Resultados de búsqueda para la etiqueta [Arquitectura y cine ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Tue, 06 Aug 2024 18:50:57 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Entre burdeles y cabarets, los congales del cine de Arturo Ripstein https://arquine.com/entre-burdeles-y-cabarets-los-congales-del-cine-de-arturo-ripstein/ Tue, 06 Aug 2024 18:50:30 +0000 https://arquine.com/?p=92193 I Luego de beber las dos primeras caguamas, mi amigo Rafael y yo comenzamos con los temas importantes. El espacio tan reducido se duplicaba y nos ponía frente a frente o lado a lado. Eso tenía aquel lugar, la magia de expandir lo minúsculo. Para entrar era necesario cruzar hasta el fondo una tienda de […]

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I

Luego de beber las dos primeras caguamas, mi amigo Rafael y yo comenzamos con los temas importantes. El espacio tan reducido se duplicaba y nos ponía frente a frente o lado a lado. Eso tenía aquel lugar, la magia de expandir lo minúsculo. Para entrar era necesario cruzar hasta el fondo una tienda de abarrotes. Ahí, una escalera conducía al Internet, como se llamó ese tugurio que existió hasta la última remodelación de la Alameda Central —punto de encuentro histórico de, entre otras minorías, homosexuales y en el que también se practicaba la prostitución masculina y travesti—, en el que un host, al que todos conocían como la Charlotte, acomodaba a quienes iban llegando en donde se pudiera. Entre semana los parroquianos eran militares, curiosos y vestidas, como se les decía antes a las travestis en la jerga de ambiente. De jueves a sábado las modernas, es decir, la gente alternativa de aquel momento, acaparaban el sitio, que apenas si tenía un mingitorio y un baño al fondo, lo que es decir mucho porque era un espacio muy chico, mal ventilado y sucio. No era infrecuente esquivar cucarachas escalando las paredes. El Internet era el hoyo al que todos queríamos entrar, un universo de visitantes aleatorios en el que nunca se sabía con quién se iba a compartir el sitio.

Pues bien, aquella ocasión, luego de las primeras frías, mi amigo, que hacía poco tiempo se había mudado a otro país, me preguntaba por las películas mexicanas recientes. Me hablaba con mucha emoción de un británico amigo suyo al que le interesaba en particular el cine de Carlos Reygadas. Yo le conté que un par de semanas atrás lo había entrevistado con ocasión del estreno de Post Tenebras Lux (2012) —sí, la película donde sale un diablito con su caja de herramientas—. Rafa me decía que le habían gustado sus filmes anteriores. Quizá sonaba una de Juan Gabriel o de Depeche Mode —las canciones en el Internet se pedían en la barra, cerca de donde había una ventana insignificante, se reproducían en YouTube y costaban 10 pesos— cuando ocurrió lo inesperado. De repente vi que por las escaleras subía nada más y nada menos que al mismísimo Reygadas con su esposa Natalia, y otro hombre. ¡No mames, Rafa! ¡Ahí está!, dije casi escupiendo la caguama. ¿Quién?, preguntó él. ¡Reygadas! Siempre había imaginado que a él, que encuentra algo estético en lo sórdido, le gustaría mucho el Internet. Con otro amigo había fantaseado varias veces que quizá algún día Reygadas filmaría ahí algo à la Gaspar Noé, algo así como la secuencia en otro tugurio, el Rectum, de Irreversible (2002), pero en versión vernácula. Después de un rato me acerqué a él y le conté que lo habíamos invocado. Le dio risa y dijo que le gustaba mi camisa azul con pequeñas flores rojizas, y que le había pedido a su esposa que volteara a verme. Para él, quizá el Internet era sugerente, para nosotros, simplemente permisivo.

II

Aunque la Real Academia Española consigna la palabra congal como prostíbulo, es verdad que el uso coloquial del término aglutina más de un espacio y abarca un campo semántico más amplio. Un congal es un lugar de baja categoría, un sitio más bien desordenado, sucio y a veces miserable. Si hablamos de estos lugares, y su presencia y representación en el cine mexicano, es preciso abordar las películas de Arturo Ripstein, que a lo largo de toda su obra ha privilegiado al burdel como un espacio de subversión y encierro que evidencia la manía por la abyección y la vileza que encierran sus filmes. En la historia del cine hay muchas representaciones de los sitios relacionados con el vicio y la farra. Una de las más evocadoras es aquel donde canta y baila una joven y casi irreconocible Marlene Dietrich. El filme toma prestado el nombre del cabaret para su título, El ángel azul (1930). En la película de Josef von Sternberg la Dietrich arrastra a la ruina a un profesor respetable que se enreda con ella. Digo enredarse porque el verbo alude a la confluencia de líneas en un mismo punto, es decir, que el espacio conduce y condiciona a las personas o personajes a situaciones de las que no pueden escapar. Eso es lo que ocurre en El lugar sin límites (1977), una de las películas más comentadas del cine mexicano.

Antes de abordar el filme paradigmático de Ripstein, que tiene como locación o escenario un burdel, hay que ir hacia atrás y recordar que en películas anteriores filmó algunas secuencias relacionadas con prostíbulos que apoyaban la narración y delineaban los móviles de los personajes, así como su personalidad. En apenas unos segundos se ve cómo el severo e impenetrable Claudio Brook entra a un lugar contiguo a un hotel para encontrarse con una prostituta en El castillo de la pureza (1972). La recreación del espacio, un cuarto delimitado por cortinas pedestres que dan efecto de privacidad, es de Manuel Fontanals, escenógrafo, y Lucero Isaac, a cargo del diseño de producción. Ripstein muestra un cuchitril, una habitación estrecha y desaseada, con una floja cortina de flores al fondo, en la que sólo cabe una cama individual. También en Los recuerdos del porvenir (1968), el segundo largometraje del director, que adapta su guion de la novela homónima de Elena Garro, tiene una secuencia en la que el personaje de Gonzalo Vega se acuesta con Aurora Molina, quien interpreta a la madrota del burdel. La habitación en la que ocurre el encuentro está detrás de una cortina de cuentas, elemento característico del imaginario de los prostíbulos.

El burdel de La Japonesa, interpretada por Lucha Villa en El lugar sin límites, es una casa con un patio interior abierto, alrededor del cual están dispuestas las habitaciones. Es un tipo de vivienda relacionado con la provincia mexicana donde el clima es caluroso. Los espacios del burdel dan detalles de las güilas, como llaman ciertos personajes a las prostitutas, que ocupan sus respectivos cuartos. Así, el espectador conoce las delicias de la recámara de La Japonesa que, entre sensuales sábanas y cortinas, seduce a La Manuela, travesti con la que procrea una hija. O el cochinero de la recámara de Lucy, en la piel de Carmen Salinas, por usar una expresión que alude al desorden y suciedad relacionados con los congales. En el salón principal del burdel, con la barra enmarcada por un vitral de colores al fondo, el mobiliario es de color rojo. A pesar del exuberante colorido, la austeridad predomina en la casa de citas, atrapada en un pueblo olvidado, ya sólo alumbrada con velas y lámparas de petróleo. El salón es el escenario de La Manuela, quien ahí baila flamenco para deleite de Pancho, otra vez Gonzalo Vega, actor que hace de macho que se come con los ojos a la travesti bailaora, encarnada por Roberto Cobo en una interpretación antológica del cine mexicano. Como espacio arquitectónico, el burdel —o putero, según la variante dialectal del español mexicano— sugiere la suspensión del recato: a los asistentes se les permite ver y ser vistos, así como iniciar el juego de seducción que va a culminar en un lugar privado: una habitación. El descaro, por supuesto, también tiene límites. La película de Ripstein subvierte esta regla tácita del burdel cuando los avances entre Pancho y La Manuela se vuelven menos furtivos y más explícitos en el salón. Es apenas un beso —el primero entre dos hombres en una película mexicana—, pero es suficiente para que el cuñado de Pancho, compañero de farra y testigo, le reclame sus actitudes de joto por bailar y besar a la travesti. De no haber roto la regla de arreglarse en privado, quizá el destino de La Manuela hubiera sido menos aciago.

III

Otro congal memorable del cine de Ripstein, donde se baila al ritmo de Pepe Arévalo y sus Mulatos, es el que frecuenta El Tarzán (Pedro Armendáriz Jr.), en Cadena perpetua (1978). Con sus pequeñas mesas y estrechos gabinetes, que dan la impresión de que hay que acomodarse en la austeridad, el cabaret es el lugar donde El Tarzán lleva a las mujeres que trabajan para él como padrote. El rojo del mobiliario y la iluminación acentúa una atmósfera malsana y calurosa, de apretujamiento, para el escenario donde una orquesta toca al fondo. El cinefotógrafo Jorge Stahl Jr. filma las escenas de baile de Armendáriz y Angélica Chain con muy poca distancia para generar la sensación de proximidad extrema que propician estos espacios donde los cuerpos se rozan de manera ya involuntaria. El hotel rascuacho —frase coloquial que nombra a las cosas de mala calidad— donde El Tarzán se quita las ganas con las prostitutas que él manda, es casi una extensión del congal. En un santiamén, Armendáriz va y viene de un lugar a otro. 

Después, y ya con Paz Alicia Garciadiego como guionista, Ripstein hizo la obra maestra del congal: La mujer del puerto (1991), película que no se puede narrar sin las imágenes de El Eneas, un burdel enclavado en una vecindad ruinosa, otro espacio arquitectónico emblemático de la filmografía del director mexicano. Las imágenes ensayan una especie de sinestesia que añade al congal, donde toca un pianista, una nota de humedad en sus espacios. Cuando llega El Marro (Damián Alcázar), la lluvia tupida genera una sensación de calor que se traspasa al interior. Hay que cruzar el largo pasillo encharcado para llegar al fondo y después bajar unas escaleras para acceder a El Eneas, que se anuncia con un letrero de neón en la entrada del edificio. La guionista y el director conocen bien estos lugares, hay una riqueza notable en los detalles: el techo desvencijado, luces de neón que generan un alto contraste en la penumbra, sillas plegables de fierro, un viejo ventilador al fondo que no sirve. Aquí, todo parece que funciona a medias, incluso los personajes que, como Tomasa —la protagonista que engendra la tragedia de la historia (interpretada por Patricia Reyes Spíndola)—, arrastran los pies para juntar pasos y recorrer el congal.

IV

La revisión de los cabarets, burdeles y salones de baile en las películas de Ripstein, recién condecorado con el premio Más Cine del Festival Internacional de Cine de Guanajuato y la medalla de la Filmoteca de la UNAM, es apenas un atisbo de la dimensión espacial y arquitectónica de su filmografía. Prácticamente en cada una de sus películas hay alguna secuencia en la que el ritmo y la cadencia tanto de la historia como de las situaciones parecen estar determinadas por la fuerza invisible, y al mismo tiempo innegable, de los espacios que determinan (El lugar sin límites), constriñen (El castillo de la pureza) y anudan (La mujer del puerto) a los personajes del universo fílmico de Ripstein. Las imágenes de Sylvia Pasquel ensayando tangos en un salón de baile en El diablo entre las piernas (2019), la última película del director, sirven de coda al recuento de los congales de Ripstein. Unas sencillas cortinas de tiras de papel metálico entre los bailarines dotan al blanco y negro del filme de un matiz sensual y también de reflejos de antaño que corresponde con la historia de una pareja en el degradante ocaso de su vida conyugal que, sin embargo, se resiste a renunciar al deseo.

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El sueño de tener una casa junto al campo https://arquine.com/el-sueno-de-tener-una-casa-junto-al-campo/ Mon, 08 Apr 2024 07:28:07 +0000 https://arquine.com/?p=88991 La zona de interés (2023, Jonathan Glazer) es una película que retrata la vida cotidiana de la familia de Rudolf Höss, comandante del campo de concentración en Auschwitz. En realidad se trata de cómo el genocidio lo operan, después de todo, personas de todos los días, no seres monstruosos. De manera predecible, la película ha traído a colación el asunto de la banalidad del mal, concepto de Hannah Arendt.

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La zona de interés (2023, Jonathan Glazer) inicia con un fondo negro en el que se escucha una banda sonora disonante, una orquesta y un coro dentro de un túnel. Así pasan muchos segundos en los que el metraje da la impresión de estar fallando, o de que algo reemplazó a las imágenes —de seguro terribles— que deberían acompañar la desolación que evoca la música. Con sólo un corte de por medio, se da paso a una imagen idílica: una familia junto a un río cuyas orillas están colmadas de vegetación. El sonido, al natural: aves, la corriente de agua, pasos esforzados a través de la maleza. Algunos niños nadan, las mujeres usan trajes de baño campiranos y un hombre fuma mientras toma el sol. Durante varios minutos pasa poca cosa más. Pero ya desde el principio la película ha mostrado los dientes: el fondo negro con música de inframundo y la postal paradisiaca están unidas de manera irremediable.

El espectador pronto empezará a ver síntomas: las placas del carro, que devuelve a su casa a estos personajes, muestran la insignia de las SS. Después, se hace explícito que la familia no es otra que la de Rudolf Höss, comandante del campo de concentración en Auschwitz. El río que aparecía en pantalla era el Soła, una corriente tributaria del Vístula (Polonia) y también de los restos del mencionado Lager. Poco a poco vemos otros signos: la hermosa casa de los Höss —con sus colores pastel, su inmenso jardín y la pulcritud de sus pisos, ventanas y mobiliario— está frente a un muro, detrás del cual hay chimeneas; algunas de ellas echan humo negro para contrastar lo que, por otro lado, es un hermoso cielo azul. Los colegas de Rudolf, como él, llevan en sus brazaletes el cráneo tosco de la división TotenKopf. Alrededor ocurre el ajetreo de soldados, caballos y vehículos motorizados; niñes vestides con variantes de los Dirndls y Lederhosen (esos vestiditos y pantalones cortos tan propios de los germanos); en el cielo raya el sol y las estelas de los bombarderos pesados Dornier Do 19, quizá en una misión con rumbo al frente oriental; los trabajadores, que no hablan jamás, se apuran a limpiar el calzado y el piso (el agua sale roja cuando se limpian algunas suelas), y a regar las plantas del huerto con cenizas. 

No es necesaria una gran erudición sobre historia, ni tampoco empatía, para saber que el genocidio está ocurriendo a unos pasos de casa. (Tampoco es necesario decirlo tan fuerte, dirán algunos.)

Así transcurre el tiempo en La zona de interés: imágenes cotidianas de una familia que, por momentos, se asemejan a las de un documental o, como han señalado los realizadores en sus detrás de cámaras, un reality show. El equipo de Jonathan Glazer colocó diversas lentes de la misma manera como se haría en un programa de este tipo y confió en los actores para recrear los gestos mínimos de la vida cotidiana. Si no fuera por la contigüidad del campo de concentración, uno vería apenas lo que es posible en cualquier otro lado: gente que come, se ve al espejo, trae de visita a sus familiares, convive con sus perros, tiene pequeñas peleas (ya sea entre hermanos o con la servidumbre doméstica, compuesta por muchachas judías, para agregarle otra capa de perversidad). Incluso, la trama de la película tiene que ver sólo con eso: la crisis matrimonial de Rudolf Höss, quien está sopesando su futuro laboral como burócrata de los campos de concentración, mientras su esposa, Hedwig Hensel, se rehúsa a abandonar el “palacio” en el que ha convertido su casita junto a Auschwitz.

Aunque en un principio se pensó en usar la casa original de los Höss, los escenógrafos de La zona de interés prefirieron no interferir con la fuerte carga histórica y visual de la casa envejecida y decidieron reconstruir el inmueble por completo. Con un estilo modernista, el domicilio no sólo replica el que usó la familia del comandante nazi, sino que también deja clara una de las dimensiones más inquietantes de los edificios construidos para albergar al personal del Tercer Reich: su grosera e ingenua desconexión con el entorno (una crítica que, por extensión, podría hacérsele a la idea de casa del modernismo arquitectónico). 

Todo esto genera una tensión entre el artificio del cine y el pretendido naturalismo con el que se mueve, no tanto el director, pero sí los personajes: consumidos por su cotidianidad y el confort, convencidos en el ascenso social para la raza aria. Pero la masacre no se hace esperar, siempre acompañada de tranquilidad y mesura. En una escena que repugna por su pulcritud y profesionalismo, llegan los agentes de una empresa de construcción para presentarle a Höss los planos de una nueva adaptación que permitirá que los crematorios del Lager puedan incinerar de 400 a 500 personas cada hora. Además, los niños juegan con dientes y huesos que se han encontrado en los alrededores de la casa. Los perros ladran y, en el fondo, con un diseño de sonido calculado para imitar las distancias y volúmenes reales, se oye el rugido de las chimeneas y locomotoras. Al final, mientras aparecen los créditos, se escucha la música de Mica Levi: los gritos de una soprano y un coro que circula por los canales de audio como una espiral de terror (las dos piezas de Levi para esta película son comparables solamente al Treno a las víctimas de Hiroshima, del compositor polaco Krzysztof Penderecki).

A diferencia de muchas películas sobre la Shoá, las víctimas apenas y aparecen en La zona de interés, salvo en una escena en la que se ven, de reojo, las nucas pálidas de una fila de prisioneros malnutridos o las apariciones casuales de trabajadores (eventuales, dirían hoy) extraídos del campo a quienes se les recuerda en todo momento que, estando en la casa de los amos, reciben una vida mejor. Pero la atención se dirige, de manera sutil, al gran proceso que rige este escenario, ya sea con cameos nominales de Heinrich Himmler y Adolf Eichmann, los jefes de Rudolf, o hasta una mención al propio Hitler, quien nunca estuvo (como muchos negacionistas del Holocausto quisieran) muy lejos en el organigrama de la Solución Final.

En otro momento, se expresa el aprecio nazi por la arquitectura de Auschwitz-Birkenau: la eficiencia del campo, su apariencia entre industrial y de condominio, mismo que de cierta manera ha facilitado su conversión en museo. Sobre esto, la última y controversial escena de la película tiene algo que decir. En otro corte brusco, que va de los años 40 del siglo pasado a la actualidad, pasamos a ver cómo los trabajadores de intendencia del museo limpian con suma eficacia los pasillos y vitrinas (detrás de las cuales hay miles de zapatos, ropa, muletas y fotos de los prisioneros) del complejo. El paralelismo entre la indiferencia de los antiguos habitantes de Auschwitz y los actuales empleados de limpieza ha provocado críticas por lo excesivo de la comparación, pero también un recordatorio muy simple: los espectadores, sean del museo o de la película, no están tan lejos ni en tiempo ni en espacio de los campos de exterminio.

De eso se trata: el genocidio lo operan, después de todo, personas de todos los días, no seres monstruosos. De manera predecible, La zona de interés ha traído a colación el asunto de la banalidad del mal que, desde su concepción por parte de Hannah Arendt, sale a relucir cada vez que alguien en el presente se pregunta por qué la gente “buena” no hace nada para detener las injusticias del mundo: como lo supo la filósofa judeo-alemana durante su cobertura de los juicios contra varios nazis en Israel, si esto no sucede es porque muchas veces la gente buena es la que está al mando de la maquinaria de exterminio. 

Aunque la idea de la banalidad del mal puede generar también una lectura condescendiente, en la que los perpetradores de crímenes (sean genocidas, asesinos en serie o agentes coloniales) pueden ser exculpados por sólo seguir órdenes o por la manifestación de su humanidad, sigue siendo relevante en un principio fundamental: toda persona puede ser cómplice y agente de los peores crímenes; y las mejores intenciones son, muchas veces, los medios que habilitan el horror, como la del sueño usurpado de la clase trabajadora, susceptible de convertirse, por medio del aspiracionismo clasemediero, en accionaria de crímenes de guerra.

En la ceremonia de los premios Oscar (que reconocieron a La zona de interés en las categorías de mejor sonido y mejor película en lengua extranjera), Glazer hizo un paralelismo entre la deshumanización que provocó el holocausto en Europa (que también ha sido el de homosexuales, discapacitados, gitanos) y las operaciones emprendidas por las fuerzas de ocupación israelí en la Franja de Gaza, en Palestina. La comparación ha provocado polémicas, algunas de ellas mejor argumentadas que otras (una de las que menos, la del húngaro László Nemes, también cineasta del Holocausto, quien dijo que la intervención de su colega era una muestra de ignorancia y falta de comprensión de la historia).

Pero es verdad. El genocidio se vive en casa. En cada pasillo y con cada luz o sombra, no importa en qué rincón. Bajo el sonido de la cotidianidad, se puede oír un movimiento telúrico que no necesita otro sismógrafo que el sentido común: ahí está, por poner un ejemplo que no estará exento de ser juzgado como desproporcionado, la casa junto al campo de concentración y su similitud con esas fotos —en casi todas las ciudades— donde se muestran residenciales de lujo a unos metros de los barrios pobres. 

“Esta película es sobre el presente”, dijo el director de La zona de interés. Un presente en el que la Europa ocupada por los nazis comparte, si no el espacio, sí el mismo tiempo que Gaza, Tigrai, Rakáin, Ucrania, el Congo, Sudán…

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Ciudades Sueños II – Morir maravilla quiero https://arquine.com/morir-maravilla-quiero/ Fri, 17 Nov 2023 15:32:25 +0000 https://arquine.com/?p=85247 Ayer maravilla fui trata (sin arruinarle nada a nadie), de un personaje que transmigra entre cuerpos y un día se enamora en esta ciudad: Distrito Federal, Ciudad de México, Tenochtitlán, como si fuera el nombre escondido de un ángel condenado a caer en tierra una y otra vez.

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Así como la Cineteca de las Artes que se acaba de reinaugurar, remodelar o readaptar en donde alguna vez hubo un Cinemark, Ayer maravilla fui (México, 2017, 81 minutos), la segunda cinta de Gabriel Mariño, ha vivido todo tipo de reestrenos y apariciones en festivales de cine joven o ciencia ficción. Pero sirva su última exhibición, en octubre de este año por las salas de la cineteca restaurada, para hablar sobre las transmigraciones urbanas.

En primer lugar, esta mudanza de almas nunca cae tan lejos: la película toma lugar en algún punto de las colonias Portales, por el eje 7 sur, también conocido como Emiliano Zapata. Cualquiera de las dos cinetecas queda al alcance peatonal, lo cual habla de la poca movilidad  cultural que ha habido en la Ciudad de México en los últimos 50 años.

Estas incidencias le quedan bien a una película como Ayer maravilla fui que trata (sin arruinarle nada a nadie), de un personaje que transmigra entre cuerpos y un día se enamora en esta ciudad. No se explicita del todo, pero podría ser una entidad alienígena o sobrenatural, acostumbrada a mudar de cuerpos de manera involuntaria cada cierto tiempo. En su haber ha aprendido el español chilango y sabe moverse con relativa facilidad por el circuito de los empleos precarios; además tiene su residencia en una casa con un jardín propio, lo que le da oportunidad de conversar con sus plantas.

 

¿Será un avatar de la ciudad que, en su polifonía, sólo podría tomar forma humana en una multitud de cuerpos en vez de un solo individuo? Como fuere, cuando empieza la película, la entidad está posesionada en el cuerpo de un anciano (interpretado por Rubén Cristiany) cuyas manos muestran síntomas de una enfermedad motora que le impide asir con detenimiento plumas o lupas. Tras un tiempo que parece intuir —a decir de un diario que lleva como bitácora de una prisión— amanece en el cuerpo de una mujer, Ana (Sonia Castro, quien ganó por esta actuación el premio a mejor actriz en el Festival Internacional de Morelia 2017), que no supera los 30 años. Es en ese cuerpo en el que elige conocer más a fondo a su peluquera, Luisa (Siouzana Melikián), a sabiendas de que la siguiente transformación está a unas cuantas lunas de distancia. Después de una escena erótica, que recurre al sonido de una lluvia que se convierte en tormenta (metáfora sonora de la pasión sexual), Ana le cuenta, como si fuera uno de sus sueños, acerca de su condición transmigrante. Poco tiempo después, para el tercer acto de la película, se encuentra en el espejo con que ahora es Pedro (Hoze Meléndez), un chico joven. Sin embargo, la entidad se asegura de darle señales a Luisa de que se podrán reencontrar, si no es en los mismos cuerpos, al menos sí en las mismas calles, no exentas de sus propias transformaciones.

La película, corta y efectiva en sus recursos (a veces incluso demasiado académica o redonda en su guion [no es queja]) para ser del género fantástico o de ciencia ficción, recurre sobre todo a la cinematografía: por un lado, el blanco y negro de la cámara de Iván Hernández (y fotografía adicional de Miriam Ortiz) , que además de conseguir algunas tomas bressonianas (con todo y sonatas de Schubert de fondo; y un detallado diseño sonoro del caos decibélico de la ciudad), usa siempre los primeros planos y el desenfoque. Esto último es el rasgo formal más utilizado en la película, que logra expresar la cualidad onírica de la película y la experiencia ambigua de los objetivos humanos y urbanos que aparecen en pantalla.

Si bien casi toda la trama se desarrolla por la colonia Portales —son reconocibles el mercado sobre la calzada Santa Cruz; la panadería “La espiga de Dorada” de por avenida Plutarco Elías Calles; y el puente vehicular de Municipio Libre— el director procura desorientar al espectador (sea o no chilango) con locaciones que van desde el Centro Histórico hasta las cercanías de estaciones de metro como Oceanía y Ciudad Deportiva. Es abajo de esta línea, la café, conocida por sus pilares y su mal estado de mantenimiento, que se lee un grafiti que no parece hecho para la película: “CDMX está muerta / DF para siempre”. Filmada entre 2016 y 2017, la cinta vio cómo la legislación capitalina y el gobierno de Miguel Mancera ponían en marcha el rebautizo de una ciudad que estaba por cumplir 500 o 700 años (cosa que no importa mucho, siempre habrá fechas de fundación para Cedemequis y sus efemérides). Así como le protagoniste, el motivo de la ciudad que se escapa y se vuelve irreconocible para sus propios habitantes se vuelve más importante que la narrativa de los amores que combaten una lejanía producida por la misma urbe (en otro monólogo, el ente explica que sueña con otra ciudad que no es la misma que habita, pero es reconocible).

Todavía es pronto para afirmar si Ayer maravilla fui logrará el estatus de culto que, sin duda, desea o se proyecta en su interior (ya en su primera exhibición en Morelia se ganó el premio al mejor primer o segundo largometraje). Tiene algo de la recreación de la vida en colonias populares de Luis Humberto Hermosillo, y también algo de la filmografía de Arturo Ripstein junto a Paz Alicia Garciadiego, por mencionar dos referentes que enlazan la película de Mariño con una tradición de representar la ciudad no como la metrópoli internacional o de escenografía para películas de narcos que se pretende vender (sobre todo en las series de televisión o películas de alto presupuesto), sino como una ciudad de casas chaparras, calles descuidadas y gente de todos los días. En el caso específico de Mariño, su retrato es más intimista que celebratorio de una ciudad disfórica, que debe estar contando los días para su siguiente transformación, en un destino que no se sabe si significa algo.  Así como en el poema de Luis de Góngora al que hace referencia el título de la película, la ciudad y sus habitantes transitan de nombre en nombre: claveles, jazmines, alhelíes, girasoles (casualmente, las plantas que nombra el poeta son bastante chilangas): Distrito Federal, Ciudad de México, Tenochtitlan, ya hasta cansa enumerarlo, como si fuera el nombre escondido de un ángel condenado a caer en tierra una y otra vez.

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Algo horrible ocurrió ahí https://arquine.com/resplandor-kubrick/ Tue, 02 May 2023 13:45:50 +0000 https://arquine.com/?p=78232 La ficción de El Resplandor puede formar parte del argumento sobre la falta de neutralidad de los edificios, pero llevándolo a nuestra creencia en que la violencia se materializa en los espacios al borde de que pensamos que podemos exorcizarlos.

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Algo horrible ocurrió ahí, y sin embargo, sus interiores son una catalogación profunda de estilos arquitectónicos y decorativos. El Hotel Overlook, el escenario en el que se desarrolla la trama de El Resplandor (la película de Stanley Kubrick y la novela de Stephen King) podría leerse como un archivo: de estilos, de épocas y de hechos de violencia. Tal vez sea por eso que uno de los efectos fantasmagóricos (por lo que conocemos a ambas producciones como expresiones del género de horror) sea el de la memoria: las fiestas suntuosas que se celebraron en sus salones, los padres alcohólicos que asesinaron a su familia, la huella de algo que, en palabras del crítico Frederic Jameson en su ensayo “El historicismo en El Resplandor“, no es “‘el mal’ o una fuerza de lo oculto, sino, simplemente, la Historia del pasado estadounidense que ha dejado sus huellas sedimentadas en los pasillos y suites“. Más allá de transformar al espacio “en un personaje más”, el recurso del Overlook como un recinto que alberga densas capas históricas puede ser una vía para aproximarnos a una perspectiva ampliamente discutida: la arquitectura no es neutral. 

La organización anecdótica de la trama es por demás conocida. El hotel debe cerrar sus puertas en el invierno, por lo que necesitan contratar a un cuidador que realice labores de mantenimiento para que todas las instalaciones permanezcan funcionales para el próximo arribo de los inquilinos. La persona contratada es Jack Torrance, profesor de literatura y un escritor en ciernes que, después de algunas crisis de adicción con el alcohol, intenta retomar su carrera como dramaturgo en un contexto que pareciera hecho a la medida. Las labores no le demandan muchísimo tiempo, por lo que puede enfocarse en su escritura y en una familia que, para ese momento, se encuentra en crisis. Jack Torrance, de por sí un hombre violento, enloquece por una serie de motivos hipotéticos, ya sea porque su propio proceso de rehabilitación no llega a buen término, o bien, las ánimas del pasado que siguen habitando el hotel estimulan su propio autoritarismo patriarcal para que asesine a su familia y, así, moren todos para toda la eternidad con espectros que no esconden sus intenciones malignas. Pero aquí podemos volver a la propuesta de Jameson. En el Overlook, el caos de lo paranormal no está afectando el orden de lo terrenal, sino que es el pasado terrenal, aquel que puede rastrearse en los periódicos y en el mobiliario, el que motiva la violencia. Para Jameson, es este factor (el de un padre asesinando a su familia) el que posibilita la representación del pasado. Tanto la película como la novela “articulan un comentario histórico”.

A la llegada de Jack Torrance, el gerente del hotel le indica las modificaciones que el edificio ha tenido desde la Segunda Guerra Mundial, así como el mobiliario y los tapices que forman parte de períodos muy lejanos, para activar la misma mirada que tienen los espectadores de los museos en el cuidador (“si pertenece al pasado, es relevante”). En los recorridos del cuidador en los áticos y sótanos, éste se encuentra con un álbum de recortes que documenta a los inquilinos célebres del Overlook, como mafiosos reconocidos, presidentes y cantantes. Esta presencia queda encarnada no en una aparición monstruosa. Lo que la familia escucha y observa en los momentos álgidos de la historia es un recuerdo que adquiere la forma de una botella de champaña y confeti que aparece en un elevador, o en el eco de puertas que se abren entre risas de fantasmas en estado de ebriedad. Para Jameson, este espectro es consubstancial a esta forma moderna de habitar. “Lo anacrónico de las historias de fantasmas es su contingente y constitutiva dependencia del espacio físico”. Para el autor, “en algunas formas precapitalistas, el pasado se las arregla para aferrarse tercamente a los espacios abiertos, como una colina en la que se encuentra una horca o un terreno que constituye un sepulcro sagrado”. En cambio, las formas de vida burguesas, que han eliminado las reverencias ancestrales de toda organización ancestral, han relacionado al fantasma con la estructura construida. “No hay edificio más apropiado para expresar esto que el gran hotel, con sus sucesivas temporadas cuyos dilatados ritmos marcan la transformación de las clases ociosas norteamericanas que va de fines del siglo XIX hasta las vacaciones de la sociedad de consumo contemporánea”.

La ficción de El Resplandor puede formar parte del argumento más amplio mencionado al principio, sobre la falta de neutralidad de los edificios, pero llevándolo a nuestra creencia en que la violencia se materializa en los espacios al borde de que pensamos que podemos exorcizarlos. Algunas intervenciones buscan dignificar las vidas de quienes tienen que transitar o habitar los espacios cuyo pasado es una aparición sobrenatural. Ya sea mediante la fundición de armas para diseñar un monumento que conmemore a las víctimas desaparecidas de la violencia política, o retirando las placas de personajes cuya cercanía con el fascismo lo vuelven una figura dolorosa para los sobrevivientes, la gama de gestos con las que se busca redimir espacios cuyo pasado debe representarse e interpretarse de maneras más justas. Pero hay ocasiones en las que la arquitectura permanece con toda su opulencia, como ocurrió con el Hotel Overlook.

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Un irregular panorama de techos y azoteas: 120 años de Santa https://arquine.com/un-irregular-panorama-de-techos-y-azoteas-120-anos-de-santa/ Fri, 20 Jan 2023 15:29:03 +0000 https://arquine.com/?p=74369 En Santa, novela de Federico Gamboa que este año cumple 120 de haberse publicado, la ciudad es un escenario, es en ese telón de fondo donde una trabajadora sexual testifica el desarrollo de la modernidad en la capital de México y aparecen espacios y personajes más reconocibles que dan un retrato más cercano de la Ciudad de México. 

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Hay un momento en Santa (1903), la célebre novela de Federico Gamboa que este año cumple 120 de ser publicada, en el que la protagonista epónima, después de abandonar a su familia e instalarse en la casa de citas en la que trabajará buena parte de su vida, percibe la ciudad que la rodea. “De la calle subía un rumor confuso, lejano, gracias al jardín que separa la casa del arroyo”. Se lee también que la muchacha miró “un irregular panorama de techos y azoteas; una inmensidad  fantástica de chimeneas, tinacos, tiestos de flores y ropas tendidas, de escaleras y puertas inesperadas, de torres de templos, astas de banderas y rótulos monstruosos; de balcones remotos cuyos vidrios, a esa distancia, diríase que se hacían añicos, golpeados por los oblicuos rayos del sol descendiendo ya por entre los picachos y crestas de las montañas, que, en último término, limitaban el horizonte.”  Santa ya se encontraba muy lejos de Chimalistac, su pueblo de origen, sitio que, en el marco de la novela, delimita una frontera entre lo rural y lo urbano. Podría decirse que su encuentro con el paisaje de azoteas multiplicadas es una especie de señalamiento. Llegó a la ciudad y, así, inicia el meollo de la novela: el trabajo sexual de Santa en una ciudad que modernizaba sus infraestructuras y el entendimiento de quiénes la habitan, y bajo qué condiciones. 

Según apunta Guadalupe Pérez-Anzaldo en su texto “La representación del espacio urbano en consonancia con el sujeto transgresor femenino en Santa de Federico Gamboa”, nuestra protagonista “pone al descubierto las ambigüedades de la metrópolis”, la cual “aspiraba al título de la París de América” destacando, al mismo tiempo, “entre las paupérimas ciudades latinoamericanas”. Fue en 1900, a decir de Pérez-Anzaldo, cuando “más de 10,000 mujeres fueron registradas como ‘públicas’ en los Departamentos de Salud y de Policía”. Si el discurso del régimen imaginaba una urbe cuyos ejemplos de progreso eran Nueva York y Washington, Santa “encarna a esos seres que pululan entre los márgenes e intersticios y que, por lo mismo, le otorgan a la ciudad una simultaneidad y pluralidad de significados”. Continúa la autora: “Como portadora de los males sociales, Santa es la antítesis del progreso anhelado por una clase burguesa ajena a las necesidades alimenticias, educativas y laborales de la mayoría de la población”. Incluso, la misma Santa lo dice en primera persona: “Mi pobre cuerpo magullado y marchito por la conscupiscencia bestial de toda una metrópoli viciosa”. 

Pero, ¿hasta qué punto las dinámicas urbanas moldean la trama de la novela? En opinión de Fernando A. Morales Orozco, crítico literario y autor de Querer, olvidar y odiar es la trinidad perpetua del espíritu. Federico Gamboa y la novela de adulterio (El Colegio de San Luis, 2021), la ciudad es más un escenario que un personaje en sí mismo. “Podemos pensar en Los Bandidos del Río Frío, que tiene muchos capítulos que se desarrollan en la Ciudad de México”, dijo en entrevista. “Hay partes en el Canal de la Viga, por ejemplo. Vemos una ciudad más cercana al siglo XIX. Quizá en el caso de Santa me atrevería a decir que sí hay una presencia muy fuerte de la urbe ya no en términos de ciudad industrial pero sí de una ciudad moderna, aunque la ciudad que vemos, como tal, la estamos viendo de una manera relativa. Podríamos ver a las grandes casas señoriales de otros textos, que nos recuerden a la ciudad novohispana, pero en Santa vemos espacios mucho más pequeños y mucho más cerrados, que nos hablan de casas más modernas. Uno ya no necesita un solar gigantesco porque ya no tienes 57 esclavos viviendo en el traspatio. Entonces, tienes una casa un tanto más pequeña, un poco más cercana a lo que nosotros pensamos como una casa habitación”. 

Sin embargo, la casa de citas en la que Santa se da cuenta que ya vive en la ciudad, es un espacio que puede tomarse en cuenta para encontrar una urbe más desarrollada. “La modernidad de ese sitio, fuera de sus dimensiones, es que la visitan políticos y toreros, y que contrasta con el cuartucho en el que vive Hipólito, el ayudante del pianista ciego que toca en el burdel. Esto nos habla de vecindades y de zotehuelas. Tenemos una ciudad mucho más urbanizada que no se parece en nada al pueblo de San Ángel, el cual ya está siendo invadido por la industria. El hecho ver al río Magdalena sucio por los desperdicios de la fábrica de papel en donde trabajan los hermanos de Santa nos habla de una ciudad que ya está creciendo. Ya vemos un Zócalo, ya vemos el alumbrado público. Es una novela plenamente situada en la Ciudad de México”. Si la novela de Gamboa nombra una Ciudad de México con mayor contundencia, eso va hermanado con la forma en la que se describe el trabajo que ejerce su heroína. “Es posible encontrar semejanzas entre este texto con Los Fuereños, de José Tomás de Cuéllar. En 1891, claramente estamos en una ciudad más pequeña, pero ya vemos en la Calle San Francisco y en la calle 5 de mayo los carruajes por donde pasan ‘aquellas señoras’ que el autor no se atreve a nombrarlas como prostitutas. Pero además de ‘esas señoras’, vemos a los lagartijos, quienes están viendo la vida pasar esperando a que alguien les invite un trago o que los meta al Café Tacuba. Clementina Díaz y de Ovando lo estudia muy bien en su trabajo sobre los cafés y restaurantes de la Ciudad de México. Pero estos espacios de alta alcurnia, de alguna manera, son bastante afrancesados. Pero ya en la novela de Cuéllar aparece por algún lado el puesto de quesadillas, y es esta clase de marcas que nos permiten decir que estamos ante una ficción y una modernidad mexicana. Por ejemplo, pensemos en la posada en la que vive el Jarameño, amante torero de Santa. Ahí viven él pero también otras 50 personas con quienes debe comer. Si ponemos este espacio con la casa de huéspedes a la que llega a vivir Jo, personaje de la novela estadounidense Mujercitas, podemos intuir que, probablemente en la posada de El Jarameño no están desayunando madalenas. Incluso, podríamos leer Santa como una crítica a una ciudad que intentó modernizarse y afrancesarse de todas las formas posibles, pero sin éxito porque, a final de cuentas, la vecindad de Isabel La Católica y 5 de mayo sigue teniendo una sobrepoblación de habitantes”.

Santa vivía con su familia hacia el sur de una metrópoli que todavía contaba con las vistas que pintó José María Velasco. El “afuera” y el “adentro” de la ciudad todavía tenían límites muy claros, pero, ¿los podemos rastrear en el texto de Gamboa? “Para efectos de 1903, sitios como el Tívoli del Eliseo, en la colonia Tabacalera, todavía son considerados sus afueras, si bien forman parte de la ciudad. En Santa, vemos que transitan de su casa de citas hacia el Tívoli, lo que nos habla de una forma de movilidad diferente que no necesariamente vemos en otras novelas. También, el hecho de que se hable de lo que, en ese entonces, era una distancia larga entre Chimalistac y lo que se conoce como la Ciudad de México, nos permite afirmar que leemos sobre una ciudad que se encuentra en plena necesidad de expansión”. Morales Orozco comenta que, en la época, la ciudad crecía hacia la Zona de San Cosme y la Roma, pero también hacia el sur, algo que apenas se insinúa en la historia de Gamboa, ya que no se cuentan con localizaciones certeras.  

“En la ciudad, Santa podría haberse dedicado a cualquier otra cosa”, menciona Morales Orozco, algo que es importante tomar en cuenta ya que en el discurso médico y psiquiátrico de la época, una mujer mancillada sólo puede dedicarse a la prostitución. “Ya hay algo que está volando en el zeitgeist del México de inicios de siglo. La génesis del crimen en México de Julio Guerrero se publica en 1904, libro en el que culminan algunas ideologías que ya existían y que señalan que hay ciertas personas en las clases bajas que, inevitablemente, no respetan los límites sociales ni morales, por lo que se hace evidente que sea de ahí de donde provengan prostitutas y léperos. Este pensamiento ya empieza a aparecer en textos de José Tomás de Cuéllar. En el caso de Santa, la fórmula determinista está apenas sugerida en dos renglones de las 600 páginas que tiene la novela. Gamboa afirma que Santa fue devorada por la ciudad, pero no me atrevería a afirmar que era un camino así de determinista. La ciudad, en todo caso, más bien echa a andar la narración.”

Por esto mismo, la novela puede tener matices incluso subversivos: aquella mujer se dedica, por convicción, al trabajo sexual, por lo que Santa se conforma como un texto singular. Podría pensarse que la moral de la época no recibiría tan favorablemente a un personaje de esta naturaleza, sin embargo, dice Morales Orozco, “este fue nuestro primer best seller. Tenemos textos como Por donde se sube al cielo, novela que se perdió en un periódico hasta que fue rescatada en los 90. A Santa la editan y la imprimen 14 veces en la vida de Federico Gamboa. Esto es un gran dato: significa que la gente la leyó y la compró. Parece que el texto tiene se gancho morboso, de un lector que intenta averiguar cómo es una vida que se encuentra fuera de la normatividad.  Estamos leyendo sobre gente que no merecía estar inscrita en la historia. No estamos leyendo sobre próceres de la patria, tampoco es una historia de aventuras. Otros textos canónicos, como Clemencia o El Zarco, nos hablan de mestizaje y de identidad nacional. En Santa eso ya no está ahí. Hay personajes españoles que no son ni el enemigo ni el colonizador, también están habitando la ciudad. En ese sentido, es una novela sumamente cosmopolita y es en ese cosmopolitismo donde vemos que ya no importa si eres torero o si eres abogado o músico de burdel. Al final, como lo decía Gamboa mismo: ‘todos somos susceptibles de caer en tentaciones’”.

Al contrario de otros textos decimonónicos, Santa sigue siendo leída hasta nuestros días y, si como plantea Morales Orozco, la ciudad es un escenario, es en ese telón de fondo donde una trabajadora sexual testifica el desarrollo de la modernidad en la capital de México, como el “sinnúmero de focos incandescentes, de la cantina, y de los gabinetes, cuyos luminosos rayos intranquilos salen al jardín desde ventanas y puertas, en decidida persecución del enemigo”. La novela de Gamboa no es un mapa preciso de una urbe cuya forma se iba modificando con velocidad inusitada, pero sí un posible registro de aquellos signos que modificaban la narrativa. Si los héroes de la Independencia tomaban la voz cantante, en el texto de Gamboa y en ficciones subsecuentes,  fueron apareciendo espacios y personajes más reconocibles que dan un retrato más cercano de la Ciudad de México. 

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Conventos de terror: Satánico pandemónium y Alucarda https://arquine.com/conventos-de-terror-satanico-pandemonium-y-alucarda/ Tue, 01 Nov 2022 15:05:50 +0000 https://arquine.com/?p=71174 Más que ninguna otra, la arquitectura conventual es la arquitectura del misterio, del sigilo enigmático, de lo escondido y lo encubierto. Quizá de ahí viene la fascinación por las historias que transcurren en monasterios.

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Pasillos son secretos en el edén / de la arquitectura que es testigo / de todo lo que ahí ha ocurrido / por los siglos de los siglos, amén. Más que ninguna otra, la arquitectura conventual es la arquitectura del misterio, del sigilo enigmático, de lo escondido y lo encubierto. Quizá de ahí viene la fascinación por las historias que transcurren en monasterios —que además de servir como residencia a religiosos, hacían el papel de escuela, hospital, etcétera, por lo que constituía un verdadero centro de servicio social, según el arquitecto Agustín Piña Dreinhofer— cuyas partes fundamentales de composición son la iglesia, el atrio, el convento y la huerta. Hay leyendas, canciones y novelas que vinculan estos espacios con historias de miedo. Satánico pandemónium (1975), de Gilberto Martínez Solares, y Alucarda (1977), de Juan López Moctezuma, son dos filmes de terror emblemáticos del cine mexicano que aprovechan las posibilidades expresivas del espacio conventual. 

Al llevar una vida de renuncia, los religiosos tienen por cómplice y atestiguante a la arquitectura. Con respecto al convento, en el piso bajo, y alrededor de un pórtico se sitúan la portería, la sacristía, el comedor, la cocina y despensas, así como la escalera y, en lo alto, las celdas, la biblioteca y los sanitarios. Se trata de un espacio interno, sin el bullicio del atrio, en el exterior, o de la iglesia y los cuchicheos de los feligreses. Tanto Satánico pandemónium como Alucarda, que no son recreaciones históricas, proponen ideas muy concretas, articuladas con respecto a la dimensión espacial. 

 

 

En la película de Martínez Solares, María, una joven monja, es tentada por un sensual Satanás, en la piel de Enrique Rocha. Ese diablo desnudo de boca roja como manzana, que la mujer encuentra en el bosque, la turba. El repertorio de las tribulaciones de María es variado, y escandaloso para la época: asesinato, pedofilia, deseo sexual, deseo homosexual, blasfemia. El espacio conventual de Satánico pandemónium está severamente constreñido, las imágenes dan la impresión de estar muy cerca de María. El montaje del filme actúa por oposición: inicia con panorámicas del paisaje que rodea el monasterio; una vez dentro de él, un plano de alejamiento medio muestra el coro —sitio de los conventos de monjas en que se reúnen para asistir a los oficios—, cuyo techo es tan bajo que da la impresión de aplastar a las religiosas. Pronto, la sobria celda de María se convierte en una cárcel, sus paredes contienen sus innegables apetitos y culpas. Se trata de un filme extraordinario sobre la infelicidad. Ni el bien ni el mal, ambos son tan absolutos que a María no le permiten estar en paz. Antológica es la escena en la que sin motivo ambas manos se le queman.

Alucarda es otra cosa. Se trata de un filme más bien naíf con un planteamiento espacial opuesto al de Satánico pandemónium. La cinta de López Moctezuma, que se filmó en lengua inglesa, cuenta la historia de una huérfana, Alucarda, a la que interpreta Tina Romero, y su relación con Justine, recién llegada al convento, que sirve como orfanato. Aunque la historia es ambigua, todo indica que se articula en torno a la idea de la virginidad femenina; el prólogo presenta a la madre de Alucarda, que le pide a un hombre que se lleve a su hija recién nacida. En el mismo lugar del alumbramiento —quizá el granero de la huerta— es donde Alucarda y Justine —a la que da vida Susana Kamini, actriz que parece extraída de las pinturas de Remedios Varo— encuentran un ataúd, al abrirlo liberan a unos demonios que las poseen. Pactos con sangre, crucifixiones y desnudos aparecen aquí y allá. Lo interesante de Alucarda es que el interior del convento es un espacio inusitadamente amplio y subterráneo. Por momentos la iluminación sugiere que en las paredes del convento, que es una caverna y una catacumba, hay cuerpos con el rictus del dolor. De nuevo, la arquitectura es colaboradora activa del secreto, del silencio, pero también de los murmullos, que en la película se oyen como respiraciones quejosas, estertores del pasado custodiados por la materia. El espacio interior de Alucarda es un mundo en sí mismo, no se pliega sino que se interna hacia abajo como las raíces. 

 

No deja de sorprender la arquitectura del terror y el convento como un espacio excepcional y rico del que se desprenden historias. Curiosamente vituperadas en su día, Satánico pandemonium —que, por supuesto, es homenajeada en Del crepúsculo al amanecer (1996), donde el personaje por el que Salma Hayek pasó a la historia se llama justo así— y Alucarda son dos filmes de culto que como un puente se unen para acceder a una idea del terror mexicano vinculada con la represión de la doctrina católica.  

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Mauricio Garcés, el seductor de Tlatelolco y la Villa Olímpica https://arquine.com/mauricio-garces-el-seductor-de-tlatelolco-y-la-villa-olimpica/ Mon, 10 Oct 2022 14:08:19 +0000 https://arquine.com/?p=69935 Con su estrambótico y flamboyante diseño de arte —cuyo vestuario y decorados son dignos de análisis—, "El sinvergüenza", película protagonizada por Mauricio Garcés y filmada entre Tlatelolco y Villa Olímpica, es una caja de sorpresas.

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“Igual que los gitanos sin destino / vagamos, vagamos / si acaso nos sentimos ya cansados / cantamos, cantamos”, canta Lupita D’Alessio al inicio de El sinvergüenza (1971). Si fuera una persona, el cine también sería nómada —como el corazón gitano de Mauricio Garcés—, yendo de aquí para allá, recolectando imágenes —y en el caso del protagonista del filme, conquistas—. Al unirlas, se genera la ilusión. No sin coordenadas puntuales, el cine es un espacio imaginario.

Fufurufo como ninguno, con felina pericia, Mauricio Garcés camina por la Villa Olímpica. El otrora seductor —hoy un acosador— sigue a una mujer, y, de repente, ¡magia!, ambos están en Tlatelolco. Para quien poco conozca la Ciudad de México, no será evidente que a partir de dos espacios se genera uno en la película de José Díaz Morales. La caracterización es explícita en el filme: él, pudiente padrote que disfraza su negocio como escuela de idiomas, vive en el sur del conjunto urbano que propone la película; ella, hija de familia, habita “en la parte modesta”, su edificio está sobre lo que fue San Juan de Letrán, hoy Eje Central Lázaro Cárdenas.  

No es arbitraria la decisión de unificar estos espacios. Los dos conglomerados están asentados sobre las ruinas de otras culturas. La Unidad Habitacional Villa Olímpica Libertador Miguel Hidalgo en Tlalpan, al sur de la Ciudad de México, fue construida para hospedar a los atletas de los Juegos Olímpicos de 1968; su drenaje está conectado con el centro ceremonial de Cuicuilco, que, según se cree, fue una de las primeras poblaciones del valle de México. Dentro del Conjunto Urbano Nonoalco Tlatelolco, al norte del Centro Histórico, está la Plaza de las Tres Culturas que integra los restos de la ciudad fundada por el pueblo mexica tlatelolco, el convento de Santiago del periodo colonial, y la Torre de Tlatelolco que proyectó Pedro Ramírez Vázquez. 

Para la historia estos espacios, que fueron parte de un proyecto de vivienda vanguardista, son emblemáticos. Sin ellos es imposible narrar los hechos del 68: el 2 de octubre, la matanza de los estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas; diez días después, el inicio de la Olimpiada. Sentados en la explanada de la Villa Olímpica, Garcés y Paula Cusi —la última esposa de Emilio Azcárraga Milmo, que tuvo una breve carrera como actriz— hablan inspirados sobre el lugar; el montaje los sitúa frente a la zona arqueológica de Tlatelolco e intercala imágenes de otros edificios. Entre broma y broma, charlan sobre el posible derrumbe del progreso que constata la arquitectura, catorce años antes del terremoto de 1985, que afectó severamente a Tlatelolco:  

— Esa plaza en lugar de llamarse Plaza de las Tres Culturas debería llamarse Plaza de las Tres Casualidades.

— ¿Por qué?

— Casualidad de encontrarla, casualidad de que seamos vecinos.

— ¿Y la tercera?

— La tercera es la que dan en los teatros antes de que empiece la función.

— Ja. Ja. 

— Esa ya no se la voy a decir porque ya no sería casualidad, sería una tontería de mi parte. ¿A usted no le hace pensar esa plaza?

— Claro que sí.

— A mí me agobia. No sé, me da la impresión de que todo mi pasado cayera sobre mí como… como una lluvia, como una luz sobre mis hombros. ¿A usted no le da esa sensación?

— No. Será quizás que yo no tengo pasado.

— Todos tenemos un pasado. Usted, por ejemplo, tiene los prejuicios de la moral, de la religión, un atavismo que forma parte de un pasado que lo limita a uno, que lo abruma, que lo agobia a veces.

— Sí, pero tanto su pasado como el mío pueden borrarse. Mire, enfrente de nosotros hay un porvenir luminoso que nos espera.

— ¿Y usted cree que esos edificios van a estar ahí para siempre?  

— Puede que no, pero ahora están ahí, como símbolo de una vida nueva que comienza.   ¿Usted no lo ve así?

— ¿Ya ve por qué la esperaba?    

Es comprensible que con su atractivo de enormes maquetas, Tlatelolco y la Villa Olímpica sirvan como sets cinematográficos. En la unidad que diseñó Mario Pani se filmaron aspectos de Rojo amanecer (1989), de Jorge Fons, y Temporada de patos (2004), de Fernando Eimbcke, películas mexicanas sobre la represión y el encierro que generan la pérdida del espacio público. Uno de los filmes más destacados del tema es Tlatelolco (2011), documental de la austriaca Lotte Schreiber que traza la controvertida historia de la unidad, su esplendor y posterior descuido, que hasta hoy se prolonga. Villa Olímpica, recuerdos de un mundo fuera de lugar (2022), de Sebastián Kohan Esquenazi, documenta cómo este lugar se convirtió en el refugio de familias argentinas, uruguayas y chilenas que huyeron de las dictaduras de sus países.

Con su estrambótico y flamboyante diseño de arte —cuyo vestuario y decorados son dignos de análisis—, El sinvergüenza es una caja de sorpresas. Ahora al vagar por Tlatelolco uno se encuentra con ancianos que pasean perros de razas pequeñas, trabajadores que intentan reparar los corredores rotos, motociclistas, muchachos que pasan la tarde jugando frontón detrás de la iglesia, turistas colorados como camarones de tanto caminar, patinadores que con sus tablas le sacan algo de brillo a los pasillos e intrusos que, igual que los gitanos sin destino, por la plaza pasan.   

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Jean Luc Godard, Alain Tanner y la arquitectura https://arquine.com/jean-luc-godard-alain-tanner-y-la-arquitectura/ Tue, 13 Sep 2022 15:15:52 +0000 https://arquine.com/?p=69128 Con un par de días de diferencia murieron el director de cine suizo Alain Tanner (6 de diciembre de 1929 – 11 de septiembre de 2022) y el francés Jean-Luc Godard (3 de diciembre de 1930 – 13 de septiembre de 2022). Si bien prácticamente todo el cine tiene una relación con la arquitectura en tanto espacio construido, hay algunos, como estos dos, que mantuvieron una relación más intensa.

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Con un par de días de diferencia murieron el director de cine suizo Alain Tanner (6 de diciembre de 1929 – 11 de septiembre de 2022) y el francés Jean-Luc Godard (3 de diciembre de 1930 – 13 de septiembre de 2022). Si bien prácticamente todo el cine tiene una relación con la arquitectura en tanto espacio construido —sea por donde se filma, si es el caso, o donde se proyecta o es visto—, hay algunos directores que mantienen una relación más intensa. Es quizá el caso de estos dos directores, ambos reconocidos como parte de lo que se conoce como la Nouvelle vague. Goddard con películas como Alphaville, de 1965, o Le Mepris, de 1963, donde junto a Michel Piccoli y Brigitte Bardot, la casa que Adalberto Libera diseñó para Curzio Malaparte en Capri es también protagonista.

Escena de Le Mepris, Jean-Luc Godard, 1963

 

Will Ashton escribe: “Jean-Luc Godard ha sido muchas cosas: director, editor, actor, crítico de cine, artista, radical, poeta, historiador, filósofo, influencer. La lista sigue y sigue, pero se debe agregar un crédito más a su nombre: arquitecto. Al menos, eso es lo que argumenta el British Film Institute en Jean-Luc Godard as Architect, su exploración en un video de seis minutos.

Por su parte, Alain Tanner filmó en 1966 un documental que no podía estar más relacionado con la arquitectura y el urbanismo: Une ville a Chandigarh, narrado por John Berger. Laura Legast y Marthe Porret escriben:

Después de dirigir “Les apprentis” (1964), Alain Tanner trabajó como freelance para televisión. Tras una reunión con amigos de Le Corbusier, a Tanner le ofrecieron dirigir una película sobre Chandigarh. «Lo que me interesaba, dice Alain Tanner, era ir allí a ver cómo Le Corbusier, uno de los genios de la arquitectura de este siglo, había resuelto todos los problemas urbanísticos que surgen cuando construimos una ciudad en una planicie desnudo, sin riego, ver también cómo las personas reunidas artificialmente, en una nueva ciudad, terminan por darle una nueva vida.»

El propio Tanner escribió sobre el rodaje:

Me gusta mucho la relación que tienen los indios con el tiempo. Estábamos filmando un documental (Une ville a Chandigarh) en India sobre la nueva capital de Punjab, que fue diseñada por Le Corbusier. Había elaborado el plan maestro de la ciudad, que incluía toda la idea urbana y él mismo había diseñado todos los edificios principales. Entre estos, había, en el campus de la universidad, un anfiteatro al aire libre, de estilo romano, pero hecho de concreto. En lugar de simplemente mostrarlo vacío, se nos ocurrió la idea de filmar un espectáculo allí. Había un grupo de bailarines sikh muy talentosos en la universidad, todos niños, todos se veían muy bien. Con el profesor que nos atendió y la administración de la universidad, organizamos el espectáculo y reclutamos a trescientos estudiantes para llenar las gradas. Todo estaba fijado para un miércoles a las diez. Ese día llegamos al lugar a las nueve de la mañana, para prepararnos para el rodaje. A las diez menos cuarto ya empezaba a preocuparme, porque todavía no había aparecido nadie. A las diez, todavía nadie, ni un gato. A las diez y media decidí ir a ver al profesor que había organizado todo para saber qué estaba pasando. Le digo que estábamos listos para rodar en el anfiteatro, pero que no estaban ni los bailarines ni los estudiantes. Pensé que probablemente había habido confusión sobre la fecha elegida. No, no hubo confusión, dijo. Y agregó: “Mañana estarán todos. Era todo sonrisas y no se disculpó por este contratiempo que, para él, no lo era. Y no había tenido a bien decírnoslo: que fuera miércoles o jueves no le importaba lo más mínimo. Aquí nadie está ni un día más cerca. Nuestra propia noción del tiempo no se aplica allí, y de ninguna manera debemos intentar imponerla a los indios cuando trabajamos con ellos. Depende de nosotros adaptarnos, lo cual, durante el rodaje de la película, no me supuso ningún problema. Al día siguiente a las diez en punto, todos estaban allí y filmamos un excelente “baile de la cosecha”. Desaparecidos los bailarines y los espectadores, me senté en el último escalón del anfiteatro. Observé y escuché el paso del tiempo, en la suavidad y bajo el cielo azul de Punjab.

No lejos de allí, por el camino, los campesinos entraban en la ciudad trayendo sus productos en carretas tiradas por bueyes. El ritmo, la paciencia y la majestuosidad de estos equipos eran puramente filosóficos, fuera miércoles o jueves.

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El callejón de las almas perdidas https://arquine.com/el-callejon-de-las-almas-perdidas/ Thu, 04 Aug 2022 06:40:07 +0000 https://arquine.com/?p=66521 Al caminar por la Avenida Juárez se siente la energía de la ciudad, una ráfaga seductora, apabullante, que encanta y abruma. La sensación que provoca recorrerla, con la Alameda, el parque más viejo de América, a un costado y en un extremo la Torre Latinoamericana, es intensa como el sentimiento de Arturo de Córdova al inicio de El rebozo de Soledad (Roberto Gavaldón, 1952).

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Al caminar por la Avenida Juárez se siente la energía de la ciudad, una ráfaga seductora, apabullante, que encanta y abruma. La sensación que provoca recorrerla, con la Alameda, el parque más viejo de América, a un costado y en un extremo la Torre Latinoamericana, es intensa como el sentimiento de Arturo de Córdova al inicio de El rebozo de Soledad (Roberto Gavaldón, 1952). Un ser minúsculo, ya sin rumbo, que va pateando sus desilusiones como se arrastra un envase tirado en la calle. Antes de acariciar el fracaso, sueñas con poner el mundo a tus pies. O tenerlo en la palma de la mano. Por cierto, ese es el título de una de las mejores películas de Gavaldón: En la palma de tu mano (1951), que se estrenó hace poco más de 70 años, es un filme excepcional donde la ciudad colabora de forma activa no solo para enmarcar la acción sino los impulsos de los personajes, sombríos y velados.   

 

Mi barrio me respalda

Cuando me mudé a la calle Artículo 123, atrás de la avenida Juárez, hubo quienes me preguntaron si no me daba miedo vivir ahí. Respondí que no. Me preguntaba qué motiva a la gente a pensar que se trata de un lugar inseguro. Entonces supe que la zona tiene fama. Todavía a inicios del siglo XX el conjunto de calles, callejones y callejas, del que aún hay vestigios como el callejón de las Damas, en la calle de Dolores (donde se reunían las prostitutas), y el callejón del Sapo, era el lugar de los malandros, ya que gracias a su configuración de plato roto, era fácil escabullirse. Si vamos más atrás, al Virreinato, el barrio de San Juan, que engloba toda la zona, era el más poblado por naturales. Antes de ser San Juan, antes de la Conquista, se llamaba barrio de Moyotlan, “lugar de mosquitos” en náhuatl; los insectos, con su zumbido sulfurante, sugieren, sin duda, la humedad de las acequias que prolongaban el Lago de Texcoco. En su día, el barrio fue arrasado por epidemias e inundaciones.

Detengámonos a mediados del siglo XX. El proyecto alemanista va de salida. Con sus tiendas, cines y hoteles de lujo como los de París, la avenida Juárez vive en una continua mascarada, se compra y se camina sobradamente, se respiran los aires del progreso, que siempre soplan fuerte en esas calles, que pronto apesta como la basura que todavía revuelven los indigentes que buscan objetos y comida entre Balderas y Artículo 123. 

 

En las primeras imágenes de En la palma de tu mano, Gavaldón critica las ideas del desarrollo. Un plano general muestra a De Córdova, el profesor Karín, que sale de un callejón mal iluminado en cuyo fondo se ve un anuncio de neón vertical que informa sobre su actividad: es vidente, renuente a la razón; se acerca a la banqueta y entra al bullicio de la avenida, poblada por automóviles. En la secuencia se alcanza a ver un busto, éste corresponde a Federico García Lorca, el poeta español que le prestó su nombre al callejón, que hoy se conserva a un costado del templo de Corpus Christi (el primer convento para monjas indígenas); desde el ático donde vive Karín, un charlatán chismoso que busca dar el golpe maestro, se ve el Hemiciclo a Juárez. Al emerger de estas coordenadas, el protagonista acarrea un contexto, sombras en las imágenes, un pasado que se intuye.    

Las películas demuestran que Roberto Gavaldón fue no solo un gran artista sino un gran conocedor de su época. En su obra los personajes asimilan el espacio, lo incorporan, no son meros decorados o accesorios. Ahí están, por ejemplo, el funesto final de La noche avanza (1952), donde un perro se orina encima del retrato del protagonista, con el Monumento a la Revolución de fondo, o la punta del Zócalo donde se prostituye Marga López en De carne somos (1955) que no es, por decir algo, un lugar que embellece una trama como la de Salón México (Emilio Fernández, 1949). La oscuridad del callejón, y todo lo que está detrás, es la de Karín.

 

Un callejón sin milagros

Entre las calles de Revillagigedo y José Azueta está el hotel Hilton, pero antes, en ese mismo lugar, estaba el Hotel del Prado, proyectado por el arquitecto Carlos Obregón Santacilia. Este edificio, favorito de turistas, famosos y metiches, tenía múltiples espacios, entre ellos el cine Trans-Lux. Como se sabe, en uno de sus salones estaba emplazado el mural de Rivera Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, que aparece en la película de Gavaldón. 

En ese hotel se hospeda Ada Romano, la viuda joven que encandila a De Córdova para evitar que la acuse del asesinato de su esposo, presunto cliente del quiromántico. Al desdoblarse, Ada en su lujosa habitación y Karín en su buhardilla (diferentes en categoría y dimensiones, pero ambas sobre la avenida Juárez) se funden con ánimo de ganarle la partida a la mediocridad. Dañado por el sismo de 1985 y posteriormente demolido, del Hotel del Prado solo quedan fotos, testimonios de la entonces pujante avenida Juárez.

En la palma de tu mano es uno de los ejemplos más destacados de cómo el centro de la Ciudad de México es un plató, un estudio cinematográfico en sí mismo. El cine, por otro lado, es una manera de conocer y explorar la ciudad. Aún con el vértigo de la novedad, como dice José María Marroquí al hablar del callejón de Corpus Christi, esta zona en constante transformación sigue albergando las contradicciones de la urbe, del gentío diurno al vacío de la noche.  

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La casa que se transforma https://arquine.com/la-casa-que-se-transforma/ Tue, 01 Mar 2022 15:30:57 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-casa-que-se-transforma/ La casa, como refugio del exterior es la matriz de todas las experiencias del confort. Pero la casa también puede representar la acumulación de deudas, los efectos negativos de la especulación inmobiliaria o una aspiración que acarrea malestares a sus potenciales habitantes. En La casa (2021), antología de cortometrajes de animación, lo que se piensa como refugio se convierte en un fetiche que enloquece a sus propietarios.

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En Espumas, el filósofo Peter Sloterdijk plantea la idea de que el hogar es el primer sitio donde el ser humano desarrolla un sentido de la comodidad. La casa, como refugio del exterior, implica que ésta contenga dispositivos que climaticen el espacio, que implementen “atmósferas” en sus interiores que la convierten en “la matriz de todas las experiencias del confort”, el lugar donde es posible “hacerse uno” con la propiedad privada. Tal vez por esto, la casa esté insertada en el “anhelo colectivo”, como señala Georgina Cebey en su ensayo “Variaciones del hogar”. Es ahí donde se deposita “una inversión a largo plazo” con el fin de obtener “un espacio en el que se proyectan momentos futuros de la vida, generalmente libres de preocupaciones acerca de tener un techo bajo el cual habitar.”

Pero la casa también puede representar la acumulación de deudas, los efectos negativos de la especulación inmobiliaria o una aspiración que acarrea malestares a sus potenciales habitantes. En La casa (2021), antología de cortometrajes de animación, lo que se piensa como refugio se convierte en un fetiche que enloquece a sus propietarios. Dirigida por los directores Emma de Swaef, Marc James Roels, Niki Lindroth von Bahr y Paloma Baeza, La casa ensambla en tres historias una sola perspectiva sobre la violencia que esconde hacerse de un hogar y sostenerlo. El cine de horror cuenta con ejemplos que relatan historias de entidades que se posesionan del lugar donde, supuestamente, tendría que reinar la seguridad. Bajo las mismas estrategias narrativas, esta película propone a la propiedad privada como el monstruo que acosa a quienes lo habitan. Los muros, los tapices y la tecnología son las criaturas que aprisionan a los
propietarios.

La primera historia, titulada “And heard within, a lie is spun”, está centrada en una familia conformada por Raymond, su esposa Penny y sus hijas Isobel y Mabel. Esta primera entrega pareciera estar ambientada en los inicios del siglo XX. A partir de una visita de los familiares de Penny para conocer a Isobel, la hija recién nacida, se establece que la mujer proviene de un entorno con cierta alcurnia, el cual mira con desprecio la nueva vida de una de sus integrantes, quienes hablan de los muebles como si éstos tuvieran dignidad: les asquea que una cajonera que antes pertenecía a una mansión se encuentre en una morada mucho más humilde. Cuando los visitantes se retiran, vemos que Raymond tiene herida su dignidad. Durante la cena, se emborracha y se interna en los bosques cercanos a su casa. Ahí tiene un encuentro sobrenatural: un arquitecto llamado Van Schoobeek le ofrece obsequiarle una vivienda mucho más lujosa. Penny accede a mudarse con algunas sospechas iniciales, pero, una vez que la familia se instala en su nueva dirección, marido y mujer se dan cuenta que ascendieron en una escala que les demandaba aspirar a un espacio de ese tipo, donde tienen electricidad, cortinas hechas con telas costosas y un chef privado que les prepara todos los alimentos. La nueva residencia se encuentra en una colina sobre la casa anterior. A través de las ventanas, Mabel mira con añoranza el lugar donde formó arraigos con su familia, aunque, con resignación, decide formar parte de esta nueva etapa. Sin embargo, la niña comienza a darse cuenta que quienes tendrían que ser los trabajadores de sus padres en realidad están prestando sus servicios al señor Van Schoobeek. El objetivo pareciera ser el de sepultar a Penny y a Raymond en lujos: siempre están enviándoles comida y telas para que la señora confeccione cortinas. La vestimenta se vuelve el obsequio definitivo. Un par de trajes maravillan a los señores por su modernidad y osadía. A pesar de que Mabel intenta que sus progenitores reaccionen ante el poder que ejerce la casa sobre ellos, ya es demasiado tarde: la ropa que les fue entregada los transforma en piezas de mobiliario. El fuego de una chimenea que fue encendida con las pertenencias de la antigua casa se sale de control, y los padres, inmovilizados, ya que ellos mismos se convirtieron en posesiones, son consumidos por el incendio. El arquitecto Van Schoobenk ríe malignamente.

 

La segunda parte, titulada “Then lost is truth that can’t be won”, se sitúa ya bien entrado el siglo XXI, en una ciudad poblada por roedores antropomórficos. Vemos a un desarrollador, de quien no conocemos su nombre, remodelar la misma casa que transformó a Raymond y Penny. Sin contar con ningún equipo de construcción, la historia establece que este ratón ha invertido muchísimo capital tanto en acabados de lujo como en tecnología, factores que hacen más atractivo al inmueble para compradores potenciales. Para el gusto de este desarrollador, los pisos de mármol, las bañeras de cerámica importada y el mobiliario “de diseñador” son lo mismo que las luces que se prenden por comandos de voz y los sistemas de cámaras que no cumplen otra función más que escenificar, añadirle un asset más a una propiedad de por sí encarecida. Para el ratón, la idea de hogar significa el retorno de una inversión que, aunque haya sido arriesgada, está seguro que conseguirá ya que una casa es un bien inmobiliario para todo aquel que deseé continuar especulando con el valor de una vivienda. Esta transición de conceptos es semejante a la del primer capítulo. Si antes la familia de Mabel habitaba un sitio hacia el que la niña sentía un arraigo, el arquitecto obsequia a su familia una mercancía que prioriza otros valores ajenos a los “futuros de la vida” que apunta Cebey. Una posibilidad es que, quien adquiera la casa remodelada por el ratón, puede revenderla a un precio mucho más alto, borrando del panorama las historias familiares que puedan construirse en sus interiores. Pero quienes acudieron a la muestra de la casa no están nada interesados en adquirir un inmueble que complica tanto su habitabilidad. Los pisos de mármol no son antiderrapantes y los dispositivos complican el solo hecho de prender una luz. Todos se retiran, excepto una pareja, cuyas únicas palabras para el desarrollador es que están interesados en comprar la casa. El ratón se alegra, pero, paulatinamente, comienza a darse cuenta que utilizan la bañera, se quedan a dormir en la habitación principal y no muestran intenciones de irse.

En Bourgeois Nightmares. Suburbia. 1870-1930, Robert M. Fogelson comenta que, durante la época que queda fijada en el libro, la adquisición de bienes raíces traía consigo una serie de miedos casi siempre de orden social, como el crimen, la pobreza y inmoralidad. Las familias buscaban vecindarios donde pudieran criar a sus hijos sin la amenaza de ninguno de estos peligros. Pero el autor también agrega a la serie de temores el del mercado inmobiliario: una inversión puede acarrear la ruina de quienes adquieren una propiedad. En este caso, quien se enfrenta a esa ansiedad es quien pone en venta la necesidad de la vivienda. Los invasores, esos otros que no compran la casa pero que pueden adueñarse de la misma, rompen con los ideales de clase que el ratón tenía sobre su comprador imaginado, lo que, a su vez, baja la plusvalía de la vivienda que remodeló. A la pareja de roedores se le suma una plaga que destroza todo el lujo. Vemos que el mismo desarrollador forma parte de aquella debacle: ya sin traje, lo vemos anidando en la estufa de la cocina y comiéndose los cables. Las ambigüedades de este final permiten algunas interpretaciones. Si la plaga se hubiera comido al desarrollador, podemos hablar de ese miedo a los otros sobre el que escribe Fogelson. Sin embargo, el mismo inversionista cambia de bando y no impide que los objetos de diseño queden a las expensas de la plaga. Pareciera que la idea no es destruir la casa sino destruir los signos que la vuelven una propiedad privada lejos del alcance de una inmensa mayoría que no puede acceder a comprar una vivienda.

 

La última entrega, titulada “Listen again and seek the sun”, puede ser el punto de partida para leer a la historia del ratón como una crítica a la propiedad privada. Esta vez los gatos son los protagonistas, y el escenario sigue siendo la casa que intentó remodelar el ratón. Pero ahora vemos a la propiedad rodeada de un inmenso río, un probable indicador de la crisis climática. Su nueva propietaria, Rosa, pretende remodelar el inmueble para poner en renta departamentos. Elías y Jen, sus dos únicos inquilinos, no le pagan una renta monetaria: contribuyen cazando pescado o preparándole de comer, o le pagan en cuarzos y obsidianas que curarán la “energía” de Rosa. Ambos se dan cuenta que la insistencia de Rosa por remodelar la estructura es más un delirio por hacer que una ruina vuelva a ser una propiedad rentable. Esto lo saben porque el nivel del agua aumenta y porque ellos mismos están planeando su partida, ante las crecientes dificultades ya no tanto de sostener un techo sobre sus cabezas sino de mantener la misma estabilidad del suelo. Cosmos, la pareja de Jen, llega en un pequeño barco a la casa y Rosa sospecha que es para llevarse a su inquilina a otro sitio, idea que no le agrada a la casera ya que ellos son la única compañía que tiene. Jen y Cosmos le prometen a Rosa ponerse al corriente con las rentas y ponerse a trabajar con ella en las remodelaciones. Sin embargo, lo que hacen es quitar las maderas del piso para construirle un bote a Elías para que todos puedan irse de ahí, además de dejarle a Rosa una palanca que, según Cosmos, ella presionará cuando se encuentre lista. Rosa se enfurece con sus inquilinos y con el intruso por abandonarla y por descomponer todavía más su propiedad. La respuesta de Jen es inducirle un trance a su amiga y casera, una introspección donde se pueda dar cuenta que aquel conjunto de muros no es más una atadura que le impide abandonar un suelo que ya no le pertenece a ella ni a nadie.

Si el ratón fue dominado por el miedo al mercado inmobiliario, la gata Rosa es apresada por el miedo a abandonar la idea de casa como un ente estable que albergue familias, historias y futuros que afirmen que la propiedad es el sitio donde se nutre el confort y donde las preocupaciones se disipan por la seguridad que provee la posesión de una casa. Cuando Rosa termina aquella exploración mental, se da cuenta que sus amigos ya se han internado en el río: un mundo donde ni las casas ni las fronteras nacionales existen, donde los arraigos no son más que las relaciones que tienen entre ellos. Angustiada, Rosa escucha a Jen y a Elías decirle que se una a su viaje. Rosa cae en cuenta que debe jalar la palanca que instaló Cosmos. Su casa se transforma en un barco con el que puede explorar no sólo un entorno completamente modificado (y donde la propiedad privada jugó una parte importante para ese cambio) sino también nuevas formas de habitar la propiedad que heredó de sus padres. Si su familia consideraba que los espacios de la casa podían rentarse, con la ayuda de sus amigos, Rosa hizo de su hogar algo mutable que tiene la capacidad de migrar.

 

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