Resultados de búsqueda para la etiqueta [Arquine 76 ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Fri, 08 Jul 2022 07:22:04 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 El problema de la desigualdad. Conversación con Gerardo Esquivel https://arquine.com/el-problema-de-la-desigualdad-conversacion-con-gerardo-esquivel/ Wed, 25 May 2016 22:41:26 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/el-problema-de-la-desigualdad-conversacion-con-gerardo-esquivel/ "En México realmente nunca hemos tenido un Estado de bienestar. Algunas políticas y planes parciales funcionaron relativamente. Pero debemos cambiar la concepción de lo que tenemos y preocuparnos por los 50 millones de pobres que hay en el país, de los cuales 23 millones no tienen acceso a la canasta básica con los nutrientes mínimos. Hay que cambiar nuestros programas sociales y garantizar la sustentabilidad financiera, condiciones de bienestar altas y nivel de igualdad. Igualdad y democracia van de la mano, es una demanda por cumplir."

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El 24 de abril del 2015 Reinier de Graaf, asociado de OMA, la firma de Rem Koohlaas, publicó un texto en la Architectural Review con un largo título: “La arquitectura es hoy una herramienta del capital, cómplice en un propósito contrario a su misión social”. De Graaf empezaba su texto comentando el libro que el economista francés Thomas Piketty publicó un año antes, en 2014, El capital en el siglo XXI. “Si Piketty tiene razón, decía, podemos de una vez por todas enterrar la ilusión de que el sistema económico presente opera en última instancia para el interés de todos y que sus beneficios eventualmente se filtrarán hasta los más pobres de la sociedad. Contrario a lo que todos los economistas después de Keynes nos han dicho, la desigualdad producida por el capitalismo puede no ser una fase temporal que será superada en algún momento; resulta más bien un efecto estructural e inevitable a largo plazo del mismo sistema. El análisis de Piketty —continúa De Graaf— es notablemente simple. Identifica dos categorías económicas: el ingreso y la riqueza, y entonces define la desigualdad social en función de la relación de ambas a lo largo del tiempo, concluyendo que, cuando la tasa de rendimiento del capital supera la tasa de crecimiento de la producción y el ingreso, la desigualdad social inevitablemente crece.” Picketty es un tanto más duro en su diagnóstico: cuando se da esa relación entre la tasa de rendimiento del capital y la del ingreso, “el capitalismo produce mecánicamente desigualdades insostenibles, arbitrarias, que cuestionan de modo radical los valores meritocráticos en los que se fundamentan nuestras sociedades democráticas” . Según los estudios de Piketty, el desarrollo económico produce riqueza pero no necesariamente igualdad. Al contrario. Sin mecanismos de redistribución social de la riqueza, ésta termina acumulándose y generando diferencias monstruosas. El estado de bienestar y la relativa igualdad social y económica que se vivió durante varias décadas del siglo XX no fue, entonces, producto del desarrollo económico, sino de aquellos mecanismos que hoy ya no funcionan del mismo modo. “Si el siglo XX fue una anomalía, apunta De Graaf, entonces probablemente también sus ideales: un periodo entero caracterizado por la creencia ilustrada en el progreso, la emancipación social y los derechos civiles puede retroactivamente descartarse como un momento fugaz de ilusión, una nota a pie de página en el largo curso de la historia.” Para De Graaf las implicaciones arquitectónicas de las ideas económicas de Piketty son evidentes: “A quince años del nuevo milenio es como si el siglo pasado jamás hubiera ocurrido. La misma arquitectura que alguna vez simbolizó en concreto aparente la movilidad social, hoy sirve para evitarla. A pesar de tasas cada vez más altas de pobreza y de desamparo, grandes proyectos de vivienda social se demuelen con absoluta determinación.” Algo así, concluye De Graaf, como “la remoción metódica de la sustancia física” de aquel sistema económico ya desaparecido. Conversamos con Gerardo Esquivel, encargado de la revisión técnica de la traducción al español del libro de Piketty sobre la interpretación de De Graaf.

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¿Es precisa su lectura de Piketty?

En efecto, Thomas Piketty plantea un paradigma distinto al de otros economistas y cambia nuestra concepción de la desigualdad, cambiándola de tajo. Para Simon Kuznets, ganador del premio Nobel de Economía en 1971, la desigualdad y el nivel de desarrollo en un país no seguían una relación lineal sino que su comportamiento se podía describir con la forma de una U invertida: la curva de Kuznets. Cuando la riqueza de un país se acrecienta, en principio la desigualdad aumenta, pero llega un punto en el que, tras cierto nivel de desarrollo, empieza a disminuir. En su visión, conforme los países se hacen más ricos la desigualdad tiende a disminuir y hay una convergencia en niveles bajos de desigualdad. A partir de un amplio análisis de datos, histórico y geográfico, Piketty desmiente la hipótesis de Kuznets y, con base en evidencia empírica concluye que lo que pasó en ciertos países durante el siglo XX fue algo totalmente atípico, debido a condiciones particulares como las guerras, el surgimiento del Estado de bienestar y una serie de políticas —como el New Deal en los Estados Unidos— que condujeron a la reducción de la desigualdad, pero no de una manera natural y como consecuencia del desarrollo económico. Se trató, más bien, de un proceso deliberado resultado de políticas deliberadas sin las cuales la desigualdad tiende a aumentar, como sucedió en Europa a fines del siglo XIX: gran concentración de riqueza en manos de unos cuantos y la mayoría viviendo miserablemente. Para Piketty, en menor escala pero en la misma dirección, eso está pasando desde finales del siglo XX, derivado del desmantelamiento de muchas de las políticas que se establecieron en el siglo pasado. Por tanto, se revierte el proceso de disminución de la desigualdad. Piketty sostiene sus ideas con datos de varios países desarrollados, pero no hace falta ser economista para entender lo que está pasando: cuando vemos, por ejemplo, lo que ocurrió en Estados Unidos con el movimiento Occupy Wall Street, la demanda fundamental fue la gran desigualdad entre el uno por ciento más rico de la población y el otro 99 por ciento.

De Graaf apunta a que el cambio en la concepción de la desigualdad que suponen las ideas de Piketty dependen en parte de que toma en cuenta la diferencia entre ingreso y riqueza.

Así es. Cuando se habla de desigualdad, muchos economistas piensan en términos de ingreso: lo que se recibe a cambio del trabajo que uno hace en un tiempo determinado, al día, al mes, al año. Se trata de un flujo. Y aunque hay desigualdad en relación al ingreso —mayor en México que en otros países, de hecho— ésta no es comparable con la que depende de la riqueza. Puedo no tener ninguna riqueza debido a la condición económica de mi familia —no heredar propiedades ni dinero en el banco— pero en cambio tener un buen ingreso gracias a mi capital humano, es decir a mi preparación, a aquello que sé hacer. Al contrario, hay quienes pueden tener grandes riquezas independientemente de su capital humano. A diferencia de la riqueza, el capital humano es intransferible, no del mismo modo: puedo heredar bienes, pero no puedo heredarle el doctorado a mi familia. Sin embargo, los argumentos de Piketty no tienen una lectura marxista, como hubo quien supuso, ni se derivan de una envidia a la riqueza. Su intención, incluso, como le han criticado otros, no es el derrumbe del capitalismo a causa de sus propios defectos, sino su supervivencia: la desigualdad implica grandes riesgos para el capitalismo, incluso para el desarrollo del talento, si asumimos que éste se encuentra distribuido aleatoriamente. La visión de Piketty es, en cierto modo, reformista, incluso conservadora. Busca la igualdad de oportunidades para lograr un mejor nivel de bienestar para la mayoría sin invitar a una lucha de clases.

Captura de pantalla 2016-05-25 a las 17.47.21Conjunto Urbano Presidente Alemán. Fotografía: Moritz Bernoully

De Graaf relaciona los resultados del Estado de bienestar, entre los años veinte y setenta, quizá, del siglo pasado, con el desarrollo de cierta arquitectura. Fue la época en que en muchos países se apostó por lo público: escuelas, hospitales, unidades habitacionales producidas por el Estado y donde el calificarlos como obras públicas no implicaba ningún menosprecio. Con el neoliberalismo de Thatcher y Reagan en los años ochenta y en México con Salinas en los noventa, el Estado dejó de invertir, al menos como lo hacía antes, en políticas públicas de bienestar.

Justo en el periodo en que disminuyó la desigualdad, el papel del Estado fue determinante en la construcción de muchas grandes obras públicas, incluyendo obras arquitectónicas y espacios públicos que tenían como objetivo construir eso: lo público. En los últimos años, por ejemplo en México, la construcción de escuelas o universidades públicas se ha reducido. Antes tenía otra lógica y el papel del Estado mediante esas obras era abrir ciertos espacios que hoy ya no se tienen. La retracción del Estado tiene que ver con ese cambio de paradigma, en los años ochenta en Gran Bretaña y Estados Unidos, y luego en los noventa en otros países, como México, acompañado de la crisis económica.

En 2014 Oxfam presentó un reporte revelando que 85 personas poseen la misma riqueza que la mitad de la población mundial: 85 personas tienen lo mismo que 3,500 millones. La condición de la pobreza y de la desigualdad en México llega a ser incluso peor que en otros países. Según el informe Desigualdad extrema en México, concentración del poder económico y político, que preparaste también para Oxfam, en el país hay más de 53 millones de pobres; el 10 por ciento más rico del país concentra más del 64 por ciento de la riqueza del país y el 1 por ciento más rico tiene el 21 por ciento de los ingresos totales de la nación.

Son datos sorprendentes, pues resulta que en esta medida de la concentración de la riqueza, México es el país que concentra más riqueza en menos personas, verdaderamente ricas. Por ejemplo, con el puro rendimiento de la riqueza de las cuatro personas más ricas de México, podrían contratar a 3 millones de mexicanos pagándoles el salario mínimo. El número de desempleados en el país es de 2.4 millones, así que podrían contratarlos a todos y a 600,000 más y sin perder nada de su riqueza. Eso nos habla de la desproporción entre esa riqueza y el costo de la mano de obra no calificada.

Pero en el reporte para Oxfam, además de esos datos, presentamos algunos grandes principios que podrían generar el inicio de una reducción de la desigualdad. Primero, la construcción de un Estado social auténtico: ver las necesidades de manera diferente y pensar más bien en derechos a los que el Estado debe garantizar el acceso, proveerlos y de buena calidad. No como un paliativo que realmente no ayuda a avanzar en el combate a la pobreza y sólo vale para evitar una insurrección. Segundo, crear una política fiscal progresiva, cobrando más a los que más tienen y con nuevos impuestos dedicados a gravar los ingresos de los más ricos, como el rendimiento de acciones, las herencias, etcétera. Tercero, hay que gastar mejor lo recaudado, enfocando el ejercicio del gasto público en infraestructura, en educación. Algunos programas sociales en México son regresivos, en vez de impedir que la brecha de la desigualdad crezca más. Cuarto, hay que tener una mejor política laboral y aumentar el salario mínimo. Y, por último, para que lo recaudado mediante impuestos no sea mal empleado, hay que generar mecanismos de transparencia y rendición de cuentas. 

¿Con este tipo de políticas, podría regresarse al Estado de bienestar?, ¿es eso deseable?

En México realmente nunca hemos tenido un Estado de bienestar. Algunas políticas y planes parciales funcionaron relativamente. Pero debemos cambiar la concepción de lo que tenemos y preocuparnos por los 50 millones de pobres que hay en el país, de los cuales 23 millones no tienen acceso a la canasta básica con los nutrientes mínimos. Hay que cambiar nuestros programas sociales y garantizar la sustentabilidad financiera, condiciones de bienestar altas y nivel de igualdad. Igualdad y democracia van de la mano, es una demanda por cumplir.

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Centro Médico Nacional Siglo XXI. Fotografía: Thomas Ledl. Licencia License CC BY-SA 4.0


 

Esta conversación tuvo lugar en el programa La Hora Arquine el 6 de julio del 2015. Gerardo Esquivel es economista graduado en la Universidad Nacional Autónoma de México (unam) con maestría en El Colegio de México y doctorado por la Universidad de Harvard.

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Hablar arquitectura https://arquine.com/hablar-arquitectura/ Mon, 23 May 2016 17:11:41 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/hablar-arquitectura/ "Un pueblo que vive en jacales y cuartos redondos no puede HABLAR arquitectura". Es una de las pocas frases del muchas veces citado “resumen PRAGMÁTICO” de la conferencia que dio Juan Legarreta en la Sociedad de Arquitectos Mexicanos (SAM) en las Pláticas de 1933. Hoy, cuando la desigualdad ha llegado a niveles extremos —85 personas tienen la misma riqueza que la mitad más pobre en el mundo— ciertas preguntas vuelven a ser pertinentes: ¿cuáles son las condiciones —sociales, políticas, económicas o ambientales—que hoy se plantean como más relevantes para la arquitectura y la ciudad? ¿Ocupan la desigualdad y la pobreza un lugar preponderante? ¿Cómo pueden encararse explícitamente desde el campo de la arquitectura esas condiciones? ¿De cuáles casos en la historia reciente de la arquitectura podríamos aprender algo más, sea por su éxito o, al contrario, por su fracaso?

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Un pueblo que vive en jacales y cuartos redondos no puede HABLAR arquitectura. Es una de las pocas frases del muchas veces citado “resumen PRAGMÁTICO” de la conferencia que dio Juan Legarreta en la Sociedad de Arquitectos Mexicanos (SAM) en las Pláticas de 1933. Escrito de su pluma y letra, las mayúsculas son del mismo Legarreta, que en aquél año cumplía 31. No llegaría a los 32, murió el 4 de abril de 1934, en un accidente. En el 33, además de la conferencia, Legarreta había terminado su conjunto de viviendas obreras en la colonia Balbuena. Poco más de un centenar de casas, las más pequeñas de 44 metros cuadrados y las más grandes de 66, uno de los primeros conjuntos habitacionales para obreros en México. Las Pláticas de 1933 fueron organizadas por Alfonso Pallares, entonces presidente de la SAM. Casi diez años antes, el 23 de noviembre de 1924, Pallares publicó en el periódico Excélsior una nota titulada “Cómo habita el pueblo mexicano y cómo debía habitar”. Empezaba su texto hablando del alfabetismo de 80 por ciento que entonces dominaba México y ligaba el estado de la vivienda en el país a la ignorancia: no sólo había que “albergar convenientemente a millares y millones de indios y gente pobre y aun gente media” sino, sobre todo, “enseñarles a habitar, a vivir limpios, sanos, cuidadosamente en su morada”, Vivir bien era un asunto de saber, no sólo de poder hacerlo.

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Casi con el mismo título que el artículo de Pallares, William Morris dictó una conferencia cuarenta años antes, el 30 de noviembre de 1884: “Cómo vivimos y cómo podríamos vivir”. No es inimaginable que Pallares haya conocido al menos el título de la plática de Morris: entre 1905 y 1920 vivió en Europa. Aunque la diferencia es clara: Pallares habla de los otros, los pobres, los indios, y prescribe un modo de vida. Morris habla de nosotros, la sociedad capitalista, y describe una posibilidad. La posición del inglés era también distinta respecto de la necesidad de educar. Morris también la menciona, pero después de la salud —dentro de la cual considera al hambre entre los pobres como una enfermedad— y no la concibe como una especie de entrenamiento —“enseñarles a vivir limpios”, decía Pallares— sino como “la oportunidad de participar en los conocimientos del mundo”. La tercera exigencia de Morris, tras la salud y la educación, era que “el ambiente material que nos rodea sea agradable, generoso y bello”. Pallares veía en las “casas desvencijadas y fétidas” del pueblo mexicano, en los “muros que no protegen” y los “techos que no cubren”, en la “ausencia de agua que corre y se lleva consigo todo lo sucio, lo inmundo, lo que enferma, mancha y desasosiega”, casi una afrenta: “una transición”, malograda, “entre la época troglodita y la edad de la civilización y de la conciencia humana”. Morris, que al regresar de sus viajes a Islandia había escrito en su diario que la desigualdad le parecía algo mucho más ofensivo y peligroso que la pobreza, pensaba por su parte que no eran ellos, los pobres, quienes no habían dado los pasos necesarios para llegar a nuestro estado de civilización, sino que era nuestra civilización la que producía esas diferencias y que llegaría “el día en que la gente encontrará difícil de creer que una comunidad rica como la nuestra y con tal dominio de la naturaleza exterior haya podido someterse a una vida tan mezquina, andrajosa y sucia como la nuestra”. Para Morris la suciedad e inmundicia del entorno, pues no era de los pobres, aunque los afectara directamente a ellos, sino nuestra, de una sociedad desigual y por lo mismo injusta. El estado en que vivían los pobres no era simplemente una condición marginal del sistema económico sino su efecto directo y, por lo mismo, Morris insistía desde el inicio de su conferencia en la necesidad de una revolución, entendida no como una sublevación sangrienta, sino como “un cambio en la base de la sociedad”. A nosotros los socialistas, decía Morris, no nos asusta esa palabra. Revolución y arquitectura.

“Al mejorar la vivienda de las clases trabajadoras será posible remediar con éxito la miseria material y espiritual que se ha descrito y, de esa manera, mediante el mero cambio de las condiciones de la vivienda, sacar a gran parte de esas clases de la ciénaga de sus prácticamente inhumanas condiciones de existencia y llevarlas a las alturas del bienestar material y espiritual.” Eso no lo dijeron ni Legarreta ni Pallares. Tampoco Morris. Lo escribió el economista austriaco Emil Sax en 1869 en su libro Las condiciones de la vivienda de las clases obreras y su reforma, y lo citó a su vez Frederick Engels en 1877 en La cuestión de la vivienda como un ejemplo de cómo la burguesía trataba de resolver el problema de la vivienda, cambiando las condiciones particulares de la misma pero no las relaciones de producción que yacían en el origen de tales condiciones. En otras palabras, para Engels el problema no era la habitación sino la pobreza, y aunque pareciera evidente que una mejor casa cambia las condiciones de vida, ésta no cambia, necesariamente, la pobreza y lo que según Morris resultaba peor: la desigualdad. Morris llegó al socialismo por la estética, bajo la influencia de Ruskin antes que de Marx o Engels, a quienes empezó a leer en 1884, el mismo año que dictó su conferencia y en que se unió a los poco más de 200 comunistas ingleses que había entonces. Le parecía que la industrialización producía pobreza de varios tipos, incluida la estética.

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Morris quizá no habría compartido algunos de los principios estéticos de la Bauhaus, pero tal vez sí ciertas ideas de algunos de sus miembros. En especial de Hannes Meyer, su segundo director entre 1928 y 1930, cuando lo despiden precisamente por resultar demasiado rojo. En 1932 Meyer fijó su posición —y de cierta manera la del gremio entero— frente al problema de la pobreza ya definido de lleno en términos marxistas: se trataba de una lucha de clases. “Este factor, dice, obliga a los arquitectos a un continuo análisis de las situaciones sociales que encuentran su expresión en la arquitectura de nuestro tiempo. Cuando más claramente reconozcamos los procesos sociales de la lucha de clases, tanto más obligados estamos a juzgar la forma de todas las manifestaciones en el campo arquitectónico, únicamente a la luz de la acción recíproca que se interpone entre la forma y su contenido social.” Para Meyer, el único motor del urbanismo en la ciudad capitalista es la especulación del suelo y la función real de la vivienda es ser un medio de explotación: la única manera para un trabajador de tener una vivienda digna y decorosa es, justamente, ser un trabajador, trabajar para alguien. Meyer llegó a México en septiembre de 1938. Unos meses antes, en marzo, la Unión de Arquitectos Socialistas —entre quienes estaban Enrique Yáñez, Ricardo Rivas, Balbino Hernández y Enrique Guerrero, Álvaro Aburto, Carlos Leduc, Alberto T. Arai y otros— publicó un Manifiesto a la clase trabajadora en el que solicitaban su “apoyo decidido a los trabajadores técnicos de la arquitectura cuya misión consiste en resolver los problemas de la habitación obrera y campesina”. Los arquitectos pedían ayuda para poder ayudar.

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La historia, por supuesto, no termina ahí. Más de siglo y medio de tomas de posición de arquitectos y pensadores, sociólogos y políticos sobre cómo se pueden y deben atender las condiciones espaciales que derivan o producen la pobreza: la serpiente se muerde la cola y no sabemos cuál es la causa y cuál el efecto, aunque podemos suponer que no hay una dirección única. Si en los años veinte, en México, Pallares señalaba como un problema en las viviendas de los pobres los “pisos que no se levantan ni diferencian de la tierra” y, noventa años después, un programa del gobierno mexicano se planteaba como una prioridad para mejorar sustancialmente las condiciones de la vivienda de los más necesitados el piso firme: cambiar el piso de tierra por uno de concreto, puede ser que el piso, ni los muros ni el techo fueran realmente el problema, sino que tal como pensaban Morris y Engels y muchos otros después, se trata de un problema de fondo, estructural. Hoy, cuando la desigualdad ha llegado a niveles extremos —85 personas tienen la misma riqueza que la mitad más pobre en el mundo— ciertas preguntas vuelven a ser pertinentes: ¿cuáles son las condiciones —sociales, políticas, económicas o ambientales—que hoy se plantean como más relevantes para la arquitectura y la ciudad? ¿Ocupan la desigualdad y la pobreza un lugar preponderante? ¿Cómo pueden encararse explícitamente desde el campo de la arquitectura esas condiciones? ¿De cuáles casos en la historia reciente de la arquitectura podríamos aprender algo más, sea por su éxito o, al contrario, por su fracaso?

 

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