Resultados de búsqueda para la etiqueta [Comercio ambulante ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Tue, 27 Aug 2024 15:20:48 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Comercio y espacio público: el papel del derecho en su tensión https://arquine.com/comercio-y-espacio-publico-el-papel-del-derecho-en-su-tension/ Tue, 27 Aug 2024 15:20:48 +0000 https://arquine.com/?p=92616 Históricamente, los espacios públicos han representado el lugar por excelencia de la vida colectiva, con todo y que en los últimos años distintos fenómenos parecieran haber mermado esa vocación —como la inseguridad o la tendencia en algunas ciudades a la privatización de los sitios de recreación—. En estos espacios tiene lugar un fenómeno también histórico […]

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Históricamente, los espacios públicos han representado el lugar por excelencia de la vida colectiva, con todo y que en los últimos años distintos fenómenos parecieran haber mermado esa vocación —como la inseguridad o la tendencia en algunas ciudades a la privatización de los sitios de recreación—. En estos espacios tiene lugar un fenómeno también histórico e intrínseco a la cotidianeidad: el comercio ambulante, ya sea en tianguis u otras formas de manifestación. Quisiera compartir algunas breves reflexiones sobre cómo el derecho ha intervenido en la relación entre estos dos fenómenos. Y, en muchas ocasiones, no para bien.

El derecho urbanístico actual no es neutro y responde a una tradición jurídica con prioridades y lógicas bastante delimitadas. A partir de las revoluciones liberales de los Siglos XVII y XVIII —específicamente las de Inglaterra, Francia y Estados Unidos— el positivismo desarrolló una fuerte preocupación por la certeza jurídica. Según el liberalismo clásico, lo opuesto al derecho era la incertidumbre y el peligro constante. El caos como estado natural debía ser domesticado a partir de un “pacto social”, del cual surgiría nuestro sistema legal. Bajo estas premisas, el derecho buscó predecir y dirigir el comportamiento de la vida pública como si se tratara de una ciencia exacta. En gran medida, esto generó una arraigada preocupación por regular cada aspecto de nuestras vidas. Cualquier manifestación de organización autogestiva, consuetudinaria o espontánea ha sido vista con desconfianza o, cuando menos, cautela.

En muchos lugares las normas tienden a criminalizar el comercio ambulante, aún y cuando le reconocen —formalmente o en la práctica— zonas de tolerancia para su desarrollo. No debe extrañarnos que donde existen leyes especializadas para organizar el comercio en vía pública —como es el caso de Nuevo León o Ciudad de México— éstas suelen centrarse en la exigencia de requisitos para su reconocimiento, más que en establecer puentes para la solución de conflictos o disputas que pudieran darse entre distintos actores de la ciudad durante el desarrollo de estas actividades. El Estado asume de alguna manera un papel de “creador” frente a una realidad que en los hechos no depende de él. Como ocurre con muchos otros fenómenos urbanos, el comercio en vía pública es realmente preestatal. Las autoridades reaccionan ante su presencia, no la generan.

El fetichismo por el “orden y progreso” que promete la certeza jurídica ha llevado, en muchos casos, a dinámicas que poco tienen que ver con la convivencia pacífica y el equilibrio en el uso de los espacios, y sí mucho con la posibilidad del ejercicio del control. Mauricio García Villegas, en su celebre obra La eficacia simbólica del derecho (1993), nos explica cómo las normas muchas veces buscan objetivos distintos a los que anuncian de manera abierta. Esta es una reflexión que resuena mucho con este tema si pensamos en cómo los operativos para desalojar puestos ambulantes o tianguis suelen anunciarse bajo el pretexto del “orden” y la “legalidad” —aunque rara vez se señale qué norma se está incumpliendo—, e incluso la “limpieza” o el cuidado de una “imagen”. No es infrecuente que, bajo la excusa de “garantizar el espacio público”, las autoridades realicen injerencias arbitrarias en contra de vendedores de tianguis o puestos ambulantes. Así se profundizan las relaciones de desigualdad y se generan parámetros que, en la práctica, se aplican con ambigüedad. Esto sorprende poco si consideramos que este tipo de actividades suele ligarse a ciertos perfiles socioeconómicos e incluso raciales. En muchos lugares, la legislación se diseña sin atender a estas desigualdades estructurales, bajo la excusa de que “la ley debe ser pareja”, aunada a la premisa de que la libre competencia en el mercado se da entre actores formalmente iguales —aunque en la práctica no lo sean.

La Corte Constitucional de Colombia, en su Sentencia T-090/20, resolvió que la Alcaldía de Medellín había violado los derechos de una vendedora ambulante al negarle el traslado temporal a un espacio público, debido a las obras de mantenimiento en la zona donde normalmente trabajaba. En la resolución, aquel tribunal señaló que proteger el espacio público no era justificación para afectar de manera desproporcionada a personas en condiciones de desigualdad estructural como los vendedores ambulantes.

Sin embargo, este precedente no representa la regla en América Latina. Las crisis económicas y los flujos migratorios parecieran reforzar los estigmas en contra del comercio en vía pública, como si fuera una transgresión que irrumpe contra nuestra normalidad. Si bien los tianguis, puestos ambulantes o en parques, y negocios similares no son homogéneos, y en muchos lugares pueden existir problemáticas en el desarrollo de sus actividades que deban ser atendidas, pareciera que se prioriza la acción correctiva del Estado. Mientras, se recrudecen las medidas de “tolerancia cero” en contra de las manifestaciones populares, en lugar del diseño de espacios de diálogo y toma de acuerdos entre los actores involucrados.

En esta discusión cotidiana se esconde una reflexión mucho más amplia acerca de cómo entender el papel de las autoridades en aquellos espacios que, si bien pueden estar a su cargo y mantenimiento, de alguna manera les exceden. ¿Qué tanto las normas, que aseguran buscar una concordia y convivencia pacífica en los sitios que nos son comunes, están buscando, en realidad, una pretensión imposible de definir, controlar e incluso “corregir” aspectos de la vida pública que no requieren ser definidos por las autoridades, ni debieran serlo?

En México, si bien hay estados que han aprobado leyes para regular el comercio en vía pública, la realidad es que esta es una facultad que los municipios poseen constitucionalmente. ¿Qué tanto los municipios son instancias para generar un proceso de diálogo con los diversos actores que intervienen en los debates sobre le comercio en vía pública?, y ¿qué tanto son autoridades que diseñan en escritorios la realidad que esperan ver materializada con tan sólo publicar un reglamento? Una pregunta más para reflexiones futuras: ¿el papel del derecho urbanístico es crear una realidad que no está en sus dominios o establecer parámetros para la solución de controversias en dinámicas colectivas?

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La venta callejera hace más vivas, seguras y justas las ciudades, por eso pertenece a la escena urbana post-Covid-19 https://arquine.com/venta-callejera-covid19/ Fri, 31 Jul 2020 06:03:33 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/venta-callejera-covid19/ El Covid-19 nos obliga a repensar cómo vivimos en las ciudades. Debemos darnos la oportunidad de reimaginar una ciudad post-pandemia más viva, más interesante y más equitativa. El comercio callejero puede ser parte de esa ciudad.

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Alrededor del mundo, las ciudades empiezan a salir del encierro impuesto por la pandemia y gradualmente permiten el reinicio de actividades. Los líderes nacionales tienen interés en promover la recuperación económica, con precauciones apropiadas respecto a la salud pública.

Recientemente, el Primer Ministro chino, Li Keqiang, anuncio planes de crecimiento económico que incluían la creación de 9 millones de nuevos trabajos y la reducción del desempleo urbano a menos del 5.5%. Resultó una sorpresa su énfasis en las ventas callejeras. Tras décadas tratando de liberar las calles de la ciudad de vendedores, el estado chino los adopta como una nueva fuente de empleo y crecimiento económico.

Estudio políticas urbanas y he investigado la “economía informal” —actividades que no están protegidas, reguladas o, comúnmente, valoradas socialmente, incluyendo los vendedores callejeros. Más de 2 mil millones de personas en todo el mundo —más de la mitad de la población de trabajadores— trabaja en la economía informal, principalmente en países en desarrollo. Desde mi punto de vista, alentar la venta callejera como parte de la recuperación del Covid-19 tiene sentido por varias razones.

 

Una larga tradición

Ambulantes vendiendo casi cualquier cosa —comida, libros, artículos domésticos, ropa— eran un elemento común en la vida urbana de los Estados Unidos. El primer carrito en la ciudad de Nueva York apareció en la Hester Street en 1886. Para 1900 había 25 mil carritos de ambulantes en la ciudad, vendiendo desde anteojos hasta hongos.

La venta callejera era un primer trabajo de bajo costo para los inmigrantes recién llegados. Sirvió como vital primer peldaño de una escalera al éxito y aun juega ese papel en muchas ciudades de los Estados Unidos.

Pero en Nueva York, como en otras partes, los reformistas urbanos vieron la venta callejera como estorbos y riesgos para la salud pública, y trataron de expulsarlos o moverlos a zonas marginales. A menudo quienes vendían en tiendas se quejaban de competencia no deseada. La gente pudiente veía con desdén a los ambulantes por ser pobres, extranjeros o ambas cosas. En tanto los espacios públicos fueron regulados y configurados para liberar las calles de vendedores, el capitalismo del menudeo a gran escala terminó dominando la experiencia de comprar.

 

Vendedores callejeros y la economía urbana informal

A pesar de esos cambios, la venta callejera aún persiste en muchas ciudades alrededor del mundo. Por ejemplo, en un estudio de 2017, junto con la académica Lina Martínez analizamos la venta callejera en Cali, Colombia. Encontramos una operación muy sofisticada en múltiples niveles. Van desde un sector bien establecido en el ajetreado centro de la ciudad, con mejores condiciones de trabajo e ingresos relativamente altos, a mercados menos accesibles que proporcionan una puerta de oportunidad para los pobres y los migrantes rurales recién llegados. También desenterramos significativos flujos de dinero y descubrimos que la venta callejera generalmente provee mayores ingresos que la economía formal.

Muchos programas de desarrollo en países con bajos ingresos de los años 50 a principios del 2000 buscaron erradicar la venta callejera. Los gobiernos locales tomaron acciones agresivas para quitar la venta callejera de los espacios públicos.

Sin embargo, recientemente muchas naciones han adoptado al comercio callejero como una manera de reducir la pobreza, impulsar a grupos marginales, especialmente de mujeres pobres de minorías étnicas y raciales. Como ejemplo, desde 2003 es ilegal retirar vendedores callejeros de espacios públicos en Colombia sin ofrecerles una compensación o garantizar su participación en programas de apoyo al ingreso.

En muchas ciudades de países ricos tampoco desapareció la venta callejera por completo. Sobrevivió en mercados de pulgas tradicionales y en mercados de granjeros. A estos espacios públicos llenos de vida hoy se suma la versión motorizada de la venta callejera de comida: los food trucks.

A partir del éxito de los food trucks, más ciudades están buscando promover la venta callejera. Abogados de la ciudad de Nueva York han hecho campaña desde el 2016 para aumentar la cantidad de permisos y licencias para la venta callejera, que se ha visto muy limitada desde principios de los años 80. Y la comida callejera se ha convertido en un atractivo turístico a lo largo de los Estados Unidos.

 

Venta callejera durante la pandemia

Desde mi punto de vista, la venta callejera ofrece muchos alicientes para las ciudades que reinician tras los cierres por el Covid-19. Primero, puede calmar algo del daño económico por la pandemia. En segundo lugar, puede configurarse de modo a que aliente la distancia social de manera más fácil que los espacios interiores de centros comerciales llenos de gente. Tercero, muchas ciudades ya se están reimaginando y reconfigurando con medidas tales como ampliar las banquetas y crear calles libres de tráfico. Esas acciones crean más oportunidades para el comercio callejero.

Las medidas económicas iniciales en los Estados Unidos favorecieron a los grandes negocios y a quienes están bien conectados. Becas, programas de entrenamiento y préstamos con intereses bajos, diseñados para apoyar a los vendedores callejeros a establecerse, dirigirían el apoyo a los estadounidenses con menor capacidad económica y mayor diversidad étnica. Impulsar ese tipo de empresas, con su bajo costo de inicio, es un pequeño estímulo a la economía, pero significativamente más equitativo.

La venta callejera ofrece muchos otros beneficios. Hace más vivo el espacio público urbano y aumenta la seguridad pública al hacer que las calles sean vibrantes y acogedoras. Promover la venta callejera puede generar empleo y mantener a la gente segura y crear la vitalidad y cortesía características de ciudades humanas y vivibles.

El Covid-19 nos obliga a repensar cómo vivimos en las ciudades. Pienso que debemos darnos la oportunidad de reimaginar una ciudad post-pandemia más viva, más interesante y más equitativa.


John Rennie Short es profesor en la School of Public Policy de la Universidad de Maryland, Baltimore County.

Este artículo apareció originalmente en inglés en The Conversation y se publica con permiso de su autor.

The Conversation

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El burgués conoce la calle https://arquine.com/el-burgues-conoce-la-calle/ Fri, 26 Oct 2018 14:33:18 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/el-burgues-conoce-la-calle/ Hoy, como en el siglo XIX, en el espacio público de la ciudad mexicana, en su proyección y utilización, continúa operando un programa social fundamentado en una pulcritud que no es sólo física. La limpieza de las calles tendría que reflejar también la limpieza moral de las personas que las transitan. 

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Entre 1882 y 1883, el escritor mexicano José Tomás de Cuellar publicó en La Libertad una columna titulada Artículos ligeros sobre temas trascendentales, en la que abordó temas urbanos. Los dormitorios, los parques y las plazas de la entonces ciudad porfirista son algunas de las aristas que son tratadas en aquellos textos, que resultan fascinantes tanto por su manufactura literaria como por su enunciación de posturas subjetivo-políticas. Muy al contrario de lo que la ideología posrevolucionaria instauró en el imaginario nacional —el siglo XIX como un periodo de afrenta política, cuyos productos culturales permiten más la curiosidad que las interpretaciones de lo que todavía puede ser vigente—, la práctica cronística que sostuvo Cuellar, como casi todos los autores del momento, nos permiten dibujar no tanto la topografía urbana de la época, sino las idiosincrasias de quienes defendieron una idea de ciudad que parece volver a encontrarse en nuestras calles, muy a pesar de los edificios de usos mixtos y de las políticas públicas con perspectiva de género. Y esta vigencia no tendría que reducirse al dato histórico para el turista informado. En el espacio público de la ciudad mexicana, en su proyección y utilización, continúa operando un programa social fundamentado en una pulcritud que no es del todo física. La limpieza de las calles tendría que reflejar también la limpieza moral de las personas que las transitan. 

Parto del siguiente ejemplo: en su entrega Comercio y otras cosas al aire libre, Cuellar describe lo que ahora conocemos como ambulantaje. La acumulación de mercancía, las equivalencias entre comida y ferretería, aturden tanto a nuestro peatón que el solo encuentro de un individuo probándose calzado frente a un puesto de zapatos le permiten enunciar un horror que no es para nada inocente ni absurdo. Cuellar no se está comportando como un infantil potentado que descubre las inclemencias de las calles. “Y por si acaso los […] olorcillos nauseabundos de tanino y cadáver no fuesen suficientes para sazonar los merengues y los pasteles, los pobres que se proveen de zapatos, tan ricos en emanaciones fétidas, exhiben a todas horas, sin maldita la aprensión, y a media vara de los pasteles, exhiben… ¡su pie!, a ciencia y paciencia de las señoras que pasan y de las dulceras que… ¡bendito sea Dios!, venden todos sus calabazates”. La mera aparición de un pie es el punto de partida para establecer las diferencias espaciales y sociales entre los ciudadanos que conocen “los placeres de lo doméstico” ante quienes hacen “de la calle su alcoba”. La conclusión, por supuesto, es predecible: el espacio público tendría que estar limpio de todo comercio callejero. Pero el razonamiento anterior es donde considero que está la evidencia más productiva. El autor se lamenta: si la Ciudad de México fuera un territorio en verdad culto, si los avances tan cacareados por la gestión pública fueran tangibles, los ciudadanos decentes no experimentarían su gran encuentro con el Otro. Pero lejos de intuir el potencial siquiera literario de la otredad, Cuellar demanda que cada cosa esté donde supuestamente tiene que estar.  Afuera, la tranquilidad de un paseo dominical; adentro, el descalzamiento de los pobres. Afuera, la higienización, las líneas rectas, los parques cromados, casi que las estructuras reticuladas. Adentro, el hacinamiento de los cuerpos en las vecindades. Y como todo buen hombre de su tiempo, Cuellar también pensó que las enfermedades y la suciedad debían ser erradicadas. La pobreza rezaga al país, no lo produce y, como tal, es un mal que puede curarse.

Por si fuera poco, los interiores también albergaron su propia legitimación ideológica. No es que en las salas burguesas se permitieran los desplantes de la perversión, también ahí debía prevalecer el orden de las buenas consciencias. Como acertadamente ha consignado Mauricio Tenorio en Hablo de la ciudad (Fondo de Cultura Económica, 2017), el aparato gubernamental también propuso una forma de habitar: “Como cualquier gobierno de ciudad moderna, el de la Ciudad de México intentó controlar interiores  ‘peligrosos’ por miedo a enfermedades y revueltas. Y como cualquier ciudad, la de México produjo rápidos cambios en las formas de vida, en las tradiciones y en la añoranza de formas de intimidad prístina, inocente y auténtica. Así, las nuevas ciencias sociales transmutadas en reportaje urbano, o la mera noción de ‘urbanidad’ moderna, surgieron  en la Ciudad de México de la observación y gestión de lo que Salvador Novo llamó ‘huecos en la carne/de los edificios/para el dolor de adivinar el aire remoto’. Esto es, parte de la ciencia de la ciudad surgió de los vistazos pasajeros de los interiores urbanos de los pobres, esos que inevitablemente se le ofrecen al transeúnte.” Los interiores cuya legitimidad estaba reconocida eran los que estaban siendo ocupados por familias fecundas tanto en el aspecto económico como en el biológico. La acumulación de hijos y capital monetario fueron términos que no se encontraban diferenciados, uno era lo otro. Por lo tanto, quienes crecían en una apacible casa burguesa estaban expuestos a “los males de este tiempo”: las vecindades, la prostitución, los ebrios que podían acosar a las señoritas…

En 2017, el Gobierno de la Ciudad anunció una “recuperación del espacio público” mediante el desalojo de un campamento de indigentes en la calle Artículo 123, del Centro Histórico. Volvía la paz para el turista. La limpieza pública, nuevamente, autorizó la presencia de cierto tipo de ciudadanos, mientras que negó físicamente la ocupación de otros. Me sigo preguntando dónde se encuentran aquellos jóvenes. Sigo concluyendo, también, que el Centro no le pertenece a todos, y a un nivel más general, no todos tienen las mismas posibilidades de caminar una ciudad que mantiene el trazo que Porfirio Díaz le dedicara a quienes iban a representar la modernidad: el hombre que provee, la familia próspera, el empresario patriótico, la heterosexualidad procreadora. Hay cuerpos que continúan interrumpiendo la misión de un espacio público funcional. No se trata de romantizar los bajos fondos, de transformar las fallas de la economía en el paisaje para el novelista bohemio. Ciertamente, el encuentro con la pobreza sigue representando precisamente eso: una diferencia tan violenta que no puede subsanarse con el paso de los siglos. Pero tampoco podemos autocomplacernos con nuestros logros en materia de derechos humanos. José Tomás de Cuellar sigue pidiendo una ciudad limpia. 

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Ambulantes https://arquine.com/ambulantes-2/ Wed, 26 Oct 2016 17:24:13 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/ambulantes-2/ El "problema" de los ambulantes no es el uso ilegal del espacio público sino, más bien, nuestra concepción de lo público y su relación no sólo con la economía sino con el bienestar, tanto individual como colectivo.

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05ambulantes 12 de abril del 2015 ciudad foto patricia juarez ambulantes en el centro ---------- 60 pc color a gn4 plisAmbulantes. Foto: Patricia Juárez

Sales o, más bien, salías del metro y para cruzar la calle o llegar a la parada de una micro había que pasar entre decenas de puestos callejeros que vendían comida, discos y películas —piratas, por supuesto—, ropa y otras cosas, algunas útiles, la mayoría tal vez no. Todo barato, a buen precio, ¡llévelo, llévelo!, mire sin compromiso. Los vendedores a la salida del metro no son literalmente ambulantes. Despliegan sus puestos en la mañana y los repliegan al atardecer o ya caída la noche. El que deambula entre los puestos es el potencial comprador, buscando el paso libre entre comensales si tenía prisa, distrayéndose con la mercancía si no. La solución al problema de los ambulantes que no se mueven muchas veces ha sido limpiar el espacio que ocupan y buscar transformarlo en otro tipo de comercio —formal, regulado y, también, más caro y que implica otras condiciones socio-económicas. Desarrollo urbano, le llaman al cambio.

Desde antes de la conquista, Tlatelolco era un gran mercado que daba servicio a la ciudad de Tenochtitlán, que también contaba con muchos otros más, de menor tamaño. Hernán Cortés escribió en su Segunda carta de relación: tiene esta ciudad muchas plazas donde hay continuo mercado y trato de comprar y vender. En el siglo XVIII, se instaló en la Plaza Mayor de la ciudad de México el Parián, un mercado donde se vendía de todo, incluyendo productos que traía la Nao de China desde oriente. En julio de 1843 se demolió aquél mercado, según explica Maria Dolores Lorenzo, en aras de la modernización urbana. Más de un siglo después, Enrique del Moral escribió en el número 84 de la revista Arquitectura México, publicado en diciembre de 1963: “la zona de la Merced, tradicional mercado (desde hace 300 años) de la capital, por condiciones diversas tuvo un desarrollo extraordinario convirtiéndose en un mercado de medio mayoreo que abastecía a la ciudad, fundamentalmente de fruta, verduras y legumbres. Desgraciadamente este crecimiento trajo como consecuencia la invasión de numerosas calles y varias plazas por puestos fijos, semi-fijos y ambulantes que ocupaban casi en su totalidad las aceras y calles destinadas a la circulación.” En 1957 se había inaugurado el nuevo mercado de la Merced, diseñado por el mismo del Moral. Su descripción de lo que encontró antes de proponer su proyecto serviría hoy perfectamente para lo que terminó resultando el suyo hoy.

Un perfil sociológico hecho a la ligera podría llevarnos a afirmar que así somos, que en México ocupamos las calles y las plazas porque el clima lo permite y la cultura incita a vivir afuera y que por eso los tianguis y las capillas abiertas y las sillas en el quicio de la puerta donde se sientan las vecinas a platicar por las tardes. Pero eso no es exclusivo de México, aunque aquí se haya dado y se siga repitiendo con intensidad notable. La explicación sociológica no basta sin un complemento económico: hoy se sigue vendiendo y comprando en la calle como parte de un sistema paralelo al de las reglas y los impuestos oficiales: del predial al valor agregado. Y no porque quienes así comercien sean evasores irredentos, o no sólo por eso. Acaso no buscaron salir de un sistema que nunca los incluyó o que, de hacerlo, es de manera muy desventajosa. Con nuestras repetidas crisis económicas y sociales, las filas de esas economías paralelas se han engrosado al punto que considerarlas marginales es absurdo. Los puestos que venden tamales y atole en las madrugadas en las cercanías al paradero o a la estación de metro y que en la tarde ceden su lugar a los de discos y películas para de noche recuperar su vocación culinaria ofreciendo sopes y quesadillas, son parte de un sistema económico complejo, bien organizado pese a la etiqueta que lo clasifica como informal, que sirve y beneficia a varios millones en la ciudad. Muchos. No faltará el teórico en economía que argumente, acaso con razón, los efectos perniciosos de tal sistema o quien simplemente lo descalifique por ilegal, pero en términos urbanos, el reordenamiento y la limpieza de espacios públicos ocupados por ambulantes no parecen tener a la larga otro efecto que desplazar física y espacialmente a quienes antes ya fueron desplazados o excluidos social y económicamente. Donde antes se podía comer por diez, veinte o treinta pesos, ahora no hay nada o habrá un café, con mesitas y acceso gratuito a internet que en el imaginario de algunos sugieren espacio público, pero donde un capuchino cuesta más que una comida completa en los viejos puestos.

La solución al problema del comercio callejero es, obviamente, compleja. Hay retorcidas redes de poder y compromisos que al mismo tiempo que protegen, extorsionan a los vendedores. El policía pide un porcentaje de las ganancias para que todo siga igual y el político intercambia votos por dejar que el policía siga haciendo eso que hace. La solución, muchas veces, es literalmente una disolución del problema: se distribuyen los ambulantes en otras zonas o se concentran en puntos que la más elemental lógica urbana —la que justamente sí entienden los vendedores— demuestra poco efectivos para el comercio. La solución se supone que pasa única y necesariamente por temas de movilidad —la circulación entorpecida que denunciaba del Moral—, y el funcionario sonríe orgulloso al despejar la salida del metro de puestos aunque, para evitar que vuelvan a instalarse, haya construido monstruosas jardineras ocupando el mismo espacio que antes aprovechaban los vendedores, por lo que el peatón no tendrá ninguna ganancia en cuanto al espacio que le toca y perderá, si la aprovechaba, la oportunidad de comer o comprar a buen precio. Más se ganaría quitando un par de lugares de estacionamiento en cada cuadra e instalando ahí puestos bien diseñados para comprar el periódico, desayunar un atole o comer una torta. Finalmente, la solución parece nunca tomar en cuenta todas las dimensiones del problema y que no se trata simplemente del uso ilegal del espacio público sino, más bien, si tomamos en cuenta la gran cantidad de personas que así lo utilizan, entre vendedores y compradores, de un problema de concepción de lo público y de su relación no sólo con la economía sino con el bienestar, tanto individual como colectivo.

 

PS. 2020

Hoy, casi cuatro años después de que se publicó este texto, la necesidad de mantener mayor distancia física entre las personas derivada de la pandemia de Covid-19 obliga a repensar el problema del comercio callejero. Si bien hay quienes ven en los puestos callejeros un gran riesgo de contagio, la solución higienista que equipara limpieza con desaparición del comercio en la calle no sólo no es viable sino, dadas las condiciones económicas de quienes lo ejercen y se benefician de él, tanto vendiendo como comprando, no es viable. Más aún, ese tipo de comercio puede tener efectos positivos en cierta recuperación económica en los grupos socioeconómicos menos favorecidos, como argumenta John Rennie Short. La solución, hoy, al problema de los ambulantes en relación a la pandemia no será quitarlos de las calles sino, al contrario, darles más calle, más espacio en la calle para poder mantener distancia física entre vendedores y compradores.

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