Resultados de búsqueda para la etiqueta [Afuera ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Wed, 01 Nov 2023 15:50:44 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.3 Un afuera inagotable https://arquine.com/un-afuera-inagotable/ Thu, 03 Jun 2021 13:00:48 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/un-afuera-inagotable/ Sólo afuera es inagotable porque solo ahí soy más que yo mismo, porque afuera está el otro; quitando limites, borrando fronteras. Viajar es precisamente ir al otro, intentando comprenderlo. Sólo ahí, en la comunicación real, habrá una comunidad “más universal que las que trazan fronteras contra otro.”

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A Marcela García

 

No hay centros, solo afueras.

Las afueras son el territorio de lo humano.

Josep María Esquirol 1

 

Sobre el margen del lago más profundo de Centroamérica, compuesto por 3 volcanes, incontables cerros y once pueblos nombrados como santos, comencé estas líneas. El lago lleva por nombre Atitlán, que proviene del náhuatl y significa: entre las aguas. Al transitar entre sus pueblos, hurgué también entre mi geografía mental y el centro que alberga mis pensamientos para preguntarme:

¿Por qué la necesidad de viajar aún en medio de una pandemia? Aunque adquirí el virus hace más de 6 meses, todos conocemos cuales siguen siendo los riesgos. Sea por necesidad de justificar o por encontrar la cualidad ética de mi desplazamiento, encontré en mis aguas los siguientes pensamientos:

Entre algunas de las diferencias de ser turista y viajero —dice Byung-Chul Han—, es que el turista no está estrictamente “en camino”, porque el camino para el turista es meramente un trámite que no requiere atención ni narración: el turista “despoja a los espacios intermedios de cualquier semántica” 2. Además, su llegada es un falso encuentro hacia lo otro, puesto que viajan con todo lo que son para reproducirlo a donde vayan, mientras que el viajero salta de su cerco para ser más que el mismo.

Comencé justificando mi viaje desde ese otro espacio: el camino que es también un lugar posibilitado de nuevos sentidos; un espacio no sólo físico, sino inteligible. Ir en camino a otro lugar, es también saber trasladarse a un nuevo pensamiento, habitar su recorrido y unir lo separado. 

A medida que las redes y la virtualidad absorben el mundo construido, este parece perder su cualidad hasta agotarse. Quienes viajamos y hacemos partícipes a la atención, es innegable la continua y creciente similitud de los lugares: a mayor “desarrollo”, mayor estandarización del espacio: mismas políticas, palabras, estrategias urbanas. Mismas arquitecturas. A mayor tecnología, mayor relatividad de las distancias y por ende, la disolución de la aventura y la diferencia. Todo es posible en un clic, todo se reduce, todo cabe en algoritmos.

Ya a escala inmediata, la pandemia ha transformado también nuestro amor hacia el afuera. Ya no se considera ni se piensa igual la inmediatez de exponernos más allá de “nuestras” casas. Sustituida nuestra posición, se habla incansablemente de un reinventar y coexistir en el adentro, pero ¿dentro de qué? puesto que no está volcada la atención y la consideración propiamente a un espacio y su re-significación existencial, sino a la extensión de la virtualidad que se hace en él.  Estamos de pronto en un mundo en que la espera y a la distancia se anulan, acaso existen en la lentitud de la infraestructura y en la espera que pone todo en blanco tras la caída de una señal. Cuando la señal vuelve; traga la sala, la recamara o la barra de la cocina, se hace presente en aparatos que yacen en el muro, en el escritorio, en el cajón o sobre la cama, vuelve todo tiempo productivo y a todo lo expone a un mundo sin interior.

La mediación tecnológica hoy penetra y organiza también a eso que llamamos bienes esenciales, y que habitan en otros interiores: organiza la salud, la educación, la distribución de los vienen y alimentos; de pronto nada parece estar fuera del margen digital. 

Aunado a ello, nuestros territorios se quedan sin agua y se incendian sus bosques sin control, mueren los animales y se secan los cultivos; menos los que pertenecen a empresas extranjeras como la producción de berries y aguacates, que tienen un verdor inigualable en medio de un desierto por sequías. Pueblos sin agua para que empresas extranjeras puedan producir agroindustria que se exporta a otros lugares, refresqueras y embotelladoras que deciden donde se distribuye la vida, extractivismo y neo-colonialismo creciente, sin límites ni fronteras. 

Como en la Matrix de las hermanas Wachowski: el afuera se vuelve de a poco tuberías y electricidad, mugre y aceite, amenaza y oscuridad. A donde vayas, el mismo peligro. El afuera se vuelve el patio necesario para las piezas de otro mundo que se está construyendo sobre el nuestro. Estamos frente a un régimen de la indeterminación virtual. 

Al tiempo le hace falta de pronto su asidero donde transformarse, un espacio donde se demore, donde mutar, el tiempo se ve obligado a ser de pronto un flujo interminable. Comenzamos a habitar como turistas la propia vida: sin atención ni narración que nos salve. 

Este pequeño texto, tiene por intención hacer ver el afuera que existe más allá de las narrativas dominantes apocalípticas. Se trata, no solo de com-probar que ese afuera aún existe, sino también, cuáles son sus valores y fundamentos para asegurarnos que tengan cabida en nuestras vidas.

 

 

El desierto que ampara

En un desierto contigo,

mis días fluirían apacibles;

yo dormiría sin temores

sobre las rocas escarpadas

Antoine de Bertín 3

 

En su libro La resistencia Intima, Josep María Esquirol dedica un breve capítulo a hablar del desierto como lugar de sentido, pero ¿por qué hablar de fecundidad en un lugar que parece vacío?

Nos dice: “El amparo, solo tiene sentido en el desierto. (…) es precisamente en medio de la planicie desértica donde el rostro del otro aparece como tal pidiendo acogida. (…) Sobre una planicie, imploran cobijo y suplican palabra. En el desierto la palabra es una tienda.” 4

El desierto de Josep, es la posibilidad de sentirnos entre nosotros sin límites, sin propiedad, sin pertenencia, desnudos de posesiones, precarios. Humanos. Sin cercos, sin interrupciones, queda el otro como tienda y su tienda no tiene puertas.

Un viaje, una huida, un trasladarse a lo que no soy, ni tengo —a lo que no poseo—, me descubre en el otro, frágil y necesitado, real. 

En la película Nomadland, Fern, una mujer que vive en una furgoneta, visita una comunidad en el desierto para aprender su forma de vivir; sin trabajos fijos ni lugar establecido, un lugar sin cercos donde todos son bienvenidos a formar parte de una comunidad que no se establece, que se reúne solo temporalmente. Los gestos de Fern son evidentes: reparte su poca comida y regala sus pertenencias a los desconocidos, y en su diminuta entrega, se abre en palabra y gesto a esos otros que se convertirán de a poco en relaciones afectivas.

Como escribió Edmond Jabès en, El libro de la hospitalidad: “Aquel que carece de lugar —decía un sabio— hace, de su deseo de tener uno, su verdadero lugar”

Es el deseo de pertenecer y no la pertenecía, el que hace sentirnos acompañados. Vivir el desierto, el desamparo, es necesario para entendernos necesitados de los otros, y poder, también, aprender a entregar todo lo que tenemos más allá de nuestra propia precariedad.

En mi viaje a Guatelama, conocí a Rudy Bamaca, un joven mexicano de Chiapas cuyas dificultades y desigualdades en nuestro país le orillaron a emigrar al país vecino en busca de trabajo. Desamparado de su tierra, de su hogar y de parte de su familia, Rody me abrió su vida por el simple gesto de ser un ser descolado; me ofreció su morada para no gastar en hospedaje y me invitó a mostrarme la capital con sus ojos y experiencia. Al caminar por sus calles, me señaló su lugar favorito de comida al que va cuando le alcanza el dinero. Antes de despedirme, le dejé lo suficiente para que pudiera comer en el lugar. Hoy, estoy a la espera de un pequeño paquete que, con mucha dificultad y orgullo, me ha enviado como sorpresa. El desierto y el desamparo son lugares donde engendrar otra familia, allí donde vamos desnudos o a desnudarnos de lo que creemos que es nuestro. 

Rudy sabe que nuestras palabras compartidas fueron tiendas que nos salvan en lugares desconocidos, allí donde no podemos dominar y conquistar, sino apenas extendernos brevemente.

“En el desierto uno se vuelve otro: aquel que conoce el peso del cielo y la sed de la tierra; aquel que ha aprendido a cantar con su propia soledad (y con la de los otros)” —Edmond Jabès 5

 

 

La palabra que (me) salva

 

El turista consume su vida, el viajero la escribe. Todo viaje es relato.

Marc Augé 6

 

Al principio de este texto, mencioné que para Han la diferencia de un viajero y un turista es su capacidad narrativa y semántica. El Poeta colombiano Santiago Gamboa, es un eco a este pensamiento: “En el fondo todo es escritura. La diferencia entre un viajero y un turista es sólo lo que escribe.”

Pero además de aquello que se escribe, es lo que se dice, es lo que el teórico Michel Onfray, nombra como verbo: cristalizar una versión. En su libro: Teoría del viaje, nos dice:

“Para que cobre sentido, el viaje gana con su paso por un trabajo de fijación, de comprensión. Lo que no entra dentro de una forma nítida y precisa se diluye, se va, se esparce. (Como la memoria) se ejerce, se solicita, ella procura ser, si no, perece, muere, se seca.” 7

Aunque fijar significa también dejar afuera lo que no cabe en un sentido, aceptarnos como humanos es también ser conscientes de lo poco que podemos abarcar, y que sin un hilo conductor, la vida se escapa sin cauce y sentido.

Sin la narración, todo quedaría en la indefinición y en el ruido de la vida. Puede que en cambio, lo que quede fuera, algún día se hable en otro lugar, enlace otro tema, brote en otro texto. Viaje la palabra y la vivencia como el cuerpo en un autobús. 

Decir es importante porque el decir es ya un camino del viaje. Y el regreso, también nos lleva a nuevos lugares, brotan ríos y se escurren entre nuestra geografía mental, llenan el lago y reverdece sus límites.

Sólo afuera es inagotable porque solo ahí soy más que yo mismo, porque afuera está el otro; quitando limites, borrando fronteras. Viajar es precisamente ir al otro, intentando comprenderlo. Sólo ahí, en la comunicación real, habrá una comunidad “más universal que las que trazan fronteras contra otro.”

Cada frontera, nos dice Chantal Maillard, es un combate, es violencia, “y sin embargo, las dos partes del muro son el mismo muro”. Si miráramos el muro más que los lados que genera, quizás entenderíamos que sin añadiduras, sin cercos, somos lo mismo. 

Tal vez narrar se tenga que hacer mirando cada muro del mundo, y como decía Derridá: descubrir que solo tengo una lengua, (y) no es la mía. 

 

 

Más allá de la hospitalidad, la muerte que viene:

A vivir hay que aprender toda la vida y, cosa que quizá te extrañará más, toda la vida hay que aprender a morir.

Anneo Séneca 8

 

A través de un habitar el desierto común, del salir afuera, brota el amparo y la resistencia, que lucha contra lo más radical y verdaderamente inevitable de nuestras vidas: la muerte.

Salir afuera definitivamente es perder la diferencia y reconocernos en lo único que compartimos sin escapatoria.

El viaje nos acerca a la muerte, no como resignación, sino como sentido, ¿para qué he de imponerme en un lugar donde yo he de perecer?, y más aún ¿Por qué querría ser yo  un mundo vacio, donde me puedo llenar de otros, ser otros, pensarme otros, amar otros?, el viaje enseña a morir de a poco y a transformarnos en lo que realmente somos: parte de la vida que se vive en nosotros.

Terminando mi viaje por Guatemala, escribí buscando dar sentido a lo que no ha de volver, las palabras fueron tienda ante la desnudes de mi sentido:

Mirando hacia atrás,

la niebla desciende desde los volcanes

hasta borrar la carretera. 

Des-aparecido el camino recorrido,

me despido.

Adiós vida. 

Sé, que sobre tus más bellos caminos

—como el de hoy—

también irá cayendo,

ligero,

el blanco que todo lo anuda.

Sólo irán quedando los espasmos

de haber recorrido lo impensable;

y estas palabras,

que confirman que algo se ha ido ya.

Viajo,

porque asido a la ventana,

—donde todo se mueve—

entiendo que la vida debe ser tomada como un paisaje:

Nada nos ata,

todo es infinitamente nuevo,

todo está llegando, 

todo yéndose,

todo respira;

hasta llegar la niebla,

hasta borrar los límites.

 

Siempre afuera:

Si todo lo reconociéramos como afuera y nada como centro, podríamos tejer una red de afueras, de tiendas, de refugios, que serían amplios espacios de convivencia. Puede que la anarquía no coincida con el caos, sino más bien con el ayuntamiento.

Josep María Esquirol

 

Si como, dice Josep, la anarquía coincide con el ayuntamiento, con la unión, es necesario juntar, juntarlo todo, no en datos ni en estadísticas, no en transporte ni en control, no en economías ni en productividad, sino en cuerpo, mundo y palabra, en gesto y sentimiento de vulnerabilidad compartida. No vivir en la acumulación, derogar los partidos que nos parten en cada elección, dejar de elegir, unirnos en bondad y generosidad, dar todo lo que creemos nuestro, para que nada quede en cercos, para que todo sea un afuera inagotable.

 


  1. Esquirol, Josep María (2018). La penúltima bondad. Acantilado
  2. Han, Byung-Chul (2017). El aroma del tiempo. Herder.
  3. Pau, Antonio (2019). Manuel de Escatología. Trotta.
  4. Esquirol, Josep María (2015). La resistencia intima. Acantilado.
  5. Jabès, Edmond (2014), El libro de la hospitalidad. Trotta.
  6. Augé, Marc (2003), El tiempo en ruinas, Gedisa.
  7. Onfray, Michel (2016). La teoría del viaje. Poética de la geografía. Taurus.
  8. Séneca, Anneo (1986). Cartas a Lucilio. Gredos.

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Afuera https://arquine.com/afuera/ Fri, 29 May 2020 01:53:58 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/afuera/ Salir a recorrer las calles de una gran ciudad es perderse porque es, también, salir de sí mismo. Trocar una intimidad conocida por la variable compañía de los extraños; una soledad por otra, pública.

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Salir a la calle. Abrir la puerta de casa, dar unos cuantos pasos y ya: estás afuera. ¿A dónde ir? ¿A la derecha, en dirección a la avenida, cruzarla, seguir hasta el parque, entrar? ¿O a la izquierda? El camino es un poco más largo pero se llega a otra avenida, ésta de doble sentido y, más allá, a un barrio pintoresco y populoso. Tras unos cuantos cientos de metros, no más de un kilómetro de camino en ciertas direcciones, la ciudad se torna, poco a poco o de golpe, extraña, confusa, a veces amenazadora, quizá la intuyes peligrosa. Aunque probablemente conozcas muy bien una zona a unos cuatro o cinco kilómetros de tu casa, aquí y allá, entre estos sitios familiares, el mapa de la ciudad está perforado, como un queso o un libro apolillado, por pequeñas o grandes lagunas desconocidas que, muchas veces, seguirán siéndolo por siempre. Y precisamente como un queso o un libro apolillado: carcomida su sustancia por algo inesperado. La experiencia que tiene el transeúnte de la actualidad urbana disgrega la totalidad compacta del mapa virtual de la ciudad —en el fondo, todo mapa lo es— transformándola en una multiplicidad de espacios que se pliegan y despliegan caprichosamente. Salir a caminar por la calle de una gran ciudad con tranquilidad, entonces, no es fácil. Y eso nada tiene que ver con el temor paranoico a cierto tipo de violencia urbana. Andar por las calles de una ciudad contemporánea es, siempre, aventurarse y más: perderse. “Nueva York —escribe Paul Auster— era un espacio inagotable, un laberinto de interminables pasos y por muy lejos que fuera, por muy bien que llegase a conocer sus barrios y sus calles, siempre le dejaba la sensación de estar perdido.” Y eso que dice Auster de NuevaYork, lo podemos decir de Londres, de París, de la ciudad de México, de Shanghai o de Río, aunque jamás hayamos estado ahí. “Perdido, añade Auster, no sólo en la ciudad, sino también dentro de sí mismo”.

¿Dentro o fuera de sí? En la misma novela Auster escribe: “Ser un hombre sin ningún interior, un hombre sin ningún pensamiento”. Salir a recorrer las calles de una gran ciudad es perderse porque es, también, salir de sí mismo. Trocar una intimidad conocida por la variable compañía de los extraños; una soledad por otra, pública, como la de aquél hombre de la multitud del cuento de Poe. En un relato de Kafka un anciano se pregunta cómo puede alguien atreverse a ir de un pueblo a otro, de dónde saca el valor para tal hazaña que, bien pensada, podría llevarnos toda una vida. Y de verdad, cómo es que nos atrevemos ya no a viajar media jornada sino tan sólo a salir de nuestra propia casa, a cruzar el umbral que nos separa de los otros y volvernos justamente eso: otros; uno más entre tantos. Igualados, disminuidos a lo mínimo y esencial que nos define apenas como ciudadanos. “Soy un ciudadano efímero y no demasiado descontento —escribió Rimbaud— de una metrópolis creída moderna porque todo gusto conocido ha sido evitado en el amueblado y en el exterior de las casas, así como en la traza de la ciudad. Aquí no señalarías las huellas de ningún monumento de superstición. La moral y la lengua reducidas a su más simple expresión, ¡al fin! Estos millones de personas que no necesitan conocerse tienen tan similar educación, oficio y vejez, que el curso de su vida debe ser mucho menor de lo que una loca estadísitica encuentre para los pueblos del continente.”

La visión decimonónica de la vida metropolitana que nos presenta Rimbaud ya contiene los rasgos esenciales de la contemporánea que no es, según algunos, más que su exacerbación al límite. En la calle, como ciudadanos iguales a cualquiera, a ninguno, somos reducidos a las señas particulares de una credencial o de un pasaporte e incluso menos: a los cuatro dígitos memorizados de un NIP, que nos bastarán para acreditar nuestra identidad y, literalmente, acceder al sistema. La moral y la lengua reducidas a su más simple expresión, ¡al fin! Esa reducción no puede más que espantar, y si somos incapaces de lidiar con ella, terminamos asumiéndonos como meros móviles de velocidad variable entre dos puntos en los cuales, con suerte, recuperamos nuestra humana condición: un nombre, un rostro, una mirada.

En la contraportada del libro Hermanos de Carmelo Samonà, se dice que trata de “un hombre que vive con su hermano enfermo en un viejo apartamento situado en lo alto de la ciudad, circundado por terrazas. Un apartamento grande y misterioso similar a un laberinto familiarmente habitado, pero infinitamente rico en sorpresas y secretos. Para entretener al enfermo, pero también para comunicarse con él, inventa un complejo ritual de juegos y viajes en la ciudad y en los espacios del caserón semidesierto.” Casi a medio libro, en el doceavo de los veintiún capítulos, los hermanos salen a la calle. “¡Y henos por fin en la calle! —dice el que narra. ¿Qué suerte de zozobra, qué nuevo e imperceptible desasosiego nos sobrecoge a partir de ese instante? Caminamos en apariencia en perfecta armonía, cerca o no muy lejos uno del otro; en realidad lo primero que se produce en cuanto ponemos un pie en la calle es un cambio gradual de las relaciones entre nosotros.” Y más interesante aun, prosigue: “Es como si tuviésemos que reconquistar vínculos, formas de comunicar y unidades de medida partiendo otra vez de cero.”

Salir a la calle implica caer, recaer en el grado cero de la identidad. De no ser por la carga del término podríamos decir que salir a la calle es alienarse, volverse extraño. Y habrá que recobrar, reconquistar uno por uno los vínculos, formas de comunicar y unidades de medida. Recrearnos en la calle. Quienes son incapaces de hacerlo recorren las calles con la mirada perdida y el pensamiento puesto en su destino o en su punto de partida. Ahí donde aún eran alguien y no uno de tantos, no uno más entre la multitud. En alguna de sus conferencias, Gertrude Stein al hablar de la identidad decía: “Yo soy o porque mi perrito me conoce.” Pero al salir a la calle el perro se distrae, olisquea todos los rincones e intenta seguir cualquier cosa que se mueva, mientras uno, luchando contra él, quiere obligarle a obedecer, a reconocer quién manda ahí; simplemente: a reconocernos. En la calle ni el perro nos identifica. Nuestro mundo se reduce al aire que toca la piel que nos limita y más allá: lo otro, lo desconocido. Hay que reinventarse, rehacerse cada vez que se sale a la calle. O atravesar de prisa como si no estuviésemos ahí —pues de hecho, en algún sentido, jamás estamos ahí plenamente. En la misma conferencia Stein añadía: “Identidad es reconocimiento, usted sabe quién es porque usted y los demás recuerdan algo sobre usted.” Pero en la calle casi nadie recuerda nada sobre nosotros. Stein terminaba esa frase afirmando: “Pero realmente usted no es eso cuando está haciendo algo.” Nosotros no somos eso que los demás, el perro o uno mismo recuerda ser —eso uno lo ha sido. Uno realmente es eso que no recuerda porque aún, a penas lo esta haciendo. Uno es ese hacer, esa acción. Y así, sobre todo, salidos a la calle.

Por eso en la calle quienes mejor se encuentran son quienes salen dispuestos a perderse. Los desde siempre ya perdidos, los vagabundos sin nombre ni domicilio; los criminales y los marginados; los buenos para nada y algunos más. Pero también quienes se atreven a perderse por un tiempo tan sólo —a perder su tiempo. Los niños y los adultos, por ejemplo, que juegan en la calle. El jeugo es casi el único modo aún vigente de apropiarse de ese espacio extraño que es la calle. Olvidados por completo los ritos comunitarios, sacros o políticos que nos permiten hacer —temporal y, por lo mismo, cíclicamente— del espacio exterior un lugar habitable, sólo quedan, como último recurso, esos pequeños rituales, sutiles y perecederos, reinventados cotidianamente en el juego. Por eso hay que sospechar que el enfado del señor burgués —desprotegido en esa exterioridad ante la que no sabe cómo actuar— frente a los niños o los vagos que juegan en la calle es, en el fondo, envidia. Envidia de ese poder, no muy secreto pero que tampoco se entrega fácilmente a cualquiera que tema convertirse precisamente en eso: un cualquiera.

El juego trastoca el espacio público, como lo hacen también las inusuales manifestaciones de lo sagrado o lo político, transformándolo en uno lúdico. Ambos espacios se rigen por reglas —reglas del juego— pero de muy distinto orden. Las líneas blancas pintadas en el suelo que definen —como si fuera para siempre— el paso peatonal, el carril de uso exclusivo, la vuelta prohibida, el lugar reservado, difieren radicalmente de aquellas otras líneas, trazadas con tiza, que disponen provisoriamente el terreno propicio para el juego. Y a pesar de tal condición provisional —o quizás gracias a ella— el juego logra hacerse de un espacio propio más allá de las estrictas relaciones entre lo público y lo privado. ¿Cuántas veces, andando por la calle, desprotegidos como cualquier ciudadano, nos hemos topado con una pequeña horda, envuelta en su propio espacio, que controla una esquina o domina una calle? Gritan y corren de un lado a otro; se conocen entre sí; se llaman por un nombre —muchas veces inventado y diferente al que llevan en sus casas. No están lejos esos comportamientos de los de aquellos otros dueños de la calle, los ya por siempre perdidos: los criminales, los vagabundos y buenos para nada —otras formas del juego, quizás, con más riesgos y tomadas demasiado en serio. Por eso el buen señor burgués cuida a sus hijos y les prohibe salir a la calle —tierra de nadie—, donde se arriesgan a perderse entre juego y juego y, citando de nuevo a Rimbaud, “algún bonito crimen que pía en el fango de la calle.”

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La calle y el mal https://arquine.com/la-calle-y-el-mal/ Tue, 26 May 2020 13:57:44 +0000 https://des.dupla.mx/arquine/migrated/la-calle-y-el-mal/ Poder ver la calle como un lugar para ser más que uno mismo, un verdadero afuera, más allá del bien y del mal.

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“Pero el Estado miente en todas las lenguas del bien y del mal; y diga lo que diga, miente —y posea lo que posea, lo ha robado.”

“Existe una vieja ilusión que se llama bien y mal. En torno a adivinos y astrólogos ha girado hasta ahora la rueda de esa ilusión.”

Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra

 

Sobre la moral se construye el bien y el mal, la ética sucumbe sus cimientos; su labor es confundir toda jerarquía de valor, difuminando toda altura de lo bueno sobre lo malo. La moral es una costumbre prevista, la ética es siempre inaugural, no de contenido sino de sentido.

En el jardín de la moral se poda y arranca la mal-eza para dejar crecer “lo bueno”. La ética es poner a cualquier planta del jardín en el mismo valor de existencia —más allá de su utilidad; sea ésta de consumo orgánico o estético. Cuando ponderamos algo sobre otra cosa, lo hacemos desde nuestra identidad, desde nuestra costumbre, defendiendo nuestro cerco, lo que nos define, nuestro yo. Rara vez nos enseñan a imaginar desde lo otro para ser más que uno mismo. 

En los valores del espacio, yace también la moral. Decimos a menudo —y de forma obvia—, que lo estrecho, oscuro y húmedo suele ser un mal espacio; que en cambio, lo amplio y luminoso, es un lugar bondadoso. Pero hay categorías morales en el espacio que no son tan fáciles de ver o defender. Una de ellas es la forma en que comprendemos cada vez más el afuera, la calle; ese lugar de tránsito, de trance. 

En variadas conferencias el antropólogo español Manuel Delgado ha dejado claro que, detrás de su reflexiones antropológicas en libros como: El espacio público como Ideología o La Ciudad Mentirosa,  está el análisis de narrativas religiosas renovadas, es decir, de morales institucionalizadas.

Cuando abandonamos, nos dice, “el presunto nido de verdad, que es el hogar —el adentro—, encontramos un escenario infernal, donde la actuación principal es la del demonio, y que la única instancia que nos puede proteger de él es el estado” 1

Toda concepción moderna de la calle parte de esta premisa; de que el afuera es un mal que debe ser redimido, salvado, controlado, transformado en triunfo, convertido en bien. Para eso, hacemos de los espacios oscuros y degradados lugares bien iluminados, reticulados, previsibles, vigilados, quitamos árboles para que los insectos del jardín de la moral no se guarden, escondan o propaguen. Que no exista sospechoso alguno, incluyendo todo caminante ocioso, todo andante sin destino definido. El espacio de afuera es hoy más que nunca solo un durante de lo productivo. No dura, no aglutina, no invita a la demora, a la contemplación, no nos convoca. 

¿Quién es el transeúnte? Pues el que yace en trance, el poseído, es decir, el que se abandona a condiciones que no puede o quiere controlar; que difumina su yo, que lo con-funde con lo otro y los otros. A eso, cuando somos también otros, Elias Cannetti lo denomina; la masa:

“La masa aparece donde antes no había nada (….) no reconoce casas, puertas o cerraduras” —es decir, confunde el adentro con el afuera—, y en su etapa más fecunda “todos los que pertenecen a ella quedan despojados de sus diferencias y se sienten como iguales, (…) En esta densidad, donde apenas hay huecos en entre ellos, donde un cuerpo se oprime contra otro, uno se encuentra tan cercano al otro como así mismo. Así se consigue un enorme alivio. En busca de este instante feliz, en que ninguno es más, ninguno mejor que otro, los seres humanos se convierten en masa.” 2

Para evitar que en la calle, en el afuera, surja el trance, la posesión, la pérdida de identidad, donde por un instante las personas olvidan su nombre para formar parte de otra cosa, el estado arguye —con su moral institucionalizada— que la calle debe ser regularizada, tranquilizada, vigilada, educada, pedagógica, manteniendo distancias, imponiendo ritmos, cadencias, sin lugar para la aglomeración, para la protesta, para cualquier tipo de conflicto. El edén en la tierra.

En la película: Paris, Texas del director Wim Wenders, el personaje principal es aparentemente poseído por un deseo incontrolable de caminar hasta el desfallecimiento. El nombre de la película ya es suficientemente sugerente: funde dos lugares y los vuelve uno solo, literalmente; un desierto sin identidad. 

En seres cuya posesión ocurre de forma individual, singular, como lo es el personaje de esta película,  también el estado y el sistema evita su propagación y crecimiento. Al respecto Consejo Nocturno nos dice:  

 “Nunca antes observamos tantos tránsitos recorriendo la totalidad de este mundo sin que surjan fugas, devenires y procesos de singularización. El turista metropolitano parte de lo mismo para llegar a lo mismo, no solo espacial sino temporalmente.” 3

Con todo esto, podemos decir que los cuerpos pueden ser entendidos y vividos de dos formas: cuerpos en todo momento localizados y mesurables, y cuerpos que; “no son ni están, sino que suceden; pertenecen no al orden de la estructura y de la función, sino del acontecimiento.” 4 El “orden” del sistema no puede reconocer fuera alguno. Todo es dentro. 

El tema es pertinente por lo que acontece. Cómo no ver que en la cúspide y el regreso de las masas —el estallido social en Chile, las caravanas migrantes de centroamericanos que recorren países enteros, las movilizaciones feministas en todo el mundo, las protestas incontrolables de Hong Kong aún con su más alta tecnología de control, y como todo esto comenzaba a verse como un bien necesario— un virus aparece para volver a colocar a la calle como el lugar del mal, ese lugar incontrolable, impredecible, de riesgo, de contagio, que nos obliga no solo a “guardar distancia con el otro, sino a medirla”, que nos invita a salir poco y de forma ordenada, previsible, básica, solo para lo esencial; vigilada, como ocurre en Guadalajara, con helicópteros que vocean desde el aire la contingencia en la que vivimos, y patrullas que repiten el mensaje desde la tierra, por si alguien llegase a olvidar nuestros tiempos. Dentro nos llega una misa, fuera está el exorcismo. 

Lo que ocurre ahora, nos dice el filósofo argentino Darío Sztajnszrajber desde su casa y frente al computador, es el regreso de instituciones que yacían dormidas. Despiertan los Estados Nación y la ciencia, y son de pronto héroes que pueden y deben tomar el control. Hay un retorno a las políticas intervencionistas, justificadas y apoyadas por el miedo, por lo que yace afuera; un mal incontrolable al que no debemos exponernos y del que el bien debe salvarnos eficazmente. Nos recuerda también que en el fondo todo orden es un acto de violencia. 

El filósofo francés Paul Ricoeur, en su libro Si mismo como otro, bien complementa la peligrosidad de esta obsesión purista entre el bien y el mal:

“La producción interrumpida de positividad tiene una consecuencia terrorífica (…) Cualquier estructura que acose, que expulse y exorcice sus elementos negativos corre el peligro de una catástrofe por reversión total, de la misma manera que cualquier cuerpo biológico que acose y elimine sus gérmenes, sus bacilos, sus parásitos, sus enemigos biológicos, corre el peligro de la metástasis y el cáncer, es decir, de una positividad devoradora de sus propias células, o el peligro viral de ser devorado por sus propios anticuerpos, ahora sin empleo”. 5

 

En el Jardín de la moral, el jardinero ha dispuesto que cortar para que el jardín siga siendo jardín y no prado, ni bosque. 

La ética se asfixia, el bien y el mal vuelven a ser aparentemente claros e institucionalizados. Se ha podado la maleza, la nueva normalidad ha de ser de cuerpos identificables, de rostros sin barba, con cubrebocas, sanitizados, desinfectados, con un afuera controlado; en temperatura y ritmo, en motivo, en cercanía, en aglomeración.  

No es que se ponga en juicio las medidas necesarias para salvar vidas, es lo pertinente de la situación para que el orden de la moral se instaure y vuelva a imponerse sobre la posibilidad de cualquier otra forma de vida, de sentido, de existencia, de masa, de transe, de ética. De poder ver la calle como un lugar para ser más que uno mismo, un verdadero afuera, más allá del bien y del mal.


Notas:

  1. DELGADO, Manuel, “La calle como espacio social”, Conferencia en la UNAM, 2016, recuperado de: https://www.youtube.com/watch?v=YSFokDMQHM4&t=6254s 
  1. CANNETTI, Elías, “Masa y poder”, Madrid, España; Alianza editorial, 2017.
  1. CONSEJO NOCTURNO, “Un habitar más fuerte que la metrópoli”, La Rioja, España: Pepitas Ed., 2018.
  1. DELGADO, Manuel, “El cuerpo como acaecer”, 2017, recuperado de: http://manueldelgadoruiz.blogspot.com/2012/06/el-cuerpo-como-acaecer-de-del-articulo.html
  1. RICOEUR, Paul, “Si mismo como otro”, Madrid, España, Siglo XX Editores, 2006.

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