Resultados de búsqueda para la etiqueta [Contingencia CDMX ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Mon, 29 Aug 2022 16:02:14 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Emergencia ambiental https://arquine.com/emergencia-ambiental/ Mon, 20 May 2019 10:00:26 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/emergencia-ambiental/ Nombrar la situación en la que nos encontramos como lo que es, una emergencia ambiental, debiera obligarnos a todos, empezando por los gobiernos en turno, a actuar responsablemente entendiendo y atendiendo la gravedad del caso.

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El 17 de mayo el periódico The Guardian hizo público un cambio en su manual de estilo: ya no hablarán de cambio climático sino de emergencia, crisis o quiebra (breakdown) climática; y para hablar del calentamiento global en vez de la palabra warming usarán heating, para subrayar que ese calentamiento se produce por ciertas acciones —y la falta de otras— de un agente preciso, la humanidad: nosotros. La atmósfera terrestre no se está calentando: la estamos calentado nosotros con la manera de producir y consumir y sólo cambiando radicalmente estas formas de producción y consumo podremos, con suerte, frenar ese calentamiento y sus consecuencias para la vida entera en la tierra.

Contingencia, dice el diccionario, es la “posibilidad de que una cosa suceda o no suceda,” es un riesgo de que algo nos toque —la raíz es tangere, tocar—, un peligro pero eventual. ¿Son las contingencias ambientales en el Valle de México un peligro eventual? En una historia larga de la cuenca y, también, en el sentido filosófico del término, las contingencias ambientales son, sin duda, contingentes: pueden suceder o no. Pero dadas las características geográficas y topográficas, así como el tipo de desarrollo urbano que se dió en la zona —una megalópolis extensa, privilegiando al automóvil privado, aunque sea el medio de transporte minoritario— lo que se repite empeorando cada año no podemos seguirlo considerando una contingencia más que si se insiste en ocultar la gravedad del problema con cierto uso del lenguaje. En el 2017, la ciudad tuvo 21 días de aire limpio —es un decir— de los 365, y en el 2018 fueron sólo 15 y tres contingencias. En los 139 días que han pasado del 2019, 7 han tenido aire “limpio” y 125 de mala calidad.

La historia de la contaminación del aire en el ex Distrito Federal no es en absoluto reciente. Ya en 1971 se estableció un “Reglamento para la Prevención y Control de la Contaminación Atmosférica Originada por la Emisión de Humos y Polvos,” que se enfocaba principalmente en la industria. Veintisiete años después, en un artículo publicado en noviembre de 1998 en la Revista mexicana de pediatría, titulado “Contaminación ambiental en el Valle de México, ¿estamos haciendo lo necesario?,” sus autores, Manuel Gómez-Gómez y Cecilia Danglot-Banck, señalando las condiciones geográficas de la ciudad y su zona metropolitana escribían:

El Valle de México presenta particularidades que lo afectan negativamente al respecto de la contaminación: está situado a 2,240 metros sobre el nivel del mar, con 23% menos oxígeno respecto a éste, lo que da por resultado una combustión incompleta; es una cuenca cerrada al estar rodeado de montañas, que forman una barrera física natural para la circulación del aire; con frecuencia presenta inversiones térmicas, lo que provoca un estancamiento de los contaminantes; por su localización geográfica a los 19ª de latitud norte recibe abundantes radiaciones solares, con una atmósfera altamente fotorreactiva, lo que facilita la formación de ozono y otros oxidantes; en la zona se encuentran instaladas más de 40,000 industrias, de las cuales 5,000 se consideran altamente contaminantes y 400 son críticas en cuanto a la producción de contaminantes; el parque vehicular, que se considera el responsable del 80% de la contaminación, es de aproximadamente cuatro millones de unidades, con 60% de ellas de más de diez años de antigüedad y con un incremento anual de 150 mil vehículos; en esta región se encuentra concentrada el 25% de la población.

Y en febrero del 2016, casi dieciocho años después del artículo citado, el Centro Mario Molina presentó un breve reporte titulado “Mejorar la calidad del aire en el Valle de México es urgente y un gran reto para la sociedad.” El informe menciona de nuevo las condiciones físicas, naturales de la cuenca que “dificultan la circulación del viento y la dispersión de contaminantes.” Apunta que, pese a que los “programas para controlar las emisiones de contaminantes a la atmósfera del aire y mejorar la calidad del aire” instrumentados por los gobiernos de la Ciudad de México y del Estado de México “han generado resultados positivos, no obstante, las concentraciones atmosféricas de ozono y partículas exceden de manera persistente los límites fijados por las normas mexicanas e incluso, en el caso del ozono, han aumentado de 2011 a la fecha.” La conclusión era que debíamos “enfocarnos en las acciones de política pública que es urgente discutir e implementar” y que  requerirán “de un esfuerzo considerable de comunicación y concientización de la sociedad.” Y entre “las medidas más relevantes” a tomar “destacan las siguientes”:

1. Expandir considerablemente y mejorar la calidad, seguridad y confiabilidad del transporte público, asegurando su acceso a los segmentos económicos más desprotegidos de la población.

2. Diseñar e implementar políticas para restringir el uso de transporte privado eliminando el subsidio implícito con el que es favorecido, estableciendo, por ejemplo: un impuesto o tenencia asociados al valor del vehículo y a sus emisiones; un precio a los combustibles que refleje los impactos ambientales y en salud; tarifas y límites de espacios para estacionamientos, y cargos por congestión.

3. Regular el transporte de carga intra e inter urbano en lo que respecta a pesos y dimensiones permitidas, rutas y horarios de acceso y circulación, y procesos de inspección físico mecánica y de verificación de emisiones.

4. Impulsar políticas de desarrollo territorial, para contener la expansión de la mancha urbana, fomentando la densificación, usos de suelo mixtos y rescate del espacio público y áreas verdes.

5. Combatir la corrupción y asegurar que los centros de verificación vehicular se ajusten a la normatividad vigente, así como actualizar los límites máximos permisibles de emisiones de contaminantes y calidad de combustibles contenidos en las normas oficiales mexicanas.

6. Incentivar la penetración de tecnologías vehiculares limpias y más eficientes, por ejemplo autos, autobuses y camiones eléctricos e híbridos.

Algunas de esas medidas se han tomado, no con la fuerza que hace falta ante la gravedad del problema. La mayoría, no. Muchas de esas medidas requieren cambios radicales sí, en nuestros modos de producir y consumir y especialmente en la manera como se ha hecho política urbana en México, esto es, en la manera de producir y consumir ciudad —o, quizá, dejarnos de concebir y reclamar no ser pensados como meros consumidores del espacio urbano. No sólo hay que darle la vuelta a la manera como se invierte en movilidad, destinando el mayor porcentaje al transporte público, sino dejar de subvencionar e incluso cobrar a los usuarios de automóviles privados los costos de los efectos negativos que provocan sus vehículos —desde el espacio que ocupan hasta el aire que contaminan. Hay quienes afirman que eso no se puede hacer hasta garantizar “transporte público de calidad”, pero es una falacia que posterga indefinidamente la toma de acciones y que, además, supone que un transporte público de calidad sólo es requerido para la minoría que actualmente usa automóviles privados y no para la mayoría que actualmente utiliza el transporte público padeciendo sus fallas e ineficiencia. Lo mismo puede decirse del tema de la densificación como respuesta unívoca a la descontrolada expansión de las ciudades, pues si no se garantiza un acceso justo y equitativo a las zonas densificadas, construir más y con usos mixtos tiende a generar expulsión de los habitantes con menos recursos a zonas más lejanas, resultando peor el remedio que la enfermedad.

Como advierte el informe del Centro Mario Molina, el problema es complejo y no hay soluciones sencillas. Las medidas a tomar afectarán sin duda las costumbres de muchos y los intereses de algunos. Pero quizá una manera de hacer frente a lo que todos tenemos ante los ojos —aunque tal vez el humo y la irritación no deje ver claramente— sea nombrarlo. Ya no contingencia ambiental como si fuera algo que puede suceder o no: sucede, siempre, y empeorando cada año. Menos aun llamarla contingencia ambiental extraordinaria, como la que recién se declaró como respuesta débil y tardía de los gobiernos a cargo de salvaguardar la salud de los habitantes de la Zona Metropolitana del Valle de México —no hay que olvidar que el gobierno del Estado de México es responsable por más de la mitad de esos habitantes. Cambiar las palabras —como lo ha hecho The Guardian— y nombrar la situación en la que nos encontramos como lo que es, una emergencia ambiental, debiera obligarnos a todos, empezando por los gobiernos en turno, a actuar responsablemente entendiendo y atendiendo la gravedad del caso.

 

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Contingencia CDMX. Cinco : dust in the wind https://arquine.com/contingencia-cdmx-cinco-dust-in-the-wind/ Sat, 07 May 2016 01:20:06 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/contingencia-cdmx-cinco-dust-in-the-wind/ A las tolvaneras que a mediados del siglo pasado azotaban a la ciudad de México, llenando de polvo el aire, se sumó después la contaminación, el smog que hizo que, en la que fue la región más transparente del aire, el azul del cielo desapareciera como el azul del agua en un viejo mapa. Otro índice de las transformaciones geofísicas y geopolíticas del territorio del valle de México.

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En 1920 Man Ray visitó a su amigo Marcel Duchamp en Nueva York. En el suelo de su estudio encontró una lámina con algunas líneas en relieve. Estaba totalmente cubierta de polvo, lo que impedía ver que se trataba de una hoja de vidrio, parte de La novia desnudada por sus solteros, aún… La acumulación de polvo era el método que había elegido Duchamp para, poco a poco, darle distintos tonos a partes del Gran vidrio. Man Ray tomó una foto de la obra de su amigo. El resultado es algo que parece un paisaje desértico. El título de la foto a muchos habrá parecido enigmático, pero era una descripción exacta de lo que retrataba: criadero de polvo.

La ciudad de México es un criadero de polvo. Una ciudad polvosa o, más bien, una ciudad con viento y a veces seca y, por tanto, polvosa. El polvo es un índice –en el sentido que dio al término Charles Senders Peirce: una conexión física directa entre el signo y el significado– de las transformaciones geofísicas del territorio del valle de México. Desde su fundación como Tenochtitlán en 1325 en medio de un sistema de cinco lagos hasta su actual extensión en una megalópolis de más de 20 millones de habitantes, padeciendo a veces falta de agua y otras inundaciones, el manejo del agua y la ocupación de la tierra con una serie de tramas urbanas ha sido uno de los principales retos, traducido en muchas representaciones cartográficas. De nuevo fue Peirce quien escribió que “la experiencia del mundo en el que vivimos hace del mapa algo más que un simple icono y le confiere el carácter añadido de un índice” —una conexión física directa entre el signo y el significado, entre al plano y el mundo, entre el mapa y el territorio.

No es decir mucho, ni se necesita saber mucho para afirmar que el agua es uno de los problemas primordiales de la ciudad de México, sea por exceso, con lagos, lluvias e inundaciones, sea por carencia, con sequías y hundimientos. Pero no se trata sólo de un tema físico, hidrográfico e hidrológico, sino también de un tema cartográfico, de mapas y representación. En la mayoría de las representaciones prehispánicas, la condición lacustre del valle de México y de Tenochtitlán, queda obviada en una codificación simbólica que, cuando más, sólo presenta los canales. La cartografía colonial empieza a tomar en cuenta lo que resultaba sorprendente: que la ciudad estuviera en medio de un sistema de lagos, unos de agua dulce y otro salada, atravesada por canales de riego y navegables y que creciera mediante islotes artificiales usados tanto para la vivienda como para el cultivo. Hablando de la cartografía del siglo XVI en Venecia, Denis Cosgrove explica:

La fascinación compartida entre cartógrafos y pensadores venecianos con la ciudad de México, Tenochtitlán o Temistitán. La relación de Cortés tras conquistar la capital Azteca era bien conocida, como su localización en el centro de un lago, abastecida por acueductos de agua fresca, que encantó a los venecianos quienes veían en esta metrópolis del Nuevo Mundo un paradigma de la propia Venecia. En el mapamundi de Agnese de 1536 es la ciudad más grande mostrada, ocupando casi todo el norte de México; en la Carta Ramusio (1534) y en Universale della parte del Mondo Nuovamente Ritrovata (1556), tiene casi igual prominencia. Igualmente indicativos son los planos idealizados de Tenochtitlán. El más antiguo aparece en el Isolario de Benedetto Bordone de 1528 (cuatro años después de la publicación en Nuremberg de las Cartas de Relación de Cortés a Carlos V) y es el modelo del plano publicado en el tercer volumen de las Navigationi de Ramusio, donde claramente se distinguen dos lagos, uno de agua dulce y otro, mayor, de agua salada, donde se construyó la ciudad. En una carta a Alvise Cornaro en apoyo de las ideas para remover las aguas saladas de la laguna, Fracastoro proponía la transformación de Venecia en una nueva “Themestitan”, aislada en un lago alimentado por ríos de agua dulce. Tal renovación iba más allá de los límites impuestos por la naturaleza que habían hecho de Venecia originalmente tan perfecta –como la crítica de Sabbadino a Cornaro haría claro–, pero la propuesta indica el poder de las imágenes cartográficas en el discurso veneciano de la renovatio. En el pasado, Venecia se había imaginado como una nueva Roma, Bizancio o incluso Jerusalén: cada una de ellas ciudades sagradas y eternas, axes mundi de la Antigüedad alrededor de las cuales la harmonia mundi giraba. Ahora iba a imaginarse como una futura Tenochtitlán, gran ciudad del Nuevo Mundo.
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Además de los mapas que menciona Cosgrove, es interesante el que incluyó el jesuita alemán Athanasius Kircher —corresponsal de Sor Juana Inés de la Cruz— en su libro Mundus Subterraneus, publicado en Amsterdam en 1665 y en el que defendía la teoría de que al centro de la tierra habría un gran fuego interior, causante de las erupciones volcánicas. La ciudad de México aparece al centro de un lago de agua dulce, alimentado por cuatro ríos, conectado de manera subterránea con el lago de agua salada, que a su vez desagua, también bajo tierra, en el Golfo de México. Una página antes del mapa de la ciudad de México, Kircher presenta uno de América. La única ciudad dibujada en América del norte es México, con sus dos lagos y sus flujos conectados, a través del Golfo, a las corrientes oceánicas.

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Antes de ser azul, el agua en un mapa es, literalmente, lo otro. Si la tierra está dibujada con detalles, los mares y océanos aparecerán generalmente blancos. Si, como dice Gunnar Olsson, la geografía es geometría con nombres, los océanos blancos, vistos en detalle, son puros nombres sin geometría, como el famoso mapa dibujado por Lewis Carroll en La caza del Snark: un rectángulo vacío, blanco, acotado por nombres: norte, este, ecuador, zona tórrida. En los mapas donde la tierra es sólo el contorno, dejando el interior casi sin mayores anotaciones, los mares pueden ser, por oposición, oscuros, negros –color digno del misterio que normalmente asociamos a las profundidades oceánicas. Ese océano es casi un caos originario, como, según Paul La Farge, dibujó Robert Fludd “la oscuridad primordial del universo en el momento anterior a la creación”, en su obra de 1617 Utriusque Cosmi Maioris scilicet et Minoris Metaphysica, Physica, atque Technica Historia (La Historia Metafísica, Física y Técnica de los Dos Mundos): un cuadrado absolutamente negro y, a los cuatro lados, las palabras Et sic in infinitum (Y así hasta el infinito). Ambos mapas, el del océano de Carroll y el del mundo antes de su origen de Fludd, hacen pensar también, sin duda, en algunas obras del arte moderno, desde los cuadros blancos y negros de Malevich, la pintura de Rothko o Soulages o el De Kooning borrado de Rauschenberg.

Si, de nuevo, pensamos al mapa más allá de la representación como una descripción o, mejor, una redescripción del entorno que en ese mismo acto genera el potencial de ver y entender de otro modo la realidad física a la que se refiere, pensaremos al mapa, como dice James Corner, como una práctica creativa que “precipita sus efectos más productivos mediante un hallazgo (finding) que es también una fundación (founding); su agencia [su capacidad de actuar] no descansa ni en la reproducción ni en la imposición, sino más bien en el descubrimiento de realidades antes no vistas o imaginadas.” Por tanto, agrega Corner, mapear despliega un potencial, rehace el territorio una y otra vez.

Del mismo modo que hace ver, el mapa puede ocultar o, simplemente, desaparecer datos. En su libro La nueva naturaleza de los mapas, ensayos sobre la historia de la cartografía, J.B.Harley propone una teoría del silencio cartográfico, a partir de una lectura de los mapas que no sea técnica sino política. Dice Harley que “al evaluar los silencios debemos estar conscientes no sólo de los límites geográficos del conocimiento, sino también de las limitaciones tecnológicas de la representación.” Pero dando un paso adelante de las limitaciones tecnológicas, Harley aclara que hay que entender que lo que no dice un mapa o, mejor, lo que no muestra, tiene una importancia cultural y política tan amplia como aquello que dice o muestra. El “simple” hecho de nombrar o ubicar un accidente en un mapa —agrega— tiene un significado político además del geográfico.

Si durante el siglo XVI y parte del XVII la representación cartográfica de la ciudad de México reafirmó su condición lacustre, a partir de la segunda mitad del XVII, cuando a raíz de la gran inundación de 1629 se toma la decisión de desecar los lagos, los mapas de la ciudad empiezan a centrarse cada vez más en la zona urbanizada y un progresivo olvido de los lagos. A partir de lo expuesto más arriba, hay que pensar que ese silencio cartográfico no sólo refleja los cambios en la realidad geográfica del valle de México, sino que prepara una nueva imagen de la ciudad y, sobre todo, de su paisaje. Al final sólo quedó la tierra seca que se levanta los meses en que el viento sopla con fuerza. A las tolvaneras que a mediados del siglo pasado azotaban a la ciudad de México, llenando de polvo el aire, se sumó después la contaminación, el smog que hizo que, en la que fue la región más transparente del aire, el azul del cielo desapareciera como el azul del agua en un viejo mapa. Otro índice de las transformaciones geofísicas y geopolíticas del territorio del valle de México.

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Contingencia CDMX. Cuatro : smoke makes prosperity https://arquine.com/contingencia-cdmx-cuatro-smoke-makes-prosperity/ Thu, 05 May 2016 16:30:19 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/contingencia-cdmx-cuatro-smoke-makes-prosperity/ El crecimiento y la industria nos hicieron pensar que “el humo genera prosperidad.” Ante esa lógica de planificación, Jane Jacobs decía que "los ciudadanos tenían que tomar la iniciativa y frustrar a los planificadores."

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Bel Geddes working on Shell City of Tomorrow model

Ralph Steiner y Willard van Dyke dirigieron y fotografiaron el corto The City, producido por el American Institute of Planners para presentarse en la Feria mundial de Nueva York de 1939. La película empieza con la visión idílica de la vida en pequeñas comunidades donde, “hace uno o dos siglos, se construía el templo para demarcar lo común” y, al lado, en el ayuntamiento, los vecinos, que se conocían entre todos, tomaban juntos decisiones sobre su ciudad. De ahí, el crecimiento y la industria nos hicieron pensar que “el humo genera prosperidad.” A los grandes edificios sigue el gran congestionamiento de autos y el tráfico motorizado toma el espacio de la gente. La salida la insinúan un tren y luego un avión que sobre vuela el campo, donde, en un futuro al parecer inminente, “la nueva era construye un nuevo tipo de ciudad, cercana de nuevo al suelo:” ciudades verdes, organizadas para permitir la cooperación entre las máquinas y el hombre y entre los hombres en general. “El sol, el aire y áreas verdes abiertas son parte del diseño. Calles seguras y buenos barrios no son cuestión de suerte: están construidos en el patrón mismo de la ciudad y construidos para durar.” La narración de Morris Carnovsky —sobre música de Aaron Copland— sigue un texto escrito por Lewis Mumford.

Un año antes, en 1938, Mumford había publicado The Culture of Cities. En el capítulo 17, El mito de la megalópolis, exponía su no muy positiva visión sobre las grandes ciudades. En general, dice, “la ciudad tiende a encerrar la vida orgánica y plural de la comunidad en formas petrificadas y sobre-especializadas que logran la continuidad a costa de la adaptación y el crecimiento futuro.” Entre otros defectos, Mumford veía a las grandes Megalópolis como “la prueba y el medio de la tendencia general a la concentración en monopolios,” manejadas por una “burocracia política” al servicio de una “nueva trinidad: las finanzas, las aseguradoras y la publicidad.” El símbolo material de las grandes Megalópolis era, según Mumford, el rascacielos de oficinas: “un archivero para humanos con ventanas uniformes, fachadas uniformes, espacios uniformes, que se levantan piso por piso compitiendo por luz y aire y, sobre todo, por prestigio financiero.”

La ruta de escape hacia otro tipo de ciudades también había sido sugerida por Mumford —bajo la influencia de Patrick Geddes, el autor de Cities in Evolution, publicado en 1915. En el último capítulo de The Story of Utopias, publicado en 1922, Mumford escribió que “nuestra elección no es entre la utopía y el mundo tal cual es sino entre el mundo y nada —o, más bien, la nada.” Explicó que la utopía tiene que ver, primero, con “entender los poderes potenciales de la comunidad” y, luego”, “el papel de la ciencia y el arte en nuestra vida social.” Mumford decía que si bien el equipamiento físico de Nueva York comparado con el de Atenas en el siglo IV antes de nuestra era, era como comparar a la misma Atenas con una cueva prehistórica, “la vida del hombre en la ciudad contemporánea tal vez fuera más desordenada, fútil e incompleta” que en la Atenas clásica. Por supuesto Mumford idealiza la democracia ateniense de unos cuantos ciudadanos libres, pero la comparación es sobre todo a la escala de la organización: la comunidad local se ocupa de su región, mientras que a la Megalópolis, que calificará después de mito, le corresponde otro: el mito del Estado Nacional. La gran ciudad y lo que implica en términos de conocimiento, tecnología y poder, lleva a la sociedad “a una situación peligrosa” donde “desarrolladores anónimos han erigido gran cantidad de casas e ingenieros absurdos han dispuesto nuestras ciudades sin pensar en otra cosa que contratos para hacer drenajes y pavimentar, mientras que hombres rapaces e incultos han conseguido el éxito en el negocio de decir a la multitud lo que es la buena vida.” La solución, para Mumford, era esa vuelta al suelo, como se dice en la película The City, y una nueva relación entre arte y comunidad, una visión heredada de Morris y Ruskin donde la pobreza material entre los desposeídos que produjo la revolución industrial era inseparable de cierta pobreza estética que no implicaba mejora alguna tampoco para el gran arte exclusivo de las élites.

La visión que de las Megalópolis presentaba Mumford en sus textos y Steiner y van Dyke en el corto The City era, sin duda, distinta a la que sobre las grandes metrópolis nos ofrecieron Dziga Vertov con El hombre de la cámara, en 1929 o Walter Ruttmann, dos años antes, con Berlín, sinfonía de una metrópoli, aunque el vértigo ante la ciudad fuera de sí pudiera ser compartido. También es distinta a la idea que en el mismo año de The City, 1939, y para la misma ocasión, la Feria Mundial de Nueva York, presentó Norman Bel Geddes con la exhibición Highways and horizons, que era parte de Futurama, la instalación patrocinada por General Motors y que puede verse en el documental To New Horizons. A la maqueta de la ciudad del futuro, Geddes sumó un libro, Magic Motorways. Para el otro Geddes, el problema del tráfico era el resultado de utilizar “viejos caminos construidos para otros vehículos, en vez de empezar a construir caminos especiales para las necesidades especiales del automóvil.” Al inicio de su libro planteaba que “desde el inicio de los tiempos, cada vez que la gente ha intentado llegar de un lugar a otro, siempre han guardado los mismos principios básicos. Primero, el deseo de preservar la vida; segundo, el de hacer un viaje agradable; tercero el de llegar a su objetivo con rapidez y, cuarto, hacerlo gastando el menor dinero y esfuerzo posibles.” Geddes supone —quizá sin equivocarse— que el placer y la eficiencia de cualquier viaje en automóvil se deriva de una sola cosa: el flujo ininterrumpido y que de no darse ese flujo se genera en el conductor una sensación “cuyo nombre es simplemente frustración.” La frustración acabaría evitando dos errores en el diseño de cualquier autopista: las intersecciones y las incorporaciones. La maqueta y el libro de Geddes presentan múltiples variaciones de puentes de varios niveles y tréboles cuya única finalidad es garantizar el flujo continuo de los automóviles.

Lo que para Geddes fue una propuesta de feria, para Robert Moses se convirtió en una obsesión. En una entrevista de 1953, Moses explicó que uno de los grandes retos de los Estados Unidos era el retraso en la construcción de autopistas. Desde sus múltiples puestos en la administración de la ciudad de Nueva York, Moses hizo lo posible por remediar el atraso, al menos en esa región. Hasta que se encontró con la resistencia tenaz de Jane Jacobs. En una plática de 1962, un año después de publicar su Muerte y vida de las grandes ciudades americanas, Jacobs habla de que las “ciudades son lugares extremadamente físicos” y gente con “intrincadas relaciones interpersonales,” lo“no pasa sólo porque lo desees.” También explica su teoría de que las oficinas de planeación de los gobiernos de las ciudades siguen sus propias lógicas sin interés real en la ciudad —su interés es la planeación, casi en abstracto— y que la única manera de hacerlas cambiar de dirección es mediante la resistencia de los ciudadanos. Jacobs dice que tuvo que poner en práctica su propia teoría cuando se enteró que su barrio, el West Village en Nueva York, sería renovado con la construcción del Lower Manhattan Expressway, pensado por Moses desde 1941. “Para revertir lo que estaba planeado, los ciudadanos tenían que tomar la iniciativa y frustrar a los planificadores,” dice Jacobs casi al final de la plática: “desde entonces me dediqué a frustrar a los planificadores.” Algo que no se pudo haber hecho sin la participación del vecindario, agrega, sugiriendo, tal vez, que una ciudad, hecha de comunidades, no puede funcionar si no se imagina en común.

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Contingencia CDMX. Tres : smoke gets in your eyes https://arquine.com/contingencia-cdmx-tres-smoke-gets-in-your-eyes/ Thu, 05 May 2016 03:59:12 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/contingencia-cdmx-tres-smoke-gets-in-your-eyes/ Abrumados por resolver a como dé lugar los problemas causados por la crisis ambiental que les reventó en las manos—aparentemente de manera imprevisible—, a los funcionarios del gobierno local el smog literalmente no los deja ver más allá de sus narices y el panorama completo y complejo se les escapa.

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2016-05-03 18.17.15

En 1873 se publicó la primera edición de Matter and Motion, una introducción a la física escrita por James Clerk Maxwell, cuyas ecuaciones sobre los campos electromagnéticos sirvieron de base para la teoría especial de la relatividad, según el mismo Einstein. En el primer capítulo, Maxwell define a la ciencia física como “el departamento del conocimiento que se relaciona con el orden de la naturaleza o, en otras palabras, con la sucesión regular de eventos.” Maxwell dice que “en todo procedimiento científico se empieza demarcando cierta región o asunto como el campo de nuestra investigación” y que “a eso debemos confinar nuestra atención, dejando el resto del universo fuera de nuestro recuento hasta que hayamos completado la investigación que emprendimos.” Eso implica “definir claramente el sistema material al que se refieren nuestras afirmaciones.” Ningún científico estudia todo al mismo tiempo. Al definir el sistema material hay que tener claras cuáles relaciones o acciones se dan entere las partes del mismo, es decir, cuáles son internas, y cuáles entre el sistema y lo que queda fuera. “Las relaciones y las acciones entre cuerpos que no se incluyen en el sistema deben dejarse fuera de consideración. No podemos investigarlas a excepción de hacer que nuestro sistema incluya esos cuerpos.” Una vez que se determina el sistema material y las relaciones internas y externas del mismo, se puede atender al “ensamblaje de las posiciones relativas” que lo componen, lo que Maxwell llama la configuración material del sistema. “Esa configuración se puede representar mediante modelos, o diagramas. El modelo o el diagrama se supone que se asemejan al sistema material sólo en forma y no necesariamente en ningún otro aspecto.” De esa manera se pueden entender las relaciones entre las partes de un sistema material, esto es, su estructura o configuración.

Supongamos, por ejemplo, un motor. Un motor es un sistema material definido. Produce un trabajo: se mueve, como dice su nombre. Y se mueve fundamentalmente a así mismo: todo motor es en principio un automotor. No hacen falta llantas o asientos, volante o espejos, para que un motor sea un motor, pero sí para que sea un coche. Aunque un motor se comporte de manera similar si es parte de un automóvil o si es parte de un sistema de bombeo, para entenderlos como un coche o una bomba hidráulica hay que redefinir el sistema material: sus relaciones internas y externas y la configuración de las partes. La eficiencia de un motor de coche no se puede medir sin el coche. Ahora, no es lo mismo un auto de fórmula uno que uno para uso diario en la ciudad. En el primer caso el objetivo es que el auto pueda viajar a gran velocidad, para lo cual se diseñan pistas cuyas rectas y curvas se trazan cuidadosamente y el pavimento se diseñan con el mismo propósito: la velocidad. El auto de carreras y la pista forman así un sistema material. El auto que se usa en la ciudad también forma un sistema material con ésta. Pese a lo que propusieron arquitectos, urbanistas e ingenieros viales desde el siglo pasado, la estructura vial de la mayoría de las ciudades no favorece el flujo ininterrumpido y a altas velocidades de los automóviles. El radio de giro para dar vuelta en una esquina nos obliga a frenar. También el semáforo o el paso peatonal en las esquinas y los cruceros que en muchas ciudades se repiten cada cien o doscientos metros. El automóvil en una ciudad debe frenar constantemente y la eficiencia de su motor considerarse de acuerdo a esta condición pues no se trata de un motor aislado ni tampoco de un auto aislado o de un auto y una pista de carreras. En una ciudad el auto y otros autos, las bicicletas o las personas que caminan son parte de ese sistema material más extenso y complejo que el motor.

El Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación podría ser, junto con los del Amor, la Paz, la Abundancia y la Verdad, el quinto ministerio en 1984, la novela de Orwell. En la ciudad de México la Secretaría de Ciencia, Tecnología e Innovación está a cargo del doctor René Drucker Colín, reconocido neurobiólogo. A finales del 2015, antes de que reventara la crisis ambiental en la ciudad de México, Drucker dijo en una conferencia de prensa que cada vez que un auto pasaba sobre un tope, al frenar y volver a acelerar, se emitían diez veces más bióxido de carbono que si se circulara de manera constante. En una entrevista publicada el primero de abril —¿april’s fools?— Drucker volvió a culpar en parte a los topes por generar un aumento de la contaminación y propuso su eliminación. Antes, el 18 de marzo, el jefe de gobierno de la ciudad de México parece que ya había escuchado a su Ministro de Ciencia, Tecnología e Innovación y anunciaba el retiro de topes. Entre el gobernador y su ministro, habían decidido reducir el sistema que estudiaron a un auto en condiciones de laboratorio, sin necesidad ni obligación de frenar no sólo ante un tope sino frente a un semáforo en rojo o un paso peatonal —aun si no hay semáforo— para permitir el paso de las personas.

La obsesión de Drucker con los topes no es nueva. El 21 de febrero del 2012, antes de tener un cargo en el gobierno de la ciudad, Drucker publicó en el periódico La Jornada un texto titulado Topes, topes y más topes. Ahí explica que si un auto “va circulando a velocidad constante, la emisión de CO2 disminuye, y si se para, baja a casi cero, pero al arrancar de nuevo las emisiones se elevan entre cinco y ocho veces más en microgramos por segundo. Ahora imaginemos —añade— lo que ocurre en la ciudad cuando los millones de automotores se tienen que detener y arrancar nuevamente n veces en las calles al enfrentarse a los miles de topes que aparecen por todos lados.” Probablemente lo anterior sea una verdad científica irrefutable, comprobada en laboratorio, pero, de nuevo, que no toma en cuenta el sistema completo —donde no sólo hay topes sino esquinas, semáforos, personas. Hay que notar que en aquél texto había atisbos de que Drucker tomaba en cuenta la amplitud del sistema:

Lo primero que habría que decir es que el número de topes es inversamente proporcional al nivel educativo de los ciudadanos. Es decir, para que se entienda, más topes, menos educación, y en este caso hablo de la educación vial, la cual es prácticamente inexistente en el país. Lo segundo es que el gobierno, o los gobiernos locales, o el sector al que corresponde el asunto de la vialidad, han decidido desde hace mucho estar ausentes en cuanto a lo que les tocaría hacer. Bueno, no del todo ausente; han mostrado su presencia de la peor y más irresponsable forma, o sea, poniendo topes por doquier, muchos totalmente inútiles. Debido a que la impunidad, o más bien la ausencia de autoridad vial, impera por doquier, pues colocar topes para evitar accidentes, heridos o muertos es una solución fácil, y así las autoridades se lavan las manos, los ciudadanos seguiremos con cero civilidad o educación vial y la ley de la selva seguirá imperando.

Al final del texto Drucker insiste: hay que quitar topes y —al mismo tiempo— iniciar “una campaña de educación vial en la población” para que “se castigara realmente a los infractores que no cumplan con las mínimas reglas de civilidad.”

Los topes han empezado a desaparecer. Así lo anunció el jefe de gobierno de la ciudad y le hicieron segunda varios delegados. Pero los automovilistas siguen manejando con licencias que obtuvieron sin pasar ningún examen: nadie sabe qué tanto conocen del reglamento y si lo desobedecen por ignorancia o porque tampoco hay nadie que los obligue a su cumplimiento. La impunidad en esta ciudad no es sólo asunto de políticos corruptos: a cada momento y en cada esquina un automovilista viola una norma y ni siquiera tendrá que sobornar a un agente de tránsito para evitar la multa: nadie lo sancionará.

Abrumados por resolver a como dé lugar los problemas causados por la crisis ambiental que les reventó en las manos—aparentemente de manera imprevisible—, a los funcionarios del gobierno local el smog literalmente no los deja ver más allá de sus narices y el panorama completo y complejo se les escapa. Sus respuestas pueden ser con acciones necesarias —como reducir el número de autos en circulación— y otras que parecen intentar evitar el descontento que aquellas originan —”¡quiten los topes!”. Al mismo tiempo, el anuncio, urgente, de auténticas políticas de movilidad que privilegien el transporte público y a las personas, siguen sin vislumbrarse entre la niebla. Smoke gets in our eyes.

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Contingencia CDMX. Dos : smog https://arquine.com/contingencia-cdmx-dos-smog/ Tue, 03 May 2016 13:00:57 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/contingencia-cdmx-dos-smog/ En una ciudad donde la política fue suplantada por una técnica administrativa —además, mal implementada— la responsabilidad se diluye como humo en el aire mientras todos estamos presos dentro de una densa y mortífera capa de persistente smog: neblumo, polulmo, humiebla, humión, mierdaire.

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En un texto publicado en la revista Letras Libres en el 2007, José de la Colina suponía que la palabra smog habría sido acuñada en Los Angeles a mediados del siglo XX, pero según la Enciclopedia Británica, fue el doctor H.A. des Voeux quien en 1905 usó el término por primera vez, comprimiendo en un solo término humo, smoke, y niebla, fog. Des Voeux era miembro de la Sociedad para el Abatimiento del Humo de Carbón, que tras el aumento de la contaminación a finales del siglo XIX en Londres, buscaba controlar el humo no sólo de las grandes industrias sino reducir también el que se producía en las chimeneas caseras. Aunque la escala de una chimenea doméstica no era comparable a una industrial, multiplicadas por cientos de miles el efecto se suma de manera no menos nociva a la contaminación de la ciudad. De la Colina da cuenta de varios intentos por traducir el término al español: polumo, propuso Octavio Paz, ensamblando polución y humo, neblumo, que Juan Goytisolo construía, más cerca del original inglés, con niebla y humo; también dice que Arturo del Hoyo postulaba humiebla, también literal y hasta en el mismo orden, y Camilo José Cela decía humión, mezcla redundante de humo y contaminación. Hoy quizá sería mejor alejarse de las raíces de la palabra inglesa y traducir smog más libremente pero con mayor contundencia como mierdaire.

En su libro La invención del aire, Steven Johnson cuenta que John Adams y Thomas Jefferson —segundo y tercer presidentes de los Estados Unidos— intercambiaron ciento setenta y cinco cartas a lo largo de su vida En esas cartas mencionan tres veces a George Washington —el primer presidente—, cinco a Benjamin Franklin y cincuenta y dos veces a Joseph Priestley, el inventor del aire. Priestley nació en Inglaterra en 1733 pero vivió sus últimos diez años en los Estados Unidos, hasta su muerte en 1804. En 1774 Priestley extrajo un gas al quemar mercurio que probó ser altamente inflamable y, sin embargo, en un experimento del que esperaba un resultado contrario, no resultó tóxico para los seres vivos, al contrario. Priestley había descubierto un aire más puro que el aire: el oxígeno —aunque un año antes el sueco Carl Wilhelm Scheele ya lo había descrito como el aire del fuego.

El oxígeno es un gas incoloro, inodoro e insípido. Representa el 21 por ciento de la atmósfera terrestre. Su número atómico es 8 y normalmente se encuentra, en estado gaseoso, en moléculas de dos átomos, aunque también forma moléculas de tres átomos que generan un gas llamado ozono, también incoloro e inodoro, aunque produce irritación en las mucosas de los seres vivos. Al ozono que respiramos se le llama troposférico, para distinguirlo del estratosférico, que protege a la atmósfera de los rayos ultravioleta. El ozono troposférico esulta del efecto de la luz solar sobre los óxidos de nitrógeno que, junto dióxidos de nitrógeno —resultado de la quema y evaporación de combustibles—, polvo y otras materias, conforman el smog. Los motores de los automóviles producen óxidos de nitrógeno, quizá no en cantidades excesivas, pero que multiplicados por millones en una megalópolis y sometidos a la luz del sol generan ozono troposférico en cantidades que resultan no sólo incómodas sino peligrosas. Es el problema de la tecnología: siempre tiene al menos dos caras.

El documental de 1992 La traición de la tecnología consiste en una entrevista al filósofo, sociólogo y teólogo francés Jacques Ellul, autor, entre otros libros, de La técnica o el reto del siglo, publicado originalmente en 1954. Ellul habla del problema de la técnica como uno de responsabilidad. En un mundo dominado por la tecnología, dice, las tareas de cada individuo son fragmentos desconectados del resto. Cuando algo falla, la responsabilidad también se fragmenta y se diluye hasta desaparecer. Se evapora. Pero esa falta de responsabilidad no constituye, de ninguna manera, una manifestación de libertad. Al contrario: todos estamos sometidos a decisiones de las que no queremos o no podemos hacernos responsables. Acercándose a las ideas de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal, Ellul explica cómo un oficial nazi encargado de un campo de concentración, al cuestionársele si no había tenido algún reparo ético ante los crímenes que cometía, respondió que no tuvo tiempo para pensar en eso, dedicado como estaba a la tarea técnica de deshacerse de tantos cadáveres.

Para Johnson el interés de Adams y Jefferson en las ideas de Priestley habla de una época en la que, si bien no gobernaban precisamente filósofos, como hubiera querido Platón, la red de intereses, conocimientos y capacidades de quienes lo hacían era mucho más amplia, diversa y consistente —a la vez que menos cuestionable— que la de quienes lo hacen ahora. Contra los científicos —si le quitamos al término las resonancias porfiristas, aunque la intención de usarlo entonces era, precisamente, subrayar esa capacidad— llegaron los técnicos o, peor, los tecnócratas que convirtieron a la política y al gobierno en mera técnica administrativa. Parafraseando a Elul, ante una catástrofe como la que implica la contingencia ambiental en la ciudad de México, podemos preguntarnos ¿quién es responsable? ¿Los funcionarios públicos y su negligencia y corrupción históricas? ¿Los automovilistas y la poca contaminación que producen pero que como la de cada chimenea casera en el Londres del doctor des Voeux se suma y multiplica? ¿Los arquitectos y urbanistas que se dejaron llevar, sin pensarlo demasiado, por una idea de ciudad dominada por el imperio de la movilidad? ¿Quién se hace responsable? Ninguno —el mismo término, contingencia ambiental, revela la irresponsabilidad al concebir la contaminación como un suceso accidental. ¿Quién es libre? Nadie.

La banalidad de la contaminación. En una ciudad donde la política fue suplantada por una técnica administrativa —además, mal implementada— la responsabilidad se diluye como humo en el aire mientras todos estamos presos dentro de una densa y mortífera capa de persistente smog: neblumo, polulmo, humiebla, humión, mierdaire.

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Contingencia CDMX. Uno : blowback https://arquine.com/contingencia-cdmx-uno-blowback/ Mon, 02 May 2016 13:35:24 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/contingencia-cdmx-uno-blowback/ La contaminación en la ciudad de México es otro caso más que nos recuerda que, pese a la reciente desaparición del Distrito Federal y su cambio de nombre, una ciudad siempre es más que los límites administrativos que la pretenden definir.

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Dos hombres. Dos celdas. Cada uno en su propia celda, separados por un muro. No pueden tocar al otro así que se tocan a sí mismos imaginando al otro. El muro está perforado por un pequeñísimo orificio. De un lado del muro sale, poco a poco, procaz, una pajilla. Del otro lado, el preso más viejo fuma un cigarrillo, acerca los labios a la pajilla y sopla. Al extremo opuesto, en la otra celda, el preso más joven espera con la boca abierta a que salga el humo. No lo aspira inmediatamente. Deja que las volutas de humo hagan lo suyo y entrecierra los ojos, extasiado. La escena es de la película Canto de amor, escrita y dirigida por Jean Genet en 1950 y cuya proyección fue prohibida todavía en 1966 en los Estados Unidos por su fuerte carga erótica. Años después, en la portada de uno de sus álbumes, se puede ver a Tricky de perfil con los ojos cerrados y la boca entreabierta. Una mujer desnuda exhala humo directamente en la boca del músico. El álbum se llama Blowback, palabra que nombra el hecho de introducir un cigarro de mariguana a la boca con la parte encendida hacia adentro y soplar el humo en la boca de otra persona. Compartir así el humo, boca a boca, incluso por medio de una pajilla para librar el estorbo de un muro en una cárcel, es un acto más íntimo y sensual que sólo pasarlo de mano en mano.

Hace unas semanas la ciudad de México tuvo uno de los mejores días de su historia reciente. El cambio climático nos ofreció un viento frío y velocísimo que nos permitió recordar que el cielo es azul y a los más jóvenes entender por qué se habló alguna vez de la región más transparente. La Secretaría de Educación Pública decretó un día sin clases en la ciudad. Quizá algún funcionario temió que los vientos le hicieran a los más pequeños lo que el tornado a Dorothy o pensó que sería bueno dejar que los niños, sobre todo aquellos que por la condición económica de sus familias no acostumbran abandonar la ciudad, pudieran comprobar, más allá de la televisión o el cine, el azul celeste y atesorar ese recuerdo. Esa segunda razón es más bella que la primera por parecer una idea improbable para un burócrata: tengan, les regalo un recuerdo. Pero el recuerdo hubiera sido buen regalo: a las pocas horas no sólo volvió el cielo a su habitual color entre gris y sepia sino que empeoró la contaminación. El ozono, que se siente con fuerza en los ojos aunque no pueda verse, llegó a niveles que no había alcanzado, dicen, en décadas. La contingencia, como le llaman, debía decretarse y entre otras consecuencias, varios cientos de miles de automóviles estarían obligados a dejar de circular. El fin tantas veces anticipado parecía estar llegando.

Unos meses antes de la contingencia el Distrito Federal había dejado de existir. No, no se trata de un relato catastrófico de ciencia ficción sino, más bien, de un ejercicio de ficción política. El Distrito Federal nunca fue la ciudad de México. Sus territorios no se correspondían exactamente. Al principio, el Distrito Federal le quedó grande a la ciudad de México. Después, ésta creció y lo desbordó. En su libro Historia de la desaparición del municipio en el Distrito Federal, Sergio Miranda Pacheco cuenta que en 1824 el Constituyente determinó al Distrito Federal, residencia de los poderse supremos de la federación, con un radio de dos leguas con centro en el Zócalo. “De acuerdo a esta delimitación territorial, dentro del área que comprendía el recién creado Distrito Federal, aproximadamente 220 kilómetros cuadrados, se incluían, además de la ciudad de México, las poblaciones de Guadalupe Hidalgo, Azcapotzalco, Tacuba, Tacubaya, Mixcoac e Iztacalco.” El Estado de México reclamó Iztapalapa y Mixcoac, además de Mexicaltzingo y Churubusco, que para 1852 se reincorporaron al Distrito Federal, además de Popotla, La Ladrillera y Nativitas. Dos años después, en 1854, “durante el gobierno de Santa Anna, se agregaron los territorios de la  Prefectura de Tlalpan, Xochimilco, Santa Fe, Cuajimalpa, Tlanepantla y Texcoco.” En 1903 se vuelven a definir la extensión y conformación del Distrito Federal, quedando en trece municipalidades: “Azcapotzalco, Coyoacán, Cuajimalpa, Guadalupe Hidalgo, Iztapalapa —a la que se fusionaron las municipalidades de Hastahuacán e Iztacalco—; Mixcoac y Milpa Alta —que se ensanchó con las municipalidades de Mixquic, San Pedro Atocpan y San Pablo Ostotepec—; San Ángel, Tlalpan, Tacuba, Tacubaya —a la cual se integró la municipalidad de Santa Fe—; y Xochimilco —que ser redujo por la desaparición de las municiipalidades de Tlaltenco, Tláhuac y Tulyehualco.” En 1929 se instauró el Departamento Central, formado por varias municipalidades y trece delegaciones que en 1931 se redujeron a once. La división territorial se modificó de nuevo en 1941 y finalmente en 1970, con las dieciséis delegaciones actuales.

En otras palabras, los límites del desaparecido Distrito Federal no eran los de una isla, como en Manhattan, o de una vieja fortificación, como en el caso del periférico en París. El Distrito Federal nunca fue la ciudad de México. La incluyó en algún momento, junto con otras poblaciones cercanas y más pequeñas, y cuando ésta creció y absorbió muchos de esos poblados y otros más hasta llegar a ser una megalópolis con más de veinte millones de habitantes, la ciudad de México se desbordó fuera del Distrito Federal en ciertas zonas. La desaparición del Distrito Federal y su transformación en CDMX —más el resultado del toma y daca entre el Gobierno Federal, urgido de apoyo para las reformas que propuso, y el gobierno del ex Distrito Federal— no implica ningún cuestionamiento sobre la artificialidad de esos límites y sus efectos políticos y económicos, sociales y urbanos.

Al contrario de los dos prisioneros en Canto de amor, separados por un muro aunque el deseo los hiciera suponer que el humo soplado por un orificio los unía, la ciudad de México está unida pese al límite administrativo y el humo nos lo vino a recordar. El reciente e involuntario blowback entre el gobierno del ex Distritio Federal y el del Estado de México lo confirma: la ciudad no es lo que nos dicen que es.

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