Resultados de búsqueda para la etiqueta [Azcapotzalco ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Thu, 23 May 2024 16:52:04 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Azcapotzalco: las petroleras y un encuentro con el destino https://arquine.com/azcapotzalco-las-petroleras-y-un-encuentro-con-el-destino/ Thu, 23 May 2024 16:51:39 +0000 https://arquine.com/?p=90413 Nací en Tula (Hidalgo), pero, por varias razones, siempre me hizo feliz la idea de vivir en la Ciudad de México, y aún más allá: la posibilidad de -ser- de la Ciudad de México. No sé si habré tenido más o menos éxito en esto último, pero en lo primero definitivamente sí, desde hace ya […]

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Nací en Tula (Hidalgo), pero, por varias razones, siempre me hizo feliz la idea de vivir en la Ciudad de México, y aún más allá: la posibilidad de -ser- de la Ciudad de México. No sé si habré tenido más o menos éxito en esto último, pero en lo primero definitivamente sí, desde hace ya siete años. Me queda la duda de —ser—, pues esta ciudad, me parece que no es la más amable recibiendo a los recién llegados: puede ser dura, en especial en lo que se refiere a la noción de espacio, entendida en todos sus sentidos: ¿Cómo hacerse un lugar en una ciudad en la que somos tantos?, ¿cómo luchar contra un anonimato aplastante, pero también contra el precio de las rentas e incluso para ganarse un asiento en el transporte público?  

En mayor o menor medida, quienes habitamos aquí, nos hemos enfrentado a estas luchas por el espacio, por hacernos un espacio, por encontrar nuestro espacio. Cuando surgió el proyecto de dar tours guiados en la ciudad, encontré ahí la posibilidad de irme abriendo espacio a través de su densidad, usando como herramienta el ejercicio del entendimiento de sus calles, piedras, plazas, objetos, muebles e historias (chicas y grandes) y con sorpresa he ido descubriendo historias más cercanas de lo que pensaba, que me hacen sentir en casa, cuando estoy sobre los lacustres suelos de nuestra espléndida ciudad.  

Recientemente organicé un tour por Azcapotzalco, y recordaba que la primera vez que visité esta zona. Tendría como 13 o 14 años. Venía con mi papá, que por algún motivo había extraviado su acta de nacimiento y pretendía encontrarla en el registro civil de la entonces delegación. Aunque terminamos encontrándola ese mismo día en los registros de Arcos de Belén, nunca voy a olvidar la impresión que me causó la casona que, ya para entonces, se usaba como casa de cultura, con sus dos patios rebosantes de plantas con flores y una misteriosa fuente de aspecto medieval, en la que las abejas se daban un festín de frescura. 

Nunca entendí realmente por qué mi papá pensaba que su acta de nacimiento podría encontrarse en Azcapotzalco. Quizá tiene que ver con su propia historia aquí: ingresó a los 21 años a Petróleos Mexicano (Pemex), en 1971, con un trabajo, desde luego, en la refinería 18 de marzo en Azcapotzalco. Primero ingresó en el área de carpintería y después en contraincendio, según cuenta él mismo. Es sabido que esta refinería cerró años después de un terrible accidente ocurrido en los 60, cuando explotó un enorme contenedor de combustible, que causó varias muertes, muchos heridos y, sobre todo, una catástrofe ecológica que sólo se remediaría años más tarde. 

Al cierre de la refinería, comenzaron a repartir (como si se tratara de simples herramientas) a todos los trabajadores en distintos estados, en los que la compañía nacional de petróleos tenía sedes. Mi papá logró (por la salvaguarda de algún conocido) que lo colocaran en la recién inaugurada refinería Miguel Hidalgo, en Tula. Conveniente por su cercanía a la ciudad, quizá imaginó una vida entre ambos sitios. Lo cierto es que su llegada a esa ciudad hidalguense fue definitiva. A veces hacía una broma que a mí me parecía aterradora: decía que quien llegaba a Tula ya no podía salir y se quedaba ahí para siempre. Y ese fue su destino. Ahí también conoció a mi madre, y ahí sigue viviendo hasta hoy. 

Inspirado en esta historia, decidí hacer un recorrido por el Parque Bicentenario, un sitio de Azcapotzalco que es como un oasis en el que apenas se perciben atisbos de su pasado industrial ultracontaminante. Realicé el paseo contando la historia de mi padre y entendiendo que, de no haberse cerrado esa refinería, quizá otras catástrofes hubieran ocurrido en la ciudad, y yo quizá no existiría. 

El parque que ocupa buena parte de lo que fuera la refinería, fue diseñado en 2009 por Mario Schjetnan y fui intervenido por especialistas del Instituto Politécnico Nacional, quienes desarrollaron un plan para limpiar las filtraciones de químicos y combustible que se virtieron en la tierra durante las décadas en las que la refinería funcionó. Hoy existen unos bellos invernaderos con distintos ecosistemas, una chinampa experimental, un orquidario y enormes áreas verdes gratuitas y bien conservadas para el disfrute de quién desee adentrarse en este magnífico sitio.  

 

A la salida del parque, caminando por unas calles cortitas que lo circundan, se llega a las que presumen de ser “Las auténticas petroleras”: se trata de un modesto local, con pinta de cantina por la rocola que se halla al fondo, que sirve la comida más tradicional de la extinta refinería: unos sopes del tamaño de una pizza, con una tortilla de exacto grosor, primero frita en manteca, embadurnada en frijoles refritos y cubierta con ingredientes como queso, chorizo, huevo revuelto, carne o todos al mismo tiempo. La única explicación que puede tener semejante platillo, son las intensas jornadas de trabajo que sobrellevaban los obreros y que exigían cantidades de comida superiores a los de un trabajador promedio.   

Además de su cercanía con la refinería, el testimonio de mi padre, de que más de una vez acudió al sitio (posiblemente más para tomar cervezas que para comer), sirve de pista para confirmar que este local es el más auténtico que sobrevive como casa de este peculiar platillo, que cabe decir, es de sabor extraordinario.   

Durante la pandemia, un poco por casualidad y otro poco por emergencia, llegué a vivir a Azcapotzalco, con Fabricio, (que ahora es uno de mis mejores amigos y, además, un auténtico chintololo). Debo confesar que, en ese entonces, y por las características de la situación, me costó entender el lugar, pues me sentía como exiliado de zonas más céntricas de la ciudad y renegué cuando pude de mi vida en Azcapotzalco, sin embargo, las caminatas que tuvimos por las calles en cuarentena, con un vaso en la mano de un litro de “limón”, (la bebida oficial del Dux de Venecia, cantina con más de cien años que por entonces sólo ofrecía servicio para llevar) me permitieron descubrir las añosas particularidades del centro y sus alrededores y años después animarme, a mostrar con otra mirada, estos territorios en los que por una cuestión de destino, me he venido a encontrar reflejado y por lo mismo, siento como si fueran míos y yo de ellos. 

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Un último día en Ameisenburgo o el síntoma Azcapotzalco https://arquine.com/un-ultimo-dia-en-ameisenburgo-o-el-sintoma-azcapotzalco/ Tue, 29 Dec 2020 15:17:05 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/un-ultimo-dia-en-ameisenburgo-o-el-sintoma-azcapotzalco/ Azcapo existe como si estuviera aislada del resto de la ciudad: encuadrada al oriente por Vallejo, al sur por Cuitláhuac ─justo antes de convertirse en Mariano Escobedo─, al poniente por el espectro de la antigua refinería y al norte por los ramales de Pantaco que corren hacia Lechería y Tlalnepantla, los rumbos de la Bestia que marcan el inicio del Estado de México.

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¿Y si las hormigas fueran ya los marcianos establecidos en la tierra?

Ramón Gómez de la Serna

 

De noche sueño que me comen las hormigas

Los auténticos decadentes, “Skabio”

 

A Jorge Luis Borges le gustaba ironizar de tanto en tanto sobre la obra de James Joyce, en especial el Finnegan’s Wake, con su profusión de palabras amalgamadas y portmanteaus que podían pasar como la máxima proeza de la novela experimental y, al mismo tiempo, como un chiste impreso a lo largo de cientos de páginas. Entre los miles de retruécanos y calambures de esa novela torrencial hay uno que recuerda al emblema formícido de Azcapotzalco –y que me sirve de base para una mitología y fascinación personal por esa parte de la Ciudad de México–. Así va más o menos: en el capítulo tercero del Finnegan’s, se dice que uno de los personajes está ameisig o, en joyceano, asombrado: una mezcla de amazed en inglés, y Ameise, la palabra alemana para hormiga. (En su ambiciosa versión al español, publicada por El Cuenco de Plata, el traductor argentino Marcelo Zabaloy pone “se estaba ameisando”). Ante esta palabra, como ante muchas otras del Finnegan’s Wake, Borges  (en “Joyce y los nelogolismos”) no sabía si maravillarse por la inventiva del escritor irlandés o simplemente mirar hacia el otro lado. 

Comoquiera, algo así me siento cuando pienso en Azcapotzalco y su pueblo lento, plano y chaparro en su trazo urbano. Ante cada una de sus bardas tiznadas por el transcurso de camiones que, a doble remolque, llevan contenedores que parecieran salidos de una Hansa báltica con esos “Süd” o “Maersk” rotulados en los costados. Como venas henchidas por los ríos entubados y los canales depuestos, las líneas de tren cruzan por toda la delegación (me niego a llamarla “alcaldía”, así como me niego a usar CDMX, ese estúpido tetragramáton, para hablar del DF), entre las naves industriales, a través de parques con kioskos abandonados, o sobre sí mismas como un rizoma atendido por ferrocarrileros fantasmales. Ameisig es la mejor manera de expresar lo que se siente recorrer las calles de colonias como Clavería y la Pro Hogar, la Nueva Santa María y la Euzkadi, los rumbos de Tezozómoc y la avenida Camarones, o el Parque Bicentenario.

Pues Azcapo existe como si estuviera aislada del resto de la ciudad: encuadrada al oriente por Vallejo, al sur por Cuitláhuac –justo antes de convertirse en Mariano Escobedo–, al poniente por el espectro de la antigua refinería y al norte por los ramales de Pantaco que corren hacia Lechería y Tlalnepantla y los rumbos del tren La Bestia, que marcan el inicio del Estado de México. Esta frontera cuádruple delinea una membrana que no duele ni se siente al atravesarla. Y es que si se colocara un reloj de sol en Azcapo marcaría para siempre una hora: entre las 5:oo y las 7:oo de la tarde en el horario de un verano estancado de manera permanente en algún año de la década de los 80. 

Esta percepción, como toda psicogeografía, no es subjetiva del todo. Azcapotzalco es una tierra para atardecer, para mirar a lo lejos las torres y los altos pisos del centro de la ciudad, una frontera que no se extiende en línea sino en área. Para referirme a esto he inventado un patronímico inspirado a su vez en la monstruosa fecundidad verbal joyceana: “Ameisenburgo”, palabra abiertamente artificial y en un falso alemán con el que quiero connotar un drama en gente, un conflicto de juventud: el de los años en que sin formar parte de un lugar, ni de su gente, ni –claro está– de Azcapo, me sentí parte de su paisaje y sus calles.

Hay una cualidad agreste en las paredes y los nombres de las calles, pero sobre todo en la conducta de sus habitantes, los chintololos. El cronista José Antonio Urdapilleta explica que este gentilicio procede del náhuatl tzintli, del que deriva chintli, que significa trasero, y tlolontic, que quiere decir “excesivamente redondo”. O sea, el que tiene nalgas redondas o “el que tiene las asentaderas muy grandes”, en palabras citadas por Ángeles González Gamio para su artículo en el número 101 de Artes de México, dedicado precisamente a Azcapotzalco. Es decepcionante saber esto pues nada tiene que ver la palabra con el parecido de sus habitantes con la hormiga roja de su escudo, ni con sus usos y costumbres, como no abrir los puestos ambulantes los martes, que considera un viaje turístico ir al centro, la estagnación de sus edificios que no sobrepasan casi nunca los tres niveles, el sol terrible y veraniego durante todo el año.

Si hubiera que rastrear esa propensión a inventar una ciudad que no existe, habría que volver la vista a, por ejemplo, un mural como Paisaje de Acapotzalco, completado por Juan O’ Gorman en 1926, comisionado para adornar la biblioteca pública Fray Bartolomé de las Casas. La fachada discreta de ese edificio de la calle Morelos y Pavón oculta una de las joyas ocultas del muralismo vasconceliano: un pueblo entre montañas azules, casi una aldea de realismo mágico con gente a caballo, tranvías, fuentes, carpas de circo, terrazas y un trazo urbano –de inspiración minera–, que recuerda más al centro de Zacatecas que a los paisajes grises y sin horizonte que dan la bienvenida al norte de la metrópolis. Esta visión pictórica de O’Gorman —que contrasta, por ejemplo, con su representación más realista y reconocible en La ciudad de México, obra de 1949—, me da la esperanza de que no soy el primero en ensamblar una residencia, en este caso un lugar como Ameisenburgo, que no existe sobre la tierra sino en mi cabeza.

Puede que esto venga de antiguo. Ya en su nombre original, Azcapotzalco (combinación de azcatl, hormiga; y potzoa, montículo), el “lugar del hormiguero”, era visto como lugar de colmenas animadas por el gentío de, sucesivamente, tepanecas, mexicas, españoles y, como ahora, chilangos. Y aunque sigue siendo una provincia citadina poblada en su mayor parte por la clase trabajadora, que hace honor a la disciplina de esos insectos que en griego se llamaban myrrex (como los mirmidones, hormigas transformadas en guerreros por Zeus, y compañeros de Aquiles en Troya), sin embargo no queda mucho de los huey tlatoanis ni los mineros que le dieron vida en un principio. Queda de toda esa historia sólo un glifo que representa la derrota de Azcapotzalco en el códice mapa Quinatzin: una hormiga casi humanoide que se desintegra mientras la ciudad erigida cae sobre sus espaldas.

Y quizá esa sea la única imagen constante de Ameisenburgo: la de una ciudad que se acaba como el amor. De la iconografía que Azcapotzalco ha legado a los cronistas de la Ciudad de México, ninguna como el ramal Pantaco, ya sea en una novela como José Trigo, de Fernando del Paso, o en las fotografías del archivo Casasola sobre deltas y vías que se van a perder entre calles, almacenes y fábricas como ríos que lo secan todo; ahí donde es posible escuchar el trajín fantasmal de una locomotora confundida con el chirriar del tren suburbano; y en donde los contenedores parecen varados en un puerto donde el mar se evaporó por la industria de tantas máquinas, motores y chimeneas, por el trabajo diligente de quienes pusieron en marcha los convoyes del Gran Ferrocarril Mexicano. 

Todavía hoy puede tomarse esa foto desde la estación Ferrería con un solo aditamento contemporáneo: la silueta de la Arena México, fantasma de un progreso que nunca llega a este collage de desarrollos urbanos, naves industriales, almacenes y fábricas. De ahí que el paisaje gris y concreto sea casi el mismo de la última explosión inmobiliaria de la delegación durante los años 80. Pues Ameisenburgo, para más datos, está congelada en el año de 1982, el de la implosión del peso y la famosa rabieta de José López Portillo ante el Congreso de la Unión y, más en concreto y relevante para esta evocación autobiográfica y urbana, el año de la fundación de las librerías Educal, la más inesperada de todas las empresas instaladas en esos parques industriales donde lo mismo se alojan Boing o Pepsi que las fábricas de detergentes o de ropa. De todas las extrañezas de Ameisenburgo, ninguna como el milagro de que una red de librerías, con todo y su almacén tasado en millones de ejemplares descatalogados, haya nacido justamente en una calle como Boulevard de los Ferrocarriles, entre chirridos de rieles y tráilers. Unas librerías gracias a las cuales descubrí, también de manera inesperada, el secreto de este pequeño mundo y sus chintololos.

Y es que hasta hace cosa de un año, Azcapo perdió a su rey, por mucho que estuviera en el exilio desde hace muchos años: José José, cuya voz resuena en cada calle y ha conjurado sobre este enclave urbano el milagro y la maldición del tiempo suspendido o, como me gusta llamarlo —para capturar su consistencia gelatinosa y humeante—, tiempo coloidal. Así como le sucedió otro de sus soberanos, Tezózomoc, Ameisenburgo apenas le han dedicado una mísera y deslavada estatua en el Parque de la Niña de su natal Clavería a ese príncipe que no reclamó su tierra de hormigas, un monumento que apenas y destaca más que el busto del líder palestino Yasser Arafat (!) que se encuentra a unos pocos metros de distancia.

Temo que con la muerte de José José se empiece a descongelar algo que debía permanecer indemne al tiempo y sus nombres, porque uno podía caminar por las calles de Azcapo y escuchar, como un susurro, esa voz que expresaba algo más que amores, borracheras o discos de platino. Temo que los puestos callejeros empiecen a instalarse los martes y que la membrana desaparezca, que el agua regrese al puerto seco y los contenedores vuelvan a flotar, y que la visión de lo trenes vuelva a despertar algo que no sea la nostalgia. Temo pues, que un día regrese a Ameisengburgo y me encuentre, ahora sí y por primera vez ─pues nunca vi una en los cinco años en que caminé sobre esas calles empolvadas─, a una hormiga solitaria de camino al horizonte. 

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