Resultados de búsqueda para la etiqueta [Achille Mbembe ] | Arquine Revista internacional de arquitectura y diseño Mon, 15 Jan 2024 12:51:10 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.1 El Brutalismo nunca existió https://arquine.com/el-brutalismo-nunca-existio/ Mon, 08 Jan 2024 16:06:26 +0000 https://arquine.com/?p=86637 El Nuevo Brutalismo fue, desde que se acuñó como calificativo de cierta arquitectura, ambiguo y problemático. Sin embargo, mucha de la arquiectura construida en el mundo entre finales de los años 50 y mediados de los 70 del siglo pasado, parece "caber" dentro de esa amplia categoría.

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¡El brutalismo está de vuelta!

Ese fue el título —sin los signos de admiración— de un texto firmado por Nikil Saval y publicado en octubre del año 2016 en The New York Times Style Magazine. ¿Estilo? ¡Pero si el brutalismo es una ética, no un estilo! (Más de eso en un momento) Saval iniciaba así su texto:

En el rango de apodos poco halagüeños para un estilo artístico, “brutalismo” tiene que estar cerca de lo más alto. Al igual que el “fauvismo” o el “impresionismo”, que sonaban mucho más amables, era un término abusivo para el trabajo de los arquitectos cuyos edificios confrontaban a sus usuarios —los brutalizaban— con enormes losas apiladas de concreto en bruto e inacabado. Estos mismos arquitectos, centrados en la pareja británica Alison y Peter Smithson, adoptaron con entusiasmo Brutalismo como nombre de su movimiento con una especie de orgullo, como si dijeran: ‘Así es, somos brutales. Queremos meterte la cara en cemento’. Para un mundo que todavía estaba saliendo con cautela de las ruinas de la Segunda Guerra Mundial, que necesitaba un trato sencillo y mensajes poderosos, este tipo de honestidad arquitectónica fue refrescante.

Pero no, los Smithson no adoptaron con entusiasmo el término Brutalismo, o no sólo brutalismo. La primera aparición impresa del término fue en el número de diciembre de 1953 de la revista Architectural Design para describir el proyecto de una casa en Soho, Londres. En la descripción del proyecto se puede leer:

 

Se decidió que no tuviera ningún tipo de acabado al interior: un edificio que sería la combinación de un refugio y un ambiente. Concreto al desnudo (bare concrete), ladrillos y madera. […] De hecho, de haberse construido, hubiera sido el primer exponente del “Nuevo Brutalismo” en Inglaterra.

¡Nuevo Brutalismo! Si hay un nuevo brutalismo, es de suponerse que existió uno viejo, antiguo u original. ¿Pero, dónde? En Marsella, por supuesto, el béton brut de la Unidad Habitacional de Le Corbusier es el origen, el Antiguo brutalismo. ¿El único origen?

Casi dos años después de que los Smithson anunciaran, casi de pasada, la inexistencia, al menos física o concreta y no “sólo en dibujos” del nuevo brutalismo, Reyner Banham publicó un texto que hoy ya podemos considerar canónico: “The New Brutalism”, en el número de diciembre de 1955 de la Architectural Review.

Banham inicia su texto afirmando que dentro de eso que se llamaba el Movimiento Moderno había dos categorías de ismos: de un lado, el cubismo, una categoría entera por sí misma, con principios consistentes más allá de los artistas que se adscribieran no fueran considerados parte de ese ismo; y del otro lado todo lo demás: futurismo, dadaísmo, surrealismo, etc., que son más una bandera esgrimida por un grupo de artistas más allá de la probable heterogeneidad de las obras que se califiquen como parte de ese ismo. Simplificando, digamos que para Banham una obra cubista tiene tales características que puede reconocerse como tal con independencia de lo que el artista alegue —la obra de Georges Braque, por ejemplo, es cubista, aunque él no lo hubiera proclamado, pero René Magritte no podría convencernos de que él también es un pintor cubista con la misma facilidad que nos dice de una pipa que no es una pipa—, mientras que los otros ismos dependen de manera más directa del activismo de sus practicantes que de las obras que produzcan. Banham remata ese párrafo, segundo en su ensayo, diciendo que el Nuevo Brutalismo pertenece a ambas categorías al mismo tiempo y las confunde: como el cubismo, se reconoce una obra brutalista más allá de lo que su autor diga de ella, pero, al mismo tiempo, su consistencia en tanto movimiento depende del activismo de sus miembros: “Buenas tardes, soy Fulanito de Tal, arquitecto brutalista”. Así, el gran historiador y crítico inglés que escribió quizá el ensayo fundacional del Nuevo Brutalismo, empieza por dibujar una definición ya borrosa.

Cuando once años después Banham publica su libro “The New Brutalism”, inicia con un apartado que lleva por título “En el inicio fue la frase…” en el que afirma que “uno de los aspectos más irónicos de la historia reciente de la arquitectura es el que la invención del término “El Nuevo Brutalismo”, esté oculto en el misterio histórico a pesar de que ocurrió tan recientemente como en la década de 1950 y en condiciones que debieron haber hecho todo el proceso visible para cualquier historiador que estuviese interesado en ello.” Y si bien pensar que el Nuevo Brutalismo perteneciera a dos categorías en apariencia distintas en la historia de los ismos ya era complicado, la explicación que da Banham del misterio histórico que rodea al origen del término no ayuda a simplificar las cosas:

Esa mistificación deriva de dos circunstancias simples: primero, el término se acuñó, en esencia, antes de que existiera algún movimiento arquitectónico que pudiera describir; y, segundo, que luego fue vuelto a acuñar para describir un movimiento particular, al que se adhirió por razones que fueron, en parte, tan triviales y ridículas que no pudieron tomarse en serio hasta tiempo después.

Banham, sin embargo, esboza varios orígenes del término. Hans Asplund —hijo de Gunnar, como en una saga vikinga—, al ver los dibujos de la Casa Göth, diseñada por Bengt Edman y Lennart Holm en Upsala, la calificó “de manera moderadamente sarcástica”, apunta Banham, como “neobrutalista”. El término llegó a oídos de arquitectos británicos que lo empezaron a usar burlonamente. Hasta que Alison y Peter Smithson usaron el término en la descripción de su proyecto para una casa, en 1953. Y podemos entender que lo hicieron, al mismo tiempo y para complicarnos más las cosas, en broma y en serio. “El primer exponente del ‘Nuevo Brutalismo’ en Inglaterra” hacía referencia al término importado y a la ironía de Asplund, y quizá también a la casa Göth, que vista de frente sí parece quizá demasiado austera, simple, en bruto, pero que va vista al sesgo —como vemos casi cualquier edificio—, tiene más apariencia de casa, austera, pero casa al fin. Pero la descripción del proyecto recalificaba —reacuñaba, dijo Banham— al nuevo ismo, tanto por su materialidad misma: materiales en bruto, como por lo que decían que el edificio era en sí mismo: una combinación de refugio y ambiente.

Casa Göth, Bengt Edman y Lennart Holm, Upsala.

Casa Göth, Bengt Edman y Lennart Holm, Upsala.

No me extenderé en las explicaciones de Banham pues para eso ya están su ensayo y su libro, pero me detengo en la mención que hace, en el apartado 1.2, del contexto político, social y económico de Inglaterra, en general, y para al arquitectura, en particular. En los años 50 del siglo pasado, tras la Segunda Guerra, Inglaterra, al igual que muchas otras naciones europeas, enfrentaba una crisis económica sumada a un repunte demográfico, y reconstruir las ciudades y construir más vivienda eran temas primordiales. Banham cuenta que en el Departamento de Arquitectura del London County Council, encargado de la construcción de los edificios institucionales y, sobre todo, de la vivienda social, y que era “casi el único lugar donde los arquitectos recién graduados podían trabajar”, había una “aceptación de la doctrina comunista”, algo que suena más fuerte de lo que en realidad era. En los años 50 cuando, tras el aligeramiento del Movimiento Moderno, sobre todo olvidando la consciencia social y política de ciertas vanguardias, y de haberse convertido en Estilo Internacional, la producción arquitectónica retornaba a su cauce milenario: atender al poder, sobre todo, en aquél momento, económico, la línea comunista que refería Banham tenía más que ver, como él mismo menciona, con un entendimiento superficial y estilístico de lo que el “realismo socialista” pudiera significar en arquitectura. Frente a eso, la etiqueta de Nuevo Brutalismo sirvió para nombrar a la arquitectura que se imaginaba como una forma de resistencia, otra vez doble: tanto al modernismo corporativo y comercial como a su contraparte que apostaba por ciertas formas de la tradición y lo pintoresco. El término Nuevo Brutalismo se refería por tanto no sólo al uso de materiales como el ladrillo, el acero o el concreto en su estado bruto, o a la simplicidad y contundencia de los elementos constructivos, sino a la idea de una arquitectura en bruto, en un estado de pureza —constructiva, estructural, material, pero también ideológica y política–, al mismo tiempo primordial y moderno.

En el número que la revista October dedicó en la primavera del 2011, Anthony Vidler, en un texto titulado “Another Brick in the Wall”, escribió acerca de el momento histórico en el que surgió el Nuevo Brutalismo británico:

El Nuevo Brutaliasmo surgió de la cultura de la posguerra de una Gran Bretaña austera, sujeta a lo que el historiador Tony Judt describió como las “condiciones sin precedentes de penuria y restricción voluntarias”, con “casi todo racionado o, simplemente, inexistente.” Se racionaba el acero pero había gran abundancia de ladrillos. En ese contexto, la “poesía cruda” del Brutalismo era resultado de la necesidad, de la exigencia de “hacer” con cualquier material disponible.

Vidler nombra las cuatro características que Banham asignó al Nuevo Brutalismo: la legibilidad formal de la planta, la expresión de la estructura y el uso de materiales “tal cual son” —as found—. La cuarta característica es quizá la más importante al tratar de definir al Nuevo Brutalismo: que el edificio se presente como una imagen. En su ensayo de la Architectural Review, Banham había dicho, para empezar, que imagen era “uno de los términos más difíciles de aclarar y más útiles en la estética contemporánea”, para luego afirmar que, en arquitectura, un edificio es una imagen cuando “es una entidad visual que se aprehende inmediatamente”. Para Banham, el Nuevo Brutalismo recuperaba —incluso pese a lo que opinaran algunos de los participantes en el movimiento— “la obligación de dar forma” que toda la arquitectura —la gran arquitectura— ha tenido a lo largo de la historia y que se había perdido o negado incluso en ciertas vertientes de una arquitectura que se quería funcionales por entero.

El proyecto no construido de Paul Rudolph para un hotel en Stafford Harbor,

Pero, llevando la idea de imagen acaso un paso más allá que la “aprehensión visual inmediata” de las características formales de un edificio, ¿qué tanto fue el Nuevo Brutalismo la imagen de ese periodo que describe Vidler: la posguerra? Sobre todo en Gran Bretaña y otros países europeos que por un lado se enfrentaban a la devastación física de muchas de sus ciudades y la necesidad de reconstruirlas en un momento de escasez y penuria materiales, pero al mismo tiempo, y como respuesta precisamente a la guerra, se abría un paréntesis en la lógica económica del capital —de sólo unas cuántas décadas, según explicó el economista Thomas Piketty— para darle aire a la idea de un Estado de bienestar. Es en ese contexto —el de los proyectos arquitectónicos del London County Council— que el Nuevo Brutalismo ofreció una imagen para la arquitectura pública y socialmente comprometida, distinta a la que ofrecía el tradicionalismo pintoresco del supuesto realismo socialista y a la no-imagen de un funcionalismo estricto.

En su texto “Concrete Abstraction: On a Critical Theory of (New) Brutalism”, Matthias Rudolph y Nikolas Lelle apuntan que el [Nuevo] Brutalismo trató de “enfrentarse a una sociedad de producción en masa y sacar de ahí una poesía ruda de las poderosas fuerzas que estaban en juego”. Y añaden, haciendo referencia a las teorías estéticas de Theodor W. Adorno, que eso mismo la hacía una “arquitectura de la realidad” que “se aliena a sí misma de una sociedad alienada”. “Así, los edificios Brutalistas denuncian enérgicamente la sociedad en la que están construidos, aunque no sean capaces de dar un consejo, una solución o una respuesta positiva al mal que exponen.”

Nicholas Thoburn desarrolla estas ideas sobre las implicaciones políticas y sociales de la arquitectura Brutalista en su texto “Concrete and council housing”, donde toma como caso de estudio el famoso conjunto de vivienda social Robin Hood Gardens, diseñado por Alison y Peter Smithson y terminado de construir en Londres en 1972, y demolido en 2017. La arquitectura que se construyó con ese estilo —recordemos el lema: “El Brutalismo no es una estética sino una ética”—, terminó siendo rechazada por aquellos a quienes se suponía beneficiaba, en el caso de la vivienda social, al verla como una —fea, tosca y muy concreta— marca de su propia condición socioeconómica. Thoburn agrega:

La “poesía tosca” Brutalista sólo se logró en la medida en que el estilo en sí implicaba un compromiso directo con las relaciones sociales. Se trataba de un compromiso con la “sociedad de producción en masa” en toda su amplitud, pero en particular con el urbanismo y la vivienda para la clase trabajadora. Un rasgo crucial de este compromiso, y sin embargo oscurecido por la imagen común de los Smithson como arquitectos “utópicos”, es que la arquitectura no debía proponer o imponer un ideal social, sino ser críticamente inmanente a la realidad incompleta y fracturada de las relaciones sociales tal como se encuentran.

¿Responden a la misma realidad social y con la misma brutalidad de Robin Hood Gardens los edificios de Paul Rudolph en Estados Unidos, de Agustín Hernández en México, de Vilanova Artigas o Mendes da Rocha en Brasil, o la arquitectura del desaparecido “bloque socialista” en los países de Europa del Este y mucha de la arquitectura realizada en ese mismo periodo, a veces por arquitectos de los países colonizadores, otras por arquitectos locales, pero formados en escuelas de esos países colonizadores, en buena parte de África y Medio Oriente? ¿Puede todo eso ser clasificado con la etiqueta de Brutalismo sólo por una apariencia supuestamente similar, si bien vista superficialmente?

En su texto “Brutalism? Some Remarks About a Polemical Name, its Definition and its Use to Designate a Brazilian Architectural Trend”, la crítica brasileña Ruth Verde Zein escribió, llevando quizá a sus consecuencias lógicas, pero superficiales, la idea de imagen de Banham:

En lugar de descartar el término Brutalismo como inapropiado y conceptualmente vago, podríamos encontrar, de manera paradójica, que es adecuado, una vez que adoptemos un enfoque pragmático o fenomenológico. Basta renunciar a la búsqueda de una armonía interna y esencial entre las obras Brutalistas y aceptar, en cambio, que lo que realmente las une es su apariencia. Si aceptamos esta definición que se supone superficial y dejamos de buscar una definición esencial, entonces podemos, sin inconsistencia lógica, otorgar el título de Brutalista a un grupo de obras fechadas de forma correcta que comparten características formales y superficiales similares, aunque cada una de ellas o sus creadores podrían tener actitudes conceptuales, éticas y morales diferentes. En otras palabras, algunos edificios pueden ser llamados Brutalistas tan sólo porque lo parecen, ya que lo que determina su inclusión en el grupo no es su esencia interna sino su superficie; no sus características intrínsecas sino sus manifestaciones extrínsecas.

Terminado de los muros de concreto del Edificio de Arte y Arquitectura en Yale, de Paul Rudolph.

 

Cimbra de los muros de concreto del Edificio de Arte y Arquitectura en Yale, de Paul Rudolph.

 

Por supuesto que el término Brutalismo conlleva hoy cierta imagen compartida que supuestamente caracteriza a los edificios a los cuales lo aplicamos —lo que, dicho sea de paso, quizá haría que no imaginemos como Brutalistas ni al proyecto de la casa en Soho ni a la Escuela Secundaria de Hunstanton, ambos de los Smithson, que son los dos primeros en recibir dicho calificativo—. Pero, si no ponemos atención en cómo se producen esas imágenes superficiales, en qué tanto de la sociedad dentro de la que se construye un edificio o el momento histórico y las condiciones materiales de dicha sociedad están en la superficie, ¿no perdemos al menos algo de la ética del estilo que no quiso serlo? Si tomamos, como ejemplo, las superficies de algunos edificios de Paul Rudolph en Yale, y otros de González de León y Zabludovsky en la Ciudad de México, pese a que en ambos casos se trata de concreto colado en sitio con una textura que expone los agregados del mismo, la manera de conseguir el acabado tiene distintas implicaciones socioeconómicas e incluso políticas, aun si en ambos casos el trabajo manual está presente.

Para repetir lo mismo de otra forma, aunque un edificio Brutalista lo sea simplemente por aparentarlo, lo que expuso y expone la arquitectura Brutalista en Gran Bretaña en los años 50, y la que se construyó entre los 60 y los 70 en Yugoslavia, Kenya, Ciudad de México o en São Paulo, es otro tipo de brutalidad: la de modos de producción y relaciones sociales que se traducen en una estética, ya en sentido amplio, y en la construcción de una imagen del mundo —o, del mundo civilizado: la ciudad moderna— que se imponen brutalmente sobre contextos dispares. No en balde Achille Mbembe, teórico político nacido en Camerún, tituló a uno de sus libros Brutalismo (2020), advirtiendo que se trata no de una categoría estética, sino política:

Tomo prestado el concepto de brutalismo del pensamiento arquitectónico. En mi opinión, sin embargo, se trata de una categoría eminentemente política. No podría ser de otra manera, ya que hay una dimensión de la arquitectura misma que es, de entrada, política, la política de los materiales, inertes o no, a veces presumidos como indestructibles. Por el contrario, ¿qué es la política sino un control de elementos de todo tipo a los que nos esforzamos en dar forma, si es necesario por la fuerza, un ejercicio de torsión y remodelación si alguna vez los hubo?

La arquitectura es, en segundo lugar, una política en la medida en que inevitablemente pone en movimiento una tensión, o si se quiere una distribución del factor de fuerza entre los actos de demolición y construcción, a menudo sobre la base de lo que podríamos llamar ladrillos elementales. La política es, a su vez, una práctica instrumentada, un trabajo de ensamblaje, organización, configuración y redistribución, incluso espacial, de conjuntos corporales vivos, pero, en su mayor parte, inmateriales. Y es en la unión de lo inmaterial, lo corpóreo y lo material donde debería ubicarse el brutalismo.

Más adelante, Mbembe afirma que “la transformación de la humanidad en materia y energía es el proyecto último del brutalismo.”

Para quienes piensen que la lectura de Mbembe es demasiado política, podemos cerrar, de manera provisional, con lo que en agosto del 2018, al hablar de la nueva valoración del Brutalismo, escribió Brad Dunning en la sección de estilo de la revista GQ:

El brutalismo es la música tecno de la arquitectura: cruda y amenazante. Los edificios brutalistas son caros de mantener y difíciles de destruir. No se pueden remodelar ni cambiar con facilidad, por lo que tienden a permanecer como los concibió el arquitecto. Tal vez el movimiento haya vuelto a estar de moda porque la permanencia es particularmente atractiva en nuestro mundo caótico y en ruinas.

Claro que quien piense que el tecno —desde sus orígenes en las comunidades afroamericanas de Detroit, hasta la tecnocumbia, pasando por la música electrónica alemana o el house de Chicago— no es político, no sabe mucho de tecno, ni de política y acaso tampoco de brutalismos.

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Proyectos incompletos https://arquine.com/proyectos-incompletos/ Fri, 21 Jul 2023 04:24:14 +0000 https://arquine.com/?p=80841 Con su propuesta para la 18ª Muestra Internacional de Arquitectura en Venecia, Lesley Lokko reformula de algún modo lo que Portoghesi planteó hace cuarenta años al reivindicar la presencia del pasado: el laboratorio del futuro implica la presencia de lxs otrxs, de otras voces y otras historias que ya no pueden pensarse sólo desde el margen. “¿Qué queremos decir?”, se pregunta Lokko, “¿Cómo lo que decimos cambiará cualquier cosa? Y, más importante, ¿cómo lo que digamos interactuará y se mezclará con lo que lxs otrxs dicen?”

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La arquitectura es política en la medida en que, inevitablemente, pone en marcha una tensión, o si se quiere una distribución del factor de fuerza entre actos de demolición y construcción.

Achille Mbembe

 

El pasado

En 1980, año en el que la Bienal de Venecia cumplía 85, se presentó la primera Muestra Internacional de Arquitectura. Dirigida por Paolo Portoghesi, el título de la muestra fue provocativa para ser la primera: La presencia del pasado. Portoghesi invitó a arquitectos como Gehry, Koolhaas, Isozaki, Venturi y Bofill a construir, en escala real, las fachadas de una calle urbana. En aparente contradicción con las referencias historicistas —casi siempre irónicas— de las propuestas de esos arquitectos y el título mismo de la muestra, se la llamó la Strada Novissima. Entre quienes recibieron de mala gana tal provocación se encontró el filósofo alemán Jürgen Habermas, quien publicó un texto con el título “La modernidad, un proyecto incompleto.” Habermas veía la muestra veneciana como “una vanguardia de frentes invertidos” que “sacrificaba la tradición de modernidad a fin de hacer sitio a un nuevo historicismo.” Para Habermas —como antes para Benjamin o Darío o, para resumirlo burdamente: para mucha gente en muchos lugares—, la modernidad estética tenía uno de sus orígenes en Baudelaire y en su constatación de que “lo bello está hecho de un elemento eterno, invariable, cuya cantidad es excesivamente difícil de determinar, y de un elemento relativo, circunstancial, que será, si se quiere, por alternativa o simultáneamente, la época, la moda, la moral, la pasión.” La modernidad, afirmaba Habermas, “se rebeló contra las funciones normalizadoras de la tradición.” Aquí cabría introducir la distinción que poco después hiciera Marshall Berman en su libro Todo lo sólido se desvanece en el aire entre lo que llamó modernización (el proceso social, económico y material de cambio incesante, de “crecimiento” y “desarrollo”) y el modernismo (la reflexión crítica que se da en las artes y las ideas sobre lo que dicha modernización implica).

Para Portoghesi, diciéndolo con los términos de Berman, la modernización había triunfado en la arquitectura y el modernismo había callado. Ya no se trataba más de una rebelión contra todo lo normativo sino, al contrario, de la sumisión a estándares y normas, no sólo estéticas, sino también económicas y técnicas. En su libro Después de la arquitectura moderna, publicado al año siguiente de la muestra, Portoghesi afirmó que “la producción arquitectónica de lo que llamamos eufemísticamente mundo «civilizado» e identificamos unilateralmente con el mundo industrializado, a pesar de la confusión y la diversidad de los fenómenos que lo caracterizan, presenta un alto grado de uniformidad y monotonía, obedece a reglas consolidadas, y en los últimos años ha operado un proceso de «homologación» de dimensiones cósmicas imponiendo, más allá de todo límite geográfico, los mismos modelos a las culturas más diversas, trabajando a fondo para desposeerlas de identidad.”

El texto de Habermas fue incluido por Hal Foster en un libro publicado en 1983: The Anti-aesthetic: Essays on Posmodern Culture. Foster también incluyó ahí el ya famoso ensayo de Kenneth Frampton Hacia un regionalismo crítico: seis puntos para una arquitectura de resistencia. Frampton inicia su texto con una problemática cita del filósofo Paul Ricoeur: “Si bien el fenómeno de la universalización es un avance de la humanidad, al mismo tiempo constituye una especie de destrucción sutil, no sólo de las culturas tradicionales, lo cual quizá no fuera un daño irreparable, sino también de lo que llamaré en lo sucesivo el núcleo creativo de las grandes culturas.” ¿Qué implica que “un avance de la humanidad” conlleve, como daño colateral, la “destrucción sutil” de “culturas tradicionales” y que eso no sea “irreparable”? ¿Qué tan sutil fue la destrucción de las culturas amerindias? ¿Qué tan irreparable fue el daño producto del tráfico trasatlántico de personas esclavizadas? “Es un hecho: no toda cultura puede soportar y absorber el choque de la civilización moderna”, afirma Ricoeur, para concluir que “existe una paradoja: cómo llegar a ser moderno y regresar a las fuentes; cómo revivir una antigua y dormida civilización y tomar parte en la civilización universal.”

En su libro 1492. El encubrimiento del otro (hacia el origen del “mito de la modernidad”), Enrique Dussel plantea que cuando Ginés de Sepúlveda, en su De la justa causa de la guerra contra los indios, publicado en Roma en 1550, afirma que “el imperio de los que son más prudentes, poderosos y perfectos que ellos” (los indios) trae “grandísimas utilidades” que son “para el bien de todos”. Ahí, ya está “perfectamente constituido «el mito de la Modernidad.»” Ginés de Sepúlveda pareciera demasiado lejano a lo que plantea Ricoeur y más cercano al regionalismo crítico de Frampton, pero quizá estos últimos abrevan del mito que ya anticipaba aquél. La estrategia fundamental del regionalismo crítico, según la define Frampton, es “reconciliar el impacto de la civilización universal con elementos derivados indirectamente de las peculiaridades del lugar concreto”, que, según el mismo Frampton, se da a través de “un proceso doble de mediación”: “primero se debe «deconstruir» el espectro general de la cultura mundial que inevitablemente hereda y, en segundo lugar, alcanzar, mediante una contradicción sintética, una crítica manifiesta de la civilización universal.” Frampton es claro: el regionalismo crítico “es un vehículo de la civilización universal.” Basta recordar los arquitectos que nombra: Aldo Van Eyck, Jorn Utzon, Mario Botta, Alvar Aalto.

 

El laboratorio

Entre octubre de 1975 y agosto de 1977, un joven filósofo francés estuvo observando la manera en la que los científicos trabajaban en un laboratorio. No era cualquier laboratorio, sino el que Jonas Salk encargó diseñar a Louis Kahn en 1959. El doctor Salk describía al instituto y al edificio que lo alberga como un experimento en sí mismo: “para ver qué pasaba si” científicos de diversas especialidades eran reunidos en ese particular espacio de trabajo “diseñado para invitar al cambio tanto estructuralmente como en los laboratorios y espacios, y también organizacionalmente.”

El joven era Bruno Latour, quien recién cumplía 28 años y terminaba sus estudios doctorales. En el prólogo al libro que Latour escribió junto con Steve Woolgar a partir de su estancia en el Instituto Salk, Vida de laboratorio. La construcción de los hechos científicos, Salk explica que la estrategia de Latour fue “convertirse en parte del laboratorio, seguir estrechamente los procesos íntimos y diarios del trabajo científico, al tiempo que seguía siendo un observador «externo» que estaba «dentro», una especie de indagación antropológica para estudiar la «cultura» científica.” El laboratorio científico es un espacio aislado, separado del mundo “exterior”, para mantener libre de “contaminación” al experimento y poder transformar lo estudiado en un “hecho científico” o, como reza el título del libro: construirlo en tanto hecho científico. El laboratorio permite entender las condiciones en las que algo sucede de una manera determinada para, así, reproducirlas.

Pensar una muestra de arquitectura como un laboratorio permite reflexionar sobre las condiciones en las cuales se construye un hecho arquitectónico. Un hecho arquitectónico se construye de manera distinta a cómo se construye un edificio. Incluso si pensamos que todo, absolutamente todo lo que haya hecho algún ser humano para transformar conscientemente su entorno es arquitectura —desde elegir el mejor sitio para que el viento no apague la fogata o mover la silla en la terraza un poco a la izquierda para que la luz del sol no deslumbre, hasta el Canal de Panamá o la Presa Hoover—, la construcción de eso en tanto hecho arquitectónico es distinta a su construcción física. Dice Alejandro Aravena que “un hecho arquitectónico es la relación precisa entre forma y vida o, todavía más radical, entre una construcción y los usos”. En los laboratorios de la arquitectura —sean tratados o bienales; academias, escuelas o talleres— se investigan las distintas relaciones entre formas y vida o, mejor dicho, formas de vida y, sobre todo, los distintos grados de precisión de dichas relaciones. Y esos laboratorios también dejan cosas fuera, aunque con excusas menos legítimas que las de los laboratorios científicos. En el laboratorio arquitectónico que ideó John Ruskin no cabía el acero; en el de Nikolaus Pevsner, no cabían los cobertizos para bicicletas ni nada que fuera sólo un edificio. Pero hay momentos en que, de tanto dejar fuera, lo que se cocina en el laboratorio arquitectónico termina resultando irrelevante allá afuera.

En 1983 Latour publicó un ensayo titulado Dame un laboratorio y moveré al mundo. Ahí cuestiona la relevancia de la distinción dentro/fuera en el laboratorio científico. Explicándolo a partir de un análisis de los laboratorios de Pasteur, Latour dice que “el laboratorio se sitúa de tal modo que puede reproducir con precisión dentro de sus muros un evento que parece estar sucediendo sólo fuera y, luego, extender fuera lo que parece estar sucediendo sólo dentro de los laboratorios.” Esa relación entre el adentro y el afuera es, sin duda, distinta en el metafórico laboratorio de arquitectura, sea la bienal, el taller o el concurso. ¿Qué es lo que da validez al hecho arquitectónico? Latour define al laboratorio como “un instrumento tecnológico para ganar fuerza multiplicando errores.” Un error es un experimento en el que los resultados previstos no fueron obtenidos pero los que se obtuvieron permiten ampliar lo que hasta ese momento se había entendido para acrecentar el saber. ¿Qué es un error en el supuesto laboratorio de la arquitectura? Lo que hacen muchas bienales o exhibiciones, o libros y cursos académicos, es poner mayor atención en condiciones acaso marginales o incluso ignoradas por las prácticas convencionales. ¿Qué pasa si pensamos la arquitectura a partir de lo que implican la decolonización y la descarbonización; qué pasa si la pensamos desde África, hoy? Esas condiciones, intensificadas artificialmente, digamos, pueden producir, sin duda, resultados si no erróneos, sí tan singulares que habrá quien los suponga inútiles para construir un conocimiento universal. Pero, preguntémonos, ¿qué voces han contado la historia de la arquitectura en tanto conocimiento universal?

Lesley Lokko: “Se suele decir que la cultura es la suma total de las historias que nos contamos a nosotros mismos, sobre nosotros mismos. Si bien es cierto, lo que falta en esa declaración es el reconocimiento de quién es el «nosotros» en cuestión. Particularmente en arquitectura, la voz dominante ha sido históricamente una voz singular y exclusiva, cuyo alcance y poder ignora grandes franjas de la humanidad —financiera, creativa y conceptualmente— como si hubiéramos estado escuchando y hablando en una sola lengua. La «historia» de la arquitectura es, por tanto, incompleta. No está mal, pero está incompleta. Es en este contexto particularmente que las exposiciones importan”.

 

Olalekan Jeyifous

El futuro

Desde hace tiempo se viene repitiendo que se nos acabó el futuro. El no future punk se convirtió, a casi medio siglo, en una aseveración cotidiana más que en una consigna radical. A eso es a lo que la filósofa Marina Garcés llamó la condición póstuma, la cual “se cierne sobre nosotros como la imposición de un nuevo relato, único y lineal: el de la destrucción irreversible de nuestras condiciones de vida.” Ese relato único y lineal, inevitable, viene a imponerse como si el fin de los grandes relatos que había diagnosticado Jean François Lyotard como la condición posmoderna no hubiera ocurrido o, simplemente, se hubiera tratado de una hipótesis falsa. Al contrario, parece que ese relato único sobre la imposibilidad de frenar o cambiar de rumbo corrobora al eslogan thatcheriano “There is no alternative y, de paso, aquello que hace veinte años escribió Frederic Jameson en un ensayo titulado Future City —y que partía de un análisis del libro de Rem Koolhaas The Project on the City—: “Alguien dijo alguna vez que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Ahora podemos revisar eso y atestiguar el intento de imaginar el capitalismo imaginándonos el fin del mundo.” Pero esa irreversibilidad, ese destino inevitable, pareciera encontrar, si no una salida, al menos otras maneras de encararlo y, quizá posponerlo, si lo entendemos desde distintas perspectivas —lo que nos llevaría a repetir, entre irónicos y cínicos pero, también, esperanzados, el estribillo de aquella famosa canción de R.E.M.: It’s the end of the world as we know it (and i feel fine).

En su ensayo “Humanos y terrícolas en la guerra de Gaia”, Déborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro escriben: “Para los pueblos nativos de las Américas, el fin del mundo ya sucedió, cinco siglos atrás. Para ser más precisos, la primera señal del fin se manifestó el 12 de octubre de 1492.” Sí, la fecha del fin de esos mundos es la misma, no por coincidencia, del nacimiento del mundo moderno. Según Danowski y Viveiros, la población indígena de América se mermó, durante el primer siglo y medio de colonización europea, hasta un 95%: un auténtico genocidio. Los sobrevivientes “pasaron a vivir en otro mundo, un mundo de otros, sus invasores y señores” manteniendo, pese a la marginación y la precariedad, formas de vida alternativas a las que el mundo moderno imponía. Ellos son, dicen Danowski y Viveiros hablando de los pueblos mayas —pero podemos extenderlo a todos los pueblos cuyos mundos fueron destruidos o disminuidos, marginados por la construcción del mundo moderno— “verdaderos especialistas en fines del mundo”. ¿Se trata entonces de pensar el futuro como el pasado? ¿Regresar a lo vernáculo, regresar a la cueva?

Danowski y Viveiros citan a Bruno Latour: “Ninguno de esos pueblos llamados ‘tradicionales’, cuya sabiduría admiramos con frecuencia, está preparado para ampliar la escala de sus modos de vida hasta las dimensiones de las gigantescas metrópolis técnicas en las que hoy se amontona más de la mitad de la raza humana.” Pero lo citan para cuestionarlo: ¿por qué habría que pensar en ampliar la escala y no, al contrario, en ajustar la de las gigantescas metrópolis técnicas en las que nos amontonamos? ¿Se pueden imaginar narrativas de otros futuros posibles, ni postapocalípticos ni premodernos, sino híbridos? ¿No es, siguiendo en parte a Danowski y Viveiros, lo que ya ponen en práctica muchos quienes han tenido que sobrevivir al margen?

De algún modo estas preguntas hacen pensar en lo que escribió Frampton en sus propuestas para un regionalismo crítico: “Hoy la arquitectura sólo puede mantenerse como una práctica crítica si adopta una posición de retaguardia; es decir, si se distancia igualmente del mito de progreso de la Ilustración y de un impulso irreal y reaccionario a regresar a las formas arquitectónicas del pasado preindustrial.” ¿Dónde está hoy la retaguardia y qué formas arquitectónicas resultarían irreales o reaccionarias y en qué contextos?

 

África

¿Por qué centrar esta bienal en África? Lesley Lokko señala la necesidad de pensar soluciones a los problemas que enfrenta el continente africano: “si hay un lugar en el planeta donde los temas de igualdad, raza, esperanza y miedo convergen, es África.” La edad promedio en el continente africano es de 19 años. En Europa es de 44. Pensar en fines del mundo y en futuros cancelados es distinto cuando aún no se cumplen los 20. Ese perfil demográfico es parte de lo que busca mostrar Lokko en esta bienal, preguntándose, en parte, cómo piensan y operan estas prácticas mayoritariamente jóvenes —aunque el promedio de edad de los participantes, 42 años, se acerque más al europeo: la arquitectura, se dice, no es profesión para prodigios—, donde más de la mitad de quienes participan son de África o de ascendencia africana y la mitad mujeres. Lokko también quiere mostrar cómo se piensa más allá del estricto código disciplinar, pues afirma que “las ricas y complejas condiciones tanto de África como de un mundo en rápida hibridación exigen una comprensión diferente y más amplia del término «arquitecto»”.

En ese contexto, África juega el doble papel de una condición geográfica y geopolítica muy real y concreta, y de un horizonte que puede ayudarnos a pensar en lo que se ha intentado, al mismo tiempo, dominar y excluir en la construcción de lo que imaginamos como el mundo moderno, incluyendo su arquitectura. Como ha escrito el pensador camerunés Achille Mbembe, se trata de “pensar lo africano no como los estados-nación y sus fronteras territoriales que los conforman, sino como un proyecto de la diáspora —las personas de origen africano esclavizadas en otras partes del mundo— y, en consecuencia, transnacional.” La escritora Léonora Miano, también camerunesa, ha planteado que “África podría ser el nombre de un proyecto de civilización original y soberano: el espacio cuyas poblaciones no estarían federadas por elementos exógenos, sino por la voluntad de caminar juntos hacia un horizonte que se han dado en común.” Un proyecto que, siguiendo en esto a la politóloga francesa Françoise Vergès, ve en África “un espacio propicio para la elaboración de nuevas utopías” que, por sus propias condiciones, sirvan para cuestionar “la ideología del desarrollo, la visión de un dominio absoluto del mundo por el hombre y el fantasma de una economía del exceso, de una plenitud que colmaría la vida humana.” De nuevo Mbembe: “Es en el continente africano donde la cuestión del mundo (a dónde va y qué significa) se plantea inevitablemente de la manera más nueva, más compleja y más radical.”

¿Es este un discurso identitario, excluyente, contrario al universalismo moderno? Identitario y excluyente, no. Crítico de la supuesta universalidad moderna, sin duda. El filósofo Kwane Anthony Appiah, nacido en Londres pero de padre ghanés, es un defensor del cosmopolitismo. Antes de regresar a estudiar a Cambridge, Appiah creció en Kumasi, una ciudad de casi 3 millones y medio de habitantes. “Kumasi está integrada a los mercados globales, pero nada de eso la vuelve occidental, estadounidense o británica: sigue siendo Kumasi.” Además, Appiah asegura que, como cualquier ciudad, Kumasi no es en absoluto homogénea. Para Appiah, la búsqueda de una cultura auténtica es como pelar una cebolla: al final no queda nada. Y tiene razón. Pero el cosmopolitismo defendido por Appiah no puede asumirse sin que se cuestione cómo el ideal cosmopolita ilustrado se construyó en paralelo y, para muchos, en complicidad con el colonialismo europeo. Para mantener los ideales cosmopolitas, dice el pensador argentino Walter Mignolo, “debemos decolonizar el cosmopolitismo.” Y, como escribió Frantz Fanon en su ensayo de 1956 Racismo y cultura, “hemos atestiguado la destrucción de valores culturales, de formas de vida. Lenguajes, formas de vestir, técnicas desvalorizadas.” Por otra parte, sigue Fanon, el “respeto a las culturas nativas” se vuelve mero exotismo, una forma de simplificación que “no permite confrontación cultural.” No hay saberes totalmente cerrados, dirá Mbembe, afirmando que debemos “salir de la problemática de los orígenes y la clausura.” La universalidad, volvamos a Fanon, “reside en la decisión de reconocer y aceptar el relativismo recíproco de diferentes culturas, una vez que el estatus colonial se ha excluido irreversiblemente.”

Con su propuesta para la 18ª Muestra Internacional de Arquitectura en Venecia, Lesley Lokko reformula de algún modo lo que Portoghesi planteó hace cuarenta años al reivindicar la presencia del pasado: el laboratorio del futuro implica la presencia de lxs otrxs, de otras voces y otras historias que ya no pueden pensarse sólo desde el margen. “¿Qué queremos decir?”, se pregunta Lokko, “¿Cómo lo que decimos cambiará cualquier cosa? Y, más importante, ¿cómo lo que digamos interactuará y se mezclará con lo que lxs otrxs dicen?”

El cargo Proyectos incompletos apareció primero en Arquine.

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