Resultados de búsqueda para la etiqueta [Alessandro Baricco ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Mon, 26 Sep 2022 12:56:23 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 Como era y donde estaba https://arquine.com/como-era-y-donde-estaba/ Sat, 30 Jan 2016 04:04:27 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/como-era-y-donde-estaba/ Un teatro veneciano destruido por un incendio y reconstruido y vuelto a destruir por otro incendio, intencional. El culpable se esconde en México. El arquitecto encargado del proyecto para la reconstrucción muere poco antes de que se inicie. El nuevo teatro se inaugura tras juicios y retrasos. El escritor dice: es lo que queda de aquello que ya no somos. La ópera de La Fenice.

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El primero de marzo del 2007 la Interpol arrestó en Chetumal, México, a Enrico Carella. En el 2001 Carella y su primo Massimiliano Marchetti habían sido condenados en Italia por haberle prendido fuego, intencionalmente, al teatro de La Fenice, en Venecia, el 29 de enero de 1996.

En 1792 se había inaugurado el primer teatro de La FeniceEl Fénix— que remplazó al de San Benedetto, destruido por un incendio en 1774. El arquitecto de La Fenice fue el veneciano Gianantonio Selva, nacido el 2 de septiembre de 1751 y que murió el 22 de enero de 1819, 17 años antes de que su teatro también fuera destruido por el fuego en 1836. En menos de un año los hermanos Meduna, Giovanni Battista, arquitecto, y Tommaso, ingeniero —diseñador del primer puente para el ferrocarril hasta Venecia— se hicieron cargo de la restauración del teatro. La Fenice fue uno de los más famosos teatros de ópera hasta que Carella y Marchetti, contratados para reparar sus instalaciones eléctricas, decidieron incendiarlo. Preocupados por las multas a causa del retraso en su trabajo, decidieron terminar con el teatro en vez de con el encargo. Tras el incendio, Massimo Cacciari, entonces alcalde de Venecia, prometió que el teatro se reconstruiría com’era, dov’era —como era y donde estaba— y que sería inaugurado en diciembre de 1999. Hubo varias propuestas para reconstruir el teatro. Gianni Agnelli, l’Avvocato, que dirigía la Fiat, empresa fundada por su abuelo Giovanni Agnelli, estaba interesado en hacerse cargo del proyecto. En 1983 Fiat había comprado el Palazzo Grassi, encargándole la renovación a la arquitecta Gae Aulenti, quien, entre otros proyectos, fue responsable de la transformación del Museo d’Orsay —en el 2005 François Pinault compró el Palazzo Grassi y le pidió a Tadao Ando una nueva intervención. Aulenti, desde Milán, haría el proyecto junto con el veneciano Antonio, Tonci, Foscari Widmann Rezzonico quien, entre otros proyectos, se había encargado, tras comprarla en 1973, de restaurar una vieja propiedad de su familia: La Malcontenta, o Villa Foscari, proyectada en 1559 por Andrea Palladio para los hermanos Nicolò y Alvise Foscari. Pero el proyecto no quedó en manos de la Fiat ni a cargo de Aulenti y Foscari.

El 30 de mayo de 1997 debía decidirse qué empresa y con qué proyecto se reconstruiría La Fenice. Ganó la propuesta de A.T.I. Holzmann con un proyecto de Aldo Rossi, quien murió poco después, el 4 de septiembre de ese año. En febrero de 1998 se suspendió la obra por disputas jurídicas y se reanudó unos meses después. La obra avanzó lentamente y no se cumplió con la inauguración prevista para 1999. El 27 de abril del 2001, con el uso de la fuerza pública, la constructora fue expulsada de la obra y otra se hizo cargo en octubre del mismo año. Por fin, el 14 de diciembre del 2003 el teatro fue inaugurado.

Para la sala principal del teatro, Rossi optó por una reconstrucción exacta —reconstrucción filológica, dice en italiano el folleto que publicó La Fenice para la inauguración. De hecho, las distintas categorías de reconstrucción son interesantes: restauración conservativa y reconstrucción, para el vestíbulo —“un acto de amor hacia los fragmentos sobrevivientes,” dijo Rossi—, reconstrucción y realización de la nueva máquina escénica, que incluyó la modernización tecnológica del teatro, la restauración del ala norte y la reconstrucción filológica del auditorio: como era y donde estaba. Una recreación, reponiendo la decoración original y, sobre todo, los materiales, principalmente madera, buscando recuperar la famosa acústica de la sala. Mínimas modificaciones permitieron aumentar la capacidad de espectadores de 840 a mil.

Además de Carella y Marchetti, acusados directamente de provocar el incendio, se levantaron cargos por negligencia contra el gerente y el administrador del teatro y otras seis personas, incluyendo al alcalde Cacciari, como representante de los dueños del teatro: la misma ciudad. Excepto por los electricistas, ninguno más fue declarado culpable. Marchetti fue condenado a siete años de prisión y Carella a seis, pero escapó. Tras ser arrestado en Méxicio fue extraditado y estuvo en la cárcel sólo 16 meses. Uno de sus compañeros de celda dijo que le contó que le habían ordenado incendiar el teatro a cambio de 150 millones de liras.

Aunque Rossi no vivió para ver la obra ni el resultado de su propuesta, hubo quien criticó la extrema fidelidad de la reconstrucción filológica en lo que, finalmente, era un edificio prácticamente nuevo. Mario Botta escribió: “reconstruir un teatro o un edificio como era y donde estaba es signo de una sociedad débil y frágil, que no sabe cómo hacerlo mejor. Cuando una comunidad tiene gran fuerza y valores que proponer, no se refugia en el pasado.” Botta califica al edificio como una falsificación y como una derrota para el arquitecto. Alessandro Baricco escribió que en Venecia “bien pudieron haber llamado a un arquitecto japonés y construir algo futurista en una isla artificial al centro de una laguna,” pero no, se trataba de La Fenice: el fénix: como era y donde estaba. Baricco termina su texto diciendo: es lo que queda de aquello que ya no somos.

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Viajeros y turistas https://arquine.com/viajeros-y-turistas/ Wed, 30 Dec 2015 19:41:35 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/viajeros-y-turistas/ Tal vez, en el fondo, la arquitectura tenga algo que agradecerle al turismo, más que el turismo a la arquitectura. El mismo Benjamin dice que la forma habitual de percibir la arquitectura es de manera distraída, por el uso y no por la contemplación atenta. La arquitectura que nos rodea, la que habitamos y a la que estamos acostumbrados, no la vemos. Observarla con atención “es una actitud corriente en los turistas ante los edificios famosos.” Arquitectos del mundo, demos gracias a Wagons-Lits

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Mi abuelo solía decir: la vida es increíblemente breve. Ahora, al recordarla, me aparece tan condensada que, por ejemplo, casi no comprendo cómo un joven puede tomar la decisión de ir cabalgando hasta el pueblo más cercano, sin temer —y descontando por supuesto la mala suerte— que aun el lapso de una vida normal y feliz no alcance ni para comenzar semejante viaje.

Franz Kafka, La aldea más cercana, 1917

Viajar no es hacer turismo; un turista no es un viajero. Es una diferencia que planteó Paul Bowles, que algo habrá sabido de viajes. Nació el 30 de diciembre de 1910, en Queens, estudió música en Virginia y Nueva York y a los 20 años vivía en París. Viajó a Túnez, a Marruecos y a Argelia antes de regresar a Nueva York. En 1947 se fue a vivir a Tánger, donde escribió su novela El cielo protector. Port, el protagonista —interpretado por John Malkovich en la versión fílmica de Bertolucci—, no se consideraba turista, sino un viajero. La diferencia residía en el tiempo: “mientras el turista se apresura por lo general a regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra”. Si la diferencia está en el tiempo y el tiempo, lo sabemos, es dinero, la diferencia entre el viajero y el turista es, pues, económica. Hay en esta distinción una mezcla de romanticismo y de autosuficiencia aristocrática muy cercana a la ética –y la estética– del esfuerzo, la profundidad, el interior y la autenticidad –opuestos a la facilidad, la superficialidad, la exterioridad y la falsedad– que caracterizan la retórica de la individualidad en el pensamiento moderno, de Descartes a Heidegger. El viajero tiene la posibilidad —léase los medios— para detenerse, explorar a fondo y conseguir una experiencia auténtica de los otros y de sí mismo. El turista, en cambio, sólo va de paso, el corto tiempo que sus vacaciones pagadas le permiten, confirmando con prisa que lo visto en el folleto de la agencia de viajes está realmente ahí, afuera. En consecuencia la diferencia real entre uno y otro no sólo es crono-económica sino, aún más, epistemológica: el viajero conoce, el turista reconoce.

Dentro de esa visión la experiencia del turista es una que casi no alcanza a serlo. En su ensayo de 1933 Experiencia y pobreza, Walter Benjamin dice que, antes, “sabíamos muy bien lo que era experiencia: los mayores se la habían pasado siempre a los más jóvenes”. El abuelo del breve texto de Kafka que no entendía cómo un joven podía atreverse a intentar ir a la aldea más cercana pensaba seguramente así. Preferible escuchar de los viejos las experiencias que sus propios abuelos les habían contado que arriesgarse a lo desconocido. Pero, decía Benjamin, las cosas han cambiado: “la cotización de la experiencia está a la baja.” Decaída, o quizá mutada, hoy la idea de la experiencia es la opuesta: no es algo que pueda transmitirse de una persona a otra, de una generación a la siguiente, sino que, como los documentos de identidad, es personal e intransferible. Se trata de otra herencia cartesiana: la duda metódica de cualquier conocimiento que no haya sido validado por cada quien tiene como consecuencia que la experiencia de pensar garantice nuestro existir, donde experiencia no debe leerse como saber acumulado —eso es precisamente lo que se ataca—, sino puesto a prueba. La experiencia, en tanto conocimiento, se convierte en un viaje: al interior de las cosas y al interior de uno mismo. Por eso el turista, que se desplaza superficialmente y es incapaz de profundizar, no tiene acceso real a la experiencia.

Muchas veces me he preguntado lo que la gente quiere decir cuando habla de una experiencia. Soy técnico y estoy acostumbrado a ver las cosas como son. Veo con claridad todo aquello de lo que hablan: a fin de cuentas no soy ciego. Veo la luna sobre el desierto de Tamaulipas; tal vez sea distinta a otras ocasiones, pero sigue siendo una masa calculable girando alrededor de nuestro planeta, un ejemplo de la gravedad, interesante, ¿pero en qué sentido se trataría de una experiencia?

Eso lo dice Walter Faber, ingeniero, protagonista de la novela de Max Frisch Homo Faber, y lo cita Hans Magnus Enzensberger en su Teoría del turismo, publicada en 1958. ¿Qué es una experiencia auténtica, ésa a la que el viajero tiene acceso y que le está negada al turista? Enzensberger también cita a Gerhard Nebel, para quien el turismo era “uno de los grandes movimientos nihilistas, una de las grandes epidemias de occidente.” Para Enzensberger la crítica de Nebel al turismo, “intelectualmente está basada en una falta de autoconciencia que bordea la idiotez; moralmente está basada en la arrogancia”. Enzensberger apunta que constituye, junto con los argumentos que articulan la diferencia entre el viajero y el turista “una reacción a la amenaza contra las posiciones privilegiadas”. El viajero odia ver su exclusivo coto invadido por las masas. Por eso devalúa y niega la experiencia del otro: podrán estar aquí, pero realmente no ven nada, no saben nada, no conocen nada. Pero, ¿y si en el fondo todos somos turistas?

El turismo es algo de lo que es difícil decir –afirma Enzensberger– si lo hemos creado o nos ha creado a nosotros. Turista es quizá otro nombre de eso en que poco a poco nos hemos convertido: paseantes, flâneurs, hombres de la multitud. El turismo tal vez sea sinónimo de la nueva barbarie que Benjamin definía, positivamente, como la necesidad de comenzar siempre de nuevo, pasándola con poco, construyendo desde poquísimo. El turista no va a Venecia con Goethe, Ruskin o Mann en la cabeza, ni siquiera con la guía Baedeker en la maleta. Con suerte recuerda alguna escena de la última película de 007. Debe moverse rápido y por tanto viaja ligero. En su libro Los Bárbaros, ensayo sobre la mutación, Alessandro Baricco da como características de éstos la simplificación, la superficialidad y la velocidad, y “la sorprendente idea de que algo, cualquier cosa, tiene sentido e importancia únicamente si consigue enmarcarse en una secuencia más amplia de experiencias”. Los bárbaros ahora llegan —de todas partes, dice Baricco— armados con cámaras digitales y su guía del viajero se construye post factum en sus cuentas de FaceBook o Instagram. El turista combina una situación paradójica: comparte la característica de la condición contemporánea de no sentirse en casa en ninguna parte, pero a diferencia de lo que decía Bowles del viajero —que no pertenece más a un lugar que al siguiente y por tanto se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra—, dicho desarraigo lo empuja a volver a toda prisa a su no-casa. ¿Para qué quedarse en un sitio por más tiempo si todos son iguales?

Tal vez, en el fondo, la arquitectura tenga algo que agradecerle al turismo, más que el turismo a la arquitectura. El mismo Benjamin dice que la forma habitual de percibir la arquitectura es de manera distraída, por el uso y no por la contemplación atenta. La arquitectura que nos rodea, la que habitamos y a la que estamos acostumbrados, no la vemos. Observarla con atención “es una actitud corriente en los turistas ante los edificios famosos.” Arquitectos del mundo, demos gracias a Wagons-Lits

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Ornamento, delito y muros para escalar https://arquine.com/ornamento-delito-y-muros-para-escalar/ Fri, 07 Aug 2015 13:21:45 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/ornamento-delito-y-muros-para-escalar/ ¿Barbarie? Lo decimos para introducir un concepto nuevo, positivo de barbarie. ¿A dónde le lleva al bárbaro la pobreza de experiencia? Le lleva a comenzar desde el principio; a empezar de nuevo; a pasárselas con poco; a construir desde poquísimo y sin mirar ni a diestra ni a siniestra —Walter Benjamin

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Una vez leí esta frase: «Para quien trepa por la fachada de un edificio, no hay ornamento que no le parezca utilísimo.» Tal vez fuera Kraus, pero no pondría las manos en el fuego. En cualquier caso: es una imagen que puede ayudarnos a comprender: lo que la civilización está habituada a considerar ornamento prescindible, para el bárbaro, que escala fachadas y que no habita edificios, se ha convertido en esencia.

Eso dice Alessandro Baricco en su libro Los bárbaros, ensayo sobre la mutación. Escrito como colaboraciones semanales en La Repubbilica, el libro de Baricco quiere dar cuenta de las formas culturales más recientes, las de quienes, como cantó alguna vez Devo, podríamos llamar post-post-modernos (o multiplicar el post cuantas veces sea necesario). El escalador que le encuentra uso a los ornamentos de una fachada en el aforismo que probablemente escribiera Karl Kraus, puede hacernos pensar en Alain Robert, el Spiderman francés. Robert nació el 7 da agosto de 1962. De escalar muros de roca pasó, en 1994, a escalar edificios y monumentos en la ciudad. Le parecía más atractivo por varias razones. Primero, aunque sufrió una fuerte caída que lo dejó en coma por seis días al caer escalando una roca en 1982, piensa que ese deporte se ha vuelto demasiado seguro. A los patrocinadores no les conviene, dice, que quienes lo practican se accidenten o se maten. La escalada urbana le parece más riesgosa. Aunque, por otro lado, mejor pagada. En una entrevista del 2006, Robert dijo que le llegaban a pagar 50 mil dólares por escalar un edificio. Sólo en esos casos usa algún tipo de protección, por exigencia de sus patrocinadores. Normalmente asciende libremente. Desde la caída de 1982, tiene problemas con las rodillas y ha llegado a tener ataques epilépticos. Eso lo acredita para tener una pensión que no ha reclamado —excepto por la tarjeta que le permite usar los lugares especiales para estacionarse. Asume que sería extraño cobrar una pensión como discapacitado y cobrar 50 mil dólares por escalar un edificio de cincuenta o sesenta niveles. Entre muchos edificios, en París ha escalado la Torre Eiffel y la Torre Montparnasse, el Arco de la Defensa y la Pirámide del Louvre. En Nueva York lo ha hecho con el Puente de Brooklyn y el Empire State. También ha subido por las fachadas de las Petronas en Kuala Lumpur y del Burj Khalifa, en Dubai. Su más reciente escalada fue la torre Cayan, también en Dubai, en abril de este año.

La idea de que alguien encuentre utilidad en el ornamento de una fachada para escalarla, resulta sugerente si realmente fuera un aforismo de Kraus, amigo de Adolf Loos y quien, ya se sabe, encontraba superfluo cualquier ornamento. El escalador —que para Baricco sirve como imagen para el bárbaro, el que viene desde afuera hacia nuestra cultura— encuentra una manera de subvertir el orden simbólico del ornamento superfluo como el puritanismo moderno que propone evitarlo y lo clasifica —no sólo por razones estéticas, es cierto— como un delito. Estos barbaros de Baricco algo le deben —como el mismo explica en sus ensayos— al concepto de barbarie que elaboró Benjamin: una nueva barbarie:

¿Barbarie? Lo decimos para introducir un concepto nuevo, positivo de barbarie. ¿A dónde le lleva al bárbaro la pobreza de experiencia? Le lleva a comenzar desde el principio; a empezar de nuevo; a pasárselas con poco; a construir desde poquísimo y sin mirar ni a diestra ni a siniestra.

Lo lleva, pues, a usar —abusar, incluso— de aquél ornamento que el moderno, cultivado al fin de cuentas, quería borrar por saberlo inútil en sus propios términos. Por supuesto, el aforismo atribuido por Baricco a Krauss y las hazañas de Robert no disculpan cualquier absurdo. Mientras uno no esté colgado, sin cuerdas ni arneses, de la fachada del piso 50 de un edificio, cualquier ornamento sigue siendo delito.

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