El cargo Espacio político: rave y cuerpo apareció primero en Arquine.
]]>McKenzie Wark, Raving (2023)
En 2010 hice un viaje a Irlanda y visité el University College de Dublín. Una de las personas con las que iba me comentaba, mientras entrábamos al campus, que las plazas de la universidad estaban llenas de jardineras, porque las autoridades no querían que estos fuesen lugares de reunión o de manifestaciones. Los estudiantes no tenían espacios, entonces, para juntarse, socializar, debatir, ponerse de acuerdo o simplemente para divertirse en grupo, porque esto resultaba una amenaza a la institución.
Hasta hace unos años, siempre había pensado que el espacio político es exclusivo de las instituciones gubernamentales en las que se decide el futuro de las naciones, de nuestras vidas y nuestros cuerpos: parlamentos, senados, juzgados, casas presidenciales, ministerios, cárceles. Hasta una edad muy avanzada no me di cuenta de la verdadera importancia que tiene el espacio público como espacio político, como espacio de lucha y manifestación. La calle y la plaza son escenarios donde la sociedad civil es capaz de demostrar aquello con lo que no está conforme cuando esas instituciones, que se supone que velan por nuestro bienestar, no representan la voluntad de esa sociedad.
Tampoco hace falta decir que en regímenes totalitarios estas actividades están controladas por completo, si no es que prohibidas. La abolición del pensamiento divergente o contestatario es síntoma de cualquier devenir antidemocrático. Pero, ¿qué pasa entonces cuando la sociedad no tiene espacios para reunirse, espacios para ser uno mismo, espacios de libertad? ¿Es posible encontrar lugares en los que la normatividad desaparece, en los que podemos demostrar nuestro descontento, nuestro “verdadero” yo? ¿Y cómo reacciona la sociedad biempensante ante ellos?
Fotograma de Paris is burning. Imagen: Jennie Livingston
En el documental Off the Record (2021), Dave Haslam, DJ en el club nocturno The Haçienda, relata cómo el gobierno de Margaret Thatcher —igual que el de Ronald Reagan— promovía una visión de la vida por completo individualista, así como una visión de la vida en la que cada uno era responsable de su futuro, disolviendo la idea de lo colectivo. Este cambio de paradigma resulta radical: la idea de la soledad existencial se multiplica al no tener con quien identificarse, compartir o sentirse acompañado. Tus temores, alegrías o frustraciones no pueden ser compartidas, no hay empatía, pero sí aislamiento. Es fácil pensar entonces que los problemas personales no son problemas sociales generales, y que la causa de todo esto somos nosotros, y no la economía y la política.
Así fue como las salas privadas se convirtieron en espacios donde los jóvenes podían evadirse. Aupados por el éxtasis —hoy conocido como MDMA, cristal, M o Molly— estas salas se encargaron de liberar a la gente. Altas dosis de empatía generadas por el consumo de drogas y espacios donde uno podía ser quien quisiera se convirtieron en válvulas de escape para toda una generación. La música electrónica, sin letra, con ritmos repetitivos y a diferentes velocidades generaría atmósferas adecuadas para desaparecer, como dice McKenzie Wark, de un presente completamente alienante por unos instantes.
La música house y tecno, tal como las conocemos hoy, surgieron en la década de los 80, la primera en Chicago a principios de la década y la segunda en Detroit. Ambas fueron el producto de un contexto de espacios marginados donde negros, gays y latinos se reunían. También en los años 80, el vogue aparecería en los ballrooms de Nueva York. La película Paris is burning (1990, Jennie Livingston) es un gran registro en el que se muestra este fenómeno. Jóvenes negros y latinos gays, todos pobres, se reunían en salones para hacer competiciones de baile. Crearon toda una subcultura, oculta y despreciada, que generaba un valor en sí misma y se situaba ya no en el borde de lo normativo, sino en lo completamente opuesto. Estos jóvenes crearon su propio mundo con sus propias reglas, una sociedad en sí misma agrupada en familias que se convertían en el refugio de personas rechazadas por otra sociedad en la que no tenían cabida.
A todos estos fenómenos se sumó la epidemia del SIDA, que se superpuso a las capas de marginalización de minorías negras, gays y trans y que acudían a estos espacios de fiesta. El componente sanitario añadiría una arista más a una realidad ya de por sí compleja, y que alargaría la sombra de la connotación negativa que la sociedad proyectaba sobre ellos. Un cóctel que ayudaría a perpetuar la idea de grupos sociales malditos a ojos de los otros.
Estos espacios de fiesta, de contra y subcultura, de rechazo a lo normativo, de cuidado por lo diferente, por lo abyecto, también son espacios sociológicos, conformados por multiplicidad de capas, olvidados y rechazados por aquellos que lo consideran sucio, sin importancia, porque son habitados por monstruos, por personas que no tienen ningún valor, ni social, ni económico, porque no son rentables. Los espacios que ocuparon estas manifestaciones contraculturales, y que siguen ocupando, suelen estar en la periferia de la ciudad, en edificios abandonados, en predios baldíos. Como dice McKenzie en Raving, son junk-spaces —definidos por Rem Koolhaas como espacios residuales, productos que deja a su paso la modernización, sus daños colaterales, sus residuos.
Música y política convergen en las antípodas, y quizás han creado, no un movimiento, pero sí una cultura en la que el proceso de volatilización de lo colectivo, la ruptura del grupo, la lucha organizada, de esta atomización de la sociedad, ha llevado a que sea el propio cuerpo el espacio de lucha. Ahora es el cuerpo el que se politiza, ya no el colectivo. El cuerpo es un amasijo de miembros, con mente propia, quienes se manifiestan y reivindican unos derechos que les han sido siempre negados, porque estos cuerpos han sido predispuestos por la tradición a producir, procrear y mantener un sistema económico que sólo sabe crecer. Una vez abierto el frente de los derechos de negros, homosexuales, queers y trans, la lucha política trasciende el espacio de la fiesta y continúa contaminando y esparciéndose por la ciudad. Porque al final, la lucha por los derechos de estas minorías es la lucha por los derechos de todos los demás.
Estos espacios rave, música electrónica, de drogas que te vuelven empático, o que simplemente te transportan a otro lugar, han ido nutriendo una conciencia colectiva que ya no se basa tanto en las manifestaciones más usuales —las de tomar la calle, por ejemplo—, como en ser conscientes de que nuestros cuerpos y éticas los construimos a base de reflexión, y no de sometimiento. Estos espacios físicos han permitido la visibilización de personas que no se sienten conformes con lo establecido, y han ido dado oxígeno a personas que necesitan recrear una realidad alternativa, porque la otra las asfixia.
Además, cuando pensamos que el espacio político está en los parlamentos, nos olvidamos que esos espacios políticos están poblados por cuerpos políticos también, sometidos a una carga identitaria de la que probablemente no son conscientes: personas blancas y heterosexuales que no logran entender que puede haber diferentes sexualidades y afectividades, así como no logran entender la suya propia. Porque en el momento de querer, no hace falta entender, hace falta sentir.
Es muy complicado explicar por qué las personas homosexuales se sienten atraídas por personas de su mismo género, así como es difícil de explicar por qué las personas heterosexuales se sienten atraídas por personas del género opuesto (las explicaciones religiosas o darwinistas son meros mantras vacíos que sirven para justificar estructuras económicas y políticas, pero no explican en sí esta atracción). Cuestionarnos por qué otras personas se sienten como se sienten no es una cuestión sólo de entendimiento, sino de empatía, de libertades más que de encasillamientos.
Estos lugares son la disco, la fiesta, la calle, el cuerpo, los libros; espacios de lucha que siguen abriendo caminos y que, pesar de todo, siguen permitiendo la reunión de cuerpos —física y mentalmente— que, a su vez, siguen creando colectividades ahí donde la economía los expulsa. Siguen siendo espacios que habitamos y que nos habitan.
Mi cuerpo vivo, no diré mi inconsciente ni mi conciencia, sino mi cuerpo vivo que engloba todo, absolutamente todo, en su mutación constante y en sus múltiples devenires, es como una ciudad griega, en la que los edificios contemporáneos trans conviven con postmodernas arquitecturas lesbianas y con bellas mansiones femeninas art déco, bajo cuyas fundaciones subsisten ruinas clásicas, restos animales o vegetales, fundamentos minerales y químicos a veces invisibles.
Paul B. Preciado, Yo soy el monstruo que os habla. Informe para una academia de psicoanalistas (2020).
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]]>Bibby Stockholm es el primer barco asegurado bajo los planes de la ministra del Interior, Suella Braverman, para reducir el costo del alojamiento de los solicitantes de asilo que llegan en barcazas. El gobierno dice que actualmente está gastando £6 millones por día para alojar a más de 50,000 inmigrantes en hoteles.
“Creemos que es mejor abrir sitios específicos diseñados para albergar a los inmigrantes que llegan, hacerlo de una manera más planificada”, dijo el portavoz del primer ministro Rishi Sunak. “Eso es lo que buscamos hacer con Bibby Stockholm y eso es lo que buscamos hacer en otras partes del país: abrir sitios para aliviar la presión de las áreas locales y reducir el costo”.
Según la misma nota, la propuesta enfrenta el rechazo tanto de los habitantes de Portland, Dorset, por el impacto que los 500 asilados puedan tener en los servicios locales, sobre todo de salud, como de asociaciones de apoyo a refugiados, quienes señalan las condiciones inapropiadas y traumatizantes de lo que parece una forma de detención.
El Bibby Stockholm fue construido en 1976. Mide algo más de 93 metros de largo y 27 de ancho. No tiene motor y, según el folleto informativo de Bibby Marine, puede albergar hasta 506 pasajeros en sus 222 cabinas “espaciosas”, con regadera, pantalla de televisión, acceso a internet, un escritorio, ropero y ventana.
Según se lee en Wikipedia, el Bibby Stockholm se convirtió en una barcaza de alojamiento en 1992. De 1994 a 1998 se usó para alojar personas sin hogar y solicitantes de asilo en Hamburgo, Alemania. En el 2005 lo usó el gobierno de los Países Bajos para detener a personas que solicitaban asilo en Róterdam. En 2017 se discutió si podría alquilarse como residencia universitaria para alojar a 400 estudiantes en Galway, Irlanda, pero el plan no progresó porque el puerto no era apto y la Suprema Corte de Irlanda dictó que su uso requeriría de permisos de planeación.
La barcaza pertenece a la compañía naviera y de operaciones marítimas Bibby Line, fundada en 1807 por John Bibby.
John Bibby nació el 19 de febrero de 1775 dentro de una familia de granjeros al sur de Lancashire. Sin una posición económica garantizada, Bibby se fue al puerto de Liverpool antes de cumplir los 20 años. Al poco tiempo tuvo su propio negocio en la industria del acero. En 1805 se casó con Mary Margaret Mellard, y con la dote pudo invertir, junto con su amigo John Highfield, en una compañía de transporte marítimo. Se dice que tuvo una participación muy pequeña en el Eagle, un barco que transportó personas esclavizadas de Camerún a Estados Unidos en 1806, “un año antes de de que se aboliera el tráfico de esclavos”. Pero acaso la historia sea un tanto más compleja que aquella mínima participación financiera en un carguero:
El comercio transatlántico de esclavos involucró barcos que hacían un viaje triangular a través del Atlántico. Los barcos salían de Liverpool, donde eran cargados con productos británicos manufacturados. Estos barcos los llevaban a África Occidental, donde la carga se intercambiaba por personas esclavizadas. Los barcos transportaron a estas personas esclavizadas a las Américas, para venderlas en las colonias británicas, españolas y francesas. Aquí, se vieron obligados a trabajar en plantaciones, cultivando y recogiendo productos como azúcar, café, cacao y algodón. Luego, estos productos se cargaban en el barco para su viaje de regreso a Gran Bretaña, donde se vendían como artículos de lujo o materias primas para la industria. Eso generó grandes ganancias para los propietarios de barcos y para quienes invirtieron en ellos.
El transporte de personas esclavizadas a través del Atlántico se declaró ilegal en 1807, pero los vínculos entre Gran Bretaña y la esclavitud continuaron mucho más allá. Poseer esclavos siguió siendo legal en las colonias británicas hasta 1838, fecha en que entró en vigor la Ley de Abolición de la Esclavitud de 1833. También siguió siendo legal en aproximadamente la mitad de los estados de Estados Unidos hasta 1865.
Según archivos, no sólo el Eagle, sino también otros dos barcos en los que Bibby tenía alguna participación, el Harmonie y el Sally, transportaron, entre 1805 y 1806, un total de 737 personas esclavizadas de África a América. Además, otros registros “muestran los barcos de la compañía de Bibby que viajan entre Europa y América del Sur transportando cargamentos que habrían sido producidos en plantaciones utilizando el trabajo de personas esclavizadas o utilizados dentro de economías basadas en plantaciones y esclavos.”
Diagrama del barco de esclavos Brookes, c. 1801.
Decir “economías basadas en plantaciones y esclavos” es casi un eufemismo para no nombrar a cada uno de los países europeos que resultaron beneficiados por el colonialismo y por el tráfico de personas esclavizadas y aquellos que, aunque independizados, se mantuvieron como colonias europeas con las mismas condiciones de explotación y esclavitud. Es decir, muchos países de los que para la segunda mitad del siglo pasado se presentaban como economías desarrolladas y con regímenes supuestamente democráticos. Como escribió Susan Buck-Morss en Hegel, Haití y la Historia Universal: “La paradoja entre el discurso de la libertad y la práctica de la esclavitud marcó el ascenso de las naciones de Occidente en la economía global de principios de la edad moderna.” Buck-Morss menciona, por ejemplo, que en Francia “al menos el 20% de la burguesía dependía de actividades conectadas con la esclavitud”.
Y así como ese sistema de esclavitud y explotación sostenía toda una economía, era sostenido por arquitecturas que estructuraban y conectaban la plantación, el puerto, la disposición de cuerpos y de carga dentro de los barcos que los transportaban y los espacios donde esas personas esclavizadas eran mantenidas bajo techo y en encierro mientras no eran obligados a trabajar. Son esas mismas arquitecturas las que, desde hace ya siglos, se vienen adecuando y reinterpretando, si no siempre materialmente, sí de manera conceptual, para mantener afuera y bajo control a poblaciones enteras y también a cualquier agente que se considere potencialmente peligroso para los de adentro —como mostraron Geoff Manaugh y Nicola Twilley en su libro Until Proven Safe. The history and future of quarantine—.
La “jungla de Calais”, campo de concentración para refugiados en Francia.
“La excepción es un tipo de exclusión”, planteó Giorgio Agamben en su libro, ya muy citado, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida.
Si la esencia del campo consiste en la materialización del estado de excepción y en la subsecuente creación de un espacio en el que la nuda vida y la regla jurídica entran en un umbral de la indistinción, entonces debemos admitir que nos encontramos virtualmente en presencia de un campo cada vez que se crea ese tipo de estructura, independientemente de los crímenes que ahí se cometan, y cualquiera que sea su denominación y su topografía específica.
La barcaza con 222 cabinas —con regadera, armario, internet y ventana: vida de lujo a bordo— es otro más de los campos, de los dispositivos con los que, cada vez con mayor frecuencia e intensidad, se pretende mantener bajo control a lo(s) otro(s) que se perciben como potencialmente peligrosos, dañinos. Sean personas o virus —como explicó Agamben, las personas, en el campo, son desprovistas de cualquier cualidad o calificativo que los reconozca como algo más que como meros seres vivos, o casi. Los espacios y las estructuras físicas que sirven para controlar y regular quiénes permanecen dentro y quiénes fuera, son parte de arquitecturas que han ido más allá del campo de refugiados o el lazareto. Si bien la arquitectura con intenciones sociales buscó reformar las maneras de habitar de las clases menos favorecidas, al no reflexionar por medio de la crítica sobre la manera como la opresión y la exclusión sociales se materializan en estructuras arquitectónicas que, a su vez, refuerzan tanto la opresión como la exclusión, muchas veces inconsciente o ingenuamente terminó haciendo lo contrario que se proponía, y ha construido campos y zonas de exclusión con murallas habitables. Y así como la barcaza en Dorset tiene vínculos no tan ocultos con los barcos que transportaban personas esclavizadas, desde la zonificación urbana hasta los conjuntos habitacionales periféricos, pasando por la idea misma de la vivienda mínima, tienen parte de su origen en las arquitecturas de la plantación, la prisión o el leprosario. Y esconder a los ancestros incómodos, no ayuda.
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]]>Hace algunas semanas la prensa y el debate público se mantuvieron ocupados en una discusión sobre las manifestaciones feministas recientes y su relación con los monumentos. La discusión se enfocó a un momento específico de las manifestaciones, cuando el Ángel de la Independencia y el Hemiciclo a Juárez fueron cubiertos por pintas de protesta, y giró en torno a si lo que había ocurrido de hecho sí era “vandalización” del espacio urbano, o si se trataba de un gesto que puso en la superficie, de manera más eficaz y contundente, la realidad de la violencia machista. Pero, si ahora son las mujeres las que están “vandalizando” los monumentos, antes han sido otras causas las que han “destruido” la ciudad. No es la primera vez que vemos una manifestación violenta y seguramente no será la última, pero podemos pensar esa violencia no según los intereses de quienes organizan el espacio y sí partiendo de su potencial político.
Una posible vía para acercarnos a ese potencial es nombrar lo que ocurre: hay contingentes que deciden imprimir su mensaje en la ciudad, y hay instituciones que se encargan de gestionar y defender los espacios urbanos siguiendo posturas ideológicas que pueden ser identificables y descritas. La tensión jerárquica que surge entre ambos polos es lo que, de hecho, articula la idea misma de democracia. Es en la calle donde quedan escenificadas las demandas de los primeros y los intereses de los segundos, porque es precisamente en el espacio público donde se hacen evidentes las fisuras de los contratos sociales. De ahí, que la protesta pueda reconfigurar casi en su totalidad el espacio físico de una urbe. Mediante la interrupción de las lógicas que delimitan a la calle a una mera circulación —y a una convivencia regulada primordialmente por el consumo— la ciudad expone otras posibilidades de ocupación porque alberga, durante el transcurso de la protesta, voces políticas disidentes.
Manuel Delgado, en “La ciudad levantada. La barricada y otras transformaciones radicales del espacio urbano”, explica por qué la urbe no es un sitio estable. Todo lo contrario, ha sido un foro que históricamente ha comunicado de manera más contundente las desigualdades sociales, las cuales se expresan ejerciendo violencia física sobre el espacio. “El espacio urbano es ante todo espacio para el conflicto, bien lejos de los supuestos que lo imaginan como una entidad estable y previsible, sometida a ritmos claros y a ocupaciones amables. Sabemos que, a la mínima oportunidad, todo paisaje urbano puede convertirse en un terreno para el desacato y la desobediencia. La urbe conoce en estas ocasiones la naturaleza última de la vida social que alberga, tantas veces construida a base de injusticias acumuladas, de odios, de agravios, de descontentos, de todo ese magma de impaciencias y anhelos con el que amasan las ciudades su propia historia”. Volviendo a las jerarquías, podría ser productivo afirmar su agencia sobre las interacciones urbanas. Aunque se trata de una dicotomía, eludir dicha agencia sería asumir que lo que los monumentos y las leyes que los respaldan, no sólo en tanto objeto físico sino también en su misma constitución de representatividad nacional, son elementos casi orgánicos que se encuentran al margen de toda política y de toda actualidad, y que por ello no pueden ser interpretados o reinterpretados por la protesta.
¿Cómo es que el espacio público pone en marcha nociones sobre la política? El filósofo Jacques Rancière, en sus “Diez tesis sobre política” expone, a través de una revisión de la Grecia clásica, que quienes están encargados de dar forma a los contratos sociales son aquellos ciudadanos investidos de alguna clase de poder que los coloca, inmediatamente, en una jerarquía superior al pueblo —al demos— y que asumir que el ejercicio político recae solamente en ellos es reducir las posibilidades políticas a la mera representación estatal. Para Rancière, en cambio, la democracia surge no de las jerarquías superiores que ocupan, por ejemplo, un lugar en alguna cámara legislativa, sino de los que están desprovistos de esa representatividad burocrática. “Democracia, lo sabemos, es un término inventado por los adversarios de la cosa: todos lo que tienen un ‘título’ para gobernar: antigüedad, nacimiento, riqueza, virtud, saber. Bajo ese término irrisorio, ellos enuncian ese vuelco inaudito del orden de las cosas: el ‘poder del demos’, es el hecho que específicamente mandan quienes tienen por única especificidad común el hecho de no tener ningún título para gobernar. Antes de ser el nombre de la comunidad, demos es el nombre de una parte de la comunidad de los pobres. Pero precisamente ‘los pobres’ no designa la parte económicamente desfavorecida de la población. Designa simplemente la gente que no cuenta, los que no tienen título para ejercer el poderío (…), sin título para ser contados.”
Esto permite a Rancière afirmar que la política es disenso, pero no aquél cuya utópica moderación logre crear un acuerdo entre las partes contrarias, sino uno irresoluble y necesariamente violento. De ahí que “el trabajo esencial de la política es la configuración de su propio espacio. Es hacer ver el mundo de sus sujetos y sus operaciones”. Quienes detentan el poder para organizar el contrato social también se encargan de gestionar las funcionalidades del espacio, lo que genera que “la intervención política en el espacio público no consiste primero en interpelar a los manifestantes sino en dispersar las manifestaciones (…). El espacio de la circulación sólo es el espacio de circulación. La política consiste en transformar este espacio de circulación en espacio de manifestación de un sujeto: el pueblo, los trabajadores, los ciudadanos.” Pero mientras unos son los comisarios del orden social, los otros ya no sólo interrumpen su propia circulación sino que la cuestionan. Esa oposición termina probando los límites de lo que el contrato social considera como bienes mayores, como puede ser la libertad de expresión. “La única dificultad práctica es saber en qué signo se reconoce el signo, cómo nos aseguramos de que el animal humano que hace ruido ante usted con su boca, articule bien un discurso, en lugar de expresar solamente un estado.
A quien no queremos conocer como ser político, comenzamos por no verlo como portador de signos de la politicidad, por no comprender lo que dice, por no entender que es un discurso lo que sale de su boca. Y lo mismo ocurre para la posición tan fácilmente invocada sobre la oscura vida doméstica y privada y la luminosa vida pública de los iguales. Para rechazar una categoría, por ejemplo los trabajadores o las mujeres, la calidad de los sujetos políticos, tradicionalmente bastó con contrastar que pertenecían a un espacio ‘doméstico’, a un espacio separado de la vida pública, de donde sólo podían emerger gemidos o gritos que expresan sufrimiento, hambre o cólera, pero no discursos que manifiestan una aisthesis común. Y la política de esas categorías siempre consistió en recalificar esos espacios, en hacer ver el lugar de una comunidad, aunque ésta fuera del simple litigio, en hacerse ver y entender como seres hablantes, participando de una aisthesis común. Ella consistió en hacer ver lo que no se veía, en entender como palabra lo que sólo era audible como ruido, en manifestar como sentimiento de un bien y de un mal comunes lo que sólo se presentaba como expresión de placer o de dolor particulares.”
Lo que Rancière propone es que la democracia no proviene de los expertos que regulan al Estado, sino de quienes interactúan con el contrato social partiendo del disenso: de los otros que se encuentran en desacuerdo y buscan expresar ese mismo desacuerdo. Para quienes detentan el contrato social, el desacuerdo no contiene ningún sentido —es el ruido de la protesta, la destrucción moralmente definida como vandálica— ya que sus únicos interlocutores son los que están en el poder. Esta diferenciación puede traducirse a términos espaciales: quienes cuidan el consenso están en el interior de, por ejemplo, las instituciones que legislan, y quienes protestan se encuentran en la plaza, afuera, evidenciando cómo es que no se sostiene el sistema que imaginan los instrumentos de la gobernanza, más no de la democracia. Son dos esferas antagónicas que no resolverán mediante la libre circulación de las ideas y del tránsito un conflicto: la violencia de las minorías es la única posibilidad, ya que la construcción del contrato social simplemente demanda diluir su protesta.
Ante estas ideas sobre el espacio público, se puede decir que la libertad de expresión ha sido tibiamente interpretada como el derecho de todos a emitir libremente sus propias opiniones, y que por la misma naturaleza neutral y tolerante que esto implica nada tendría que ocurrir, ya que cualquier discusión se hace simétrica en este terreno utópico de lo común. Los posibles polos discordantes circulan en una calle sin sentido donde cada uno ocupa su propio carril. La libertad de expresión sigue dinámicas mucho más bélicas, y se tendría que asumir esa violencia: así como los contingentes están resquebrajando física y subjetivamente el relato que imponen los monumentos, la ciudadanía contraria también responde. Lo que está en juego no es la posibilidad de la opinión, sino la reificación del poder o la lucha por los derechos. Respaldarse en el primer artículo de la Consitución, en el universalismo oficialista, se complica cuando la violencia y el desacato resiste a la urbe como una entidad estable y hegemónica. Las asimetrías existen, y en la calle se hacen palpables. Violentar los monumentos es más que interferir con la circulación: es oponerse a simplemente asumir las condiciones de vida existentes.
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]]>Una pregunta inagotable, ¿se puede separar al autor o artista de su obra? Una respuesta matizada: depende del autor y depende de la obra. No será en vano el tiempo dedicado a reparar en las minucias, es decir, en considerar las circunstancias, las posibilidades y las razones que encauzan, por un lado, la vida personal de un autor y, por el otro, la producción de su obra intelectual. El autor en cuestión no necesita mayor introducción: Mies van der Rohe fue un arquitecto alemán que, tras cincuenta años de su muerte, mantiene una relevancia incuestionable. Su afamado legado le reserva lugar como uno de los fundadores del movimiento moderno, así como el padre del llamado estilo internacional. Fue el tercer director de la icónica escuela Bauhaus y sus obras reunidas son testimonio del devenir de la arquitectura a lo largo del siglo XX, de la cual siempre estuvo a la vanguardia, desde una primera etapa de estilos tradicionales y clasicistas hasta una depuración elegante, sólo posible a través de la construcción diestra con materiales modernos: acero y vidrio. Habría que revisar las minucias, o sea, las motivaciones y las derivas en la vida de Mies para revelar que, en este caso particular, el autor y la obra son verdaderamente inseparables.
Un primer motivo por el cual uno quisiera, tal vez, separar el autor Mies de su obra es por el hecho de que a lo largo de su vida personal, el arquitecto cometió una serie de actos que en un primer momento crítico podríamos considerar como cuestionables. Recuento algunos de estos actos; su primera esposa, Ada Bruhn, padeció de un matrimonio disfuncional del cual su marido estuvo ausente, aun después de que ella le amenazara con suicidarse. Posteriormente, el arquitecto ejercería violencia laboral sobre su compañera y después pareja, Lily Reich, al relegarle a ella los trabajos administrativos que a él le correspondían como director de la Bauhaus. Ya en una etapa de madurez, mantuvo hasta la muerte una relación con Lora Marx, la cual fue anormal a causa del alcoholismo de Mies así como por el hecho de que nunca compartieron casa.[1]
Un segundo incentivo por el cual se antoja separar a Mies como persona de su carrera como arquitecto es por razón de que, desde la perspectiva de una moral tradicional, las decisiones políticas que tomó en su vida profesional son también problemáticas. En 1933, tras la clausura definitiva de la Bauhaus por parte del gobierno Nazi, Mies fue el único miembro de la escuela en firmar un compromiso patriótico de intelectuales a favor del partido. Posteriormente, el régimen le encargó diseñar un par de proyectos que nunca se materializaron, ya que la administración Nazi consideraba incompatible a la arquitectura moderna de la cual él era un representante, con el espíritu alemán. El régimen Nazi prefería alegorizar dicho espíritu a través de la arquitectura monumental y de corte neoclásico, un estilo arquitectónico para entonces ya superado, tal vez anacrónico. Tras esto, en 1937 Mies emigró a Estados Unidos solo, es decir, sin su esposa Ada Bruhn, sin sus hijas, y sin Lily Reich.
Durante su estancia en el poder, el gobierno Nazi no construyó ningún proyecto de Mies, aunque en 1935 sí destruyó uno: el monumento a Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. Este monumento fue proyectado por Mies y construido en 1926 para recordar la memoria de aquellos dos representantes de la fallida revolución comunista de noviembre de 1918 en Alemania. ¿Cómo es posible que de la misma pluma del arquitecto que proyecta un monumento comunista, surja también el diseño para el edificio Seagram: una torre de oficinas de 38 pisos en Nueva York, emblemático del alto capitalismo fordista? Esta instancia de ironía podría parecer una paradoja, ¿quien puede cambiar de bando político tan radical o hasta cínicamente? ¿Acaso Mies era un hipócrita? Mies no era un cínico, mucho menos un hipócrita, aunque así parezca. Todo lo contrario, era verdaderamente consecuente con su única ideología: la arquitectura.
A pesar de haber colaborado con el nazismo, con el comunismo y con el capitalismo, Mies no fue simpatizante político de ningún régimen totalitario. La postura apolítica de Mies ha sido interpretada por la historiografía arquitectónica como lo que Manfredo Tafuri llama el silencio miesiano. Es decir, se admite que el arquitecto no sostuvo ideología política alguna, sin embargo, esto no es lo mismo a decir que no tuvo conciencia política. La enunciación de una posible crítica hacía la complicidad de Mies suena algo así: no existe una postura apolítica; si es que uno puede darse el lujo de asumirse apolítico es por motivo de que cuenta con la fortuna de estar del lado beneficiado del poder y, por lo tanto, a esto se le llama justamente complicidad. Si uno quisiera hacerle a Mies tal crítica, deberá hacerlo partiendo de una moral tradicional; una moral que ve con cierto desprecio el hecho de que todos necesariamente buscamos estar del lado beneficiado del poder; habrá que leer aquí “poder” sin la necesidad de atribuirle valor moral alguno, es decir, “poder” no como ideología o política, ni como forma de dominación, sino como voluntad. Claro está que Mies, con tal de entregarse plenamente a la arquitectura, tuvo que renunciar a la moral tradicional que le representaba más bien una traba. Al hacer esto, el arquitecto estaba performando su versión de la superación moral del hombre, o mejor dicho con un tenor filosófico: personificando un superhombre.
Desde unos años antes de salir de Alemania, y posteriormente en Estados Unidos, Mies mantuvo exhibido en la pared de su estudio un plano de su autoría; la planta arquitectónica de una vivienda que no le encargó ningún cliente y que no fue diseñada para construirse, un proyecto conocido como la casa con tres patios. Dicha casa con tres patios, propone Iñaki Ábalos, fue una exploración lúdica en la cual Mies contempló cómo sería una morada que albergará un superhombre.[2] Independientemente de la veracidad de la atenta interpretación que hace Ábalos, sí es cierto que Mies conocía a profundidad las postulaciones del filósofo alemán Friedrich Nietzsche, aquel que elaboró el concepto de superhombre y que anunció la muerte de Dios, es decir, la crisis de la metafísica bajo la cual está subsumida la moral.
Independientemente del hecho de haber estado familiarizado con los aforismos fulminantes de Nietzsche, la práctica arquitectónica de Mies van der Rohe tiene un sustrato filosófico (“Sólo a través del conocimiento filosófico se revela el orden correcto de nuestras tareas y a su través el valor y dignidad de nuestra existencia”, expresó Mies en 1927). Su vida y su obra son inseparables porque juntas conforman un esfuerzo por construir, literal y figurativamente, una nueva metafísica: por un lado, concebía la técnica moderna como un medio para la belleza racional; racionalismo entendido así por la tradición del idealismo alemán, puesto en marcha por Kant y continuado por Hegel.[3] Por el otro lado, estructuró su vida personal y su vida política en torno a una entrega total a su práctica, en vez de estructurarlas conforme a la moral moderna. Por tal motivo, no se permitía tiempo dedicado la familia, a la militancia política o —con excepción de sus tres necesidades: los martini estilo gibson, los habanos marca Montecristo y la ropa más exclusiva— a los desvíos insustanciales.
Resulta evidente que Mies era un esteta, un purista ambicioso y a veces un infeliz, pero ¿acaso todo esto lo exenta de poder ser cuestionado éticamente? ¿Lo exime de ser enjuiciado por haber colaborado con gobiernos cuyas ideologías fueron atroces, o de haber sido vil en sus relaciones afectivas? Desde luego que no, así como este texto tampoco busca articular apologías de sus complicidades. No obstante, más allá de las valoraciones morales, hay un espectro de matices que se revelan al momento de comprender mejor la relación de Mies con el concepto nietzscheano de superhombre, ya que para comprenderlo realmente, hay que hablar otro lenguaje.
Las anécdotas que he anotado sobre la vida personal y profesional de Mies sirven para ejemplificar la forma en la cual él actuó en distintas instancias en concordancia con lo que él consideraba ser un superhombre; digo que “actuó como”, y no “fue”, porque no se puede ser superhombre más que en algunas ocasiones, y cada día llega junto con la aurora una nueva oportunidad de personificar a este personaje; de superar los juicios valorativos, morales y epistemológicos. Es decir, el superhombre no es un concepto metafísico que esté en algún allá arriba y al cual solo podamos aspirar a ser algún día. Todo lo contrario, el superhombre está en el cuerpo y en la voluntad que le corresponde; está por debajo, encubierto bajo la ideología política, la moral y otras convenciones o acuerdos sociales; ¿que son los acuerdos sociales sino todo aquello que no se acuerda y que seguimos por la inercia de otra voluntad se impone sobre la nuestra?[4] Puede haber tantos superhombres como hay voluntades. Mies se dedicó plenamente a su arquitectura y al hacerlo ejercía su voluntad, a pesar de la moral moderna que le exige al hombre – y de forma distinta aunque con la misma intensidad a la mujer – comprometerse con una familia, un país, una ideología y todas sus implicaciones. Al volverse apolítico en un momento histórico tan político, Mies desafiaba tajantemente a la moral de su tiempo, que demandaba de cada ciudadano adoptar categóricamente una perspectiva ideológica. La razón por la cual el arquitecto fue capaz de prestarle sus servicios a distintas facciones políticas con diferencias irreconciliables entre ellas, fue porque él no le prestaba a éstas sus servicios, sino al contrario, Mies se sirvió de los recursos que estaban a su alcance para llevar a cabo la construcción de su arquitectura. Actuar como superhombre implica hacer uso de todos los recursos que uno tiene a su disposición, la arquitectura y la ideología política son dos de ellos. Mies veía a la ideología política como un medio, y no como un fin. ¿Un medio para qué? Para construir, entre muchas otras cosas, toda arquitectura posible, a la vez que él no concebía ideología política alguna que estuviera por encima de sus pretensiones. ¿El fin justifica los medios? El arquitecto sabía que querer un fin es necesariamente querer los medios.
Los arquitectos son conocidos por caprichosos. Entre los caprichosos, Mies ha sido de los más grandes por virtud de sus ambiciosas pretensiones así como por su dedicación obsesiva. El capricho no es sino una manifestación directa de la voluntad, es decir, todos actuamos de forma caprichosa. Tras todo esto, la pregunta original se revela ya no tanto como “¿se puede separar al autor de su obra?”, sino, ¿podemos separarnos nosotros mismos del capricho por querer juzgar moralmente cómo el autor obra? Aprender de Mies, hombre superado, implica saber responder esta pregunta: si podemos, pero solo cuando así lo deseamos.
Notas
1.Anatxu Zabalbeascoa y Javier Rodríguez. (1998). Ludwig Mies Van der Rohe (1986-1969). More or less. En Vidas construidas. pp. 183-195. Barcelona: Gustavo Gili.
2. Iñaki Abalos. (2000). La casa de Zaratustra en La buena vida. Visita guiada a las casa de la modernidad, pp. 13-35. Barcelona: Gustavo Gili
3. Giulio Carlo Argan. (1998). El arte moderno. Del iluminismo a los movimientos contemporáneos. pp. 359-363. Madrid: Akal.
4. Friedrich Nietzsche. (ed. 2016) Así habló Zaratustra. Madrid: Alianza editorial.
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]]>“La arquitectura es la expresión del ser mismo de las sociedades, de la misma manera como la fisonomía humana es la expresión del ser de los individuos. Sin embargo, es sobre todo la fisonomía de los personajes oficiales (prelados, magistrados, almirantes) a la que se debe referir esta comparación. En efecto, sólo el ser ideal de la sociedad, aquél que ordena y prohibe con autoridad, se expresa en las composiciones arquitectónicas propiamente dichas.”
En diez años, el pensamiento de Bataille había pasado de la defensa y dolor por daño al edificio símbolo a la crítica de esa misma arquitectura como símbolo de poder.
Y aunque la crítica de Bataille es inobjetable, quizá habría que contrastarla no con el elogio de grandes monumentos sino con aquello que otras arquitecturas —incluso a veces a pesar de su condición monumental— han hecho posible. Frederick Law Olmsted, periodista y viajero, crítico de la práctica de la esclavitud en su país, es famoso sobre todo por el diseño de grandes parques, después de haber ganado el concurso para el Central Park de Nueva York. Para Olmsted, esos grandes parques tenían una función más allá de la urbana y lo que hoy llamaríamos ecológica: eran parte de un empeño democrático. Olmsted creía —según escribe Scott Roulier— que el éxito de Estados Unidos en el esfuerzo por mantener vivo el experimento democrático “dependería de la efectividad de una multitud de instituciones cívicas y de buen gobierno y de la planificación a nivel local y nacional. Pero estaba especialmente ansioso por demostrar la contribución que el diseño urbano creativo y reflexivo podría hacer al desarrollo de capacidades democráticas.”
No sólo las grandes parques tienen ese peso ene l experimento democrático —que el hecho mismo de su singularidad podría limitar. También las pequeñas intervenciones. Tras la Segunda Guerra, el arquitecto holandés Aldo van Eyck construyó cientos de pequeños parques con juegos infantiles en terrenos baldíos de la ciudad de Amsterdam. Para van Eyck los parques de juegos eran espacios abiertos a la imaginación lúdica y la convivencia, elementos fundamentales de la democracia y no estaban restringidos a un uso infantil, aunque su visión urbana se resumiera en la idea de que una ciudad que no está pensada para los niños simplemente no está pensada.
Cuando el presidente de Francia Georges Pompidou propuso la construcción del centro cultural que hoy lleva su nombre, no sólo se pensó en el museo de arte moderno que la mayoría de los turistas que lo visitan conoce, sino que se le sumó una gran biblioteca, muy frecuentada por jóvenes, y un centro de investigación y creación musical, entre otros programas. Pero los arquitectos que ganaron el concurso internacional que se convocó para su diseño —los entonces desconocidos Renzo Piano, Richard Rogers y Gianfranco Franchini— propusieron un edificio que sólo ocupaba la mitad del terreno y en el espacio liberado, mediante un gesto aparentemente mínimo —inclinar la plaza para bajar un nivel al entrar al centro cultural— lograron un espacio tan vivo como los otros que forman el complejo. Eso lo entendió Rem Koolhaas cuando ganó el concurso para la biblioteca central de Seattle planteando que, más allá de los espacios para guardar libros y los espacios para leerlos, la biblioteca debía entenderse como un baluarte de lo público —tanto espacio como audiencia. Como en muchas bibliotecas de los Estados Unidos, en la de Seattle conviven estudiantes y estudiosas, niñas y ancianas, con personas en situación de calle que no sólo la utilizan como resguardo físico durante el día sino que ahí leen o llenan formularios en las computadoras.
La filósofa francesa Sylviane Agacinski escribió un ensayo en el que analiza la problemática relación, revelada ya desde las palabras mismas, entre el ejercicio y el abuso de autoridad y la autoría en la construcción de monumentos y ciudades, aquellos en las que sólo se expresa, en los términos de Bataille, “el ser ideal de la sociedad, aquél que ordena y prohibe con autoridad.” Pero también explicó en otro texto lo que llama la invención repartida, algo que rebasa, aunque la incluye, lo que hoy llamamos arquitectura participativa. Se trata de entender que más allá de considerar el uso —o la forma— como una «condición restrictiva», se le puede entender como un recurso para la invención compartida, repartida. Sí, el arquitecto y el ingeniero, tanto como quienes gobiernan y administran, cada uno debe responder desde sus saberes y conocimientos específicos y cumplir con sus compromisos y obligaciones, pero en un proceso que más que simbolizar la arquitectura del poder, ponga en operación el poder de la arquitectura.
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]]>Hace pocos días el American Institute of Architects (AIA) denunció públicamente las condiciones en los “centros de detención” para migrantes indocumentados en los Estados Unidos. En la denuncia se puede leer que:
“Las condiciones descritas por numerosos informes de los medios de comunicación y las misiones de investigación del Congreso a los centros de detención dejan en claro que estos edificios no están diseñados para manejar la gran cantidad de personas que viven en ellos, ni sustentar la salud, la seguridad y el bienestar de sus ocupantes, muchos de los cuales son mujeres y niños. Por encima de todo, el mal uso de estos edificios y el impacto en sus ocupantes son contrarios a nuestros valores como arquitectos y estadounidenses.”
Llama la atención, sin embargo, que la institución que representa a los arquitectos y arquitectas de los Estados Unidos sugiera en su denuncia que estamos ante un problema de diseño. A renglón seguido del párrafo citado anteriormente se puede leer que los arquitectos y las arquitectas —de la AIA, se sobreentiende— “están liderando los esfuerzos para promover el diseño de viviendas o refugios seguros, confiables y saludables, incluidos los centros de detención,” rematando con la siguiente afirmación: “Un buen diseño puede garantizar la seguridad del personal y del público viajero, combinado con el respeto por la dignidad humana y los valores fundamentales de nuestra nación.”
Por supuesto una celda puede ser más confortable que otra, pero ahí está el dicho: aunque la jaula sea de oro… La cuestión en que parece centrarse el comunicado del AIA es el buen diseño y el buen uso de un edificio que para usarse como centro de detención debió haber sido concebido como tal cumpliendo ciertas normas, pero jamás se cuestiona la existencia de dichos espacios. De hecho, mantener el término centros de detención ante lo que otros —como Alexandria Ocasio Cortes— han llamado, evitando el eufemismo, campos de concentración, sería un primer signo de esta lectura problemática. ¿Podemos plantearnos que la existencia de centros de detención o, seamos claros, campos de concentración, es para la arquitectura y quienes la practican un mero problema de diseño?
La filósofa Angela Davis escribe al inicio de su ensayo ¿Son obsoletas las prisiones?, que “en la mayoría de los círculos sociales, la abolición de las prisiones es algo simplemente impensable y no plausible” y que “a los abolicionistas se los descarta como utópicos e idealistas, y sus opiniones son consideradas, en el mejor de los casos, poco realistas e impracticables, y, en el peor, desconcertantes e imprudentes.” Para Davis “eso demuestra hasta qué punto es difícil imaginar un orden social que no descanse en la amenaza del aislamiento de personas en lugares atroces diseñados para separarles de sus comunidades y familias.” Al final del mismo texto, Davis se pregunta cómo se puede “imaginar una sociedad en la que el castigo en sí ya no sea la preocupación central en la realización de la justicia”, y explica que:
“Un enfoque abolicionista que busque responder a preguntas como esta nos obligaría a imaginar una constelación de estrategias e instituciones alternativas, con el objetivo final de eliminar la prisión de los paisajes sociales e ideológicos de nuestra sociedad. En otras palabras, no deberíamos buscar sustitutos a la cárcel similares a esta, como el arresto domiciliario garantizado por brazaletes de vigilancia electrónica. Más bien, al considerar la política de reducción del número de presos como nuestra estrategia primordial, deberíamos imaginar un continuo de alternativas al encarcelamiento: desmilitarización de las escuelas, la revitalización de la educación en todos los niveles, un sistema de salud que brinde atención física y mental gratuita a cualquier persona y un sistema de justicia basado en la reparación y la reconciliación en vez de en la retribución y la venganza.”
Si esto vale para las cárceles, donde estadísticamente, y no sólo en los Estados Unidos, los juicios penales están muchas veces sesgados por prejuicios de clase y raza, en el caso de los campos de concentración, mal llamados centros de detención, en cualquier país y para cualquier tipo de persona, o también, tratándose de muros e instalaciones que cierran fronteras y aíslan zonas geográficas o de estrategias de control y ocupación a escala urbana o territorial, la cuestión y la propuesta desde la arquitectura nunca debiera ser por mejoras en el diseño sino, simplemente, el rechazo, radical y absoluto, a colaborar en ese tipo de construcciones. Oponerse a su diseño, oponerse a su construcción y, por supuesto, oponerse absolutamente a su utilización.
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