Resultados de búsqueda para la etiqueta [Christopher Alexander ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Tue, 31 Oct 2023 20:53:43 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Los ataques británicos o de la banalidad de la crítica del mal https://arquine.com/los-ataques-britanicos-o-de-la-banalidad-de-la-critica-del-mal/ Mon, 30 Oct 2023 14:50:50 +0000 https://arquine.com/?p=84470 Tras los "ataques" a la arquitectura moderna, por fea e inhumana, del hoy Rey Carlos III y Alain de Botton, hoy se suma otro del diseñador Thomas Heatherwick quien, además, la considera "aburrida". No se equivocan del todo, pero su crítica, simplona, yerra al ignorar cuáles son las causas principales de un entorno no sólo aburrido sino opresivo para muchas personas, como la desigualdad.

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Primer ataque. En 1989 el príncipe —hoy rey— Carlos, hizo pública su “visión de Gran Bretaña”, en un libro que seguía a un programa de televisión para la BBC en los que presentaba, por un lado, a la arquitectura moderna —desde Le Corbusier hasta Foster, para resumir— como un ataque de consecuencias desastrosas para, del otro lado, la arquitectura tradicional. El príncipe calificaba a esta última arquitectura de humana y humanista, mientras que a la moderna la descalificaba de lo contrario: inhumana.

La ofensiva del príncipe no sólo contaba con el peso de la corona —que se ceñiría él mismo 33 después—, sino que, estadísticamente, era una idea popular: “a nadie le gusta la arquitectura moderna”. O, como argumentó el entonces heredero al trono, hasta los arquitectos prefieren como edificios para estudiar, para vivir o para visitar en sus vacaciones, ejemplos de arquitectura tradicional o clásica, al igual que lo hace la gente común. Ya que el peso de la corona y la opinión popular no bastaron, el hoy rey contó con el consejo o apoyo de personas cuyo conocimiento de la arquitectura, sus reglas y estilos, no era menor. Uno de ellos fue el filósofo Roger Scruton —Sir, por si hiciera falta—, que en 1979 había publicado su libro La estética de la arquitectura, en el que a partir de un análisis que seguía las ideas de Kant sobre lo que es la experiencia arquitectónica, declaraba vencedora a la arquitectura que se atenía a un lenguaje clásico, sobre la moderna. Scruton fue nombrado director de una comisión llamada Building Better, Building Beautiful, y desde esa posición urgió para un “cambio necesario en la cultura arquitectónica” británica, acusando a obras como las diseñadas por Norman Foster de hacer que la gente huyera a los suburbios. También lo apoyaba el arquitecto Christopher Alexander, quien en su clásico ensayo de 1965, “La ciudad no es un árbol”, escribió:

Quiero llamar ciudades naturales a aquellas ciudades que han surgido más o menos espontáneamente durante muchos, muchos años. Y llamaré ciudades artificiales a aquellas ciudades y partes de ciudades que han sido creadas de manera deliberada por diseñadores y planificadores. Siena, Liverpool, Kioto, Manhattan son ejemplos de ciudades naturales. Levittown, Chandigarh y las new towns británicas son ejemplos de ciudades artificiales. Hoy en día se reconoce cada vez más que a las ciudades artificiales les falta algún ingrediente esencial. En comparación con las ciudades antiguas que han adquirido la pátina de la vida, nuestros intentos modernos de crear ciudades artificialmente son, desde un punto de vista humano, totalmente infructuosos.

Y en 1991, en respuesta a una crítica hecha al libro y las posiciones del príncipe Carlos por Tom Fisher —entonces editor de la revista Progressive Architecture—, Alexander escribió:

En términos científicos, podemos describir en la visión actual de la arquitectura, que ha prevalecido de una forma u otra desde 1920, como “la actual teoría dominante de la arquitectura”. Durante los últimos 15 años, se ha hecho una amplia variedad de ataques a esta teoría, y se ha demostrado que la teoría resulta seriamente defectuosa en muchas áreas importantes. Ahora es razonable decir que la teoría dominante está al borde del colapso.

Alexander proporcionaba una lista de 11 puntos que demostraban dicho colapso, terminando con este:

La definición de belleza que se utiliza [por los arquitectos modernos] no es comprendida ni aceptada por la mayoría de la gente en la sociedad, sino que es esotérica y exclusiva, separando así los edificios construidos en la teoría dominante de cualquier corriente normal de la sociedad.

Además de Scruton y Alexander, estaba por supuesto Leon Krier, el arquitecto luxemburgués que abandonó la escuela al primer año, en 1968, y que, tras trabajar en la oficina de James Stirling, se posicionó como uno de los críticos más radicales de la arquitectura moderna. Krier fue contratado en 1988 para diseñar el desarrollo llamado Poundbury, en las afueras de Dorchester, parte del ducado de Cornwall —el título de Duque de Cornwall pertenece al hijo mayor del monarca en turno, el entonces príncipe, hoy rey Carlos.

 

Alain de Botton.

Segundo Ataque. En 2006, el filósofo Alain de Botton publicó su libro La arquitectura de la felicidad —cuya portada es una foto de la famosa terraza de la casa de Luis Barragán, en Tacubaya, caballito de madera incluido—. De Botton nació en Zúrich en 1969 y ha escrito una multitud de libros que en las librerías podría ocupar un estante titulado “De autoayuda con barniz filosófico”. La arquitectura de la felicidad se presenta con una obviedad supuestamente callada por muchas personas: “Una de las grandes causas, que no se menciona a menudo, tanto de la felicidad como de la miseria es la calidad de nuestro entorno: el tipo de muros, sillas, edificios y calles que nos rodean.” En 2008, de Botton fundó The School of Life, la rama pedagógico-institucional de la autoayuda. En su sitio web publicó un texto titulado: “¿Por qué el mundo moderno es tan feo?”, donde decía:

Una de las grandes generalizaciones que podemos hacer sobre el mundo moderno es que, en un grado extraordinario, es un mundo feo. Si le mostrásemos a uno de nuestros antepasados de hace 250 años nuestras ciudades y suburbios, se maravillarían con nuestra tecnología, se impresionarían con nuestra riqueza, estarían asombrados con los avances médicos, pero estarían consternados e incrédulos antes los horrores que hemos logrado construir.

Pese a que puede coincidir en este argumento, de Botton no es devoto de las ideas del rey Carlos III. Al contrario, encuentra tanta falta de belleza en Poundbury como en mucha de la arquitectura moderna. De hecho, en otra de sus empresas, Living Architecture, ha utilizado los servicios de Peter Zumthor y MVRDV para diseñar las elegantes, y bellas, casas de retiro —una especie de cruza entre el programa Case Study Houses, pero deshuesado, y la misión de Airbnb.

Nueva York, NY, 15 de marzo de 2019: Hudson Yards es el desarrollo privado más grande de New York. El arquitecto Thomas Heatherwick posa frente a The Vessel, durante la inauguración de las Hudson Yards de Manhattan.

El tercer ataque, el más reciente, ha corrido a cargo del diseñador Thomas Heatherwick, conocido por sus diseños generalmente atractivos, a veces innovadores, y otras tan sólo extravagantes y hasta inútiles. Heatherwick repite, en líneas básicas y generales, la misma crítica que Carlos, Roger, Leon, Christopher y Alain: la arquitectura y la ciudad modernas son inhumanas, deshumanizantes. Y le suma una categoría estética más contemporánea: el aburrimiento. En una columna Oliver Wainwright —crítico de arquitectura de The Guardian— se dedica a desmantelar los argumentos simplones de Heatherwick:

El argumento es sencillo y está expuesto en prosa preescolar. Después de un siglo de tedioso modernismo, que ha visto al mundo alfombrado con cuadrículas planas y monótonas en oficinas y bloques de departamentos, Heatherwick cree que necesitamos una nueva generación de edificios “visualmente complejos” para nutrir nuestros ojos y sanar nuestras almas. Los edificios planos, rectos y sencillos, dice —citando la “evidencia” de varias encuestas— nos entristecen, estresan y hacen proclives a ser antisociales. Pero los edificios con patrones, adornos e irregularidades nos hacen felices. En resumen, necesitamos menos Le Corbusier (el villano del cuento) y más Antoni Gaudí (el héroe), una dicotomía conveniente y engañosa que ignora gran parte de lo que ha sucedido en la arquitectura desde la década de 1920.

El problema de la crítica fácil y engañosa de Heatherwick, e incluso de la a veces más seria de otros de los personajes antes citados —o incluso de la más sistemáticamente argumentada, como sería el caso de Alexander— es que yerra el tino o, más bien, entrecierra los ojos y sólo decide apuntar al blanco más fácil. 

Sí, en general el “mundo moderno” y las “ciudades modernas” son feas e inhumanas. En parte es por culpa de los arquitectos, pero sólo en una porción grande, no en lo decisivo. El “mundo moderno” es feo por razones y agentes de mayor peso que el arquitecto o urbanista más poderoso. Podremos discrepar sobre las calidades estéticas, sea la belleza o lo interesante; de las propuestas de Le Corbusier frente a las de Leon Krier; o de Hilberseimer frente a Andrés Duany; pero los entornos urbanos y arquitectónicos, feos e inhumanos, que padece la mayoría de la población mundial, en Nueva York o Nueva Delhi, no han sido pensados ni diseñados por arquitectos o urbanistas como éstos. La fealdad y deshumanización de nuestro entorno, aunque se debe a múltiples causas, tiene una de sus raíces principales en asuntos materiales, económicos y políticos que pueden resumirse con el nombre de otra crisis contemporánea, acaso tan aguda como la climática: la desigualdad. Ya oímos a los situacionistas, como Henri Lefebvre, hablar de lo aburridas que pueden resultar la arquitectura y la ciudad modernas, pese o precisamente por ser espectaculares —diría Debord—. Ya arquitectos como Lucien Kroll o John Turner, ambos fallecidos hace poco, señalaron la incapacidad de cierta arquitectura moderna para lidiar con los problemas y deseos de buena parte de la población mundial. Y, digamos que del otro lado, ya Reinier de Graaf asociado de Rem Koolhaas en OMA denunció, también con claridad y argumentos, cómo la arquitectura moderna diluyó sus ideales y propósitos ante el empuje del sistema neoliberal que hizo de muchos arquitectos —muchos de ellos por gusto y mero capricho— repetidores de formas banales aunque a veces retorcidas.

La fealdad o, más bien, las raíces y causas de la fealdad de nuestro entorno están —como dijo Milan Kundera de la vida— en otra parte. Apuntar al desencuentro —innegable– entre el gusto de los entendidos y el popular, es sólo querer complacer a la pequeña Avelina Lésper que todos llevamos dentro. Así, las críticas a la arquitectura del expríncipe, el filósofo y el diseñador quedan bien para un sketch a la Monty Python, pero no sirven para pensar cómo y desde dónde se puede mejorar al mundo, las ciudades y la arquitectura para todas las personas por igual.

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Christopher Alexander: patrones y formas https://arquine.com/christopher-alexander-patrones-y-formas/ Thu, 31 Mar 2022 15:54:56 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/christopher-alexander-patrones-y-formas/ Hace medio siglo, la obra de Christopher Alexander llegaba en el momento correcto. El diseño mediante computadoras requeria de una nueva estructura de entendimiento. Sin embargo, su tendencias claramente clasistas y el exacerbado leguaje puramente formal, hizo que su trabajo fuera perdiendo fuelle.

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¿Qué arquitecto no ha escuchado alguna vez la frase “la ciudad no es un árbol”? El creador de dicha frase no sólo fue reconocido dentro del mundo de la teoría del urbanismo. La obra seminal de Christopher Alexander,  A Pattern Language —escrito junto con Sara Ishikawa, Murray Silverstein y sus estudiantes Max jacobson, Ingrid Fiksdahl-King y Shlomo Angel en 1977— delineó prácticamente todo el desarrollo de la teoría urbana a partir de su publicación. Alexander estudio ciencias y posteriormente diseño en Harvard. Fue el primer graduado con un doctorado de arquitectura por la Graduate School of Design (GSD) de la misma institución. Su trabajo impregnó múltiples desarrollos e innovaciones tecnológicas en distintos campos. El más conocido, fuera del ámbito del urbanismo, consiste en el fundamento para la estructura de Wikipedia. 

En sus investigaciones, siempre estuvo interesado en los procesos por los cuales las partes se transforman en totalidades. Exploró patrones en los ecosistemas naturales para entender cómo lo hace la naturaleza y especialmente dónde nosotros, en nuestra propia versión humana, podríamos estar equivocados. Este interés central fue lo que ocupó su trabajo documentado en su primer libro Notes on the Synthesis of Form.

Hace medio siglo, la obra de Christopher Alexander llegaba en el momento correcto. El diseño mediante computadoras requeria de una nueva estructura de entendimiento; muchas disciplinas buscaba descubrir cómo generar y gestionar estas grandes estructuras de diseño a las que dio pie al software informático. Alexander proporcionó algunas herramientas conceptuales muy útiles para hacer eso. En esencia, las herramientas eran patrones: no partes sino relaciones de partes que podían identificarse, recombinarse y reutilizarse, como si fuera un lenguaje. Esto dio origen a su primer libro y al artículo clásico “La ciudad no es un árbol.” Sus trabajos subsecuentes conllevaron una especie de crítica tecnológica que giró en torno a la observación de que estamos haciendo algo mal en la forma en que producimos las cosas.

El lenguaje de patrones explorado por Alexander abrió los horizontes en el entendimiento para valorar las partes. Aprendió de Wittgenstein y deconstruyó el lenguage de la forma urban, la ciudad y los edificios en multiples elementos y relaciones entre ellos. Conceptos como la capacidad o diseño adaptativo provienen de este entedimiento de la estructura y su capacidad evolutiva; la morfogenesis en la naturaleza, ahora tan valorada, surgió de las aproximaciones teóricas de Alexander en cuanto a separarla de los cambios producidos por los procesos de diseño mecánico. Se puede suponer que gracias a sus escritos, esta claro que la ciudad no es una composición de objetos, sino una red de estas relaciones en evolución.  Nuestro mundo no podrá recuperarse de su caída ambiental y económica descendente hasta que aprenda a implementar estos conocimientos, que incluyen un tipo de geometría mucho más adaptable en el entorno construido. 

La forma y geometría urbana y arquitectónica fragmentada, objetivada y mercantilizada es en sí misma parte del malestar de la sociedad capitalista. Christopher Alexander fue asociado hacia el final de su carrera con el movimiento del New Urbanism. De tendencias claramente clasistas y, hasta cierto punto, exacerbando un leguaje puramente formal, su trabajo fue perdiendo fuelle. Su catedra en Berkley, sin embargo, continuó por más de 40 años y, en cierto sentido, el trabajo de Alexander ha sido un proyecto muy moderno que imaginó un mundo en donde nuestras dificultades actuales se verían como los dolores de crecimiento de una fase de tecnología tosca y bastante peligrosa, obsesionada con las estrechas ventajas de los métodos mecánicos que pisotean la complejidad vital de los ecosistemas de la naturaleza. 

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Christopher Alexander (1936 –2022) https://arquine.com/christopher-alexander-1936-2022/ Mon, 21 Mar 2022 15:49:41 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/christopher-alexander-1936-2022/ Christopher Alexander, arquitecto y matemático nacido en Viena en 1936, y quien con su "lenguaje de patrones" no sólo planteó una manera de entender la arquitectura sino que tuvo influencia en la generación de sistemas de programación que hoy todos usamos, murió el 17 de marzo de 2022.

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Christopher Alexander nación en Viena el 4 de octubre de 1936. Su familia emigró a Inglaterra en 1938, escapando del régimen Nazi. Estudió arquitectura y matemáticas en la Universidad de Harvard y en el MIT. En 1963 fue nombrado profesor de arquitectura en la Universidad de Berkeley, California, donde estuvo por casi 40 años.

En la introducción a su libro Notes on the synthesis of form (Harvard University Press, 1964, publicado en español como Ensayo sobre la síntesis de la forma, Ediciones Infinito, 1969), Christopher Alexander explicaba que esas notas eran acerca del proceso de diseño: “el proceso de inventar cosas físicas que presentan un nuevo orden físico, una nueva organización o forma, en respuesta a una función.” Según Alexander, ante problemas cada vez más complejos, “los diseñadores rara vez confiesan su inhabilidad para resolverlos.” Ante la gran cantidad de información que hace falta procesar para resolver ese tipo de problemas complejos, “el diseñador promedio revisa la información que encuentra, consulta a un consultor de vez en cuando y, cuando se enfrenta a dificultades sumamente especiales, introduce información elegida al azar en formas que, de hecho, soñó en el estudio de artista de su mente.” Alexander señalaba entonces que “el diseñador moderno se basa cada vez más en su posición como ‘artista’, en lemas, en un idioma personal y en la intuición, ya que todo esto lo libera de parte de la carga de tomar decisiones y hace que sus problemas cognitivos resulten manejables.”

En 1965 Christopher Alexander publicó un breve texto titulado “La ciudad no es un árbol.” El ensayo inicia aclarando que el árbol del título no es un árbol verde con hojas sino “el nombre de una estructura abstracta” que contrastará “con otra estructura abstracta, más compleja, llamada semirretículo.” El árbol —que los filósofos llaman de Porfirio, por el filósofo del siglo III de nuestra era que lo estudió y determinó a partir de ideas de Aristóteles— es un conjunto de caminos que se bifurcan en disyunciones siempre excluyentes. En un semirretículo, en cambio, las relaciones no son disyuntivas —esto o lo otro— sino conjuntivas —esto y lo otro. Una naranja pertenece al conjunto de objetos esféricos, como una pelota de tenis, y al de elementos orgánicos, donde también están las zanahorias, que no son esféricas pero sí color naranja, y al de los frutos, donde no están las zanahorias ni las pelotas de tenis pero sí los aguacates, que no son ni esféricos ni de color naranja. Y la naranja también está en el conjunto de frutas que pintaron tanto Cezanne como Picasso, si pensamos a la manera de la enciclopedia china descrita por Borges. El objetivo de Alexander era explicar que hay dos tipos de ciudades: las naturales, que crecen con el tiempo de manera más o menos espontánea, y las artificiales, planeadas de manera deliberada y de golpe. Venecia contra el Plan Voisin. Para Alexander las primeras ciudades, las naturales, se estructuran como semirretículos, mientras que las segundas son pensadas linealmente, como árboles. En las ciudades naturales las relaciones entre los distintos elementos son complejas y forman sistemas. Alexander pone de ejemplo de un sistema una farmacia en una esquina, el semáforo para cruzar la calle y un puesto de periódicos. Alguien sale de la farmacia con cambio en la mano, debe esperar para cruzar la calle, voltea al puesto de periódicos, lee un encabezado, le llama la atención y aprovecha las monedas que tiene en la mano. Todos esos elementos cooperan entre sí y forman un sistema que trabaja en conjunto. El urbanista que ve la ciudad como un árbol será incapaz de entenderlo.

En The timeless way of building (Oxford University Press, 1979, traducido como El modo intemporal de construir, GG, 1981), presentado como “el primero de una serie de libros que describen una actitud totalmente nueva para la arquitectura y la planeación,” Alexander afirma que “existe un modo atemporal de construir” (prefiero atemporal, usado en la nueva traducción al español publicada por la editorial Pepitas de calabaza, 2019, al intemporal de la versión de Gustavo Gili), que ha existido por “miles de años” y que resulta de que los edificios, tradicionalmente, “siempre fueron hechos pro gente que estaba muy cercana al centro de este modo.” En A pattern language (Oxford University Press, 1977, Un lenguaje de patrones, GG, 1980), Alexander dice que cada uno de los patrones que presenta “describe un problema que ocurre una y otra vez en nuestro entorno, y entonces describe la solución a dicho problema, de manera que se pueda emplear esa solución un millón de veces, sin jamás hacerlo de la misma manera.”

“Un lenguaje de patrones guía al diseñador ofreciéndole soluciones de trabajo para todos los problemas que sabemos surgen en el transcurso del diseño.” Eso no lo escribió Alexander, aunque está directamente influenciado por él, como reconocen en una nota sus autores, Kent Beck, que trabajaba en Apple Computer, Inc., y Ward Cunningham, de Tektronix, Inc, en un trabajo titulado Using Pattern Languages for Object-Oriented Programs que presentaron en la conferencia OOPSLA (Object-oriented Programming, Systems, Languages, and Applications) de 1987. Cunningham diseñó el código de la WikiWikiWeb en 1984, mientras que Beck es también pionero en el diseño de programas de computación que facilitan procesos colaborativos e iterativos. En un artículo publicado por la revista Metropolis en el 2011, Michael Mehaffy y Nikos A. Salingros, ambos colaboradores de Alexander, escribieron:

Lo más probable es que haya oído hablar de Christopher Alexander debido a su libro más famoso sobre arquitectura, A Pattern Language. Lo que quizás no sepa es que el trabajo de Alexander ha generado una notable revolución en la tecnología, produciendo un conjunto de innovaciones que van desde Wikipedia hasta Los Sims. Si tienes un iPhone, te sorprenderá saber que tienes la tecnología de Alexander en tu bolsillo. El software que ejecuta las aplicaciones se basa en un sistema de programación de lenguaje de patrones.

En su libro Pattern Theory (2015), Helmut Leitner, tras comparar a Alexander con Descartes, Kant, Newton, Einstein, Freud y Darwin, dice que si bien “la teoría de patrones se origina en la arquitectura, es una teoría general del desarrollo (del cambio, de la transformación, del despliegue, del proceso creativo) y, como tal, tiene relevancia en casi cualquier campode aplicación.” Más allá de lo excesivas que acaso parezcan las comparaciones con los personajes antes mencionados, la relación con el pensamiento de Darwin no está de más, ya que sus ideas sobre la variación y la selección tuvieron influencia en el pensamiento del diseño en los años 60 y 70 del siglo pasado (véase “Evolutionary Theories and Design Practices, de Jennifer Whyte, en Design Issues, primavers 2007). 

En un hoy famoso debate que tuvo lugar en la GSD de la Universidad de Harvard en 1982, Christopher Alexander se enfrentó a Peter Eisenman. “Conocí a Christopher Alexander por primera vez hace dos minutos, pero siento como si lo conociera desde hace mucho”, dijo Eisenman para empezar. Tras un “no sé de quién me estás hablando” de Alexander a la mención de Eisenman de “los post-esctructuralistas franceses”, y Eisenman respondiendo a la afirmación de Alexander de que tal vez no estarían en desacuerdo en que la Catedral de Chartres es un gran edificio con un: “creo que es un edificio aburrido”, el debate prácticamente cierra con Alexander cuestionando a Eisenman si realmente pensaba que es necesario fabricar más ansiedad —en el mundo actual— en la forma de edificios.

Cuando en 1992 el Príncipe Carlos de Inglaterra, cuyo disgusto ante la arquitectura “moderna” es de sobra conocido, anunció la formación de un Instituto de Arquitectura —que después se llamó Fundación para el entorno construido, y luego Fundación para construir la comunidad y, final y simplemente, La fundación del Príncipe— que tendría entre sus tutores a Christopher Alexander y a Leon Krier —el método estructural, o de proceso, y el método clásico, o formal, según los califican Brian Hanson y Samir Younés en el artículo “Reuniting Urban Form and Urban Process: The Prince of Wales’s Urban Design Task Force” (Journal of Urban Design, 2001).

Christopher Alexander murió el 17 de marzo del 2022.

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Planeta (in)sostenible https://arquine.com/planeta-insostenible/ Mon, 12 Aug 2019 12:38:00 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/planeta-insostenible/ En su reciente libro, "Planeta (in)sostenible", Luis Zambrano explica la necesidad de cambiar el paradigma de pensamiento lineal que nos ha guiado los últimos tres siglos, por otro que atienda los sistemas complejos que regulan la ecología del mundo que habitamos.

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En 1965 Christopher Alexander publicó un breve texto titulado La ciudad no es un árbol. El ensayo inicia aclarando que el árbol del título no es un árbol verde con hojas sino “el nombre de una estructura abstracta” que contrastará “con otra estructura abstracta, más compleja, llamada semirretículo.” El árbol —que los filósofos llaman de Porfirio, por el filósofo del siglo III de nuestra era que lo estudió y determinó a partir de ideas de Aristóteles— es un conjunto de caminos que se bifurcan en disyunciones siempre excluyentes. En un semirretículo, en cambio, las relaciones no son disyuntivas —esto o lo otro— sino conjuntivas —esto y lo otro. Una naranja pertenece al conjunto de objetos esféricos, como una pelota de tenis, y al de elementos orgánicos, donde también están las zanahorias, que no son esféricas pero sí color naranja, y al de los frutos, donde no están las zanahorias ni las pelotas de tenis pero sí los aguacates, que no son ni esféricos ni de color naranja. Y la naranja también está en el conjunto de frutas que pintaron tanto Cezanne como Picasso, si pensamos a la manera de la enciclopedia china descrita por Borges.

Esquema de árbol, según Christopher Alexander.

 

Esquema de semirretículo, según Christopher Alexander.

 

El objetivo de Alexander era explicar que hay dos tipos de ciudades: las naturales, que crecen con el tiempo de manera más o menos espontánea, y las artificiales, planeadas de manera deliberada y de golpe. Venecia contra el Plan Voisin. Para Alexander las primeras ciudades, las naturales, se estructuran como semirretículos, mientras que las segundas son pensadas linealmente, como árboles. En las ciudades naturales las relaciones entre los distintos elementos son complejas y forman sistemas. Alexander pone de ejemplo de un sistema una farmacia en una esquina, el semáforo para cruzar la calle y un puesto de periódicos. Alguien sale de la farmacia con cambio en la mano, debe esperar para cruzar la calle, voltea al puesto de periódicos, lee un encabezado, le llama la atención y aprovecha las monedas que tiene en la mano. Todos esos elementos cooperan entre sí y forman un sistema que trabaja en conjunto. El urbanista que ve la ciudad como un árbol será incapaz de entenderlo.

La diferencia entre árboles y semirretículos no es sólo una cuestión de teoría de conjuntos sino de visiones del mundo. Más de tres siglos antes de que Alexander publicara su ensayo, Descartes publicó su Discurso del método, donde escribió que una de las primeras ideas en que se detuvo a pensar, encerrado en su habitación un invierno, fue que “no hay tanta perfección en las obras compuestas de varias piezas y hechas por las manos de diversos artesanos como en aquellas que uno solo ha trabajado.” Y sigue:

“Así, vemos que los edificios que un solo arquitecto emprende y termina acostumbran ser más bellos y estar mejor ordenados que aquellos que varios tuvieron la tarea de reacomodar, sirviéndose de viejas murallas que habían sido construidas para otros fines. Así esas antiguas ciudades que, no habiendo sido al inicio más que pequeñas poblaciones, se convirtieron con el paso del tiempo en grandes villas, están comúnmente mal compuestas, al precio de esas plazas regulares que un ingeniero traza en su fantasía en un plano, aun cuando, considerando sus edificios cada uno por su parte, encontremos muchas veces tanto o más arte en aquellos de las primeras, toda vez que al ver cómo están arreglados, aquí uno grande, allá uno pequeño, y como hacen que las calles sean curvas y desiguales, diríamos que es más la suerte que la voluntad de algunos hombres usando la razón lo que así los dispuso.”

Para Descartes, la disposición cartesiana de elementos iguale a intervalos regulares propuesta por Le Corbusier en su Plan Voisin resultaría, obviamente, superior a la variedad de edificios que bordean los enredados canales de Venecia. Esa preferencia por lo claro y lo distinto no sólo se fue imponiendo en las ciudades trazadas en la fantasía de un plano sino en la manera de concebir y tratar de solucionar los problemas urbanos, regionales y territoriales durante esos más de tres siglos. 

 

Todo lo anterior viene a cuento en relación al libro de Luis Zambrano Planeta (in)sostenible, recién publicado por la editorial Turner y el Instituto de Biología de la UNAM. Zambrano —biólogo y ecólogo, encargado de la Reserva ecológica del Pedregal de San Angel, entre otras cosas— inicia su libro afirmando que “la civilización occidental se ha establecido  a partir de grandes logros generados por la ciencia y la tecnología” y que “la mayoría de estos logros han ocurrido a partir de una visión lineal de la naturaleza. Esta visión —continúa— se basa en la disección de elementos de la naturaleza para entenderlos en partes y luego ensamblarlos de nuevo en todo el sistema.” Es el camino de Descartes. El problema con ese método lineal es que, pese a sus  grandes logros o en buena parte, quizá, precisamente gracias a ellos y sus efectos imprevistos, nos ha llevado no a una encrucijada ni a un camino sin salida sino en dirección a un abismo que para muchos se vislumbra ya demasiado cerca. Y uno de los problemas es que esos efectos negativos no sólo no fueron previstos sino que resultan imprevisibles. Desde hace tiempo, explica Zambrano, sabemos que no podemos ni predecir ni controlar todos los efectos que esa forma de actuar tiene sobre la naturaleza y, de paso, que no podemos considerarnos ajenos a esa naturaleza que afectamos. Por tanto, nos explica, hace falta pasar del pensamiento lineal dominante a uno sistémico que considere que el todo siempre es mayor y más complejo a la suma de las partes.

Entre los múltiples casos que utiliza Zambrano a lo largo de su exposición, muchos tienen, evidentemente, relación con la manera como ocupamos el territorio en general y las ciudades en particular. Por ejemplo Cancún y la manera como esa lógica de desarrollo lineal —y económico— terminó devastando el sitio que en un principio le dio sentido; o la suposición, económica pero nada ecológica, que talar un árbol y dejar espacio libre para una construcción se compensa sembrando dos árboles en otra parte, sin entender las relaciones complejas que generan un ecosistema; o la idea, derivada de ese pensamiento lineal y reductivo, que un coche totalmente eléctrico y autónomo elimina por completo los problemas causados por uno con motor de combustión interna, sin sopesar que de algún modo se deberá producir la energía para mover el auto y sin sopesar el absurdo de invertir esa energía en mover no sólo los 70 kilos que pesa el pasajero sino la tonelada del vehículo en que se transporta; o la sobre explotación de los acuíferos en la cuenca del valle de México, acompañada de inundaciones en época de lluvias, sequías cuando no llueve, y el enorme gasto en la construcción, operación y mantenimiento de la infraestructura que saca agua de la cuenca y trae agua potable de otras cuencas distantes. Zambrano también explica la diferencia entre lo que se entiende por sostenibilidad y resiliencia, y por qué esta última no implica necesariamente bienestar: “en una sociedad, una dictadura es resiliente y estable, pero no deseable, o un lago verde y contaminado también puede ser uno sistema muy estable, pero poco deseable.” Hablando de lagos, al explicar por qué algunas de las lagunas de Montebello, en Chiapas, han dejado de ser transparentes y sus aguas se han vuelto verdes y turbias, Zambrano aprovecha el ejemplo para dejar claro por qué la lógica lineal de la economía por goteo —el supuesto que enriquecer a los más ricos terminará beneficiando a los más pobres— funciona tan mal como algunos intentos para restablecer cierta estabilidad en un lago.

La relación entre consumo y producción de bienes y servicios —y también de territorio, de especies, de agua y de aire que sólo se conciben como bienes de consumo— debe entenderse no así, en singular y de manera lineal, sino en plural y como un sistema complejo. Cada vez parece que somos más conscientes de eso y, dice Zambrano, “no hay proyecto actual de infraestructura que no prometa que no sólo no afectará al ambiente, sino que lo beneficiará.” Pero al mismo tiempo, agrega, consumimos más energía:

“Aun con automóviles más eficientes; lavadoras de ropa que utilizan menos agua; regaderas con sistemas de ahorro de agua y calentadores que eficientizan la energía. Nada de eso ha logrado reducir nuestra huella ecológica. Esto se debe a que existe una dislocación entre la economía y nuestra huella ecológica. Hace unos lustros, los productos que consumíamos duraban más y la mayoría se producían de manera local. También estaban hechos de manera que podían repararse.”

La conclusión de Zambrano es la que anuncia desde la introducción a su libro: hay que cambiar de paradigma, pensar en sistemas complejos y en los efectos imprevisibles de las acciones que tomamos, incluso cuando se intenta mejorar la situación actual. Y eso, advierte, “es más complicado que sólo dejar de utilizar popotes.”

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Descartes, Burgin y Alexander https://arquine.com/descartes-burgin-y-alexander/ Tue, 31 Mar 2015 18:56:33 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/descartes-burgin-y-alexander/ En un texto titulado Geometría y abyección, Victor Burgin trazó una brevísima historia del espacio en occidente. Primero, dice, el espacio estaba organizado vertical y jerárquicamente. Un espacio cerrado, clausurado y ordenado desde arriba y desde afuera por algo que lo trasciende. A éste espacio le sigue otro, el espacio moderno: horizontal, homogeneo. Si el […]

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En un texto titulado Geometría y abyección, Victor Burgin trazó una brevísima historia del espacio en occidente. Primero, dice, el espacio estaba organizado vertical y jerárquicamente. Un espacio cerrado, clausurado y ordenado desde arriba y desde afuera por algo que lo trasciende. A éste espacio le sigue otro, el espacio moderno: horizontal, homogeneo. Si el espacio clásico, vertical, es uno donde los lugares le dan sentido a aquello que los ocupa: cada cosa está localizada, el espacio moderno es, como lo definió Descartes, pura extensión: “es predominantemente aquel que atravesamos (por ello consideramos que el preso dispone de poco).” A esos espacios sigue, explica Burgin, el espacio posmoderno. Uno en el que la velocidad de transporte ha sido sustituida por la velocidad de transmisión o, dicho de otro modo, la distancia por la demora: cuánto tardan los datos en llegar de un punto a otro –puntos a los que sería exagerado seguir llamando lugares. Ese espacio ya no es ni vertical —jerárquico– ni horizontal –homogéneo– sino plegado, replegado, digamos incluso complicado.

René Descartes nació en La Haye en Touraine, hoy rebautizada La Haya-Descartes, el 31 de marzo de 1596. El Discurso del Método fue el primer libro que publicó, el 8 de junio de 1637, en esa misma ciudad y en un principio de manera anónima. En el segundo capítulo, aquél que en su traducción al catalán Xirau tituló el Racionalismo, Descartes nos cuenta que, estando en Alemania, pasaba el día entero encerrado en su habitación, con todo el tiempo libre necesario para entregarse a sus pensamientos, entre los cuales, dice, uno de los primeros fue que no hay tanta perfección en aquellas viejas ciudades que han llegado a ser, con el tiempo, grandes urbes, como en las construcciones regulares que un ingeniero realiza según su fantasía en un plano. Para Descartes, aunque no lo diga así, “el mal probablemente es el tiempo”. Toda su filosofía, según afirma Jean Wahl, “parece estar dominada por captar, en la medida de lo posible, las cosas en el instante. Pienso luego existo no implica ninguna sucesión temporal: pensar y existir se dan juntos en un instante fuera del tiempo. Por eso escribe Sylviane Agacinski que la invención racional –y no hay otra que lo sea más que ese instantáneo sujeto cartesiano– “sugiere la idea mítica de una creación hecha de golpe, como en un presente puro. todo pasa –añade– como si esta intervención se atribuyera a un pensamiento él mismo fuera del tiempo, como si el pensamiento inventivo no estuviera sometido al régimen de la temporalidad.”

En 1965 Christopher Alexander publicó su ensayo La ciudad no es un árbol. “El árbol de mi título —dice Alexander— no es un árbol verde cubierto de hojas. Es el nombre de un cierto esquema mental” —aquél que divide para siempre la sustancia del mundo en parejas opuestas relacionadas por una conjunción disyuntiva: vivo o muerto, abierto o cerrado, racional o irracional, hombre o mujer, ciudad o campo. En el caso de las ciudades, Alexander habla de dos tipos de ciudad. Hay las ciudades naturales —no que sean un producto natural sino que siguen su propia naturaleza, es decir, crecen poco a poco, se transforman en y con el tiempo— y las ciudades artificiales, aquellas que para Descartes eran superiores a las primeras. Alexander, al revés que Descartes y casi como cualquier persona, prefiere Venecia a Brasilia, Florencia a Chandigarh y preferiría San Angel al Pedregal o a Tlatelolco. No sólo es un tema de la pátina del tiempo, del carácter pintoresco o reconocible frente a la innovación radical. Según Alexander, con el tiempo en las ciudades naturales se van tejiendo relaciones que las hacen más complejas, las enredan –las vuelven semiretículos dice él, rizomas dirían Deleuze y Guattari. En ellas hay múltiples conexiones. La plaza es jardín y también mercado los miércoles y teatro cuando hay fiesta. La ciudad que quiere Alexander, no es la ciudad jerárquica de la concepción antigua del espacio, como dice Burgin, ni la moderna, instantánea como la sueña Descartes, sino compleja y complicada. El problema de esos espacios complicados los explica el mismo Burgin, pues “en el ámbito político un equivalente de los espacios replegados de las tecnologías de la información es el terrorismo” —y su contracara: la sobre-vigilancia intensiva y nuestra condición de sospechosos perpetuos— mientras que “en el ámbito económico, lo es la tendencia del capitalismo multinacional a producir irrupciones del primer mundo en países del tercer mundo, a la vez que crea bolsas del tercero en los países desarrollados.”

El cargo Descartes, Burgin y Alexander apareció primero en Arquine.

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