Resultados de búsqueda para la etiqueta [Autos ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Wed, 21 Sep 2022 11:58:05 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Recuperar las calles: desaparecer los autos https://arquine.com/recuperar-las-calles-desaparecer-los-autos/ Wed, 01 Jul 2020 04:49:15 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/recuperar-las-calles-desaparecer-los-autos/ El coche debe desaparecer o, de menos —en lo que desaparece— limitarse su uso, velocidad y circulación. La necesidad es evidente, que no nueva: los efectos negativos del automóvil para la salud pública ya eran demasiados, sólo ahora se suma la necesidad de guardar distancia al deseo de recuperar las calles.

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Ilustraciones tomadas de “Streets for Pandemic. Response & Recovery”. NATCO.

 

Cuando hoy hablamos de transporte, concentramos casi toda nuestra atención en el automóvil. Esto resulta natural pues es el automóvil lo que lleva la mayoría de los movimientos humanos y de bienes sobre tierra. Al hacerlo, sin embargo, cometemos dos errores básicos. Primero, nos concentramos en el transporte y olvidamos que lo importante es el movimiento, y que gran parte del movimiento puede y debe llevarse acabo sin utilizar ningún medio de transporte sino utilizando sólo sus músculos. El segundo error es que nos concentramos demasiado en el automóvil, ya que es el medio de transporte que vemos con más frecuencia a nuestro rededor en la ciudad. Si queremos enfrentar los problemas del movimiento en general, de los que el transporte es una parte, debemos pensar en todos los medios de transporte, pasados, presente y futuros, y en su desarrollo. Cualquier acercamiento sistemático al problema requerirá ese tipo de consideración.

Lo anterior, inicio del ensayo “Hombre, ciudad y automóvil”, lo escribió Constantinos Doxiadis, arquitecto y urbanista, en 1969. Unos años después André Gorz escribió su breve y conocido ensayo La ideología social de la carcacha —aunque generalmente se traduce como La ideología social del automóvil, Gorz habla de bagnoles, que denota un coche algo usado, quizá ya viejo y maltratado, aunque el uso que le da Gorz implica, de cierto modo, que ningún automóvil, incluyendo el más nuevo y lujoso, puede evitar su condición de carcacha. “El profundo defecto de las carcachas, es que son como los castillos o las villas en la costa: bienes suntuarios inventados para el placer exclusivo de una minoría pudiente y que nada, en su concepción y naturaleza, los destina al pueblo.” Al igual que una villa en la costa, dice Gorz, una carcacha ocupa un espacio raro: “¿no despoja a otros usuarios de la calle (peatones, ciclistas, usuarios de tranvías o de autobuses)? ¿No pierde todo su valor de uso cuando todo mundo usa su propio auto?” Gorz apunta dos aspectos del automovilismo que abonan a esa situación.

Primero, “el automovilismo masivo materializa el triunfo absoluto de la ideología burguesa al nivel de las prácticas cotidianas: funda y mantiene en cada uno la creencia ilusoria de que cada individuo puede prevalecer y sacar ventaja a expensas de todos. El egoísmo agresivo y cruel del conductor que, a cada minuto, asesina simbólicamente a «los otros», a quienes percibe más como estorbos y obstáculos materiales para su propia velocidad, ese egoísmo agresivo y competitivo es el advenimiento, gracias al automovilismo cotidiano, de un comportamiento universalmente burgués.” En segundo lugar, “el automóvil, sigue Gorz, ofrece un ejemplo contradictorio de un objeto de lujo que ha perdido valor pro su misma difusión. Pero esa pérdida de valor práctico no ha implicado, aún, una pérdida de valor ideológico.”

Gorz cita en su ensayo otro texto hoy bastante conocido, escrito por su amigo Ivan Illich y publicado en 1973: Energía y equidad. Ahí, Illich escribe: “En el momento en que una sociedad se hace tributaria del transporte, no sólo para los viajes ocasionales sino para sus desplazamientos cotidianos, se pone de manifiesto la contradicción entre justicia social y energía motorizada, es decir, entre la libertad de la persona y la mecanización de la ruta.” Como Gorz después de él, Illich también diferencia entre movimiento y transporte, utilizando otros términos. “Por circulación designo —escribe Illich— todo desplazamiento de personas” —aclarando en otra parte que la circulación de bienes a escala masiva es un asunto distinto. “Llamo tránsito a los movimientos que se hacen con energía muscular del hombre y transporte a aquellos que recurren a motores mecánicos para trasladar hombres y bultos.” El problema surge cuando el transporte domina sobre el tránsito, sobre todo el transporte en automóviles privados —incluso cuando, como es el caso en la Ciudad de México, ese dominio es de una minoría de personas. “La circulación mecánica, agrega, no solamente tiene un efecto destructor sobre el ambiente físico, ahonda las disfunciones económicas y carcome el tiempo ye el espacio.” Como por su parte afirma Gorz, “si el coche tiene que prevalecer a toda costa no existe más que una solución: suprimir las ciudades.”

En su texto, Doxiadis plantea en un apartado que “el automóvil daña la ciudad y hiere al hombre”, y desglosa esos efectos en cinco puntos. Primero, “el automóvil interfiere con al escala humana y ha arruinado completamente lo que está afuera de las casas y los edificios”. La cohabitación en la ciudad con el automóvil, añade, ha obligado a las personas a “abandonar sus caminos y sus plazas y resguardarse del peligro en el interior, al lado o debajo de los edificios.” En segundo lugar, “el automóvil crea problemas mucho más allá que el espacio cubierto por su cuerpo de acero”: contamina, hace ruido, estorba. El automóvil, tercer punto, ha disuelto el tejido social, aumentando las distancias entre las personas. Y no se puede dejar de subrayar este punto: el automóvil no sirve para librar grandes distancias en las ciudades, al contrario: las produce. En cuarto lugar, “el automóvil ha puesto mayores partes del campo en contacto con la ciudad”. Atrae más gente a esa zona borrosa entre ciudad y campo que no es ni una ni lo otro. Por último, para Doxiadis los automóviles rompen los centros de las ciudades al sobrecargarlos. Para balancear, Doxiadis apunta tres puntos positivos del automóvil: ayudó a que las ciudades crecieran más allá de sus límites —aunque esto choca con varios de los puntos anteriores. En segundo lugar, dice, el automóvil permite al hombre ir a donde quiera —aunque, atendiendo a Illich esto no es cierto, pues el automóvil sirve básicamente a ciertas clases sociales y por otro lado, siguiendo a Gorz, entre a más ofrezca esa libertad de movimiento menos eficiente resulta para cumplirla.

A diferencia de Illich y Gorz, Doxiadis no ambiciona desaparecer al automóvil, al contrario, pensaba que se requerían más, pero controlados pues también piensa que hemos concentrado nuestra atención solamente en ese medio de transporte. Su argumento es que en el sistema ciudad-hombre-automóvil hay algo que no funciona y supone que es un problema de escala: el auto funciona bien a ciertas distancias y velocidades, no a las de la ciudad. Por eso propone remover al automóvil de la escala pequeña, en “barrios y comunidades que serían servidas por el automóvil pero no atravesadas por él”. También pensaba que el mismo automóvil debía tener distintas escalas y tipos: “del pequeño e individual, de baja velocidad, al grande y comunitario, de alta velocidad, con distintos sistemas viales”.


Estas ideas sobre los efectos del uso de automóviles en las ciudades, planteados al menos desde hace 50 años y que diversas personas y colectivos han buscado implementar cada vez con mayor éxito pero, también, enfrentándose al rechazo a veces total de quienes han construido no sólo su realidad cotidiana sino su imaginario de movilidad urbana sólo alrededor del automóvil, hoy, en tiempos de crisis climática y pandemia de covid-19, aún más pertinentes. En un artículo publicado en el New York Times el 20 de junio, “Take Back the Streets From the Automobile”, Justin Gillis y Heather Thompson escriben:

“Hoy, la pandemia de coronavirus, con todo su horror, abre la posibilidad de un cambio urbano radical. Las ciudades tienen la oportunidad de corregir su más grande error del siglo XX: haber entregado demasiado espacio público al automóvil. Las ciudades deben aprovechar el momento y moverse rápidamente. Necesitamos encontrar un mejor balance entre los autos en nuestras calles y los ciclistas y peatones quienes, por décadas, han sido descuidados y empujados al margen.”

En México, Carina Arvizu, subsecretaria de Desarrollo Urbano y Vivienda, y Martha Delgado, subsecretaria de Asuntos Multilaterales y Derechos Humanos, escribieron en el semanario Este País un texto titulado “Distancias en la ciudad”, en el que hablan del “nuevo reparto del espacio vial” que se ha dado, como en muchas otras ciudades del mundo, en la Ciudad de México y plantean que:

Las soluciones temporales descritas deben ir acompañadas de un replanteamiento sobre la distribución espacial de las funciones de las ciudades. Llegó el momento de hacer efectivo el derecho a la ciudad, que urbanistas como Lefebvre (1967) y Harvey (2008) han apuntado. No se trata únicamente de lograr que todas las personas tengan acceso a los beneficios que ofrece la ciudad, sino también de que ellas puedan incidir y transformar su entorno: darles poder. Estas soluciones van de la mano de una efectiva planeación del territorio, con reglas claras, justas y eficaces.”

La National Association of City Transportation Officials, presidida por Janette Sadik-Khan, antigua comisionada del Departamento de Transporte de la ciudad de Nueva York, publicó un documento titulado Streets for Pandemic. Response & Recovery —del que provienen las ilustraciones de esta nota. “Estamos en un momento en que requerimos mantener distancia física para proteger la salud pública y las calles necesitan hacer más que lo acostumbrado. Las calles deben configurarse de manera que la gente pueda moverse de manera segura por la ciudad. […] Las calles y ciudades que vemos al otro lado de la pandemia serán diferentes de las que conocimos tan sólo hace unos meses atrás.” El documento apunta que “comúnmente existe suficiente espacio en las calles para guardar distancia física, pero mucho de ese espacio en la actualidad se le asigna por defecto a los vehículos automotores.” ¿La solución? Eliminar espacios para estacionarse a lo largo de la banqueta; reducir el tamaño de los carriles para autos; designar calles como de acceso local únicamente; cerrar carriles o calles enteras a la circulación de vehículos automotores.

Lo que hay que hacer en las ciudades en relación a la movilidad o circulación es claro —lo es desde hace al menos 50 años, como ya vimos. El coche debe desaparecer o por lo pronto, en lo que desaparece, limitarse su uso, velocidad y circulación —además de asegurar que sus usuarios se hagan cargo de las externalidades negativas de sus vehículos: pagando tenencia y pagando por estacionarse en la vía pública, por ejemplo. Habrá oposición de muchos obsesivos defensores del automóvil —ya la hemos visito, de hecho— pero ahora la necesidad es evidente, que no nueva: los efectos negativos del automóvil para la salud pública ya eran demasiados, sólo ahora se suma la necesidad de guardar distancia al deseo de recuperar las calles.

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El teatro de operaciones: la calle https://arquine.com/teatro-operaciones/ Sat, 19 Aug 2017 04:55:13 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/teatro-operaciones/ La guerra contra el terrorismo acaso implicaría, paradójicamente, recuperar los límites espaciales y temporales de la violencia. Entender el papel que juega la resistencia. Resistir no es ceder al  terror, al contrario. Muros más altos, calles cerradas, cercos y cámaras de videovigilancia en cada esquina, ni acaban ni contienen al terrorismo, lo hemos visto. Son, más bien, la afirmación final del estado de guerra generalizado y del terror ambiental.

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El espectáculo del terrorismo impone el terrorismo del espectáculo.

Jean Baudrillard

El 20 de octubre del 2014, cerca de Montreal, un terrorista atropelló a dos soldados. Uno murió. En Niza, el 14 de julio del 2016, usando un camión un terrorista mata a 85 personas y deja a más de cien heridas. En Ohio, el 29 de noviembre del 2016, un terrorista atropelló a once personas. Sólo hubo un muerto: el autor del atentado. Berlín, 19 de diciembre del 2006. Doce muertos y cincuenta heridos cuando otro terrorista usó un camión para atropellar a los visitantes de un mercado callejero. El 22 de marzo del 2017 el turno fue de Londres. Cuatro muertos y veinte heridos. Misma arma: un automóvil. En Estocolmo de nuevo un camión el 7 de abril del 2017. Mató cuatro personas y dejó quince heridos. Otra vez Londres: 19 de junio del 2017. Un muerto y diez heridos resultado del ataque con una camioneta. En las afueras de París, 9 de agosto del 2017, seis personas resultan heridas cuando un terrorista choca su automóvil contra una patrulla. Charlottesville, Virginia: el 12 de agosto, durante las marchas de los neonazis y supremacistas blancos, uno de ellos embistió a un grupo de quienes se oponían a esas marchas matando a una mujer e hiriendo a diecinueve personas más. Jueves 17 de agosto del 2017, Barcelona: una camioneta avanzó sobre la gente por Las Ramblas por más de 600 metros, dejando 13 personas muertas y más de 80 heridos.

A principios del siglo XIX, Carl von Clausewitz publicó el más famosos tratado de guerra moderno. Fue ahí que escribió aquello, muchas veces citado, de que “la guerra es  la continuación de la política con otros medios,” y más, afirmó que “la guerra no es simplemente un acto político sino el auténtico instrumento político” y que su única particularidad es “la naturaleza de sus medios.” Von Clausewitz también define la guerra como “un acto de fuerza” y explica que “no hay límite lógico a la aplicación de esa fuerza.” Sin embargo, aclara, “la guerra no es la acción de una fuerza viva sobre una masa sin vida (la no resistencia absoluta no sería guerra para nada).” Dicho esto, resulta claro que, al menos en los términos de von Clausewitz, el terrorismo no podría considerarse como una forma de la guerra, ya que no hay realmente una fuerza que resista. No hay enemigos: hay víctimas, incapaces de resistir algo que, por definición, no saben que sucederá. Por supuesto, la distinción de von Clausewitz sería válida si viviéramos aun en las condiciones de principios del siglo XIX. Pero no.

La primera definición que da von Clausewitz de la guerra es que “no es otra cosa más que un duelo a mayor escala.” En su libro Espumas, la parte final de su trilogía Esferas, Peter Sloterdijk  retoma esta descripción para la guerra clásica, diciendo que “desde la Edad Media tardía hasta el comienzo de la Primera Guerra Mundial, la definición del soldado la constituía el hecho de que consiguiera establecer y «mantener» la intencionalidad de eliminar al contrario.” El apuntar al adversario —agrega— “es la continuación de la lucha a dos con medios balísticos.” Pero durante la Primera Guerra, con las trincheras y, sobre todo, los ataques con gas, cambió esa condición. “Se recordará al siglo XX —sigue Sloterdijk— como la época cuya idea decisiva consistió en apuntar no ya al cuerpo de un enemigo sino a su medio ambiente.” Por eso, al inicio del texto, Sloterdijk enumera tres características de ese siglo: “la praxis del terrorismo, la concepción del diseño del producto y las ideas sobre el medio ambiente.” Las tres condiciones se revelaron juntas, dice, durante la Primera Guerra, una guerra atmoterrorista. El terror actual —sigue Sloterdijk— “opera más allá del intercambio ingenuo de golpes armados entre tropas regulares. Lo que importa es la sustitución de las formas clásicas de lucha por atentados a las condiciones medioambientales de vida del enemigo.” Y es falso, agrega, que el terror sea el arma de los débiles: “fueron los Estados, y entre ellos los más fuertes, los primeros que dieron la mano a métodos y medios terroristas.” Del gas venenoso en la Primera Guerra, la Blitzkrieg sobre zonas civiles de ciudades como Londres, los campos de exterminio o las armas atómicas en la Segunda, hasta el uso de napalm o el bombardeo teledirigido, son algunos ejemplos del terror usado por el Estado.

El caso es que la distinción que había hecho, también a principios del siglo XIX, el barón Antoine Henri de Jomini entre el Teatro de guerra —“que comprende todo el territorio en el que las partes pueden atacarse una a otra”— y el Teatro de operaciones —el sitio específico de cada batalla—, deja de funcionar después de la Primera o, mejor dicho, la Ultima Guerra en el sentido clásico. Si en esa guerra la violencia de la matanza real en el Teatro de operaciones se veía replicada y, al mismo tiempo, clausurada mediante la violencia simbólica del desfile triunfal del ejército vencedor en el Teatro de guerra, en el mundo de la guerra generalizada la violencia del acto terrorista se vuelve peor porque, según Jean Baudrillard, no es (sólo) real sino simbólica. Por supuesto que el terrorismo sea violencia simbólica no quiere decir que no haya víctimas, sino que éstas sólo cuentan en virtud del espectáculo. De nuevo: no se trata de enemigos, las víctimas son protagonistas en una mortífera puesta en escena. Y ahí las cosas han cambiado más.

Según se lee en Wikipedia, entre 1900 y 1969 murieron 292 personas por atentados usando carros-bomba. En la década de los 70, 114 personas. En los años ochenta, un sólo atentado, en el Líbano, casi triplica la cifra: 305 muertos. El 14 de agosto del 2007, un atentado con cuatro camiones bomba, dejó un saldo de 796 muertos en Iraq. Y los atentados usando los automóviles no como contenedores de explosivos sino como proyectiles dirigidos por sus conductores contra la gente tienen condiciones aun distintas. Así como no se requiere mayor conocimiento ni planeación para realizar el atentado —como se requiere, digamos, para secuestrar un avión o para fabricar explosivos—, resulta muy difícil prevenirlos. Incluso quienes cometen esos atentados no responden necesariamente a la idea que tenemos de un terrorista: entrenado de manera paramilitar, miembro de una célula o grupo infiltrado desde tiempo atrás. En estos casos, a veces es el atentado mismo lo que, a posteriori, hace que su ejecutante sea reconocido como parte de un grupo terrorista, por ambos bandos. En algunos casos la duda se despeja tiempo después. En enero de este año, un automovilista mató a tres e hirió a veinte al lanzar su coche contra la gente a la entrada de un centro comercial, pero al autor del atentado no se le vinculó a ningún grupo terrorista. En Ecatepec, México, en el 2002, un hombre mató a dos niños e hirió a más de veinte. Ahí no había ninguna relación con grupos terroristas pues el conductor lo hizo porque, según él, estorbaban el paso en la calle. El terror era de otro tipo.

Se trata, al parecer, de una guerra generalizada donde, con causas o sin ellas, por ideología o porque sí, los autos se usan ex profeso como armas y la ciudad entera sirve como teatro de operaciones. La ciudad, entonces, al mismo momento que se cantan loas a la era urbana, se convierte, como escribió Paul Virilio en su ensayoVille Panique, en la más grande catástrofe. Entonces, como también explicó Paul Virilio en una entrevista con Bertrand Richard, la gestión del espacio urbano se vuelve una gestión del miedo, “un miedo que hoy es un ambiente, un entorno, un mundo. Nos ocupa y nos preocupa. El miedo que alguna vez fue un fenómeno relacionado con eventos localizados e identificables, limitados a un marco temporal.”

Y por eso la guerra contra el terrorismo acaso implicaría, paradójicamente, recuperar los límites espaciales y temporales de la violencia pero de otra forma, no mediante el miedo y su gestión, no mediante la sospecha generalizada. Habría que entender, otra vez en el sentido de von Clausewitz, el papel que juega aquí la resistencia. Resistir no es ceder al  terror y tampoco a la guerra generalizada, al contrario. Los muros más altos, las calles cerradas, los cercos y las cámaras de videovigilancia en cada esquina o los programas informáticos que transforman a cada persona en un atacante potencial, ni acaban ni contienen al terrorismo, lo hemos visto. Son, más bien, la afirmación final del estado de guerra generalizada y, como lo describe Sloterdijk, de terror ambiental.

El cargo El teatro de operaciones: la calle apareció primero en Arquine.

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