Resultados de búsqueda para la etiqueta [Cine y Arquitectura ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Thu, 08 May 2025 17:05:45 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 De Pepe El Toro a El apando, la arquitectura penitenciaria en la pantalla https://arquine.com/de-pepe-el-toro-a-el-apando-la-arquitectura-penitenciaria-en-la-pantalla/ Thu, 08 May 2025 17:05:24 +0000 https://arquine.com/?p=98196 De forma general, y como lo demuestra el día a día, la impartición de justicia en México ya ni siquiera es escandalosa como para confiar en ella, sino una tomadura de pelo. De tan breves, los escándalos y la indignación ya no suscitan cambios. A nivel práctico, la ejecución de la justicia ha sido y […]

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De forma general, y como lo demuestra el día a día, la impartición de justicia en México ya ni siquiera es escandalosa como para confiar en ella, sino una tomadura de pelo. De tan breves, los escándalos y la indignación ya no suscitan cambios. A nivel práctico, la ejecución de la justicia ha sido y es pavorosa. La arquitectura penitenciaria, la cárcel, el lugar diseñado para la reclusión de los presos, es instrumento y cómplice del castigo que reciben los prisioneros. No en pocas ocasiones el cine mexicano de ficción ha representado el espacio carcelario a veces reconstruido en sets y otras ha registrado directamente su arquitectura. Como veremos, sus motivos son diversos.

En la década de los cuarenta, en el apogeo del cine de oro que reunió a la pléyade artística de escritores, cinefotógrafos y escenógrafos en un lote de películas magníficas, el melodrama carcelario es casi un subgénero. Se trata de películas en las que el crimen se frivoliza, acorde a los tiempos del sexenio alemanista, las luces disfrazan de glamour robos y asesinatos. También se mitifican estereotipos sociales. Los personajes femeninos pierden, pero con la derrota se vuelven mártires, ejemplos edificantes. No es una cárcel, sino la celda de un ministerio público en la que está encerrada Marga López en Salón México (1949). Emilio Fernández, director, y Gabriel Figueroa, cinefotógrafo, apenas muestran el lugar. En primer plano, imagen para la historia del cine en México, los barrotes de la celda; detrás, el rostro de la actriz, que interpreta a una prostituta arrastrada por los líos del padrote que la explota; sus ojos retienen las lágrimas, es el brillo cristalino que vibra sin desbordarse lo que conmueve; la escasa profundidad de campo permite apenas entrever otras figuras, muy difusas, detrás de ella; el lenguaje visual lo comunica bien, ella no es como las demás.

La segunda estampa definitoria de esta época es la de Dolores del Río en La otra (1946). En el desenlace del filme de Roberto Gavaldón, Dolores cruza varias rejas y entra a la penitenciaría. Finalmente ha sido sentenciada, aunque por un crimen diferente al que cometió. El verdadero delito es que mató a su hermana gemela y suplantó su lugar, secreto que se llevará a la celda. Las enormes rejas de la penitenciaría proyectan pesadas sombras en los muros y pisos de los pasillos, una abstracta telaraña en blanco y negro. La escena probablemente se filmó en la Cárcel Preventiva de la Ciudad de México, es decir, en Lecumberri, que fue la prisión metropolitana de 1900 a 1976; en el guion de la cinta, publicado por La Comisión Nacional de Cinematografía, José Revueltas anota en las acotaciones “Penitenciaría” con “pe” mayúscula, como también era conocida la prisión, quizá refiriéndose al legendario Palacio Negro. Ya a la entrada de la crujía y detrás de las rejas, Doloritas –permítanme llamarla así, con auténtica piedad– levanta las cejas, son las sombras que se proyectan sobre la consciencia horrorizada de su propio rostro.

Hay varias fotos que documentan que Pedro Infante filmó Nosotros los pobres (1948) en Lecumberri. Ahí va a dar Pepe El Toro, inculpado por el asesinato de una usurera. Si Gavaldón lleva el melodrama carcelario al abismo existencial, Ismael Rodríguez lo revitaliza con la fuerza de una verdad que saldrá a la luz y será gritada por la abertura de la celda: “¡Pepe El Toro es inocente!”. La cámara filma a Infante en los pasillos de la peni, como se conocía coloquialmente al Palacio Negro, con la torre de vigilancia al fondo, eje del panóptico de la penitenciaría. Pepe tiene el enfrentamiento final con el verdadero asesino en la bartolina, celda estrecha e incómoda, generalmente de castigo, de una prisión o dependencia policial en la arquitectura penitenciaria. Muchos años después, Jorge Martínez de Hoyos dirá en Las poquianchis (1976) una línea precautoria, dejo de la injusticia y la causa perdida que expresa la inutilidad de la insurrección: “¿Pa’ que nos enbartolinen a todos?”. La bartolina es el lugar de los incorregibles, como dicen los compañeros de Pepe, que aísla por completo a los presos incluso de estímulos básicos como la luz durante largos periodos; práctica de terror y esclavismo que daña severamente la salud mental de los internos. 

La bartolina suele estar en un lugar alejado de la prisión y también aparece en la mejor secuencia de Cárcel de mujeres (1951), de Miguel M. Delgado. En el melodrama, el personaje de Elda Peralta, reincidente en la cárcel, es atemorizado por la mayora, a la que interpreta María Douglas, gran figura del teatro en su día, en una de sus pocas apariciones en cine. En la bartolina no se puede comer ni beber agua, así que la Douglas se planta frente a la presa, ya severamente dañada psicológicamente, a comer con apetito y cinismo. La recreación del ambiente carcelario y escenografía, que muestra las rutinas de las presas en las regaderas y la lavandería, espacios que coincidentemente remiten a la higiene, es de Gunther Gerzso, que también colaboró en La otra. Lo interesante de Cárcel de mujeres es que apoya estereotipos femeninos ya conocidos –la inculpada, la arrepentida, la asesina, la loca– y también presenta otros que son novedosos para la época y que se ajustan a viejas ideas sobre el crimen. Los personajes de Katy Jurado, en un papel de soporte, y Douglas son marcadamente masculinos en sus gestos y actitudes. En su primera escena, Jurado aparece acariciando la oreja y el cabello de otra mujer que siempre está con ella. Son pequeños aportes de esta película que no logró convertirse en un clásico, a pesar del elenco multiestelar –Miroslava, Sara Montiel, Emma Roldán–, quizá por la gratuidad de la solución de los conflictos. 

Para mediados de la década de los setenta la narrativa cambió con el cierre de Lecumberri, que años después se convirtió en la sede del Archivo General de la Nación. La vieja bandada de cineastas tuvo que ceder el paso a una nueva generación, con intereses estéticos y preocupaciones sociales distintas. De estos creadores destacó uno por su visión sobrecogedora de la justicia en México. Las películas de Felipe Cazals de este periodo son filmes de terror social que se oponen a la frivolización del crimen. No hay nada edificante en ellas, a diferencia del cine previo. Como nadie, Cazals acertó en describir la relación tan intrincada de la justicia, la crueldad, el abuso, la manipulación, la desigualdad. El cine de Cazals acierta, hace pensar que la idea de la cárcel es más aterradora que la idea del crimen. Una dimensión humana muy compleja que socialmente se defiende con todas las artimañas y los vicios del poder de víctimas y victimarios. En 1976 realiza tres películas sin las que no se puede contar la historia del cine mexicano: Canoa, El apando y Las poquianchis

La que concierne cabalmente a la arquitectura penitenciaria es, por supuesto, El apando. Es la película que mejor recrea la leyenda de Lecumberri –el documental El Palacio Negro (1977) de Ripstein requiere un análisis aparte– con sus espacios constreñidos por rejas detrás de rejas y dinámicas brutales. El filme se basa en la novela de José Revueltas, colaborador habitual del primer Gavaldón, que también firma el script. La historia surge de la propia experiencia del escritor, que estuvo preso dos años en Lecumberri por participar en el movimiento de 1968 en México, que Cazals lleva al cine el mismo año del cierre del penal. Ver la película ahora es el recuerdo del papel que tuvo la cárcel en la vida penitenciaria de la metrópoli, del temor de caer en la grande, y también de la barbarie de la impartición de la justicia.  

En una prisión, el apando es una celda de castigo para los presos. La película muestra la obstrucción de la vista de los apandados por medio de la arquitectura. De ahí la imagen de Manuel Ojeda, Polonio en la película, que saca la cabeza a través de la pequeña ranura de la puerta del apando y la recarga en la placa que la sella; como si hubiese sido decapitado, separado de sí mismo, la cabeza de Polonio parece la de Juan Bautista en la bandeja. El hombre se asoma al exterior con mucha dificultad para ver a los “monos”, a los mayores y cabos, y comprobar la llegada de las visitas al penal; si voltea al otro lado, no puede ver mucho más que las líneas alargadas de los pasillos del edificio. El interior de la celda es oscuro, otra oclusión de la mirada que se extiende a todo el cuerpo, un calabozo de cuatro paredes, sin posibilidad de escape, que comparte con otros dos presos, Albino (Salvador Sánchez) y El Carajo (José Carlos Ruiz). Tres actores en la cumbre de su talento.    

Estos reos ya no esperan la libertad sino meter a la penitenciaría la droga que necesitan para sobrevivir. Por eso traman que la madre de El Carajo se introduzca en la vagina, con ayuda de las mujeres de Polonio y Albino, un tampón que esconda la droga y pase al penal sin mayor problema. Hay algo kafkiano en El apando que hace compleja la reflexión sobre el interior y el exterior, la arquitectura de Lecumberri, tal como la expone Cazals, es una cárcel dentro de otra cárcel, es decir que no hay exterior. El apando es un calabozo al interior de la misma prisión, las rejas de la penitenciaría también confinan dentro del encierro. Es lo que ocurre al final cuando los tres presos, ya fuera del apando, son encerrados entre una reja y otra del patio, prácticamente enjaulados, sitiados y paralizados con tubos de metal introducidos por los barrotes que, inevitablemente, terminan por acribillarlos.

La visión de Cazals es espeluznante, expone el problema material y arquitectónico de la cárcel como lugar de degradación, espacio deshumanizante, mímesis de la realidad, del exterior, que también tiene sus propios mecanismos de constreñimiento. El cine de Cazals es el de la serpiente y la justicia que se muerde la cola, que se engulle a sí misma y que habría que empezar a separar, de alguna forma, si es que algo de ella queda.   

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El arquitecto como víctima: The Brutalist. https://arquine.com/el-arquitecto-como-victima-the-brutalist/ Fri, 14 Feb 2025 20:32:15 +0000 https://arquine.com/?p=96792 “Cambiaría el más bello atardecer del mundo por una sola visión de la silueta de Nueva York. Particularmente cuando no se pueden ver los detalles. Sólo las formas. Las formas y el pensamiento que las hizo. El cielo de Nueva York y la voluntad del hombre hecha visible. ¿Qué otra religión necesitamos?”. The Fountainhead. (1) […]

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“Cambiaría el más bello atardecer del mundo por una sola visión de la silueta de Nueva York. Particularmente cuando no se pueden ver los detalles. Sólo las formas. Las formas y el pensamiento que las hizo. El cielo de Nueva York y la voluntad del hombre hecha visible. ¿Qué otra religión necesitamos?”.

The Fountainhead. (1)

(Lease a riesgo propio si no ha visto la pelicula: The Brutalist)

The Brutalist (2024) dirigida y escrita por Brady Corbet y su compañera Mona Fastvold,  tardó  varios años en completarse y contó, hasta antes de su muerte, con la asesoría de Jean-Louis Cohen (1949-2023), critico francés, autor de numerosos libros sobre Le Corbusier, Mies van der Rohe, Frank Gehry, curador en el MoMa, del Canadian Center of Architecture, o el Centre Georges Pompidou entre otros, por ello la mayoría de referencias y recreaciones arquitectónicas de la película, como los instrumentos de dibujo empleados o las fotografías de obras son tan certeras, sin embargo el film de Corbet y Fastvold no es un trabajo sobre arquitectura, ni retrata la biografía de alguno de los muchos exiliados que llegaron a America a revolucionar la arquitectura, esta no es una historia de héroes, sino de víctimas, personificada en la figura central: László Tóth (Adrian Brody). 

Los otros casos de ficción relevante que recuerdo, cuyo personaje principal sea también un arquitecto, es el de Howard Roark en la novela escrita por Ayn Rand en 1943: El Manantial (The Fountainhead) (2) también llevada a la pantalla en 1949, y “The Bally of an Architect”, de Peter Greenaway de 1987.

Es inevitable no reparar en los guiños que hace Corbet a la novela de la autora ruso-americana: el templo dedicado al espíritu humano sufragado por un timorato empresario, se convierte en el filme de Corbet, en el centro dedicado a la memoria de la madre de la familia van Beuren, patrocinadores del arquitecto, la mujer de Roark es periodista en Nueva York, como también acabará siendo la esposa de Lázló: Erzsébet Tóth (Felicity Jones) y ambos protagonistas trabajan en canteras cuando tuvieron que sobrevivir exiliados de la arquitectura.

Sin embargo, el personaje de Rand, siendo también una víctima, lo es de si mismo, de su propio Yo que desea alzarse sobre los convencionalismos del establishment, Tóth en cambio es una víctima de su circunstancia, es una víctima poliédrica: víctima del nazismo, víctima del dolor, del sueño americano -transformado en pesadilla para muchos, de su familia, de las drogas, de un pervertido, y de su misma profesión.

La estatua que aparece invertida desde las primeras secuencias, anuncia que la libertad está de cabeza, solo enderezada para los afortunados o los adaptados al sistema, todavía a finales de los años 40 los migrantes -europeos en su mayoría, ingresaban en barco desde el Atlántico a través de Ellis Island en Manhattan, recibidos por la famosa estatua donada por Francia en 1886, no a través del desierto de Sonora, escoltados por guardias militares de ambos lados de la frontera. 

Por cierto el director estadounidense no evita otro guiño a la historia del cine, aquí con la obra maestra de Coppola: un el jovencito Vito Andolini es confundido y rebautizado ahí mismo en Ellis con el nombre que le hará famoso: Corleone.

Emigrado austro-húngaro, arquitecto ilustrado y egresado de la Bauhaus, Lázló Tóth es víctima del dolor físico y espiritual por su condición de inmigrante, de damnificado de guerra, por ser judio y  además insolvente. Su vida no cambiará demasiado tras arribar a los Estados Unidos, ahí es nuevamente víctima del antisemitismo intensificado en la Segunda Guerra Mundial por el nacionalsocialismo, pero que no era ajeno en muchos sectores de la sociedad americana, su primo Attila (Alessandro Nivola) llegado antes que él, intenta borrar sus orígenes, su apellido y se casa con una rubia católica para poder ser aceptado sin tantos obstáculos. Hoy vemos como vuelve a resurgir dondequiera el racismo contra migrantes en los discursos nacionalistas y populistas y hasta el antisemitismo, penosamente oculto en la legítima demanda palestina de paz y territorio después de lo sucedido en Gaza en 2024.

Conforme avanza la trama, una “afortunada” casualidad hace que el arquitecto obtenga un encargo que definirá su destino en America: la oscura biblioteca de un maniático magnate es transformada por el recién llegado, en un luminoso y aséptico espacio, y le permitirá obtener otro encargo e ir -sin saberlo, hundiéndose poco a poco en su propio drama.

El diseño de un ambicioso centro cultural y religioso lo confronta con su próximo agravio, el  arquitecto egresado de la Bauhaus no solo hereda su poética de vanguardia, sino la epopeya utopista que busca erigir mundos perfeccionados y justos a través de la arquitectura y el urbanismo, e irremediablemente se ve seducido y atrapado por la comisión de tan relevante edificación por parte de un mecenas esquizofrénico y mediocre; un decadente adinerado, por contratistas desalmados y por burócratas cretinos, su desgracia no consiste exclusivamente en su obsesión estética o el delirio visionario que intenta imprimir en su proyecto, sino en su impotencia quijotesca para morar y sobrevivir en un mundo tan frecuentemente; decadente, desalmado y cretino.

Finalmente frente al dolor recurrente de cuerpo y alma, el atribulado arquitecto se ve obligado a refugiarse en el paraíso de los derrotados, de las victimas del exceso o de la penuria: las drogas, tan diligentes para curar las facturas del alma y del cuerpo, hasta que curarse del mismo remedio se vuelve infranqueable, el protagonista recurre a los narcóticos para aliviar todo mal, incluso los de su mujer, a pinchazos de heroina se postra irremediablemente ante su fatalidad como víctima.

En suma, Lázló Tóth es una trágica víctima del poder, simple y llano, la peste inmune, el poder político y del dinero, como lo son los principales personajes de nuestra época: los migrantes, adictos y ultrajados, todos esos millones que a diario son forzados a abandonar su hogar y son depreciados por políticos inmundos, o los consumidores de sustancias tóxicas que las usan para mendigar una alegría o disimular su dolor, extorsionados por la delincuencia, y los miles de hombres, mujeres, niños y adultos victimas del abuso de la insania y la desvergüenza. 

No creo que sea casual que Corbet haya elegido a un arquitecto para caracterizar su drama, simbolizado por esa silla modernista que coloca aislada y extraviada al medio de una biblioteca que esconde sus libros, los arquitectos suelen ser personas atravesadas por contradicciones muchas veces irreconciliables, todas aglutinadas en el personaje central, victimado una y otra vez por cada uno de esos estragos: la frustración, la tristeza, el acoso, la vanidad, la decepción, el miedo, por eso creo, es tan importante esta película, no por narrar las desventuras de un arquitecto ensimismado con su talento, o por la mayor o menor veracidad con la que nos aproxima a la historia de la arquitectura del siglo XX -que algunos críticos reclaman (3), más allá de la extraordinaria cinematografía, actuaciones, recreación ambiental y música del filme, The Brutalist es un filme oscuro, denso y profundo como las galerías excavadas en las hermosas canteras de Carrara en Italia, donde Tóth sucumbe y es ultrajado, porque recrea y hace converger en su historia, el drama universal de los seres humanos y el drama cotidiano de muchas personas que desgraciadamente no cuentan como este arquitecto, con la formación o el talento para destilar su desgracia a través de la belleza de sus creaciones.

Referencias:

  1. RAND Ayn; El manantial, Austral, Barcelona 2022.
  2. IBID.
  3. ZABALBEASCOA Anatxu; The Brutalist’ y lo peor de la arquitectura, El País11 Febrero 2025. WAINWRIGHT Oliver; Backlash builds: why the architecture world hates The Brutalist, The Guardian, Wed 29 Jan 2025.

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Emilia Pérez y Queer, la ciudad de México en el cine contemporáneo https://arquine.com/emilia-perez-y-queer-la-ciudad-de-mexico-en-el-cine-contemporaneo/ Fri, 14 Feb 2025 19:33:36 +0000 https://arquine.com/?p=96779 Dos películas recientes tienen como escenario la Ciudad de México, Emilia Pérez y Queer. Los films de Jacques Audiard y Luca Guadagnino reconstruyen la ciudad o una idea de ella que apoya sus narrativas, sus equipos de diseño de producción los encabezan arquitectos. Con éxito de público y de crítica desigual –Queer no levantó ámpula […]

El cargo Emilia Pérez y Queer, la ciudad de México en el cine contemporáneo apareció primero en Arquine.

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Dos películas recientes tienen como escenario la Ciudad de México, Emilia Pérez y Queer. Los films de Jacques Audiard y Luca Guadagnino reconstruyen la ciudad o una idea de ella que apoya sus narrativas, sus equipos de diseño de producción los encabezan arquitectos. Con éxito de público y de crítica desigual Queer no levantó ámpula como Emilia Pérez, de la que no se ha dejado de hablar–, se trata de obras que imaginan la urbe de diferente forma. Su mirada es cinematográfica, sujeta a ciertas voluntades, como la reconstrucción aparatosa de Egipto primero en las películas épicas italianas, y después en las hollywoodenses à la Cecil B. DeMille. O la entelequia de Marruecos en Casablanca (1942). 

Tanto en Queer como en Emilia Pérez la ciudad no es un personaje, la urbe no informa la narración ni participa de ella, solo es una estampa o escenario que la ilustra. En el caso del film de Guadagnino, la visión de la Ciudad de México de los años cincuenta es una postal hecha a partir de un collage que combina obras emblemáticas como telón de fondo, por ejemplo el Monumento a la Revolución y un edificio que recuerda al Hotel del Prado, otrora sobre la avenida Juárez. Uno puede imaginar al arquitecto italiano Stefano Baisi, encargado del diseño de producción, tendiendo imágenes de la época sobre la mesa de trabajo para darse una idea de cómo era la ciudad y decidir el aspecto visual de la película.    

Queer’s Mexico City built on the Cinecittà soundstage in Rome. Courtesy of A24

A pesar de que Guadagnino tiende a embellecer y adornar sus películas, a veces con resultados francamente anodinos, el diseño de arte de Queer es cabal, se ajusta a un estilo que no es realista sino que recrea la mirada de un extranjero sobre un lugar y contexto particular. La Ciudad de México de mediados del siglo pasado es la base del guion de la primera parte del film. Es verdad que a la adaptación del italiano de la novela homónima de Burroughs le falta más suciedad que malicia; Daniel Craig, que interpreta a William Lee, es demasiado correcto y pulcro para ser un gringo apestoso que, además, es precursor de la experiencia alternativa del forastero en México. 

La representación de la ciudad en tonos pastel, muy estilosa, es una postal de cartón piedra construida en sets en los históricos estudios romanos Cinecittà. La ambientación incluye afiches en las calles de Juan Charrasqueado (1948), la película de Ernesto Cortázar con Pedro Armendáriz; el letrero luminoso del Salón México, igual que en el film del “Indio” Fernández; perros en las calles y puestos de comida en segundo o tercer plano. También una imagen de la virgen de Guadalupe ¡en la mesa de un bar! donde está sentado el chichifo –al que interpreta el cantante de origen mexicano Omar Apollo, que lleva una prótesis de dientes chuecos– con el que Daniel Craig se quita las ganas en un hotel impoluto, para nada mugriento. 

Omar Apollo playing one of Lee’s lovers in the bar, Chimu, designed for Queer. He’s wearing the silver millipede necklace, a motif that appears in the film. Image by Yannis Drakoulidis courtesy of A24

Como obra fílmica, Queer es un esfuerzo fallido, tiene algunos momentos geniales como la secuencia en la que Lee se asoma a una maqueta del edificio que habita y, así, se espía a sí mismo; sin embargo, se engolosina demasiado con la belleza de los intérpretes cuyas pasiones, por otro lado, están filmadas de manera timorata, sin el interés genuino de sugerir el arrebato que produce lo raro, lo contrario, lo amenazante.  

El alboroto causado por Emilia Pérez se genera, entre otros aspectos, por el desequilibrio de su apuesta, que inventa la Ciudad de México de manera realista. La producción de Jacques Audiard utiliza como macguffin, mero pretexto, la realidad violenta de México, el narcotráfico y las desapariciones forzadas, para contar la historia de reivindicación y venganza de “Manitas del Monte”, un narco que, con ayuda de una abogada, transiciona de género. Ya como Emilia Pérez, deja atrás su turbio pasado, así como a su esposa e hijos (por lo menos por un tiempo), y decide corregir su vida. La actriz española Karla Sofía Gascón, ella misma una mujer trans, encarna a “Manitas” y Emilia. 

El discurso y la forma de Emilia Pérez pretenden ser naturalistas, es decir, aspiran a establecer la ilusión de que los espectadores están en contacto directo con el mundo representado, un mundo coherente, acorde y natural. El naturalismo atraviesa todos los géneros cinematográficos, incluso lo deliberadamente fantástico parece real en la pantalla. No importa si se trata de un western, una historia de ciencia ficción o un musical. La naturaleza del cine, por otro lado, es arbitraria y engañosa, por eso su principio es el montaje. El cine corta y pega elementos para crear un mundo de costuras invisibles; a veces el cine más vanguardista muestra sus dobleces, el zurcido de la imagen, con interés crítico. 

Emilia Pérez es una adaptación libre de la novela Écoute (2018), de Boris Razon, que trabajó como periodista en Le Monde. Se trata de una coproducción entre Francia, México y Bélgica, una de las productoras es la mexicana Pimienta Films. El mundo de Emilia Pérez está demasiado anclado a su pretexto argumental, tanto en lo espacial como en lo discursivo, y no deriva en un universo congruente. Aunque su representación de la ciudad es precisa, otros aspectos del film muestran sus costuras de forma involuntaria. El problema del naturalismo de la película es que su seriedad, es decir, la construcción y el minucioso cuidado arquitectónico y decorativo, supone una actitud de respeto a la verdad que no se cumple. Y hay algo peor, en su carácter se descubre un engaño. El público francés –y al parecer también el estadounidense– no detecta las inconsistencias porque desconoce los referentes. Sin embargo, especialmente la audiencia mexicana, que comparte las referencias del mundo que representa, nota los parches de la película de Audiard.          

Emilia Pérez, que ganó el Premio del Jurado en el Festival de Cannes de 2024, sigue la tradición del musical francés que se consolidó con Los paraguas de Cherburgo (1964), de Jacques Demy, con Catherine Deneuve cantando, más bien fraseando, su desilusión al despedir a su enamorado que parte a la Guerra de Argelia para hacer su servicio social, eficaz macguffin de la época. En esa misma línea se encuentran películas tan distintas como French Cancan (1955), de Jean Renoir; Golden Eighties (1986), de Chantal Akerman; Bailando en la oscuridad (2000), de Lars von Trier; 8 mujeres (2002), de François Ozon, y Annette (2021), de Léos Carax. El artificio y la extravagancia de esta pléyade de films no quiere copiar la realidad sino inventarla, dejándose llevar por la fantasía impetuosa de sus personajes. Ahí es donde patina en el lodo Emilia Pérez, que le debe más a la sección de noticias internacionales de los diarios franceses que a la imaginación ampulosa del musical. Desafortunadamente, el film no se desentiende de las coordenadas reales para proyectar un mundo fársico o paródico, desmesurado, de enredos, con una voluntad discursiva y de estilo propias.      

Audiard inicia su película con el pregón de “Se compran colchones”, habitual en las zonas populosas de la ciudad, que pone en alerta a los espectadores que lo conocen, es como un  aviso de la realidad a la que se refiere la historia. Otro creador francés, el artista sonoro Félix Blume, que también trabaja el video y la instalación, dedicó parte de su obra a captar los sonidos de la ciudad en el álbum Los gritos de México, editado hace más de una década, que se puede escuchar en Spotify. Estos días el Laboratorio Arte Alameda expone parte de su obra en la muestra Félix Blume: Variaciones sobre el murmullo. 

Para la primera secuencia musical de Emilia Pérez se reconstruyó de manera cabal una calle que podría ser de las colonias Obrera o Doctores; sin embargo, la película se filmó en París. La diseñadora de producción Emanuelle Duplay hizo varios viajes de exploración a México, no obstante Audiard decidió filmar por completo en estudio para tener por completo el control de la película. Formada como arquitecta, Duplay hace un homenaje a Luis Barragán, arquitecto al que admira, en la escalera de papelito de la casa de Emilia. Los escenarios y ambientes de la película se hicieron a través de una combinación de elementos decorativos y efectos visuales generados por computadora. Los intérpretes trabajaron con pantallas azules como fondo, a los que luego se añadieron las imágenes de la ciudad. 

La reconstrucción espacial, realista y minuciosa, verdadera, enmarca un número musical en el que Rita, la abogada a la que da vida Zoé Saldaña, que ayuda a “Manitas” en su transición y desaparición del mundo criminal, expresa su descontento con la impartición de justicia en su país al que se suman paseantes, trabajadores y otros colados. Con ímpetu y vigor, la escena –sacada de Los paraguas de Cherburgo y replicada en el video de la canción de Björk “It’s oh so quiet” (1995), que dirigió Spike Jonze, e incluso en “Eres para mí” (2007), de Julieta Venegas– contagia la joie de vivre de los musicales.  

Aunque insiste en una reconstrucción apegada a la realidad, por ejemplo las imágenes aéreas de la urbe, esta voluntad no se acopla con otros aspectos de Emilia Pérez. Los acentos de las actrices, que representan a mujeres mexicanas, contradicen la apuesta naturalista del film. El seseo automático de Karla Sofía; el acento dominicano de Zoé, ¡porque Rita estudió en República Dominicana!, torpeza mayúscula del guion, audacia del director para justificar la presencia de la actriz; el español atolondrado de Selena Gómez, que interpreta a Jessi, la esposa de “Manitas”, una joven que apenas si mastica la lengua de Cervantes; y el español mexicano de Adriana Paz. A pesar del desempeño eficaz de las actrices, las dotes de Saldaña para el musical son innegables, los espectadores hispanos detectan una realidad mal fabricada, falsa y mentirosa. Esto se nota especialmente en Selena Gómez y sus líneas extravagantes, involuntariamente cómicas, delicia de la cuenta de Instagram Inventadas, dedicada al pitorreo de la cultura pop: “hasta me duele la pinche vulva nada más de acordarme de ti”.       

Por supuesto, hay más elementos desproporcionados. En la segunda parte del film, Emilia y Rita están comiendo en un tianguis, la reconstrucción del espacio es fiel, con sus respectivas lonas como techos. Ahí una mujer les da un volante con información de su hijo desaparecido, entonces Emilia decide corregir el camino, enmendar sus errores, ayudar a quienes violentó directa o colateralmente, e inicia una carrera como filántropa. Se propone crear una asociación civil para colaborar en la búsqueda de los desaparecidos. Sí chucha. Ni que fueran enchiladas. Audiard demuestra que ignora las implicaciones del macguffin de su película, del que no logra deshacerse. Como melodrama, el film se pone más interesante cuando Emilia y Jessi se disputan a sus hijos, poniéndolos en medio de una venganza de pareja.     

Emilia Pérez trastabilla y no por las razones que se le imputan. La mayoría de las críticas, las serias y también las necias, se desgarran en arrebatos casi nacionalistas, como si no hubiera suficientes ejemplos de creadores mexicanos que cuando les viene bien “visibilizar” la realidad la toman como fuente de inspiración, razón por demás sospechosa. Ahí están, solo por citar algunos ejemplos, Bardo (2022), de Alejandro G. Iñárritu; Ruido (2022), de Natalia Beristáin; y Nuevo orden (2020), de Michel Franco. Si en lugar de copiar la realidad la inventara, Emilia Pérez ya sería parte del canon iconoclasta del cine. Audiard, no obstante, nunca ha sido un renovador del lenguaje sino un buen narrador que, aquí, está limitado más que nunca por la contradicción de hacer un filme naturalista que pretende ser fiel a una realidad que desconoce.

En suma, Emilia Pérez y Queer son productos que demuestran que el diseño de producción, que recrea e inventa ciudades, mundos y universos, es apenas una parte que colabora en la creación de una película. No obstante, en su planeación y ejecución se compromete su discurso. Para la siguiente ocasión, en las siguientes películas de Audiard y Guadagnino, habrá que considerar a un público global y pensante.

 

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¿Por qué arquitectura? una pausa y un panorama: sobre The Brutalist o El Brutalista. https://arquine.com/por-que-arquitectura-una-pausa-y-un-panorama-sobre-the-brutalist-o-el-brutalista/ Mon, 03 Feb 2025 23:54:53 +0000 https://arquine.com/?p=96590 A veces soy de los que piensa que ir al cine en las tardes puede ser una perdida de tiempo, al cine hay que ir en la tarde-noche, para que el ambiente de la sala cinematográfica coincida con la ambiente de la noche. Después de pandemia he regresado al cine en un par de ocasiones, […]

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A veces soy de los que piensa que ir al cine en las tardes puede ser una perdida de tiempo, al cine hay que ir en la tarde-noche, para que el ambiente de la sala cinematográfica coincida con la ambiente de la noche. Después de pandemia he regresado al cine en un par de ocasiones, al parecer las plataformas me han consumido, pero el pasado miércoles 22 de enero, a las 16 hrs. estuve en una sala de cine, fui el primero en entrar en ese vacío de butacas y una pantalla para hacer una pausa en la rutina del día a día y ver una función especial de The brutalist o El brutalista escrita por Brady Corbet y Mona Fastvold, dirigida y producida por el primero, con la actuación de Adrien Brody, Felicity Jones y Guy Pearce como protagonistas principales.

El viernes 24 de enero, me encontraba escribiendo este texto y me enteré que la película ha sido nominada al Oscar en diez categorías: mejor película, mejor guión original, mejor director, mejor actor principal, mejor actriz de reparto, mejor actor de reparto, mejor edición, mejor banda sonora, mejor cinematografía, mejor diseño de producción….incluiría yo, mejor pausa, eso!, si pudiera definir la película sin tener que contar la historia y arruinar su trama tendría dos palabras clave: pausa y panorama.

Pausa.

La pausa como experiencia, nos hace recordar la acción de ir al cine cuando éramos niños y veíamos una película en estas grandes salas antes de ser multicinemas. Estos recuerdos, nos hacen rememorar esa acción colectiva de estar todos atentos a una pantalla sin distractores, mas que la acción de llevar un puñado de palomitas o un sorbo de refresco a la boca, de gritar y aplaudir todos espontáneamente ante la reacción de una de las escenas, pausas que ya no suceden por que ya nada nos sorprende.

  • Pausa obligada ante una película con una duración de 3 horas y 34 minutos.
  • Pausa como intermedio de 15 minutos de duración con una musicalización y una foto familiar para pensar sobre una imagen estática, un intermedio entre el movimiento y la luz.
  • Pausa necesaria que te plantea la disyuntiva de salir al sanitario o a la tienda de dulces o quedarte a escuchar la música.
  • Pausa que me hizo evocar otras películas cuando existía un intermedio. E.T. el extraterrestre y la vez que fui a verla con toda mi familia, primas incluidas, o cuando aún te dejaban sentar en las escaleras por estar llena la sala sin importar en ese momento temas de protección civil, Rocky IV y la vez que nos tuvimos que regresar de la fila por que no teníamos edad suficiente para entrar a verla, The Doors, a la que fui con un buen amigo de la infancia-juventud (y que casualmente hoy está casado con la persona que me invitó a ver esta función especial) que ante el impacto que tuvo la película en mí, tuve que optar por quedarme a verla nuevamente cuando existía permanencia voluntaria, Kurt Cobain: Montage of Heck en lo que era el Cine Plaza en la Condesa y perdernos entre sus pasillos intrincados para llegar a la sala después de la universidad o Green Book y la primera cita con mi esposa.
  • Pausa para recordar el Cine Lindavista y su castillo Disney al que acostumbraban llevarme mis padres. NO para ver la película pero SI para jugar en su área de juegos, o el antiguo Cine Venustiano Carranza y el ir y venir continuo de niños que corrían y se desplazaban en su pendiente como resbaladilla entre las primeras butacas y la pantalla, o el Cine Paris, Cine Latino en Avenida Reforma y salir a altas horas de la noche y regresar a casa en transporte público o el Cine Ermita en el Edificio Ermita de Juan Segura y ver como se transformaba el espacio para ver a Motorama en el Festival Antes y otros antiguos cines.
  • Pausa para pensar en esas grandes salas de cine que hoy se convirtieron en multicinemas, en iglesias o quedaron en el abandono.
  • Pausa como recuerdo y nostalgia de esos momentos antiguos.
  • Pausa como transición que marca un antes y un después en la trama de la película.
  • Pausa como introducción de los créditos, entre una obertura, dos actos y un epílogo que te hace pensar en la arquitectura como un proceso de edición, en un guión.
  • Pausa para salir del fascismo y entrar en el capitalismo y la obsesión por el poder.
  • Pausa para seguir soñando ese sueño americano que para algunos ha sido interrumpido por la toma de poder este 20 de enero de este 2025 por Donald Trump.
  • Pausa como esto, como una simple línea: _______________________________________.

Panorama. 

Imágenes panorámicas rodadas en un formato de 70 mm. en proyección horizontal conocido como VistaVision u 8 perforaciones, con unos encuadres que se abren y se cierran dependiendo la trama con imágenes de mejor calidad a las que estamos acostumbrados en las proyecciones y que rinde homenaje de alguna forma a ese formato diseñado en la década de los 50, tiempo y espacio donde se desarrolla la película.

  • Panorama como paisaje.
  • Panorama sobre el cambio de escala, primero una estatua, después un mueble, luego un interior para terminar con un edificio, su contexto natural, su entorno urbano, una o muchas ciudades.
  • Paisajes de libertad en Nueva York, paisajes industriales en Pennsylvania, paisajes marmoleados en Carrara, paisajes históricos en Budapest hasta paisajes  hídricos en Venecia y paisajes de textos desplazadas en ángulos inspirados en la Bauhaus.
  • Panorama de cambios de perspectiva.
  • Panorama de asesoramiento con la asistencia de Jean-Louis Cohen (Architecture In Uniform: Designing and Building for the Second World War) y Judy Becker como diseñadora de producción dando forma al interior de la biblioteca de la mansión de Harrison Lee Van Buren y al Instituto en honor a su madre con consultoría en diseño arquitectónico de Griffin Frazen con una combinación de maquetas, tomas exteriores y efectos especiales con el uso de Midjourney.
  • Panorama sobre la construcción de una montaña: de libros, de personas, de materiales, de concreto, montañas brutalistas.
  • Panorama religioso y el recorrido del sol para la conformación de un símbolo.
  • Panorama de superficies de dibujo y maquetas monumentales.
  • Panorama de idiomas: inglés, yiddish, italiano, húngaro y hebreo.
  • Panorama  de otras vidas de arquitectos, la de Marcel Breuer y el paralelismo de emigrar de Hungría a Estados Unidos y el diseño del Whitney Museum of Art o la de Paul Rudolph en referencia al libro de Timothy M. Rohan The Architecture of Paul Rudolph sobre el vivir en una sociedad homófoba.
  • Panorama de tragedias incluidas que me hicieron recordar en momentos a Frank Lloyd Wright y el asesinato e incendio en Taliesin, en su casa-estudio de Wisconsin, Louis Kahn y su muerte por un ataque al corazón en Penn Station.
  • Panorama sobre el movimiento constante, el de cámara y el mío en el asiento.

Salí de la sala de proyección a las 8 de la noche con el ambiente nocturno de la ciudad, decidí hacer una caminata de regreso por el Parque Lineal de Ferrocarril de Cuernavaca hasta la casa, fueron 36 minutos para pensar en estas dos palabras clave ante una película densa, pesada, larga en tiempos de inmediatez donde nuestra atención se centra en 90 segundos. Una película a veces poética, otras veces abrumadora, en ocasiones incomoda por lo larga y unas mas brutalista como su título, sorpresiva incluso, que parece resumirse en una pregunta constante: ¿por qué arquitectura?

En la película hay una escena en la que el protagonista László Tóth (Adrien Brody) platica sobre esta pregunta con Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce), su mecenas (me hubiera gustado haber tenido un control remoto para poner pausa, ver, escuchar y releer esa definición) pero ante la ausencia de ese control y de ese poder para interrumpir la proyección y generar una pausa adicional en la sala de cine, desde el punto de vista del lector, espero esas múltiples respuestas.

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David Lynch y la poética de sus espacios (1946-2025) https://arquine.com/david-lynch-y-la-poetica-de-sus-espacios-1946-2025/ Fri, 17 Jan 2025 18:52:28 +0000 https://arquine.com/?p=96377 David Lynch, el legendario cineasta, artista y pensador, ha fallecido a los 78 años, dejando un legado que trasciende el cine y explora la arquitectura, el urbanismo y la interacción surrealista entre el espacio y la psique humana. Con obras maestras como Eraserhead, Blue Velvet y Mulholland Drive, Lynch ofreció una profunda meditación sobre los […]

El cargo David Lynch y la poética de sus espacios (1946-2025) apareció primero en Arquine.

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David Lynch, el legendario cineasta, artista y pensador, ha fallecido a los 78 años, dejando un legado que trasciende el cine y explora la arquitectura, el urbanismo y la interacción surrealista entre el espacio y la psique humana. Con obras maestras como Eraserhead, Blue Velvet y Mulholland Drive, Lynch ofreció una profunda meditación sobre los espacios que habitamos, tanto físicos como psicológicos.

Se podría hablar de Lynch como un arquitecto cinemático de la atmósfera, sus obras trataban la arquitectura y los paisajes urbanos como personajes en sí mismos. Su visión de la América rural en Twin Peaks contrapone fachadas idílicas con una oscuridad subyacente, reflejando su aguda conciencia de cómo los entornos moldean el comportamiento humano. Del mismo modo, en Blue Velvet, los jardines perfectamente cuidados de Lumberton ocultan un mundo de violencia y misterio, subrayando la dualidad presente en los entornos construidos.

Los espacios urbanos en las obras de Lynch—particularmente Los Ángeles en Mulholland Drive y Lost Highway—son oníricos, fragmentados y misteriosos. Estas películas capturan la expansión desorientadora y el atractivo seductor de la ciudad, revelando tanto la alienación como el asombro dentro de sus laberintos urbanos. Su interpretación de Los Ángeles resuena con una filosofía “lynchiana”: las ciudades como lugares de oportunidad y escenarios de angustia existencial.

Antes de dedicarse al cine, Lynch estudió pintura y estuvo profundamente influido por la arquitectura y el diseño industrial. Su atención al detalle en los ángulos de los edificios, las texturas de las paredes y el inquietante silencio de los espacios desolados demuestra una sensibilidad arquitectónica notable. Lynch dijo una vez: “El mundo está lleno de cosas hermosas, hechas por el hombre y por la naturaleza. Hay tanto que observar en cómo están construidas, desgastadas o en decadencia”. Este enfoque se refleja en los meticulosos diseños de sus escenarios y su amor por la arquitectura brutalista y moderna de mediados del siglo XX. En sus películas, Lynch exploró temas de decadencia y renovación, reflejando una perspectiva urbanística sobre los cambios a lo largo del tiempo. Las fábricas abandonadas de Eraserhead o las calles sombrías de Inland Empire evocan tanto nostalgia como inquietud, animando al espectador a encontrar belleza en la imperfección y la entropía.

El uso pionero del sonido en las obras de Lynch contribuye a sus narrativas espaciales. En colaboración con el diseñador de sonido Alan Splet, transformó ruidos industriales, silencios y paisajes sonoros en herramientas emocionales y espaciales. El zumbido de una luz fluorescente o el rugido distante de una máquina industrial se convierten en elementos narrativos tan importantes como el escenario mismo, intensificando la percepción del espacio y la atmósfera.

Sin duda, las contribuciones de Lynch van más allá del cine. Su obra invita a arquitectos, urbanistas y diseñadores a reflexionar sobre cómo los espacios influyen en las emociones y comportamientos. El enfoque único de David Lynch en la narración cinematográfica y su sensibilidad arquitectónica continuarán inspirando a futuras generaciones, no solo en el cine, sino en todas las disciplinas que investigan los misterios del espacio, el diseño y la condición humana.

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La habitación de al lado, o un lugar para morir, según Almodóvar https://arquine.com/la-habitacion-de-al-lado-o-un-lugar-para-morir-segun-almodovar/ Thu, 09 Jan 2025 18:34:57 +0000 https://arquine.com/?p=96198 Se buscan lugares para tantas cosas. Por ejemplo una habitación propia para poder escribir novelas, como dice Virginia Woolf. O un cuarto con tina: “no lo sé, pero, para mí, evoca a la Italia antes de la guerra. Me parece haber escuchado que, allá, se pueden rentar cuartos así, con tina. Camera con bagno. Yo […]

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Se buscan lugares para tantas cosas. Por ejemplo una habitación propia para poder escribir novelas, como dice Virginia Woolf. O un cuarto con tina: “no lo sé, pero, para mí, evoca a la Italia antes de la guerra. Me parece haber escuchado que, allá, se pueden rentar cuartos así, con tina. Camera con bagno. Yo nunca he estado en Italia. Ya ni siquiera me acuerdo quién me contó eso. Pude haberlo visto quizás en alguna película, leído en algún libro. O haberlo traducido incluso”, dice la protagonista de la novela de Hélène Rioux Cuarto con tina (Universidad Autónoma de Nuevo León, 2022), traducida por Roberto Rueda Monreal, que busca un lugar para estar sola, un espacio que la salve de la monótona perfección de su vida en pareja. Si fuera posible elegirlo, ¿cómo elegir un lugar para morir? En La habitación de al lado (2024), la nueva película de Pedro Almodóvar, dos amigas, Martha (Tilda Swinton) e Ingrid (Julianne Moore), se mudan a una casa en medio del bosque donde la primera va a terminar con su vida; la otra va a ser más que un testigo, va a acompañarla en sus últimos días.

Como algunas de las mejores películas del creador español, por ejemplo Hable con ella (2002), La habitación de al lado sucede en un hospital, pero sólo en la primera parte. La habitación de la clínica es el lugar donde ocurre el reencuentro entre las amigas. El primer largometraje en inglés de Almodóvar se opone al estilo desmesurado y excesivo que lo encumbró. Es un filme crepuscular en el fondo, glacial en la forma. Luego de recibir la noticia de un cáncer terminal, Martha decide morir dignamente en un lugar que la distancie del recuerdo de los días felices. Para ello renta una casa cerca de Woodstock, lejos de su departamento en Manhattan, Nueva York. En realidad la mansión donde se filmó la película está en San Lorenzo El Escorial, un pueblo cerca de Madrid. La casa Szoke, nombre de la propiedad, fue proyectada por Aranguren & Gallegos Arquitectos, la oficina que conforman María José Aranguren y José González Gallegos.

Como se puede ver a través de las imágenes de Eduard Grau, cinefotógrafo, la opulenta casa se compone de una serie de volúmenes geométricos irregulares que se conectan y ajustan a la pendiente natural del terreno, en la falda sur del Monte Abantos. Más que un capricho arquitectónico por parte del director, la elección de la casa conlleva una reflexión idiosincrática de los personajes. Martha e Ingrid son amigas desde la juventud, ambas trabajaron en la misma revista, pero el curso de sus vidas y actividades las separó. La primera se dedicó al periodismo como reportera de guerra; la otra a la ficción, es escritora. La vida de Martha ha estado marcada por la muerte, la destrucción y el aniquilamiento, ha sido testigo de las atrocidades de Bosnia e Irak. Ingrid, por su lado, escribió un libro exitoso en el que narra su temor a la muerte. En ciertas secuencias, Almodóvar muestra sus respectivos departamentos neoyorquinos. La calidez de esos espacios, la abundancia de objetos, curiosidades y ornamentos –incluido el lugar donde apenas se está mudando Ingrid, en el que predomina el color rojo y el mobiliario de estilo vintage, “amueblado con cosas de la basura”, bromea uno de sus amigos– sugieren que las dos tienen vidas ricas e intensas. La profusión de sus moradas se opone a la frialdad de la mansión. Sus bloques están abiertos a la naturaleza, a través de ventanales descomunales se integra el exterior a la intimidad, creando una atmósfera fría que se resiente en los rostros pálidos de las actrices. Tal es la decisión arquitectónica de Martha como escenario para morir por elección propia. También ha elegido a Ingrid para que la acompañe en sus últimos días. A pesar de los miedos, su amiga acepta hacerle compañía. El gesto de Ingrid es tan raro como la nieve rosa que ambas observan caer desde la ventana del hospital, que muestra un panorama poético y desolado de la ciudad de Nueva York y que la cámara capta desde las espaldas de las actrices.   

El vidrio abunda en toda la película. El vidrio de las ventanas funde los rostros de ambas mujeres, el semblante serio de Tilda Swinton decidida a ponerle un alto a su enfermedad incurable y el gesto ahogado de pánico de Julianne Moore, con el paisaje exterior. A través de los ventanales y captadas desde fuera de la mansión, las siluetas de las amigas son apenas un destello, un vislumbre, la fragilidad representada por la luz. La muerte es el vidrio, la muerte que media entre ellas. En La habitación de al lado la transparencia del cristal supone la inmaterialidad a través de la materia, un presagio de la muerte, el desvanecimiento, palidecer. Así es el fin para Almodóvar. Los ecos de esta evanescencia surgen de nuevo en la escena de la terraza en la que Ingrid cree que su amiga finalmente ha llevado a cabo su propósito; detrás del ventanal, la figura fantasmal de Martha aparece de nuevo y se vuelve a encarnar al descorrerse la estructura. Ha sido una terrible confusión que anticipa su muerte, un ensayo, dice ella, de manera socarrona.

Por supuesto que hay más que vidrio y ventanales, en el interior de la casa Martha e Ingrid se reconocen, ríen, discuten, se exasperan. La casa de La habitación de al lado es una especie de refugio, el rescoldo de un mundo que también está muriendo y al que se aferra con esperanza Ingrid, a pesar de todos los problemas sociales, políticos e incluso climáticos que discuten y que saben con certeza que apuntan al colapso. En la fúnebre despedida todavía queda tiempo para volver a las películas y recurrir a la colección de DVD’s de la casa, y de esta forma divertirse con la comedia Seven chances (1925), de Buster Keaton, y anticipar lo inevitable con The Dead (1987), nada más y nada menos que el canto de cisne de John Huston.

El opaco final de La habitación de al lado recuerda los finales ambiguos del Chabrol de los años sesenta y también las simetrías propias del cineasta español, especialmente las que establece entre madres e hijas biológicas como Marisa Paredes y Victoria Abril en Tacones lejanos (1991). O madres e hijas que se adoptan mutuamente, como Cecilia Roth y Penélope Cruz en Todo sobre mi madre. La llegada de la hija de Martha es un giro de tuerca absolutamente almodovariano, aunque el director se contiene y sólo lo utiliza como un espejo extraordinario. Michelle es idéntica a su madre, pero ¡esperen un momento!, es pelirroja y tiene una imagen muy similar a la de Julianne Moore cuando era joven. Es un reflejo, una adopción maternal, sí, y también una herencia, como dice Ingrid.       

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“Veneno para las hadas”, o la hoguera en un pajar https://arquine.com/veneno-para-las-hadas-o-la-hoguera-en-un-pajar/ Tue, 29 Oct 2024 19:22:25 +0000 https://arquine.com/?p=93866 “Normalmente las personas suelen tener miedo a las casas viejas”, dice una de las amigas de Más negro que la noche (1975), película de Carlos Enrique Taboada. ¿Por qué? Elemento principal de la narrativa gótica, la casa o mansión antigua participa del relato arquitectónico que preserva la memoria, en donde el espacio está cargado de […]

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“Normalmente las personas suelen tener miedo a las casas viejas”, dice una de las amigas de Más negro que la noche (1975), película de Carlos Enrique Taboada. ¿Por qué? Elemento principal de la narrativa gótica, la casa o mansión antigua participa del relato arquitectónico que preserva la memoria, en donde el espacio está cargado de las vivencias y anhelos, los días felices y desgraciados de sus habitantes. Si algo de esto queda impregnado en los espacios, las leyendas y el folclor lo recogen y convierten en relato. En las historias extrañas, además, los salones, habitaciones, pasillos y desvanes están personificados, tienen atributos propios de los seres humanos y se convierten en personajes. Y no sólo eso, en Taboada también los elementos de la naturaleza experimentan sensaciones, pues cómo olvidar el título de una de sus películas más conocidas, Hasta el viento tiene miedo (1968).

Rara avis en el cine mexicano, más afecto al melodrama y la comedia, Taboada (1929-1997) se distinguió por un repertorio de horror insólito. Probablemente es el único director mexicano que construyó su obra como una galería de historias de fantasmas, brujas y eventos sobrenaturales. Antes de él, varios cineastas jugaron con las sombras extrañas. Por ejemplo, Ramón Peón, con La llorona (1933); Juan Bustillo Oro, en Dos monjes (1934) y El misterio del rostro pálido (1935); y Chano Urueta con La bruja (1954). Previo a su debut como director, algunas historias de Taboada inspiraron películas como El espejo de la bruja (1962), en la que Urueta dirige a Isabela Corona en el papel de una hechicera que ayuda al fantasma de una joven a vengar su propia muerte. Casi 20 años después, la actriz volvió a ponerse el traje de bruja en otro clásico del género, La tía Alejandra (1980), de Arturo Ripstein.

El cine de Taboada se puede encuadrar a partir de varias tradiciones y disciplinas como la arquitectura. Las historias de sus películas ocurren en espacios convenientes, algunos de ellos son prototípicos del relato gótico: el torreón de Hasta el viento tiene miedo, cuyas escaleras crujen como si los pasos sobre ellas las despertaran de un sueño letárgico; la casa de campo de Vagabundo en la lluvia (1968), aislada e incomunicada por la tormenta; el cenador en los callados jardines de la finca de El libro de piedra (1969); la casona apuntalada que la protagonista de El deseo en otoño (1972) se niega a arreglar, como si su reparación fuera a mancillar el recuerdo de su posesiva madre, ya muerta; el salón principal de ¿Quién mató al abuelo? (1972), donde está oculto y enterrado un cadáver; las humildes cabañas de La trinchera (1969) y Rapiña (1975); o el celoso sótano de Más negro que la noche, que resguarda los secretos de otra época.

Cerca del abrupto final de la carrera de Taboada en el cine, llegó Veneno para las hadas (1986), su obra maestra definitiva. Es una película sobre la imaginación, dos niñas y dos casas, una cinta de belleza lúgubre y perversa. Veneno para las hadas está filmada a la altura de sus pequeñas protagonistas: Ana Patricia Rojo (como Verónica), una huérfana que vive con su abuela y una nana que le cuenta con vehemencia historias de brujas; y Elsa María Gutiérrez (como Flavia), hija única de una familia más bien escéptica. Por eso los adultos nunca se ven, siempre aparecen recortados por el encuadre o en planos que impiden sus rostros, es decir, su presencia está obstruida.

La película es una atenta invitación del director para adentrarse en la ígnea fantasía del mundo infantil. En el prólogo en blanco y negro, Verónica sube por unas escaleras. En una mano lleva una vela que alumbra la oscuridad, en la otra esconde algo. Abre una puerta que rechina, entra en una habitación, alista el cuchillo, la hoja brilla con intensidad en la penumbra y degolla a una mujer que se despierta en medio de la noche. La sangre roja invade el encuadre, estamos en el terreno de lo fantástico, libres de las ataduras de la razón. “No era una niña, era una bruja malvada que había tomado esa apariencia”, explica la nana a Verónica, que se imagina a sí misma en el relato, mientras cierra el libro que leía a la niña.

La empolvada casona donde vive Verónica, otrora señorial, contrasta con la de Flavia, su nueva compañera, recién incorporada al colegio, que habita con sus papás en una casa lustrosa. Así, poco a poco se van estableciendo las diferencias entre ellas. La principal es que los padres de Verónica están muertos. Como ocurre en los cuentos de hadas clásicos, Verónica siente envidia de su amiga. Para impresionar a Flavia, le dice que ella en realidad no es una niña, sino una bruja. Aunque no le cree del todo, la seguridad de Verónica la inquieta, por lo que pregunta a su papá, que lee al calor de una robusta chimenea, si es verdad que existen las brujas. Práctico, el hombre contesta que no y añade que “antes la gente era muy ignorante y pensaba que algunas mujeres tenían pacto con el diablo, entonces las quemaban vivas”. Las brujas, asegura la nana de Verónica, lo pueden todo, tentación irresistible para una niña como ella. En cierto modo, Veneno para las hadas es un enfrentamiento entre el folclor de los pueblos y el pensamiento pragmático, como se revela en el terrible desenlace, donde la imaginación se impone.

Al catálogo arquitectónico del cine de Taboada, Veneno para las hadas añade otros espacios emblemáticos de las historias de horror: la hacienda lejos de la urbe en la que las amigas, en un viaje con la familia de Flavia, se internan en la ciénaga, la iglesia abandonada y el cementerio. En esos lugares buscan los elementos para hacer una pócima que envenene a las hadas quienes, según Verónica, son enemigas de las brujas. Entonces se dedican a recolectar sapos, lagartijas, tierra de panteón y otros esperpentos para cocinar la fórmula en un caldero que encuentran entre los trebejos olvidados del lugar.

La escena cumbre del filme sucede en un espacio no menos emblemático de la filmografía de Taboada. El escondite de Verónica y Flavia es el pajar de la hacienda, donde ocultan el cazo y los ingredientes de la letal receta. Subida en el tapanco del pajar, Verónica prepara la poción; abajo, Flavia descubre con horror que la sombra de su amiga no es la de una niña sino la de una vieja jorobada y de perfil aguileño. Al observar que Verónica es bruja, Flavia prende fuego al lugar, que rápidamente arde en llamas por la paja seca: las brujas mueren en la hoguera, tal como le dijo su padre. En el largo epílogo —en el que aparecen los créditos sobre la fantástica música de Carlos Jiménez Mabarak—, hay un acercamiento al rostro congelado de Flavia, cuya ambigüedad parece un alivio ante el horror, y se funde con las llamas que todavía parpadean y extinguen el pajar. Ding-Dong! The Witch Is Dead.

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Entre burdeles y cabarets, los congales del cine de Arturo Ripstein https://arquine.com/entre-burdeles-y-cabarets-los-congales-del-cine-de-arturo-ripstein/ Tue, 06 Aug 2024 18:50:30 +0000 https://arquine.com/?p=92193 I Luego de beber las dos primeras caguamas, mi amigo Rafael y yo comenzamos con los temas importantes. El espacio tan reducido se duplicaba y nos ponía frente a frente o lado a lado. Eso tenía aquel lugar, la magia de expandir lo minúsculo. Para entrar era necesario cruzar hasta el fondo una tienda de […]

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I

Luego de beber las dos primeras caguamas, mi amigo Rafael y yo comenzamos con los temas importantes. El espacio tan reducido se duplicaba y nos ponía frente a frente o lado a lado. Eso tenía aquel lugar, la magia de expandir lo minúsculo. Para entrar era necesario cruzar hasta el fondo una tienda de abarrotes. Ahí, una escalera conducía al Internet, como se llamó ese tugurio que existió hasta la última remodelación de la Alameda Central —punto de encuentro histórico de, entre otras minorías, homosexuales y en el que también se practicaba la prostitución masculina y travesti—, en el que un host, al que todos conocían como la Charlotte, acomodaba a quienes iban llegando en donde se pudiera. Entre semana los parroquianos eran militares, curiosos y vestidas, como se les decía antes a las travestis en la jerga de ambiente. De jueves a sábado las modernas, es decir, la gente alternativa de aquel momento, acaparaban el sitio, que apenas si tenía un mingitorio y un baño al fondo, lo que es decir mucho porque era un espacio muy chico, mal ventilado y sucio. No era infrecuente esquivar cucarachas escalando las paredes. El Internet era el hoyo al que todos queríamos entrar, un universo de visitantes aleatorios en el que nunca se sabía con quién se iba a compartir el sitio.

Pues bien, aquella ocasión, luego de las primeras frías, mi amigo, que hacía poco tiempo se había mudado a otro país, me preguntaba por las películas mexicanas recientes. Me hablaba con mucha emoción de un británico amigo suyo al que le interesaba en particular el cine de Carlos Reygadas. Yo le conté que un par de semanas atrás lo había entrevistado con ocasión del estreno de Post Tenebras Lux (2012) —sí, la película donde sale un diablito con su caja de herramientas—. Rafa me decía que le habían gustado sus filmes anteriores. Quizá sonaba una de Juan Gabriel o de Depeche Mode —las canciones en el Internet se pedían en la barra, cerca de donde había una ventana insignificante, se reproducían en YouTube y costaban 10 pesos— cuando ocurrió lo inesperado. De repente vi que por las escaleras subía nada más y nada menos que al mismísimo Reygadas con su esposa Natalia, y otro hombre. ¡No mames, Rafa! ¡Ahí está!, dije casi escupiendo la caguama. ¿Quién?, preguntó él. ¡Reygadas! Siempre había imaginado que a él, que encuentra algo estético en lo sórdido, le gustaría mucho el Internet. Con otro amigo había fantaseado varias veces que quizá algún día Reygadas filmaría ahí algo à la Gaspar Noé, algo así como la secuencia en otro tugurio, el Rectum, de Irreversible (2002), pero en versión vernácula. Después de un rato me acerqué a él y le conté que lo habíamos invocado. Le dio risa y dijo que le gustaba mi camisa azul con pequeñas flores rojizas, y que le había pedido a su esposa que volteara a verme. Para él, quizá el Internet era sugerente, para nosotros, simplemente permisivo.

II

Aunque la Real Academia Española consigna la palabra congal como prostíbulo, es verdad que el uso coloquial del término aglutina más de un espacio y abarca un campo semántico más amplio. Un congal es un lugar de baja categoría, un sitio más bien desordenado, sucio y a veces miserable. Si hablamos de estos lugares, y su presencia y representación en el cine mexicano, es preciso abordar las películas de Arturo Ripstein, que a lo largo de toda su obra ha privilegiado al burdel como un espacio de subversión y encierro que evidencia la manía por la abyección y la vileza que encierran sus filmes. En la historia del cine hay muchas representaciones de los sitios relacionados con el vicio y la farra. Una de las más evocadoras es aquel donde canta y baila una joven y casi irreconocible Marlene Dietrich. El filme toma prestado el nombre del cabaret para su título, El ángel azul (1930). En la película de Josef von Sternberg la Dietrich arrastra a la ruina a un profesor respetable que se enreda con ella. Digo enredarse porque el verbo alude a la confluencia de líneas en un mismo punto, es decir, que el espacio conduce y condiciona a las personas o personajes a situaciones de las que no pueden escapar. Eso es lo que ocurre en El lugar sin límites (1977), una de las películas más comentadas del cine mexicano.

Antes de abordar el filme paradigmático de Ripstein, que tiene como locación o escenario un burdel, hay que ir hacia atrás y recordar que en películas anteriores filmó algunas secuencias relacionadas con prostíbulos que apoyaban la narración y delineaban los móviles de los personajes, así como su personalidad. En apenas unos segundos se ve cómo el severo e impenetrable Claudio Brook entra a un lugar contiguo a un hotel para encontrarse con una prostituta en El castillo de la pureza (1972). La recreación del espacio, un cuarto delimitado por cortinas pedestres que dan efecto de privacidad, es de Manuel Fontanals, escenógrafo, y Lucero Isaac, a cargo del diseño de producción. Ripstein muestra un cuchitril, una habitación estrecha y desaseada, con una floja cortina de flores al fondo, en la que sólo cabe una cama individual. También en Los recuerdos del porvenir (1968), el segundo largometraje del director, que adapta su guion de la novela homónima de Elena Garro, tiene una secuencia en la que el personaje de Gonzalo Vega se acuesta con Aurora Molina, quien interpreta a la madrota del burdel. La habitación en la que ocurre el encuentro está detrás de una cortina de cuentas, elemento característico del imaginario de los prostíbulos.

El burdel de La Japonesa, interpretada por Lucha Villa en El lugar sin límites, es una casa con un patio interior abierto, alrededor del cual están dispuestas las habitaciones. Es un tipo de vivienda relacionado con la provincia mexicana donde el clima es caluroso. Los espacios del burdel dan detalles de las güilas, como llaman ciertos personajes a las prostitutas, que ocupan sus respectivos cuartos. Así, el espectador conoce las delicias de la recámara de La Japonesa que, entre sensuales sábanas y cortinas, seduce a La Manuela, travesti con la que procrea una hija. O el cochinero de la recámara de Lucy, en la piel de Carmen Salinas, por usar una expresión que alude al desorden y suciedad relacionados con los congales. En el salón principal del burdel, con la barra enmarcada por un vitral de colores al fondo, el mobiliario es de color rojo. A pesar del exuberante colorido, la austeridad predomina en la casa de citas, atrapada en un pueblo olvidado, ya sólo alumbrada con velas y lámparas de petróleo. El salón es el escenario de La Manuela, quien ahí baila flamenco para deleite de Pancho, otra vez Gonzalo Vega, actor que hace de macho que se come con los ojos a la travesti bailaora, encarnada por Roberto Cobo en una interpretación antológica del cine mexicano. Como espacio arquitectónico, el burdel —o putero, según la variante dialectal del español mexicano— sugiere la suspensión del recato: a los asistentes se les permite ver y ser vistos, así como iniciar el juego de seducción que va a culminar en un lugar privado: una habitación. El descaro, por supuesto, también tiene límites. La película de Ripstein subvierte esta regla tácita del burdel cuando los avances entre Pancho y La Manuela se vuelven menos furtivos y más explícitos en el salón. Es apenas un beso —el primero entre dos hombres en una película mexicana—, pero es suficiente para que el cuñado de Pancho, compañero de farra y testigo, le reclame sus actitudes de joto por bailar y besar a la travesti. De no haber roto la regla de arreglarse en privado, quizá el destino de La Manuela hubiera sido menos aciago.

III

Otro congal memorable del cine de Ripstein, donde se baila al ritmo de Pepe Arévalo y sus Mulatos, es el que frecuenta El Tarzán (Pedro Armendáriz Jr.), en Cadena perpetua (1978). Con sus pequeñas mesas y estrechos gabinetes, que dan la impresión de que hay que acomodarse en la austeridad, el cabaret es el lugar donde El Tarzán lleva a las mujeres que trabajan para él como padrote. El rojo del mobiliario y la iluminación acentúa una atmósfera malsana y calurosa, de apretujamiento, para el escenario donde una orquesta toca al fondo. El cinefotógrafo Jorge Stahl Jr. filma las escenas de baile de Armendáriz y Angélica Chain con muy poca distancia para generar la sensación de proximidad extrema que propician estos espacios donde los cuerpos se rozan de manera ya involuntaria. El hotel rascuacho —frase coloquial que nombra a las cosas de mala calidad— donde El Tarzán se quita las ganas con las prostitutas que él manda, es casi una extensión del congal. En un santiamén, Armendáriz va y viene de un lugar a otro. 

Después, y ya con Paz Alicia Garciadiego como guionista, Ripstein hizo la obra maestra del congal: La mujer del puerto (1991), película que no se puede narrar sin las imágenes de El Eneas, un burdel enclavado en una vecindad ruinosa, otro espacio arquitectónico emblemático de la filmografía del director mexicano. Las imágenes ensayan una especie de sinestesia que añade al congal, donde toca un pianista, una nota de humedad en sus espacios. Cuando llega El Marro (Damián Alcázar), la lluvia tupida genera una sensación de calor que se traspasa al interior. Hay que cruzar el largo pasillo encharcado para llegar al fondo y después bajar unas escaleras para acceder a El Eneas, que se anuncia con un letrero de neón en la entrada del edificio. La guionista y el director conocen bien estos lugares, hay una riqueza notable en los detalles: el techo desvencijado, luces de neón que generan un alto contraste en la penumbra, sillas plegables de fierro, un viejo ventilador al fondo que no sirve. Aquí, todo parece que funciona a medias, incluso los personajes que, como Tomasa —la protagonista que engendra la tragedia de la historia (interpretada por Patricia Reyes Spíndola)—, arrastran los pies para juntar pasos y recorrer el congal.

IV

La revisión de los cabarets, burdeles y salones de baile en las películas de Ripstein, recién condecorado con el premio Más Cine del Festival Internacional de Cine de Guanajuato y la medalla de la Filmoteca de la UNAM, es apenas un atisbo de la dimensión espacial y arquitectónica de su filmografía. Prácticamente en cada una de sus películas hay alguna secuencia en la que el ritmo y la cadencia tanto de la historia como de las situaciones parecen estar determinadas por la fuerza invisible, y al mismo tiempo innegable, de los espacios que determinan (El lugar sin límites), constriñen (El castillo de la pureza) y anudan (La mujer del puerto) a los personajes del universo fílmico de Ripstein. Las imágenes de Sylvia Pasquel ensayando tangos en un salón de baile en El diablo entre las piernas (2019), la última película del director, sirven de coda al recuento de los congales de Ripstein. Unas sencillas cortinas de tiras de papel metálico entre los bailarines dotan al blanco y negro del filme de un matiz sensual y también de reflejos de antaño que corresponde con la historia de una pareja en el degradante ocaso de su vida conyugal que, sin embargo, se resiste a renunciar al deseo.

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La azotea como personaje del cine mexicano https://arquine.com/la-azotea-como-personaje-del-cine-mexicano/ Fri, 19 Apr 2024 15:59:37 +0000 https://arquine.com/?p=89270 “Las azoteas en México tienen vida propia, ahí pasa de todo, vive la gente, suceden crímenes. Las azoteas aquí no son como las de ninguna parte del mundo”, decía Manuel Fontanals, escenógrafo de muchas de las películas más importantes del cine nacional de los años 40 hasta los 60. A juzgar por ciertos filmes que […]

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“Las azoteas en México tienen vida propia, ahí pasa de todo, vive la gente, suceden crímenes. Las azoteas aquí no son como las de ninguna parte del mundo”, decía Manuel Fontanals, escenógrafo de muchas de las películas más importantes del cine nacional de los años 40 hasta los 60. A juzgar por ciertos filmes que utilizan este espacio arquitectónico —y que, siguiendo a Fontanals, es un personaje en sí mismo—, se trata de una presencia y, sobre todo, un testigo de la intimidad de los hombres y mujeres que aparecen en pantalla. Con sus tanques de gas, lavaderos, jaulas para tender la ropa, trebejos y cachivaches, la azotea es un lugar para huir del mundo. Quizá por eso niños y adolescentes se esconden, juegan e inventan historias ahí, lejos de los adultos. Antes de que la arquitectura y el comercio la disfrazaran como rooftop, la azotea ya era una zona cinematográfica única que permitía satisfacer la pulsión escópica: observar la ciudad con vista panorámica, mirar sin ser visto, apreciar más allá de lo que permite nuestra estatura.

En las películas de Roberto Gavaldón, por ejemplo, la azotea no sólo es escenario sino cómplice de los personajes. La protagonista de La otra (1946), que trabaja como manicurista en un salón contiguo al Hotel Regis, vive en un cuarto de azotea. “Qué misteriosa sensación mirar la ciudad desde arriba. Atrás de cada luz, en cada casa, existe un intenso mundo del cual ignoramos los sufrimientos y las miserias”, dice María (interpretada por Dolores del Río), filmada de espaldas, mientras observa el paisaje gris de edificios apretados que parecen exhalar fumarolas industriales. La azotea de María, reflejo del pesimismo que ennegrece sus intenciones, fue diseñada por Gunther Gerzso quien, antes de dedicarse por entero a pintar, tuvo una carrera como escenógrafo. En la secrecía de la azotea, María planea y ejecuta el asesinato de su hermana gemela.

En otra película de Gavaldón, Días de otoño (1963), Luisa (Pina Pellicer), cansada de que la espíen las vecinas chismosas, se muda a un cuarto de azotea. Luisa protege su libertad en ese sitio que Gavaldón emplaza y filma en un edificio cerca de la esquina de Bucareli y Reforma, desde donde se ve el edificio El Moro, sede de la Lotería Nacional, y también anuncios de Coca Cola y Carta Blanca. En esa ocasión, Gavaldón colaboró con Fontanals para mostrar, por medio del espacio arquitectónico y la dirección de arte, el vaivén entre ficción y realidad que experimenta Luisa, bamboleo que también puede abreviarse en su intensa pero solitaria vida en su cuarto, donde cumple sus obligaciones como esposa y madre imaginarias.

Entre tendederos y jaulas se confiesan las mujeres de El cumpleaños del perro (1974), la segunda película de Jaime Humberto Hermosillo. Mientras sus esposos permanecen en el departamento, Gloria y Silvia (Lina Montes y Diana Bracho, respectivamente) platican y se sinceran en la azotea. Más que una desilusión, para Gloria el matrimonio es un chasco; para Silvia, recién casada, es un inicio. Hermosillo usa de manera metafórica la distinción entre el arriba (la azotea) y el abajo (el departamento) para sugerir las relaciones entre los personajes. La secuencia de la azotea, además, es el motivo de la elipsis que sostiene la película: es decir, lo que sucedió entre los hombres, mientras esperaban a sus esposas, queda vedado al espectador, que deriva en el asesinato de Silvia y la relación homosexual entre ellos.

Por su parte, Arturo Ripstein, fascinado con espacios arquitectónicos como los patios y los pasillos de las vecindades, desarrolla en un plano secuencia el encuentro furtivo de Clara e Israel (Delia Casanova y Alonso Echánove), la pareja de Mentiras piadosas (1989). Acostados entre macetas y envases vacíos de refrescos, él le pregunta “por qué no quiere coger allá abajo, hasta en las lluvias quieres acá arriba”. Ella asegura que el amigo de Israel los espía, así que la azotea es el lugar ideal para esconderse, aunque termine “toda tiznada”. Por esta película, Juan José Urbino, a cargo del diseño de producción, ganó un reconocimiento en el Festival de Cine de Bogotá.

Fotograma de “Los días francos” (2021), de Ulises Pérez Mancilla.

En la Perfume de violetas (2001), película de Marisa Sistach, este espacio arquitectónico, ya desprovisto de cualquier tipo de poesía visual, austero y accidentado, aparece varias veces para apostillar las relaciones de Yessica (Ximena Ayala), una estudiante de secundaria, con su madre. Mientras la chica friega en el lavadero de la azotea, la madre aparece para reclamar por qué se sigue orinando en la cama. Más reciente es el caso de Los días francos (2021), película de Ulises Pérez Mancilla sobre Amanda Suárez (Stephanie Salas), una actriz de escaso talento que tampoco ha tenido suerte para desarrollarse profesionalmente. Madre de un hijo, Amanda está desempleada, pero no quita el dedo del renglón. Aludiendo al título de la película, uno de sus amigos le aconseja que ponga los pies en la tierra, que ya deje de soñar y se haga responsable de su hijo. Luego de tender la ropa, se dan un abrazo fraternal que se recorta en el cielo chilango; como un respiro, la azotea es un espacio amplio en una situación que parece un callejón sin salida.

Como personaje, la azotea está presente en el cine como lugar alejado de la casa o el departamento, una zona para ocultarse o ser libre, un sitio de encuentros y desencuentros, también un espacio para darle rienda suelta a los deseos. Si es un testigo, habría que preguntarle a la azotea qué revela de quienes la ocupan. Como colofón, una escena para la eternidad: Antonietta y Gabriele (interpretados por Sophia Loren y Marcello Mastroianni) tendiendo la ropa en la azotea del Palazzo Federici (Roma, Italia); ella, un ama de casa harta y olvidada por su familia; él, un homosexual errante. Solos, pero acompañados en Un día muy especial (1977, Ettore Scola).

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Sobre el cuidado y el mantenimiento de lo común: “Perfect Days”, de Wim Wenders https://arquine.com/sobre-el-cuidado-y-el-mantenimiento-de-lo-comun-perfect-days-de-wim-wenders/ Tue, 16 Apr 2024 17:31:28 +0000 https://arquine.com/?p=89140 Bajo una primera mirada, Perfect Days (2023, conocida en español como Días perfectos), de Wim Wenders, es una ficción romántica, el retrato de la vida tranquila de su protagonista, Hirayama (Koji Yakusho), un sujeto que, además de llevar una cotidianidad rutinaria, enfrenta sus días de manera casi ascética y es capaz de recibirlos con sus […]

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Bajo una primera mirada, Perfect Days (2023, conocida en español como Días perfectos), de Wim Wenders, es una ficción romántica, el retrato de la vida tranquila de su protagonista, Hirayama (Koji Yakusho), un sujeto que, además de llevar una cotidianidad rutinaria, enfrenta sus días de manera casi ascética y es capaz de recibirlos con sus bemoles y, además, sonreír.

Póster de “Perfect Days”, de Wim Wenders.

Una siguiente lectura parece ser un elogio a la ciudad. Nuestro personaje —a veces en carro, otras a pie o en su bicicleta—, recorre de manera casi desprevenida las calles de Tokio: mira al cielo por entre los árboles, alza la mirada para reconocer la altísima espiral del Tokyo Skytree o simplemente mira a lo lejos. Cuando Hirayama está muy abstraído en su paseo, es el montaje de la película el que nos devuelve tomas panorámicas y largos recorridos por las autopistas, puentes, parques y túneles de la capital japonesa. Pero, a medida que pasan las escenas y la repetición se vuelve iteración, variación de temas, encuentros similares con distintos resultados, emerge otra lectura posible: Perfect Days es una elocuente celebración de las prácticas del cuidado y del mantenimiento sobre lo colectivo.

La simplicidad que Wenders y Yakusho han creado alrededor del personaje es genial: una vida sencilla, pero envidiable, y un overol de limpiabaños; una cámara que le sigue casi a manera de registro documental y etnográfico, como en los recursos de la antropología visual de lo ordinario de Beka y Lemoine (ver: Moriyama-San o Tokyo Ride).

No obstante, muchas personas discutirán, por ejemplo, si un cuidador de baños puede llevar una vida como la de Hirayama. Una queja más simple sería si unos baños como los que aparecen en la película pueden existir en cualquier otra ciudad del mundo (Berlín, Bogotá, Nueva York, Ciudad de México o Tijuana). La película, como proyecto, desafía la no ficción. Somete al espectador a preguntarse por la ciudad perfecta y confrontarla con su propia ciudad. Plantea al público la pregunta de si un futuro perfecto, en este mundo en el que todo está a punto de expirar, puede todavía existir.

Yoyohi Fukamachi Mini Park – Shigeru Ban. Foto: THE TOKYO TOILET PROJECT.

Hirayama, por ejemplo, trabaja para THE TOKYO TOILET PROJECT, una programa de la ciudad para rediseñar los baños de públicos de la mano de renombrados perfiles de arquitectura y así, por medio de esta infraestructura pública, resaltar el valor que la cultura japonesa pone en la hospitalidad y el cuidado. Si uno visita el sitio oficial del proyecto, luego de leer los 16 nombres de las personalidades invitadas a diseñar dichos espacios (Fumihiko Maki, Junko Kobayashi, Kashiwa Sato, Kazoo Sato, Kengo Kuma, Marc Newson, Masamichi Katayama, Miles Pennington, Nao Tamura, NIGO® (pseudónimo de Tamoaki Nagao), Shigeru Ban, Sou Fujimoto, Tadao Andō , Takenosuke Sakakura, Tomohito Ushiro y Toyo Ito), lo siguiente que aparece junto a esos créditos es el apartado “Maintenance” [“Mantenimiento”]. En un breve texto, se confirma la necesidad de que estos espacios sean cómodos, confortables y limpios a lo largo del tiempo. En un seguimiento al asunto se aclara que el proyecto no se trata sólo de “diseñar nuevas instalaciones”, sino también de organizar todos los aspectos que aseguren que estos espacios puedan mantenerse en buen estado y ser utilizados cómodamente por todas las personas todo el tiempo.

Volviendo a la ficción, Hirayama no sólo hace parte del equipo de mantenimiento de los baños más icónicos del Japón contemporáneo, sino que además disfruta y se emociona con su trabajo. Quizá sea el único. En una de las pocas conversaciones que ocurren en la película, su compañero Takashi (interpretado por Tokio Emoto) le pregunta de manera completamente resonante: “¿de verdad te gusta este trabajo?”, para más adelante, en desliz, sentenciar: “¿qué pasa con este mundo de mierda?” Takashi, opuesto a Hirayama, no sabe cómo lidiar con la caca. Ve en esta un reflejo del desgaste de la vida moderna y rehúye de la idea de que él es el responsable de limpiar lo que hacen los demás. Hirayama, por lo contrario, acepta su función con valentía, asume que su rol es el de cuidar y lo hace con completa dignidad. 

Nabeshima Shoto Park – Kengo Kuma. Foto: THE TOKYO TOILET PROJECT.

Cuidar al mundo es mucho más que limpiar baños. Las prácticas de cuidado de Hirayama incluyen: cepillar los pisos, los lavabos y los baños, sí, pero también cuidar a un niño perdido mientras busca a su mamá; explicarle a una desconocida cómo funciona un baño público; compartir sus joyas musicales con las generaciones futuras; cuidar al borracho que se quedó dormido; jugar gato con una persona anónima; esperar afuera mientras alguien pasa por un mal momento; hacerse amigo de quienes no tienen más amigos; saludar y respetar al sin hogar que hace campamento al lado de un baño; celebrar a los niños que juegan inocentes en el parque; recuperar una planta del parque para cuidarla en su propia casa. Todo lo que hace el personaje es cuidar: sin el cuidado y el mantenimiento ningún espacio tiene valor en sí mismo.

En su libro Construir y habitar: ética para la ciudad, Richard Sennett comenta que una de las claves éticas para la construcción y reconstrucción de las ciudades es la responsabilidad que un sujeto pueda tener para con los demás que son, casi siempre, extraños. Es decir, más allá de lo material, la ciudad se configura y transforma cuando medimos las formas y las funciones con el mundo que queremos y la sociedad que deseamos. A la luz de Richard Sennett, Hirayama es un “urbanita competente”: posee un conocimiento acuerpado de la ciudad, sus lugares y habitantes; es un flâneur envidiable; y su silente —casi anónima— presencia le da la facultad dialógica de interactuar con los extraños. Es, en últimas, un cosmopolita, pues ejerce una forma de convivencia inherente a la vida urbana, lo que Ash Amin denomina “indiferencia a la diferencia”. Es precisamente esta indiferencia la que le permite desplazarse del lugar que ocupa para ofrecer hospitalidad.

Este atributo queda aún más claro cuando el personaje cede su espacio vital, su recámara y su cama —aparentemente su única pertenencia— a su sobrina Niko (Arisa Nakano), tras escaparse de casa. Cuidarla es enseñarle que existe otro mundo, lleno de espacios para lo común: la calle, los saunas y las lavanderías, el parque y el bosque. Mientras cruzan un puente en bicicleta, sostienen una conversación valiente: “el mundo está hecho de muchos mundos, algunos están conectados y otros no”. Hay un mundo en el que las cosas no se cuidan y sólo se usan; hay otro en el que el mantenimiento es la clave para sostener y reparar el mundo. El cuidado es el puente. E implica, por necesidad, un esfuerzo colectivo”.

El cuidado es el puente. E implica, por necesidad, un esfuerzo colectivo. Los bienes comunes no existen sin una comunidad que los utilice y los cuide (Lopes, 2018).

Ebisu Park – Masamichi Katayama. Foto: THE TOKYO TOILET PROJECT.

Ahora bien, hay que tener cuidado con la extrema romantización del cuidado y el mantenimiento. En la película hay una escena en particular que muestra el desprecio con el que sistemáticamente descuidamos a las personas que hacen posible nuestra vida diaria en la ciudad. Sobre esto, en su corto ensayo Mantenimiento y cuidado, Shannon Mattern resalta que suelen ser las labores de cuidado, mantenimiento y reproducción social —aquellas vinculadas a la virtud o buena voluntad— las que también suelen estar peor fondeadas y reconocidas. La misma autora sugiere que deberíamos imaginar infraestructuras físicas que apoyen las ecologías del cuidado: ciudades y edificios que, además de espacios físicos, dispongan de recursos adecuados para barrenderos y trabajadores sanitarios, profesores y trabajadores sociales, terapeutas y agentes de divulgación. Mattern se pregunta: “¿cómo podemos posicionar el cuidado como un valor integral dentro de las arquitecturas e infraestructuras de las ciudades, diseñando sistemas y espacios para la restauración?”. Esta es también una responsabilidad, agregaría yo, que debe ser asumida por quienes deciden y diseñan los espacios y la ciudad. 

¿Quién cuida a quien nos cuida? En el caso de la película, Hirayama tiene su propia red de cuidadores (que se parecen mucho a los que nombra Mattern): un monje, un cocinero, una librera, una camarera. Sin embargo, toda esta red de cuidadores se entreteje en el plano privado y no en el plano de lo público —con esta pista validamos que la película es una ficción—. La inquietud permanece.

 

Referencias 

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