chata tuvo la oportunidad de adquirir un departamento en Tlatelolco en 1964, uno de los 12 mil departamentos que se pagaban a cuenta de renta. Durante este periodo mi padre volvió a vivir un tiempo con ella en el edificio Narciso Mendoza, que pertenece a la tipología más austera, en la primera sección de Tlatelolco, justo donde Mario Pani proponía reubicar a los desplazados por el saneamiento de la “herradura de tugurios” que, dicho sea de paso, abarcaba buena parte de la colonia Guerrero. Siempre me ha parecido muy sospechosa la idea de que aquellos que vivían en barracones, vecindades o en porterías (como la tía) pasaran de ese estilo de vida a habitar un departamento en un edificio moderno, pero esta historia parece indicar lo contrario: sí era posible. 

Se establecieron ahí, y también recuerdo constantemente la historia de mi padre durante los sucesos de 1968 y cómo durante las redadas en la mañana los militares les habrían permitido transitar libremente a él y su primo, a pesar de su edad estudiantil, gracias a que trabajaban en Pemex y tenían credenciales; de cómo llegaron estudiantes aterrorizados a refugiarse en el pequeñísimo departamento de la tía, a pesar de que todo había ocurrido en la primera sección, casi a dos kilómetros de ahí. Estas historias las escuché mucho antes incluso de pisar estos territorios, y posiblemente despertaron en mí una curiosidad muy particular, la del extraño que de pronto siente como propio lo que mira… 

El cargo Chamizal apareció primero en Arquine.

]]>