Resultados de búsqueda para la etiqueta [Cine mexicano ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Fri, 06 Dec 2024 21:22:19 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Alonso Ruizpalacios: el mundo es una cocina https://arquine.com/alonso-ruizpalacios-el-mundo-es-una-cocina/ Fri, 06 Dec 2024 17:48:03 +0000 https://arquine.com/?p=95672 “Las cocinas son lugares absolutamente jerárquicos en donde todo el mundo defiende con celo su espacio”, dice Alonso Ruizpalacios, que se refiere al sitio principal en el que transcurre la historia de su nueva película, La cocina (2024). Quienes han trabajado en restaurantes conocen la prisa y exaltación para que lleguen los platos a la […]

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“Las cocinas son lugares absolutamente jerárquicos en donde todo el mundo defiende con celo su espacio”, dice Alonso Ruizpalacios, que se refiere al sitio principal en el que transcurre la historia de su nueva película, La cocina (2024). Quienes han trabajado en restaurantes conocen la prisa y exaltación para que lleguen los platos a la mesa de los comensales. Este ajetreo se ha visto en filmes como La boda de mi mejor amigo (1997, P. J. Hogan), que registra en pocos segundos el trajín de la preparación de alimentos que deben agradar el paladar de una crítica culinaria. El director mexicano filma la cocina de un restorán neoyorquino como si fuera una trinchera: líneas de diferentes cocineros delimitadas por estantes, a través de los que se cuela la cámara; meseras que claman por los platos servidos y esperan frente a los anaqueles metálicos para sacarlos al restaurante; un lugar de enfrentamiento por la productividad en el que los trabajadores luchan con algo más que sartenes y cuchillos, una pugna por imponerse con sus propios idiomas y habilidades, encerrados en un campo de batalla húmedo, caliente y vaporoso. 

Ruizpalacios conoció de primera mano la experiencia cuando trabajó en un restaurante en Londres. De esos días, confiesa, se le quedó grabada la coreografía espontánea, de ritmo muy elaborado, que se genera en el trabajo de una cocina: “Otra cosa que me gustó es la experiencia internacional que viví ahí porque había gente de todo el mundo conviviendo en un espacio cerrado. Era una comunidad internacional fascinante, un intercambio cultural pulsante. También me gustaron, quizás, los escasos momentos de bondad que de repente afloran, cuando alguien le tiende la mano a otra persona que está valiendo madres, no pasa mucho, pero cuando pasa es notable”. 

Retrato: Alonso Ruizpalacios

La cocina tiene un ritmo agitado e intenso, zarandea y acorrala a los espectadores. Sus ingredientes principales son la fotografía en blanco y negro, de carácter atemporal, el plano secuencia y los diálogos en español, inglés y francés. Se trata de una adaptación de The Kitchen (1957), la obra de teatro del dramaturgo británico Arnold Wesker. En 2010 Ruizpalacios, que comenzó en las tablas, llevó a escena su propia traducción y adaptación de la pieza con la generación 2006-2010 del Centro Universitario de Teatro. En ese montaje, el actor Raúl Briones, protagonista del filme, hacía un personaje secundario. Tanto en el teatro como ahora en el cine, el restaurante inglés de Wesker está situado en Nueva York, ciudad de migrantes. Ahí es donde el cineasta encuentra un lugar adecuado para Pedro (Briones), un cocinero mexicano carismático y bravucón. Junto con sus compañeros de cocina, la mayoría inmigrantes, y algunos gringos en los cargos de mando, Pedro es motivo de una investigación por un faltante de dinero en la caja. Atribulado por su relación con Julia (Rooney Mara), una mesera enigmática a la que adora, el conflicto de Pedro, que no tiene papeles y se comunica de forma esporádica con su familia en México, está en medio del complejo entramado laboral del que forma parte. 

En La cocina hay personajes latinoamericanos, chicanos, estadounidenses y africanos de habla francesa, al respecto, Ruizpalacios recuerda: “Wesker retomaba la célebre línea de As You Like It [obra a veces traducida al español bajo el nombre de Como gustéis] y decía que para Shakespeare todo el mundo es un escenario, pero para mí el mundo es una cocina donde la gente entra y sale tan rápido como entró, sin jamás tener tiempo de conocerse. Él veía el mundo como una cocina, se refería a la cocina como un negocio de este tipo. La película, que retoma esa idea, es una alegoría del mundo globalizado, del capitalismo tardío, un lugar donde la productividad es la medida máxima de los hombres y no las relaciones, no su humanidad, sino el rendimiento. Es una línea de ensamblaje. Tiene la particularidad de las grandes ciudades cosmopolitas, que reúnen gente de diferentes partes del mundo”.  

En términos de espacialidad, en La cocina todo, o casi todo, sucede tras bambalinas de The Grill, nombre del restorán. Hay una voluntad de adentrarse en las vísceras del negocio, al centro que lo conforma, la parte más cochambrosa que pocas veces está a la vista de los comensales. Resulta seductor ver cómo un cineasta y guionista reconocido por su detallada atención a los espacios —por ejemplo, el sur y oriente de la Ciudad de México en Güeros (2014), el Museo de Antropología en Museo (2018) y el departamento (que podría estar tanto en el Centro Histórico como en Iztacalco o Iztapalapa) de Una película de policías (2021)— filma en un emplazamiento simbólico como la cocina. “No puedo escribir en abstracto, tengo que saber cómo es el espacio, a veces se va revelando sobre la marcha. Cuando pasé del teatro al cine entendí que filmar en locaciones informa el resultado de la película de una manera inesperada. Cuando el cine salió de los foros a las locaciones con el neorrealismo italiano, se dio un gran paso, y la arquitectura empezó a fundamentar e inspirar las películas y a cambiar las tramas. Es un proceso fascinante. Cuando doy clases en el CCC [Centro de Capacitación Cinematográfica] siempre insisto mucho en eso: hay que buscar locaciones, no quedarse con la primera, buscar la que tenga la atmósfera precisa que necesita la escena, y esa no siempre es la más bonita o la más cool, a veces es la más fea, la más anodina, pero tiene que ser la arquitectura más precisa”. 

Still: La cocina (2024)

La cocina del filme se construyó en los Estudios Churubusco de la Ciudad de México, a partir del diseño de arte de Sandra Cabriada. La parte del set que da a las oficinas del administrador y el contador del restaurante parece una jaula, un enrejado contra el que Pedro descarga su furia y que recuerda obras de arte contemporáneo como Security Fence [Valla de seguridad] (2005-2007), de Liza Lou. Se trata de una instalación, hecha con alambre de púas y adornada con cuentas de vidrio, que responde a las imágenes de abusos y torturas en las prisiones de Abu Ghraib (Irak) y Guantánamo (Cuba). En palabras del director, el set fue pensado “como un submarino, un búnker en el que era muy importante que se sintieran presentes las paredes”. Los exteriores, por otro lado, se filmaron en Nueva York. No son imágenes turísticas de la ciudad, sino que acentúan la sensación de encierro en un callejón donde desemboca la parte trasera del restaurante. Es un paso estrecho en el que los trabajadores se descargan, salen a fumar y, por un momento, se apartan del vapor y olores de su estación de trabajo. Es un momento que les sirve para hablar de sus anhelos y frustraciones en clave cómica que, de un momento a otro, escala a un registro serio y violento, arrebatado. Son personas que sueñan con amar, ganar mucho dinero y desafanarse del trabajo, tener un lugar propio y seguro, o simplemente huir y desaparecer por completo. 

La cocina conserva de manera puntual una característica básica de la composición original de la obra: “Wesker perteneció a la generación de los angry young men. Se trataba de jóvenes enojados, descontentos con su realidad, inconformes, hay algo de eso que permanece en la película. El interés de retratar a la clase trabajadora de una manera cándida, empática, cercana y, al mismo tiempo, sin condescendencia o sin evitar su furia o desencanto, viene del original y de la generación de dramaturgos a la que perteneció Wesker.” 

Si algo prevalece en la película es la incorrección. Los personajes se divierten, se cabulean y pendejean, se bullean e insultan en todos los idiomas disponibles. El calor de la cocina parece atizar la desesperación que lleva a un enfrentamiento final que —asegura Ruizpalacios— se filmó como un documental de guerra, con cámara en mano, de ritmo circular e incesante: “De repente había que empujar a los actores a atreverse a llegar ahí. La corrección política comienza a invadir el acto creativo y eso es muy peligroso. Era importante mantener ese registro, porque las cocinas son lugares así, son lugares en donde el mismo cansancio, la temperatura alta, la chinga, hace que se relajen todas las normas y que la gente se relacione de maneras más políticamente incorrectas. Es algo muy normal”. 

Still: La cocina (2024)

En su hora de comida, los personajes mexicanos hablan de la exaltación y fetichismo de los cuerpos de las mujeres blancas estadounidenses. También del hecho de llamarle india o prieta a Estela, que llega a Nueva York a buscar a Pedro para integrarse a la fuerza laboral de la cocina. Son comentarios de dimensión compleja y necesarios en una historia que echa mano de la noción del melting pot. Ruizpalacios sostiene que “requirió de mucha cabeza pensar qué estamos diciendo, quién lo está diciendo y en qué contexto. No lo estoy celebrando, al contrario, es una denuncia al racismo, al escarnio y al bullying racial. Pero, en este caso, Pedro lo puede decir porque él es mexicano, es moreno. Está en la posición de burlarse del gringo que está negociando con eso, que no se atreve a decir ni siquiera morena, prieta. Él puede burlarse de eso. Es complicado, pero me gusta explorarlo en la ficción y probar los límites”. 

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Entre burdeles y cabarets, los congales del cine de Arturo Ripstein https://arquine.com/entre-burdeles-y-cabarets-los-congales-del-cine-de-arturo-ripstein/ Tue, 06 Aug 2024 18:50:30 +0000 https://arquine.com/?p=92193 I Luego de beber las dos primeras caguamas, mi amigo Rafael y yo comenzamos con los temas importantes. El espacio tan reducido se duplicaba y nos ponía frente a frente o lado a lado. Eso tenía aquel lugar, la magia de expandir lo minúsculo. Para entrar era necesario cruzar hasta el fondo una tienda de […]

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I

Luego de beber las dos primeras caguamas, mi amigo Rafael y yo comenzamos con los temas importantes. El espacio tan reducido se duplicaba y nos ponía frente a frente o lado a lado. Eso tenía aquel lugar, la magia de expandir lo minúsculo. Para entrar era necesario cruzar hasta el fondo una tienda de abarrotes. Ahí, una escalera conducía al Internet, como se llamó ese tugurio que existió hasta la última remodelación de la Alameda Central —punto de encuentro histórico de, entre otras minorías, homosexuales y en el que también se practicaba la prostitución masculina y travesti—, en el que un host, al que todos conocían como la Charlotte, acomodaba a quienes iban llegando en donde se pudiera. Entre semana los parroquianos eran militares, curiosos y vestidas, como se les decía antes a las travestis en la jerga de ambiente. De jueves a sábado las modernas, es decir, la gente alternativa de aquel momento, acaparaban el sitio, que apenas si tenía un mingitorio y un baño al fondo, lo que es decir mucho porque era un espacio muy chico, mal ventilado y sucio. No era infrecuente esquivar cucarachas escalando las paredes. El Internet era el hoyo al que todos queríamos entrar, un universo de visitantes aleatorios en el que nunca se sabía con quién se iba a compartir el sitio.

Pues bien, aquella ocasión, luego de las primeras frías, mi amigo, que hacía poco tiempo se había mudado a otro país, me preguntaba por las películas mexicanas recientes. Me hablaba con mucha emoción de un británico amigo suyo al que le interesaba en particular el cine de Carlos Reygadas. Yo le conté que un par de semanas atrás lo había entrevistado con ocasión del estreno de Post Tenebras Lux (2012) —sí, la película donde sale un diablito con su caja de herramientas—. Rafa me decía que le habían gustado sus filmes anteriores. Quizá sonaba una de Juan Gabriel o de Depeche Mode —las canciones en el Internet se pedían en la barra, cerca de donde había una ventana insignificante, se reproducían en YouTube y costaban 10 pesos— cuando ocurrió lo inesperado. De repente vi que por las escaleras subía nada más y nada menos que al mismísimo Reygadas con su esposa Natalia, y otro hombre. ¡No mames, Rafa! ¡Ahí está!, dije casi escupiendo la caguama. ¿Quién?, preguntó él. ¡Reygadas! Siempre había imaginado que a él, que encuentra algo estético en lo sórdido, le gustaría mucho el Internet. Con otro amigo había fantaseado varias veces que quizá algún día Reygadas filmaría ahí algo à la Gaspar Noé, algo así como la secuencia en otro tugurio, el Rectum, de Irreversible (2002), pero en versión vernácula. Después de un rato me acerqué a él y le conté que lo habíamos invocado. Le dio risa y dijo que le gustaba mi camisa azul con pequeñas flores rojizas, y que le había pedido a su esposa que volteara a verme. Para él, quizá el Internet era sugerente, para nosotros, simplemente permisivo.

II

Aunque la Real Academia Española consigna la palabra congal como prostíbulo, es verdad que el uso coloquial del término aglutina más de un espacio y abarca un campo semántico más amplio. Un congal es un lugar de baja categoría, un sitio más bien desordenado, sucio y a veces miserable. Si hablamos de estos lugares, y su presencia y representación en el cine mexicano, es preciso abordar las películas de Arturo Ripstein, que a lo largo de toda su obra ha privilegiado al burdel como un espacio de subversión y encierro que evidencia la manía por la abyección y la vileza que encierran sus filmes. En la historia del cine hay muchas representaciones de los sitios relacionados con el vicio y la farra. Una de las más evocadoras es aquel donde canta y baila una joven y casi irreconocible Marlene Dietrich. El filme toma prestado el nombre del cabaret para su título, El ángel azul (1930). En la película de Josef von Sternberg la Dietrich arrastra a la ruina a un profesor respetable que se enreda con ella. Digo enredarse porque el verbo alude a la confluencia de líneas en un mismo punto, es decir, que el espacio conduce y condiciona a las personas o personajes a situaciones de las que no pueden escapar. Eso es lo que ocurre en El lugar sin límites (1977), una de las películas más comentadas del cine mexicano.

Antes de abordar el filme paradigmático de Ripstein, que tiene como locación o escenario un burdel, hay que ir hacia atrás y recordar que en películas anteriores filmó algunas secuencias relacionadas con prostíbulos que apoyaban la narración y delineaban los móviles de los personajes, así como su personalidad. En apenas unos segundos se ve cómo el severo e impenetrable Claudio Brook entra a un lugar contiguo a un hotel para encontrarse con una prostituta en El castillo de la pureza (1972). La recreación del espacio, un cuarto delimitado por cortinas pedestres que dan efecto de privacidad, es de Manuel Fontanals, escenógrafo, y Lucero Isaac, a cargo del diseño de producción. Ripstein muestra un cuchitril, una habitación estrecha y desaseada, con una floja cortina de flores al fondo, en la que sólo cabe una cama individual. También en Los recuerdos del porvenir (1968), el segundo largometraje del director, que adapta su guion de la novela homónima de Elena Garro, tiene una secuencia en la que el personaje de Gonzalo Vega se acuesta con Aurora Molina, quien interpreta a la madrota del burdel. La habitación en la que ocurre el encuentro está detrás de una cortina de cuentas, elemento característico del imaginario de los prostíbulos.

El burdel de La Japonesa, interpretada por Lucha Villa en El lugar sin límites, es una casa con un patio interior abierto, alrededor del cual están dispuestas las habitaciones. Es un tipo de vivienda relacionado con la provincia mexicana donde el clima es caluroso. Los espacios del burdel dan detalles de las güilas, como llaman ciertos personajes a las prostitutas, que ocupan sus respectivos cuartos. Así, el espectador conoce las delicias de la recámara de La Japonesa que, entre sensuales sábanas y cortinas, seduce a La Manuela, travesti con la que procrea una hija. O el cochinero de la recámara de Lucy, en la piel de Carmen Salinas, por usar una expresión que alude al desorden y suciedad relacionados con los congales. En el salón principal del burdel, con la barra enmarcada por un vitral de colores al fondo, el mobiliario es de color rojo. A pesar del exuberante colorido, la austeridad predomina en la casa de citas, atrapada en un pueblo olvidado, ya sólo alumbrada con velas y lámparas de petróleo. El salón es el escenario de La Manuela, quien ahí baila flamenco para deleite de Pancho, otra vez Gonzalo Vega, actor que hace de macho que se come con los ojos a la travesti bailaora, encarnada por Roberto Cobo en una interpretación antológica del cine mexicano. Como espacio arquitectónico, el burdel —o putero, según la variante dialectal del español mexicano— sugiere la suspensión del recato: a los asistentes se les permite ver y ser vistos, así como iniciar el juego de seducción que va a culminar en un lugar privado: una habitación. El descaro, por supuesto, también tiene límites. La película de Ripstein subvierte esta regla tácita del burdel cuando los avances entre Pancho y La Manuela se vuelven menos furtivos y más explícitos en el salón. Es apenas un beso —el primero entre dos hombres en una película mexicana—, pero es suficiente para que el cuñado de Pancho, compañero de farra y testigo, le reclame sus actitudes de joto por bailar y besar a la travesti. De no haber roto la regla de arreglarse en privado, quizá el destino de La Manuela hubiera sido menos aciago.

III

Otro congal memorable del cine de Ripstein, donde se baila al ritmo de Pepe Arévalo y sus Mulatos, es el que frecuenta El Tarzán (Pedro Armendáriz Jr.), en Cadena perpetua (1978). Con sus pequeñas mesas y estrechos gabinetes, que dan la impresión de que hay que acomodarse en la austeridad, el cabaret es el lugar donde El Tarzán lleva a las mujeres que trabajan para él como padrote. El rojo del mobiliario y la iluminación acentúa una atmósfera malsana y calurosa, de apretujamiento, para el escenario donde una orquesta toca al fondo. El cinefotógrafo Jorge Stahl Jr. filma las escenas de baile de Armendáriz y Angélica Chain con muy poca distancia para generar la sensación de proximidad extrema que propician estos espacios donde los cuerpos se rozan de manera ya involuntaria. El hotel rascuacho —frase coloquial que nombra a las cosas de mala calidad— donde El Tarzán se quita las ganas con las prostitutas que él manda, es casi una extensión del congal. En un santiamén, Armendáriz va y viene de un lugar a otro. 

Después, y ya con Paz Alicia Garciadiego como guionista, Ripstein hizo la obra maestra del congal: La mujer del puerto (1991), película que no se puede narrar sin las imágenes de El Eneas, un burdel enclavado en una vecindad ruinosa, otro espacio arquitectónico emblemático de la filmografía del director mexicano. Las imágenes ensayan una especie de sinestesia que añade al congal, donde toca un pianista, una nota de humedad en sus espacios. Cuando llega El Marro (Damián Alcázar), la lluvia tupida genera una sensación de calor que se traspasa al interior. Hay que cruzar el largo pasillo encharcado para llegar al fondo y después bajar unas escaleras para acceder a El Eneas, que se anuncia con un letrero de neón en la entrada del edificio. La guionista y el director conocen bien estos lugares, hay una riqueza notable en los detalles: el techo desvencijado, luces de neón que generan un alto contraste en la penumbra, sillas plegables de fierro, un viejo ventilador al fondo que no sirve. Aquí, todo parece que funciona a medias, incluso los personajes que, como Tomasa —la protagonista que engendra la tragedia de la historia (interpretada por Patricia Reyes Spíndola)—, arrastran los pies para juntar pasos y recorrer el congal.

IV

La revisión de los cabarets, burdeles y salones de baile en las películas de Ripstein, recién condecorado con el premio Más Cine del Festival Internacional de Cine de Guanajuato y la medalla de la Filmoteca de la UNAM, es apenas un atisbo de la dimensión espacial y arquitectónica de su filmografía. Prácticamente en cada una de sus películas hay alguna secuencia en la que el ritmo y la cadencia tanto de la historia como de las situaciones parecen estar determinadas por la fuerza invisible, y al mismo tiempo innegable, de los espacios que determinan (El lugar sin límites), constriñen (El castillo de la pureza) y anudan (La mujer del puerto) a los personajes del universo fílmico de Ripstein. Las imágenes de Sylvia Pasquel ensayando tangos en un salón de baile en El diablo entre las piernas (2019), la última película del director, sirven de coda al recuento de los congales de Ripstein. Unas sencillas cortinas de tiras de papel metálico entre los bailarines dotan al blanco y negro del filme de un matiz sensual y también de reflejos de antaño que corresponde con la historia de una pareja en el degradante ocaso de su vida conyugal que, sin embargo, se resiste a renunciar al deseo.

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La azotea como personaje del cine mexicano https://arquine.com/la-azotea-como-personaje-del-cine-mexicano/ Fri, 19 Apr 2024 15:59:37 +0000 https://arquine.com/?p=89270 “Las azoteas en México tienen vida propia, ahí pasa de todo, vive la gente, suceden crímenes. Las azoteas aquí no son como las de ninguna parte del mundo”, decía Manuel Fontanals, escenógrafo de muchas de las películas más importantes del cine nacional de los años 40 hasta los 60. A juzgar por ciertos filmes que […]

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“Las azoteas en México tienen vida propia, ahí pasa de todo, vive la gente, suceden crímenes. Las azoteas aquí no son como las de ninguna parte del mundo”, decía Manuel Fontanals, escenógrafo de muchas de las películas más importantes del cine nacional de los años 40 hasta los 60. A juzgar por ciertos filmes que utilizan este espacio arquitectónico —y que, siguiendo a Fontanals, es un personaje en sí mismo—, se trata de una presencia y, sobre todo, un testigo de la intimidad de los hombres y mujeres que aparecen en pantalla. Con sus tanques de gas, lavaderos, jaulas para tender la ropa, trebejos y cachivaches, la azotea es un lugar para huir del mundo. Quizá por eso niños y adolescentes se esconden, juegan e inventan historias ahí, lejos de los adultos. Antes de que la arquitectura y el comercio la disfrazaran como rooftop, la azotea ya era una zona cinematográfica única que permitía satisfacer la pulsión escópica: observar la ciudad con vista panorámica, mirar sin ser visto, apreciar más allá de lo que permite nuestra estatura.

En las películas de Roberto Gavaldón, por ejemplo, la azotea no sólo es escenario sino cómplice de los personajes. La protagonista de La otra (1946), que trabaja como manicurista en un salón contiguo al Hotel Regis, vive en un cuarto de azotea. “Qué misteriosa sensación mirar la ciudad desde arriba. Atrás de cada luz, en cada casa, existe un intenso mundo del cual ignoramos los sufrimientos y las miserias”, dice María (interpretada por Dolores del Río), filmada de espaldas, mientras observa el paisaje gris de edificios apretados que parecen exhalar fumarolas industriales. La azotea de María, reflejo del pesimismo que ennegrece sus intenciones, fue diseñada por Gunther Gerzso quien, antes de dedicarse por entero a pintar, tuvo una carrera como escenógrafo. En la secrecía de la azotea, María planea y ejecuta el asesinato de su hermana gemela.

En otra película de Gavaldón, Días de otoño (1963), Luisa (Pina Pellicer), cansada de que la espíen las vecinas chismosas, se muda a un cuarto de azotea. Luisa protege su libertad en ese sitio que Gavaldón emplaza y filma en un edificio cerca de la esquina de Bucareli y Reforma, desde donde se ve el edificio El Moro, sede de la Lotería Nacional, y también anuncios de Coca Cola y Carta Blanca. En esa ocasión, Gavaldón colaboró con Fontanals para mostrar, por medio del espacio arquitectónico y la dirección de arte, el vaivén entre ficción y realidad que experimenta Luisa, bamboleo que también puede abreviarse en su intensa pero solitaria vida en su cuarto, donde cumple sus obligaciones como esposa y madre imaginarias.

Entre tendederos y jaulas se confiesan las mujeres de El cumpleaños del perro (1974), la segunda película de Jaime Humberto Hermosillo. Mientras sus esposos permanecen en el departamento, Gloria y Silvia (Lina Montes y Diana Bracho, respectivamente) platican y se sinceran en la azotea. Más que una desilusión, para Gloria el matrimonio es un chasco; para Silvia, recién casada, es un inicio. Hermosillo usa de manera metafórica la distinción entre el arriba (la azotea) y el abajo (el departamento) para sugerir las relaciones entre los personajes. La secuencia de la azotea, además, es el motivo de la elipsis que sostiene la película: es decir, lo que sucedió entre los hombres, mientras esperaban a sus esposas, queda vedado al espectador, que deriva en el asesinato de Silvia y la relación homosexual entre ellos.

Por su parte, Arturo Ripstein, fascinado con espacios arquitectónicos como los patios y los pasillos de las vecindades, desarrolla en un plano secuencia el encuentro furtivo de Clara e Israel (Delia Casanova y Alonso Echánove), la pareja de Mentiras piadosas (1989). Acostados entre macetas y envases vacíos de refrescos, él le pregunta “por qué no quiere coger allá abajo, hasta en las lluvias quieres acá arriba”. Ella asegura que el amigo de Israel los espía, así que la azotea es el lugar ideal para esconderse, aunque termine “toda tiznada”. Por esta película, Juan José Urbino, a cargo del diseño de producción, ganó un reconocimiento en el Festival de Cine de Bogotá.

Fotograma de “Los días francos” (2021), de Ulises Pérez Mancilla.

En la Perfume de violetas (2001), película de Marisa Sistach, este espacio arquitectónico, ya desprovisto de cualquier tipo de poesía visual, austero y accidentado, aparece varias veces para apostillar las relaciones de Yessica (Ximena Ayala), una estudiante de secundaria, con su madre. Mientras la chica friega en el lavadero de la azotea, la madre aparece para reclamar por qué se sigue orinando en la cama. Más reciente es el caso de Los días francos (2021), película de Ulises Pérez Mancilla sobre Amanda Suárez (Stephanie Salas), una actriz de escaso talento que tampoco ha tenido suerte para desarrollarse profesionalmente. Madre de un hijo, Amanda está desempleada, pero no quita el dedo del renglón. Aludiendo al título de la película, uno de sus amigos le aconseja que ponga los pies en la tierra, que ya deje de soñar y se haga responsable de su hijo. Luego de tender la ropa, se dan un abrazo fraternal que se recorta en el cielo chilango; como un respiro, la azotea es un espacio amplio en una situación que parece un callejón sin salida.

Como personaje, la azotea está presente en el cine como lugar alejado de la casa o el departamento, una zona para ocultarse o ser libre, un sitio de encuentros y desencuentros, también un espacio para darle rienda suelta a los deseos. Si es un testigo, habría que preguntarle a la azotea qué revela de quienes la ocupan. Como colofón, una escena para la eternidad: Antonietta y Gabriele (interpretados por Sophia Loren y Marcello Mastroianni) tendiendo la ropa en la azotea del Palazzo Federici (Roma, Italia); ella, un ama de casa harta y olvidada por su familia; él, un homosexual errante. Solos, pero acompañados en Un día muy especial (1977, Ettore Scola).

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