Resultados de búsqueda para la etiqueta [Capitalismo ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Thu, 29 Jun 2023 17:17:34 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 La uberización de lo público https://arquine.com/la-uberizacion-de-lo-publico/ Mon, 26 Jun 2023 03:38:30 +0000 https://arquine.com/?p=79996 En su libro "Cappitalismo. La uberización del trabajo", Natalia Radetich explica que el trabajo de plataformas no sólo desdibuja el tiempo de la jornada laboral, sino también el espacio físico en donde se ejerce la explotación y, de ese modo, redefine el el espacio mismo de la ciudad.

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Introducción: tan cerca de Uber y tan lejos de lo convivencial

Por: Aura Cruz

 

Voy al parque mejor diseñado de la ciudad, en una zona sumamente exclusiva de la misma y puedo entrar sin tener que traspasar reja alguna. Correteo por ahí con mi querido amigo canino… ¿Eso es todo lo que define al espacio público? En ese mismo tenor, ¿es acaso el transporte público tan sólo un tema de acceso al transporte colectivo? ¿O qué es lo que se supone público en ello? ¿De qué manera esta concepción de lo público puede ser transferido a la manera en que entendemos el tan manoseado término de espacio público?

La introducción de diversas aplicaciones que ofrecen servicios de transporte privado abre una discusión relacionada con la mercantilización de la ciudad donde parece no dejar ni un mínimo fragmento que escape a la explotación capitalista. La ciudad, en tanto espacio que se vive en el tiempo, queda capturado por diversos dispositivos que hacen incluso del ocio un espacio de extracción de riqueza que se aliena a lxs mismxs ciudadanxs. Al cabo del tiempo, estas fuerzas extractivas acaban modelando no sólo la ciudad en tanto entidad física, sino la manera en que la habitamos, la interpretamos y la reproducimos. En esa dirección, si tomamos conciencia de que la ciudad no es un mero receptáculo material sino también un espacio de relaciones: ¿qué clase de relaciones produce este fenómeno? ¿Dónde queda la dimensión convivencial del espacio público que proponía Iván Ilich como aquella le haría una herramienta social a ser moldeada comunitariamente en torno a un proyecto autónomo y común? 

En torno a esta temática, el filósofo Gustavo Camacho, nos presenta a continuación el trabajo de Natalia Radetich que expone la manera en que el esquema de una famosa aplicación de servicio de transporte individual se convierte en la manera en que se gestiona y precariza el trabajo de manera más generalizada de tal suerte que la ciudad parece subsumirse cada vez de manera más extensiva a las lógicas de la explotación mercantil. Esta lógica mercantil, a su vez, se infiltra al tipo de encuentros e intercambios ciudadanos que se comienzan a reducir a transacciones de conductor y cliente. Lo mismo pasa cuando se mira a un espacio público meramente como de paseo y consumo ¿Qué nos queda entonces de lo público de la ciudad?

 

Sobre “Cappitalismo. La uberización del trabajo” de Natalia Radetich

Por: Gustavo García Camacho

Natalia Radetich, antropóloga y filósofa —actualmente profesora en el departamento de antropología de la UAM Iztapalapa— es una investigadora que ya tiene una larga trayectoria en el estudio de las formas de trabajo contemporáneas y, más precisamente, en la descripción sobre los nuevos procesos de subsunción de la fuerza de trabajo de cara a la reconfiguración (más que crisis) del fordismo, así como la expansión y el impacto de las nuevas tecnologías en el mundo del trabajo. 

En su tesis doctoral Trabajo y sujeción: el dispositivo de poder en las fábricas del lenguaje (premiada por la Academia Mexicana de Ciencias como la mejor tesis doctoral en Ciencias Sociales y Humanidades de 2016), Radetich examina minuciosamente los dispositivos de control y sujeción que subyacen a un call center de la Ciudad de México y, a partir de un sólido trabajo etnográfico, la autora desmenuza prolijamente la manera en la cual las facultades expresivas y comunicativas de los trabajadores se convierten en el elemento propulsor de los nuevos procesos de valorización, así como la forma en que estos nuevos dispositivos de dominación, lejos de sustituir drásticamente la disciplina fordista, reactualizan los viejos esquemas panópticos y disciplinarios al interior de un nuevo modo de acumulación que la autora denomina “taylofordismo flexibilizado”. En ese sentido (y a diferencia de ciertas lecturas lineales, evolutivas y unidireccionales), la doctora en antropología ha enfatizado en su trabajo que la etapa actual del capitalismo posfordista, más que indicar una secuencia lineal de sustitución de paradigmas, adopta la forma de un modelo híbrido que incorpora elementos de las nuevas formas toyotistas y de “acumulación flexible” y, a su vez, reactualiza el lado más oscuro, disciplinario y autoritario del fordismo tradicional. 

El trabajo de Natalia Radetich posee al menos tres virtudes que, a mi juicio, merecen ser destacadas puesto que no son fáciles de encontrar. En primer lugar, la doctora Natalia logra eludir la tentación tanto del teoricismo como del positivismo al momento de articular el quehacer filosófico con una práctica etnográfica situada y fechada, alcanzando, de ese modo, tanto profundidad teórica y filosófica como rigor empírico. En segundo lugar, la autora privilegia una forma de hacer ciencia social particularmente sensible a la singularidad de la experiencia subjetiva y formula sus hipótesis principales a partir de las intuiciones de los trabajadores con los que interactúa; la doctora Radetich, en ese sentido, dista mucho de asumir esa posición del “sociólogo cura” que devela el funcionamiento de las relaciones de poder frente la confusión, ingenuidad y ceguera de los sujetos empíricos. En tercer lugar, el trabajo de Radetich se revindica claramente como parte de la tradición marxista y comunista, pero a su vez muestra que esta tradición crítica inaugurada por Marx es perfectamente actualizable con los principales hallazgos de la filosofía francesa contemporánea (Foucault y Deleuze) y de ningún modo asume ese gesto reaccionario, tan típico de cierto marxismo antiposmoderno, de negar toda forma de cambio histórico y considerar la “posmodernidad” como la causa de todas las traiciones políticas y la fuente de todos los irracionalismos. En definitiva, Radetich muestra –con un sólido conocimiento de la filosofía de Marx, la filosofía de la Escuela de Frankfurt y la analítica del poder de inspiración foucaultiana– que proseguir los análisis acerca de los procesos de subsunción del trabajo y describir las técnicas de managment bajo las nuevas formas de explotación digital no es un gesto ni antimarxista ni posmarxista ni “posmoderno”, sino un movimiento plenamente marxista en la medida que se asume la radical historicidad del capitalismo, así como su capacidad de renovación y reconfiguración.

En ese sentido, en Cappitalismo. La uberización del trabajo, la doctora Radetich procede a desmontar varios de los lugares comunes que suelen girar en torno al tema de capitalismo de plataformas. Desde el discurso de las ciencias sociales y la filosofía política, cuando se habla del capitalismo digital, suelen imperar dos perspectivas, aparentemente opuestas, pero ambas, a mi juicio, equivocadas: por un lado, aquellas lecturas progresistas que ven en el impacto tecnológico la superación definitiva del régimen de la fábrica, el fin del trabajo manufacturero y el fin de la disciplina fordista; por otro, aquellas perspectivas que, desde una lógica dualista y fragmentada, sostienen que las nuevas formas de explotación digital sólo conciernen a una pequeña élite de trabajadores con un altísimo capital cultural y localizada en unas cuantas partes del mundo, pero no tiene relación alguna con la realidad latinoamericana. El libro de Radetich, por el contrario, sostiene que la fase actual del capitalismo digital adopta más bien la forma de un híbrido en donde la tecnología introduce nuevos elementos y, a su vez, logra reeditar los impulsos estructurales propios del capitalismo, así como diseminar la disciplina taylofordista. De ese modo, la autora nos muestra que las formas de trabajo basadas en las plataformas digitales no son de ningún modo una realidad social completamente ajena a nuestro contexto ni algo que sea exclusivo de las clases medias universitarias. Por el contrario, la plataforma Uber es ya una de las compañías con más trabajadores en el mundo (concentra 4 millones de trabajadores a nivel global) y este tipo de empresas encuentran un suelo particularmente fértil en regiones como México y el Sur global: Uber se inserta estratégicamente en aquellas zonas devastadas por el brutal desempleo, el deterioro de los servicios de transporte, la precarización generalizada de la población y una violencia machista a la orden del día. Uber capitaliza la precariedad, la desesperanza y el medio generalizado al presentarse como una opción “segura” de transporte y una forma relativamente fácil y poco burocrática de conseguir empleo. Los hallazgos de la doctora Radetich sobre el funcionamiento de esta empresa en particular y las mutaciones que experimenta el trabajo a través de la mediación digital son notables. A continuación, me gustaría enfatizar al menos seis elementos que de ningún modo agotan el contenido del libro, pero quizá fueron los que más llamaron mi atención:

 

  1. Frente a la imagen apologética del capitalismo de plataformas que suele presentarlo como la punta de lanza del progreso capitalista, la doctora Radetich nos muestra que estas formas de trabajo en realidad nos retrotraen a las condiciones prejurídicas del capitalismo del siglo XIX. Plataformas como Uber operan sin ningún límite jurídico y estatal: no contribuyen fiscalmente en las zonas en donde operan y no conceden ningún derecho laboral ni seguridad social a sus trabajadores. Es más: ni siquiera reconoce la relación laboral, puesto que el conductor es simplemente presentado como un “socio” o un “microemprendedor”. De igual forma, Uber no tiene ninguna responsabilidad jurídica en caso de accidentes, ni con los clientes ni con los trabajadores. 
  2. La explotación del trabajo bajo esta nueva figura histórica del capitalismo adquiere una dimensión total y el capital no se limita a explotar las fuerzas físicas de los trabajadores, sino que expropia las capacidades comunicativas, afectivas, relacionales y expresivas de los trabajadores. Es decir, el trabajo en Uber requiere, por parte de los conductores, un control emocional sumamente complejo que debe mantener una actitud amable frente al cliente todo el tiempo, reprimiendo y denegando el malestar producido por las larguísimas jornadas laborales y las altas comisiones de la empresa. 
  3. Empresas como Uber instauran formas de trabajo flexible que se apropian y neutralizan, en buena medida, las conquistas de los movimientos sociales de la década del sesenta y del setenta. La pulsión antidisciplinaria, antiautoritaria, las demandas de expresividad e inclusión que exigían una vida más allá de la esclavitud impuesta por la cadena de montaje, son apropiadas por estas empresas que se presentan como flexibles, democráticas, horizontales, incluyentes, rizomáticas y sin mando. No obstante, este discurso empresarial sirve más para negar la relación laboral, prescindir de los derechos laborales, explotar el entusiasmo y externalizar las funciones de vigilancia hacia los clientes que para otorgar una genuina libertad a los trabajadores. 
  4. El trabajo precarizado en Uber desdibuja por completo los límites de la jornada laboral. Si bien el capitalismo siempre ha tendido a erosionar progresivamente los tiempos muertos y siempre ha mantenido el anhelo de hacer coincidir el tiempo de trabajo con la vida misma (por ejemplo, a través del trabajo nocturno en las fábricas), esta tendencia adquiere una dimensión total en el capitalismo de plataformas. Como señala elocuentemente la autora, las apps hacen emerger una suerte de tiempo de trabajo total puesto que “[…] para Uber, por ejemplo, se puede decir que el sol nunca se pone, pues mientras en la mitad de las ciudades en la que opera es de noche, en la otra mitad es de día”. 
  5. El trabajo de plataformas no sólo desdibuja el tiempo de la jornada laboral, sino también el espacio físico en donde se ejerce la explotación al momento de trascender por completo la fábrica como lugar hegemónico de extracción de plusvalía (aunque eso, no deja de enfatizarlo la autora, no implica la desaparición de la fábrica ni la disciplina fordista). En el capitalismo de plataformas cualquier tramo de la vida social puede devenir fábrica: con la mediación de un código informático, un coche, una bicicleta, un celular o una casa pueden convertirse en una empresa y ser el punto a partir del cual se extrae la plusvalía. 6) El trabajo en Uber no sólo logra instaurar formas de explotación total, sino también una disciplina y una vigilancia omniabarcante que, incorporada a la propia tecnología, reafirma una suerte de “totalitarismo empresarial”. Como ya decíamos, la empresa traslada las funciones de vigilancia los clientes y la evaluación de éstos es inapelable. Ante calificaciones desfavorables o indisciplinas menores, la plataforma procede simplemente a “desconectar” a los trabajadores. De ese modo, la app ejecuta un despido automático, cancelando el derecho de réplica. 

En suma, el libro y el trabajo de la doctora Natalia Radetich resultan imprescindibles para todos aquellos interesados en comprender las mutaciones actuales del capitalismo, las tendencias generales en el mundo del trabajo y la manera en que el capitalismo de plataformas ya comienza a redefinir el espacio y la ciudad

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Especulación y obsolescencia https://arquine.com/especulacion-y-obsolescencia/ Mon, 24 Apr 2023 03:32:03 +0000 https://arquine.com/?p=77983 La idea de que un edificio resulte obsoleto no es ajena al tipo de economía y de sistema financiero que se forjó en aquella Wall Street que narraba John Moody en sus memorias, en la que en 1933 no quedaba en pie prácticamente ningún edificio de aquellos que existían en 1890.

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La apariencia de Wall Street no era en absoluto la del gran distrito financiero que es actualmente. Eso fue antes de la llegada del rascacielos y la aguja de la Iglesia de la Trinidad despuntaba sobre cualquier estructura alrededor. Hoy, no queda en pie ningún edificio de los que embellecían Wall Street en 1890, excepto por la subtesorería, el edificio de la United States Trust Company y la vieja Custom House, que hoy son los cuarteles del National City Bank. Muchos edificios han sido remplazados un par de veces desde aquellos modestos días, y ahora vemos rascacielos de cuarenta o cincuenta pisos de altura, ocupando el terreno que antes acomodaba edificios de cinco o seis pisos.

Eso lo escribió en su autobiografía, publicada en 1933, John Moody. Nacido en Jersey City en 1868, hacia 1900 John Moody evaluaba el riesgo de invertir en empresas o prestarles dinero, sobre todo aquellas que empezaban a surgir en el oeste de los Estados Unidos gracias a la expansión del ferrocarril. En 1909 publicó su primer informe, un grueso manual que vendía a los inversionistas ansiosos de saber dónde colocar su dinero. Hoy Moody’s es una de las tres calificadoras de riesgo que, a nivel mundial, controlan ese negocio, en el que, además, son ahora quienes solicitan inversores, en lugar de los inversionistas, los que pagan por ser calificados. Las calificadoras, además de señaladas por ser prácticamente un monopolio, han sido criticadas por “no haber visto” —o haberse hecho de la vista gorda— el riesgo en casos como la quiebra de Enron o la crisis del 2008. También se señala que sus pronósticos tienen algo de “profecías autocumplidas”, pues un emisor de deuda calificado como confiable recibirá inversionistas, mientras que nadie invertirá en quien reciba calificaciones poco favorables. 

A finales de marzo, Moody’s Analytics publicó un reporte sobre edificios de uso comercial, señalando que “el sector de oficinas se encuentra aún en medio de una transformación, con la tasa de espacios vacíos por encima de su máximo durante la pandemia”. Según el reporte, “algunos empleadores están dejando sus espacios anticuados (outdated) buscando construcciones nuevas de clase A con el fin de atraer de vuelta a sus empleados a la oficina”. Según sus predicciones, esto hace que los edificios para oficinas construidos antes de 1980 resulten “potencialmente «obsoletos»” El porcentaje de edificios para oficinas construidos con anterioridad a 1980 en una zona metropolitana, sumado a otros factores —como el tiempo y dinero invertido en el transporte hacia y desde el lugar de trabajo—, tiene efectos no sólo en el mercado inmobiliario de ese sector específico sino en la manera como una ciudad es calificada como buena o no para cierto tipo de negocios. El reporte concluye así:

En resumen, es probable que los dueños de propiedades y los empleadores astutos se concentren en lo que está bajo su control. Esto incluye revitalizar los esquemas de diseño de sus edificios e incorporar comodidades modernas y espacios de trabajo colaborativos para atraer trabajadores en un mercado laboral ajustado. La mano de obra no se distribuye de manera uniforme y para los mercados con relativamente más solicitantes de empleo, incentivar a los trabajadores para que regresen ofreciéndoles instalaciones más modernas puede ser menos relevante.

¿Dónde quedan en todo esto los edificios como “arquitectura” y las arquitectas y arquitectos que los diseñan? ¿Dónde queda la ciudad y sus habitantes más allá que como el sitio donde se instalan ciertos negocios dependiendo de los “recursos” disponibles —que incluyen a la población de trabajadores— y la relación entre costos y beneficios? ¿Y cómo pensar qué hacer, desde la arquitectura y el urbanismo, pero también desde una visión ciudadana, con los edificios que son designados como “obsoletos” por ciertos grupos financieros o de negocios?

En el corazón del distrito financiero de Nueva York, en la primavera de 1910, cientos de trabajadores trabajaron día y noche para demoler una de las estructuras más poderosas del área. Trece años antes, cuando se completó en 1897, el edificio Gillender, de noventa metros de altura, había sido el bloque de oficinas más alto del mundo, con dieciséis pisos en el aire. Ahora la moderna torre de acero y piedra, aún sólida estructuralmente, estaba siendo derribada, ladrillo a ladrillo, viga a viga, para dar paso a un rascacielos más grande. La brevedad de la vida del Edificio Gillender sorprendió los observadores. The New York Times reflexionó sobre los motivos de aquellos que “lo sacrificarían tan despiadadamente como si fuera una choza antigua”. Esta fue, informó el periódico, “la primera vez que un edificio de oficinas de tan alta categoría, que representa el mejor tipo de construcción moderna a prueba de incendios, ha sido derribado para dar paso a una estructura aún más elaborada”.

Así inicia Daniel M. Abramson su libro Obsolescence. An Architectural History. Abramson explica que en ese momento se suponía que la obsolescencia de un edificio “era resultado de los cambios en la tecnología, la economía y el uso del suelo, en los que lo nuevo inevitablemente superaría a lo viejo, devaluándolo.” Como antídoto, continúa, “los expertos aconsejaban una gestión cuidadosa del diseño y la adaptabilidad del edificio, lo que podría retrasar la obsolescencia. Pero el mejor plan era planear un remplazo.” Abramson también aclara que la obsolescencia es una manera de pensar la temporalidad de los edificios y de la arquitectura moderna, que no se concebía antes de fines del siglo XIX, incluso si se asumía que los edificios podían tener usos distintos a aquellos para los que originalmente se habían construido. Ese cambio de uso suponía, y no siempre, alteraciones en los edificios, transformaciones y añadiduras que no implicaban que se consideraran obsoletos, sino al contrario: capaces de ser alterados y acoger usos distintos. 

La idea de que un edificio resulte obsoleto no es ajena al tipo de economía y de sistema financiero que se forjó en aquella Wall Street que narraba John Moody en sus memorias, donde en 1933 no quedaba en pie prácticamente ningún edificio de aquellos que existían en 1890, tan sólo cuarenta años antes —cuarenta años son los que han pasado desde 1980, año que marca la línea entre un edifico de oficinas obsoleto y uno aún útil, según el reporte de Moody’s Analytics. Abramson escribe:

En arquitectura, la aplicación de la idea de una depreciación física surgió a finales del siglo XIX como producto de las estimaciones de las aseguradoras y los constructores. El popular Architect’s and Builder’s Pocket Book, publicado por Frank E. Kidder en 1895, ofrecía en su 12ª edición tablas con un rango detallado de vida para estructuras y materiales. […] Antes de 1900, la noción de obsolescencia estaba ausente del pensamiento arquitectónico. Se esperaba que los edificios duraran por generaciones, junto con los valores y las costumbres que materializaban. Las estructuras podían desgastarse, pero el proceso era lento, gradual y remediable. El cambio urbano rápido podía ocurrir en algún momento, pero la renovación no era un proceso interminable. Nadie se imaginaba un estado permanente en el que el entorno construido se volviera prescindibles. La idea debía aún ser inventada.

¿Quiénes inventaron la idea de que los edificios o partes enteras de la ciudad ya no eran útiles, no servían por obsoletas y era inevitable que fueran remplazadas por otras nuevas?

En 1906, John Moody publicó otro de sus libros: The art of Wall street investing. El capítulo 6 se titula Inversión vs especulación. “Hay dos clases de personas en Wall Street”, dice. Unos son inversionistas reales: la persona que invierte para sí mismo y para asegurar su inversión. El inversor, explica Moody, puede invertir directamente él mismo o puede hacerlo mediante un corredor. El corredor gana dinero invirtiendo el dinero de otras personas y “debe tener en consideración las condiciones del mercado y otros factores de una naturaleza más o menos temporal, que afectan el precio de los valores.” En otras palabras, el inversionista y el especulador tienen temporalidades distintas: al segundo no sólo le resulta conveniente sino indispensable acelerar el proceso de comprar (barato) y vender (más caro) y volver a iniciarlo, una y otra vez. No es casualidad, pues, que Moody notara ese cambio rápido en la conformación urbana y arquitectónica de Wall Street, ahí mismo donde establece la diferencia entre el inversionista y el especulador, quien, finalmente, será el que tome el control absoluto de Wall Street, y de cualquier otra calle, en cualquier ciudad, donde el negocio esté por encima de cualquier otra manera de pensar, usar y entender los edificios, las calles y las ciudades.

La misma semana que Moody’s Analytics publicó su reporte sobre la obsolescencia de los edificios de oficinas construidos antes de 1980, el 22 de marzo de 2023, el famoso Flatiron Building de la ciudad de Nueva York, diseñado por Daniel Burnham e inaugurado en 1902 y en buena parte vacío desde el 2019, en parte debido a que sus propietarios no se ponían de acuerdo sobre cómo realizar las renovaciones necesarias para que hubiera quienes quisieran ocuparlo, fue subastado. El edificio lo compró Jacob Garlick, de Abraham Trust, por 190 millones de dólares. Garlick era prácticamente un desconocido en el mercado inmobiliario de Nueva York. Se especuló que tal vez hizo la compra a nombre de alguna otra persona o institución que prefirió permanecer anónima. Según los expertos, a los 190 millones que ofreció habría que sumarle otros 100 millones para renovar al edificio, catalogado desde 1966, y esperar varios años para obtener algún tipo de  retorno por tan grande inversión. Garlick declaró que había soñado con comprar ese edificio desde que tenía 14 años. Sin embargo, Garlick no hizo el depósito del 10% de la oferta que se le requirió un par de días después de la subasta. Después declaró que había perdido el interés en la compra —y en su sueño adolescente. El Flatiron Building, icónico, catalogado, pero también obsoleto, espera una nueva subasta donde la especulación le depare un futuro distinto al de ser una imagen de postal y permanecer desocupado.

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