Resultados de búsqueda para la etiqueta [Bruno Zevi ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Fri, 24 Nov 2023 16:05:43 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Usted disculpe, Signore https://arquine.com/usted-disculpe-signore/ Mon, 09 Jan 2023 06:03:42 +0000 https://arquine.com/?p=73913 De cuando Bruno Zevi calificó a la arquitectura moderna hecha en México como Grotesco Messicano y un grupo de arquitectos en la revista Arquitectura México terminó transformando un supuesto debate en casi una disculpa.

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Con la intención de hacer intervenir las voces más vivas y autorizadas en el debate cultural sobre los temas fundamentales de la arquitectura que este suplemento crítico ha iniciado y sostenido desde hace aproximadamente un año, presentamos ahora un artículo del conocidísimo crítico e historiador Bruno Zevi, para someterlo a la consideración de los colegas preocupados por el valor de la arquitectura y de la crítica arquitectónica en México.

Así iniciaba la presentación de la quinta entrega del “suplemento periódico de debate y planteo de problemas” que acompañó al número 62 de la revista Arquitectura México, fundada por Mario Pani. El artículo de Zevi, titulado sin miramientos Grottesco Messicano y que era una crítica a una exposición de arquitectura mexicana en Roma, se publicó en el periódico L’Espresso el 29 de diciembre de 1957 —de haberse publicado un día antes en un diario mexicano, el título se hubiera tomado, quizá, de guasa, pero no cuando se publicó en un diario que “en el campo de las costumbres” se “distingue [por] su seriedad crítica y su empeño ético,” y firmado por un historiador “conocido en Italia por la implacable denuncia de toda arquitectura nacionalista y estilo de Estado, ya sea fascista, nazi o comunista.” La serie de textos publicados por Arquitectura México buscaba “aclarar a Bruno Zevi cuál es la verdadera situación de la arquitectura hoy en México y cuál la posición de la crítica arquitectónica.” La presentación de los textos cerraba con una invitación pretendidamente irónica para Zevi, autor del libro Saber ver la arquitectura: hay que saber ver una exposición de arquitectura.

 

 

La crítica

Empecemos con algunos extractos de la traducción del texto de Zevi que abre el suplemento de la revista Arquitectura México —la colección completa de la revista se encuentra en línea, junto a otras revistas mexicanas de arquitectura, gracias al extraordinario trabajo que coordinó para la UNAM Carlos Ríos Garza en el programa Raíces Digital.

La exposición de arquitectura mexicana, abierta en la planta baja del Palacio de las Exposiciones, constituye un ejemplo de cómo no debe hacerse una exposición de arquitectura: una serie de fotografías, unos cuantos ejemplos de decoración y artesanía, ningún criterio crítico, algunas explicaciones genéricas. El que entra allí por curiosidad, se sale aburrido a los cinco minutos. El que se propone visitarla con atención, saca de inmediato una impresión decididamente caricaturesca de las directrices culturales de la construcción mexicana.

De paso digamos que, quien haya visto varias muestras de arquitectura y diseño organizadas en instituciones públicas —y una que otra privada— mexicanas, no se sorprende por la crítica de Zevi, sino por lo poco que han cambiado las cosas en 66 años. Pero volvamos a Zevi:

El procedimiento de selección es transparente, porque propone una tesis: se pretende mostrar el “espíritu mexicano” a través de los caracteres morfológicos antiguos y modernos: el gusto por la acentuación plástica y cromática, la exuberancia decorativa; en una palabra, la tendencia que llamaremos “barroca”.

Zevi continúa explicando que, sin temerle al ridículo y a lo grotesco, la exposición presenta tres “capítulos”: lo arcaico prehispánico, los monumentos del siglo XVI y la arquitectura moderna, “que encuentra su desenfrenada expresión en la Ciudad Universitaria.” De nuevo, nada que nos sorprenda sino una estrategia que, remezclada con distintos matices según la ideología —expresa o ignorada— de cada cual, se viene repitiendo literalmente desde hace siglos —dos—: México es un país con una cultura mestiza que conjunta lo prehispánico, lo colonial y, fruto de éstos, lo moderno. Zevi afirma que el intento de la exposición de “demostrar que puede encontrarse un sustrato común a estos tres períodos artísticos” es fútil. A Zevi, esa voluntad de encontrar un “espíritu nacional” en el arte y la arquitectura le hace pensar en la producción arquitectónica y artística del fascismo italiano, pero concede que los arquitectos modernos mexicanos habían logrado “hacer cosas imponentes sin caer en la megalomanía”, aunque coincidían en querer ser modernos y, al mismo tiempo, “distinguirse a toda costa, confiriendo a sus edificios una fisonomía «local».” Por supuesto, en arquitectura como en otras artes, la búsqueda de una continuidad con la tradición —sea tectónica, local o disciplinar— como manera de darle un sentido tanto histórico como cultural a lo que se está haciendo está lejos de ser una característica exclusiva de fascismos o totalitarismos políticos o estéticos. Al contrario, la tradición de la ruptura —como la calificó Paz—, es más una excepción que una regla, incluso en el modernísimo siglo XX y en la tardomoderna contemporaneidad.

Lo que sigue en el texto de Zevi es innegable fruto de un eurocentrismo, ciego a su ignorancia y a su poca o nula profundidad crítica en el caso particular: 

Lo vernáculo es logrado de un modo mecánico y externo, basándose en una tesis demasiado simplista para ser aceptable. Los monumentos históricos, desde los aztecas y mayas a los hispano-barrocos, no se diferencian de los arquetipos europeos por la originalidad de su disposición espacial o volumétrica, sino por una tormentosa apetencia plástica que lleva a incrustar todas las superficies con decoraciones pesadas y profundas, como para que la luz no pueda extenderse sobre planos tersos.

Zevi se muerde la lengua o se amarra la mano para no escribir lo que piensa y dice, rebuscadamente, con sólo dos palabras: mal gusto. Es claro que esa “tormentosa apetencia plástica” que rellena toda superficie “con decoraciones pesadas y profundas” no le gusta —lo que, parafraseando mal a Wittgenstein, es similar a que le gustara su café sin azúcar. El problema es que a Bruno Zevi, importantísimo crítico que había estudiado toda la arquitectura europea y alguna de algún otro lugar, lo que no le gusta le parece de mal gusto y seguramente estaba tentado a ser más radical y reducir su crítica a una sola palabra: mal. Sigue Zevi:

Por analogía [con la tormentos apetencia plástica antes descrita], en la arquitectura moderna [mexicana] es legítima la operación de inspirarse en la temática europea, especialmente Le Corbusier, y después darle el acento “mexicano” llamando a pintores y escultores para destrozar la textura de los muros ciegos. Una argumentación que se basa en un concepto histórico demasiado ligero y en un programa moderno improvisado; y que, no obstante, se encuentra aplicada constantemente en el conjunto de la Ciudad Universitaria.

Y sí: acá la modernidad se improvisa. Lo que no implica que “la de allá” sea la “auténtica” y “verdadera”, que, al final, reducir “la modernidad”, incluso sólo en arquitectura, a las vanguardias europeas de las primeras décadas del siglo pasado o a su transubstanciación en “Estilo Internacional” en los años treinta, es, como acusó Zevi a la exposición de arquitectura mexicana en Roma, caricaturesco. La modernidad, arquitectónica y urbana, como toda la demás, tiene uno de sus indudables orígenes en los procesos de globalización y colonización europeos a finales del siglo XVI, e incluye las interpretaciones “locales” —si la imposición colonial de un estilo y la obligación de trabajar construyéndolo se puede llamar así— que hicieron de las interpretaciones locales europeas de un canon entonces naciente —que llegaron por barco en tratados impresos, de la mano muchas veces de “aficionados”— algo “pesado” y “tormentoso” plásticamente, manchado por la “brutalidad plástica precolombina” —calificativo de Zevi. A fin de cuentas, el “modernismo” como estilo —internacional— no es sino la cereza del pastel de hojaldre que el colonialismo europeo impuso como dieta única arquitectónica —a veces con más merengue, otras aligerado, pero da igual— y que incluso en su versión “incluyente” y “regionalista” —previa aceptación por otro crítico, ahora británico— posmoderna implica la imposición de un gusto —que siempre es más que sólo gusto: es economía, es geopolítica— como única lógica posible. Así, el muro de color anaranjado o rosa, ya purificado de los millares de piedritas de colores o de pavorosos altorrelieves polícromos, es aceptable y aceptado.

 

 

La verdadera situación de la arquitectura en México

Recordémoslo: esta sección de la revista Arquitectura México, fundada por Mario Pani, cabeza del proyecto de Ciudad Universitaria, blanco de las duras pero simplistas críticas de Bruno Zevi, tiene por objetivo aclararle a éste “cuál es la verdadera situación de la arquitectura hoy (1958) en Méxicio y cuál es la posición de la crítica arquitectónica.”

La primera respuesta viene de la pluma de Mauricio Gómez Mayorga, quien empieza presentándose como uno de los responsables de la exposición fotográfica que vio Zevi en Roma. Escribe Gómez Mayorga:

Este comentario mío es fundamentalmente para darle la razón, en la medida de lo que pudo conocer de nuestra arquitectura a través de una exposición fotográfica limitada, no sólo por razones de espacio sino justamente por ser fotográfica. Y si hubiera visto todo el barroco que eliminamos, incluyendo parte de ese otro ilegítimo barroco actual de la llamada “integración plástica”, tendría más razón todavía: o sea que él está en lo justo desde ese punto de vista más de lo que pueda imaginarse.

Gómez Mayorga desearía que el crítico —Zevi—, pudiera venir a México para juzgar la arquitectura no sólo mediante fotografías. De hacerlo, dice Gómez Mayorga, “rectificaría algunos de sus juicios, pero ratificaría la mayor parte.” No sólo el barroquismo mexicano es tormentoso y pesado, dice Gómez Mayorga, “es enfático, caótico, histérico y cargante.” Y sigue:

Sí; se ha pretendido enlazar dogmáticamente y a fuerza tres mundos que no tienen nada que ver entre sí: el misterioso universo prehispánico (del que sabemos verdaderamente poco y que nos resulta tan exótico y lejano); el familiar pero agobiante y retórico mundo colonial, del que se huye como de parientes a los que no se soporta; y nuestro mundo: el actual, vivo, real universal; armonioso con la cultura contemporánea: hecho por nosotros y para nosotros.

Sí. Gómez Mayorga tiene razón en ciertas cosas. Para él, como para muchísimos en este país, el mundo prehispánico es misterioso, y también todo lo que se derive de él, mientras que el mundo colonial es cercano, aunque nos pesa. Lo que realmente somos es ciudadanos del mundo, tan cosmopolitas como cualquier ciudadano de Milán. ¿Quiénes? ¿De qué nosotros habla Gómez Mayorga? Ese nosotros no es el del “nacionalismo indigenista” —“igualmente fascista”, dice con sobrada ligereza— “un nacionalismo metafísico que pretende naturalizar de ciudadanos mexicanos a los toltecas, a los mayas o a los aztecas.” 

Vladimir Kaspé se suma para afirmar que “la tendencia que Zevi critica representa sólo uno de los movimientos existentes hoy en la arquitectura mexicana y un movimiento que consideramos de poca vitalidad.” Hay —o había en 1958, según Kaspé— otro México: un México moderno con el valor “de ensayar, de lanzarse, a veces a la ligera, sin duda, pero sin miedo, para afirmarse, para encontrarse.” La arquitectura de ese otro México es sobria, precisa, sincera, fuerte. Kaspé también se muerde la lengua para no decirlo en tres palabras: de buen gusto.

Sigue la respuesta de Manuel Rosen Morrison, autor, entre otros edificios, de la Alberca y Gimnasio Olímpicos en la Ciudad de México. “Negar totalmente lo publicado por el arquitecto Bruno Zevi, sería pecar de estrechez de criterio o de un nacionalismo exagerado,” dice. La arquitectura que vio Zevi en la exposición en Roma, dice Rosen, “es lo que propiamente podríamos llamar arquitectura de Estado, de propaganda, de exaltación de lo nacional.” Como Gómez Mayorga, Rosen sostiene que a Zevi lo que le faltó ver fue “más ejemplos de arquitectura digna de ese nombre y representativa de nuestra época” —y ya sabemos que, en nuestra época, como ironizó Jacques Tati en Playtime, la “buena arquitectura” es la misma aquí y en China, siempre y cuando logremos contener el mal gusto local.

Intentaré resumir sin mayores comentarios —pues por sí mismo el texto enseña el cobre— lo que después de Rosen escribió Ernesto Ríos González. Unos amigos suyos, italianos, se exilian en México durante la Segunda Guerra. Cuando los ve después de cierto tiempo, le cuentan su sorpresa de que aquí no fuéramos “buenos y emplumados indígenas”, sino “personas educadas dentro de la esfera de influencias de la cultura occidental.” Ríos parece pensar que el problema de Zevi fue haberse dejado llevar por una arquitectura “grandota, cara y muy vistosa”, como la de Ciudad Universitaria, e ignorar la otra, la buena, la que no tiene mosaicos como sus autores no usan plumas, sino que se han educado “dentro de la esfera de influencias de la cultura occidental.”

 

En resumen o, más bien, mi resumen de la respuesta de nuestros críticos a Zevi, disfrazada de un aleccionador tiene usted razón en todo lo que dice, pero resulta que no vio todo de lo que podría hablar,” sería un: usted disculpe, signore, estamos haciendo todo lo posible por construir un México auténticamente moderno, como Milán, y de educar a esta gente, pero se resisten y persisten en su mal gusto. Mientras dicen esto al señor Zevi, ataviados con sus trajes bien cortados y sus buenas maneras, procuran que éste no vaya a voltear a ver a los campesinos sombrerudos o a los pelados de la periferia que el inconsciente de Buñuel tuvo el mal gusto de retratar para oprobio y vergüenza del México moderno, el de a de veras.

 

Ciudad  Universitaria, la fea, la grotesca, la mala

Al final de su crítica publicada en L’Espresso, Zevi escribió:

Todo ello no resta nada al racionalismo del planteo urbanístico de la Ciudad Universitaria, ni al rigor del proyecto de los edificios públicos y de las habitaciones privadas: en el mejor de los caos, la arquitectura se hace más vivaz, y en el peor se acentúa el mal gusto.

Lo curioso es que prácticamente la totalidad de los arquitectos invitados a “debatir” con el historiador y crítico —de nuevo, en la revista fundada por Mario Pani, cabeza del proyecto de Ciudad Universitaria— ignoran esta parte y señalan a la Ciudad Universitaria como la peor de todas las muestras de “nacionalismo indigenista arquitectónico”. Y no estaban solos. En el semanario Hoy, Vicente Lombardo Toledano, político y filósofo, escribió:

Nuestros arquitectos e ingenieros han realizado en la Ciudad Universitaria esfuerzos profesionales dignos de encomio. Algunos de los edificios son sobrios y bellos, revelan dominio de la técnica de la construcción y anhelos sinceros por recoger en su interior la quietud por el conocimiento que anima personalmente a quienes los levantaron. El conjunto da la impresión, sin embargo, de que es un pequeño poblado construido analíticamente y no de modo sintético; no se sabe qué tipo de universalidad viviente morará en su recinto; no se advierte —y sigo opinando sólo desde el punto de vista arquitectónico— la relación entre la Ciudad y el estado de evolución del país, entre ella y las perspectivas de México.

A esto, Lombardo Toledano añade que la pintura mural —la famosa integración plástica— “no mejora plásticamente las construcciones: las empequeñece y les quita significación y vuelo.”

 

Por su parte, Diego Rivera protestará contra quienes dicen que la zona de Rectoría y el Campus de Ciudad Universitaria “es Le Corbusier puro”: “Yo que fui camarada de Le Corbusier, desde antes que fuera arquitecto, cuando era pintor de no mucho talento, protesto a nombre de Le Corbusier.” Rivera sólo salva de su condena a los frontones, de Arai, al Estadio Olímpico, de Augusto Pérez Palacios con un mural del propio Rivera —los pavorosos altorrelieves polícromos que menciona Zevi—, y a la Biblioteca Central, de O’Gorman, arquitecto y muralista. Para Rivera, las críticas que, según él, recibía fuera de México la arquitectura de Ciudad Universitaria era algo de esperarse:

Este es el drama general de los imitadores de este continente, que tratan de repetir la producción europea. Cuando la presentan a sus amos —porque en el fondo esto no es sino la manifestación del espíritu de lacayo que tienen—, cuando presentan a sus amos los pininos que hacen para parecerse a ellos, el amo, si es indulgente, sonríe; si no es indulgente les lanza un escupitajo. Las cos cosas las tienen perfectamente merecidas.

Rivera pensaba que se había “destruido un paisaje maravilloso como el Pedregal, que pedía a gritos arquitectura de acuerdo con él por su belleza,” para copiar mal a Le Corbusier. Lo que, dice, también tenía implicaciones de clase. Los buenos edificios —los frontones, la biblioteca y el estadio— tenían una función “fundamentalmente popular y democrática”: eran “recintos para que todo el mundo vaya, para todas las clases sociales. Por otro lado, Rivera se pregunta:

¿De dónde proviene la mayoría de los estudiantes universitarios? Aquellos que van a la Facultad de Arquitectura, casi siempre —no hablo de las excepciones— tienen en mente, ellos y sus papás, la cantidad de primos, primas, tíos que pueden encargar una casa; la cantidad de amigos que pueden tener en el gobierno, que pueden dar un gran contrato. 

 

Rivera concluye afirmado que “la arquitectura no tuvo carácter mexicano porque la burguesía mexicana no supo asumir su papel histórico, su papel progresista, progresivo. Si la burguesía actual —dice en los años 50— tuviera “una consolidación sólida”, se trataría de “una burguesía con base industrial y agrícola, un campo industrializado y una industria desarrollada en las ciudades.” Y “tendría una arquitectura de fisonomía propia” y no, tomando el término de Zevi, una modernidad improvisada, o impostada, como la de la mayoría de las casas —bellísimas y sobrias, sin duda— del desarrollo inmobiliario que promovió Barragán al lado de Ciudad Universitaria.

 

Tampoco Siqueiros tenía buena opinión del resultado final en Ciudad Universitaria. En una conferencia que dictó en la Casa del Arquitecto el 10 de septiembre de 1953, afirmó:

Hay en la Ciudad Universitaria dos corrientes visibles: la de los lecorbusianos, diremos, que rutinariamente repiten las formas arquitectónicas predominantes en el mundo entero, los estilos cosmopolitas y la de los que quieren mexicanizar la arquitectura, recubriendo esas mismas estructuras cosmopolitas con vestidos, huipiles y camisas mexicanas. Una norteamericana que simplemente regresa de Cuernavaca.

Como los debatientes de Arquitectura México, pero nombrando a los culpables, Siqueiros acusa cierta estética nacionalista. Dice:

La arquitectura mexicana está recibiendo la influencia del indigenismo pictórico, o sea, de la rama conformista de nuestro movimiento pictórico, pro-realista mexicano moderno. El indigenismo pictórico de Rivera, O’Gorman, etc., está guiando a la arquitectura indigenista correspondiente.

De la Biblioteca de O’Gorman, Siquieros agrega que se trata de “una estructura cosmopolita tapada con un mal zarape mexicano prehispánico”, y se pregunta “¿cómo puede llegar a crearse verdadera belleza arquitectónica con esos trucos ornamentales?”

 

Por su parte, el también pintor Carlos Mérida, comentando las pláticas en la Casa del Arquitecto donde participó Siqueiros —de quien, junto con Raúl Cacho y Juan O’Gorman dice que se empeñaron en “ser oscuros para parecer inteligentes”—, califica como un error la obra de Rivera y O’Gorman en Ciudad Universitaria, y propone como contraparte al edificio llamado Las Monjas, en Uxmal, como ejemplo de “integración plástica antigua”, los edificios de Mies van der Rohe en el IIT en Chicago: “integración moderna”.

 

Formas de vida más justas y más humanas

La sección “de debate y planteo de problemas” del número 62 de Arquitectura México cierra con una carta de Zevi. “Mi artículo sobre la arquitectura mexicana no merecía una discusión tan a fondo,” dice, elogiando con elegante ironía a sus contrincantes. Luego se defiende de una crítica que se le lanzaba en la introducción a la sección: en la revista que dirige Zevi, dicen, a veces publica y comenta “tentativas arquitectónicas sólo por el hecho de que se salgan de la ruta del riguroso funcionalismo racional, aun cuando propongan como vía de salida las soluciones más atormentadas y extravagantes.” Zevi revira diciendo que “prefiere publicar un edificio feo que signifique algo, antes que un edificio mejor que no signifique nada,” y que “el deber de una revista humanística de arquitectura ha de ser no suministrar soluciones, sino ilustrar problemas.” Luego, uno por uno, agradece a sus críticos sus comentarios —o, más bien, acepta sus excusas. “Creo ser un crítico bastante severo de la arquitectura italiana y europea para tener el derecho de expresar una crítica sobre México sin ofender a nadie. Esto lo ha entendido el arquitecto Gómez Mayorga mejor que los otros.” A Kaspé le dice que sí, que no le puso atención a lo que no se mostró en la exposición porque, precisamente, no se mostró. Lo mismo va para Rosen y para Ríos, a quien también dice:

La cultura arquitectónica es internacional, y el frente de la arquitectura moderna es unitario: constituye el partido de las personas inteligentes y de buena fe que se dedican a la arquitectura entendida como representación, pretexto o estímulo de la civilización. 

Y aunque esto es ideología pura, líneas abajo Zevi advierte: “yo no soy un ideólogo, sino un historiador.” Y si bien la cultura arquitectónica que por varias razones y de diversas maneras se fue imponiendo como “internacional”, en parte fue impulsada por “personas inteligentes y de buena fe”, también contó —o, digamos, cuenta, que el cuento no se ha acabado— con la participación de otras personas no tan inteligentes ni de buena fe —y esto con independencia de la “calidad estética” —sea lo que sea lo que eso quiera decir— de su obra. (En otras palabras, hubo y hay “buenos arquitectos” no tan inteligentes ni bien intencionados, y viceversa.)

Zevi concluye su carta con la esperanza de poder visitar México y seguir el debate en una “avanzada de la clase intelectual”:

Podemos discutir, pelear, acusarnos los unos a los otros; pero estamos todos en la misma nave en rumbo a formas de vida más justas y más humanas.

Hoy, 65 años después de aquella disculpa disfrazada de debate por parte de los arquitectos que escribieron en Arquitectura México, podemos y debemos preguntarnos qué implicaciones tiene pensar esas “formas de vida más justas y más humanas” cuando se parte de visiones e historias únicas y necesariamente excluyentes; “formas de vida más justas y más humanas” pensadas e impuestas por arquitectos, la casi absoluta mayoría hombres, heterosexuales, blancos, burgueses, de cultura orgullosamente europea u occidental y moderna, racional, tan capaces de diseñar edificios interesantes como de construir argumentos, cargados de prejuicios cuando no falaces, para naturalizar sus gustos como razones lógicas inevitables, y negar —muchas veces por ignorancia— el sesgo ideológico y la posición política de sus planteamientos y de sus acciones. El pensamiento crítico que, a todas luces, hizo falta a los críticos de Arquitectura México al revirar la crítica de Zevi sigue siendo, por desgracia, el gran ausente en infinidad de supuestos debates arquitectónicos locales y de aires “universales”.

 

PS

Para comprobar la parcial actualidad del asunto arriba expuesto, léanse, una tras otra y con voz grave, las varias declaraciones, publicadas en redes sociales o hasta ante medios medio respetables, de diversos e incluso distinguidos arquitectos, que prácticamente suenan a disculpas pedidas al lord inglés porque aquí, como en tiempos del archiduque austriaco, aún hay quienes se resisten a ser civilizados progresar y se empeñan en imponer su mal gusto.

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Saber ver el espacio https://arquine.com/saber-ver-el-espacio/ Sun, 10 Jan 2016 04:39:34 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/saber-ver-el-espacio/ La ausencia de una historia aceptable de la arquitectura proviene de la falta de habituación en la mayoría de los hombres para comprender el espacio, y del fracaso de los historiadores y de los críticos de arquitectura en aplicar y difundir un método coherente para el estudio espacial de los edificios —Bruno Zevi

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El doctor P. era un músico distinguido, había sido famoso como cantante, y luego había pasado a ser profesor de la Escuela de Música local. Fue ahí, en relación a sus estudiantes, que ciertos extraños problemas se observaron por primera vez. A veces un estudiante se presentaba y el Dr. P. no lo reconocía o, específicamente, no reconocía su cara.

Así empieza uno de los relatos clínicos más conocidos de Oliver Sacks —que incluso sirvió para que Michael Nyman compusiera una ópera de cámara—: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. El Dr. P. padecía una forma extrema e intrigante de agnosia visual, es decir, la incapacidad de reconocer lo que veía. Por eso no podía ponerle nombre a las caras y a una rosa que le muestra el médico la describe como una forma envuelta sobre sí misma de la que sale una protuberancia lineal de color verde, o un guante como una superficie continua, replegada sobre sí misma, de la que sobresalen cinco bolsillos. El doctor Sacks concluye que su paciente ve pero no puede ver, pues aunque no hay ningún impedimento físico, ningún daño en sus ojos que le dificulte percibir las formas que se le muestran, es incapaz de verlas como lo que son —y una rosa, bajo cualquier otro nombre, ¿seguirá siendo una rosa, una rosa, una rosa?

En 1948 Bruno Zevi publicó uno de sus libros más conocidos: Saber ver la arquitectura. El primer capítulo se llama La ignorancia de la arquitectura. Ahí Zevi comenta el “casi ritual” de iniciar cualquier estudio de la arquitectura “con un reproche para el público” que, si bien pueden usar, ocupar e incluso describir edificios que encuentran a su paso o que frecuentan de manera cotidiana, no les prestan atención del modo debido. Digamos que la ven sin verla, sin ver lo que realmente es la arquitectura. Como el Dr. P., describirán un edificio por sus características constructivas, por su estilo histórico según una etiqueta más o menos bien entendida, o con criterios que responden más a la pintura y otras artes de la imagen que a la arquitectura, sin atinar a decir qué es eso que ven. Para Zevi, el problema no es imputable entera ni, mucho menos, principalmente al público: los especialistas han sido los primeros en no saber ver qué es lo esencial para la arquitectura, según Zevi: el espacio:

La ausencia de una historia aceptable de la arquitectura proviene de la falta de habituación en la mayoría de los hombres para comprender el espacio, y del fracaso de los historiadores y de los críticos de arquitectura en aplicar y difundir un método coherente para el estudio espacial de los edificios.

El espacio del que habla, aclara Zevi, no es el interior solamente: “la experiencia espacial propia de la arquitectura tiene su prolongación en la ciudad, en las calles y en las plazas, en las callejuelas y en los parques, en los estadios y en los jardines.” Tampoco es el único valor de una obra arquitectónica: “todo edificio se caracteriza por una pluralidad de valores: económicos, sociales, técnicos, funcionales, artísticos, espaciales y decorativas.” Sin embargo, dirá Zevi, “la historia de la arquitectura es, ante todo, la historia de concepciones espaciales.” Por eso, tal vez, su libro se tradujo al inglés con el título Architecture as Space. ¿Cómo podemos ver eso, el espacio?

Bruno Zevi nació en Roma el 22 de enero de 1918. De familia judía, dejó Italia en 1938 a causa ce las leyes raciales impuestas por los Fascistas. Primero fue a Londres y luego a los Estados Unidos, donde estudió arquitectura con Walter Gropius en Harvard. Regresó a Europa en 1943 y a Italia un año después. Zevi murió en Roma el 9 de enero del año 2000. Un par de años antes, en Venecia, dio una plática titulada Spazio e non-spazio ebraico, en la que en parte resumía otra conferencia que había dado años antes en Roma diciendo, primero, que el pensamiento hebraico tiene una concepción del tiempo, antes que una del espacio; segundo, que para los judíos, “nómadas primero, después errantes,” dice citando al rabino Abraham Joshua Heschel, “los sábados son sus grandes catedrales;” que el arte judío rechaza el clasicismo, porque impone un orden a priori, la ilustración, porque propugna ideas universales, absolutas y absolutistas, y que privilegia el devenir sobre el ser y la formación a la forma como entidad cerrada.

Dos años antes de morir y cincuenta después de haber publicado Saber ver la arquitectura (como espacio), Zevi habla del fin del racionalismo en arquitectura, que inició con Ronchamp, de Le Corbusier, y siguió con Utzon, Saarinen o Scharoun, entre otros. Y habla de una arquitectura “liberada de cualquier abstracción idólatra” y de la voluntad de ser monumental —que, paradójicamente, ejemplifica con obras como el Museo Judío de Libeskind o el Guggenheim de Gehry.

Antes, dice, la arquitectura “en vez de reflejar las enseñanzas de la vida, las enmascaró con fines compensatorios.” Ahora, la arquitectura renuncia a lo bello en favor de lo significativo, con capacidad de reírse de sí misma. En 1998, Zevi pensaba que la “escritura arquitectónica” por venir sería neutra, “actuando por debajo de la del poder y por encima de la lengua vernácula.” Una arquitectura en yiddish —y no se puede más que recordar el breve texto de Deleuze y Guattari, Kafka, por una literatura menor, no por el yiddish sino por la idea de una lengua cuya fuerza reside en no ser ni la del poder ni la de la costumbre. “La arquitectura del futuro —dice Zevi— será, por primera vez en la historia, toda la arquitectura, el espacio mismo, sin recetas.”

La arquitectura del futuro, quizás, implicaría saber ver la rosa y, al mismo tiempo, la forma roja envuelta sobre sí misma y con un filamento verde, ver el guante como guante y, al mismo tiempo, como una superficie replegada sobre sí misma y con cinco bolsillos de distinto tamaño. Aunque hoy, dieciséis años después de la muerte de Zevi, acaso ese futuro aun esté por llegar.

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El peso de la historia https://arquine.com/el-peso-de-la-historia/ Sat, 11 Jul 2015 22:24:53 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/el-peso-de-la-historia/ La historia de la arquitectura es indistinguible de la influencia en la arquitectura. Los buenos arquitectos forjan esa historia malinterpretándose unos a otros para abrir un espacio imaginativo para sí mismos. Los talentos débiles idealizan; las figuras de imaginación capaz se apropian de sí mismos. Pero nada sale de la nada y apropiarse de sí mismo implica la inmensa ansiedad de estar en deuda.

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El 11 de julio de 1914, Antonio Sant’Elia firmó su Manifiesto de Arquitectura Futurista proclamando una arquitectura que no podía estar sujeta a ninguna ley de continuidad histórica y que debía ser nueva —“así como nuestra forma de pensar es nueva,” dijo. Era un impulso que correspondía con el de otras vanguardias de aquél momento. La historia y la tradición eran una carga que debía abandonarse para poder inventar, sin lastre, la nueva arquitectura que demandaban los nuevos tiempos.

Entre el 7 y el 13 de junio de 1964, en la Academia de Arte de Cranbrook, se llevó a cabo un seminario acerca de la relación entre historia, teoría y crítica y la enseñanza de la arquitectura. Uno de los participantes fue Bruno Zevi, cuya conferencia se tituló La historia como método para la enseñanza de la arquitectura. Había pasado medio siglo desde el manifiesto de Sant’Elia y aquellos otros movimientos que explícitamente habían roto con la historia como abrevadero de formas e ideas para los arquitectos modernos. Zevi explicó que la enseñanza de la arquitectura se basaba en dos modelos. Primero aquél en el que un grupo reducido de aprendices seguía de cerca la manera de trabajar de un maestro, figura heroica sin duda, del que se aprendía mediante cierta forma de imitación, haciendo lo que éste pedía. Ese método, decía Zevi, llegaba a su fin: tal vez porque “la nueva generación ya no produce héroes, tal vez porque no los necesitamos, porque el sistema de enseñar arquitectura basado en héroes es hoy obsoleto y buscamos métodos científicos.” El segundo modelo sera sistemático, utilizado por la Academia de Bellas Artes. Si en el primer caso la historia era casi una biografía: la experiencia acumulada por el maestro y que se sumaba a la que, seguramente, había recibido del mismo modo, casi un rito iniciático de transmisión de los secretos de nuestro arte, en el segundo modelo “la historia se reducía a estilos y los fenómenos a reglas.” Todavía hoy, en muchas escuelas, la historia de la arquitectura se enseña —mal— como un juego de memoria en el que hay que atinar a empatar fachadas con estilos y nombres de arquitectos con periodos estilísticos olvidando el contexto cultural, social, económico y político; olvidando, pues, la historia.

El movimiento moderno en arquitectura —sigue Zevi— produjo una crisis en ese sistema: “en la Bauhaus encontramos un matrimonio entre movimiento moderno y pedagogía moderna. Es decir, se debía aprender no escuchando conferencias de profesores sino haciendo las cosas uno mismo.” Gropius descartó la historia del programa académico de la Bauhaus porque, según Zevi, no había en ese momento y en ese lugar, ningún historiador que concibiera los fenómenos históricos más allá de los “estilos.” En el fondo, en la Bauhaus como en otras vanguardias de aquél momento, parecían seguir al Nietzsche de la segunda intempestiva: Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida. En el prólogo a aquél texto, Nietzsche cita a Goethe diciendo: “me es odioso todo aquello que únicamente instruye, pero sin acrecentar mi actividad o animarla de inmediato,” y de ahí seguía diciendo que “la historia, como preciosa superfluidad del conocimiento y artículo de lujo, ha de resultarnos, según las palabras de Goethe, seriamente odiosa.” Esa historia realmente no enseña: encubre, y por eso hace falta, como lo ejemplificó Nietzsche, una genealogía. Porque, por otro lado, sin historia “el incesante presente desaparece en un abrir y cerrar de ojos. Surge de la nada para desaparecer en la misma nada. Sin embargo, luego regresa como un fantasma perturbando la calma de un presente posterior.”

Ante ese vacío es que Zevi propuso su método —histórico-crítico—, en el que “el diseñó se enseña en los cursos de historia o, mejor, en los laboratorios de historia, mientras la historia se enseña en la mesa de dibujo” —frase muchas veces citada y puesta en obra por Humberto Ricalde. Sólo entendiendo así la historia —y entendiendo la historia— se puede salir del círculo vicioso de la repetición vacía que ignora serlo y se presume como invención y, al mismo tiempo, entender la ansiedad de la influencia. En 1973 Harold Bloom —que nació el 11 de julio de 1930 en el Bronx— publicó The Anxiety of Influence, a theory of poetry. En la introducción Bloom plantea que la historia poética es indistinguible de la influencia poética y que los poetas fuertes forjan esa historia malinterpretándose unos a otros para abrir un espacio imaginativo para sí mismos: “los talentos débiles idealizan; las figuras de imaginación capaz se apropian de sí mismos. Pero nada sale de la nada y apropiarse de sí mismo implica la inmensa ansiedad de estar en deuda.” La poética de la arquitectura no tiene por qué pensarse de manera diferente.

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¿Qué ven los arquitectos? https://arquine.com/que-ven-los-arquitectos/ Sat, 21 Dec 2013 17:38:23 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/que-ven-los-arquitectos/ ¿Es capaz la arquitectura de despertar la pasión del gran público —es decir, de manera masiva y no excepcional o está condenada, como sugería Benjamin, a ser vista sólo de reojo, a ser usada, ocupada, habitada —sí, a veces amorosamente pero nunca con la atención que se observa un cuadro? Y entonces, cuando prestan atención a una obra ajena o cuando describen una propia, ¿qué ven los arquitectos?

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Ojos que no ven es el título de tres textos de Le Corbusier, uno dedicado a los trasatlánticos, otro a los aviones y el último a los automóviles. Saber ver la arquitectura es el título de un libro de Bruno Zevi. Los arquitectos, al menos eso dicen, ven otras cosas. No sé si más, pero otras cosas. Pero Walter Benjamin —que no era arquitecto mas se fijaba mucho en los edificios y leyó a Sigfried Giedion, que tampoco era arquitecto pero construyó buena parte de la mitología del modernismo a principios del siglo pasado— decía que el cine se percibía como la arquitectura: de manera distraída y en masa. Nadie entra a un edificio, pensaba Benjamin, solo y sólo a ver, atentamente, el edificio. O sí: los turistas. Pero ellos son un caso aparte, aunque numeroso.

¿Y qué ven los arquitectos? Eso pensé cuando vi una foto tomada por Lorenzo  Diaz Campos en el museo de la Fundación Jumex y publicada en Podio. En la foto están, en primer plano, David Chipperfield, arquitecto del museo, Mauricio Rocha y Michel Rojkind, entre otros. Los tres miran hacia arriba, cosa que la gente sólo hace, creo, al aire libre, para ver el cielo, las nubes o algún avión o, si bajo techo, para comprobar si tiembla mirando las lámparas. A menos, claro, que se entre en la Capilla Sixtina o algún edificio similar, no hay razón para ver al techo. Pero los tres arquitectos ven hacia arriba. Cada uno a un lado distinto, eso sí. Probablemente Chipperfield describe un detalle general o explica las razones de cierta decisión —que la luz sea uniforme, por ejemplo— y no algo específico —“miren esa mosca allá arriba”. Esa atención concentrada en un punto o en un objeto, en un edificio y sus detalles, no es, si le creemos a Benjamin, la manera habitual de ver los edificios. Ni tampoco de describirlos.

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Eso lo sabe el vendedor: ése es su oficio. Paseando al perro, periódico en mano, leí un anuncio inmobiliario. La imagen que lo ilustraba me recordó otras. No era la mejor foto de un edificio que poco antes había mostrado Lucio Muniain en su página de Facebook. Lucio describía su proyecto a partir de ciertas decisiones que tuvieron, de nuevo, consecuencias formales: no diseñar dejándose guiar por la forma más simple de librar restricciones, abrirse a las vistas o responder a la topografía. Le comentaron en Facebook que la planta tiene obvias referencias a las de Alvar Aalto; claro, respondió Lucio. El proyecto sigue, pues, razones que responden al reglamento, al sitio y las vistas, a la historia de la arquitectura. ¿Cómo lo describe el anuncio del vendedor? “Superficie de 173 metros cuadrados, dos y tres recámaras, 2 estacionamientos, salón de eventos, gimnasio equipado, jardín.”

Insisto: supongo que el vendedor sabe lo que hace. Explica el proyecto según lo que conoce interesa al posible comprador y tal vez al posible habitante quien casi seguramente no sabe lo que el reglamento exige y quizá prefiera ver una pantalla de 60 pulgadas que lo que su ventana descubra. Es poco probable que el vendedor o el comprador hayan jamás oído hablar de Alvar Aalto —y no tendrían por qué. Lo curioso, por decirlo así, es que alguno de esos compradores podría ser un lector asiduo —de libros buenos o mediocres, no importa— y reconocer lo que le gusta por sus características: por el tema y estilo del autor, por las influencias que en sus textos reconoce. O podría ser un melómano consumado, amante de Bach o fanático de Radiohead, y tener todos los álbumes, incluso los más difíciles de conseguir. Pero con la arquitectura resulta excepcional ese interés de parte de quien no sea arquitecto —a decir verdad, a veces incluso hay arquitectos que ignoran mucho de eso y piensan en sus proyectos en los mismos términos que el vendedor: metros cuadrados, número de recámaras y lugares para estacionarse, amenities.

¿Es capaz la arquitectura de despertar la pasión del gran público —es decir, de manera masiva y no excepcional o está condenada, como sugería Benjamin, a ser vista sólo de reojo, a ser usada, ocupada, habitada —sí, a veces amorosamente pero nunca con la atención que se observa un cuadro? A veces pienso que ni siquiera esos edificios que muchos legos aplauden mientras los arquitectos detestan son capaces de lograrlo. Ni tampoco los icónicos, antiguos o nuevos, que resultan indispensables en el itinerario del turista profesional. Y acaso no sea una falta sino sólo una condición: así es y ya. Pero entonces, cuando prestan atención a una obra ajena o cuando describen una propia, ¿qué ven los arquitectos?

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Fotos, dibujos, maqueta del edificio son de Lucio Muniain

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